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Proyecto geo-político de Simón Bolívar. La constitución boliviana (página 4)



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Aconsejado el general Páez, como en 1827, por el intrigante Peña, optó entonces por desencadenar en Venezuela una nueva revolución contra el «mal gobierno del general Bolívar», y para dar justificación a la ominosa empresa, procedió a invitar a los «liberales» a desconocer la autoridad del héroe, acusándole de ser el autor de las gestiones en favor de la monarquía iniciadas por el Consejo de Gobierno. Para esta tarea se asesoró nada menos que de Leocadio Guzmán, su emisario en las épocas en que actuaba como jefe de los monarquistas en Venezuela y el autor intelectual de la mayoría de los planes antidemocráticos que se habían fraguado en Colombia en los últimos tiempos.

El 23 de noviembre de 1829 se reunió en Valencia una junta popular y en ella se firmó un acta en la que categóricamente se declaraba «que Venezuela no debe continuar unida a la Nueva Granada y a Quito y que se dirija esta petición al Congreso Constituyente, para que teniéndola en consideración, provea los medios más justos, equitativos y pacíficos, a fin de conseguir la separación sin ocurrir a las vías de hecho». Igualmente, y por instigación de Páez y de Peña, el 25 de noviembre se instaló en Caracas una asamblea popular, que fundándose en el acta de Valencia declaró su voluntad de proceder a la «separación de Venezuela del gobierno de Bogotá y al desconocimiento del general Bolívar». El Libertador recibió en Cartago las dramáticas noticias de Venezuela, y ante su gravedad no vaciló en aceptar la solicitud de la junta preparatoria del Congreso, que le encarecía la urgencia de su regreso a la capital.

Mientras Bolívar se encaminaba a Bogotá, Páez procedía a convocar nueva junta popular, en la cual sus agentes obtuvieron la siguiente declaración: «Que se desconozca la autoridad de Bolívar, la de su Consejo de Gobierno y la del Congreso Constituyente; que Venezuela se separe de la unión; que el general Páez sea el jefe del gobierno y que no se permita de ningún modo que vuelva el general Bolívar al territorio de Venezuela». Y no se detuvieron ahí los facciosos; Páez y sus amigos procedieron inmediatamente a generalizar la insubordinación «por medio de mensajeros oficiales que corrían por las ciudades y las aldeas vociferando que Bolívar iba a ceñirse la diadema de los reyes absolutos, de acuerdo con la Santa Alianza; que se restablecería la inquisición y la esclavitud; que habría duques y condes, marqueses y barones, todos blancos, destruyéndose la igualdad de derechos concedida a los indios, a los negros y a las razas mezcladas; que la junta popular de Caracas había resuelto oponerse a esta traición urdida por Bolívar con los serviles de Bogotá, y que todos los pueblos de los cuatro departamentos de Venezuela tenían que pronunciarse en igual sentido que la ciudad de Caracas, pues los generales Páez, Arismendi, Mariño y todos los demás, estaban resuletos a salvar la Patria». La ruptura entre los departamentos de Venezuela y el gobierno de la Gran Colombia, que Bolívar trató de evitar en 1827 sacrificando sus compromisos con el Vicepresidente Santander, estaba para cumplirse por voluntad del general Páez, quien no vacilaba en anteponer a las consideraciones de conveniencia pública su ambición de formarse una «patriecita» que le sirviera de marco a su pintoresca personalidad.

El 15 de enero de 1830, al mediodía, «hizo Bolívar –relata Posada Gutiérrez. Su última entrada en esta capital (Bogotá). Las calles del tránsito se adornaron cual nunca; todos los regimientos de milicias de caballería de la Sabana, en número de 3.000 hombres, formaron en la plaza y alameda de San Victorino; un batallón de línea y uno de milicias, fuerte de 1.000 hombres, formaron en la carretera de San Victorino hasta el Palacio. Puede asegurarse que todo el que tuvo un caballo o pudo conseguirlo, salió a encontrarle. Los balcones, las ventanas, las torres, estaban llenas de gente; pero en tan grande multitud reinaba silencio triste más que animación; las salvas de artillería, los repiques de campanas vibraban sin producir alegría. El instinto de las masas veía más bien en aquella solemnidad los funerales de la gran República, que una entrada triunfal de su glorioso fundador. Es casi seguro que sus más fogosos enemigos se sintieron conmovidos, ahogando el patriotismo los bastardos sentimientos del espíritu del partido. Cuando Bolívar se presentó, yo vi algunas lágrimas derramarse. Pálido, extenuado; sus ojos brillantes y expresivos en sus bellos días, ya apagados; su voz honda, apenas perceptible; los perfiles de su rostro, todo, en fin, anunciaba en él, excitando vehemente simpatía, la próxima disolución del cuerpo y el cercano principio de la vida inmortal».

Simón Bolívar no se encontraba solamente al dramático derrumbe de su obra política; la misma noche de su regreso a Santa Fe temblaba también en su espíritu el temor, ya no del gobernante cuya voluntad desfallecía ante la magnitud de los acontecimientos adversos, sino del hombre que al acercarse la hora de encontrar, como debía ocurrir aquella noche, a la mujer que le había conocido en los mejores tiempos de su gloriosa existencia, a Manuela Sáenz, temía adivinar en sus ojos una mirada de decepción, tal vez de lástima, ante los escombros físicos a que se hallaba reducido después de esta última jornada a través del territorio de Colombia. Su torturante preocupación bien puede advertirse en su carta a Castillo, días antes de su llegada a Bogotá: «Si usted –le decía- me viera en este momento. ¡Parezco un viejo de sesenta años!» Entonces, el recuerdo de las épocas mejores, de los días gloriosos de Quito y Guayaquil, llenaba su espíritu de torturante añoranza, que le hacía un nundo en el corazón.

Era el dolor, ¡el tremendo dolor que deja la sensación de una felicidad que se fue para siempre!

El regreso al lado de Manuelita, después de esta prolongada separación, debía carecer del entusiasmo que hizo siempre emocionante sus encuentros; Bolívar pudo advertir que de sus relaciones sólo iba quedando la adhesión apasionada de Manuela por la obra política de su amante, adhesión que en otras épocas engrandeció el amor de estos dos seres y colmó de dicha sus exaltadas sensibilidades. ¡Cuánto le debió conmover entonces –sin que una palabra saliera de sus labios- el sentir cómo sui vejez comenzaba a confundirse con su soledad, con esa soledad en cuyos silencios sólo podían percibirse ya las calumnias de sus enemigos y la marcha apresurada de los males que roían su organismo y lo empujaban sin compasión a la calma definitiva!

En los días inmediatamente siguientes, el Libertador se entrevistó con muchos de los representantes al Congreso y a todos manifestó su definitivo propósito de renunciar al mando el día de la instalación del Congreso Constituyente. No pudo, sin embargo, encontrar en ellos el ambiente que hubiera deseado en favor de una posible designación del general Sucre como su sucesor. Si la mayoría de los miembros del Congreso era amiga de conservar la unidad de la república, poco o ningún acuerdo existía, en cambio, cuando se trataba de elegir a la persona que debía reemplazar al Libertador en el gobierno.

En tales circunstancias llegó la fecha acordada para la instalación del Congreso Constituyente y «reunidos en Palacio –relata uno de los cronistas- pasamos, presididos por el Libertador, a oír una misa solmne en la magnífica basílica de la Arquidiócesis. Un saludo de veintiún cañonazas anunció el principio del sublime sacrificio incruento del catolicismo, y otro igual, su fin. En el vastísimo santuario se apiñaba numerosa y escogida concurrencia del uno y otro sexo, y el recogimiento religioso más que la pompa exterior, solemnizó el augusto acto nacional. Las tropas formadas en la plaza hicieron los honores militares por última vez al Libertador como jefe del Estado, al salir del templo, y trasladados al lugar de las sesiones, ocupó él la silla presidencial. Allí, tomando la palabra, en breve alocución hizo presente a los diputados la gravedad de las circunstancias manifestándoles que de su prudencia y sabiduría esperaba la patria su salvación; y todos, de dos en dos, prestamos de sus manos el juramento que estaba en nuestro corazón de "cumplir nuestro deber"». Al terminar esta ceremonia, el Libertador abandonó el recinto, y el secretario del Congreso procedió a dar lectura a la proclama en que Bolívar anunciaba al pueblo colombiano su dimisión del mando, como su mensaje al Congreso, en el cual deliberadamente se había abstenido de todo comentario sobre la organización política del país, para no dar pábulo a que se le acusara de ejercer indebida influencia sobre el ánimo de los legisladores. «¡Conciudadanos! –decía-: Hoy he dejado de mandaros… Escuchad mi última voz: al terminar mi carrera política, a nombre de Colombia os pido, os ruego, que permanezcáis unidos para que no seáis los asesinos de la patria y vuestros propios verdugos».

Resueltos los miembros del Congreso a evadir el problema de la sucesión presidencial, se declararon sin autorizaciones para elegir primer mandatario y aceptar la renuncia del Libertador. Igualmente acordaron enviar una comisión compuesta por Sucre y el obispo de Santa Marta, para entenderse, en nombre del Congreso, con el general Páez y procurar hallar una fórmula de advenimiento que hiciera posible la reincorporación de Venezuela a la República. Días después, el desarrollo de los acontecimientos en Caracas como el fracaso de la comisión del Congreso –ante la resistencia de los emisarios de Páez a aceptar toda fórmula que no implicara la independencia absoluta de Venezuela- llevaron a Bolívar a tomar una decisión desesperada, muy propia de un temperamento tan susceptible a los agravios: ante las ofensas que se le inferían por la prensa y las insistentes negativas del Congreso a aceptar su renuncia y a elegir su sucesor, fundándose en el decreto que en 1828 reglamentó la dictadura, designó al señor Caycedo, granadino, Presidente de la República, y después de hacerle entrega formal del mando se encaminó a la quinta de Funcha para alejarse definitivamente de los negocios públicos. Ni siquiera ante este acto de desprendimiento, las calumnias y los insultos de la prensa respetaron su voluntario alejamiento del mando. El gobierno de Caracas dejó entrever su intención de proceder a la confiscación de las minas de Aroa, el único resto de su fortuna y con cuya venta Bolívar contaba para pasar en Europa los últimos días de su vida, y para colmar los agravios que diariamente se le irrogaban, en la puerta de la casa de su hermana María Antonia Bolívar, en Caracas, apareció escrita, con carbón, la siguiente y alusiva estrofa:

María Antonia, no seas tonta,

Y si lo eres, no seas tanto:

Si quieres ver a Bolívar

Anda, vete al Camposanto.

Pero no debían detenerse ahí los miserables que, agrupados alrededor de Páez, trataban de repartirse a Venezuela en feudos para su propio encumbramiento y beneficio. El escritor venezolano J.A. Cova relata así los desenlaces del Congreso convocado por Páez, en Valencia, para decretar la disolución de la Gran Colombia: «En el seno del Congreso no se debate sino la gloria de Bolívar. Una fobia hacia el grande hombre hace presa de todos los diputados, entre los que constituye una honrosa excepción la augusta ecuanimidad del sabio y probo José María Vargas. Entre los más exaltados se cuentan: Ángel Quintero, Ramón Ayala, Miguel Peña, Juan José Osío, José Tellería y un tal Antonio Pebres CorderoÁngel Quintero elogia a los conspiradores de septiembre y su exaltación llega al colmo cuando dice: "El 25 de septiembre fue un movimiento nacional, y toda la República desde el año 27 está conspirando contra Bolívar". En una de las sesiones, sin ningún escrúpulo, se manda leer una petición infame y luego se ordena su publicación en El Venezolano. La petición decía: "Que siendo el general Bolívar un traidor a la patria, un ambicioso que ha tratado de destruir la libertad, el Congreso lo declare proscrito de Venezuela". José Luis Cabrera, diputado por Caracas, propone en la sesión del 10 de mayo "que el pacto con Nueva Granada no puede tener efecto mientras exista en el territorio de Colombia el general Bolívar"».

La forma agresiva como se había desarrollado el pronunciamiento autonomista de Venezuela debía determinar tendencias semejantes en la Nueva Granada y en los departamentos del Sur de Colombia. En la primera se produjo, poco después, un movimiento de opinión para presionar a los legisladores a nombrar Presidente de la República, lo que efectivamente hicieron en la persona de don Joaquín Mosquera, a pesar de la falta de autorizaciones que ellos invocaron para no hacerlo cuando el Libertador lo solicitó. En esta designación no tuvo poca influencia el que Mosquera apareciera públicamente enemistado con Bolívar. De Quito llegaron también en esos días noticias de un movimiento político que estaba preparándose para declarar la independencia de los departamentos del Sur y elegir presidente del Estado que así se constituyera el general Flórez.

Fruto de la exarcebación que existía contra Bolívar en la Nueva Granada fueron los reproches formulados al Libertador en Funcha por uno de los militares granadinos más adictos a su persona, el general Posada Gutiérrez. La escena, impregnaba de un tremendo dramatismo, la describe el propio Posada Guitiérrez en los siguientes términos.

«Allá en su retiro íbamos a verle los diputados una vez que otra, y las personas notables de la ciudad con más frecuencia que nosotros. Una tarde de las en que me hizo el honor de invitarme a su mesa, salimos a pasear a pie por las bellas praderas de aquella posesión; su andar era lento y fatigoso, su voz casi apagada le obligaba a hacer esfuerzos para hacerla inteligible; prefería las orillas del riachuelo que serpenteaba silencioso por la pintoresca campiña, y con los brazos cruzados, se detenía a contemplar su corriente, imagen de la vida. "¿Cuánto tiempo (me dijo) tardará esta agua en confundirse con la del inmenso océano, como se confunde el hombre en la podredumbre del sepulcro con la tierra de donde salió? Una gran parte se evapora y se sutiliza, como la gloria humana, como la fama. ¿No es verdad, coronel?" "Sí, mi general", contesté yo, sin saber lo que decía, conmovido con el anonadamiento en que veía caer a aquel hombre eminente, tan mal comprendido. De repente, apretándose las sienes con las manos, exclamó con voz trémula: "¡Mi gloria! ¡mi gloria¡

¿Por qué me la arrebatan? ¿Por qué me calumnian? ¡Páez! ¡Páez! Bermúdez me ha ultrajado indignamente en una proclama; pero Bermúdez fue como Mariño, siempre mi enemigo, y además estaba ofendido; fui injusto con él en 1826. Santander se hizo mi rival para suplantarme, quiso asesinarme después de haberme hecho una guerra cruel de difamación calumniosa"·. "¿Y Caracas?, le interrumpí yo para que no continuara la conversación en el terreno que la había llevado, y en que la pasión podía hacerlo injusto. "¿No es Caracas, mi general –le dije-, la que más ha ofendido a vuestra excelencia y la que lo ha hecho con más imjusticia? ¿No es en esa ciudad que lo vio nacer y por lo que dijo Vuestra Excelencia en una proclama (en 1827) que lo había hecho todo, donde se ha vulnerado, con la afrenta y el baldón más que en ninguna otra parte, esa gloria de Vuestra Excelencia, que era la suya propia, y que justamente siente Vuestra Excelencia que le menoscaben y arrebaten?"

»Veo que usted con delicadez –me interrumpió- me enrostra esa frase que otros granadinos me han reprochado con acrimonia. Volviendo yo a Caracas después de cinco años de pasar trabajos y correr riesgos, en los que la causa de la independencia estuvo vacilante, recibido por mis paisanos con tiernas demostraciones de afecto, en un momento de efusión se me escapó esa frase que no solamente los granadinos, sino aun los venezolanos de las provincias me han echado en cara haciéndome de ella casi un crimen. Yo siempre fui justo con los granadinos nunca me he olvidado de que la Nueva Granada me ayudó eficazmente para la gloriosa campaña de Venezuela de 1813, que a pesar de las desgracias de 1814 fue la que me abrió el camino para servir útilmente a la patria, después; distinguí a los granadinos que me acompañaron en ella, y honré la memoria de los que murieron, como nunca se hizo con los venezolanos; a mi regreso a Angostura, en 1819, después de la batalla de Boyacá, fije terminantemente al Congreso "que a la cooperación patriótica de los pueblos de Nueva Granada al transmontar la cordillera se debió el éxito glorioso de la campaña…" En esta conversación, la respiración anhelosa de Bolívar, la languidez de su mirar, los hondos suspiros que salían de su pecho oprimido, todo manifestaba la debilidad del cuerpo y el dolor del alma, inspirando compasión y respeto. ¡Qué terrible cosa es ser grande hombre!»

La seguridad de que, por falta desarrollo de los acontecimientos, los hombres a quienes había encumbrado en la epopeya de su vida tendían a compactarse para buscar sus propios destinos a costa de excluirlo a él de la vida pública, le llevó el 8 de mayo de 1830, después de despedirse de Manuela Sáenz, a abandonar a Bogotá camino de Cartagena, no sin que en una de las calles de la capital un grupo de exaltados se alineara a su paso para gritarle con acento desafiante y soez: «¡Longanizo!», aplicándole el epíteto con el cual se calificaba a un loco que por aquellos días vagaba por las calles disfrazado de militar. Si Simón Bolívar hubiera imaginado en algunas de las horas de desventura que le tocó vivir a lo largo de su accidentada existencia que un día se vería obligado a abandonar la capital de la nación que él fundó, acompañado solamente de un reducidísimo número de fieles amigos y en un silencio hostil, sólo interrumpido por gritos afrentosos de una plebe soez, no hubierta logrado representarse la amargura que invadía su alma en estos momentos, cuando al paso lento de su cabalgadura, en una mañana brumosa de la sabana, se alejaba para siempre de la capital de Colombia.

Cuando Bolívar llegó a Honda, en los departamentos del Sur se cumplió el hecho ya presentido por él en los últimos tiempos: el general Flórez declaró tales departamentos independientes de Colombia y asumió el mando en el Estado del Ecuador, según se calificó a la entidad nacional que nació de esta nueva desmembración de la República de Colombia. Si Bolívar no hubiera estado dominado por la tremenda amargura de ver cómo sus tenientes destruían, a la manera de los generales de Alejandro, la gran nación que él había formado y por cuya potencia interna había sido posible la independencia americana, un sentimiento de vanidad le habría dominado al comprender que aquella formidable construcción política sólo había existido por el milagro, casi inverosímil, del gran despliegue de esas energías suyas que durante veinte años le permitieron recorrer victorioso el continente, y ahora, cuando él se acercaba a la muerte, entraba en su eclipse, abrumada por los golpes de la anarquía, por las pasiones localistas y disolventes, que anunciaban ya las horas de decadencia que entregarían a la América del Sur a los horrores y pequeñeces del siglo XIX. «La situación de América –escribía Bolívar– es tan singular y tan horrible que no es posible que ningún hombre se lisonjee de conservar el orden largo tiempo ni sqiquiera en una ciudad. Nunca he considerado un peligro tan universal como el que ahora amenazaba a los americanos; he dicho mal, la posteridad no vio jamás un cuadro tan espantoso como el que ofrece la América, más para lo futuro que para lo presente, porque ¿dónde se ha imaginado nadie que un mundo entero cayera en frenesí y devorase su propia raza como antropófagos?… Esto es único en los anales de los crímenes y, lo que es peor, irremediable».

El 16 de mayo, el Libertador se embarcó en Honda y «al arrancar los champanes de la playa –dice Posada– pasó a la popa y nos dio el último adiós con el sombrero en la mano». Las embarcaciones comenzaron a descender lentamente por el Magdalena en dirección a Mompós, a acercarse a los lugares donde diecisiete añós atrás Bolívar había iniciado su prodigiosa carrera de caudillo de la libertad americana. Barrancas, Mompós, el Banco, Tenerife, revivieron en su espíritu entristecido el recuerdo de aquellos días heroicos, cuando joven y lleno de esperanzas se había lanzado, al frente de un puñado de soldados novatos, a la formidable aventura de emancipar a América del poder español. Ahora todo había terminado y no resultaba desprovisto de ironía que, cuando vencido por la decadencia de su organismo y la ingratitud de sus conciudadanos, desandaba el camino recorrido años atrás de victoria en victoria, también su obra comenzaba a desandar las sendas que le habían llevado a las más elevadas cimas y en ese descenso perdiera vertiginosamente el ritmo heroico que había emancipado pueblos y creado naciones, para despedazarse, para confundirse con el caos político y social, donde de ella no quedaría otro vestigio que el recuerdo legendario de la vida de su jefe.

En los postreros días de su calvario, a Bolívar le estaba reservada una última y dolorosa prueba: el 1º de julio, por correo de Bogotá, supo que el gran mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, el más noble de los generales de Colombia y también el más fiel de sus amigos, al dirigirse a los departamentos del Sur había sido asesinado en la montaña de Berruecos por oscuros malhechores, enviados por quienes aspiraban a convertir aquellas provincias en feudos políticos para su propio encumbramiento. Al enterarse el Libertador de la increíble y funesta noticia, exclamó horrorizado: «Dios excelso: se ha derramado la sangre del inocente Abel». Poco después recibirá Bolívar la última carta de Sucre. En ella el gran mariscal de Ayacucho se despedía por escrito del jefe y del amigo, porque no alcanzó a llegar a la capital antes de la partida del Libertador.

«Cuando he ido a la casa de usted para acompañarlo –le decía-, ya se había marchado. Acaso es esto un bien, pues me ha evitado el dolor de la más penosa despedida. Ahora mismo, comprimido mi corazón, no sé qué decir a usted. Mas, no son las palabras las que pueden fácilmente explicar los sentimientos de mi alma respecto a usted; usted los conoce, pues me conoce mucho tiempo y sabe que no es su poder, sino su amistad, la que me ha inspirado el más tierno afecto a su persona. Lo conservaré cualquiera que sea la suerte que nos quepa, y me lisonjeo que usted me conservara el aprecio que me ha dispensado. Sabré en todas las circunstancias merecerlo. Adiós, mi general; reciba usted por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted. Sea usted feliz y en todas partes cuente con los servicios y la gratitud de su más fiel amigo, Antonio José de Sucre».

Probablemente el clima y sin lugar a dudas el hondo traumatismo moral que le produjo el asesinato del héroe de Ayacucho determinaron el súbito agravamiento de sus dolencias, de tal manera que sus amigos encarecieron a Bolívar la necesidad de abandonar pronto a Cartagena. «Mi flaqueza es tal –escribía- que hoy mismo me he dado una caída formidable, cayendo de mis propios pies y medio muerto».

En busca de clima mejor para su salud, no bien el general Montilla obtuvo que el hidalgo español, don Joaquín de Mier, ofreciera al Libertador su quinta de recreo –situada en las proximidades de Santa Marta-, Bolívar dejó a Cartagena y se encaminó a Barranquilla. Al llegar a Soledad, sus quebrantos empeoraron: «Aunque he deseado irme para Santa Marta –escribía a Montilla-, por gozar de todas sus conveniencias y de las bondades de Mier, me es imposible ejecutarlo porque mis males van agravándose y realmente no creo que pueda hacer el viaje. Desde antes de salir de Cartagena había empezado a sentir dolores en el bazo y en el hígado, y yo creía que era efecto de la bilis, pero me he desengañado, porque es un ataque formal por efecto del clima a estas partes delicadas… También el reumatismo me aflige no poco, de manera que estoy inconocible. Necesito con mucha urgencia de un médico y de ponerme en curación para no salir tan pronto de este mundo…».

Su estadía en Soledad primero y días después en Barranquilla, lejos de aliviar sus males los agravaron notoriamente, de tal manera que Bolívar, en actitud de reacción desesperada, solicitó al Gobierno de Bogotá el envío inmediato del pasaporte que necesitaba para salir de Colombia en busca de médicos competentes, y al mismo tiempo hizo avisar al capitán del bergantín Manuel –de propiedad del señor de Mier- se alistara para conducirlo a Santa Marta a la mayor brevedad posible. «Ruego a usted –le decía al Presidente de Colombia- que me mande un pasaporte, aunque puede suceder que llegue tarde; ya estoy casi todo el día en la cama por debilidad; el apetito se disminuye y la tos o irritación del pecho va de peor en peor. Si algo así, dentro de poco no sé qué será de mí, y de consiguiente no puedo aguantar».

En el bergantín del hidalgo español arribó el Libertador a Santa Marta el día 1º de diciembre de 1830. En el muelle le esperaban las autoridades de la ciudad y don Joaquín de Mier, en cuyos involuntariamente se dibujó un gesto de profunda lástima al contemplar a este hombre enflaquecido, casi moribundo y cuyos ojos brillantes por la fiebre, eran el único signo de vida en aquel cuerpo descarnado y tembloroso. Imposibilitado para tenerse en pie por mucho tiempo, Bolívar fue trasladado en andas a la antigua casa del consulado español en la ciudad, donde se le instaló provisionalmente y por primera vez le visitó el médico francés que le asistiría en los días finales de su existencia: el doctor Próspero Reverend.

Deseoso de buscar el aire del campo, el día 6 de diciembre el Libertador pidió el coche, y a pesar de las protestas del médico, que insistía en la necesidad de absoluta quietud, se encaminó a la quinta del señor de Mier, a San Pedro Alejandrino, donde la tradicional hidalguía de las gentes de España ofrecería último refugio al más grande de los americanos. Años después, en Europa, ocurrió algo semejante al general San Martín. Falto de recursos y gravemente quebrantada su salud, después de haber padecido del «cólera» que azotó a Europa en 1832, «su destino, según sus propias palabras –dice Mitre-, era ir a morir en un hospital. Pero un antiguo compañero de armas en la guerra de la Península, el opulento banquero español Aguado, vino en su auxilio y le salvó la vida sacándolo de la miseria. Le hizo adquirir la pequeña residencia del campo de Grand Bourg a orillas del Sena, a orillas del olmo que, según tradición, plantaron los soldados de Enrique IV que sitiaban a París». Así, los dos libertadores del mundo hispanoamericano –Bolívar y San Martín– debían terminar sus vidas bajo la protección y refugio de la hidalga generosidad de las gentes de España, cuando los pueblos emancipados por ellos de la dominación peninsular se confabulaban para desprestigiar su obra, con acerbía sin precedentes en la historia de las ingratitudes humanas. El marqués de Mier y el banquero Aguado representaban en este momento de la historia de los pueblos hispanoamericanos la estirpe de aquellos grandes hombres de España que imaginaron la colonización de América como una empresa destinada a trasplantar al Nuevo Mundo todo lo que tenía de noble y de heroico el carácter del pueblo peninsular.

Al llegar a San Pedro Alejandrino y no bien penetraron en el salón de recibo de la quinta, el Libertador pudo advertir que en aquella casa todo se reunía para revivir ante él el carácter, las costumbres y el ambiente de las gentes de España, de las que descendía. Entonces debieron acudir a su memoria los recuerdos de su infancia, la atmósfera en que se educó –impregnada profundamente del espíritu castellano-, y al fijarse en los cuadros, en los retratos, en los viejos tapices, tal vez recordó su terrible sentencia en el Decreto de Guerra a Muerte: «Españoles, aunque seáis indiferentes, contad con la muerte». Sólo la impresión de un terrible contraste, que reunió en su memoria, en un minuto, todas las ofensas y las injusticias de que había sido objeto en los últimos tiempos por parte de sus compatriotas, puede servir de antecedente para comprender la amarga frase que se escapó de sus labios: «Los tres grandes majaderos de la humanidad hemos sido: Jesucristo, Don Quijote y yo…»

La ligera mejoría que experimentó el día de su llegada a San Pedro no se prolongó por mucho tiempo. El 8 de diciembre, en el boletín colocado en la puerta de la quinta para informar al pueblo de la salud del paciente, decía Reverand: «Anoche principió a variar la enfermedad. S.E., además del pequeño desvarío que ya se le había notado, estaba bastante amodorrado, tenía la cabeza caliente y los extremos fríos a ratos. La calentura le dio con más fuerza, le entró también el hipo con más frecuencia y con más tesón… Sin embargo, el enfermo disimula sus padecimientos, pues estando solo daba algunos quejidos».

Bolívar comenzó entonces a perder las esperanzas en un posible restablecimiento, y aprovechando los instantes de lucidez que tuvo el 9 de diciembre –fruto de la última lucha de su organismo por sobrevivir-, hizo llamar a su secretario y, en presencia de los oficiales que no habían querido abandonarle, comenzó con voz temblorosa a dictar su última proclama para sus compatriotas, que, para un hombre que se sentía morir y para quienes presenciaban este último y solemne acto del Libertador, debió tern, como tenía, el carácter de verdadero testamento político:

«Colombianos: Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertes del sepulcro. Yo los perdono.

»Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la unión; los pueblos, obedeciendo al actual gobierno para libertarse de la anarquía; los ministros del Santuario, dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares, empleando su espada en defender las garantías sociales.

»¡Colombianos!

»Mis últimos votos son por la felicidad de la patria; si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro».

Vinieron luego, lentos y terribles, los días de la agonía. «El Libertador se va empeorando más», decía Reverend en el boletín el 14 de diciembre. «S.E. va siempre declinando, y si vuelven las fuerzas vitales a sobresalir alguna vez es para decaer un rato después; es la lucha extrema de la vida con la muerte», dice el boletín el día 16 a la una de la tarde. Poco después empezó el delirio precursor de la agonía- «Vámonos, vámonos –exclamaba el moribundo, tratando de incorporarse,- esta gente no nos quiere en esta tierra…»

El 17 de diciembre a las doce de la mañana vinieron los momentos finales. Bolívar tenía 47 años. «Todos los síntomas –dice Reverand– han señalado más y más la proximidad de la muerte. Respiración anhelosa, pulso apenas sensible… A las doce empezó el ronquido y a la una en punto expiró el Libertador».

Cuando el médico francés cerró los ojos de Simón Bolívar y le cubrió con la sábana, en aquella habitación, donde se hallaban reunidos los últimos y fieles amigos del más grande de los hombres de América, sólo se oyeron los callados sollozos de su fiel mayordomo, José Palacios, que apenas lograron hacer más patético aquel silencio, en el cual temblaba el dolor reprimido de rudos militares que, para no llorar, apretaban con todas sus fuerzas las empuñaduras de sus sables, mil veces gloriosos en las batallas de la libertad.

***

Cuando la noticia de la muerte de Bolívar se extendió a todo lo largo del continente, excluyendo el pesar sincero de los amigos leales, una sensación de placentero relajamiento y de hastío de historia se apoderó de los pueblos americanos y de aquellos de sus dirigentes que habían esperado con ansiedad el momento de heredar –con beneficio de inventario– la autoridad política del gran hombre. Tal era la reacción de unas comunidades sobre cuyas energías Bolívar había actuado durante 20 años, proporcionándoles permanentes estímulos para que, desde su condición de colonias de una Metrópoli en decadencia, superaran sus diferencias y antagonismos y se reunieran en una vasta confederación de pueblos libres, capaz de desempeñar papel destacado en el escenario de la política mundial. La muerte de Bolívar pone así término a la más grande y tal vez única contribución de la América española a la historia universal.

El proceso de emancipación de las colonias hispanoamericanas tuvo sus causas generales, ajenas y superiores a la voluntad de hombre alguno, porque fue parte de un movimiento ecuménico. Pero la manera como los pueblos americanos aprovecharon esta extraordinaria oportunidad, la dinámica que demostraron para utilizar sus posibilidades y el puesto destacado en que se colocaron al frente de una empresa de insurgencia que representaba los anhelos de los pueblos oprimidos, fueron el resultado de las energías excepcionales y del vigor intelectual de hombres como Simón Bolívar, que supieron conmover esos estratos profundos del alma colectiva de América, donde permanecían adormecidas las aspiraciones comunes de un mundo en formación.

Mientras el Libertador vició, hubo un hombre con autoridad para hablar en nombre del continente. Y al hablar y obrar en nombre de América, Bolívar dijo, pensó y realizó cosas tan trascendentales, que este rincón del mundo, olvidado o menospreciado por el orbe civilizado, se elevó al plano donde se desenvolvía la historia de los grandes pueblos y dejó de ser un sujeto pasivo del acontecer histórico para convertirse en la fuerza dinámica, en la colectividad en marcha, que realizó en muy pocos años la hazaña de modificar situaciones centenarias y vencer obstáculos que después no han logrado repetirse ni siquiera igualarse. Ya lo dijo José Martí: «Lo que Bolívar no hizo está por hacer en América todavía».

Bolívar no fue americanista por simple idealismo; lo fue por comprender que los problemas básicos del hemisferio no podían solucionarse dentro de los marcos del estrecho regionalismo que tantos atractivos tenían para sus contemporáneos. Siempre se resistió a aceptar que la unificación del continente fuera un nebuloso ideal, al que podía llegarse o no en un dudoso futuro; creyó, por el contrario, que su integración era el supuesto esencial de toda solución auténtica de los problemas americanos. «Una –decía- debe ser la patria de todos los americanos… luego que seamos fuertes por estar unidos, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria y al progreso; entonces las ciencias y las artes que nacieron en Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a la América libre, que las convidará con su asilo».

La historia ha dado la razón a Bolívar. El seudonacionalismo que dividió al continente y aseguró la hegemonía de las minorías criollas que buscaron la independencia sólo para sustituir a los españoles en sus privilegios, no ofreció solución valedera a los problemas sociales y políticos que determinaron el movimiento de emancipación; por el contrario, creó el clima propicio para que los peores defectos del régimen colonial pudieran supervivirse, agravados por falsas esperanzas y engañosos disfraces.

Mientras el lastre de ese seudonacionalismo pese sobre América, ella caminará hacia el futuro con el paso lento de un prisionero encadenado; encadenado por las divisiones artificiales que destrozaron una unidad que la cultura, la lengua, las creencias y los peligros comunes indicaban la necesidad de mantener y mejorar. Con indiscutible autoridad ha escrito Víctor Raúl Haya de la Torre: «Bolívar concibió la Revolución de la Independencia en dos grandes etapas que debían cumplirse sucesivamente: la de la liberación primero y la de la unificación después. Pero como la vida no le alcanzó y como él encarnaba la revolución en lo que ésta era designio abnegado y glorioso, tras de su muerte, o ya desde las vísperas, la apostasía alevosa –que empieza con Páez, con el espantoso asesinato de Sucre y con el atentado de Bogotá –oscurece el sueño bolivariano con una nube sangrienta. La previsora tentativa de la federación indoamericana que debió coronarse en el Congreso de Panamá fue suplantada por la "balcanización" cuartelera de nuestras tiranizadas repúblicas. Contrastando con la visión de los padres de la revolución norteamericana –para quienes la liberación y la unificación fueron indesligables condiciones y hegemonía futura de su república continental –nuestras clases feudales y sus esbirros imitaron a los países europeos en el divisionismo belicista».

El lapso transcurrido desde la muerte de Bolívar no pasó impunenemente. Ha creado tradiciones y complejas coyunturas históricas que harán a la larga más difícil la solución ordenada e inteligente de los grandes problemas de Iberoamérica. Fácilmente puede advertirse en la actualidad que no en vano hemos rodado durante un siglo por la pendiente de la división seudonacionalista del continente. Cuando la civilización moderna marcha hacia la unidad e integración y, en el norte del hemisferio, una gran nación cosecha los frutos de las previsoras concepciones continentales que le impartieron auténticos hombres de estado, como Washington, Jefferson, Hamilton y Lincoln, en el Sur se sobrevive, fosilizada, la obra de demarcación política de gobernantes como Rivadavia, Páez, Flórez, Torre Tagle y Santander, fundada en los prejuicios regionalistas que «balcanizaron» a la América española. Fue uno de los grandes conductores de la emancipación mexicana, Servando Teresa de Mier, quien mejor comprendió en aquellos años decisivos todo lo que significaba la sabia política de Bolívar y las calamidades que esperaban a Hispanoamérica si esa política se desechaba. No vaciló, por ello, en solicitar a los legisladores de su país, en los siguientes términos, el título de ciudadano honorario de México para el Libertador: «Hay hombres privilegiados por el cielo para cuyo panegírico es inútil la elocuencia, porque su nombre solo es el mayor elogio. Tal es el héroe que en los fastos gloriosos del Nuevo Mundo ocupará sin disputa el primer lugar al lado de Washington… Tal es el Excelentísimo Señor Don Simón Bolívar, presidente de la República de Colombia, gobernador supremo del Perú, llamado con razón el Libertador, admiración de Europa y gloria de América entera. Por sus tratados de íntima alianza entre todas las repúblicas de América, ya es y merece serlo ciudadano de todas. Pedimos, pues, que vuestra soberanía declare solemnemente que lo es de la República de México».

Para la gran tarea de reintegración que un día completará nuestra independencia y le dará la dignidad histórica de que la privaron tantos y tan graves errores, el ejemplo de la vida extraordinaria que hemos relatado será guía y estímulo de valor inapreciable. Porque si la magnífica empresa de Bolívar no pudo encontrar en su época el terreno firme que necesitaba para consumarse con todas sus posibilidades, el ejemplo heroico de su existencia dejó en el pasado de nuestros pueblos esa huella que sólo imprimen las grandes figuras de la historia universal, y al proyectarse en las creaciones de la leyenda y el mito, como hoy se proyecta, ha llegado a convertirse en el noble recipiente adonde van a depositarse los sueños y aspiraciones recónditas de unas comunidades que, cuando se cansan de mirarse con desconfianza y de malgastar inútilmente sus energías, sienten la añoranza y comprenden la sabiduría de los ideales continentales del gran hombre. El porvenir es suyo. Lo derrotaron pasajaeramente las debilidades y defectos de nuestros pueblos, pero ha entrado en la gloria imperecedera ganándose su imaginación y sus esperanzas. Su vida extraordinaria hizo grande a la América española en el pasado, y su pensamienmto, pleno de posibilidades, puede hacerla nuevamente grande en el futuro.

Lejos del lugar geográfico donde nació Bolívar, pero en tierras de esa misma América que él sintió como su verdadera patria, se fundieron, en el crisol de una justa admiración, las cláusulas imperecederas con que el gran uruguayo José Enrique Rodó reinvindicó para América la personalidad histórica de Simón Bolívar: «Cuando diez siglos hayan pasado –escibió-; cuando la pátina de una legendaria antigüedad se extienda desde el Anáhuac hasta el Plata, allí donde hoy campea la naturaleza y cría sus raíces la civilización; cuando cien generaciones humanas hayan mezclado, en la masa de la tierra, el polvo de sus huesos con el polvo de los bosques mil veces deshojados y de las ciudades veinte veces reconstruidas, y hagan reverberar en la memoria de hombres que nos espantarían por extraños, si los alcanzáramos a prefigurar, miríadas de hombres gloriosos en virtud de empresas, hazañas y victorias de que no podemos formar imagen, todavía entonces, si el sentimiento colectivo de la América libre y una no ha perdido esencialmente su virtualidad, esos hombres, que verán como nosotros en la nevada cumbre del Sorata la más excelsa de los Andes, verán, como nosotros también, que en la extensión de sus recuerdos de gloria nada hay más grande que Bolívar».

NOTAS

1 Como esta comunicación colocaba a los miembros del Consejo en la más desairada posición, en carta destinada al ministro de Relaciones Exteriores, don Estanislao Vergara, el Libertador le explicó así su actitud: «De oficio hablo a usted el negocio que se ha iniciado con los gobiernos de Francia e Inglaterra; él es muy delicado y se ha adelantado demasiado; el Congreso será el árbitro de Colombia y obrará en el sentido de la voluntad nacional, a la cual debe estar todo sometido. Me he visto obligado a dar este paso porque ustedes me han compelido de oficio».

Tomemos de Atenas su Areópago, y los guardianes de las costumbres y de las leyes; tomemos de Roma sus censores y sus tribunales domésticos, y haciendo una santa alianza de estas instituciones morales, renovemos en el mundo la idea de un pueblo que no se contenta con ser libre y fuerte, sino que quiere ser virtuoso. Tomemos de Esparta sus austeros establecimientos y formando de estos tres manantiales una fuente de virtud, demos a nuestra República una cuarta potestad cuyo dominio sea la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana.

SIMÓN BOLÍVAR

Títulos consultados

  • 1. Alberdi. Bases.

  • 2. Alberto Miramón. Los septembrinos.

  • 3. Alfonso Crespo. Santa Cruz.

  • 4. Alfonso López Michelsen. La estirpe calvinista de nuestras instituciones.

  • 5. Alfonso Zawadzky. El dolor de Bolívar.

  • 6. Andrés F. Ponte. Bolívar y otros ensayos.

  • 7. Andrés F. Ponte. La revolución de Caracas.

  • 8. Andrés Llamas. Rivadavia.

  • 9. Antonio José de Sucre. Villanueva.

  • 10. Arístides Rojas. Estudios históricos.

  • 11. Bartolomé Mitre. Ensayos históricos.

  • 12. Bartolomé Mitre. Historia de San Martín.

  • 13. Blanco y Aspúrua. Documentos para la vida pública del Libertador.

  • 14. Caraciolo Parra Pérez. Historia de la primera República de Venezuela.

  • 15. Carlos A. Villanueva. Napoleón y la independencia de América.

  • 16. Carlos Ibarguren. Rosas.

  • 17. Carlos Pereyra. Historia de América.

  • 18. Carlos Pereyra. La juventud legendaria de Bolívar.

  • 19. Colectivo de autores. Bolívar (precedido por un estudio de don Miguel de Unamuno).

  • 20. Cornelio Hispano. Historia secreta de Bolívar.

  • 21. D.F. O´Leary. El Congreso Internacional de Panamá.

  • 22. D.F. O´Leary. Memorias.

  • 23. D.G.F. de Pradt. Congreso de Panamá.

  • 24. D. Monsalve. Actas del Congreso de Angostura.

  • 25. Dalencour, F.S.R. Alexandre Petion devant l´humanité

  • 26. Diego Barros Arana. Historia general de Chile.

  • 27. Diego Barros Arana. Un decenio de historia de Chile.

  • 28. Diego Córdova. Miranda.

  • 29. Eduardo L. Colombres Mármol. San Martín y Bolívar en la entrevista de Guayaquil.

  • 30. El Correo del Orinoco.

  • 31. Eugenio M. de Hostos. Tratado de derecho constitucional.

  • 32. F. García Calderón. Las democracias latinas de América.

  • 33. Felipe Paz Soldán. Historia del Perú independiente.

  • 34. Fernando González. Mi Simón Bolívar.

  • 35. Fernando González. Santander.

  • 36. Florentino González. Memorias.

  • 37. Francisco Bulnes. La guerra de independencia.

  • 38. Francisco Cuevas Cancino. Del Congreso de Panamá a la Conferencia de Caracas.

  • 39. Francisco de P. Santander. Escritos.

  • 40. Francisco José Urrutia. El pensamiento internacional de Bolívar.

  • 41. Francisco Rivas Vicuña. Las guerras de Bolívar.

  • 42. G. Medina Chirinos. La Convención de Ocaña.

  • 43. Gaceta de Caracas.

  • 44. Gonzalo Bulnes. Bolívar en el Perú.

  • 45. Henry Bamford Parkes. A History of México.

  • 46. Humberto Tejera. Bolívar, guía democrático.

  • 47. JM. Cordovez Moure. Reminiscencias de Santa Fe de Bogotá.

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  • 49. J. Francisco V. Silva. El Libertador Bolívar y el Deán Funes.

  • 50. J.M. Velasco Ibarra. Si el Libertador resucitara.

  • 51. J.P. Oliveira Martins. Historia de la civilización ibérica.

  • 52. Joaquín Posada Gutiérrez. Memorias histórico-políticas.

  • 53. Joaquín Tamayo. Nuestro siglo XIX.

  • 54. Jorge Basadre. La iniciación de la República.

  • 55. Jorge Ricardo Vejarano. Bolívar.

  • 56. Jorge Ricardo Vejarano. Orígenes de la independencia suramericana.

  • 57. José Antonio Páez. Autobiografía.

  • 58. José Antonio Saco. Historia de la esclavitud.

  • 59. José de la Riva Agüero. La historia en el Perú.

  • 60. José Gil Fortoul. Historia constitucional de Venezuela.

  • 61. José Hilario López. Memorias.

  • 62. José Manuel Restrepo. Historia de la revolución de la República de Colombia.

  • 63. José Vasconcelos. Boliviarianismo y monroísmo.

  • 64. Juan B. Lastres. Una neurosis célebre.

  • 65. Juan Jacobo Rousseau. Emilio.

  • 66. Jules Mancini. Bolívar.

  • 67. Lucas Alamán. Historias de México.

  • 68. Ludwing. Bolívar.

  • 69. Luis Alfredo Colomine. El Cabildo de Puerto Cabello en la Primera República.

  • 70. Luis Enrique Osorio. Los destinos del trópico.

  • 71. Luis Enrique Rodó. Bolívar.

  • 72. Luis López de Mesa. El genio de América.

  • 73. Marius André. Bolívar y la democracia.

  • 74. Marius André. El fin del imperio español.

  • 75. Marqués de Rojas. La vida de Bolívar.

  • 76. Pedro A. Zubierta. Apuntaciones sobre las primeras misiones diplomáticas de Colombia.

  • 77. Perú de Lacroix. Diario de Bucaramanga.

  • 78. Pombo y Guerra. Constituciones de Colombia.

  • 79. Rufino Blanco Fombona. El espíritu de Bolívar.

  • 80. Rafael Heliodoro Valle. Bolívar en México.

  • 81. Rafael María Baralt. Historia de Venezuela.

  • 82. Recopilación. Proceso del 25 de septiembre.

  • 83. Ricardo Becerra. Vida del general Miranda.

  • 84. Ricardo Palma. Tradiciones peruanas.

  • 85. Roberto Botero Saldarriaga. El Libertador Presidente.

  • 86. Rodríguez Villa. Biografía de Morillo.

  • 87. Rufino Blanco Fombona. Mocedades de Bolívar.

  • 88. Rumazo González. La Libertadora del Libertador.

  • 89. Salomón Abud. Rivadavia.

  • 90. Sañudo. Bolívar.

  • 91. Sarmiento. Vida de San Martín.

  • 92. Tomás Cipriano de Mosquera. Memorias sobre la vida del general Simón Bolívar.

  • 93. Vicente Dávila. Investigaciones históricas.

  • 94. Vicente Fidel López. Historia de la República de Argentina.

  • 95. Vicente Lecuna (recopilación). Cartas del general Santander.

  • 96. Vicente Lecuna. Cartas del Libertador.

  • 97. Vicente Lecuna. Proclama y discursos.

  • 98. Vicente Lecuna. Campañas de Junín y Ayacucho.

  • 99. Vicente Lecuna. La conferencia de Guayaquil.

  • 100. Víctor Raúl Haya de la Torre. Treinta años de Aprismo.

 

 

 

Autor:

Indalencio Liévano Aguirre

Biblioteca familiar, Gobierno Bolivario de Venezuela

Enviado por:

Edgar AlexanderTovar Canelo

 

Partes: 1, 2, 3, 4
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