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Proyecto geo-político de Simón Bolívar. La constitución boliviana



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  6. Títulos consultados

Para que un pueblo sea libre debe tener un gobierno fuerte, que posea medios suficientes para librarlo de la anarquía popular y del abuso de los grandes. SIMÓN BOLÍVAR.

La tradición política española. La monarquía y los cabildos. El centralismo borbónico. El bien público y el interés particular. ¿Revolución democrática o República Jacobina? El Poder Electoral. Contra el Feudalismo. El Ejecutivo vitalicio para dar autonomía al poder público. La sucesión de Bolívar.

Cuando se sancionó la Constitución de Cúcuta, como la Constitución peruana de 1824, Simón Bolívar manifestó expresamente su inconformidad con los principios consagrados en ella, por considerarlos faltos de verdaderas vinculaciones con las realidades americanas. Sólo el temor de que una agria controversia en materias políticas pudiera quebrantar la unidad nacional en momentos en que se libraban las batallas decisivas contra el enemigo español, le inclinó entonces a dar a sus reparos el carácter de simples objeciones a los legisladores, en espera de una oportunidad favorable para proponer a sus compatriotas la adopción de un orden institucional menos expuesto a los peligros de una permanente inestabilidad.

Pero los graves sucesos ocurridos en Venezuela y la poca eficacia de los acuerdos tomados en el Congreso de Panamá demostraron a Simón Bolívar la necesidad de un cambio sustancial en materias políticas, si sae deseaba evitar, oportunamente, la descomposición de las sociedades hispanoamericabas y especialmente de aquellas que conquistaron su libertad por las victorias de los ejércitos de Colombia.

Para lograr este cambio, el Libertador debía enfrentarse no solamente a las trabas establecidas por las instituciones vigentes para su reforma, sino también a los poderosos intereses creados alrededor de la supervivencia de las mismas. Simón Bolívar optó entonces por el procedimiento de consultar a los pueblos, a través de un gran plebiscito en medio continente, si deseaban la reforma de la organización política vigente, y si, en el caso afirmativo, aceptaban el Código Boliviano para sustituirla. Que los pueblos fallaran democráticamente sobre este punto de interés general, fue el camino que le pareció compatible con la restauración del orden social y las tradiciones de la revolución acaudillada por él durante 15 años en el mundo americano. Nada es tan conforme con las doctrinas populares -declaró en sus trascendental mensaje a la Junta Preparatoria del Congreso Peruano- como consultar a la nación en masa sobre los puntos capitales en que se fundan los estados, las leyes fundamentales y el magistrado supremo. Todos los particulares están sujetos al error o a la seducción; pero no así el pueblo, que posee en grado eminente la conciencia de su bien y la medida de su independencia. De este modo, su juicio es puro, su voluntad fuerte; y por consiguiente, nadie puede corromperlo, ni menos intimidarlo.

«Yo tengo pruebas irrefragables del tino del pueblo en las grandes resoluciones; y por eso siempre he preferido sus opiniones a las de los sabios. Que se consulte, señores, a los colegios electorales; entonces sabremos qué leyes han recibido la sanción de todos».

Con este histórico documento, Simón Bolívar iniciaba una nueva era política en América, pues en él anunciaba su propósito de entregar a los pueblos, aun en contra de las leyes vigentes, la total decisión sobre un cambio radical de las instituciones políticas.

Si el Libertador hubiera carecido de verdaderas razones para apresurar este necesario acondicionamiento de las instituciones americanas, un hecho ocurrido en aquellos días le habría proporcionado nueva justificación para hacerlo: la actitud del general Gamarra, quien desde el Cuzco y al igual que José Antonio Páez en Venezuela, le ofrecía la corona. «Los pueblos –le decía Gamarra- no quieren teorías impracticables; quieren salir de la pobreza y descansar de la guerra que los ha oprimido. La libertad que consiste en hablar y escribir sin trabas, es insignificante para la presente civilización. En una palabra: la América entera necesita de un gobierno vigoroso y paternal. Reúnase la América bajo la benéfica influencia del sol que nos ha dado vida: a sus auspicios seremos felices. No hay otra cosa que hacer: o Bolívar o nadie. Esto es para lo que V.E. debe contar conmigo y el Consejo de Gobierno».

Pero las graves circunstancias que fortalecieron la convicción del Libertador sobre la necesidad de un decisivo viraje en materias políticas no se circunscribían al territorio peruano. A fines de junio comenzaron a llegarle, un tanto confusas, las primeras noticias de los sucesos acaecidos en Valencia el 30 de abril, fecha en la cual la municipalidad se declaró en abierta rebelión contra el gobierno de Santa Fe, invitó a José Antonio Páez a desobedecer la orden del Senado y a asumir la jefatura de Venezuela, invitación que éste, después de aceptar, justificó en los siguientes términos: «Desde que existe una revolución, ya quedó legitimada, porque sólo puede originarse de una causa general acompañada de una fuerza irresistible, y en tal evento no son culpables los autores o cooperadores del desorden, sino aquellos que con sus abusos y excesos de autoridad provocan el rompimiento».

¿Por qué juzgó Simón Bolívar que las características de la constitución elaborada por él para Bolivia podían contribuir a tratar eficazmente los factores que estaban precipitando el irreparable fraccionamiento de las comunidades hispanoamericanas? Porque esta Carta Fundamental fue elaborada para buscarles una solución que conquistara a tales comunidades las características necesarias, en concepto de Bolívar, para la salvación de sus pueblos: justicia, estabilidad y unidad.

La Constitución Boliviana, con sus tres instituciones básicas –la abolición de las castas, la esclavitud y los privilegios; el Poder Electoral y la Presidencia Vitalicia-, fue el fruto de los empeños de su autor para hallar una solución al problema, tan antiguo, del desiquilibrio entre los fuertes y los débiles. Sólo cuando se la considera como una tentativa, afortunada o no, de encontrarle una respuesta satisfactoria, puede comprenderse su espíritu y el contenido de sus instituciones. El proyecto de Constitución ofreció una solución original, en momentos en que los sistemas tradicionales de enfrentarse a dicho problema estaban en crisis en España –por las graves deformaciones que habían sufrido- y cuando las alternativas originadas en Francia y en el mundo anglosajón implicaban graves peligros para los pueblos hispanoamericanos, por su falta de concordancia con las más sobresalientes realidades sociales del continente. El momento para proponer una fórmula era oportuno, porque en América estaba operando, con todas sus consecuencias revolucionarias, el conflicto que había provocado la gran crisis histórica de la Metrópoli.

La experiencia y la sabiduría políticas del pueblo español en su gran época histórica se sintetizan en la división que hizo del poder público en dos grandes instituciones: La Monarquía y el Cabildo Municipal. A la primera le atribuyó la función de representar los intereses generales, el bien colectivo; al segundo, la de custodiar los derechos del individuo, sus fueros como persona humana; en otras palabras, la libertad.

La historia de España, especialmente la de sus épocas de grandeza, se resuelve en la competencia de estas dos grandes instituciones para defender los valores de que son portadoras. La personería del bien público la ejerce una institución permanentemente y hereditaria, la Monarquía y la defensa de la libertad y de los intereses particulares, los Cabildos, constituidos electivamente y encargados de representar los intereses locales e individuales.

Este sistema lo trasplantó España a sus dominios americanos, y aquí como allá continuó la vieja controversia de que la nación ibérica extraía su savia y vigor. «Las Leyes de Indias», dictadas para proteger a los indígenas y a los débiles, mal podrían explicarse sin entender esa función de la Monarquía, como tampoco podría entenderse la oposición a ellas de los Cabildos y Audiencias –que tanto hicieron para burlarlas o derogarlas-, si se olvida la naturaleza de los intereses y fueros que tenía su personería en esas corporaciones.

Una de las múltiples causas que contribuyeron decisivamente a la gran crisis histórica de España fue el traslado a ella, con la dinastía de los Borbones, del centralismo absolutista de estilo francés. Él destruyó poco a poco el delicado equilibrio logrado trabajosamente entre la Monarquía y los Cabildos y lo sustituyó por el centralismo administrativo creado por Richelieu y Luis XIV, que anuló rápidamente las libertades y privó de sus atribuciones tradicionales a las corporaciones representativas. Así llegó a España el «despostismo ilustrado», que en Francia condujo a la gran revolución de 1789 y en la Península debía culminar en el movimiento de emancipación americana.

El «despostismo ilustrado» de los Borbones –Franceses y españoles- no sólo dio sus dolorosos frutos de sufrimiento y opresión; creó también un mal aún mayor: condujo a las víctimas del absolutismo a identificar equivocadamente el Estado con la opresión y a creer que el remedio definitivo para la injusticia era la destrucción del Estado. Por eso, la literatura política que antecede y origina la Revolución Francesa es una literatura no sólo antimonárquica, sino también antiestatal, y encuentra sus definidas síntesis prácticas en el concepto de Estado Gendarme y en el célebre dejar hacer y dejar pasar de los franceses. Al reducir las funciones del Gobierno a las de un simple espectador de la vida social o acucioso vigilante de los casos de policía, los débiles y desamparados quedan privados de su naturaleza personero y defensor, y las nociones de justicia, equidad e igualdad, van eclipsándose para dejar el paso a las de competencia, lucha por la vida y supervivencia de los más apto. De esta manera, la sociedad occidental pierde su equilibrio y a las injusticias del aboslutismo siguen las injusticias de la libertad.

Cuando Simón Bolívar se preparaba a ofrecer su Constitución a los pueblos emancipados por él, ya influían poderosamente en el hemisferio las dos soluciones que habían determinado la gran controversia política del mundo occidental: el absolutismo monárquico y el liberalismo antiestatal. En aquellas comunidades americanas donde existía una gran aristocracia, de raigambre española o portuguesa, se trabajaba activamente para establecer, después de la independencia, una monarquía con un príncipe europeo como rey o emperador. Así se pretendía prolongar en el Nuevo Mundo el «despostismo ilustrado» que en Europa pusieron de moda los Borbones. Y donde la influencia española había sido menos profunda y faltaba una gran aristocracia de origen peninsular, el liberalismo antiestatal estaba en el orden del día y pocos dudaban de que debilitado el Estado hasta el máximun posible, se iniciaría una época de prosperidad nunca alcanzada antes por el género humano.

En medio de esta controversia, Simón Bolívar presenta una solución distinta, no sólo en sus aspectos formales, sino por la naturaleza de los problemas que intenta resolver. Si rechaza el absolutismo monárquico, contra el cual se había realizado la independencia de América, su genio le impide convertir ese rechazo en adhesión, sin condiciones al liberalismo antiestatal, porque juzga acertadamente que el Estado es el natural defensor de los débiles y el mejor instrumento para personificar el concepto de bien público. «La naturaleza –escribía- hace a los hombres desiguales en genio, temperamento, fuerzas y caracteres. Las leyes corrigen esta diferencia, porque colocan al individuo en la sociedad, para que la educación, la industria, las artes, el Estado, las virtudes, le den una igualdad ficticia, propiamente llamada política y social».

A Simón Bolívar no se le oculta, además, que si en el Viejo Mundo las instituciones del liberalismo teórico se encuentran con una burguesía emprendedora, capaz de sustituir la tradicional misión del Estado con grandes empresas de expansión industrial y comercial en Hispanoamérica, donde falta una gran burguesía, el sistema liberal va a ser preferentemente utilizado por las clases feudales criollas para librarse del único estorbo que puede frustrar su propósito de consolidar el feudalismo colonial: el Estado. Que tal sería el destino del liberalismo antiestatal en América lo previó Simón Bolívar y así lo manifestó a Perú de Lacroix: Aquellas noticias –cuenta Perú de Lacroix en el Diario de Bucaramanga– condujeron a Simón Bolívar a repetir lo que le he oído decir varias veces, a saber: probar el estado de esclavitud en que se hallaba el pueblo; probar que está no sólo bajo el yugo de los alcaldes y curas de las parroquias, sino también bajo el de los tres o cuatro magnates que hay en cada una de ellas; que en las ciudades es lo mismo, con la diferencia de que los amos son más numerosos porque se aumentan con muchos clérigos y doctores; que la libertad y las garantías son sólo para aquellos hombres y para los ricos, y nunca para los pueblos, cuya esclavitud es peor que la de los mismos indios; que esclavos eran bajo la Constitución de Cúcuta y esclavos quedarían bajo la Constitución más liberal; que en Colombia hay una aristocracia de rango, de empleos y de riqueza, equivalente por su influjo, por sus pretensiones y peso sobre el pueblo, a la aristocracia de títulos y de nacimiento más despótica de Europa; que en aquella aristocracia entran también los clérigos, los doctores, los abogados, los militares y los demagogos; pues «aunque hablan de libertad y de garantías es para ellos sólo para lo que las quieren y no para el pueblo que, según ellos, debe continuar bajo su opresión; quieren la igualdad para elevarse y ser iguales con los más caracterizados, pero no para nivelarse ellos con los individuos de las clases inferiores de la sociedad; a éstos los quieren considerar siempre como sus siervos a pesar de sus alardes de demagogia y liberalismo».

Para Simón Bolívar, por lo mismo, la solución del problema político de América residía en construir, después del gran drama de la guerra de independencia, las instituciones que pudieran representar adecuadamente los dos grandes principios que el pueblo español institucionalizó en la Monarquía y el Cabildo: el bien público y la libertad individual. La Constitución Boliviana, a diferencia de las inspiradas totalmente por la Revolución Francesa, es un intento original y profundo de incorporar, en nuevas instituciones jurídicas, estos dos elementos básicos de la vida social.

¿Cómo pretendió Simón Bolívar revitalizar en la estructura de una Constitución de tipo moderno los dos grandes principios que el pueblo español simbolizó en la Monarquía y los Cabildos?

Con las tres instituciones que forman el sistema vertebral del proyecto de Constitución presentado por él para la nueva República de Bolivia. La primera de dichas instituciones la definió el Libertador, en carta a Santander, en los siguientes términos: «Estoy haciendo una Constitución bien combinada para este país, sin violar ninguna de las tres unidades y revocando, desde la esclavitud para abajo, todos los privilegios». Y en su mensaje al Congreso Boliviano agregaba: «He conservado intacta la ley de las leyes: la igualdad. Sin ella perecen todas las garantías, todos los derechos. A ella debemos hacer todos los sacrificios».

Ésta, que podríamos denominar la institución de la igualdad social, tenía una importancia vital en América, porque el sistema colonial estableció desde sus principios una profunda discriminación política y civil entre las distintas razas que poblaban el continente, creando exorbitantes privilegios para los blancos e injustas limitaciones en sus derechos para las razas nativas y sus distintas mezclas. Simón Bolívar construye toda la estructura de su Constitución sobre una declaración revolucionaria, destinada a igualar socialmente a todos los ciudadanos, sin distingos de raza, oficio, riqueza o religión. De esta manera perseguía destruir, en sus mismas bases, el feudalismo americano.

Legislando para su época y especialmente para la América española, Simón Bolívar completa esa tarea igualitaria estableciendo en 1826 en su Constitución la libertad de conciencia y de cultos; la separación de la Iglesia y el Estado. «La religión –dice en su mensaje- es la ley de la conciencia. Toda ley sobre ella la anula, porque imponiendo la necesidad al deber, quita el mérito a la fe, que es la base de la religión… Prescribir, pues, la religión, no toca al legislador».

La segunda de las grandes instituciones del Código Boliviano es el Poder Electoral, que Simón Bolívar agrega a los Poderes clásicos de Montesquieu. Esta institución establece los llamados Colegios Electorales, elegidos por los ciudadanos, a los cuales la Constitución faculta para nombrar los legisladores, diputados, magistrados, jueces y pastores, tanto en el ámbito nacional como en el local y provincial. De esta manera, el llamado Poder Electoral –que recoge por su naturaleza las aspiraciones de los habitantes en los municipios, cantones y provincias- se convierte en el origen de la administración pública en todo lo que ella roza la vida económica, política y civil de la república. La libertad del individuo y sus derechos quedan garantizados por la facultad de elegir a los funcionarios cuyas decisiones pueden afectarlo más directamente. Dicha institución participa de las funciones tradicionales del Cabildo español y de las del Estado Soberano del régimen federal norteamericano, y, al igual que ellos, representa al individuio, sus fueros y libertades. «El proyecto de Constitución para Bolivia –explica el Libertador en su mensaje- está dividido en cuatro poderes políticos, habiendo añadido uno más, sin complicar por eso la división clásica de cada uno de los otros. El Electoral ha recibido facultades que no le estaban señaladas en otros gobiernos que se estiman entre los más liberales. Estas atribuciones se acercan en gran manera a las del sistema federal. Me ha parecido no sólo conveniente y útil, sino también fácil conceder a los representantes inmediatos del pueblo los privilegios que más pueden desear los ciudadanos de cada Departamento, Provincia y Cantón. Ningún objeto es más importante a un ciudadano que la elección de sus legisladores, magistrados, jueces y pastores. Los Colegios Electorales de cada provincia representan las necesidades e intereses de ellas y sirven para quejarse de las infracciones de las leyes y de los abusos de los magistrados. Me atrevería a decir con alguna exactitud que esa representación participa de los derechos de que gozan los gobiernos particulares de los estados federales. De este modo se ha puesto nuevo peso a la balanza contra el Ejecutivo; y el gobierno ha adquirido más garantías, más popularidad, y nuevos títulos para que sobresalga entre los más democráticos».

La tercera de las instituciones básicas de la Constitución Boliviana fue la llamada Presidencia Vitalicia. Con ella pretendía Simón Bolívar crear en el orden político del Estado un elemento fijo, permanente, que por no tener su origen en la controversia entre las distintas clases sociales de la comunidad, pudiera actuar como el representante del bien público y ser árbitro imparcial en el litigio cotidiano entre los fuertes y los débiles. Como en las sociedades hispanoamericanas existían tan graves desequilibrios entre el poder de sus minorías dirigentes y el desamparo de sus grandes masas de población, Simón Bolívar creyó conveniente aislar de la controversia electoral siquiera uno de los poderes del Estado, para que dicho poder pudiera, por su autonomía e independencia, comportarse como el defensor del bien público, que en Hispanoamérica se identificaba, no pocas veces, con la protección a las clases tradicionalmente privadas de derechos por razón de su miseria, su raza o su ignorancia. Tal fue la razón que le llevó a proponer la controvetida y controvertible institución de la Presidencia Vitalicia. «El Presidente de la República –decía en su mensaje- viene a ser en nuestra Constitución como el Sol que, firme en su centro, da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua, porque en los sistemas sin jerarquías se necesita, más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos; los hombres y las cosas… Para que un pueblo sea libre debe tener un gobierno fuerte, que posea medios suficientes para librarlo de la anarquía popular y del abuso de los grandes».

Descartada por el Libertador la Monarquía, porque «la naturaleza salvaje de este continente –dice- expele por sí sola el orden monárquico; los desiertos convidan a la independencia, Simón Bolívar le atribuye al Ejecutivo Vitalicio dos funciones fundamentales: representar, como la monarquía española, la noción de bien público, y contrarrestar, también como ella, la división del hemisferio, sirviendo de símbolo al «continentalismo democrático» que siempre persiguió con ahínco. Por eso, la Constitución concede al Presidente, entre sus facultades muy limitadas, la dirección del ejército y de las relaciones exteriores de la República.

La concepción bolivariana de la presidencia sólo puede apreciarse debidamente cuando se la sitúa en su verdadera perspectiva histórica; entonces es fácil descubrir, en el ejecutivo vitalicio, el instrumento imaginado por Simón Bolívar para realizar una vasta revolución democrática, sin permitir el desborde disociador de los regionalismos y de esas pasiones anárquicas que desnaturalizan las causas políticas más nobles.

La estructura conceptual de la Constitución descansa sobre dos pilares que se complementan mutuamente: de una parte, ella «revoca, desde la esclavitud para abajo, todos los privilegios», y de otra, construye un poder ejecutivo capaz de resistir las tormentas previsibles en una sociedad que sustituye un tipo de organización agudamente jerarquizado, como el colonial, por otro fundado en la igualdad política y social. Si la inteligencia americana no comprendió las ideas de Simón Bolívar sobre el Estado, ello se debió, en gran parte, a la actitud subalterna de esa inteligencia frente a las ideas políticas europeas. Como estaba de moda identificar el espíritu liberal con el completo debilitamiento del Estado, faltó en ese momento decisivo la capacidad para comprender que el carácter liberal o conservador de un tipo de organización política no puede definirse en función de la debilidad o fortaleza del Estado, sino de acuerdo con los objetivos que dicho Estado se propone conseguir.

Sólo por esta confusión pudo llegar a pensarse que bastaba trasplantar al Nuevo Mundo, en su forma literal, las ideas políticas de Rousseau y Montesquieu o las constituciones de los estados federales norteamericanos, para que las gentes de estas latitudes fueran libres y felices y las antiguas colonias de España se transformaran en naciones fuertes e independientes. Ocurrió, sin embargo, todo lo contrario, porque la trascendental cuestión que debía decidirse en la controversia a que dio origen la Constitución Boliviana era mucho más compleja de lo que pensaban los «constructores de repúblicas aéreas». Ella suponía optar entre los términos de este grave dilema: o un ejecutivo estable y eficaz para transformar la organización feudal de las comunidades americanas, o la superposición, sobre esa organización feudal, de unas instituciones de fachada jacobina, que por su intrínseca debilidad no tardarían en convertirse en el mejor instrumento para prolongar la estructura colonial de las sociedades americanas. El triunfo final de la solución jacobina, del liberalismo antiestatal, demostró bien pronto cuán serios eran los fundamentos de las ideas políticas de Simón Bolívar.

No quiere esto decir que deba descartarse la posibilidad de sistemas o instituciones mejores o iguales a los que imaginó Simón Bolívar para conseguir los fines que perseguía. Pero resulta igualmente inaceptable juzgar su obra constitucional sin tener en cuenta esos fines. Ellos le imprimen su carácter y la configuran como una empresa intelectual de claro contenido democrático. Correspondió a uno de los más grandes tratadistas de Derecho Público que ha producido Hispanoamérica, Eugenio María de Hostos, dar el juicio justiciero y docto sobre la obra constitucional del Libertador, combatida acerbamente por sus contemporáneos y expuesta, desde entonces, a tanta deformación por las más siniestras e injustas interpretaciones: «Simón Bolívar –escribió-, a quien, por ser más brillante que todos los hombres de espada antiguos y modernos, sólo faltó escenario más conocido, y a quien, para ser un organizador, sólo faltó una sociedad más coherente, concibió una noción del poder público más completa y más exacta que todas las practicadas por los anglosajones de ambos mundos o propuestas por tratadistas latinos o germánicos. En su acariciado proyecto de Constitución para Bolivia dividió el poder en cuatro ramas: las tres ya reconocidas por el derecho público, y la "electoral". En realidad fue el único que completó a Montesquieu, pues agregó a la noción del filósofo político lo que efectivamente le faltaba».

Cuando Santander conoció los postulados fundamentales que informaban a la Constitución le escribió a Bolívar: «Por el extracto que usted me hace de la Constitución para Bolivia, vengo en creer lo que usted me dijo antes: que tendría amigos y enemigos; las propuestas de todo empleado público por los colegios electorales es cosa muy popular y que encantará a los republicanos; el poder moral encantará a los filósofos; pero la vitalidad del Presidente y el nombramiento del vicepresidente sufrirán censuras severas, y quizás también la invención de dividir la administración entre estos dos empleados… Es preciso para juzgar acertadamente ver el discurso, porque en él deben desenvolverse la justicia y conveniencia de estas medidas. Me reservo para entonces hablar confidencialmente, y desde ahora estoy de acuerdo en que su Constitución es liberal y popular, fuerte y vigorosa». (Bogotá, 21 de abril de 1826).

Contra estas opiniones de Santander, tradicionalmente silenciadas por los historiadores enemigos de Bolívar, puede argüirse que posteriormente el propio Santander combatió la Constitución. Pero el hecho de que esa oposición hubiera sido posterior, coincide precisamente con los acontecimientos que en seguida pasamos a relatar, según los cuales, tal oposición no tuvo origen en los «principios políticos» consagrados en ella, sino en hechos de un orden muy distinto.

Las graves divergencias que existían entre los dos adquirieron su más peligroso carácter en el momento en que Bolívar anunció su propósito de utilizar la Carta Boliviana para conseguir la unidad política de las naciones andinas. Este plan tenía una característica, poco estudiada por los historiadores tradicionales, que habría de determinar el principio de su definitivo rompimiento con Santander: la intención de Bolívar, anticipada en conversaciones públicas y en su correspondencia, de designar para el cargo de vicepresidente, que de acuerdo con la constitución sería el sucesor del presidente, al gran mariscal de Ayacucho. Tal era la providencia que Santander difícilmente podía aceptar, pues ella truncaba legítimas ambiciones suyas.

«En Colombia –le escribía Santander a Montilla el 9 de junio de 1825- no hay comisión ni destino que pueda halagarme, sino la Presidencia de la República inmediatamente después de que la deje el general Bolívar, y para entonces yo mismo me presentaré a candidato. Ésta es mi profesión de fe; esto he escrito a Caracas, a Quito, al Presidente Padilla, y a cuantas personas me han hablado de elecciones, y si se ofreciere yo daré permiso a todos mis corresponsales de que publiquen mis opiniones en la materia…»

No resulta aventurado pensar que Bolívar cometió un desacierto al subestimar la importancia de lo que significaba Santander y de lo que este hombre era capaz de hacer si no se contaba con él en las decisiones fundamentales sobre la organización política del Nuevo Mundo. Porque Santander representaba a un pueblo, la Nueva Granada, donde existían excepcionales factores de cultura política, los cuales podían aportar, para la organización de los estados americanos, los elementos más sólidos y eficaces de estabilidad. El origen de este desacierto reside, a nuestro entender, en que, preocupado Bolívar por todas las causas de perturbación y desorden que convulsionaban a Venezuela, Quito y el Perú, pensó que la solución para ellas dependía no tanto de la coherencia y homogeneidad social de la Nueva Granada, como de una oportuna transacción con los focos de desorden. A lo cual debe añadirse que el único colombiano dueño de contactos estrechos con los estados del Sur –con Quito, el Perú y Bolivia- era Sucre, a quien esos estados debían su libertad en las históricas acciones de Pichincha y Ayacucho.

La profundidad de los problemas a que debía enfrentarse el Libertador para evitar el proceso de división del hemisferio, en ningún momento puede apreciarse más objetivamente que en esta dramática hora, cuando se encontraba ante la grave alternativa o de desairar a Santander y a la Nueva Granada, o facilitar, con hombres más apropiados por sus antecedentes en el Sur, la formación de una gran confederación de todas las naciones libertadas por sus armas. Seguro de que tales problemas sólo podían encontrar definitiva solución actuando directamente sobre los factores conflictivos que los habían planteado en la propia Colombia, Bolívar se decidió a dejar el Perú por algún tiempo, para marchar a Bogotá y a Venezuela a enfrentarse a esta fase decisiva de la organización política de los estados americanos.

Cuando dejaba a Lima, camino del Callao, donde debía embarcarse rumbo a las costas colombianas, bajo el armazón, hasta ayer férreo, de esa formidable agrupación de pueblos libres lograda en el continente por las victorias de Colombia, ¡comenzaban ya a escucharse esos ruidos sordos y subterráneos que preceden a las grandes catástrofes de la naturaleza.

¿Legalismo u orden revolucionario?

Mi humildad es sincera cuando soy humilde.

FRANCISCO DE PAULA SANTANDER

Eclipse de los principios y rebelión de los hombres. El iris de la paz. Reformas o revolución. Santander busca un acuerdo. Condiciones de Bolívar. El compromiso de Tocaima.

Dados los antecedentes del Vicepresidente Santander, en un principio no existieron dudas sobre la resolución que demostraría para poner término, por la fuerza si fuere necesario, a los actos gravemente atentatorios que contra el orden público se habían cumplido en Venezuela. Así lo intentó en los primeros momentos y por eso procuró ponerse en estrecho contacto con Bermúdez y Urdaneta, comandantes de los departamentos de Maturín y el Zulia, en busca de su colaboración para someter a los facciosos de Valencia y de Caracas.

Pero la inmensa popularidad de que gozaba José Antonio Páez, y sobre todo el anhelo general de reformas que existía en Venezuela, no tardaron en demostrar a Santander que tanto Bermúdez como Urdaneta no llegarían nunca hasta comprometerse en una guerra abierta contra el Llanero. Las declaraciones de los mismos, en virtud de las cuales se adherían al deseo de los pueblos de confiar al Libertador, y sólo al Libertador, la solución de los graves problemas planteados por la insurrección de Páez, redujeron las fuerzas del Vicepresidente al respaldo, nada efectivo para una emergencia de esta naturaleza, que le proporcionaban los abogados y estudiantes de Santa Fe. Por otra parte, la totalidad del ejército colombiano, profundamente resentido con Santander por sus actos de hostilidad contra los militares, no parecía dispuesto a secundarlo en la defensa del orden público contra un movimiento estrechamente vinculado a la defensa de los fueros militares; Santander descubrió entonces que estaba todavía lejana la hora en que las instituciones civiles podrían vivir independientemente del respaldo de las fuerzas armadas. Amargas debieron parecerle las palabras de Bolívar: «Pues que marchen esas legiones de Milton a parar a trote la insurrección de Páez, y que, puesto que, con los principios y no con los hombres se gobierna, para nada necesitan ustedes de mí».

El hecho más inquietante para Santander en esos momentos no era la insurrección de Venezuela en sí misma, sino la forma unánime como a todo lo largo de Colombia los más diversos partidos pedían a Bolívar regresara a la República y reasumiera definitivamente el mando. Esta inquietud tenía su origen en la convicción de que, si se veía obligado a abandonar su cargo cuando se desencadenaba una vasta insurrección contra su gobierno, sufriría una derrota de incalculables consecuencias, destinada a comprometer la causa que él representaba y al pueblo del cual era la más exacta expresión humana. Por eso, después de mucho meditarlo y ante la imposibilidad, por falta de recursos militares, de debelar la insurrección de Venezuela, se decidió a proponerle a Bolívar un areglo por el cual él se comprometía a defender las grandes líneas de la Constitución Boliviana siempre que el Libertador, al regresar a Colombia, no se encargara del mando y partiera a resolver el problemas de Venezuela en forma compatible con el prestigio del gobierno legalmente constituido. La esencia de esta propuesta está comprendida en su carta de 19 de julio, en la cual decía a Bolívar: «Respecto a la venida de usted, permítame que le diga mi opinión. Usted no debiera venir al Gobierno, porque este Gobierno, rodeado de tantas leyes, amarradas las manos, y envuleto en mil dificultades, expondría a usted a muchos disgustos y le granjearía enemigos. Una vez que uno solo de ellos tuviera osadía para levantar la voz, toda su fuerza moral recibiría un golpe terrible, y sin esta fuerza ¡adiós Colombia, orden y gloria! Supuesto, pues, que no debe usted venir a desempeñar el gobierno, éste debe autorizarlo plenamente, como lo estaba usted en el Sur, para que siga a Venezuela con un ejército a arreglar todo aquello… Su discurso preliminar a la Constitución de Bolivia ha sido aplaudido universalmente, como obra maestra de elocuencia, de ingenio, de liberalismo y de saber. El primer capítulo que sirve de introducción al discurso, nos ha parecido de sublime elocuencia. El capítulo sobre la religión es divino. El de la libertad de los esclavos es eminentemente filantrópico. El de monarquía es digno sólo de la gloria de usted. Todo el discurso es eminentemente magnífico, y creemos que cualquier defecto que tenga la Constitución, está oculto tras de un discurso tan sublime como el que precede. Espere usted infinitos aplausos de la pluma de los liberales de Europa… Muchos enamorados tiene su discurso. Vamos a imprimirlo, y dudo que se hablará bien del proyecto, al menos donde yo pueda tener algún influjo».

El bergantín El Congreso, en el cual partió Bolívar de El Callao rumbo a Colombia tocó en la rada de Guayaquil el martes 12 de septiembre, al amanecer. En donde se le tributó una cálida recepción, el Libertador pudo comprobar personalmente la profundidad de las divisiones que roían a Colombia y enterarse de las tremendas resistencias que en aquellos pueblos existían contra el Gobierno de Bogotá. Su único consuelo en aquella hora en que el pesimismo comenzaba a dominarle fue corroborar personalmente que, aquí como en Venezuela, todos los partidos e intereses estaban de acuerdo en confiarle la solución de los problemas que lo distanciaban.

A Bolívar, sin embargo, no podía ocultársele que aun esta favorable disposición de ánimos se hallaba comprometida por la manera como el anhelo de oportunas reformas a las instituciones se había vinculado al estallido de movimientos de franca insubordinación contra el gobierno legítimamente constituido. Esta circunstancias tenía especial gravedad para él, pues esos movimientos, disfrazados con la bandera de las reformas, tendían a colocarle forzosamente en el penoso dilema o de solidarizarse con actos francamente subversivos, para llevar adelante el cambio político que perseguía, o de vincularse, en defensa de la autoridad legítima, a la opinión que defendía el orden constitucional vigente, inhabilitándose para provocar las reformas necesarias con la oportunidad debida, pues entre quienes defendían la Constitución de Cúcuta existían pocas simpatías para las fórmulas políticas que él había ofrecido a los pueblos americanos en la Carta Boliviana.

Esta última circunstancia y el deseo de no comprometerse precipitadamente con el gobierno de Bogotá, hasta tanto Santander y su partido se pronunciaran claramente sobre la oportunidad de las reformas y la adopción del Código Boliviano, le llevaron –en el momento en que todos los partidos esperaban ansiosamente sus palabras y sus decisiones –a dar desde Guayaquil su famosa «Proclama a los colombianos», en la cual declaraba que sólo regresaba al país por la confianza demostrada en él por los pueblos y que tal circunstancia le impedía tomar partido distinto del de olvidar lo pasado, para buscar soluciones útiles a la recomposición de la unidad de la República: «Os ofrezco -decía- de nuevo mis servicios, servicios de un hermano. Yo no he querido saber quién ha faltado; mas, no he olvidado jamás que sois hermanos de sangre y mis compañeros de armas. Os llevo un ósculo común, dos brazos para uniros en mi seno: en él entrarán, hasta lo profundo de mi corazón, granadino y venezolanos, justos e injustos: todo el ejército libertador, todos los ciudadanos de la gran República».

Entre tanto, Santander, a quien el silencio de Bolívar en los últimos tiempos y las informaciones recibidas del Sur habíanle demostrado que el Libertador permanecía firme en su propósito de provocar una inmediata reforma de la Constitución, la cual, de acuerdo con la Carta vigente, sólo podía efectuarse en 1831, creyó oportuno presentar a Bolívar una nueva fórmula de avenimiento y, en tal sentido, el 8 de octubre se dirigió al Libertador, advirtiéndole que en esta carta fijaba los limites máximos de sus concesiones y también de sus sacrificios.

«Una vez que usted -le decía- haya mostrado su decisión de sostener la Constitución, debemos librar en el Congreso el derecho de que interprete el artículo 119 de la Constitución en virtud de la facultad que tiene de interpretarla y sólo cuando la interprete puede legalmente convocarse por él mismo la Convención y adoptarse, o el Código Boliviano con algunas reformas, u otro cualquier sistema, según la voluntad de los pueblos. ¿No le parece a usted bien mi plan? ¿Y no concilia los extremos que ahora parecen opuestos e inconciliables? Me alegraré mucho que lo apruebe, y como para llevarlo a cabo es indispensable que haya Congreso el próximo 2 de enero, contamos con que usted tomará el mayor interés en que vengan los diputados de los tres departamentos del Sur».

"De otro modo y si se sostiene la facultad de acelerar la convocatoria de la Gran Convención para reformar las instituciones, le anuncio a usted, desde ahora, que no hay Unión Colombiana y que se trabajará por establecer la República de Nueva Granada de 1815. En esto piensan hombres de influencia, y yo soy de la opinión de que "más vale solos que mal acompañados".

Partes: 1, 2, 3, 4

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