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Verídica historia de vida del autor de Espejo de Paciencia (página 2)



Partes: 1, 2

Ahora el solícito tendero-ventero los condujo hasta la soterrada bodega de la casona donde reposaban más de cincuenta toneles de roble repletos de vino procedente de las vendimias de Castilla, de Nueva España y de Nueva Granada; ahora, ante el galante ofrecimiento de beber medio cuartillo, ninguna voz lo objetó y el ventero repartió entre los visitantes uno y otros cuartillos de sabroso vino tinto; al rato, el rubor inundaba los cachetes de los libadores encerrados en la bodega.

Todos a una, en primerísimo lugar el magistrado, exclamaron que el vino que bebían no estaba tocado ni dañado y que todas las mercaderías gozaban de lícita procedencia, elementos suficientes para desestimar los mandatos contenidos en los numerales 43, 44, 45 y 46 de las Ordenanzas cuyo redactor, presente de cuerpo y alma en el acto, conminaba al escribano a que así lo escribiera en el acta y, con tal deposición, elevar al más alto rango la honestidad del castellano Rufián.

Que el diputado, ni el cabildo y regimiento, ni otra justicia ninguna no pueda poner, ni pongan postura ni tasa a los mercaderes que tratan en vinos y en mantenimientos, y en mercaderías de Castilla, ni de otra parte por mar con riesgo, sino que los dejen vender libremente como S.M. lo tiene mandado, porque de otra manera no vendrán a esta villa sabiendo que las han de tasar sus mercaderías; pero que a los recatones que compran los dichos vinos, mantenimientos y mercaderías en esta villa y puerto, que se les pueda poner y ponga postura y tasa para las vender, dándoles ganancia moderada.

Que los tales mercaderes que traen vinos, harinas y otras cosas de Castilla o Nueva España, o de otra parte por mar, a quienes no se les pueda poner postura o tasa, que se les pueda ver y visitar las dichas mercaderías y mantenimientos si están para vender, y ver si el vino está tocado o dañado, y las harinas si están dañadas o podridas, tales que estén para vender, y que estando para se vender las dejen vender libremente; pero si estuvieren dañadas de tal manera que no estén para vender, y que estando para se vender las dejen vender libremente; pero si estuvieren dañadas de tal manera que no estén para vender, que se les pueda mandar que no las vendan que por esta visita ahora estén dañadas, ahora no, no se les pueda llevar derecho alguno de visitar, o escribano, ni otra cosa alguna. Y así mismo la pueda visitar los pesos y medidas, sin les llevar derechos algunos; pero hallándoles peso o medida falso o falsa, que sean castigados por estas ordenanzas.

Que porque ninguno pueda atravesar mercaderías para las vender él solo, y el pueblo quede con ellas: Que cualquier mercader que comprare cualquiera mercadería en esta villa o puerto para tomar a vender, sea obligado a las manifestar todas y dar memorias de ellas y de los precios en el cabildo, y jurar que aquel precio que declara es verdadero que le costaron, y que cualquier vecino de esta villa pueda tomar de las dichas mercaderías las que hubiere menester para su casa, por el tanto hasta la mitad de cada género de mercaderías, dentro de nueve días, del día que las manifestó pagando luego el precio que al tal mercader le costó, y aunque las haya comprado fiadas, las haya de pagar luego de contado, y jure que las quiere para proveimiento de su casa, y que las ha menester, y que al tal mercader llevando el memorial hecho de su casa, de las mercaderías, y precios de ellas que no se les lleve derechos más que un real para el escribano que lo ha de asentar y que a las puertas del cabildo, ponga dicho escribano un traslado de dicho memorial y precios, para venga a noticia de los vecinos, y que al mercader que sin hacer manifestación , vendiere las tales mercaderías, que pierda la tercia parte de ello que así vendiere, y sea la quinta parte para el diputado o juez que lo sentenciare o ejecutare y las otras partes para el arca de consejo de esta villa, y que esté obligado a las manifestar dentro de seis días después que la compró y trajo a su casa.

Que las mercaderías que en este puerto entraren de Castilla, o otras partes sin les poner para ello impedimento, las pueden libremente sacar para otras partes, diciendo que hay necesidad porque no es verosímil que si en esta villa la hubiese y hallaren precios convenientes las querían arriesgar para otras partes, con peligros y costas; y que para los pueblos de tierra adentro, se deje cargar libremente, por la misma razón, aunque se hayan comprado los tales mantenimientos y mercaderías en esta villa, pues es justo también proveer los demás pueblos de esta Isla de tierra adentro.

Caía el sol en su ocaso, una vez más, cuando el togado, su paisano y sus subalternos locales abandonaban la venta, unidos hombros con hombros, pasos zigzagueantes con más pasos zigzagueantes, para asombro de los poblanos que solo distinguían a un hombre regordete, de baja estatura, con perilla en el mentón que, enarbolando su espada toledana, repartía mandobles a diestra y siniestra, simulando cortar cabezas de moros y declamar, como juglar, las hazañas de Rodrigo Díaz de Vivar, el buen Cid Campeador.

Y es entonces que el numen poético del otro canario alumbra nuevos octosílabos, también consignados en el acta que levantaba el escribano, ahora con pulso esquivo:

Hacen guirnaldas de sus varias flores

Blancas, azules, rojas y moradas;

Y como valerosos vencedores,

Ciñen sus sienes con razón honradas.

En esto ya el Cabildo y Regidores,

Con las demás personas señaladas,

Los frailes todos y la clerecía,

Los salió a recibir con alegría.

Al día siguiente, la resaca postró a los dos canarios en sendos camastros de la venta.

Con el nuevo sol oriental en su levante, el señor juez, oidor visitador, ordenó al capitán del Buen Tiempo levar anclas y, a todo trapo, navegar hacia el puerto de Manzanillo, en la jurisdicción de San Salvador de Bayamo.

Su visita a Santiago de Cuba había terminado.

En la distancia, Rufián y todos los colegiados del cabildo santiaguero le despedían agitando en alto pañuelos de terciopelo.

Justicia en la mar

No bien el Buen Tiempo había desplegado todo su velamen cuando en el horizonte, a la altura del Golfo de Guacanayabo, un grumete con anteojo empuñado, descubrió una embarcación al parecer al pairo; hacia ella se dirigieron dos botes, según las órdenes impartidas por el capitán del bajel.

Se trataba de un batel cuya tripulación de cinco hombres se dividía en dos bandos contrapuestos y el capitán del Casilda, que así se nombraba la embarcación denotando su puerto de origen, amén de desempeñarse como tal guardaba equidistancia entre las dos parejas evitando con ello que la discordia legal trascendiera en golpes.

Ya en presencia del oidor visitador sobre la cubierta del Buen Tiempo, los pares expusieron que sus mandantes, los caballeros Brunet y Valle, avecinados en las villas de La Trinidad y de Sancti-Spíritus, respectivamente, gozaban de la aquiescencia de sus correspondientes cabildos al serles concedidas estancias y hatos para su poblamiento, cristianización de indios y la siembra de granos y cría de reses y puercos, todo ello amparado en las ordenanzas números 63, 64 y 65 dictadas por Su Señoría:

Que ninguna persona pueda tomar sitio para casa, ni asiento en el campo para hato de vacas, ni para yeguas, ni criadero de puercos, ni para estancia, ni para otra cosa alguna sin que tenga primero licencia para ello, so pena de doscientos ducados, la cuarta parte para el denunciador y juez que los sentenciare, y las otras partes para el arca del consejo de esta villa.

Que los sitios y solares para casas, y asientos para estancias y hatos de vacas, y yeguas y criaderos de puercos y de otros cualesquier ganado y granjerías, se pidan en el cabildo de esta villa, y en los demás cabildos de esta isla, cada uno en su jurisdicción, como lo han dado y concedido siempre hasta aquí, desde que esta isla se descubrió y que el cabildo siendo sin perjuicio público y de tercero, pueda dar licencia para los tales solares y sitios.

Que el que pidiere los tales solares y criaderos, haya de señalar y señale el lugar donde vive y pide el tal solar y asiento señalando hasta donde ha de llegar el tal asiento por todas partes muy declarado, y especificadamente y así declarado, se mande en el cabildo que dé información como el tal asiento que pide, es sin perjuicio de tercero ni público y que para dar la dicha información se citen todos los más cercanos, aunque se digan están muy lejos, para que digan y prueben lo contrario si quisieren: Y asimismo se cite al procurador de la villa para que vea si es en perjuicio de la república o ejidos o monterías comunes que sean necesarios y constando en esta forma ser sin perjuicio, se dé licencia por el cabildo, y si de otra manera se hiciere la dicha información y citaciones diere el dicho cabildo la dicha licencia, que sea todo en si ninguno y sin ningún valor, como si nunca se hubiere concedido.

Abundaron a seguidas los representantes que dichos señores, acompañados de un vecino nombrado por el cabildo en sus correlativas jurisdicciones, se dieron a la tarea de señalar y amojonar los asientos de sus estancias y hatos, de acuerdo con el numeral 69 de las propias Ordenanzas:

Que cuando los solares se concedieren en la forma dicha, para señalarlos esté presente un alcalde y un regidor que diputare el cabildo, y un alarife, para que vean que no se metan en las calles públicas, que procuren que vayan derechas y que edifiquen como mejor y más hermoso parezca el edificio; y que para señalar y amojonar los asientos de estancias y hatos, vaya una persona nombrada por el cabildo, citando para ello los más cercanos primeros, seis días antes para que vayan o envíen a los ver amojonar.

Pero hete aquí, alegaron, que comenzaron las disputas limítrofes y jurisdiccionales entre los susodichos caballeros dado que las estancias concedidas al Brunet se encuentran al norte de la jurisdicción del cabildo de La Trinidad, lindando con el río Higuanojo, en tanto que las dispensadas al Valle, se sitúan al sur, lindando con el mencionado río, de la demarcación del cabildo de Sancti-Spíritus, de modo tal que los señalamientos y el amojonamiento de dichas estancias y hatos se confundían unos en otros; finalmente, como hombres de hidalguía, cada uno de estos señores invocó la intervención del gobernador Texeda, quien se desentendió del asunto y remitió la pendencia para los cabildos originarios, decisión que provocó gran confusión porque, naturalmente, el caballero Brunet apeló al cabildo de La Trinidad en tanto que el caballero Valle, hizo lo propio ante el cabildo de Sancti-Spíritus, según manda el numeral 35 del mismo cuerpo legal:

Que por pena de ordenanza se pueda apelar para el gobernador o su lugar teniente, y si el gobernador o su lugar teniente lo sentenciare, que se puede apelar para el cabildo o regimiento porque para la real audiencia es imposible por la grande distancia, riesgos y grandes costas que sobre ello se harán, que sería en gran cantidad a la suma del pleito.

Y que como era de esperar, cada apelación fue resuelta a favor del estanciero cuya residencia estaba en el cabildo donde se hallaba empadronado.

Por último, conociendo las partes que Su Señoría andaba por estas tierras, puestos de común acuerdo, al menos en este extremo, fletaron de consuno el batel que, a la entrada del Golfo de Guacanayabo, aguardaba por el Buen Tiempo, y ya en su presencia, alegar los argumentos ante el oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo.

El circunspecto magistrado se pasó su mano por la perilla mientras tomaba una decisión, lo más cercana posible a las que tomaba el rey hebreo Salomón en su tiempo bíblico.

Cáceres admitió que sus ordenanzas números 22, 23 y 24 vedaban el conocimiento de dicha pendencia a su tribunal, la Real Audiencia de Santo Domingo:

Que porque los pueblos de esta villa están muy lejos unos de otros, que la ciudad de Santiago y villa de Bayamo están de esta villa más de doscientas veinte leguas que se guarde su jurisdicción de las ciudades, villas y lugares de esta Isla, y que ninguno pueda ser sacado de la jurisdicción en primera instancia, ni el gobernador le pueda citar por alguna vía para que parezca ante él en primera instancia a litigar como en derecho y leyes de estos reinos, y S.M. por sus cédulas y provisiones concedidas a las villas de estas islas lo tiene mandado, y que un teniente de gobernador letrado, se suplique a Su Majestad, y por la presente humildemente se suplica sea servido de mandar que resida en la villa de Bayamo, por ser el lugar donde más contrataciones y pleitos hay, y está más en comarca de otros pueblos de esta Isla, y allí reside al presente un Teniente Gobernador.

Que cuando el gobernador fuere a visitar la tierra o se hallare en cualquier lugar de esta Isla, y hubiere comenzado en primera instancia algún negocio y se fuere, que no saque a los tales vecinos de su jurisdicción, sino que deje el tal negocio a su lugarteniente si allí quedare, o a uno de los alcaldes ordinarios, para que allí se forme ante ellos en primera instancia.

Porque el ir en grado de apelación a la real audiencia de Santo Domingo es muy dificultoso, porque para la ciudad de Santo Domingo no se ofrece navío en seis o siete años, e ir por la Yaguana es muy costoso y peligroso por haberse de hacer viaje por la Yaguana, y después ir por tierra despoblada cien leguas y serían las costas muy grandes, que se suplique (y por la presente se suplica) a S.M. sea servido de mandar que el gobernador que hubiere conocido en primera instancia en caso civil, se pueda apelar de él para el cabildo de esta villa, siendo la causa de treinta mil maravedíes, y de ahí abajo, porque es cierto que mucha más cantidad se gastará en sacar el proceso y llevarlo solamente a Santo Domingo.

Pero él, continuaba reflexivo el magistrado, por los fundamentos legales señalados, como oidor de aquella, solo visitaba la Isla de Cuba en calidad de veedor, no de juez actuante, por lo que invocó su numeral 22:

(…), y que un teniente de gobernador letrado, se suplique a Su Majestad, y por la presente humildemente se suplica sea servido de mandar que resida en la villa de Bayamo, por ser el lugar donde más contrataciones y pleitos hay, y está más en comarca de otros pueblos de esta Isla, y allí reside al presente un Teniente Gobernador.

Y, en consecuencia, rechazó de plano las pretensiones de las partes y mediante auto, los remitió al teniente gobernador de la villa de San Salvador de Bayamo.

El canario Silvino, hasta ahora convertido en escucha atento de las alegaciones de los litispendencieros y de las decisiones del juez, admiró la sabiduría jurídica de quien se había convertido en su preceptor.

Desencantados, los litigantes ya sobre el Casilda, mostraron su popa al Buen Tiempo y con sus remos ayudaron al débil viento para alejarse de la nao, en tanto mascullaban imprecaciones contra el señor oidor visitador, entre tantas otras, deseándole el encuentro con el pirata o bucanero francés y luterano Gilberto Girón, Señor de la Ponfiera, cuyos navíos merodeaban estos mares.

Canarios en San Salvador de Bayamo

El Buen Tiempo poco a poco se aproximó a una playa de arenas blanquísimas pero, con cautela, para evitar su encalladura en el fondo.

Toda la tripulación saltó a las tibias aguas de la playa, excepción hecha del capitán y dos grumetes ocupados en asegurar el navío; el oidor tomó una barquichuela para trasladarse a la orilla, donde aguardaba por él Silvino inundando sus pulmones con el límpido aire salino, admirado del bello entorno costero; lanzó una mirada en derredor y apreció elevadas montañas, tupidos bosques abundantes en frutas tales como guanábanas, caimitos, mameyes, piñas, plátanos y tomates; tanto se regodeaba con la natura tropical que creía sentir lo que experimentó el Gran Almirante una centuria atrás.

Tanta fue su admiración que sus dos musas, Calíope y Euterpe, le inspiraron el siguiente octosílabo:

Vinieron de los pastos las napeas,

Y al hombro trae cada una un pisitaco,

Y entre cada tres de ellas dos bateas

De flores olorosas de navaco

De los prados que cercan las aldeas

Vienen cargadas de mehí y tabaco,

Mameyes, piñas, tunas y aguacates,

Plátanos y mamones y tomates.

Apenas lo compuso lo recitó al oidor, quien le respondió: ¡Qué jugoso octosílabo!

En esto andaban cuando tres hombres, fuertemente armados de mosquetes, espadas y dagas, que a la sombra se guarecían del intenso sol, se les acercaron, y ya más próximos, el oidor Cáceres creyó reconocer a uno de ellos.

Efectivamente, se trataba de Jorge de Martos, escribano de Su Majestad, fiel intérprete literario de cuanto Cáceres le dictaba cuando componían sus Ordenanzas.

Ambos hombres públicos, denodados servidores de la monarquía peninsular, se saludaron afectuosamente, pero correspondió a Martos presentar los dos caballeros desconocidos, quienes resultaron ser Gregorio Ramos, corpulento capitán de milicia poblana, y Jácome Milanés, principal vecino de villa de San Salvador de Bayamo.

En un aparte, el oidor y el escribano se dieron cuenta, recíprocamente, de lo que hacían en aquellos parajes costeros; el que más habló fue de Martos y comunicó en pocas palabras que el oidor mayor de la Real Audiencia de Santo Domingo, había dispuesto el traslado inmediato de Cáceres al istmo de Panamá, zona adonde debía marchar con la mayor celeridad posible, graves asuntos coloniales aguardaban por su llegada.

Entretanto esto ocurría, Silvino divertía a los dos adustos señores con sus octosílabos.

Al fin, reunidos todos los interesados y revelada la misión del escribano de Martos, la congoja hizo presa en el ánimo del joven canario: ¡perdía a su preceptor!

Todos partieron hacia la villa de Bayamo: el oidor visitador, pensativo; el joven canario, apesadumbrado; los demás, satisfechos con sus gestiones cumplidas.

Para salvar las doce leguas que separan la playa de Manzanillo de la villa de Bayamo, los tres caballeros jineteaban sendas cabalgaduras más arreaban otro caballo y un resabioso pollino, este destinado al acarreo del baúl del oidor visitador, pero al encontrarse con un segundo hombre, también a trasladar a la villa, decidieron, salomónicamente, que el canario Silvino se acomodara como pudiera sobre el lomo del pollino y lo compartiera con el baúl; y así fue, el canario pensó: ¡Así cabalgó Cristo antes de ser crucificado para redimir a la humanidad!

Se persignó.

A lo largo del camino Silvino sopesó el desamparo en que quedaría tras la súbita partida del oidor.

Cuando habían hecho varias leguas, bajaron de sus cabalgaduras y dieron reposo a humanos y bestias.

Los dos canarios se sentaron bajo las frondosas ramas de un corpulento árbol, nombrado por los nativos bayam que, según contaba la leyenda del lugar, quienes reposaran bajo su sombra, la sabiduría los inundaría: Silvino tomó como de buen augurio este aserto.

Horas más tarde, la cuadrilla montada arribaba a la villa de San Salvador de Bayamo; Silvino de Balbuena y Tróade Quijano acababa de cumplir treinta años en el Año del Señor de MDXCIII.

Caída la noche los ilustres varones se dirigieron al cabildo, cuya membresía esperaba por ellos, dispensándoles una favorable acogida: el teniente gobernador, el alcalde mayor, los alcaldes ordinarios, los tres regidores, el alguacil mayor, su lugarteniente, el escribano público y Blas López, sacristán de la villa, así como la flor y nata de la vecindad, encabezada por los propios Gregorio Ramos, Jácome Milanés y el portugués avecindado Miguel de Herrera.

Exhaustos de la larga jornada ecuestre, los dos canarios se fueron a cenar y luego a dormir a la casona señorial del bayamés, paisano de los dos forasteros, Palacios.

La noche breve, agotada con el nuevo sol, pone en pie al oidor y al bardo, en última sesión de trabajo.

El oidor visitador con rutinaria destreza revisa las arcas del cabildo y nada más: prepara su viaje.

Al día siguiente parte hacia la playa de Manzanillo donde espera la nave Buen Tiempo; la cadena de visitas a las villas de la Fernandina se rompe; las villas de La Trinidad, Sancti-Spíritus y Puerto del Príncipe nunca gozaron del privilegio de la sagaz visita del juez visitador Alonso de Cáceres y Ovando.

En el instante final de su estancia en Bayamo, el canario magistrado estrecha la mano de Silvino, deposita en ella dos monedas de oro y le da la espalda: nunca más se volverían a ver.

Confuso, Silvino siente que un nudo le atenaza su garganta; la marcha de su querido preceptor lo sume en la indefensión.

Cavilaba con estos sentimientos cuando Gregorio Ramos y Jácome Milanés lo invitan a trabajar para ellos en el monteo de ganados bravos, de los que al principio se habían echado en esta Isla para su cría: resuelto, acepta.

Como el tiempo es el mejor remedio para sanar heridas del alma, Silvino se adaptó rápidamente a estas faenas pero su atención fue atraída muy pronto por un hecho significativo: cada vez que mataban ganado monteado, al animal le cortaban las orejas; no preguntó por qué pero, ya en su rústico bohío de guano, consultó el ejemplar de las Ordenanzas que el juez visitador le había regalado.

Hojeó y ojeó los papeles y al leer el numeral 78 entendió lo que sucedía:

Que porque muchos que van a montear matan ganado ajeno señalado en la oreja, y para que no se conozca, para que se entienda que es orejano y bravo y no señalado, les cortan las orejas, porque lo susodicho cese: Ordenamos que ninguna persona puede vender cueros sin orejas, so pena que pierda los tales cueros con otros tantos, para el denunciador la tercia parte, y los demás, para el arca del consejo.

No ripostó nada, como buen negocio que era, amasó una pequeña cantidad de ducados cuyo fin, confiaba en Dios, le estaba predestinado.

Un domingo, como buen cristiano, al salir de misa y haber escuchado la prédica de Blas López sobre la bondad de la pobreza, oyó el pregón de un negro, esclavo del alguacil mayor, el que recorriendo las callejas bayamesas, decía a todo pulmón:

Se están vendiendo las escribanías públicas y de cabildo de esta villa; sépase que las escribanías se han de rematar dentro de nueve días en la persona que más dé por ellas.

Decursado el plazo, ese día, en el último pregón se puntualizaba que en esta villa de San Salvador de Bayamo, en diecinueve de marzo de mil quinientos noventa y cuatro años, se dio el último pregón siguiendo las normas establecidas, y que trescientos cincuenta ducados da don Silvino de Balbuena y Tróade Quijano por los oficios de escribano público y de cabildo de esta villa. ¿Alguien da más? A la una, a las dos y a las tres".

Reinó el silencio: el canario era el titular de las escribanías.

¡Entraba así en el mundo como hombre público de Bayamo!

Fueron testigos de este trascendente acontecimiento Gregorio Ramos, Jácome Milanés y Miguel de Herrera, sus socios ganaderos.

Fue felicitado por estos.

El canario contrabandista de cueros

Como escribano público del cabildo de Bayamo, los parabienes de sus socios, acompañados de espuria riquezas, engrandecieron la carrera del canario Silvino.

Su profesión, discreción y credibilidad le granjearon merecida fama e íntima complicidad con Gregorio Ramos, Jácome Milanés y Miguel de Herrera, encubiertos contrabandistas bayameses enfundados en sus títulos de respetables poblanos de la villa.

Atisbos anticipadores de las acusaciones y malfetrías que los hombres hacen, por las que merecen recibir pena, según había estudiado en la Setena Partida el siempre recordado oidor visitador Alonso de Cáceres y Ovando en sus años mozos, le hizo plasmar en los numerales 44 y 51 de sus Ordenanzas lo que sigue:

Que los tales mercaderes que traen vinos, harinas y otras cosas de Castilla o Nueva España, o de otra parte por mar, a quienes no se les pueda poner postura o tasa, que se les pueda ver y visitar las dichas mercaderías y mantenimientos si están para vender, y ver si el vino está tocado o dañado, y las harinas si están dañadas o podridas, tales que estén para vender, y que estando para se vender las dejen vender libremente; pero si estuvieren dañadas de tal manera que no estén para vender, y que estando para se vender las dejen vender libremente; pero si estuvieren dañadas de tal manera que no estén para vender, que se les pueda mandar que no las vendan que por esta visita ahora estén dañadas, ahora no, no se les pueda llevar derecho alguno de visitar, o escribano, ni otra cosa alguna. Y así mismo la pueda visitar los pesos y medidas, sin les llevar derechos algunos; pero hallándoles peso o medida falso o falsa, que sean castigados por estas ordenanzas.

Que por algunas veces se traen a esta villa algunas sedas falsas, y faltas que no tienen el ancho que han de tener, ordenamos y mandamos que el mercader a quien le hubieran traído tales tafetanes o sedas falsas o faltas del ancho que han de tener, que esté obligado a lo declarar para lo volver a Castilla a la persona que lo envió, y no lo venda ni tenga en su tienda, y que si lo vendiere o tuviere en su tienda, que lo haya perdido y pierda, la tercia parte para el denunciador y juez que lo sentenciare, y las dos partes para el arca del consejo. Y que el que trajere de Castilla, seda falsa, o contra leyes de estos reinos la haya perdido y se reparta en dicha forma; pero que esta ordenanza no haya lugar en la seda que se trajere de la Nueva España, ni de Campeche porque es de otra suerte y no se puede labrar como que viene de Castilla.

Dichos vislumbros advertían de lo que sería el contrabando en esta Isla, justificado por todos y practicado hasta por los frailes.

La industria del contrabando florecía en la villa de San Salvador de Bayamo y constituía el modo de vida de la mayoría de sus pobladores y, como quedó dicho, en ella sobresalían los párrocos.

Los estancieros y hateros vendían sus carnes, tocinos, cueros y granos a los frailes quienes los comercializaban con bucaneros y piratas, merodeadores de estos mares caribeños.

El eslabón intermedio entre estos y aquellos, en Bayamo, lo era el capellán Blas López, redomado pícaro con hábitos de cura.

Moroso en pagar a los productores de estas vituallas pero ágil cobrador entre los perros del mar, su astuto proceder ensoberbeció por esta vez al capitán de milicias Gregorio Ramos, y con él a toda su cohorte de asociados, a tal magnitud que exigieron al de la sotana el pago de los mil cueros y las cien arrobas de carne y tocino, entregados para su venta al bucanero luterano Gilberto Girón, señor de la Ponfiera; caducado el plazo de pago sin realizarse, el capellán fue secuestrado por los iracundos estancieros, encerrado en un apartado bohío del distante lomerío y exigido en cambio, el pago de cuatro mil ducados para su liberación.

Privado de libertad durante varios meses e impuesto el obispo Juan de las Cabezas Altamirano del asunto, vino a pagar el rescate el mismísimo prelado.

El honorable escribano Balbuena y Tróade Quijano estaba muy al tanto de estos negocios ilícitos, en los que participaba desde su cargo público cuando redactaba contratos adulterados, formalizados, supuestamente, entre compradores y proveedores de aquellas vituallas, a los efectos de la declaración de alcabalas y diezmos a pagar al erario real y al divino, siempre en menor cuantía.

Cuando el obispo arribó a Bayamo le fue encomendada la misión negociadora ante el eclesiástico para el rescate del capellán López.

Los dos hombres, el de Dios y el de los pecadores, se entrevistaron en la capilla mayor de la iglesia, frente al Cristo redentor crucificado como solitario testigo.

El obispo Altamirano miró con satisfacción a su joven interlocutor. El eclesiástico no era viejo todavía pues apenas contaba con cincuenta y seis años; su estatura, algo menos que mediana pero bien conformado su cuerpo; su tez fresca y apuesta, su elevada mirada conjugaba el fuego con el hielo; tenía la nariz grande pero bien proporcionada; la frente ancha y noble; los cabellos encrespados comenzaban a encanecer; la barba más negra le favorecía en extremo.

Solo preguntó: ¿Cuánto piden?

El canario respondió secamente: ¡Cuatro mil ducados!

Sea!- admitió el obispo; se persignó y se alejó permitiendo el paso a dos monaguillos que acarreaban senda bolsas repletas de ducados; poco después, el enflaquecido capellán Blas López fue liberado y conducido a la villa.

Semanas después, cuando el santo varón ya estaba de regreso en San Cristóbal de La Habana, redactó una larga denuncia al gobernador de entonces, Juan Maldonado Barnuevo, imponiéndole que había sido intimidado y obligado a pagar la conocida suma por el rescate de su probo capellán, secuestrado por contrabandistas bayameses.

En la lista de implicados, entre otros muchos, delataba a Gregorio Ramos, Jácome Milanés, Miguel de Herrera, Antonio de Tamayo, Baltasar de Lorenzana, Pedro Vergara, Gonzalo Lagos Mejías, Gaspar de Araujo y, por supuesto, Silvino de Balbuena y Tróade Quijano, todos los cuales pasaban como respetables habitantes de la villa de Bayamo.

La orden de detención de los contrabandistas solo tardó en arribar al teniente gobernador de Bayamo, en lo que la precariedad de los medios de comunicación imponía; apenas librados los despachos de arresto de los inculpados, ya estos habían abandonado la jurisdicción de San Salvador de Bayamo.

El canario Silvino de Balbuena y Tróade Quijano, en compañía de su fiel esclavo Salvador Golomón, tomó rumbo al poniente insular, primero a Tunas de Bayamo, luego a Guáimaro, de aquí a Sibanicú, de este a Vista Hermosa y, finalmente, entró en la villa del Puerto del Príncipe a finales de 1596, Año del Señor.

Aquel pollino con el que había entrado en la villa de Bayamo, compartiendo sus horcajadas con el baúl del magistrado canario, ahora llegaba a la nueva villa con cuatro baúles repletos de ropas, alhajas y dineros, más un fiel esclavo.

Poco antes de tomar el Camino Real para penetrar en la villa principeña, mientras se reponía de las duras jornadas rompiendo montes, comiendo jutías y majaes y noches de mal dormir, con una varita escribía en la arena marginal de un arroyuelo las letras iniciales de sus nombre y apellidos, a manera de un acróstico S-B-T-Q, que decidió mantener a toda costa, a pesar del necesario cambio en sus patronímicos, al efecto de ocultar su verdadera identidad; en esto meditaba cuando, resueltamente se rebautizó como Silvestre de Balboa y Troya Quesada.

¡Genial!, pensó.

Y así se hizo presentar en una venta donde pasó su primera noche en Puerto del Príncipe.

Silvino cambia de identidad

Como el dinero no le faltaba (alguien en la península había escrito en una letrilla que el dinero es poderoso caballero), Silvino o mejor, Silvestre se dio a la tarea de solicitar un hato para su atención, y así hizo cumplir el numeral 64 de las Ordenanzas de su maestro, cuando le fue concedido a favor de Silvestre de Balboa y Troya un hato en la zona llamada Contramaestre, un tanto alejada de la villa pero en situación favorecedora a los propósitos de resguardar su verdadera identidad.

Que los sitios y solares para casas, y asientos para estancias y hatos de vacas, y yeguas y criaderos de puercos y de otros cualesquier ganado y granjerías, se pidan en el cabildo de esta villa, y en los demás cabildos de esta isla, cada uno en su jurisdicción, como lo han dado y concedido siempre hasta aquí, desde que esta isla se descubrió y que el cabildo siendo sin perjuicio público y de tercero, pueda dar licencia para los tales solares y sitios.

No llevaba mucho tiempo como industrioso hatero cuando en 1599 fallece el escribano público de la villa del Puerto del Príncipe, don Cristóbal de Escobedo, noticia que despertó en Silvestre su afán de antaño, de ocupar un cargo público, y así fue.

Después de haber pagado en la caja real del poblado el valor del oficio en puja, los oficiales actuantes expiden el comprobante pertinente y es ordenado el despacho del título provisional correspondiente y he aquí que, a campana tañida, se reúne el cabildo principeño y le es reconocido el título recién adquirido.

El fausto acontecimiento ocurrió el 28 de abril de 1600.

¡Hombre de éxito al fin y al cabo!

Antes, cada miembro del cabildo había besado dicho título y el alcalde ordinario lo colocó, simbólicamente, sobre la cabeza de Silvestre de Balboa y Troya, en tanto juraba en la toma del cargo de escribano público de la villa del Puerto del Príncipe.

Pocas semanas más tarde, el exitoso canario contrae nupcias con la hermana de Baltasar de la Coba y Consuegra, establecido escribano de la propia villa. De su unión matrimonial, en 1604 con Catalina, le nacen seis hijos nombrados Catalina, Francisca, Juan, Leonor, Úrsula y Teresa.

Tan brillante carrera pública no estuvo exenta de ligeros contratiempos, cuales fueron su declaración de moroso en el pago de tributos al fisco, el 2 de agosto de 1608, retraso que impide su ratificación en el oficio de escribano por Su Majestad y la calumnia perpetrada contra su integridad cívica al ser acusado en 1609 como contrabandista en la villa del Puerto del Príncipe: ¡Qué horror para hombre tan honrado!

No obstante, en abril de 1619 es nombrado escribano de Puerto del Príncipe y Su Majestad lo ratifica en el cargo en 11 de mayo de 1621.

Ejerce su ocupación hasta su renuncia, como vimos, en 1641.

Para su pleno contento, su veta poética no le había abandonado; compuso otro octosílabo:

Como suele después de la tormenta

Venir con alegría la bonanza,

Y la gente de triste y descontenta

Volver su descontento en confianza,

Así fue para todos nuestra afrenta,

Que se volvió en contento y esperanza

Viéndonos en libertad, y nos expresa

Sinceridad, quietud, amor, nobleza.

Provecta edad y muerte del canario

La conjura del tiempo, la ansiedad del vivir y el ocaso de las esperanzas se cebaron en Silvino, o mejor, en Silvestre.

Las hijas le dieron una docena de nietos, el hijo no, se había entregado a Dios; en amores furtivos con indias y negras esclavas engendró bastardos mestizos y mulatos; fumaba tabaco torcido por él mismo y sufría terribles dolores de muela; su fama de hombre probo le rendía admiración.

Por última vez había recordado a su ilustre preceptor, el oidor visitador Alonso de Cáceres y Ovando, cuando se sumó a la milicia principeña para sofocar el alzamiento de indios envalentonados por el alcohol; en ese instante rememoró el numeral 47 de las Ordenanzas dictadas por su paisano:

Que porque los indios beben el vino muy desordenadamente y por experiencia se ha visto que mientras lo tienen no trabajan, ni entienden en cosa alguna y de ello se suceden otros muchos inconvenientes, que ninguna persona pueda vender vino en el pueblo de los Indios, ni Guanabacoa ni en otra taberna, ni llevarlo en botijas para lo vender, so pena que el que lo vendiere que por primera vez pague veinte ducados, y la quinta parte para el diputado o juez que lo sentenciare, y las otras para el arca del consejo ; y por la segunda sea la pena doblada y esté en la cárcel diez días, y por la tercera sea desterrado un año de esta villa y su jurisdicción demás de la dicha pena pecuniaria, y que en esta villa no lo puedan vender a los dichos indios so pena de dichos ducados, repartidos en la dicha forma. Y que si algún indio tuviere necesidad de beber vino por alguna razón, que el protector de los indios le pueda dar licencia para que le puedan dar el vino que le pareciere, y no habiendo protector la dé el gobernador estando presente, y en su ausencia un alcalde.

Después de este malogrado incidente indiano, nunca volvió a ellas.

Poco más de una década de su reimplante social en la villa del Puerto del Príncipe, recibió una visita sorprendente; las primeras frases intercambiadas con los forasteros no le permitieron reconocer a sus interlocutores, ¡tanto habían cambiado!; luego de detenido examen, sí.

Se trataba de Gregorio Ramos y Jácome Milanés; cada quien rindió cuenta de sus andanzas existenciales luego de la estampida provocada por la denuncia del obispo Cabezas Altamirano; todos habían logrado salvar los huesos de la cárcel.

Confundidas sus identidades en nuevos ropajes sociales, querían ofrecer un sesgo romántico y heroico al secuestro del capellán Blas López, transmutándolo en epopeya en la que todos sus protagonistas, menos el luterano francés, de irreconciliables adversarios contrabandistas se tornarían en cándidas víctimas, hermanadas por la felonía de Gilberto Girón; el propio obispo, al ser consultado al respecto, había consentido y, de manera muy aquiescente, sería la víctima principal, en tanto que el capitán Gregorio Ramos en su salvador; todo ello bajo el encanto de un poema.

Cuando Silvestre escuchó esta última palabra, dio un respingo esperanzador: sus dotes poéticas serían utilizadas.

Pero, socarronamente, preguntó a qué se debía tan inusual visita.

De inmediato, a una voz, le respondieron que su probado numen poético podría brillar tan alto como el de Homero y el de Virgilio, los rapsodas aqueo y latino, al componer su propio poema, de tan elevado vuelo épico que superaría por dos narices de bóvidos al de estos dos, y con tal composición entraría en la posteridad de los siglos.

No hizo falta nada más: ¡Silvino, digo, Silvestre se entregó en cuerpo y alma a rimar sus octosílabos!

Con ellos entretejería el estoicismo del prelado Juan de las Cabezas Altamirano, la iniquidad del bucanero, señor de la Ponfiera, Gilberto Girón y el heroísmo sin par del puñado de bayameses que vindican la afrenta causada al noble hombre de iglesia, matando al pérfido luterano.

Ni corto ni perezoso, aupado por sus amigos, tanto bayameses como principeños, el poema fue hilvanado en pocas semanas con la ayuda de bardos locales.

La maestría en su composición le permitió escalar el lugar cimero en la literatura isleña, a tal extremo que es considerado la primigenia obra del género en este archipiélago.

Mas la fama no se le subió a la cabeza de Silvestre, continuó su apacible vida como escribano público y hombre de bien.

Sintiendo que sus fuerzas declinaban y sus arcas personales abundaban en duros, se acogió a jubilación.

Ensoñado con sus aventuras en tierra tan distante de la suya natal, un buen día corriendo el año de 1607, cierto principeño de regreso a la villa de su viaje a la península, le obsequió al escribano un libro impreso por un tal Juan de la Cuesta, que en su primera página estaba autografiado por otro tal Miguel de Cervantes y Saavedra, autor del texto; su nombre le pareció conocido, hurgó en su portentosa memoria y recordó aquella noche sevillana del 12 de marzo de 1591, ¿sería el mismo individuo?

Silvestre leyó el extraño título del libro, llamándole la atención: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; se puso a leerlo y lo leyó de un tirón.

Las aventuras de aquel desdichado caballero se asemejaban a las suyas; hasta tenían en común un apellido, el de Quijano, cuando aquel no estaba loco, que a Silvino, digo, Silvestre, le venía de su madre; ¿quién sabe?- se preguntaba, si la familia de su progenitora fuera originaria de La Mancha y no de Canarias.

En estas meditaciones especulaba cuando le sobrevino, intempestivamente, un ataque al corazón que lo postró en cama por varios días y puesto al borde de la muerte.

Sintiéndose en sus últimos instantes en este mundo, mandó llamar al escribano público, su sustituto en el cargo, y al cura de la villa; con el segundo confesó sus pecadillos de fornicación con indias y negras esclavas, admitiendo su predilección por ellas y no por Catalina, pero nada reveló sobre su participación en el ya olvidado asunto del secuestro del capellán Blas López; con el primero, dispuso de sus bienes con una repartición de ellos de manera per cápita entre sus hijos, sin olvidar a su querido amigo el capitán Gregorio Ramos cuyo bien legado resultó ser el ingenio Troya que tenía en el fundo de Contramaestre; no manumitió a ninguno de su numerosa dotación de esclavos ni dispuso gracia alguna para sus hijos bastardos, habidos con negras en servidumbre.

Y entre lágrimas y compasiones de sus hijos y nietos mayores que allí, al lado del moribundo, se hallaban, entregó su alma al Sumo Hacedor; los yernos, entretanto, suspiraron descansadamente.

Murió en el Año del Señor de Mil Seiscientos y Cuarenta y Nueve.

De esta manera el canario Silvino de Balbuena y Tróade Quijano, conocido por la posteridad como el autor del Espejo de Paciencia bajo el seudónimo de Silvestre de Balboa y Troya Quesada, entró en el salón de la fama del Parnaso, para contento suyo y de los suyos; su vida y obra jalonaron los destinos de los dos primeros monumentos literarios escritos en la Isla de Cuba por dos canarios, aunque animados de propósitos diferentes: Ordenanzas para el cabildo y regimiento de la Villa de La Habana y las demás villas de la Isla de Cuba, del conocido oidor visitador Alonso de Cáceres y Ovando y Espejo de Paciencia, de nuestro Silvestre de Balboa y Troya Quesada (aunque nosotros sabemos muy bien cuál era su verdadera identidad: ¡respetémosle!); el primero, norma jurídica; el segundo, poema épico.

Bibliografía

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Villaverde, Cirilo: Cecilia Valdés o la Loma del Ángel; Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, 2 t.

 

 

 

 

Autor:

Arturo Manuel Arias Sánchez.

Partes: 1, 2
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