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El Dios de los sentimientos




Enviado por Jesús Castro



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. Hegemonía de la razón
  2. Razón y emoción
  3. Emotividad
  4. Mente humana
  5. Mente huérfana
  6. Mente emocional
  7. Emociones y sentimientos
  8. Gestión emocional
  9. Emociones y autocontrol
  10. Personalidad facetaria
  11. Homocopias
  12. Autoduplicación
  13. Armonización
  14. Complejidad abismal
  15. Conclusión

Según el Génesis (primer libro de la Biblia), se produjo un alejamiento progresivo de la humanidad con respecto a su Creador tras la dispersión posbabeliana (la confusión de las lenguas en Babel), de manera que, si admitimos la historicidad de este libro sagrado, inferiremos que dicho alejamiento debió dar paso a toda una serie de dioses inventados por el hombre y para el hombre, cercanos o remotos; dioses caprichosos, de intenciones y personalidades desconocidas e imprevisibles, controladores en exceso o extremadamente distantes y despreocupados por los asuntos terrestres; frecuentemente terroríficos, crueles, intolerantes y exigentes; implacables y racionalmente incomprensibles. Además, desde el truncado registro histórico que nos ha llegado acerca del sentimiento religioso colectivo y de sus orígenes (un acervo bastante escaso y a la vez sumamente deformado), se ha querido especular sobre cómo y por qué surgió la pulsión religiosa en el género humano, obteniéndose en muchos casos una serie de conclusiones que colisionan frontalmente con el registro bíblico. Por otra parte, según el Génesis, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, esto es, con emotividad, entre otras cosas; por lo tanto, surge la pregunta: ¿Es la emotividad humana un reflejo de una hipotética emotividad divina?

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La mayoría de los estudiosos del fenómeno religioso consideran que la manifestación de éste en la sociedad humana principió con unos rudimentos de mitología y posteriormente, en algunos lugares, se fue tornando más formal y juiciosa hasta desembocar en el monoteísmo. Sin embargo, un estudio profundo del mensaje bíblico referido a la evolución del sentimiento religioso de la humanidad muestra una regresión y no un avance, siendo la decadencia religiosa la que condujo a una saturación de mitología y a un empobrecimiento mayúsculo de la capacidad colectiva para mantener el buen juicio con relación a creencias y criterios existenciales. Sucedió, desde este enfoque, algo parecido a lo acontecido en la Edad Media, en lo más crudo del Oscurantismo europeo, cuando se desarrolló una de las más abominables regresiones culturales de la que hay constancia: la pérdida del bagaje de elaborados conocimientos de la antigüedad y su reemplazo por las más absurdas supercherías concebibles y la más estúpida cretinización religiosa de la masa humana.

Una situación tan extrema e inhumana como ésa provocó inevitablemente una reacción álgida por par- te de algunos individuos preclaros de la sociedad afectada, y tal cosa sucedió precisamente incluso antes de que se extinguiera la Edad Media en Europa. Sobrevino como un impulso de cambio vehemente cuando sopla- ron los vientos del Renacimiento, los cuales demandaban con intensidad el uso de la razón y de la experimentación científica, para adaptar los conocimientos a la realidad objetiva y no la realidad a los conocimientos subjetivos. De manera parecida, los pensadores jonios de la antigüedad reaccionaron con un fuerte despliegue de racionalidad frente a las contradicciones e incoherencias de las creencias tradicionales e ilógicas de sus contemporáneos de otros países (así lo comenta Carl Sagan en su libro COSMOS, editado en español en 1980, páginas 174 y siguientes).

Pero el empeño racionalista jonio no estaba exento de riesgos, aunque diera la impresión primaria de contribuir a la emancipación liberadora de la mente humana. Un efecto negativo imprevisto fue el apartar al investigador de su Creador, contribuyendo al desarrollo del materialismo científico, el cual, en su estadio histórico contemporáneo, ha dado a luz al paradigma evolutivo materialista y a la hipótesis criteriológica fundamental de la Metaevolución, que tienden a capturar dogmáticamente todo el pensamiento del hombre del siglo XXI y a sumergirlo en un despropósito existencial contraproducente. El libro COSMOS, de Carl Sagan, en su página 174, expone: «Hace 2 500 años, hubo en Jonia un glorioso despertar: se produjo en Samos y en las demás colonias griegas cercanas que crecieron entre las islas y ensenadas del activo mar Egeo oriental. Aparecieron de repente personas que creían que todo estaba hecho de átomos; que los seres humanos y los demás animales procedían de formas más simples; que las enfermedades no eran causadas por demonios o por dioses; que la Tierra no era más que un planeta que giraba alrededor del Sol. Y que las estrellas

estaban muy lejos de nosotros» (Se ha subrayado la frase que insinúa cómo comenzó a fraguarse la doctrina que culminaría en el evolucionismo moderno).

Tomando en cuenta lo que dice el Génesis, parece que la secuencia de acontecimientos que culminó en la decantación de los jonios hacia la ciencia materialista y racionalista fue precedido por un alejamiento de la humanidad de la guía del Creador, allá en los comienzos; y posteriormente hubo un recrudecimiento considerable de dicho desapego, durante la dispersión posbabeliana. Esto supuso, por lo visto, un descenso degradatorio del pensamiento colectivo que condujo a la cretinización mitológica y al subjetivismo cognoscitivo; y semejante estado exasperó a las mentes más preclaras, especialmente aquéllas que vivían en el clima intelectual favorable de las islas del Egeo. En breve, éstas se plantearon un enfoque que pretendía liberar al ser humano de los atavismos a la mitología y a la Mitociencia. Un tal enfoque, obviamente, pasaba por depurar al conjunto de los conocimientos adquiridos de toda clase de contaminantes emotivos y subjetivos, de los cuales la mitología y la religión estaban abundantemente impregnadas. El resultado no podía ser otro que el establecimiento de alguna clase de materialismo científico. Ello nos trae a la memoria el siguiente texto salomónico: "Hay caminos que parecen rectos, pero, al cabo, son caminos de muerte" (Proverbios de Salomón, capítulo 14, versículo 12; Biblia de Jerusalén).

Realmente, los jonios tomaron el aparente "camino recto" de eliminar de la nueva ciencia todo vestigio de mitología, religiosidad y subjetivismo; y podemos decir que desde un prisma puramente humano no les quedaba una mejor elección. Sin embargo, no les fue posible percatarse de que con tal decisión echaban también a un lado la posibilidad de acceder a un tipo de religiosidad singular, que pudiera ser edificante y deseable, esto es, a la perspectiva de establecer libremente alguna conexión con el Creador de la realidad, del universo, del cuerpo humano y de todo lo que existe. Sin embargo, de todas maneras, en aquellos días, aproximadamente hacia el siglo VI antes de la EC (era común o era cristiana), según la Biblia, tal conocimiento estaba disponible, de manera tímida y balbuceante, en la maltrecha tierra de Judá; y menos relevante- mente aún en la Diáspora judía.

Hegemonía de la razón

Muchos filosófos y teólogos (de todas las épocas y de todas las ubicaciones), influídos por la premisa de que las emociones son un lastre para la inteligencia, han edificado un enorme tinglado teórico en donde la figura de la divinidad está exenta de atributos emotivos. Pero, en vista de que en las últimas décadas se ha producido un gran acopio de datos en psicología cognitiva y neurociencias que colisionan con el punto de vista tradicional acerca de las emociones, cabe preguntarse: ¿Supone este avance científico un zarandeo para la filosofía y la teología tradicionales, en términos generales?

La idea que sinceramente manifiestan algunos creyentes acerca de que el Dios del antiguo testamento tiene una personalidad desagradable y muy diferente al Dios del nuevo testamento puede, al parecer, ser superada en el sentido de que es posible establecer una conexión feliz entre ambas personalidades gracias al aporte de la psicología cognitiva (que ha dado lugar a una gran revolución teórica acerca de la emotividad y la racionalidad, uno de cuyos pioneros ha sido Daniel Goleman).

No se trata ahora de intentar conocer a Dios a través de la psicología u otra disciplina de elaboración humana, puesto que ya existe un medio revelatorio sobrenatural que es la Biblia. Más bien, se trata de tomar nota de que los últimos hallazgos de la ciencia ponen al descubierto una gran equivocación conceptual que ha estado minando ciertos razonamientos esenciales en los que la filosofía y la teología tradicionales se basaban para construir sus edificios cognitivos acerca del ser divino, con consecuencias evidentemente lamentables a la hora de adquirir y propagar una noción estándar de la personalidad divina que los creyentes han ab- sorbido sin discusión por provenir de líderes intelectuales reputados.

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El cauce natural de acontecimientos que provocaron el auge del paradigma
racionalista tradicional, con su total desprecio académico hacia las
e- mociones, hay que rastrearlo hasta sus orígenes para poder comprender
cómo y por qué se produjo. Para ello, conviene situarse en la
transición histórica entre las edades Antigua y Media. Fue una
etapa en la que hubo un suceso significativo, a saber, el desmantelamiento del
imperio romano de Occidente y el consiguiente sepultamiento general de los conocimientos
amasados por los griegos, así como el comienzo en Europa de una época
de oscurantismo y devastación de la cultura. Se impuso,
pues, un sistema basado en la guerra y la rapiña, la superstición
y el embrutecimiento, la ignorancia y el temor irracional. Éstas eran
las características del Feudalismo, cuyos estragos culturales fueron
parcialmente contrarrestados por la laboriosidad de los monjes en los monasterios,
lugares de retiro religioso que sirvieron además de escondite o refugio
para innumerables obras y traducciones de documentos valiosos acerca del pensamiento
académico de muchos autores clásicos de la antigüedad.

Esta mengua cultural que se produjo en la Europa medieval, como consecuencia de la pérdida del orden establecido por el imperio romano y a resultas de la desintegración de éste, guarda interesantes similitudes con el embrutecimiento que determinados grupos humanos experimentaron después de la dispersión posbabeliana (otorgando con ello pábulo de veracidad al Génesis, un documento meritorio desde la óptica de algunos relevantes arqueólogos e historiadores). Y, al igual que los jonios de la antigüedad, quienes reaccionaron contra la incoherencia, la superficialidad y el dogmatismo de los conocimientos de su época, así también hubo una reacción álgida por parte de algunos pensadores europeos durante la segunda parte de la E- dad Media, dando lugar al denominado Renacimiento, un movimiento de restauración y rescate del modo de pensar de los antiguos artistas, filósofos e investigadores de la Grecia Clásica. E incidentalmente, entre las ideas que fueron desenterradas o re-descubiertas figuraban no pocos elementos intelectuales procedentes de los científicos jonios, quienes, muchos siglos atrás, habitaron las racionalmente productivas islas del Egeo.

En la segunda mitad del siglo XVIII, pese a que más del 70% de los europeos eran analfabetos, la intelectualidad y los grupos sociales más relevantes creyeron descubrir el hipotético gran papel que podría desempeñar la razón, íntimamente unida a leyes sencillas y naturales, en la transformación y mejora de to- dos los aspectos de la vida humana. Se desarrolló entonces un movimiento cultural e intelectual, conocido como La ILUSTRACIÓN… Los ilustrados pensaban que había leyes básicas y naturales que gobiernan todo el universo y que podían ser descubiertas por el método cartesiano, para luego ser aplicadas mundialmente al gobierno humano y a las sociedades antrópicas. Por ello, la élite de esa época sentía enormes deseos de a- prender y enseñar lo aprendido, siendo fundamental el uso del raciocinio y la búsqueda del rigor lógico en to- do asunto que se considerara serio. Además, como característica común hay que señalar una desmedida fe en el progreso y en las posibilidades de los hombres y las mujeres para dominar y transformar el mundo de manera favorable y beneficiosa.

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Los ilustrados exaltaron la capacidad de la razón para descubrir las leyes naturales y la tomaron como guía indiscutible en sus análisis e investigaciones científicas. Defendían, además, la existencia de una serie de derechos naturales inviolables, así como la libertad frente al abuso del poder absoluto. Todo ello, al parecer, como una forma de reacción ideológica contra el sometimiento medieval de la población y contra el estado de indignidad humana causado por la ignorancia e incultura extremas de una gran cantidad de personas que estaban irremediablemente abocadas a vivir como animales. Pero resulta irónico, a su vez, que dicha ideología, en su afán por hacer medrar la razón, se dejara llevar por las fuertes emociones de repulsa causa- das por la contemplación de la vejación humana para, a partir de ahí, establecer sus bases criteriológicas. Es como querer apagar un incendio con otro incendio, esto es, implantar la razón mediante la emoción.

Los ilustrados, en general, censuraron la intolerancia en materia de fe, las formas religiosas tradicionales y el supuesto "Dios castigador" de la Biblia, que brotaba de la teología pseudocristiana, y finalmente rechazaron toda creencia que no estuviera fundamentada en una concepción antropocéntrica y naturalista de la religión. Estos planteamientos, relacionados íntimamente con las aspiraciones de una burguesía ascendente, penetraron en otras capas sociales potenciando un ánimo receloso hacia el sistema económico, social, político y religioso establecido, que culminó en la Revolución francesa. También, parece que la criteriología de la Ilustración dio pábulo al desarrollo de la denominada "Alta crítica" de la Biblia.

La "Ilustración" protagonizó una época histórica y cristalizó en un movimiento cultural e intelectual europeo (especialmente en Francia e Inglaterra) que se desarrolló desde fines del siglo XVII hasta el inicio de la Revolución Francesa, aunque en algunos países se prolongó durante los primeros años del siglo XIX. Fue denominado así por su declarada finalidad de disipar las tinieblas de la humanidad mediante las "luces" de la razón. El siglo XVIII es conocido, por este motivo, como el "Siglo de las Luces".

Los pensadores de la Ilustración sostenían que la razón humana podía combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, y construir un mundo mejor. Se observa, pues, una componente emotiva muy alta en esa criteriología, como corresponde evidentemente a todo movimiento pendular reaccionario que se yergue contra alguna clase de oposición que se considera cruel. Y en su empuje, la Ilustración tuvo una gran influencia en aspectos económicos, políticos, religiosos y sociales de la época. Además, la expresión en las artes de este movimiento intelectual se denominó Neoclasicismo (un amasijo de emotividades plasmadas en lenguaje artístico, entre ellas, una dominante nostalgia por lo clásico).

La época de la Ilustración impuso una nueva norma filosófica. Se aceptó el racionalismo, y con éste la insistencia en que la razón debía ser el árbitro final en cuanto a la verdad (todo tipo de verdad). El racionalismo combatió las creencias en los fenómenos sobrenaturales, lo cual llevó a muchos a negar que hubiera un canon bíblico divinamente inspirado. Personajes tales como el pastor luterano alemán H. B. Witter, el médico francés Jean Astruc, el erudito alemán J. G. Eichhorn, K. D. Ilgen, el sacerdote escocés Alexander Geddes, el alemán J. S. Vater, L. De Wette y otros, en conjunto, contribuyeron una parte del combustible que usó la maquinaria barrenadora racionalista e ilustrada contra la credibilidad del mensaje contenido en la sagrada escritura.

Tanto el racionalismo ilustrado como muchas otras ideologías, a través de la historia, no se presenta- ron en el escenario sin el empuje de una serie de causas bien notorias y determinantes. Los desaciertos medievales en materia de gobernación y de doctrina religiosa, principalmente, contribuyeron a ese empuje. Como el gentío que huye despavorido ante la alarma de incendio en un local cerrado y desencadena una avalancha humana descontrolada que causa más bajas que el propio incendio… así, de manera parecida, el viraje pendular y reaccionario que llevó al establecimiento de las doctrinas ilustradas provocó quizá más daño a la credibilidad de la Biblia, y consecuentemente a la estabilidad existencial de cualquier persona sincera que buscara una guía trascendente en ella, que algunos "indeseables" elementos medievales que los ilustrados estaban absolutamente resueltos a "extirpar" sin prever las consecuencias.

Los grandes pensadores ilustrados y racionalistas, incluidos los teólogos de la Alta Crítica, alentaron la implantación de la creencia en que Dios, el Creador, es un ser impersonal, carente de emociones y sentimientos, distante del hombre y del mundo en el que éste vive. Tal punto de vista fue la consecuencia natural de haber dado una importancia excesiva y desmedida a la irreal entelequia del "raciocinio puro", al grado de cuasi idolatrarlo como si se tratara de la única tabla de salvación plausible para la humanidad. Semejante clima criteriológico abrió un camino intelectual en donde encontró terreno favorable el materialismo científico y filosófico, que ya pujaba por imponerse, a tenor del repliegue progresivo de la espiritualidad. Ahora bien, una resultante feroz, acunada al arrullo del pensamiento materialista y aflorada desde los dominios académicos de la emergente ciencia de la Historia Natural, fue la doctrina evolucionista darwiniana.

Probablemente este desarrollo de acontecimientos que culminaron en la dictadura criteriológica del materialismo, cuyos tentáculos han alcanzado al hombre del siglo XXI y han conseguido atenazarlo más fuertemente que nunca antes, jamás se hubiera dado si los depositarios tradicionales de la sagrada escritura hubieran guardado la debida compostura religiosa que es adjudicable a los que se autoproclaman "maestros" de la Palabra de Dios. Mas, desgraciadamente, desde el emperador Constantino en adelante y hasta el presente, las desviaciones de las normas educativas conductuales propuestas en este libro sagrado (bien o malintencionadamente llevadas a cabo) no han sido la excepción, sino la regla; y la vanguardia en cuanto a ello ha venido a ubicarse entre las acciones y actitudes de los educadores religiosos.

De todas formas, la misma Biblia advierte que la realidad en la que estamos inmersos es más compleja de lo que aparenta a simple vista, así como que existen fuerzas inteligentes sobrehumanas que interaccionan con la marcha de los acontecimientos en las sociedades terrestres con la inagotable intención de buscar (y desgraciadamente hallar, con facilidad) terrenos fértiles para promover un alejamiento insidioso de la guía del Creador. Por tal motivo, el antiguo pueblo de Israel, en conjunto, fue seducido de manera progresiva a apartarse de su Dios y, finalmente, como culminación de la divergencia iniciada mucho tiempo atrás, al reiteradamente desoír la voz de los profetas y consecuentemente no enmendar el derrotero general como nación, llegaron al punto terriblemente funesto de asesinar al Mesías. ¿De qué otra manera, pues, podrían ser interpretadas las siguientes palabras de Jesucristo?: "He aquí que os envío profetas, y sabios, y escribas; y de ellos, a unos mataréis y colgaréis de un madero, y a otros de ellos azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad. Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Berequías, el cual matasteis entre el Templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí que vuestra Casa os es dejada desierta" (evangelio de Mateo, capítulo 23, versículos 34 a 38; sagrada Biblia de Reina-Valera de 1909, edición española).

¿Quién hay que sepa si el evolucionismo no ha sido, y es,
una herramienta bastante útil a las inteligencias perversas sobrehumanas
que la Biblia menciona? Con esto no queremos insinuar que los artífices
humanos de esta doctrina fueran intrínsecamente malintencionados o insinceros,
puesto que en el nombre de una ciencia forzada a ser materialista ellos dieron
su versión interpretativa de los hechos. No obstante, los hechos (es
decir, las manifestaciones biodiversas y fósiles de la realidad), como
sabemos, son inamovibles; pero las interpretaciones acerca de los mismos son
variopintas. En todo caso, por lo pronto, también tenemos otro hecho:
es el hecho de que el evolucionismo nació afirmando que el hombre procede,
no de la obra de un Diseñador Supremo, tal como declara el Génesis,
sino de bestias simiescas que con el transcurso del tiempo transformaron su
conducta animalesca y su cuadrupedia hasta conseguir un porte más humano,
al tiempo que comenzaron a usar piedras, varas, lanzas rústicas y otros
instrumentos, progresivamente más y más sofisticados, en el interés
de la supervivencia. Nada que diga que el hombre fue creado a la imagen de su
Hacedor y posteriormente cayó en degradatoria desgracia, al ser cautivado
egoístamente por la estrategia sinuosa de una inteligencia sobrehumana
perversa (a la que el Apocalipsis llama "serpiente antigua", aparentemente
aludiendo con ello a la "posesión" transitoria que dicha "inteligencia"
hizo de un reptil serpentino con fines de ventriloquía). Antes bien,
el evolucionismo induce a pensar que todo fue al revés, es decir, que
el hombre procede de un nivel inferior (de padres animalescos) y tiene la futura
posibilidad de adquirir un nivel existencial más elevado (quizás
de convertirse en un dios, o un ser superior, como han propuesto algunos evolucionistas
de inclinación entusiasta).

Si bien el actual evolucionismo tiende a presentar algunas fachadas de índole bioquímica, genética e informática ("virtual evolution", por ejemplo), en realidad las viejas premisas darwinianas no han sido desechadas por completo y siguen abanderando con notable vehemencia el campo especulativo en el que se mue- ven la paleontología, la prehistoria y la antropología evolutiva (la única antropología oficial, prácticamente). Así, hoy día, en los libros escolares, se repiten con militante certidumbre las conjeturas que el propio Darwin lanzó de una manera menos dogmática. Se alecciona al colegial para que vea en su imaginación al ser humano ancestral en las cavernas o en sus primitivos asentamientos relativamente seguros, dirigiendo su ingenua mirada hacia el cielo con el objetivo de intentar entender los fenómenos celestes; pero haciéndolo con una mente tosca y poco desarrollada todavía. Entonces, se explica que, poco a poco, surgió el pensamiento racional y la bestia simiesca se transformó en un espécimen menos dominado por la tiranía de los instintos.

Estas nociones evolucionistas, aunadas al racionalismo materialista, en auge desde la Ilustración, auspiciaron la idea de que en la lucha por la supervivencia fue determinante el uso la capacidad intelectual y de la razón, siendo ésta el subproducto conspicuo de aquélla. Progresivamente, se creía, la hegemonía del raciocinio humano se fue haciendo más y más notoria, hasta que finalmente elevó al hombre muy por encima de los animales. Las emociones se llegaran a considerar como un lastre, que obstruían el desarrollo de la razón. La educación de corte racionalista se impuso, y dominó casi todo el paisaje docente hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. El hombre del futuro, como se concebía, saltaría al espacio interestelar dotado de una mente menos esclavizada a las emotividades y así conseguiría poblar el universo con colonias de individuos de su propia especie, poseyendo a su favor una cuantiosa dotación de habilidades racionales que sub- yugarían o hasta extinguirían (si ello fuera posible) las componentes emotivas residuales (reliquias, éstas, de su pasado animalesco). Así se pensaba, a nivel general, hasta hace relativamente poco tiempo.

No extraña que el concepto que el creyente promedio tenía de Dios se viera afectado por estos es- quemas (entre los cada vez más escasos seres humanos que iban quedando con un interés genuino en lo religioso), especialmente si tal creyente estaba en posesión de una educación superior. Por lo tanto, esta in- fluencia racionalista y materialista ha repercutido en el concepto que los feligreses tienen de Dios en el sentido de preconizar que el Todopoderoso no es más de una fuerza impersonal, distante e ignota, inasequible y absolutamente desprovista de emociones y sentimientos; y, por ende, completamente indiferente a las miserias y necesidades humanas. Además, a esta sombría conclusión ha contribuído, adicionalmente, una serie de interrogantes no resueltos (o mal respondidos) por los más eminentes teólogos contemporáneos. Entre estos interrogantes, catalogados académicamente como focos de paradojas insuperables, figuran los siguientes: ¿Si el Creador es un Dios de amor: por qué permite el sufrimiento y la maldad que se observan en la sociedad humana? ¿Si el Creador desea que le conozcamos: por qué permite que proliferen tantas religiones y tantas creencias confusas, frecuentemente ilógicas, contradictorias y hostiles, unas para con otras?

¿Cómo es posible que un Dios de amor haya creado una biosfera en la que se atisba una competitividad atroz y una depredación inmisericorde entre especies vivientes distintas, y a veces hasta dentro de una misma especie?

Si bien parece no haber respuestas académicas confiables para esas cuestiones, tenemos que decir que la sagrada escritura contiene (explícita o implícitamente) la información necesaria para poder satisfacerlas, aunque para encontrar las claves es necesario esforzarse concienzudamente por adoptar el enfoque correcto. Ahora bien, un tal enfoque no puede provenir de imposiciones criteriológicas humanas, como casi siempre se ha hecho en Teología (por ejemplo, intentando comprender los pasajes sagrados a través de elementos filosóficos tomados del pensamiento de Aristóteles y Platón); sino que, ante todo, se debe buscar la guía interpretativa que emana del tema fundamental de la Biblia, así como del conocimiento de "por qué" y "para qué" ha sido dado este libro sagrado (y, curiosamente, estas incógnitas son despejadas por la propia Biblia).

Razón y emoción

¿Qué criterio, lógica o razonamiento llevó a los pedagogos y pensadores occidentales a rechazar de plano las emociones y a elevar la "razón o raciocinio" por encima de toda otra cosa? Parece que la idea, auspiciada por los ilustrados, de ver a las emociones y sentimientos como si fueran un lastre intelectual fue la causa. Evolucionistamente hablando, se creía que el ascenso en la escala filogenética para órdenes de seres vivos superiores comportaba una obligatoria pérdida de las componentes emotivas en favor de una ganancia para las facultades intelectivas vinculadas al raciocinio. De hecho, buena parte de la cinematografía de cien- cia ficción del siglo pasado, haciéndose eco de este paradigma racionalista, daba por sentada la hipótesis de que el progreso de las civilizaciones del futuro dependería básicamente del uso máximo del raciocinio y de la concomitante represión del "parasitismo" emocional. Es decir, la clave del éxito radicaría en eliminar la in- fluencia que las emociones y los sentimientos ejercen sobre la mente racional, a la vez que se debía poten- ciar todo lo posible el desarrollo de dicha mente racional.

Sin embargo, hacia finales del siglo XX se produjeron una serie de avances y descubrimientos en las ciencias cognoscitivas que pulverizaron el paradigma racionalista y concedieron un lugar prominente a los fenómenos emocionales que se desarrollan en la mente humana. También, la tecnología computacional, al intentar emular el lenguaje humano para poder construir sistemas de traducción de alto nivel, así como estructuras informatizadas con capacidad de aprendizaje y redes neuronales simuladas que condujeran a la obtención de máquinas con comportamientos inteligentes (inteligencia artificial), se vio forzada a dar a luz una especie de "biónica computacional" (ingeniería basada en la emulación de los circuitos neuronales del cerebro, de los mecanismos adaptativos inteligentes de animales y plantas, etc.), la cual, a su vez, requería vehementemente de una inversión no pequeña en investigaciones de carácter psicológico, neurológico, pedagógico, lingüístico y así por el estilo. Es posible que, a raíz de esta demanda, las ciencias cognitivas y neurológicas hayan visto elevada impetuosamente su reputación a unos niveles de categoría académica bastante sobresalientes.

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Al parecer, los estudiosos de los procesos mentales y los ingenieros
informáticos que intentaban crear inteligencia artificial se percataron
de que una pieza clave e ineludible para poder entender (y luego intentar emular)
a los sistemas inteligentes naturales giraba en torno a la noción de
"decisión", es decir, alrededor de la capacidad de un ser viviente
para elegir entre varias opciones y lograr acierto o éxito en dicha elección.
Dicho "éxito" podría referirse a una contribución
en favor de la su- pervivencia, del ahorro de energía, del bienestar,
etc. En consecuencia, el problema de la "decisión" había
que analizarlo y estudiarlo a fondo, puesto que encerraba una complejidad

no pequeña; por ejemplo, había que vincular la "toma de decisiones" a una criteriología de base que pudiera servir para puntuar el grado de acierto o desacierto en la elección de una decisión, o sea, la medida de su éxito. Una tal "criteriología básica" suponía, pues, un reto aparentemente infranqueable para una máquina informática: era necesario encontrar la clave para que los sistemas computacionales, aun recibiendo una criteriología fundamental de la fuente humana que los hubiera producido, fueran capaces de enriquecer y transformar dicha criteriología por ellos mismos.

Se han difundido varios documentales científicos y se han publicado muchos artículos recientes que muestran, con cada vez más insistencia, que las decisiones son fundamentalmente emocionales; es decir, es la emoción la que mueve a tomar la decisión, y no la razón o el raciocinio. Por lo visto, el raciocinio puro actuaría como un conserje acomodador que sirve para llenar ordenadamente una enorme base de datos en don- de se encuentran todas las posibles opciones, estudiadas hasta el más mínimo detalle (desde lo presumible- mente absurdo, desde un punto de vista emocional, hasta lo hipotéticamente relevante), pero sin emerger de la más absoluta frialdad analítica y sin compromiso alguno con cualquiera de dichas alternativas. De ahí que el verdadero desafío que se presenta para la creación de inteligencia artificial es la elaboración de algún mecanismo eficaz que pueda dotar de emoción a la máquina, de tal manera que ésta sea capaz de tomar decisiones por sí misma. Pues, de otra manera, la inteligencia artificial se quedaría relegada a lo que pudiéramos llamar un "sistema experto", esto es, a una enorme y sofisticada base de datos que contiene toda la experiencia de un grupo de individuos versados en determinado campo del saber y cuya criteriología de decisión no sería más que el reflejo informatizado de la toma de decisiones humana del equipo técnico que diseñó dicho sistema y/o el de los expertos que contribuyeron con sus conocimientos. Al presente, parece que se ha conseguido un esbozo robótico que simula emociones, aunque dicha simulación parece estar todavía muy lejos de una emotividad virtual equiparable a la emotividad antrópica. Y toda tentativa de creación de inteligencia artificial autónoma (capaz de aprender y pensar por sí misma) parece haber entrado últimamente en una situación de "calma chicha", tajantemente frenada por la insuficiente plataforma tecnológica disponible y por las mayúsculas incógnitas que se están acumulando acerca de la intríngulis cerebral que da lugar a la capacidad intelectual humana.

Emotividad

Según el Génesis, el ser humano fue creado a la imagen
de su Hacedor: «Y dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme
a nuestra semejanza; y señoree en los peces de la mar, y en las aves
de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda
arrastrando sobre la tierra". Y creó Dios al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los
bendijo Dios; y díjoles Dios: "Fructificad y multiplicad, y henchid
la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces de la mar, y en las
aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra"»
(Génesis, capítulo 1, versículos 26 a 28; Biblia Reina-Valera
purificada).

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Un estudio profundo de la sagrada escritura revela que el parecido o la semejan- za que el ser humano habría de tener con su Creador no puede referirse a los aspectos corporales físicos, puesto que se desprende que el universo material al que pertenece el hombre es completamente diferente al lugar de habitación del Altísimo. Por lo tanto, la única opción es admitir que dicho parecido a- lude a características mentales y de la personalidad, esto es, a un conjunto de rasgos estructurales que se traducen en una forma de actuación o conducta que se basa en los

llamados "atributos cardinales supremos" (en perfecto equilibrio entre sí): amor, justicia, poder y sabiduría. Éstos se encuentran e mutua interacción en la personalidad divina, de tal manera que es la manifestación armoniosa de todos ellos la que produce las cualidades admirables del Todopoderoso. Se hace evidente, también, a la luz de las sagradas escrituras, que ni el hombre ni ninguna otra criatura puede reflejar con total y absoluta exactitud, o minuciosidad exquisita, las cualidades de Dios como Él mismo lo hace; pero sí es posible realizarlo a un grado limitado y "suficiente", que no desentone o detraiga del original (tal como una fotografía, o la imagen que proyecta un espejo, resaltan las características o los rasgos generales de la figura de la persona enfocada, aunque evidentemente dicha imagen dista muchísimo de igualar al original). Verbi- gracia: en cuanto a sabiduría y conocimiento, nadie puede igualar a Dios; y este aspecto, sólo en sí mismo, es capaz de determinar la puesta en escena de los otros tres (amor, justicia y poder basados en sabiduría).

Ahora bien, se observa una gran distinción entre el hombre y el resto de los seres vivos que pueblan el planeta Tierra (incluidos los animales), y todo indica que dicha diferencia radica en la "mente", es decir, en las cualidades, capacidades, estructura y potencialidades de la "mente". La mente humana descuella como única y tremendamente diferente de la de todo otro viviente terrestre. Por lo tanto, la gran diferencia entre el hombre y los animales (los seres vivos más parecidos a él) se basa precisamente en las capacidades mentales. A este respecto, pudiera tener un hondo significado el siguiente pasaje bíblico: " El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada" (Génesis, capítulo 2, versículo 20; Biblia de Jerusalén). Aquí, se nos induce a su- poner que ya el primer humano, durante un cierto intervalo de tiempo incial, se encontró sin ayudante, compañía o pareja similar a él, a pesar de haber tomado contacto con todos los animales y aves del entorno a fin de ponerles nombres.

Dado que la sagrada escritura no dice que los animales (u otros vivientes terrestres no humanos) fueran hechos a la imagen del Creador, sino sólo el hombre, tenemos un aliciente más para pensar que la similitud o semejanza entre Dios y el hombre debe radicar fundamentalmente en la "mente". Por lo tanto, la mente humana y la divina tienen cosas en común, semejanzas o similitudes, según el Génesis. La mente del hombre, de acuerdo con esto, ha sido diseñada y construida por el Sumo Hacedor para que manifieste, por con- siguiente, un parecido con la Suya. Esto, de por sí, constituye un gran privilegio; pero también, inevitable- mente, una gran responsabilidad. ¿Qué responsabilidad?

El relato sagrado da a entender que cuando el Sumo Hacedor hubo terminado su obra creativa terrestre, se congratuló de lo que había logrado: "Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera" (Génesis, capítulo 1, versículo 31; Biblia Reina-Valera de 1909, edición española). Se supone, pues, que el hombre, creado a la imagen de Dios, debería haber comenzado su andadura en esta Tierra respetando y secundando la labor maravillosa que había culminado haciendo que un tosco planeta del Sistema So- lar se convirtiera en un hermoso hogar azul sin paralelo en el cosmos. Varios astronautas que han orbitado alrededor de la Tierra han expresado entusiásticamente su afectividad hacia esta esfera hermosa y frágil que viaja por el espacio describiendo su órbita alrededor del Sol, y se han sentido ofendidos por el hecho de que la humanidad, en general, no aprecie la belleza de la Tierra y no cuide en absoluto de su propio planeta. Por ejemplo, cuando el astronauta Edgar Mitchell vio por primera vez la Tierra desde el espacio, dijo por ra- dio a Houston: "Parece una joya resplandeciente de color azul y blanco… Adornada con níveos velos que giran lentamente a su alrededor… Es como una pequeña perla en un mar misterioso, denso y negro". El astronauta Frank Borman comentó: "Compartimos un hermoso planeta… Lo que resulta incomprensible es por qué no somos capaces de apreciar lo que tenemos". Otro, un astronauta del Apolo VIII, en su vuelo alrededor de la Luna, declaró: "En todo el universo, adondequiera que mirásemos, el único indicio de color estaba en la Tierra. Podíamos apreciar el brillante azul de los mares, los canelas y marrones de la tierra y los matices blancos de las nubes… Era lo más hermoso que se veía en todo el cielo… Pero, allí abajo, la gente no se da cuenta de lo que tiene".

Por lo visto, hay que salir al espacio exterior para darse cuenta de
la hermosura de nuestro planeta y de la estupidez humana que lo puebla. Así,
un hipotético observador extraterrestre quedaría confundido y
agraviado cuando contemplara la gran irresponsabilidad con la que una forma
de vida inteligente trata a su propio hogar cósmico. Desde el punto de
vista del Génesis, esta repugnante actuación del colectivo humano
ya conoció un desastroso final en el Diluvio Universal, en el tiempo
del patriarca Noé: «Viendo Yahveh (nombre del Creador, dado a Sí
mismo por Él mismo, según el Génesis) que la maldad del
hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su
corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahveh haber hecho
al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahveh:
"Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, —desde
el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo—
porque me pesa haberlos hecho". Pero Noé halló gracia (o
favor, o merecida protección) a los ojos de Yahveh» (Génesis,
capítulo 6, versículos 5 a 8).

Se observa entonces, según el relato del Génesis, que el Creador del hombre experimentó sentimientos negativos (indignación, pesar) ante la malsana actuación de los seres humanos sobre la faz del planeta; y éste es un dato importante a tener en cuenta para no correr el riesgo de desviarse hacia una teología que a- tribuya a Dios unas características de la personalidad que se alejan del perfil presentado por el Génesis. Por lo tanto, según el primer libro de la Biblia, el Creador es un Dios emotivo. Su perfil, al chocar contra las expectativas de humanos mal informados y/o demasiado egolátricos (una abundante agrupación ésta) es global- mente rechazado por la sociedad humana. Y la natural inclinación grupal hacia la búsqueda de un líder sirve de pábulo a la Egolatría, pues es aprovechada por aquéllos que somenten a los demás (y a veces se someten a sí mismos) a unos criterios independientes de la guía divina, haciendo del Hombre o de sus productos (la ciencia materialista es uno de ellos) la medida fundamental para comprender el universo. Repiten así el itinerario errático (o de final incierto en el tricotaje) de los artistas y filósofos griegos de la antigüedad.

Habiéndose decantado hacia una visión materialista de la realidad, muchos pensadores contemporáneos han visto en el Génesis (y en la sagrada escritura en conjunto) una reliquia literaria sin mayor valor trascendente. Algunos piensan que su contenido es mayormente mitológico, o simbólico. Otros están convencidos de que posee muchísimas contradicciones, por lo que recurrir a la Biblia como guía moral sería, para ellos, algo inaceptable. Hay los que creen que los escritos bíblicos no corresponden a los autores a quienes se atribuyen, y hasta aseguran que Jesucristo no fue un personaje histórico real sino una ficción elaborada por los cristianos primitivos. En fin, parece que en nuestros días se ha multiplicado como nunca antes el descrédito a la Biblia como Palabra de Dios. Y lo curioso del caso es que una investigación imparcial y sincera del contenido de esos tópicos, a diferencia de lo que cabría esperar, revela una serie de ardides, engaños, incoherencias, inexactitudes, prejuicios, y así por el estilo, de repercusión general insospechada.

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