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El sucesor (relato) (página 7)



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Un día el rey nombró de ministro a un italiano, al que otorgó grandes poderes. Se llamaba Esquilache y su misión era la hacienda pública. Nada más llegar comentó que para sufragar las guerras había que elevar la presión fiscal. Los alimentos desde entonces se encarecieron y la tensión fue invivible. En las calles se veían vagabundos a menudo con la rata de la muerte en la cara, y la criminalidad disparó las estadísticas habituales. No conforme con eso decretó el uso de capa corta en vez de larga, diciendo que pretendía desenmascarar a los malhechores, pues se daban a la fuga rápidamente con el embozo. El pueblo, echándose a la calle en gran revuelta, alegó que había sido una costumbre de siempre, sobre todo útil en invierno. Esquilache alimentó la tensión aún más cuando obligó al uso del sombrero de tres picos y no el de ala ancha. Insistió diciendo que quería verles mejor el rostro a los maleantes, y por supuesto desentrañar a tiempo las conjuras que se cernieran en palacio. La gente repuso que la corrupción andaba precisamente dentro.

Una noche el ministro, reunidos en palacio sus amigos jesuitas, fumando la buena pipa del bingo, púos de vinolería y quemándose las uñas con los cigarros, creyó que la solución estaba a la vuelta de la esquina. Inventó entonces la Lotería Nacional. Sin embargo, tras un motín fulgurante, se acabó llevando un mal premio, que obligó al rey a publicar su cese en el Boletín Oficial del Estado, un periódico oficial de reciente fundación. El monarca tenía la intención de dedicar toda su información en exclusiva a los proyectos estatales y a las disposiciones gubernativas. No obstante, el día del cese, teniendo en cuenta cómo ardía la ciudad, tuvo tentación de poner abajo algo acerca de cómo le salvó la vida al italiano para que no acabara como carne de cocina. La población exigía que el rey se rodeara de ministros españoles, y entonces mencionó al conde de Aranda y a Pedro Rodríguez de Campomanes, el primero con la misión de otorgar el sufragio a los pequeños concejos, y el segundo para impulsa la desamortización, para lo cual juzgó y decretó la expulsión de los jesuitas, culpados de confabuladores no sólo en territorio nacional, sino también en América, defendiendo sus muchas posesiones. Campomanes finalmente las confiscó e invirtió los beneficios en escuelas de formación profesional, de ciencias, artes y oficios.

Sumó un nuevo éxito impulsando las sociedades de Amigos del País para que se reunieran en ellas los próceres influyentes, al objeto de promover iniciativas interesantes. De ahí salió la fórmula para convertir el turismo en una industria, así como las inquietudes hogareñas de la gente, como la porcelana, el carrillo o la merienda. El monarca, por su parte, firmó cartas pueblas para repoblar algunas zonas desiertas de Andalucía, como Sierra Morena. Estaba llena de abedules, pinos y olivos, y su regularidad climática acabó atrayendo a muchos viajeros, sobre todo alemanes y holandeses, subyugados por la paz del paraje. Durante los viajes en diligencia quedaban a merced de los bandoleros, que empezó a ser otra de las leyendas. En los pueblos, sobre todo en los acantilados de Ronda, se decía que andaban al acecho en cualquier recodo, y que a menudo interceptaban la marcha e incautaban las joyas. El monarca, que mantenía reuniones con los turistas, nunca mencionó que también se encalomaban con avidez a las damas, dándose a la fuga con astucia culebrera. Más bien negó su presencia y comentó con amabilidad ventajas distintas, diciendo que tan sólo había un buitre leonado cruzando el espacio sin demasiadas ganas.

Luego, de regreso a la capital, desplegó un ambicioso programa de obras públicas. Era un plan de confianza urbanístico que pretendía que luciera algo más el tipo, pues hasta el momento era una oquedad. Había anchas avenidas, y en una de ellas alzó la majestuosa puerta de Alcalá, un arco triunfal de claras connotaciones imperiales. En las plazas erigió monumentos identitarios, como el carro épico de La Cibeles. Puso en circulación un servicio de recogida de basura e instaló una red de alcantarillas y de iluminación. Fundó el servicio postal de Correos e hizo una red de carreteras para agilizar el trabajo. En el capítulo racial, modificó el tratamiento a los gitanos, a quienes permitió todo menos regentar tabernas, esquilar caballos y usar su jerigonza. Le consideraban el mejor alcalde de Madrid cuando añadió a las zonas verdes un jardín botánico de especies raras, llegadas en su mayoría de América, con un pajarito flotando en medio pensando que todavía estaba allí. También edificó el hospital de San Carlos.

Respecto a los herederos, el monarca tuvo al menos trece hijos con la misma mujer, su esposa Amalia, que quedó hecha un pofe. Ella le pedía fruta y él siempre le daba la misma. Hubo algún Fernando y Antonio, Gabriel y Felipe, y siete de ellos se llamaron María. Seguramente hubo quien se preguntó qué impedía que se llamaran también así.

Carlos IV

Un día Campomanes se lo encontró en palacio togado como un juez, para un retrato que le estaba haciendo Antonio Carnicero. Era amigo de los pintores. Había distinguido a Goya y a los demás con permisos especiales para que anduvieran libremente, pudiendo pasar incluso al Consejo de Estado, por si estaba allí la clásica musa despampanante del posado. Era sobre todo amigo de su esposa, María Luisa de Parma, así como de sus catorce hijos.

Las arcas seguían estando escasas y era cada vez más urgente la optimización de tierras baldías, cuyo cargo encomendó a Mendizábal, Madoz y Jovellanos. Los ministros explicaron que los terrenos dejarían de ser yermos si se repartían a la gente, que llevaba protestando en la calle desde hacía demasiado tiempo, tratando de hacer ver que con la reforma agraria el asunto dejaría de parecer una conspiración contra los propios intereses del país, haciendo bueno el dicho de que España para hundirse no necesitaba a nadie. Los grandes señores, temiendo ser desalojados de sus posesiones, dejaron entonces de apoyar al rey. La normativa posiblemente les obligaba a vender sus terrenos demasiado baratos, y comenzaron la conspiración. Entonces el emperador francés Napoleón apareció de repente, solicitando un extraño permiso, diciendo que quería invadir Portugal y que para ello necesitaba atravesar antes la península.

Carlos IV confió en él y lo concedió, pero al poco intuyó su peligrosidad, pasándose las noches en vela en lo sucesivo. No obstante, disimuló haciendo ver su preocupación ante diversos aspectos de la legalidad sucesoria, como la pragmática sanción de 1789, que impedía la participación femenina. Fue interrumpido entonces por un motín acaudillado por su propio hijo Fernando. Los amotinados, reunidos en Aranjuez, protestaban por un reciente desastre naval y pedían la cabeza del culpable, el ministro del mar Manuel Godoy. Fernando le acusaba de haber firmado un convenio abusivo con los franceses, que tenía como objetivo inicial la unión de fuerzas para combatir la piratería inglesa. Sin embargo, arriesgó a la flota en demasía, que acabó naufragando en Trafalgar. Los galeones ingleses, una vez más, disponían de una potencia de carga de gran magnitud, y la derrota fue estrepitosa. Tampoco servía de consuelo que el tesoro robado fuesen monedas españolas, ni la posibilidad de que desordenaran su país. Napoléon, pese al evidente escándalo, quiso seguir usando los restos de la flota, probando con un bloqueo de alimentos a la isla. El abuso ya significaba la defensa a ultranza de una corona ajena y Godoy fue depuesto. De algún modo el país estaba diciendo que andaba harto de su dominio mundial, y que necesitaba replegarse de una vez, tras demasiados años agotándose en todos los sentidos. Poco después el rey, viendo que su hijo tenía ganas de seguir adelante, abdicó a su favor.

Estatuto de Bayona 1808

Desde primera hora el idioma no fue suficiente para entenderse en Bayona, la ciudad limítrofe con Francia donde Napoleón le citó para una reunión. Cuando Fernando llegó al consistorio, había un tamborilero y un hombre tocando la flauta. Hacía un sol denso dispersado en un nublado plúmbeo, creando una cámara de compresión agobiante. Llegó con un pañuelo en la cabeza, diciendo que había hecho varias paradas en el trayecto, sin dejar de oír nunca a la cigarra, que en algún instante parecía sonar dentro de su cabeza. Sólo había parado a beber agua y jugar solamente una partida de billar, su gran afición. Se recordaba más gordo, y tras su proclamación, más feliz, pensando que gobernaría en paz y que arreglaría con facilidad aquel sempiterno tema, el de la desamortización, que mantenía enfrentados a los grandes señores con el gentío. Observó por las colinas que el ejército francés había procedido a la invasión, como reverso portugués del mal pago que quería darles el padre. Conoció un dato que no admitía duda: había tres millones de soldados franceses para luchar contra quinientos mil. Tras la reunión, que no se alargó demasiado, fue conminado a abdicar, debiéndose marchar de turismo con Carlos IV, al son del tamborilero, que se fue perdiendo en la distancia como un adiós fúnebre. Desde ese momento ocupó su sitio el hermano del emperador, José Bonaparte, que proyectó un estatuto.

"En el nombre de Dios todopoderoso, José Napoleón, rey de España y de las Indias, habiendo oído a la Junta reunida en Bayona por orden de nuestro muy querido y amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses, rey de Italia y protector de la confederación del Rhin, hemos decretado y decretamos una Constitución que sirva como ley fundamental para unir a nuestros pueblos".

Mientras la guerra se generalizaba, las asambleas las fue presidiendo Miguel José de Azanza, formadas por ciento cincuenta personas, de las cuales solamente acudían cincuenta nobles, motivo por el que siempre ganaban por mayoría. El estatuto, como no podía ser de otro modo, era de inspiración francesa, y fue redactado por un residente francés llamado Esmenart. Después quedó bajo la revisión del general Murat.

"La corona de España y de las Indias será hereditaria en nuestra descendencia directa, natural y legítima, de varón a varón, con exclusión perpetua de las hembras. En su defecto, la corona de España y de las Indias volverá a nuestro amado emperador Napoleón".

Se dividía en trece títulos, que respondían, entre otras cosas, a la necesaria libertad de comercio, a la igualdad de las colonias con la metrópolis y a la supresión de las aduanas interiores, que permanecían blindadas. En el apartado religioso, el artículo uno hacía ver el respeto a la religión mayoritaria del país. En el apartado judicial, si bien era el rey quien los nombraba, el objetivo era emancipar a los jueces de los otros dos poderes, el ejecutivo y el legislativo.

Llegaban noticias de cómo la guerra evaluaba la situación de otra manera. Al parecer en diversas zonas, como Cádiz, ambos bandos disputaban con dramatismo el pescado frito, así como los serones con langostinos que llevaban los borricos. Jovellanos, en calidad de constitucionalista ilustrado, se mantenía atento a las juntas provinciales que resistían, vigilando la aplicación de su ley agraria. En 1810, dos años después de la tropelía, eso le acabó costando la libertad en una cárcel de Mallorca. No obstante, se las apañó siempre para que la celda pareciera un salón de té, dado que en ella podía recibir a los intelectuales del momento, como el pintor Manuel Malleu, que le retrató. Jovellanos, apoyada la cabeza en la mano, acodaba el brazo en la mesa, en señal de duelo por el conflicto. Debajo, ideado también por el pintor, quedó inscrito un lema.

"El sueño de la razón produce monstruos".

En Cádiz el optimismo sin embargo era mayor. Había unas Cortes paralelas, y gracias a los aciertos tácticos la ciudad se zafaba bien, permitiendo decirlo de otro modo.

"El dueño de la ración quiere otra".

Jovellanos murió un año antes de que se promulgara la Constitución. Dentro, en la cámara, los liberales y los absolutistas abogaban por la división de poderes y el derecho electoral, y los partidarios de Fernando VII por su regreso.

Constitución de 1812

Fernando estaba en Francia con Napoleón, y se comentaba que le había convertido en un vasallo. La nueva Constitución aportaba un capítulo interesante sobre garantías procesales frente a la tortura, inspirado en la obra de teatro El Delincuente Honrado, de Jovellanos, base del habeas corpus y del derecho del reo a ser defendido por un abogado. A propósito de la palabra reo, la gente se quedó sorprendida viendo su preferencia por la o. El texto estaba compuesto por más de trescientos artículos, en cantidad tan sobrada que parecía haber dentro una ley entera, inserta entre las generalidades clásicas de textos así.

"Don Fernando VII, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del Reino, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las mismas Cortes han decretado y sancionado la siguiente CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA, en el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad".

La norma estaría vigente sin interrupción hasta 1820.

"La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios".

Cuando comenzó el Trienio Liberal, se alternaron los presidentes progresistas. Según el articulado fundacional su renovación sería cada ocho años. Confiaban en que así trabajarían más tranquilos, a lo que contribuía la ausencia de Fernando. Por un lado era el preso favorito del emperador francés, que por otro le prometía apoyo militar para que pronto tomara el mando categóricamente.

"Para la elección de los Diputados de Cortes se celebrarán juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia".

Se celebraron algunas elecciones con escrutadores en cada circunscripción, que se encargaban de levantar acta para informar a la Diputación permanente. Después los nombramientos pasaban a la imprenta para su publicación. La asamblea partía de un valor que precisamente era de influencia francesa, y cuya razón consistía en acreditar la descentralización del ejecutivo a favor de los otros dos poderes, el judicial y el legislativo. En definitiva, pretendían impedirle al rey una cámara de aristócratas aparte, dejándole que tan sólo conservara la potestad de sancionar las leyes discutidas por sus señorías.

"A falta del Señor Don Fernando VII de Borbón, sucederán sus descendientes legítimos, así varones como hembras, y a falta de éstos sucederán sus hermanos y tíos hermanos de su padre, así varones como hembras, y los descendientes legítimos de éstos por el orden que queda prevenido".

El texto le reservaba también el nombramiento de los miembros del Consejo de Estado. En cuanto al Consejo de Ministros se ocupó, como órgano ejecutivo, de modificar la nomenclatura institucional del ámbito local, creando ayuntamientos y diputaciones, así como el cargo de jefe superior, el precursor del posterior gobernador civil. En la carta abundaban los principios relativos a la libertad, inspirados en la Constitución americana de 1787, que estaba estimada como la primera declaración de derechos humanos del mundo. En 1823 Fernando VII entró a la península con los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema.

Apareció en la calle dentro de una carroza. Había oído decir que los liberales estaban armando jaleo. A veces era difícil saber en qué consistía realmente el gobierno, pero la gente sabía de sobra que él estaba insatisfecho con la carta magna y que quería abolirla cuanto antes. Había tenido tiempo de perder a ocho hermanos y de casarse cuatro veces, con su prima María Antonia de Nápoles, con su sobrina María Isabel de Braganza, con María Josefa de Sajonia y por último con María Cristina de las Dos Sicilias, que por fin le dio descendencia. Traía la cara embotada y macilenta del alcohol, y apoyaba el brazo en la ventanilla con las mangas muy subidas, como si viniera de cortar jamón. Goya le pintó una vez con las cejas muy pobladas, y en aquel momento la trémula mirada parecía realmente seria.

-¿Adónde va usted con tanta gente? -, le preguntaron.

-A ser rey de una vez -, contestó sacando la cabeza.

Preguntarle su nombre había sido siempre una tontería. Tomó posesión tras una curiosa ceremonia en la que el tímido presidente de las Cortes se empeñó en recordar sus veintiséis nombres: Fernando, María, Francisco de Paula, Domingo, Vicente Ferrer, Antonio, Joseph, Joachîn, Pascual, Diego, Juan Nepomuceno, Genaro, Francisco, Francisco Xavier, Rafael, Miguel, Gabriel, Calixto, Cayetano, Fausto, Luis, Ramón, Gregorio, Lorenzo y Gerónimo. Hubo quien pensó que se los estaba inventando y que no quería dejar de hacerlo, por temor a lamentarlo luego. Después la primera gracia del rey fue la ratificación de la ley sálica que patrocinó su padre.

En principio evitaba que su hija menor, Isabel, le sucediera, si bien poco después cambió de opinión, cuando supo que su hermano, Carlos María Isidro, se creía el legítimo heredero. Lo creía pese a desobedecerle cuando le quiso enviar a Rusia para que dirigiera tropas napoleónicas. Desde el primer momento Carlos María se previno ante una designación equivocada, y comenzó a liderar una facción revoltosa conocida como los carlistas, cuyo ciclo de guerras se alargaría en el tiempo. Fernando, en principio, se mantuvo tranquilo jugando al billar. El pueblo por su parte esperaba los acontecimientos junto al brasero, que probablemente consistirían en los clásicos rifirrafes al aire libre.

Un día, durante una partida de billar, el monarca recibió en palacio a unos mejicanos que le ofrecían la corona de México. La gente con la gente comentaba en el brasero que la corona, yendo y viniendo buscando la cabeza de alguien, parecía una escupidera. Fernando pensó que Carlos María estaba detrás del asunto queriéndole distraer, y finalmente la rechazó, invitando a los mejicanos a que buscaran en otro sitio, como Sevilla, donde podían encontrar la del duque Enrique de Borbón. Después continuó la partida, una de tantas bajo el rumor de que los amigos le tendían fáciles engoos para que ganar siempre.

"Así se las ponían a Fernando VII", fue la frase lapidaria del momento.

Constitución 1833

Sin embargo quizá se refería a otra cosa. Uno de los rumores en concreto medía veinte centímetros de cabeza libre y sobre todo despertaba la curiosidad de las mujeres. Se trataba del aparato sexual de Fernando, aquejado toda su vida de macrosomía genital. A veces en los cortijos no se pensaba en otra cosa colocando la leña. El tamaño del pene hacía sospechar que asimismo las bolas del billar eran otras, como decía Gil Blas, el periódico satírico de la época. La primera vez que se acostó con una prima le dio un tortazo que casi le parte una ceja. Según contaban los médicos el glande era como el puño y la dificultad para el encaste muy delicada, debiendo usar un cojín.

-Así la tiene ese tío, queridos amigos, y quizá el jaleo entre liberales y no liberales, entre burgundios y asundios, no se deba más que a eso, a una larga cola alborotando junto a palacio queriéndose repartir la mandanga benéfica de músculo tan jomeludo.

Un chiste hubiese sido innecesario. Fernando VII murió en 1833 por un ataque de gota, después de lo cual ocupó la regencia su viuda, María Cristina de las Dos Sicilias, harta de ayahuasca y sudoríparos. Murió habiendo derogado por completo la ley sálica, que hacía posible la coronación de su hija menor cuando creciera. Se llamaba Isabel y sus partidarios isabelinos. Entretanto su madre gestionó el gobierno, fundando dos cámaras congresuales a semejanza del sistema de lores británico. Hubo un congreso de procuradores y un estamento de próceres, ambos formados por los notables del reino. Los cargos de la primera cámara, que presidía Cea Bermúdez, fueron designados por María Cristina, en tanto los cargos de la otra eran electos mediante sufragio censitario, al que tan sólo tenían derecho dieciséis mil privilegiados. En el ámbito constitucional, María Cristina abordó su propio texto, que fue una carta otorgada finalmente, y que a juicio de los expertos se alejaba demasiado de la atracción liberal pretendida por el constitucionalismo gaditano.

Estuvo obsesionada siempre con la seguridad. En previsión de altercados con los carlistas monopolizó las decisiones. Los problemas con el ejército carlista eran el desayuno amargo de la realidad política. La amenaza lucía un uniforme gris con boina, y provocaba a menudo grandes temblores en el Parlamento. Se supo que el pretendiente, de modo paradójico, tenía como aliados a los liberales que con anterioridad su hermano Fernando desalojó de Cádiz. Muchas de sus mejores cabezas todavía estaban presas, y María Cristina debilitó su opción decretando una amnistía, decantando a tiempo sus simpatías.

Pese a todo, el presidente del Congreso, Cea Bermúdez, se sentía incapaz de organizar mejor la hacienda pública, y agotado por las matemáticas, dimitió, siendo sustituido de inmediato por Martínez de la Rosa, que tenía nombre de desayuno algo mejor. María Cristina nombró además a Francisco Javier de Burgos como ministro de Fomento, que hizo una reforma administrativa perdurable, es decir, dividiendo el mapa en cincuenta y dos provincias.

La carta otorgada era cada vez más sospechosa de absolutismo, pues la obsesión de la reina por controlar la situación era cada vez más grande. Era la única con potestad para proponer los temas que se discutían en el negocio estatal, y con frecuencia anulaba el principio de autonomía parlamentaria. Tenía voto de calidad, y simplemente tosiendo podía decantar cualquier cosa a última hora.

"Las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto que no se haya sometido expresamente a su examen en virtud de un Decreto Real".

Por supuesto estuvo siempre atenta a que no coincidieran los horarios de las reuniones, para evitarse estar en dos sitios a la vez, provocando así otra inquietud, la de que hubiera dos países al servicio de una sola mujer. En 1836, estando ocupada con la carta del restorán, le informaron del motín de La Granja. Se había sublevado un grupo de soldados de su propia guardia, que aparte de exigir que Mendizábal presidiera el Congreso, exigía el regreso a la constitución anterior.

Constitución de 1837

Los procuradores liberales decían que la gaditana era más avanzada. En ocasiones mantuvieron dudas respecto a sus simpatías, como queriéndolas cambiar a favor de los carlistas. Insistían a diario pidiendo a la regente el rescate del viejo acuerdo, alegando que así lograrían el apoyo del pueblo. En aquellas circunstancias parecía más preciso que proteger tanto a la regente. De otro modo sería probable que el país fuese pasto de las llamas, a merced de otras potencias, como Inglaterra o Francia, que lógicamente andaban al acecho.

Sin embargo María Cristina no hacía caso. Logró hacer alguna reforma, como el cambio de nombre del estamento de próceres, que pasó a denominarse Senado. De presidirlo se encargó José María Calatrava, y de la hacienda lo hizo Álvarez de Mendizábal, que de vez en cuando resbalaba por las paredes con los pocos duros que cobraba, temblando ante el temor de que la cámara fuese allanada por los árabes, el otro nombre de los conflictivos. El ministro Javier de Burgos hizo ver que la circunstancia exigía que el sufragio censitario se abriera un poco más, permitiendo la participación de los representantes provinciales y juntas vecinales. Parecía que de ese modo el mar electoral, que antaño bañaba sólo a unos pocos, a punto estaba de bañarlos a todos.

En el Parlamento empezaron a llamar la atención los primeros retozos de la princesa Isabel, que ya era una pimpolluda. Bajo una sombrilla celeste con puntillas de organdí pensada en El Caribe, aparecía de vez en cuando bajo el sol parlamentario para familiarizarse con el rigor institucional. Sin dejar de mirar a un lado y otro, los procuradores aprobaban la institución del jurado para los delitos de imprenta, por si acaso algún periódico se atrevía a decir lo que pensaban todos. Dos de los periódicos eran El Pobrecito Hablador y La Revista Española, cuya noticia sobresaliente era que el índice de analfabetismo estaba descendiendo peligrosamente. Era cada vez más necesaria la libertad de prensa, la reina mantuvo como garantía informativa la figura del depósito previo, que era una prerrogativa que dejaba una copia en manos del gobernador civil para revisarla previamente, por si había que leer algo importante.

"Un país que censura a un escritor -se decía algunas veces-, es un país capaz de cualquier cosa".

Pese a que la prensa procuraba disimular, la situación apostaba por la guerra civil. A los carlistas les bastaba con incursiones aisladas para poner de manifiesto que había dos países, uno el de verdad y otro el de mentira. Las tropas de Navarra estaban a las órdenes de un general temible, conocido como El Lobo de las Amezcoas. Se llamaba en realidad Zumalacárregui y defendía con tenacidad el dominio, queriéndolo alejar de la influencia isabelina. Los carlistas habían fundado su propio Congreso, así como juntas de gobierno para elegir a sus propios alcaldes.

Constitución 1845

María Cristina quería instituir a Isabel a toda costa. Durante la crisis la protegió del peligro el general Espartero, que era más consciente del drama. El general temía que el país se desangrara, y alguna vez, pese a su probada lealtad, tuvo que enviarla a freír morcillas.

-Señora, ¿no se da usted cuenta de que estamos en las últimas?

-Me las han traído esta tarde.

Pese a todo Isabel fue proclamada en las Cortes.

"Mi sobrina es una persona sin preparación -advertía Carlos María Isidro-. Es además una libertina. Lamento tener que luchar, pues a mí tampoco me agrada".

El conflicto sucesorio entre isabelinos y carlistas se recrudeció en las montañas. El general Narváez, que representaba al sector moderado, elevó acta exigiendo de viva voz que las juntas conflictivas se sometieran a la autoridad constitucional. En 1845, creyendo que era la solución, pensó una nueva Constitución.

El resultado, sin embargo, acabó siendo tildado de ambiguo y tendencioso por los especialistas. El nuevo texto pedía que el mandato de los diputados durase de tres a cinco años. No obstante, sea como sea, nombrándolos quien fuera, lo importante era que estuvieran allí en vez de revueltos en la rebelión o en una taberna dándose a la bebida y al tocomocho. Fue modificada la elección de alcaldes y otros representantes provinciales, que bajo la excusa de la permanente emergencia, quedaban obligados a presentarse en persona en el Congreso para ser nombrados, cosa que agravaba el prepuesto con demasiadas facturas por desplazamiento.

El carlismo extendía ya sus fronteras desde Navarra a la franja cantábrica, y desde ahí hacia Galicia, sumando fueros, y a continuación a la línea portuguesa del norte, y por último hacia la franja limítrofe extremeña. Un día los ministros, delimitando en el mapa el perfil geográfico de la expansión, observaron un dibujo fantástico: una inicial, la ce de los carlistas. Los periódicos querían desviar la atención abordando temas complicados, como el suscitado por la palabra burocracia, que estaba de moda.

Derivaba de la francesa bureau y significaba despacho. La ceremonia matinal del funcionario comenzaba con parsimonia dominguera, poniendo un paño en la mesa, y durante su jornada se dedicaba a pedir requisitos ridículos, como en una tienda de ultramarinos, comentando el sabor de las morcillas o si les cagaba el perro. La prensa desbordaba las previsiones hablando de asombrosas viandas, de favores oportunos y abrazos convenidos.

"Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia", parodiaba Larra en el célebre artículo Vuelva Usted Mañana.

Estaban de moda también los leguleyos dramáticos, obsesionados con encontrar una definición exacta del concepto de administración. Apenas tenían cuatro estudios, proliferaban por doquier, intentando hacer creer que algo así era muy urgente. No obstante, hubiera o no definición, era cierto que a la administración no le hacía falta, pues cobraba igual. La administración era una gamba que se querían comer nueve, pero a los leguleyos les encantaba demorar la plática ad eternum, al fin y al cabo para tener la definición guardada en la despensa al objeto de untarle un poco de frambuesa.

Una familia de periodistas, los Madrazo, advirtió que el ojo del lector podía trabajar un poco más. Desde entonces las noticias iban ilustradas con grabados. La Ilustración Española y Americana comenzó también la publicación de folletines, que eran del agrado de las masas. La necesidad de que cada capítulo tuviera un final diario inauguró la novela moderna y aumentó el índice de lectores. Como cabía esperar, alguna vez aparecía el funcionario y el contribuyente de turno en los grabados, compartiendo un bocadillo, entrenando al público en la sutileza, viendo quién lo escondía. Era el remedio ante la restricción de libertades. La sutileza había sido de siempre una lectura de iniciados practicada por los pintores cortesanos, cuando advirtiendo que la reina era poco agraciada, pintaban al lado un pavo pizpireto con su cara.

En 1852 se habló un poco más de los moderados, que estaban gobernando el país. Les vino bien a su vez que se hablara mucho más de la revolución industrial, que tenía como eje Inglaterra. Después de una exposición universal en el flamante Cristal Palace, el público comprendió que había utensilios modernos que antes solamente estaban en su imaginación, pareciendo uno de ellos la propia reina Victoria, contemplando aquellos ingenios prodigiosos junto a Lord Melbourne y Alberto de Kensington. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales quería trasladar unos batanes mecánicos a Indonesia, al objeto de ponerse a la cabeza de la industria textil, cosiendo en un día las prendas que los nativos cosían en diez.

Hubo sectores en la península para los cuales aquellos avanzados aparatos eran vengativas muestras de opresión. Bravo Murillo, un ministro del sector radical, estuvo a punto de darse a la bebida cuando todo el mundo estaba de acuerdo en que había que comprar algo donde sea, mirando bien las ofertas anunciadas en los periódicos, que comenzaron a mencionar palabras como consumismo, monopolio y colusión, e incluso la inglesa trust. El ámbito empresarial experimentaba cambios, y la libertad de comercio era cada vez mayor, pareciendo que pronto la única garantía de extranjería sería cerrar.

Según los burócratas, el pobre Bravo Murillo se devanaba los sesos en su despacho intentando la solución, queriendo convencer al pueblo de que no admirara tanto aquellos formidables inventos extranjeros, que amenazaban con desubicar la producción nacional y desequilibrar la balanza de importaciones. Contaban los funcionarios ante la tortilla de papas de rigor que el pobre Bravo iba por el despacho atrapado en una telaraña de nervios, temiendo que tantas sorpresas juntas provocaran daños revolucionarios irreversibles. Repentinamente estaba todo puesto en los escaparates y no daba tiempo a competir. Un día, en rueda de prensa, manifestó que necesitaba la colaboración de todos los periodistas, a los que pidió diatribas y burlas incendiarias contra Inglaterra y la madre que la parió. Los burócratas chafarderos, apenas inauguraban la jornada en la oficina, se pasaban la jornada murmurando ante el paño, es decir, que el pobre Bravo estaba cada vez más solo y vilipendiado. Se dijo que un día llegó al despacho diciendo que la mujer estaba en brazos de la modernidad. Después no tuvo mejor cosa que hacer que entretener la sofla modificando unilateralmente la Constitución. La carta otorgada anterior parecía mejor. Sus derechos, más restrictivos, podían convenirle. Añadió durante horas datos cada vez más falsos y folclóricos. Respecto a los carlistas, trató de hacerse el macho también, diciendo se bastaba él solo para gestionar la paz definitiva, con una sola mano. Con la otra aseguró que sus modificaciones constitucionalistas, elementales y hogareñas, le conferían plenos poderes para hacer lo que le diera la gana toda la santa tarde. Pensó incluso que era aspirante a la corona. El pobre Bravo, antes de salir a la calle, lo tiró todo a la basura, y después observó que la chusma corría cerca de Mudanzas Gesaleico, sacando a hombros a un torero de la plaza, enarbolando dos hermosas y peludas orejas. Oyó a los aficionados diciendo que había hecho un faenón, aunque al principio no se entendía que insistiera citando al animal con una mano, como pidiéndole favores. Cuando nuestro pobre Bravo Murillo por el amor de dios llegó a casa observó que su esposa quería ir de compras, accediendo él casi a rastras, pidiendo ir disfrazado con una cortina mariquita. Le apetecía desde hacía tiempo un espléndido tresillo de skai con flores, tapizado con cueros repujados con brocados nobiliarios, valorado en treinta reales.

En invierno de 1856 hubo un proyecto constitucional frustrado, auspiciado por los progresistas cuando ocuparon el poder. Pretendieron someter a sufragio universal al Senado, así como a la propia corona. Decían que el sufragio censitario era mejor para otras cosas, que al mismo tiempo seguían siendo las anteriores. El otro acuerdo consistía en abrigarse, porque en el Parlamento hacía un frío de peras limoneras. Crearon una mesa constituyente con brasero de almendras para velar por la carta magna cuando las Cortes se disolvieran, que era lo normal en los interregnos gubernativos. Esa frecuencia permitía que los mismos partidos se alternaran siempre, una y otra vez, cerrando y abriendo los mismos cerrojos, y por supuesto haciendo el cambio antes de que se enfriaran los asientos. La rápida dinámica impedía dejar claro en qué consistía realmente el país. Hacía sospechar por otro lado que la chusma revolucionaria se había llevado las ventanas, pues hubo tardes regresando al relente terrible del invierno. También anotaron en el nuevo texto algo sobre tolerancia religiosa, para ser bendecidos por todo aquello. No obstante, el proyecto finalmente fue abortado por el general O´Donnell, que lo consideró innecesario para proteger a la reina.

Constitución de 1869

En invierno de 1869 el superlativo carlista había convertido a Isabel II en la minúscula del juego, motivo por el que fue depuesta. Se exilió a París y enseguida asumió el poder el general Serrano, tratando de combatirlos. Convocó enseguida unas Cortes constituyentes para una nueva apuesta. Serrano estaba seguro de que en esta ocasión habría más consenso y fe democrática para formularla. Tendrían derecho al voto solamente los hombres, aspecto que dio lugar a la sospecha de que los burócratas, entre morcilla y morcilla, les iban arreglando la identidad a las hembras, al menos para que acudieran alguna tarde al boxeo. Una de ellas se llamaba Emilia Pardo Bazán y era periodistas de El Imparcial. Emilia ponía en duda el sistema, pese a que su padre era diputado de las Cortes. Además de la igualdad, Emilia exigía un buen trato educativo para ellas, en vez de las calabazas habituales. Ellas, que aún eran inexpertas en esas lides, al principio anduvieron confusas, mas luego se las ingeniaron para mover un poco el cerrojo, convenciéndose así de que el sueño era posible y que pronto se comerían juntas sus primeros bollos políticos.

Amadeo de Saboya

Emilia era una mujer viajada, y un día informó que un nuevo rey estaba a punto de llegar. The Times, el rotativo inglés, también se hizo eco del tema.

"Están a punto de soltar en la península a un pazguato".

Era italiano y se llamaba Amadeo, hijo del rey Víctor Manuel II, de la familia Saboya. Al parecer le querían porque era un hombre bien relacionado en la comunidad internacional. La Constitución de 1869 trató de organizar el recibimiento. Al igual que los Papas, la numeración volvería a simbolizar el poder en la tierra que faltaba en el cielo. Llegó cuando los lectores andaban entretenidos con el animado contencioso que enfrentaba a Emilia con el sector más intransigente de la sociedad, que la acusaba, tras su divorcio, de atea y licenciosa, de intemperante y pornográfica, aparte de tener la cara gorda.

También México copaba la actualidad por esos días. El ejército de Napoleón III, que ocupaba el país, le había ofrecido la corona a Maximiliano de Austria, que según las previsiones, llegaría a México de un momento a otro, avalado por su buen gobierno en la Lombardía italiana. La cosa había provocado malestar en Norteamérica, el país vecino. Vivía una guerra de secesión entre el norte liberal y el sur esclavista, pero tuvo tiempo de quejarse por tener tan cerca de su frontera una monarquía. Los republicanos mejicanos, a cuyo mando estaban Porfirio Díaz y Benito Juárez, estaban dispuestos a desalojar a Maximiliano. Pese a todo, fue proclamado rey y durante un tiempo gobernó sin problemas, hasta el día en que los franceses le retiraron su apoyo. Desde hacía tiempo la opinión pública exigía el regreso de su ejército, alegando que en Europa eran más urgentes otros compromisos. Por añadidura no toleraban que el rey austriaco se entregara antes a los intereses de los mejicanos que a los suyos. Maximiliano, en franquicia ante la soledad, quedó a merced de Porfirio Díaz y los demás, oyendo fuera los disturbios.

Amadeo llegó al Congreso una tarde de abril de 1871, con mala cara y luciendo barba, después de un viaje en barco agotador. Denotaba poco entusiasmo y parecía un bailarín con un uniforme azul ceñido de guardamarina con charreteras y toisones dorados. Hacía pocas horas había llegado al puerto de Cartagena procedente de Florencia, acompañado por Juan Prim, el único valedor del rey desde ese instante. Desde el principio se movió en un ambiente de discreta falsedad. Los parabienes comenzaron pronto a ser avisos de peligro a su espalda. Procuró, pese a todo, no hacer ver la desazón, y acabó granjeándose el apodo de El Caballero. Pronunció una alocución agradeciendo la confianza prestada.

-Mi familia, los Saboya, queda honrada y acepto la corona.

Manuel Ruíz Zorrilla, el presidente de la cámara, provocó el aplauso de la proclamación. Juan Prim estaba convencido de que podía ser la solución a un clima de inestabilidad último. El diputado Romanones estaba entretenido con otra cosa, observando la barba y su notorio prognatismo mentoniano, buscándole parecido con los Habsburgo. La gran ovación prosiguió a la salida del Congreso, en compañía de su esposa, María Victoria del Pozo della Cisterna, con quien puso rumbo a El Pardo en una calesa, dejando atrás los primeros rumores respecto a su apellido, coincidentes nuevamente con la broma.

En la sede real fue sabiendo algo más del país. Convivían en el parlamento notorios partidarios de la República con partidarios acérrimos de Alfonso de Borbón, así como de Espartero, del Duque de Montpensier o de María Luisa Fernanda, la hermana de Isabel II. A los pocos días se producía la primera alternancia en el gobierno, convertido en presidente el general Serrano, que le manifestó a Amadeo, no sin ambigüedad, que su presencia era una las secuelas revolucionarias más agradables de la época anterior. Serrano mencionó a los carlistas, diciendo que andaban apelotonados en la sierra alta, exigiendo el poder de un modo muy serio, al galope, con bayonetas, con cañones y mucha puntería.

De un momento a otro la catástrofe podía cernirse sobre el Parlamento.

"A mí no me vendría mal que cayera en viernes", pensó el rey con sorna.

Durante una temporada los diputados le tuvieron viajando por las regiones, llevándole de un sitio a otro como a un zampalimoscas. Al parecer era conveniente que tuviera contacto estrecho con la gente para ir puliendo los espolones de la ignorancia. En algún pueblo los mozos, viendo pasar la comitiva, le recibían volviendo el culo en los cerros. Después, por aquí y allí, la gente no paraba de contarle sus saquitos y yerbas malas, teniendo la impresión a su regreso de que eran embustes fáciles.

Asistió a cinco alternancias más en el gobierno, todas igual de rápidas, y empezó a creer que estaban locos. Por añadidura los periodistas le acusaban de escaso duende populista y de ser aficionado a la pornografía, motivo el cual una vez dijo que quería irse. Por otra parte los policías pensaban que era un espía.

"En España hay un pazguato al que le está sacudiendo todo el mundo".

Cierto día apareció con arañazos. A las pocas horas hubo un escándalo cerca de El Pardo. Había conocido a una mujer y se la había llevado de ruta al campo, donde además de agujerearla sexualmente, la apuntilló y la quemó, dejándola tirada. Se había hizo pasar por un mozo que se le parecía físicamente, pero ella le reconoció, y actuó temiendo que se lo dijera a la mujer. Le había dado un bocado en la cara. La chica, desfigurada, daba alaridos por las calles, y los guardias de palacio corrían detrás, sumándose los familiares al escándalo, hasta que el incidente sacudió toda la ciudad. Se sospechó que había matado a una hermana en Italia. Los diputados no se lo querían creer y de nuevo le quisieron llevar de gira.

A su regreso se le veía en el escaño como si estuviera muerto, barajando cañamones, moviéndose de repente más que una marrana en agosto, sin atender a las cosas tan interesantes que le comentaban sus señorías. Un día, en la tribuna de oradores, trató de conciliar a los republicanos con los borbones y a estos con los insurgentes carlistas. Entonces un diputado, recién llegado del urinario, dijo que poco antes estaba escondido en un rincón y que se asomó a enseñarle el pene. La prensa barrendera de la mojigatería, como la llamaba él, lo trató cada vez peor, insistiendo en que estaba atento a las revistas del contrabando pornográfico. Amadeo en las regiones hablaba unas veces de nabos y otras de zanahorias, fácilmente de higos y por supuesto de cebollas.

En cierta ocasión llegó al parlamento desesperado, diciendo que no podía más, pero a las pocas horas le atajaron hablando de la desamortización. En ese instante le pasaron una nota informando que Juan Prim, su único valedor, había muerto en un atentado. En el entierro se le vio derramar alguna lágrima, quizá recordando aquella singladura marítima que hicieron juntos desde Florencia, como dos amigos de toda la vida, bromeando con las gaviotas en varios idiomas. Temblaba cada vez que le señalaban el lugar del crimen, que era la calle del Turco de Madrid, donde le asesinaron cuando iba a comprar bacalao, que tanto le gustaba. El partido de su mentor dejó de apoyarle enseguida, y pocos, salvo Castelar o el general Serrano, siguieron haciéndolo, aunque de modo tan ambiguo como el resto.

Un día Castelar lanzó un discurso medido para todos, pero subyaciendo una alusión personal. Iba solapando indirectas cada dos por tres, a ver si al darse la vuelta el monarca desaparecía, pero viendo que no, y de modo cada vez más truculento, se puso a hablar de Maximiliano en México. Lo hacía con sentimiento dolido, como si hubiera estado allí toda la vida, y al final, viendo que Amadeo no se inmutaba, tuvo que decir fríamente que Porfirio Díaz y Benito Juárez le condujeron a la cárcel.

-Le fusilaron -añadió -, y después le embalsamaron, majestad.

Amadeo creía que era una representación que pretendía poner nervioso a otro. En las regiones siguió hablando de pepinos, de hogazas de pan y de muslos verídicos y bien calientes. Los lugareños respondían con cuentos de marqueses afilando los cuernos demasiado cerca, y alguna vez, a boca de aliento, le hablaron de su padre y de ahorcados.

-Mi padre no tiene cuello -, respondía él.

Se sabía que el diputado Ruíz Zorrilla soñaba con sus propias ínfulas sucesorias, y se sumó a la población total retándole a abolir el cuerpo de artilleros. El monarca accedió y a bordo de una calesa hicieron el viaje juntos, ambos igual de intranquilos todo el rato, si bien uno de ellos tenía más oficio fingiendo serenidad, leyendo el periódico, interesado en Pardo Bazán. Le habían dicho que llevaba una temporada firmando unos artículos magníficos, contando sin tapujos su luna de miel en París con su ex marido, así como su divorcio posterior. Se decía que la periodista se había enrollado con el escritor Pérez Galdós, al cual traicionó frenéticamente en brazos de un par de jóvenes periodistas, así como después con Leopoldo Alas Clarín, un columnista que a menudo se quejaba de que le perseguía un fiscal llamado Puga, creyendo haber sido motejado de pulga. Emilia estaba haciendo una serie muy polémica titulada La Cuestión Palpitante, pero el monarca, cerrando el periódico, pensó que de haber sido un hombre no sería tan polémica.

La vista al cuerpo de artilleros se saldó sin incidentes y Amadeo pudo regresar a El Pardo como cada día. Poco después, estando una tarde paseando en el bochorno de sombras de la calle del Turco, sufrió un atentado. Durante la convalecencia le informaron de la enésima insurgencia carlista, avanzando rápida hacia el congreso, si no para detenerle, para afeitarle bien. Alegó que le mortificaron con bromas pesadas, quitándole las alpargatas. En Cuba se recrudeció la guerra y parecía que España perdería pronto la colonia, pese a que el general Valeriano Weiler resistía con denuedo frente a Máximo Díaz.

Una mañana encontró alivio sabiendo que Carlos María Isidro se había marchado del país, pero esa misma tarde le dijeron lo contrario, es decir, que andaba cerca de palacio preparando los nudillos. Amadeo en ocasiones acudía a un restorán céntrico para almorzar, situado una ancha avenida, con una brisa que le iluminaba el corazón. Eran las tres de la tarde y no había nadie más. Estuvo leyendo un rato el periódico. Emilia, durante un viaje a Venecia, confirmó que el líder carlista estaba allí, disfrutando del exilio definitivo, viejo y cansado. Entonces el camarero le pasó una nota, y tras leerla le pidió un licor fuerte de origen egipcio hecho de aguardiente. Le acababan de cesar. A continuación, en el baño, se lo echó por el pelo, como queriendo ocultar su identidad, pensando que en la avenida podía haber criminales al acecho, dispuestos a tirotearle. Prescindió del epígrafe constitucional que le obligaba a pedir permiso para ausentarse del país. Pasó un momento por palacio y antes de irse a Italia dejó solamente una nota de despedida, para que la leyera María Victoria della Cisterna en el Congreso.

-Grande fue la honra que merecí de la Nación española -, dijo días después- eligiéndome para ocupar su trono.

Había más escritores que nunca apostados en las esquinas de las inmediaciones, fritos por acabar la novela. En la nota llamaba a los españoles amantes de su patria, cuando lo cierto era que le parecían locos. El afectuoso cinismo fue saludado con un aplauso. A juicio de sus señorías esa actitud, preciando la entereza institucional, le honraba. Sin embargo, teniendo en cuenta que era masón, y que los masones tenían fama de sabérselas todas, hubo quienes entendieron la palabra horca en vez de honra, del mismo modo que antes, cuando iba por los escaños, podía oírse la palabra cerdos en vez de cero dos. Los diputados se mosquearon, recordando que una vez, debido a su mala pronunciación, parecía que les llamaba asnos diciendo la palabra años. El texto repitió la palabra honra en la línea siguiente, y alguna vez la palabra peligro, dejando en el aire la hipótesis de que sustituidas por otras hubiera delatado un mensaje oculto más morboso y terrible. La despedida de María Victoria della Cisterna se alargó cincuenta líneas, con algún fragmento tan sincero como una condolencia. Su esposo lamentaba la constante división del país y que fuese patria tan noble como desgraciada. El texto tuvo luego una utilidad en el periodismo, inaugurando una de sus divinas manías, la de ver intenciones ocultas por todos lados. La prensa estaba condicionada por la restricción de libertades de costumbre, divirtiéndose con algún acróstico o epigrama de vez en cuando. Sin embargo en lo sucesivo se aficionó también a descifrar cosas como los inocentes saludas navideños de los monarcas, es decir, si cuando hablaban de firmeza y unidad se referían a la cama.

Emilio Castelar estuvo unos cuantos días ausente de Madrid, sin querer saber nada, mirando el horizonte en el campo, contaminado por la pesadumbre. En el fondo tenía a Amadeo en gran estima. Habían hecho juntos algún viaje, y en aquella circunstancia, tomando a palo seco la añoranza, en su cabeza daba vueltas alguna anécdota entrañable. Alguna vez pensó que daba vergüenza tener a un rey en aquellas condiciones, sin saber realmente quién era el cuerdo, y pensó que merecía un recordatorio. Cuando regresara a la ciudad quería escribir una carta para agradecerle los servicios prestados. Amadeo debía sentirse orgulloso de sí mismo. Añadió que había hecho lo mejor. Marchándose permitía maniobrabilidad oportuna para que la democracia desbaratara las ínfulas agresoras. Dijo que cuando se restableciera la normalidad, cuando toda la sangre derramada dejara de caer por los balcones y cuando toda la gente aprendiera a usar como es debido los picos y las palas, las gumías y palos, las horcas, flechas y membrillos duros, podría regresar en calidad de ciudadano libre, en un clima más bueno que nunca, si no como rey, como amigo leal del país, como caballero al fin y al cabo, como persona, etcétera. Cuando abandonó el despacho derramó una lágrima sincera, mas con el otro ojo observó aquella gran oferta en zapatos, de lo cual nunca se había comentado nada realmente en serio.

"Por fin terminó el secuestro", tituló Il Corriere della Sera.

I República

Las Cortes, sin rey, pensaron en la República, con la esperanza de que el sueño fuese duradero. La idea interesante era un Estado federal con diecisiete regiones. Sin embargo el sueño tan sólo duraría tres años. En 1874 llegó Alfonso XII de Borbón, el hijo de Isabel II, con quien vivía en París. Hacía meses que había ofrecido sus servicios.

Luego recibió la confirmación estando en Inglaterra. Alfonso era un hombre mundano que conocía bien los sistemas europeos. El general Pavía estuvo a punto de frustrar su nombramiento entrando a caballo en el Congreso, diciendo que la alternancia sucesoria más segura era él, porque de otro modo habría conflictos. Pavía dijo que el movimiento anarquista era libre, y que en el periódico La Emancipación un intelectual calentón francés llamado Paul Lafargue animaba a las muchedumbres, apoyándose en que era tan español como el que más, es decir, hijo de cafeteros cubanos.

El monarca recibió entonces el apoyo decisivo de la Unión Liberal, el partido conservador liderado por Cánovas del Castillo, que se alternó seis veces en la presidencia con Práxedes Mateo Sagasta, una facultad que pese a todo estaba consagrada en la carta magna. El monarca a veces se las veía tiesas para contener los nervios, no ya porque de un momento a otro hubiera una séptima alternancia, sino sobre todo a causa de los rumores maléficos sobre su persona, diciendo que su padre no era Francisco de Asís, el rey consorte, sino un ingeniero llamado Puigmoltó. Para muchos era cierto. No obstante, de ser verdad, su obra de ingeniería duró poco.

En 1885, a los veintisiete años de edad, moría Alfonso víctima de la tuberculosis, dejando con carácter sucesorio a cuatro hermanas, si bien el favorito fue el hijo póstumo que tuvo con María Cristina de Habsburgo.

Alfonso XIII

Fue bautizado con ocho nombres propios, cuya pronunciación consecutiva parecía una ironía contra su difunto padre, acerca de lo que en vida pudo tener tiempo de hacer en otros sitios. Nasda más llegar, Alfonso XIII dijo que su interés la ciencia, pues había oído hablar del doctor Ramón y Cajal.

Cajal andaba prestando sus servicios en Cuba, estudiando la disentería de la manigua de Camagüey. A edad temprana ya se comprendía su capacidad creativa, cuando estuvo a punto de inventar un aparato fotográfico antes que Edison, así como un fonógrafo de mejor sonido. Cuando regresó a España, lamentaba su contacto con la isla, pues no le había dado tiempo a curar a nadie, porque los soldados españoles, desesperados por la falta de ayuda, incautaban los alimentos de los enfermos.

-Debemos esforzarnos por amar a España pese a todo -dijo el doctor en una ocasión-, aunque sea por sus merecidas desgracias.

Con el dinero que pudo ahorrar se compró un microscopio y diversas tinciones para ver mejor las neuronas, con las que se encerró en un laboratorio, en el que no estaba ni siquiera para el rey. Las estudió girando dibujos, una disciplina artística que se le daba bien. En Italia había en ese momento otro científico trabajando en paralelo acerca de algo parecido. Era Camilo Golgi, estudiando el sistema nervioso con tinciones de cromato de plata fabricadas por él. No obstante, por el momento, carecía de las certezas que tenía el español respecto a las conexiones sinápticas. Cajal las demostraba con pruebas en diversos certámenes europeos, logrando el aplauso general. En 1898, tras varios galardones, supo que España perdía Cuba. Los dibujos, por otro lado, mostraban extraños ramales dendríticos, y muchos de ellos eran del impulso nervioso de la retina. Había sido nombrado profesor en Zaragoza, Barcelona, Valencia y Madrid, y tanto la academia de anatomía de Berlín como varias autoridades americanas presagiaban merecimientos mayores.

Estados Unidos había intercedido a favor de la isla. Además el país perdía Puerto Rico y Filipinas, finalizando así su dorado imperio, que acabó espantando el optimismo que quedaba. La clase intelectual comenzó a darse al derrotismo, con tanto desagrado como paciencia, como si para vivir en Cuba hiciera falta estar allí. Un grupo de poetas desalentados, conocido como Generación del 98, se dedicó a abonar con sus deliquios diarios la mala hierba del pesimismo, en palabras del filólogo Núñez de Arce. Cada vez había menos pudor por enseñar la desolación colonial, como si alguien les hubiera dicho que para ser grandes hacía falta tener el mundo. José Martín Ruíz, un afamado cronista parlamentario, era en cambio más optimista. Escribía en tantos periódicos como dedos tenía en las manos, firmando con el seudónimo de Azorín.

Publicaba en el diario España, El Globo y ABC. Solía impartir charlas a los jóvenes periodistas diciendo que la clave para un buen artículo estaba en darle vueltas a tres palabras continuamente. Por lo demás tenía gran habilidad para escabullirse. Era difícil saber en ocasiones si aquel diputado y él eran el mismo. Alguna vez explicó su ubicua habilidad como atractivo del oficio, quizá queriendo propiciar el interés sicológico en la doble personalidad. En su opinión el secreto de la versatilidad prestidigitadora que mantenía en los periódicos estaba en conservar el optimismo, para lo cual no había nada mejor que despertar ante el espejo haciendo alguna cucamona bien desinhibida.

En 1906 había un motivo irresistible para hacerlas todas, cuando a Cajal le concedieron el Nobel de Medicina. Tras arduas pruebas de laboratorio observando la morfología y el comportamiento neuronal, analizando su polaridad y la despolarización, así como la frecuencia de sus sinapsis y el contacto del axón con sus botones terminales, culminaba su esfuerzo colosal. El nuevo ídolo de las masas había logrado clasificar, con todo pormenor y en secreto durante años, diversas categorías neurológicas, según la localización cerebral y vertebral, según su forma piramidal o filiforme, y según su número variado de ramificaciones dendríticas. En vísperas de la entrega dijo a la prensa que el impulso nervioso se producía de modo unidireccional. Sin embargo el premio no lo fue, pues tuvo que compartirlo con el italiano Camilo Golgi, que por su parte aclaró aspectos relacionados con las organelas del citoesqueleto, así como con la productividad de su núcleo.

En el año 1923, tras la primera guerra mundial, Azorín estaba escribiendo también para La Prensa de Buenos Aires, comentando la novedad de que el tocayo del rey, Francisco Primo de Rivera, hubiera alcanzado la presidencia de la nación. El periodista llevaba años demostrando a diario un grande talento para ser a la vez un anarquista convencido, un liberal flemático, un filántropo extranjero y un gallego transeúnte dado al viejo dilema etílico. Además tenía tiempo para desempeñar alguna cátedra, desde donde hablaba a los jóvenes plumillas de las malas costumbres del oficio, acaso la de carecer de su misma habilidad.

Hasta ese instante habían sido presidentes Antonio Maura y Eduardo Dato, que era un hombre harto de que jugaran con su apellido. La única vez que no fue así, Dato quedó presa del asombro y después le pegaron un tiro. El país, sin embargo, se restablecía una y otra vez. La gente tenía cada vez más tiempo para comprar los periódicos, que empezaron a proliferar en mayor número. Un presidente más, producto de la natural alternancia política, fue José Sánchez Guerra, cuyo apellido tampoco era un privilegio. Al año siguiente Azorín escribía en dos periódicos más, y la mujer solamente le veía los lunes. El resto de los días era un nocherniego, una tía materna recién llegada de Alemania y a un navajero. Un día acabó revelando que el pequeño tocayo del rey, el señor Rivera, accedió al cargo porque así lo quiso Alfonso XIII, motivo por el cual este era la diana predilecta de las antipatías. Azorín adornaba puntualmente su presencia diaria en la tribuna para ver de cerca si era cierto. Cataluña fue también motivo de solivianto. Desde hacía un siglo había decidido ser una nación, proyectando ambiciosos planes de urbanismo. Uno de sus periodistas, Eugenio D´Ors, era la gala floreciente de la burguesía industrial, definiendo en sus glosas perfectamente su seny identitario, textualmente el catalán que trabaja y juega. En los periódicos ABC y El Sol solía discutirlo con Ortega y Gasset, provocando gran expectación, ambos en pugna por el trono periodístico. Azorín, en los restantes, añadía otro tema preocupante, el campesinado andaluz, que estaba pasando un hambre demencial.

Escribió diez reportajes in situ, aunque finalmente, como se podía ver en la tribuna, consiguió regresar entero, sin haber recibido siquiera un bocado en las espinillas. Al parecer por primera vez en su vida se vio obligado a ser él mismo. También preocupaba a sus señorías la organización del ejército, y por supuesto el respeto al ordenamiento de gobernadores y alcaldes difíciles, proclives a tomarse las leyes como si fueran el periódico. La gran preocupación fue El Rif, la zona africana que le habían concedido a España tras la primera guerra mundial, tras el reparto europeo. La declaración de guerra la firmaron el presidente García Prieto y el ministro de la guerra Juan de La Cierva, con los cuales Azorín solía recabar la última hora, compartiendo con ellos afinidades políticas, hasta que se descubrió que además aspiraba a ser ministro de instrucción pública.

"Los partidos liberales españoles -les escribía Azorín en secreto a De la Cierva- no pueden satisfacer hoy a nadie. Los conservadores necesitan una amplia reorganización. Insisto en mi idea. Organice usted las fuerzas que acaudilla. Usted es hoy la figura política más relevante de España. No por la mediocridad de los demás es usted grande; lo sería usted en cualquier país europeo".

El conflicto, según su esposa, viéndole disfrazado de soldado, amenazaba con alargarse. Le contestó que lo que en verdad podía alargarse era El Rif, que presagiaba el orco infernal. Estaba situado en la bahía de Alhucemas, entre las colonias españolas de Ceuta y Melilla, entre dos aguas, las del Mediterráneo con el Atlántico, susceptible de causar un gasto de armamento trinitario. En Madrid el pan duro acabó siendo un quinario, cuando no la posible munición. El torrencial abismo podía quitarlos a todos de en medio, incluyendo a Alfonso XIII, que ya era conocido como El Africano. Cajal combatía a su manera, estudiando más. Cuando aparecía en público era el único respiradero, y lo mismo cabía decir de los artistas y futbolistas del momento, así como de los toreros, a muchos de los cuales las orejas les sabían a poco. En las corridas de toros se bromeaba diciendo que el torero se negaba a actuar si no era con permiso de los moros.

La circunstancia quiso que el doctor, por invitación de Canalejas, quedara abocado a la política. El ministro le ofreció el ministerio de salud, superficialmente investigando en aquel instante la tuberculosis. El doctor desestimó el cargo, pero aceptó el de senador vitalicio, por ser honorífico y no remunerado. Era director del laboratorio de investigaciones biológicas de Madrid, y parecía oportuno instalar el microscopio en otro sitio. Alfonso XIII le homenajeó en cierta ocasión erigiéndole una estatua, obra de Victorio Macho, en el parque del Retiro, donde comentaron el diagnóstico infame de la guerra. Al doctor, durante sus alocuciones senatoriales, se le veían ganas de señalar algún virus como si fuera una maceta. Decidió jubilarse en 1927, en tanto El Rif amenazaba con alargarse.

Abdel Krim, el general bereber, puso en aprietos a diario al general Silvestre, que al mando de cien mil soldados solamente contaba bajas. Al contingente nacional, y a petición de De Rivera, se unieron trescientos mil soldados enviados por Francia. Sin embargo nada era bastante y el ultimátum al presupuesto era absurdo, con el país en la ruina. Los poetas de la Generación del 27, reunidos en torno a las revistas, como Litoral de Málaga, acudían a los cafés a tomarlo con un dedo. El Rif se proclamó república independiente, y entonces España acometió con armas químicas, como el gas mostaza. La opinión pública se opuso en la calle a grito herido, aduciendo que de no haber existido nunca el reparto europeo España no estaría defendiendo la mala suerte. Los periódicos, cada vez más abiertamente, pregonaban la tontería, insistiendo con que era absurdo pelear por algo que nunca se tuvo. Se dijo que era un señuelo tendido por alguna fuerza europea queriendo desangrar al país para siempre. En el parlamento De Rivera, cada vez con más obstáculos, rendía cuentas alguna vez, sin dejar de sorprenderse. El motivo era que en algunos sitios lo mandaban libremente al carajo. Estaba sorprendido de durar tanto, aunque tras la fundación de la red pública de gasolina, se toleró su presencia. Los empleados de la red le sonreían y penaban que le debían un favor: el de mandarlo a la porra con más educación. En una sesión, creyéndolo una airosa salida, propuso el Estatuto Fundamental de la Monarquía, pero se demostró finalmente que era un momento malo para las delicadezas jurídicas.

Cajal preparaba su último legado, junto a Silveria, su esposa. Consistía en asignaciones de su peculio para la investigación docente. Un día, estando en el aula de biología, le informaron que ella fallecía, víctima de la tuberculosis. Era el año 1930 y el rey también preparaba su abandono. En la última etapa no había renunciado, pese a todo, a sus giras europeas, y en una de ellas fue objeto de un atentado, en París, cuando visitaba al presidente Emile Loubet. Iba acompañado por su esposa inglesa María Victoria cuando le lanzaron un explosivo. El siguiente se lo lanzaron en la península, aunque se trataba tan solo del resultado electoral de las elecciones municipales fueron, que fue inapelable a favor de los partidos republicanos. El escaso apoyo le puso a pensar seriamente en el exilio en Roma. Según comentó, era mejor así, pues de otro modo su presencia provocaría una guerra civil.

II República

El sistema estaba agotado y la apetencia general la nueva República. Su presidente fue Alcalá Zamora y el primer ministro Manuel Azaña. El sueño, sin embargo, tan sólo duraría cinco años. Tomaron decisiones importantes, como el desalojo de la iglesia, la reducción de unidades militares y la reforma agraria. La prioridad fue apagar el Rif, a lo que contribuyó un jurista austríaco de probada aptitud, Hans Kelsen, que planteó la opción de un tribunal internacional que solucionara los conflictos sin armas.

En ese ambiente se celebró la conferencia de Algeciras, donde finalmente la autoridad capituló, al fin dándose cuenta de que había estado defendiendo solamente boniatos. Hans Kelsen promovió también la idea del Tribunal Constitucional, para proteger los derechos fundamentales del ciudadano amparados por la Constitución, una de cuyas alhajas fue el derecho de amparo, para emplearlo cuando los viera vulnerados.

La creación de regiones autonómicas pretendía descentralizar la función estatal. Los políticos declararon que cualquier región, como Cataluña, podía independizarse mediante votación.

Franco

Azaña se enfrentó a todo el mundo, como los borbones, que le llevaron a la clandestinidad en sus comienzos de periodista en la revista España. El ejército amenazó varias veces con suplantar la Constitución, hasta que en 1936 se alzó en armas el general Francisco Franco Bahamonde, provocando una guerra. Echó en cara a los republicanos que tuvieran doscientas mujeres para ellos, motivo de que en las calles hubiera tantos toreros. Dijo que lamentaba la intervención, pero que de no ser así el país sería controlado fácilmente por cualquier potencia de tercera división. Durante la guerra murieron un millón de personas en cada bando, sin que quedara nadie para contarlo.

En 1939 se proclamó jefe del Estado, dejando las Cortes como mero órgano asesor. Ante la necesidad permanente del estado de sitio, propuso como consuelo constitucional las Leyes Fundamentales del Reino y del Movimiento. Admitió alguna ley de prensa y sindical, como el fuero del trabajo, regulando la vida laboral, pero restringió el derecho de reunión, para evitar apiñamientos callejeros y conspiraciones prematuras. En cuanto a obras públicas fueron siempre una prioridad, en especial las canalizaciones, puertos y pantanos. En sanidad, si bien al principio la tasa de mortandad por sarampión era elevada, la cifra quedó reducida al dos por ciento. En el apartado deportivo, el Real Madrid ganó seis veces la copa de Europa, siendo una buena carta de presentación para la apuesta exterior de las empresas.

Constitución 1978

La sensación histórica parecía indicar que apenas se pronunciara el nombre de España iba a sonar la alarma. En 1975, tras cuarenta años ininterrumpidos, fallecía el general Franco, dejando expedita la vía democrática. Legaba, entre otras cosas, una leyenda curiosa, cuyo origen estaba en las ocasiones en que vestido de paisano visitaba las oficinas de los funcionarios para ver su rendimiento, cosa que hizo creer en el mito del doble, y por ende en que aquel no fuese su cadáver.

Legó también una ley sucesoria, que permitiría la designación como rey de Juan Carlos I. Desde ese instante hasta 1978 hubo un periodo de legalización de partidos llamado La Transición. Una comisión constituyente, formada por juristas que representaban a cada partido, elaboró una nueva carta magna. El Estado, según el texto, mantenía la unidad, quedaba dividido en tres poderes y pretendía la descentralización de competencias a favor de las regiones.

"España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico de libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".

En 1977 todo estaba listo para obtener el beneplácito de la población mediante sufragio universal. Severo estaba por entonces más joven. Después del voto por unanimidad inaugurando la nueva categoría legal, a continuación el Congreso, cumpliendo un trámite, fue disuelto, al objeto de organizar una nueva convocatoria, esta vez para elegir al presidente. Participaron seiscientos partidos, cuyos candidatos se fueron de viaje por todos sitios, dando mítines, llenando estadios y plazas. La prensa solamente hablaba de ellos, que tenían más impacto que los cantantes. Fue fundado un nuevo periódico, El País, dirigido por Juan Luis Cebrián.

"1. Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

2. El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin el consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito.

3. Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial.

4. La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos".

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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