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El discípulo de sí mismo



Partes: 1, 2

  1. Resumen
  2. Bibliografía

Resumen

El artículo parte del análisis de algunos poemas incluidos en El arte de narrar (2000), de Saer, entre los que distingue una zona vinculada con la antigua elegía erótica griega. A partir de esta inscripción propone, por un lado, un vínculo entre la tradición clásica en que se funda este género y la literatura latinoamericana en su potencia utópica. Por otro, a partir del análisis de ciertas inflexiones formales con que Saer retoma el género, propone diferentes niveles y modelos de lector que postula su escritura.

Palabras clave

Poesía; Literatura clásica; Catulo; elegía erótica; lector(es)

Abstract

This essay article some of the poems included in Saer´s El arte de narrar (2000). It selects among them several that both formal and thematically remits to the tradition of the ancient Greek erotic elegy. This inscription suggests, firstly, a link between classical tradition and Latin American literature and its utopian projection. Secondly, the analysis of certain formal inflections of these poems suggests to the author the emergence of different kinds of readers that can be found in Saer´s works.

Keywords

Poetry; Classic Literature; Catullus; Erotic Elegy; Reader(s)

1

Imaginemos, por un momento, que no hemos leído nada, absolutamente nada, de la literatura de Juan José Saer y que por casualidad cae en nuestras manos un ejemplar de El arte de narrar, pequeño libro, de una centena y media de páginas, que reúne la parte que Saer quiso mostrar de cincuenta años de trabajo poético. El arte de narrar, superado el primer desconcierto que pudiera producirnos su paradójico título, puede leerse en una mañana o una tarde, aunque lleva tiempo hacerse a su idea. La contratapa de esta edición nos promete además "una intensidad que condensa toda la obra". Imaginémonos entrando por esta puerta estrecha a un mundo tan vasto como es el de la literatura de Saer, vasto aunque más no sea por su desarrollo textual que, con sus narraciones, en particular con sus novelas, puede llenar varios anaqueles de cualquier biblioteca; imaginémonos conociendo al escritor de esta manera inusual y sin duda poco recomendable, pero posible, de esta manera, en algún sentido, que trataremos de comprender, única.

Al recorrer los versos, poemas y páginas que componen este libro nos sorprenderá, de inmediato, su modo poético aunque más no sea por sus particulares contrastes. Los poemas, construidos por antítesis, paradojas e incluso paralogismos, tan magníficamente tramados como difíciles de desenredar ("concebía el mundo como una esfera, sacada, del núcleo del amor / por la constancia del odio")1 pero también por notas de fino humor ("puso orden en ese caos de sabios"), que se mezclan con imágenes ciertamente procaces ("Hacía el amor/ con mi hermana, hija de patricios, montándola por atrás, como los perros"), en algunos casos escatológicas o al menos de un gusto dudoso ("lamíamos las llagas de los leprosos […] sentados sobre nuestros excrementos […] rascándonos la sarna contra las paredes"), estos poemas encuentran su punto caramelo, por así decirlo, en una melodía tan nítida e inconfundible que nunca en su breve historia nuestra lengua –la lengua argentina o sudamericana–, logró, parafraseando lo que el latinista francés Jean-Pierre Néraudau dice a propósito de las poesías de Catulo, "ser entonada de manera tan pura".2

2

La comparación con Catulo, que surge como a vuelapluma, no es, sin embargo, tan caprichosa como parece. Volveremos sobre este punto pero ya podemos adelantar que ambos poetas, el latino y el argentino, coinciden en el rigor con que articulan las palabras, que parecen brillar con una luz o una sonoridad propia, como llegadas de un país extranjero, pero que sin embargo no pierde una cierta proximidad con la calidad, ambigua y contradictoria, de la materia tratada. Como la joya que surge de la escoria gracias a la mediación conjunta del orfebre y la naturaleza, la palabra poética revela, en cada vislumbre, la complejidad de una mirada que transforma lo inmediato, por más crudo y antipoético que pueda parecer, a esa dimensión única que es la del arte. Para decirlo de manera menos indirecta: coitos bestiales, excrementos humanos y, en líneas generales, situaciones indecentes o bochornosas, sobre todo para el sujeto que las confiesa, no son realidades ajenas al poeta, que más bien las reclama como condición necesaria del poema, las recibe con una suerte de reposada dignidad y las pule en versos cincelados "en el mármol divino" –como quería Rubén Darío– con una confianza, si se quiere, lo que no entraña pocas paradojas, clásica.

Debemos aclarar que, disponiendo quizás tendenciosamente las citas, en el parágrafo anterior nos hemos servido exclusivamente de fragmentos de "El alumno de Crates", uno de esos poemas de la primera sección de El arte de narrar que, en la obra de Saer, marcan una suerte de frontera inconfundible. No es el único en retomar la vida de personajes literariamente biografiados o, lo que no necesariamente es lo mismo, biográficamente literaturizados (contamos con el respaldo de la Real y Serenísima Academia que en su diccionario acepta tan horripilante verbo), lo que emparenta a Saer peligrosamente con la literatura de su maestro Borges, pero es necesario aclarar que el poeta trata de no caer en esta tentación en su obra narrativa. En este caso, concretamente, Saer dialoga con por lo menos dos relatos de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob: de manera lateral con "Empédocle", retomando alguno de sus elementos en los primeros versos, y de manera más plena con "Cratès", relato que evoca episodios de la vida de este filósofo griego, de la escuela llamada cínica, discípulo renegado de Diógenes. Saer retoma esta historia y asume la voz de Metrocles –aunque el nombre del personaje no es pronunciado en el poema–, uno de los discípulos predilectos de Crates, imaginando libremente el final de su historia. Ni Schwob ni Diógenes Laercio, una de las principales fuentes del biógrafo francés, llegaron tan lejos con su imaginación.3 El alumno de Crates, en el poema de Saer (prolongando así la materia narrativa planteada por Schwob), luego de la muerte de su maestro vuelve a su ciudad natal, donde la herencia familiar estaba esperándolo, y así lo encontramos en su vejez, rico y satisfecho, beneficiándose de la celebridad y el reconocimiento que le brinda un sistema filosófico ajeno, que preserva y al mismo tiempo esteriliza. ¿Por qué tomar al personaje en el ocaso de su vida? Podríamos pensar que esta decisión le permite a Saer esa perspectiva melancólica a la cual es tan proclive y, como el personaje de su novela El entenado, el filósofo viejo y célebre contempla, desde la cumbre de su vida, de manera nostálgica, aquel pasado en el que deambulaba desnudo y hambriento por las calles de la capital, revolviendo la basura como los perros y durmiendo entre miserables, pero feliz.

Crates, discípulo de Diógenes, discípulo por otra parte ("más adelante o, si se quiere, más atrás") de Aristóteles, de Platón, de Heráclito, de Parménides, discípulos todos, de una u otra manera, de Empédocles, a su vez nieto, hijo y en consecuencia discípulo de sí mismo, ocupan para Metrocles, el alumno de Crates (y aquí la palabra alumno alcanza probablemente una luminosidad insospechada), el mismo lugar que Schwob o Borges ocupaban para Saer: esas voces, de las que podemos servirnos sin piedad, repitiéndolas, prolongándolas e incluso negándolas hasta el límite de la traición, sólo subsisten gracias a la nostalgia, de la que en definitiva todos sus lectores somos artífices.

Muchos poemas de El arte de narrar tienen por tema o motivo a personajes tomados de la vida literaria, extraños al mundo narrativo de Saer aunque en algunos casos evocan la sombra de algún escritor amigo, que la voz poética asume de manera desprejuiciada. Petrus Borel, Carlos Baudelaire, el doctor Watson, Rubén Darío, Dylan Thomas, Safo, Turgeniev, De Quincey, Aldo Oliva, José y Rafael Hernández, Li Po, Polonio, Laertes, Quevedo, Colón, Cervantes, Dante, Juan Moreira, Crates y finalmente Metrocles, asoman sus rostros entre las palabras –de poemas, de novelas, de biografías, de autobiografías, de libros de viajes, de enciclopedias, etc.–, para recordarnos su ausencia. Estos personajes, presentados en los poemas de Saer en primera o en tercera persona, coleccionan rasgos siempre dispersos y nunca demasiado precisos de proyección subjetiva y se confunden, además, con los personajes de su propia literatura, como Carlos Tomatis, Pichón Garay, Higinio Gómez o Washington Noriega.

Volvemos a proponer esta hipótesis:4 podemos considerar que todos estos personajes, los propios y los ajenos, están concebidos a partir de la lectura. En algún sentido, toda la literatura es "arte de narrar" y son los mismos personajes, en particular los de la literatura de Saer, los que leen a aquellos otros, que llegan del pasado, modelados por la nostalgia, y nos relatan sus lecturas. Adquiere así una nueva luz el primer verso de "El arte de narrar", poema prototípico de toda una poética:

Ahora escucho una voz que no es más que recuerdo. En la hoja blanca, el ojo roza la red negra que brilla, por momentos, como cabellos inmóviles contra la luz que resplandece, tensa, al anochecer.

¿Quién escucha acaso esa voz? ¿Y de quién o de qué cosa proviene su recuerdo? Si las vidas o si se quiere las biografías de los personajes de El arte de narrar pudieran leerse como trazadas, conversadas o escritas, a su vez, por cualquiera de los personajes de las narraciones de Saer, que se pasan el tiempo escribiendo o hablando de literatura (más hablando que escribiendo), toda la materia escrituraria, desde el poema hasta la novela, pasando por el ensayo o el poema en prosa, viene a resultar narrativa. ¿Y dónde está lo vivido, esos cabellos vistos a contra luz?

3

Examinemos en el marco de este juego de máscaras que plantea El arte de narrar, dos poemas de Saer que tienen por motivo a Lesbia, personaje poético central en la obra de Catulo. El personaje de Lesbia inicia, en cierto modo, una tradición que, en el marco de la poesía latina, continuarán algunos años después Propercio con su Cintia, Tibulo con su Delia y finalmente Ovidio con su Corina y que llega, en otro contexto naturalmente, hasta la Laura de Petrarca o la Beatriz de Dante. Decimos "personaje" para encontrarle una designación porque, a pesar del trabajo casi detectivesco de filólogos y biógrafos, y más allá de cualquier parecido con personas reales, se trata en todos los casos de seres surgidos de la imaginación del poeta.

En la poesía de Catulo, el nombre de Lesbia es pronunciado por primeva vez en el poema V:

Vivamos, Lesbia mía, y amémonos y que los comentarios de los viejos boludos, nos importen un carajo.5

Es difîcil traducir a un poeta como Catulo. Deberíamos contemplar, escuchar y si fuera posible tocar el poema como si estuviéramos frente a la Victoria de Samotracia o la Venus de Milos. Como sucede con la representación de la diosa, en la estatua que llega hasta nuestros días, mutilada por el paso del tiempo, la mirada debe reponer, no sin misterio, lo perdido. Esto es quizás más fácil en el primer verso, una verdadera joya de perfección poética:

Vivamos, mea Lesbia, atque amemos

Los verbos en presente del subjuntivo (amar y vivir), en tercera persona del plural, abriendo y cerrando el primer verso del poema, que incluyen y abrazan el nombre de la amada en su centro, como si buscaran abrigarla y protegerla, no modelan una realidad sino su deseo. Tratando de apartar a su Lesbia –amada de por sí esquiva y veleidosa– del mundanal ruido, el poeta quisiera preservarla, pero al mismo tiempo parece responder a las acusaciones de ciertos críticos que lo consideran, lisa y llanamente, un pornógrafo. La referencia a lo vivido, la experiencia erótica real, no imaginaria, es justamente la mejor respuesta a las críticas de los envidiosos impotentes y la continuación del poema, con sus "miles de besos" solicitados (Da mi basia mille), es, literaria y literalmente, una doble provocación.

Lesbia es un nombre ficticio, que a su vez tiene connotaciones imaginarias muy particulares en el contexto romano. Femenino de Lesbius, evoca a las "mujeres de la isla de Lesbos" y, en particular, a Safo, autora de alguno de los poemas amorosos más emblemáticos del mundo clásico. Esta filiación se pone de manifiesto claramente en el poema LI, donde Catulo presenta la primera visión de la amada traduciendo y al mismo tiempo reescribiendo uno de los poemas más célebres de Safo:

Me parece semejante a un dios,

o, si está permitido decirlo, superior a los dioses,

aquel que sentándose enfrente tuyo puede habitualmente

verte y escucharte,

con esa dulce risa que me vuelve loco.

¡Pobre de mí! Apenas,

Lesbia, te percibí, que me quedé sin palabras

El personaje de Lesbia, su nombre, es el lugar (físicamente hablando, porque evoca el nombre de una isla), de donde emerge un imaginario poético que traduce la tradición

griega y sienta las bases una nueva forma romana. El sujeto poético, en este poema LI, es Safo, que contempla a su amada, pero también Catulo que al traducir o reescribir contempla a su Lesbia, en un magnífico juego de reflejos y sonoridades. El poema termina con una coda que se aleja definitivamente del antecedente griego, donde la voz asume el rostro del poeta: "El ocio, Catulo, te es funesto".

Saer retoma este personaje en "Lesbia madura", vigésimo tercer poema de El arte de narrar, de la misma manera que en "El alumno de Crates" retoma los personajes de Schwob y de Diógenes Laercio. Así comienza "Lesbia madura":

En el lento y compacto cigarrillo que cuelga de los labios estriados, ojos ávidos ven el cetro del poder y del desorden que la sostienen cuando la tarde azul la ciega, el cabello revuelto y árido, cruzada de brazos, mirando la ciudad por la ventana.

Descrita en tercera persona, la Lesbia de Saer –que no es la esposa ni tampoco la novia y que puede tratarse de una amante clandestina e incluso de una prostituta– es observada, desde una cierta distancia, a contraluz, fumando en el cuarto en penumbras. Esta escena, con la imagen de los cabellos negros contra la pálida claridad de un atardecer, vuelve en varias ocasiones en la poesía de Saer. Lesbia aparece aquí trasladada a otro espacio, dado que un vago anacronismo posiciona la escena en una habitación más bien contemporánea: "Se agolpan contra sus ojos, desde adentro, el rumor del Brasil/ y una Grecia de cal inmóvil" y no es improbable la presencia de cierta evocaciones biográficas del poeta, totalmente intraducibles. ¿Qué ciudad contempla acaso esta Lesbia por la ventana?

Encontramos este mismo personaje en otro poema de El arte de narrar, el siguiente, es decir el número 24: "Por Clodia (Lesbia) en el cabaret". En este caso Saer evoca al personaje literario en un espacio habitual en sus primeros relatos, los del libro En la zona (1960), en particular los de su primera parte titulada "Zona de puerto"6 o más probablemente en el cabaret donde terminan su recepción los amigos de "Por la vuelta" (Palo y hueso, 1961). Espacios (o "zona") portuarios donde Saer ensaya a sus personajes en esos escenarios marginales, ligados al juego, la prostitución y el delito, que frecuentó en la ciudad de Santa Fe en su juventud, pero que le vienen también de la literatura y del cine. Reproduzcamos, en este caso, el poema completo:

Sin embargo tus ojos ardían recientes bajo las drogas, fugaces y livianos como dos cirios en las sombras.

Acunabas un lobo por corazón, oh queridísima Clodia, oh Lesbia.

Abandonado elijo tu lado bueno: entre las luces mínimas, las atroces, parecida a un meteoro

tu cabeza bailaba y expandía como con aspas verdes la claridad. Abandonado elijo

tu lado triste: a veces, como Dios, no estás en ningún lado; entonces cierras

los ojos, oh Lesbia, y tiemblas como esas grandes hojas tropicales mojadas. Abandonado elijo tu lado esencial: nunca vuelves,

eres como una muerta obstinada, tú,

la oscura patrona del haber sido. Abandonado elijo tu lado vuelto hacia mí: algo de cuya cara tu corazón es el reverso.

A diferencia de la forma impersonal que predomina en el poema anterior, aquí la voz poética, en primera persona, actúa el papel del amante "abandonado". En este poema Saer incorpora, en primer plano, el nombre de Clodia, mujer de Quintus Metellus y hermana de Plubio Clodius, amante de Catulo y quien, según la tradición, sería la persona a quien, en cierto modo, el seudónimo de Lesbia hace referencia, ocultando o disimulando la realidad. Hay una extensísima bibliografía crítica en torno de esta disimulación que concluye probablemente en Marcel Schwob, quien dedica a este personaje el relato "Clodia, matrona impúdica" en sus Vidas imaginarias.

Como hemos intentado mostrar en relación con el poema LI de Catulo, la constitución de estos personajes, entre traducción y reescritura, es esencialmente literaria y la referencia autobiográfica, improbable aunque en no pocos casos verosímil, forma parte de un sistema fuertemente codificado. La referencia a lo vivido, concretamente, es tamizado por lo que podría llamarse un código de sinceridad. Como bien señala Paul Veyne: "es difícil pensar que el poeta no es sincero, pero no es menos difícil no reconocer que juega; los detalles son a menudo verdaderos pero el conjunto suena falso".7 Saer decide explorar, como lo hace por su parte en sus propias narraciones, la distancia por demás ambigua que separan realidad y ficción, poniendo en planos equivalentes pero distintos (y el paréntesis del título es indicio de esta voluntad) los nombres reales y ficticios.

De todos modos, en el momento en que Saer escribe su poema, ¿cuánto más reales o ficticias son, la una respecto a la otra, Clodia y Lesbia? Además Saer desplaza o "adapta", aquí también, el mundo de Catulo a un contexto contemporáneo. ¿Qué ambiente busca evocar, acaso, el temblor de "esas/ grandes hojas tropicales mojadas"? Y una última pregunta, como para terminar este parágrafo: ¿qué busca el poeta disimular u ocultar sirviéndose del mundo elegíaco romano?

4

Los poemas de Saer mencionados anteriormente no son en realidad verdaderas elegías sino más bien calcos. Evocan en todo caso el mundo elegíaco romano, apropiándose de alguno de sus elementos más emblemáticos, a modo, podría decirse, de coartada para el sentimiento.

La elegía, uno de los géneros literarios más antiguos, anterior por supuesto a cualquier modalidad hoy en vigor, como el soneto o la novela, sobrevive en la actualidad bajo las formas y sobre todo las temáticas más diversas, no pocas veces contradictorias, que van de la gravedad que exige la muerte, hasta la ligereza de los devaneos amorosos. Antiguamente, en el mundo griego, su escritura y su recitación estaban codificados y se practicaba en ocasiones muy precisas. La palabra elegía viene del griego elegos, que podríamos traducir como lamento o en un sentido más general como "canto de duelo" y nombraba además la forma que la contiene, que es la del dístico. En sus inicios la elegía no era exactamente un género literario sino un elemento más, aunque no banal, del ritual de los sacrificios, acompañando las alegrías y tristezas de ciertos acontecimientos fundamentales de la vida, como hoy lo hacen las marchas nupciales o fúnebres.

Los romanos adaptaron la forma griega, utilizándola preferentemente en la poesía amorosa, con maestros como Propercio, Tibulo u Ovidio, que es la tradición que en occidente se mantiene hasta el siglo XX. Quintiliano afirmaba con orgullo, y no sin razón, que "en la elegía también rivalizamos con los griegos".8

Hoy puede decirse que la elegía es más bien una forma libre o una suerte de modo o inclinación literaria que trata de dar cuenta de un dolor, cualquiera sea su naturaleza: la muerte de un ser querido, un desengaño amoroso, la injusticia social, el exilio. Su supervivencia mantiene la necesidad y también la confianza de que la literatura puede servir como consuelo.

Sería interesante plantear aquí al menos un esbozo de la suerte de la elegía hispano- americana, imitando la inquietud de Quintiliano respecto a ese antecedente siempre perturbador que significaba Grecia para los romanos, o retomando en todo caso la propuesta de Pedro Henríquez Ureña, en lo que hace a la relación entre América y

Europa, de avanzar hacia "nuestra utopía".9 No es el lugar aquí, indudablemente, para trazar una historia de esta modalidad, que en Hispano-América alcanza una notablevitalidad. Habría que comenzar estudiando la manera como se incorpora al verso castellano la terza rima (forma utilizada por Dante para su Divina Comedia), a través probablemente de Boscán, para dar forma a las elegías de Garcilaso. Y no podría no señalarse que en tercetos, combinando alejandrinos y eneasílabos, compone Rubén Darío su "Responso" a la muerte de Verlaine. El abandono de la rima y la regularidad métrica por parte de los poetas hispano-americanos luego de la muerte de Darío, a partir de la segunda década del siglo XX, no significa la pérdida de esta dominante elegíaca.

Deberíamos encontrar, seguramente, para el registro amoroso, un punto de inflexión en el "Tango del viudo" de Pablo Neruda. Escrito en noviembre de 1928, al abandonar Rangún (Birmania), en este poema el dolor de la ruptura amorosa se confunde con el del destierro ("He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,/ a almorzar en los restaurantes comidas frías, y otra vez,/ tiro al suelo los pantalones y las camisas, /no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes"). De alguna manera, la historia de la elegía americana, con su vitalidad, debe ser la historia de una permanente desviación. De lo amoroso, por ejemplo, hacia lo político; del distanciamiento del ser amado hacia la desolación del destierro. Sólo de esta manera podemos comprender el sentido que adquiere, en la obra por ejemplo de Juan L. Ortiz, la elegía como militancia en la fórmula que Daniel García Helder estudió magníficamente de la "elegía combativa".10 Sólo en este contexto, el del eco con que la voz poética da cuenta del sufrimiento de los seres y las cosas en el paisaje amado, puede leerse un poema como la "Elegía a Julieta". No se trata de un poema dedicado a la heroína shakesperiana, como podría creerse a simple vista: Julieta es a una perrita que vivía en Colastiné, cerca de Santa Fe, a cuya muerte Ortiz dedica el poema.

Por qué Julieta pienso en ti

en este momento de la tarde cuando Agosto, por allá, donde fuera tu país,

setembrinamente vahea sobre las islas?…

Julieta, me dijeron hace poco los amigos,

que una mañana te encontraron sin mañana, o en la nada de cuál? ahora

dormida, sin umbral, o en el sí

—y desde, acaso, la velada por derretir—

en el sí

por qué no? de un presente que fuese ya sin límites

o en una ausencia de líneas…

acá de las diez

abrirte

Mas yo te veo empinándote, empinándote con esas tus patitas hacia un Juani y una Bibí

que tu afición astralizara, aún, pero incorpóreamente, y sin entonces, el

que les mojaba las miradas al adherir

a tu alegría

de recuperarlos de nuevo cuando, con los batientes, ellos daban en

las hojas del cielo…

Este poema permaneció inédito durante muchos años, siendo excluido por Ortiz de En el aura del sauce, que reúne su obra poética, publicado en 1970-1971. Es difícil comprender el motivo de esta exclusión pero es probable que el mismo encuentre su explicación menos en razones poéticas que en el resguardo de una cierta intimidad. En el momento en el que Juan L. Ortiz escribe este poema, a principios de los sesenta, se desarrolla en la poesía hispano-americana una fuerte tendencia anti-sentimentalista, que es el rechazo natural de determinada poesía post-romántica pero también la contracara de la fuerte impronta política que dominará la poesía de esos años y en los setenta. Ortiz escoge como motivo de su elegía el sentimiento hacia la perrita muerta, evocando en su duelo lo humano como una suerte de sombra en la presencia de los amigos "Juani" y "Bibí", que evocan, sin duda, en el contexto íntimo que explican la constitución del poema, a Juan José Saer y a Norma Castellaro.

Las relaciones amorosas, en la literatura de Saer, van a estar marcadas siempre por este anti-sentimentalismo. Es notorio en todas las parejas que encontramos en su narrativa, en particular la de Gutiérrez y Leonor Calcagno que se separan en el relato "Tango del viudo" de En la zona (1960) y se reencuentran muchos años después en la novela La Grande (2005), trazando una parábola justamente de la dificultad de lo amoroso. En la novela Cicatrices (1969), Tomatis, que dirige la página literaria de un diario de una ciudad de provincia, mientras revisa la correspondencia, exclama: "Desgraciadamente, todo el mundo tiene sentimientos. Por lo tanto todo el mundo hace literatura". Ángel, un joven periodista que se encuentra a su lado, replica: "Conozco a un tipo que no tiene sentimientos y si embargo hace literatura", a lo que Tomatis concluye: "Ha de ser un buen escritor". Cuando Borges escribe, en su poema "1964", con desesperado cinismo: "Ya no seré feliz. Tal vez no importa./ Hay tantas otras cosas en el mundo", menos que describir un sentimiento personal, que es como se han leído siempre estos versos, traza en realidad el cuadro de una época.

5

Entre los manuscritos de Saer encontramos una serie de elegías amorosas, en el sentido más habitual del término, en las que se retoma, casi al pie de la letra, el ejercicio de la tradición que inició Catulo. Son poemas que Saer pasó en limpio, corrigió y conservó, pero que misteriosamente permanecieron inéditos en vida del escritor.11 Algunos formaban parte del poemario "Continuo", fechado en 1961, en el que se encuentra también una primera versión del poema "Por Clodia (Lesbia) en el cabaret" que analizamos anteriormente.

Concretamente hay tres poemas que responden a este género: "Elegía G.L. 1960", "Elegía G.L. 1961" y "Elegía G.L. Llamada final". Los dos primeros se integran al poemario mencionado y el tercero se encontraba suelto, sin fecha, y al parecer cierra la serie. Coinciden en su temática amorosa, pero sobre todo en el nombre del personaje, identificado por las siglas "G.L." En oportunidad de la edición de estos poemas, propusimos como hipótesis que estas siglas podrían hacer referencia a Gloria Latavani, personaje de otro poema inédito de Saer, "Variaciones sobre un tema de Propercio", fechado el 17 de septiembre de 1961.12

Es difícil si no imposible comprender los motivos por los cuales Saer descartó estas tres elegías en el momento de la composición de El arte de narrar. Quizás las descartó porque la calidad del texto del poema no le pareció conveniente o quizás, lo que sería una conjetura a explorar, porque estas tres elegías no lograron componer un sistema lo suficientemente maduro como para que Saer lograra conjugarlo con su obra. Concretamente: Gloria Latavani es un esbozo de personaje que nunca fue retomado por Saer, ni en su poesía ni en su narrativa, y sabemos que la "reaparición" de los personajes, siguiendo los modelos, distintos y al mismo tiempo convergentes, de Catulo, Balzac o Proust, es un elemento fundamental para la coherencia de la obra. Nada nos impide pensar, por otra parte, que este personaje hubiera podido desarrollarse posteriormente y entrar así en el sistema.

Naturalmente, como sucede con todos los personajes de la elegía y también con todos los personajes de literatura de Saer, hay en ellos probablemente elementos autobiográficos, pero dentro de este dispositivo lúdico, de este juego de reflejos, que podemos comprender en el marco de una doble articulación: la del género (elegía o novela) y la de la obra saereana. Gloria Latavani, nombre de resonancias latina, evoca por otra parte la "gloria" buscada por el poeta desde el inicio de la modernidad, que puede ser tanto terrena como celestial.13

Transcribimos el primer poema de la trilogía, la "Elegía G.L. 1960".

¿En qué declinación del rápido

verano, en la caída de las rosas obscenas se te podrá tocar? En ninguna

mañana, plena del sol que continúa, veré tu rostro prieto relumbrar

ni se olerá tu piel contaminada.

Gocé de tu precaria dignidad

en tus días, que hoy cierra y sella la memoria, y tratando, de nuevo, de despejar tu cielo oculto

soy una vaga anuencia de aquello que combato.

El otoño ya ha dado la vuelta al mundo, regresa con su caja

cargada, su olor a sal, sus bosques que retumban, y es inútil buscar los papeles escritos en tu nombre.

Delicada es cada una de tus sienes,

tu pelo lo era asimismo, y tu memoria ardiente. Tu voz resuena lejos.

Estás crucificada y tu congoja truena, rueda hacia mí, pero florece breve en mis manos: es una chispa de adiós, una contrita

certeza para el mundo. Eras la sal de la tierra.

El poema está marcado, como en "Tango del viudo" de Neruda, por la separación y en este sentido la evocación del ser amado, situado ya en otro espacio, requiere del auxilio de la memoria; la distancia que separa el amante de la amada es sobre todo temporal y esto, bajo el signo de Juan L. Ortiz, se pone de relieve en el paso de las estaciones: el fin del verano y el regreso del otoño: "El otoño ya ha dado la vuelta/ al mundo".

Si se compara este poema por ejemplo con "Por Clodia (Lesbia) en el cabaret", que es contemporáneo y forma parte del mismo poemario, es interesante ver cómo la evocación de G.L. parece mucho más contenida que la de Lesbia. Como si la máscara resultara aquí, con la colaboración de la ficción y de la fuerza de la tradición clásica, paradójicamente, mucho más eficaz para la expresión del sentimiento. Las descripciones del personaje, más tímidas en la elegía dedicada a G.L. que en la dedicada a Lesbia, parecen sin embargo aludir a un mismo modelo. G.L. podría ser una prostituta o una muchacha en todo caso de costumbres "ligeras", interpretando en este sentido los pocos elementos descriptivos, muy ambiguos por otra parte, como "piel contaminada" o "precaria dignidad"; podría ser también brasilera, según la significación de su "rostro prieto" (en el sentido de "color muy oscuro, que casi no se distingue del negro", pero probablemente por contraste con el portugués: preto, negro). Pero todo es muy vago. Lo cierto es que, como en todas estas elegías, las dedicadas a G.L. o a Lesbia, el motivo central es el alejamiento. El tercer poema, el último de la serie, culmina con este verso: "En la estría final de esta elegía te abandono." Es difícil saber si el poeta abandona físicamente al personaje o decide renunciar a su escritura.

6

Imaginemos, por un momento, que dentro de mil o dos mil años sólo quede, de la literatura de Saer, este conjunto de 97 poemas que constituyen El arte de narrar. Con la misma suerte con la que hoy, del intelectual, el artista y el hombre que fue Catulo, nacido en Verona hacia el año ochenta y siete u ochenta y cuatro antes de nuestra era, sólo llegan hasta nosotros 116 poemas, no es improbable que el tiempo, en su selección,

porque la memoria necesita del olvido, sólo resguarde estos poemas de Saer. No podemos imaginar, de todos modos, qué es lo que los hombres que, una mañana o una tarde de otoño de por ejemplo el año 4015, al leer estos poemas, comprenderán de ese hombre que fue Saer, de lo que escribió, pensó y sintió. Una cosa es cierta: sea como sea la Argentina, que entonces seguramente habrá desaparecido, o habrá encontrado otro tipo de organización nacional o continental, se salvaría del olvido gracias a este librito.

En esta mañana de otoño en París, jueves 5 de noviembre de 2015, en la que, luego de llevar a mi hijo a la escuela y antes de ponerme a trabajar en este artículo, escucho y leo por internet, en las radios y diarios matutinos de Argentina, las declaraciones de los funcionarios del gobierno, de los candidatos presidenciales y de sus equipos, de periodistas, deportistas, músicos, cómicos y demás comentadores, me domina una suerte de parálisis espiritual al comprobar la manera como se lleva la discusión y en consecuencia el lenguaje, por buenas o malas razones, a un nivel casi indecible de violencia. No es la violencia lo que me preocupa, ni el grado de groserías, agravios, infamias, amenazas o insultos que escucho o leo (los diccionarios y el código civil tiene, o encontrarán, definiciones y leyes para determinar su gravedad), sino la consideración que se tiene del "otro", ese lector o auditor a quien, al parecer, sólo se le puede hablar como a un idiota. El miedo como argumento casi exclusivo de una estrategia de propaganda es el signo más evidente de esta descalificación. Escucho los medios de Argentina en estos días con atención, tratando de decidir qué votaré en el próximo ballotage, el domingo 22, y no me reconozco en absoluto, ni siquiera en las filas de los damnificados, en el retrato que me devuelven esas palabras.

Fue precisamente en medio de esas impresiones que me asaltó este impulso reflexivo que podría definir, para encontrarle un nombre, como crítica utópica. ¿Por qué no, acaso, operar al revés y en vez de ocuparnos del pasado o del presente, de la historia de la literatura o de la literatura contemporánea, como hacemos habitualmente, proyectar nuestro análisis hacia el futuro? Una cosa podemos ya arriesgar: la elegía como impulso y quizás como necesidad, dado que parece incorporada el ADN de nuestra especie, probablemente nos sobrevivirá.

Según Veyne la elegía es "una de las formas más sofisticadas de toda la historia de la literatura". Si confiamos en semejante aserto, la sofisticación de la elegía residiría, indudablemente, en la complejidad de su lenguaje poético, muy reglamentado rítmicamente con el dístico elegíaco en el dispositivo griego y luego en el latino, pero también –y especialmente– en esa particular torsión que el poema imprime al sentimiento. Para que el dispositivo de la elegía funcione, por otra parte, es indispensable la constitución, como contrapartida, de un lector que esté a la altura de este precioso y delicado juego estético y que, además, tenga su alma dispuesta, la sonrisa y la lágrima prontas, para jugar su juego. El lector que vislumbran poetas como Catulo o Saer, contracara ineludible de la sofisticación del arte al que aspiran, se constituye por lo menos en tres niveles de lectura.

En primer lugar el poeta se dirige a su amada, Lesbia o Gloria, que es un destinatario interno, más bien imaginario, pero gracias al cual discurso encuentra su posibilidad: el reclamo amoroso, el deseo con su satisfacción y su fracaso, la fidelidad y la traición, la ternura e incluso la agresión, el grado de defensa o de injuria, es decir el "tono" con el que la voz poética interpela a su destinatario, son elementos indispensables para que el poema exista.

En segundo lugar se concibe un lector contemporáneo, que puede ser la amada real (Clodia en el caso de Catulo, la enigmática brasilera en el caso de Saer, si esas personas tenían la costumbre acaso de leer poesía), pero también los amigo (generalmente poetas)

y todos aquellos a quienes el poema hace guiños (¿César, quizás, como figura paradigmática?), de manera más o menos directa (a veces muy directa). Los indicios que el texto nos brinda de ese lector, una vez pasado el tiempo, desaparecidas las personas reales y habiéndose literalmente derrumbado el contexto, quedan sin embargo como reliquia. Dan cuenta de esa fuerza, la de la pasión del poeta (el de papel y tinta, que evoca quizás al ser de carne y hueso), que da al poema su verdad. Se verifique o no la existencia aquí de un código de sinceridad, sólo este lector podrá reconocer los avatares en función de los cuales la máscara se rompe o al menos se desliza para dejar entrever un rostro verdadero. Como sea, este lector se encuentra siempre en una zona de transición, difícil de vislumbrar, dentro y fuera del texto

Y finalmente existe un tercer lector, más bien externo al texto, utópico y por cierto acrónico, promovido por la exigencia pero también la provocación del escritor que es una apuesta lanzada hacia el porvenir pero que tiene su reaseguro en una determinada tradición, a la que se apela, aunque se la desfigure, con una suerte de confianza ciega. Volvamos a Henríquez Ureña y retomemos, ahora en el cuerpo del trabajo, la cita que iniciamos en la nota 9, prolongándola, si el lector nos permite, una frase más:

El pueblo griego da al mundo occidental la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin descanso (Henríquez Ureña, 1985, 7).

¿No nos procura acaso una casi milagrosa felicidad –me lo procura a mí, al menos, esta mañana de jueves, de otoño, en París– comprobar que la sofisticación que implica un "pensamiento poético" como el de Catulo o el de Saer, concibe (puesto que no deja de ser una búsqueda imaginaria, es decir utópica) ese lector virtuoso, al mismo tiempo interno y externo del texto, como signo de una humanidad en busca de su perfeccionamiento? Sería una tristeza infinita, en cambio, no comprender el sentido de ese "hombre nuevo" que la verdadera poesía siempre nos propone.

Notas:

1. Juan José Saer, El arte de narrar. Poemas (1960-1987), Seix Barral, Buenos Aires, 2000. Citamos siempre en función de esta edición, la última en vida del poeta

2. Introducción a Catulle, Poésies, texto establecido y traducido por Georges Lafaye, introducción y notas de Jean-Pierre Néraudau, Les Belles Lettres, Paris, 2002, p. VIII.

3. Para las biografías de Empédocles y Crates, Schwob se basa principalmente en las Vidas y doctrinas de filósofos ilustres de Diógenes Laercio, modificando algunos detalles e incorporando indudablemente elementos de ficción. Sin embargo de todos los personajes de la historia del filósofo cínico (Crates y los hermanos Metrocles e Hiparquía), es con Metrocles con quien Schwob sigue más fielmente a Diógenes Laercio, salvo en la descripción del episodio relativo a las flatulencias que padece el discípulo. El maestro, para darle una lección teórico-práctica, contrae deliberadamente el mismo mal y en este punto Schwob "amplifica", en cantidad y sonoridad, la masa textual de gases que ambos personajes profieren, probablemente con el objetivo de realzar los aspectos grotescos de la escena. Saer, por su parte, se muestra curiosamente pudoroso respecto a este punto, mencionando el pecador pero no el pecado: "una vez,/ hallándome enfermo, [Crates] contrajo voluntariamente, mi ridícula enfermedad,/ para mostrarme que no había en esos ninguna ignominia". Ver Bruno Fabre, "Vies imaginaires de philosophes: Marcel Schwob lecteur de Diogène Laërce", Revue de littérature comparée, n° 317, Klincksieck, Paris, 2006, p. 37-52.

4. Esbozamos esta idea en "Paisaje desde el andén", en Mariana Di Ció y Valentina Litvan (eds.), Juan José Saer : archives, mémoire, critique, Cahiers LIRICO (serie « Nueva Epoca »), Université de Bretagne-Sud / Université de Paris 8, Paris, diciembre 2011, pp. 129-141. En la web: http://lirico.revues.org/179.

5. Es difícil traducir la alquimia de la poesía de Catulo, que combina expresiones vulgares y cultas. En senum severiorum, cuya traducción más literal debería ser "viejos rígidos", hay sin duda una connotación irónica a la impotencia. Es por este motivo, probablemente, que Danièle Robert traduce al francés esta fórmula como "vieux cons"; por otra parte unius aestimemus assis es una expresión de tipo coloquial, que Catulo utiliza en varias oportunidades y que requiere a mi entender de una solución similar. Cfr. Le livre de Catulle de Vérone, edición bilingüe, traducción, presentación y notas de Danièle Robert, (colección "Thesaurus"), Arles, Actes Sud, 2004. En todos los casos las traducciones, muy libres por cierto, son nuestras. Tomamos en cuenta las traducciones francesas mencionadas y varias españolas pero no pudimos seguir ninguna al pie de la letra.

6. Los poemas de El arte de narrar no están fechados de manera individual. Los dos poemas mencionados pertenecen a la primera parte del libro, que tienen como indicación cronológica el período en el que están escritos: 1960-1975. En el caso de "Por Clodia (Lesbia) en el cabaret", como se verá más adelante, hay un manuscrito fechado en 1961.7. Paul Veyne, L"élegie érotique romaine, Êditions du Seuil, Paris, 1983, p. 12.

8. Citado en la Introducción de Antonio Ramírez de Verger a: Propercio, Elegías, Editorial Gredos, Madrid, 1989, p. 3. Dice Verger: "Creo que Quintiliano quería decir que los elegíacos latinos hicieron algo más que imitar a los griegos, pues crearon un tipo de elegía, sin duda más avanzado que las supuestas elegías objetivas de los griegos", p. 5.

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