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Cuentos cortos, costumbristas, contestatarios y críticos (página 2)



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Según refieren los especialistas, el cuadro clínico de la ergofobia muestra signos (manifestación objetiva de la enfermedad) inequívocos, evidentes para cualquier observador, amén de los síntomas (manifestación subjetiva de la enfermedad narrada por los ergófobos) que, descritos por los propios enfermos, exhiben una oportuna confluencia patológica para la certera identificación del flagelo y, en el futuro, su control y erradicación (este último elemento, según se afirma por los entendidos, de difícil consecución).

Llama poderosamente la atención pública que la enfermedad golpea, con particular fuerza, en todas las categorías ocupacionales, desde el más simple trabajador hasta el más encumbrado directivo, desde el trabajador manual hasta el hábil profesional, todos ocupantes de un escaño en la escala salarial, dentro de la población cubana, económicamente activa.

En la anamnesis (en las historias clínicas de los pacientes describe, entre otras expresiones, sus hábitos, antecedentes familiares, enfermedades padecidas, etc.) de un ergófobo, se recogen los siguientes extremos sintomatológicos.

Dentro de sus signos, los más acuciantes son:

a) Las ausencias injustificadas o débilmente excusadas, de los enfermos al puesto de trabajo.

b) Las llegadas tardías al centro de labores, alegando los infectados pretextos baladíes.

c) El abandono de las obligaciones ocupacionales de los aquejados, por asuntos personales, supuestamente impostergables.

d) El desaprovechamiento de la jornada laboral por pereza o distracciones fútiles de los contagiados.

e) Los oportunismos eventuales, en ocasión de celebraciones históricas convocadas por las administraciones o las organizaciones sindicales de la entidad, para perpetrar los contaminados inasistencias y tardanzas intencionales en horas hábiles.

Por su parte, los síntomas sobresalientes, expresados por los propios ergófobos, son:

a) Aburrimiento y cansancio en el puesto de trabajo.

b) La larga y monótona jornada laboral en un puesto de trabajo lleno de carencias materiales y confort.

c) La primacía de los asuntos personales sobre las obligaciones laborales.

d) Lo poco que tienen que hacer.

e) El empleo de las facilidades electrónicas y de comunicación masiva de las entidades que son explotadas durante las jornadas de trabajo por los empleados, para su solaz y de sus amistades (vale decir, teléfonos, correo electrónico, Internet, paquetes televisivos, facebook, memorias flash, mp3, etc.).

De las anteriores acotaciones, podemos colegir, sin ser exhaustivos, algunas de las causas condicionantes que favorecen la aparición de la ergofobia.

a) La escasa o ninguna exigencia del empleador a sus contratados (muchas veces, el propio empleador está aquejado de ergofobia) para el cumplimiento por aquellos de sus faenas laborales.

b) La repetición de aburridas tareas, una y otra vez, a lo largo de la jornada diaria.

c) La baja remuneración de los empleos.

d) La relación carga-capacidad de los puestos de trabajo, en muchos casos, no se corresponde con las necesidades reales de la producción o de la prestación de los servicios sociales.

e) La multiplicidad de oportunidades ofrecidas o consentidas por los empleadores, dentro de las propias jornadas de trabajo, que alejan a los trabajadores de las faenas productivas o de servicios cotidianas, tales como la asistencia masiva o selectiva, a actividades de un tipo u otro, convocadas por organizaciones sociales de diversa índole (matutinos, vespertinos, actos populares, entierros, ferias, etc.).

f) La celebración de ciertas efemérides, personales u oficiales (cumpleaños, días de las madres, de la mujer, etc.), con reducción de la jornada de trabajo o con ausencias a ellas, con el pleno consentimiento de las autoridades empleadoras.

Y muchas más que en tu coleto albergas.

De acuerdo con los autores del materialismo dialéctico e histórico, el trabajo devendrá en una necesidad vital del hombre, pero… ¿cuándo entre nosotros?

Quizá el apóstol Pablo ofreció, en su segunda carta, remitida a los habitantes de la ciudad de Tesalónica, la anticipada solución ideal para aniquilar la ergofobia.

En ella, decía:

Los que no están dispuestos a trabajar, que tampoco coman.[4]

Osados yerros

Un código medieval castellano sentencia que "olvido y atrevimiento son dos cosas que hacen a los hombres errar mucho, pues el olvido los conduce a que no se acuerden del mal que les puede venir por el yerro que hicieron y el atrevimiento les da osadía para cometer lo que no deben; y de esta manera usan el mal que se les torna como en naturaleza, recibiendo en ello placer". 

No pocos cubanos, caprichosamente, encarnan, entre cerebro y músculos, yerros que nuestro ordenamiento legal califica, según su peligrosidad social, en contravenciones o delitos, sobre los cuales penden las correspondientes sanciones; mas a pesar de ellas, pululan en la urdimbre social del país; son tan notorios, que se tienen por acostumbrados e innocuos.

Vale la pena repasar algunos de los más comunes asentados en el entorno del diario vivir.

En disímiles escenarios públicos, harto conocidos, ambulan los agoreros de la cábala floridana, los cuales, sin recato alguno, predicen en animales y hechos, los guarismos de la fortuna, en tanto otros, con furtivos pasos, entran y abandonan hogares para depositar o recabar el peso que acierte en los dígitos favoritos, cuando el astro rey esté en el cenit o decline en su ocaso; si la mala suerte defrauda al apostador, el nuevo amanecer, le tentará otra vez.

Así rueda, entre nosotros, la bolita como yerro promisorio.

Los términos de declaración apremian con las inexorables salidas del sol y sus morosos obligados, justos y pecadores, se agolpan, trémulos, en las oficinas fiscales, y los últimos, en pos de la absolución, ocultan ante el agente confesor sus pasiones mayores, pero la pupila avizora de la autoridad tributaria descubre las subdeclaraciones de los deudores de la hacienda pública. El atrevido declarante, con sumo placer, había olvidado consignar la exacta suma adeudada.

El salario pagado indebidamente por el empleador a sus trabajadores en los espurios días llamados festivos, celebrados sin respaldo productivo o presencial, más se asemeja a los yerros de una dilapidación o daño a los recursos financieros de la entidad estatal que a la justa retribución por el tiempo real trabajado. La naturaleza consuetudinaria de tal hábito conduce a la plácida omisión del cumplimiento de la jornada laboral pero con su efectiva retribución monetaria.

También se aprecian incursiones en el ámbito bursátil, sobre todo en el canje de monedas foráneas. En calles y rincones, más o menos embozados pero en la claridad meridiana, los osados despliegan sus manejos monetarios, siempre atendiendo al valor de las bolsas de cambio vigentes. Hábiles en tasas, se trate de euros, dólares, pesos convertibles u ordinarios, con plena satisfacción natural y rápidos cálculos operacionales, trasmutan una moneda en otra, con falaz yerro para las entidades del giro.

En los últimos años, los atrevidos han acometido con denuedo y sin atender a mientes y reconvenciones, una carrera constructiva con inobservancia de las restricciones urbanísticas, las cuales solo moran en las letras de ordenanzas y reglamentos administrativos, dictados a este fin.

Así las cosas, los osados, en aluviones de yerros, según sus antojos, han abierto y cerrado puertas y ventanas en viviendas personales o en edificios multifamiliares; en estos, transformado balcones en dormitorios, levantado o demolido paredes (sin importar si son de cargas), y con ello, ceder mediante precio, la habitación amputada al apartamento aledaño; encerrado en anillos de concreto, postes del alumbrado público que se interponían en su construcción vertical (¡al menos, podrán resistir la embestida de un huracán de categoría V y ahorrarle trabajo a los linieros eléctricos!); proyectado su propiedad inmueble por sobre jardines colectivos, en afán de perenne mejoría de sus espacios vitales; se han apoderado de elementos comunes en edificios multifamiliares, tales como escaleras y azoteas, para crear depósitos de enseres menores o albergues ornitológicos; fundado verdaderas "villas miserias" en torno a aquellos para proteger sus vehículos automotores o la cría de piaras; levantado escaleras en plena vía pública, obstruyendo el caminar peatonal; extienden su patio más allá de lo que legalmente les pertenece; invaden los espacios del vecino colindante para construir sus facilidades inmobiliarias; levantan viviendas en zonas con prohibiciones urbanísticas; adulteran fachadas de valor patrimonial; emplean materiales inadecuados en sus construcciones; ávidos de agua, abren huecos en las aceras y calles en busca del vital líquido, y luego no los cubren; infatigables, construyen sin licencias de obra y ambientales; cercenan árboles que se interponen en sus designios constructivos; conectan sus aguas albañales a corrientes fluviales; edifican en la duna costera…; todo ello para su intrínseca naturaleza, urgida de intenso placer.

¿Qué hacer con aquellos que olvidan, se atreven y yerran?, preguntaron al monarca Alfonso X, autor del código referenciado, a lo cual respondió el Sabio, en alusión a su sapiencia:

Pena es enmienda de pecho o escarmiento que es dado según
ley a algunos por los yerros que hicieron. Y dan esta pena los jueces a los
hombres por dos razones: la una es porque reciban escarmiento de los yerros
que hicieron; la otra es porque todos los que lo vieren y oyeron, tomen de ello
ejemplo y apercibimiento para guardarse que no yerren por miedo de pena.

Discriminación nuestra de cada día

La discriminación social en nuestra tierra, cualquiera que fuere el ropaje que vistiera, afortunadamente desde largos años atrás, está proscrita: tres cuerpos legales la acorralan.

Un mero intento uniformador, que no pretende ser exhaustivo, de las causas que todavía provocan discriminación en Cuba, anatematizadas en los fundamentos legales esbozados (Constitución de la República, Código Penal y Código de Trabajo), a cuya protección tienden, son: raza, sexo, discapacidades y territorio.

Mas en el hablar cotidiano del cubano pespuntea, ofensivamente, aquella, cuando se enfila a resaltar orientaciones raciales y sexuales repudiadas por el hablante.

Cuando algunos de los nuestros articulan sonidos de tal tono (el poeta y ensayista norteamericano Ralph W. Emerson afirmaba que "cuando el hombre abre la boca, se juzga a sí mismo"), amén de obscenos, resultan, por demás, ultrajantes y denigrantes de la condición humana de sus conciudadanos, quienes, por alguna razón u otra, no comulgan en el bando de los ofensores: estos últimos ya podemos sentenciarlos como discriminadores, o mejor, racistas y homofóbicos.

Frases tales como "quemar petróleo" o "moler caña quemada" apuntan al individuo de raza blanca que muestra predilección por una pareja heterosexual de piel negra; por el contrario, "gustarle el dulce de coco" o "el arroz con leche", destaca la preferencia sexual del de tez negra por la pálida.

Dichas expresiones, de rancia prosapia racista, menoscaban el principio constitucional de proscripción de la discriminación por el color de la piel.

Peor aún en el ámbito doméstico de familias blancas donde, con mucha frecuencia, se hacen escuchar voces paternas conminando a sus hijos a evitar relaciones amorosas con negros o mulatos, so pena del destierro domiciliario, si antes no se propina una golpiza al transgresor; por su parte, en los hogares de familias negras o mulatas, el racismo se solapa tras el "blanqueamiento" logrado por alguno de sus miembros, al unirse a otro de raza blanca, éxito social oportunista.

En el terreno de la homosexualidad se oyen muy a menudo diversas calificaciones encaminadas a sus practicantes: desde "pajaritos" hasta "invertidos", pasando por la expresión "el que apunta, banquea" (esta última, corrupción idiomática del vocablo baqueta: vara para limpiar el cañón del arma de fuego, clara alusión al falo) impidiendo el pudor escribir en esta hoja otros gruesos calificativos que ahora mismo pasan por la mente del lector.

A estos que así se pronuncian, podemos juzgarlos, merecidamente, como homofóbicos.

Otro rango de discriminadores que se pasean en vías públicas y centros de trabajo, se ensañan con aquellos que padecen discapacidades físicas o mentales (o ambas), a los que, a voz en cuello el profanador les denomina, despreciativamente, exaltando sus defectos corporales o síquicos, como "jorobao", "pata de palo", "manco", "cuatrojos", "loco", "mongólico", "mocho", "mongo", "anormal", …; y, ni qué decir de los que abandonaron su terruño natal y asentados en el nuestro, son calificados, peyorativamente, por aquellos, como "nagüitos", "pinareños" o "tuneros", evitando su trato.

¡Tantos rostros solapados encarna la discriminación en nuestras ciudades y campos!

Me afilio al criterio emitido por Albert Einstein cuando, defraudado por acontecimientos de sus días, exclamó:

¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

La parada de guaguas urbanas está abarrotada de gentes; diecisiete minutos de retraso en su circuito registra el añorado vehículo de línea.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

El servicio telefónico de despertador automático agotó sus llamadas; el usuario dormía a piernas sueltas.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

Cuando se disponía partir en su ciclo, con escolares y mochilas, se percató que la rueda delantera estaba ponchada.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

La celebración de la vista estaba convocada para las 9 de la mañana. El demandado, ansioso con su resultado, de cuando en vez consultaba su reloj; sus dígitos marcaban las 9:47 a.m.

Al mirar a través de la puerta de la sala judicial apreció que las arribantes autoridades del fuero, profesionales y legos, fueron saludadas por los funcionarios subalternos.

De aquellos, uno era el que esperaba por la guagua; el otro, no había escuchado el despertador.

El representante del demandante tampoco se había personado.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

Los pacientes enfermos, agolpados en el pasillo del centro sanitario, aguardaban angustiados por la llegada de los galenos.

De entre aquellos, los de residencia en alejada zona rural, habían arribado a la instalación asistencial poco después de las 7 a.m.

Al fin, una pulcra bata blanca irrumpió en el umbral de la entrada a las 9:15 de la mañana.

Se disculpó alegando dificultades en el transporte urbano.

Otro, pasada la medida hora de entrada del colega, llega y se excusa con los presentes argumentando que el despertador no había sonado.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

Los alumnos esperaban por el profesor que no acababa de llegar. Mataban el tiempo con sus celulares. La autoridad docente, impaciente, de cuando en cuando, consultaba su reloj.

De pronto, como una tromba marina, el profesor descendió las escaleras y presto, se encaminó hacia su aula.

En el ínterin, informaba a los presentes las dificultades que atravesó con una goma de su ciclo ponchada.

La clase se inició decursados sus primeros 45 minutos.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

La céntrica oficina administrativa no pudo abrir sus puertas y comenzar la atención al público en el horario establecido: 7:30 a.m.

El responsable con su apertura, poseedor de la llave de la cerradura, no había dormido bien y no pudo escuchar la llamada del despertador automático.

Por otra parte, el técnico encargado de recibir las solicitudes tampoco se encontraba en el centro; utilizando su celular, informó que se hallaba en la parada de guaguas desde hacía más de una hora y que ninguna pasaba.

Los ánimos de los usuarios estallaron en disímiles imprecaciones.

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

Después de las conocidas tardanzas, el día del cobro, ninguno de los tardíos experimentó menoscabo alguno en sus salarios: ¡Estaban plenamente justificados, aunque no contaran con amparo legal alguno!

¡Tic, tac! ¡Tic, tac! Radio Reloj da la hora…

El gerente sacó su vehículo del estacionamiento estatal, lo alistó y se encaminó hacia su domicilio en busca de sus hijos, estudiantes secundarios, y de su esposa, funcionaria de la entidad.

Cuando estacionó frente a la casa, decidió ir a tomar el desayuno que por él aguardaba, preparado con celo por su consorte. En el ínterin, los jóvenes manipulaban y revisaban sus teléfonos celulares.

La señora de la casa, recogió en su portafolio los documentos interesados en la reunión convocada a las diez de la mañana. El marido apresuró de un trago el delicioso café matinal, conminó a todos a partir y se encaminó hacia el auto, propiedad de la entidad que administraba.

Puestos en marcha, el diligente padre se encargó de repartirlos según sus destinos ocupacionales: centros docentes y de labor.

Todos llegaron tardíamente a sus obligaciones, alegando dificultades con el combustible del vehículo: el tanque rebosaba de carburante.

El gerente, al arribar a su entidad, solícitamente, uno a uno, los convocó para impartirles instrucciones de trabajo, dimanadas de la instancia superior.

Inquieto por la ausencia de uno de sus subordinados, preguntó el porqué de su inasistencia; al ser respondido por uno de los presentes, prometió amonestar al ausente, quien en ese preciso instante lograba coger una botella, tras una hora de angustiosa espera en la parada.

Pasado un buen cuarto de hora, comenzada ya la reunión, con suma cautela el tardío trabajador se excusó por su destemplada llegada: el gerente le espetó:

¡Tienes que levantarte una hora antes, como hacemos todos aquí!
Y continúo su homérico discurso.

Cuentos cortos necrofisiológicos

Necrológicos

Las puertas cerraban la funeraria.

Tu muerte las abrió seis horas después.

Reía y reía del chiste.

Un zarpazo sacudió su esternón.

La risa se trocó en rictus.

Cayó al piso.

Certificaron infarto agudo de miocardio.

Ofreció el fingido pésame.

Contempló el féretro.

Escuchó un susurro sobre su hombro.

La ubicua parca lo llevó a surcar el lago Estigia.

Infancia, juventud, senectud: fugaces.

Oscuridad repentina.

Sus párpados fueron cerrados.

Fisiológicos

El dolor le punzaba la vejiga.

Manipuló la cremallera del pantalón.

El alivio fue instantáneo.

Atisbó a un lado y a otro.

Aflojó su cinto.

El mal olor impresionó su mucosa nasal.

Con lujuria la besó.

Después la poseyó.

Un fluido tibio y pegajoso lo despertó.

Rara avis

La selección natural, sostienen científicos (¿será la social?), empuja a un grupo minoritario de individuos marginales en su propia especie animal, endémica del archipiélago cubano, a su inevitable extinción en nuestras ínsulas.

Con rasgos taxonómicos identitarios en la zoología isleña, clasifican como mamíferos del orden de los primates, familia homínidos, género homo, especie homo sapiens (¿quién sabe si cubensii, como nuevo taxón?).

Aquellos, en franca deriva genética, no han sabido adaptarse al movedizo ambiente que les circunda.

Más que reminiscencias atávicas en su apariencia física, les acusan sus rasgos conductuales.

Sin entrar en distingos etarios, sus rarísimos individuos se denotan por acatar las normas de caballerosidad y respeto hacia los ancianos, mujeres embarazadas, madres con niños pequeños e impedidos físicos, al ofrecerles facilidades en parques y transportes públicos; no toleran botar desechos en calles y avenidas, ni hacer en ellas necesidades fisiológicas; no marcan ni afean bancos de parques, paredes de edificios, áreas urbanas o interiores de guaguas; respetan el derecho de los vecinos a la tranquilidad y al descanso reparador; no crían cerdos o palomas en patios o azoteas aledañas a aquellos; condenan el maltrato a monumentos, árboles, jardines y áreas verdes; combaten la vandalización sobre la telefonía, los tendidos eléctrico y telefónico públicos, el alcantarillado, las señales del tránsito y los antepechos metálicos de las carreteras.

Tampoco de cuelan en las filas de sus congéneres ni evaden el pago del pasaje en los medios de transportación masiva, ni acaparan productos deficitarios en las redes minoristas mercantiles para su reventa a precios superiores, ni mucho menos, comercializan bienes y servicios ilícitos.

Como prueba de degeneración, no gritan a viva voz en plena calle ni usan indiscriminadamente en su hablar cotidiano palabras obscenas y chabacanas; cumplen con los horarios de labor en los centros de trabajo y de estudio; no ofrecen ni aceptan sobornos ni prebendas en sus actividades ocupacionales; niegan su participación en juegos cruentos de animales y de puro azar, celebrados al margen de la ley, ni rinden subdeclaraciones tributarias o engañosas; tampoco revisten sus cuerpos con dibujos indelebles o apéndices estrafalarios, impuestos al vaivén de la moda: solo se atreven a vestir y calzar sin estridencias, con modestia y austeridad.

Son tan pocos que, quizás sea mejor internarlos en reservas naturales para su protección y estudio, porque… ¡no tengamos dudas!, entre nosotros son, como califica la expresión latina a las personas o cosas poco habituales:

¡Rara avis!

 

 

 

Autor:

Arturo Manuel Arias Sánchez

 

[1] Dramaturgo y comedi?grafo romano (195-159 a.n.e.).

[2] Fil?sofo alem?n (1898-1979).

[3] Escritor argentino (1899-1986).

[4] Segunda Ep?stola de San Pablo: Cap?tulo 3, vers?culo 10, en el Nuevo Testamento de la Biblia.

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