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El determinismo tecnológico: indicaciones para su interpretación (página 2)




Enviado por Antonio Diéguez



Partes: 1, 2

Todo el que haya paseado por algunas sierras andaluzas
sabe que sí se le pueden poner puertas al campo; hasta el
punto incluso de que, entre coto y coto, sólo quede para
el paseante una estrecha vereda. Tras la idea de que controlar el
desarrollo tecnocientífico es como intentar ponerle
puertas al campo se esconde una idea que goza de enorme
predicamento y que, sin embargo, como diremos después, no
se justifica ni ética ni empíricamente. Se trata
del determinismo tecnológico. En este trabajo me propongo
aclarar cómo debe entenderse este concepto para recoger
adecuadamente el modo en que suele presentarse la
tecnología en esas proclamas de inevitabilidad del
desarrollo tecnológico que tanto se repiten en los medios
de comunicación. A continuación explicaré
por qué el modo en que suele entenderse el concepto deja
translucir una posición sumamente discutible desde un
punto de vista ético y empírico. Finalmente
sugeriré una posible conexión entre la
extensión de este determinismo popular y el crecimiento de
las actitudes anticientíficas. Aclaro desde ahora que no
es mi intención entrar en el fondo del debate ético
sobre la clonación. Únicamente me
interesa aquí la cuestión como caso que
suscita de forma particularmente aguda tomas de posición
deterministas.1

Variantes del
determinismo tecnológico

No es nada fácil caracterizar el determinismo
tecnológico. Es un concepto que admite diversas
interpretaciones, dada la pluralidad de contextos en los que ha
sido empleado y de propósitos que han animado ese uso. Ha
terminado así por convertirse en un concepto bastante
vago, lo cual a su vez ha propiciado un uso aún más
extenso. El determinismo tecnológico ha sido atribuido,
con mayor o menor justicia, a autores tan dispares como Karl
Marx, Ernst Jünger, Martin Heidegger, Lewis Mumford, Jacques
Ellul, Herbert Marcuse, Langdon Winner, Lynn White, Jr., John
Kenneth Galbraith, Marshall McLuhan, Alvin Toffler, Robert L.
Heilbroner, Neil Postman, etc. Además, el discurso sobre
el determinismo tecnológico puede hacer referencia a dos
cosas que, en principio, son completamente independientes. A
veces, sobre todo entre los filósofos, lo que se quiere
decir es, como a continuación explicaremos, que la
tecnología está sujeta a un proceso autónomo
de desarrollo, que, por no obedecer a ningún agente
externo a la propia tecnología, se puede considerar como
determinado por una lógica interna. Pero entre los
historiadores el determinismo tecnológico tiene un
significado muy diferente. Entre ellos se entiende principalmente
como la tesis que sostiene que la tecnología determina (o
influye de forma decisiva en) el curso de la historia (cf. Smith
y Marx (eds.) 1996). Que, como escribía Marx en La miseria
de la filosofía (en un exceso que, por cierto, puede
compensarse con otros textos suyos no deterministas), "el molino
a brazo os dará la sociedad con señor feudal; el
molino a vapor, la sociedad con el capitalismo industrial." (Marx
1979, p. 161). Una de las obras clásicas que se consideran
como exponentes de esta tesis es Medieval Technology and Social
Change, de Lynn White, Jr. En esta obra, publicada en 1962, se
liga la aparición del sistema feudal con el invento del
estribo. El estribo, debido a la potenciación que
permitió de la caballería al hacer de la carga a
caballo un elemento central en las batallas, habría sido
el catalizador de toda una serie de cambios sociales, como el
vasallaje, que condujeron a lo que conocemos como
feudalismo.

Como digo, ambas tesis son lógicamente
independientes. Se puede creer que la tecnología es
autónoma y asumir al mismo tiempo que los procesos
sociales e históricos no están determinados por su
desarrollo, y se puede pensar que determina dichos procesos si
bien no sigue un desarrollo completamente autónomo de
otros agentes sociales. Cierto es, sin embargo, que algunos
deterministas fuertes y también algunos comentaristas unen
ambas tesis y las presentan –erróneamente en mi
opinión– como si tuvieran que ir necesariamente
ligadas: la tecnología es autónoma en su desarrollo
y determina los procesos históricos y sociales. Dejaremos
aquí de lado el determinismo
tecnológico tal como lo entienden los historiadores
para concentrarnos en el otro sentido, que resulta
filosóficamente más relevante.

Un modo en que puede entenderse inicialmente el
determinismo tecnológico es en analogía con el
determinismo tal como se entiende en las ciencias naturales desde
que fuera definido por Pierre-Simon de Laplace en 1814 (cf.
Laplace 1985, pp. 24-25), es decir, como el sometimiento de todos
los fenómenos naturales a leyes inmutables. El
determinismo en ciencias naturales (particularmente en
física) sostiene, en efecto, que el universo está
regido por leyes universales no sujetas a excepciones. Los
fenómenos físicos serían completamente
predecibles si conociéramos dichas leyes y todas y cada
una de las condiciones antecedentes de dichos
fenómenos.

Una consecuencia del determinismo así entendido
es la inevitabilidad del resultado que las leyes naturales dictan
sobre el futuro. Sólo hay un estado de cosas en un momento
futuro compatible con el estado de cosas presente. Y lo mismo
puede decirse con respecto al pasado. Sólo hay un estado
de cosas en cualquier momento del pasado compatible con el estado
de cosas presente. Por tanto, dado un estado de cosas en el
mundo, todos los demás estados están fijados
conforme a las leyes naturales.

No es nuestra tarea aquí entrar en la
discusión acerca de la plausibilidad de este determinismo
a la luz de la física actual, e incluso a la luz de la
física clásica (para ello véase Earman
1986). Sí recordaremos que la teoría
cuántica puso de manifiesto que hay leyes
irreductiblemente probabilísticas en la ciencia, cuya
indeterminación no se debe a nuestra ignorancia, sino a un
azar intrínseco a ciertos fenómenos; o en palabras
de un conocido filósofo de la física, la
teoría cuántica "nos permite negar, para un evento
dado, quepa siempre encontrar algún evento pasado que sea
causalmente adecuado para explicar por qué ocurrió
el evento dado en lugar de algunas alternativas especificables"
(Sklar 1992, p. 204). Por otra parte, se puede aceptar un
determinismo fatalista o suponer que una mente infinita conoce
todos los eventos futuros sin aceptar al mismo tiempo que todo
está sometido a leyes naturales.

Lo que, en cambio, sí nos interesa saber es si el
determinismo tecnológico ha sido entendido alguna vez de
una forma semejante. Trasladando a la tecnología lo
sostenido por el determinismo físico, el determinismo
tecnológico debería afirmar que todos los
fenómenos tecnológicos obedecen a leyes naturales
que dictan de forma necesaria la configuración que
tomará la tecnología en cualquier momento
posterior. Y, en efecto, hay quien lo ha entendido de forma muy
cercana a esto. Bruce Bimber (1996) utiliza precisamente este
sentido para descartar que Marx hubiera sido un determinista
tecnológico. Bimber sostiene que, aunque hay al menos
otros dos sentidos en el que se emplea el concepto habitualmente,
el determinismo tecnológico en sentido preciso debe
interpretarse como una explicación nomológica de la
tecnología. Es decir, "el determinismo tecnológico
puede concebirse como la idea de que a la luz de la
situación pasada (y actual) del desarrollo
tecnológico y de las leyes de la naturaleza, el cambio
social no puede seguir en el futuro más que un
único curso posible. […][U]na empresa (por ejemplo,
el ferrocarril) exige tecnologías posteriores (como el
telégrafo o grandes centros de producción de acero
organizados jerárquicamente) y una reserva de mano de
obra, la existencia de capital, un sector de seguros y la banca,
etc., para que el cambio económico social y
cultural provocado inevitablemente por la adopción del
ferrocarril siga un rumbo fijo y predecible." (Bimber 1996, p.
99).

Sin embargo, es sumamente discutible que esta
posición represente adecuadamente lo que pretende expresar
la idea popular sobre la tecnología que hemos descrito
más arriba, entre otras razones porque en ella se asume
una posición filosófica acerca de la naturaleza que
más bien parece reservada al ámbito
académico. Obsérvese que según esta
caracterización el determinismo tecnológico no es
más que un caso especial del determinismo físico.
Vivimos en un universo gobernado por leyes universales
deterministas y dichas leyes gobiernan también a la
tecnología. Por lo tanto, así como el estado de los
planetas dentro del Sistema Solar podría ser establecido
para cualquier momento futuro, en tanto que conozcamos su estado
actual y las leyes que rigen su movimiento, así
también podríamos en principio trazar la
trayectoria del desarrollo tecnológico si
tuviéramos un conocimiento semejante de sus leyes y
condiciones actuales.

¿Estarían, por otra parte, muchos
dispuestos hoy en día a aceptar una tesis tan fuerte,
cuando en la propia física el determinismo es una
posición en retirada? Una cosa es que los sistemas
tecnológicos funcionen de acuerdo con leyes naturales,
otra que el desarrollo tecnológico las obedezca leyes
naturales en su sucesión y que además eso implique
que esa sucesión sólo puede tener un camino. Lo
primero no da para ser deterministas. También la
biología supone que los sistemas biológicos
obedecen leyes físicas y no por ello se desemboca en el
determinismo biológico. Lo segundo sí sería
calificable como determinismo tecnológico, pero de una
modalidad tan estricta que no sólo Marx, sino
prácticamente cualquier otro autor de relieve,
sería descartable como determinista.

Más acertado me parece interpretar el
determinismo tecnológico popular como la ausencia de
control de la tecnología por parte del ser humano; como el
desarrollo autónomo de la tecnología. Según
esta interpretación, la sociedad no tiene capacidad para
influir en el curso del desarrollo tecnológico. No hay
posibilidad real de modificarlo. Estamos abocados a lo que dicte
para nosotros la propia tecnología. Cabe distinguir dos
versiones dentro de esta postura: (1) la tecnología (al
menos en su forma actual) es intrínsicamente ingobernable
y sigue leyes propias (un representante de esta postura
sería Jacques Ellul); (2) hemos dejado que las instancias
que deberían gobernar y controlar la tecnología no
lo hagan (un representante sería Langdon Winner). Ambas
versiones comparten, sin embargo, su aceptación del
llamado "imperativo tecnológico": si algo es
técnicamente posible, entonces terminará por
realizarse. O expresado de otro modo: en tecnología lo
posible implica lo necesario; todo lo que esté alguna vez
disponible, será necesariamente usado. En la primera
versión, el imperativo tecnológico se sigue como
consecuencia inevitable de la ley interna del desarrollo
tecnológico. En la segunda versión, en cambio, el
imperativo tecnológico es un hecho que podría
evitarse en las condiciones adecuadas.

Las tesis de Ellul han sido expuestas y analizadas en
múltiple ocasiones. Valga aquí sólo un
somero recordatorio. En el capítulo segundo de su
influyente obra La technique ou l"enjeu du siècle,
publicada en fecha tan temprana como 1954, Ellul expone una serie
de características de la moderna tecnología que
vienen todas a confluir en el mismo resultado: la
tecnología actual es autónoma, esto es, sigue sus
propias leyes de desarrollo con total independencia de los deseos
humanos y de cualquier otro factor externo. "La técnica
obedece sus leyes específicas, obedeciendo cada
máquina en función de las otras. Así cada
elemento del conjunto técnico sigue leyes determinadas por
la relación con los otros elementos de este conjunto;
leyes internas al sistema, por lo tanto, y en nada influenciables
por factores ajenos." (Ellul 1990, p. 126). La técnica
moderna crece por sí misma, se engendra a sí misma.
Es sólo la situación técnica anterior la que
marca cuáles serán las técnicas en uso en el
momento siguiente. Unas innovaciones técnicas conducen a
las otras. Esto implica, evidentemente, que nada puede hacer ya
el ser humano por controlarla o reconducirla. Todo intento de
hacerlo o bien está condenado al fracaso, o bien, si
consigue tener algún efecto, no llevaría más
que la aplicación de nuevas técnicas (de
gestión, de gobierno, etc.) a los procesos
tecnológicos ya existentes, con lo cual en última
instancia sólo se conseguiría reforzar el propio
sistema tecnológico. El hombre es una pieza más del
engranaje, y sólo le cabe obedecer también sus
leyes. En el mejor de los casos es un mero catalizador que
desencadena y acelera el movimiento, pero sin participar en su
manejo:

Hablando con propiedad no hay elección en lo que
respecta a la magnitud de tres y cuatro: cuatro es mayor que
tres. Esto no depende de nadie; nadie lo puede cambiar, ni decir
lo contrario, ni escapar de ello personalmente. Actualmente, la
decisión con respecto a la técnica es del mismo
orden. No hay elección entre dos métodos
técnicos: el uno se impone al otro fatalmente porque sus
resultados se cuentan, se miden, se ven, y son indiscutibles.
[…]

Actualmente la técnica ha llegado a tal punto de
evolución que se transforma y progresa casi sin
intervención decisiva del hombre. Se podría decir
por otra parte que todos los hombres de nuestro tiempo
están apasionados de tal forma por la técnica,
seguros de tal forma de su superioridad, sumergidos de tal forma
en el medio técnico, que todos sin excepción
están orientados hacia el progreso técnico, que
todos trabajan para él, que en cualquier oficio cada uno
busca qué perfeccionamiento técnico puede aportar,
de tal modo que la técnica progresa en realidad como
consecuencia de este esfuerzo común. (Ellul 1990, pp. 74 y
79).

Son diversos los problemas que pueden atribuirse a esta
caracterización del determinismo. En primer lugar,
contempla la tecnología como algo homogéneo,
inextricable, sin articulación interna ni niveles
diferenciados. No permite, por ejemplo, hablar de
tecnologías de fácil control en comparación
con otras de control más difícil. El holismo de
Ellul ve la tecnología como un todo que se acepta o se
rechaza en su globalidad y que señala un camino
único. Y puesto que esa globalidad no puede ser controlada
por completo por los individuos o por los gobiernos, se concluye,
dando un salto ilegítimo, que no es posible control
efectivo ninguno de la tecnología. En segundo lugar,
convierte a la tesis de la autonomía de la técnica
en una tesis cuasi ontológica: hay algo en la propia
naturaleza de la tecnología que la hace ingobernable una
vez alcanzado cierto nivel de desarrollo o cierta forma concreta.
Como el monstruo creado por el doctor Frankenstein, una vez que
está en el mundo, se rebela ante cualquier intento de
sumisión y exige incluso obediencia a su creador.
Finalmente, postula unas supuestas leyes de su desarrollo que
quedan en la más completa indefinición. Ellul
sólo menciona el cálculo para la
maximización de la eficiencia (cf. Ellul 1990, p. 69).
Ahora bien, la historia antigua y reciente de la
tecnología desmiente que las consideraciones sobre la
eficiencia sean las únicas que intervienen. Otros factores
importan, y no de forma desdeñable.

En efecto, ciertas características sociales,
culturales, éticas, estéticas o religiosas pueden
hacer que una determinada tecnología fracase, por muy
eficiente que sea en otro contexto social. La máquina de
vapor de Herón de Alejandría sólo fue un
juguete sofisticado a falta de un contexto social como el que en
el siglo XVIII encontró para ella una función
sustancial, y en la actualidad, algunas técnicas de
control de natalidad se vuelven socialmente inviables en
países musulmanes o donde la iglesia católica
ejerce una gran influencia. En otras ocasiones son las
circunstancias del mercado o la situación en el mismo de
las empresas que promueven una tecnología las que hacen
que ésta triunfe frente a tecnologías mejores desde
un punto de vista puramente ingenieril. Así, el sistema
Betamax en vídeo perdió la batalla frente al VHS, a
pesar de su mejor calidad de imagen, el sistema operativo de
Macintosh fue desbancado por el sistema Windows que trataba de
imitar algunas innovaciones introducidas por aquél, y el
Concorde fue retirado del mercado pese a su excelente
tecnología en comparación con la de los aviones
transatlánticos no supersónicos (cf.
Echeverría 2001). Y no deben olvidarse los cada vez
más importantes criterios ecológicos y
ergonómicos, en especial los relativos a la salud, con los
que se juzga la tecnología. En algunos casos estos
criterios han llevado al abandono (como en el uso del DDT o de
los gases clorofluorocarbonados), a la paralización (como
en el uso de la energía nuclear en algunos países),
a la disminución (como en las emisiones de azufre
causantes de la lluvia ácida en Europa y Estados Unidos),
o al uso regulado (como en los organismos transgénicos) de
ciertas tecnologías o productos tecnológicos.
(Sobre los criterios diversos en los que hoy se basa la
evaluación de tecnologías véase Niiniluoto
1997).

En todo caso es necesario reconocer que el determinismo
tecnológico popular recoge en buena medida unas ideas
parecidas. Ideas que pueden rastrearse incluso en obras
literarias, como Frankenstein de Mary Shelley y, en general, en
los relatos que varían sobre el tema del aprendiz de
brujo. Si bien, en tales casos, la tecnología es vista
más como un sujeto o una fuerza misteriosa con voluntad
autónoma que como un engranaje impersonal siguiendo leyes
propias.

Menos estricta, y por ello mismo menos inhibidora de la
acción política y del activismo social, es la
caracterización del determinismo tecnológico que
efectúa Langdon Winner. Este autor trató el tema de
forma detallada en su libro de 1977 Autonomous
Technology, pero ha ido modulando y revisando ampliamente sus
tesis en obras posteriores. Si en Autonomous Technology, pese a
intentar mantenerse neutral sobre la cuestión, mostraba
claramente su admiración y su simpatía por algunos
deterministas, en particular por Ellul, y denunciaba la
existencia de "sistemas técnicos apartados totalmente de
la posibilidad de influencia por medio de una dirección
exterior, que sólo responden a los requerimientos de sus
propias operaciones internas" (Winner 1979, p. 37),
con el tiempo se ha convertido en un promotor del "cambio
tecnológico disciplinado por la sabiduría
política de la democracia", lo que, según sus
palabras, ha de llevar a resultados "muy diferentes de los
recomendados por las reglas de la eficiencia técnica y
económica" (Winner 1987, p. 73). En su segunda obra
influyente, titulada The Whale and the Reactor, publicada en
1986, Winner sigue pensando que la tecnología actual
está fuera del control social, siendo ella más bien
la que controla a los seres humanos, pero lo presenta más
decididamente como un hecho contingente que podría
modificarse:

Las grandes organizaciones sociotécnicas ejercen
poder para controlar las influencias sociales y políticas
que supuestamente las controlan. Las necesidades humanas, los
mercados y las instituciones políticas que podrían
regular los sistemas basados en la tecnología a menudo se
encuentran sujetos a la manipulación por parte de esos
mismos sistemas. De ahí que, para tomar un ejemplo, las
técnicas psicológicamente sofisticadas de
propaganda se han convertido en un medio común de alterar
los objetivos de las personas para que se adapten a la estructura
de los medios disponibles, costumbre que ahora afecta tanto a las
campañas políticas como a las campañas para
vender desodorantes axilares o Coca-cola (con resultados
similares)." (Winner 1987, p. 66).

Por tanto, para Winner, no se trata de que la
tecnología sea intrínsecamente autónoma e
ingobernable. Es que con nuestra actitud pasiva, con nuestro
"sonambulismo" voluntario, con nuestras prisas irreflexivas
propiciadas por la propia rapidez de los cambios, hemos dejado
que la tecnología fluya sin control popular y hemos
tolerado que, en muchos casos, el control lo tome una
minoría fuertemente comprometida con el propio sistema
tecnológico. De este modo la tecnología ha
terminado por dominar en nuestra sociedad a la economía y
a la política, en lugar de ser al contrario, y su
desarrollo ha quedado en manos exclusivas de expertos
tecnócratas. Si para Ellul la tecnología, una vez
alcanzado cierto nivel de complejidad, es autónoma por su
propia naturaleza y sigue ya sólo leyes internas de
desarrollo, para Winner hemos permitido sencillamente que una
tecnología que podría estar guiada por nuestras
necesidades y nuestros valores haya quedado al margen de los
intereses públicos.

Winner cree que nuestra tecnología actual es muy
poderosa y está reconstruyendo por completo las
condiciones de la existencia humana. Cree además que,
lejos de ser neutral, la tecnología, e incluso los propios
artefactos, tienen implicaciones políticas y valorativas,
creando en su despliegue nuevas "formas de vida", reestructurando
los roles y las relaciones sociales. Todo ello son afirmaciones
que podría asumir un determinista fuerte. Pero Winner cree
también que las fuerzas sociales pueden moldear la
tecnología. Por ello propone, como no podría
hacerlo un determinista estricto, "tratar de imaginar y procurar
construir regímenes técnicos que sean compatibles
con la libertad, la justicia social y otros fines
políticos clave" (Winner 1987, p.
73).2

Recapitulando, hay tres formas posibles de interpretar
el determinismo tecnológico:

1) La tecnología determina los procesos sociales
y el devenir histórico.

2) La tecnología está determinada por
leyes naturales.

3) La tecnología se determina a sí misma;
sigue un desarrollo autónomo.

Lo que vengo denominando "determinismo
tecnológico popular", es decir, el determinismo
tecnológico tal como aparece reflejado en muchas proclamas
sobre el progreso científico y técnico dirigidas al
gran público desde los medios de comunicación,
está mejor representado por la tercera de estas tres
interpretaciones. Este determinismo se cifra en la
convicción de que la tecnología actual, ya sea por
haberse convertido en una fuerza en sí misma irresistible,
ya sea por la desidia o ignorancia de los seres humanos,
está fuera de control. Digamos de paso que, a su vez, hay
una versión optimista y una versión pesimista del
asunto. Para la versión optimista o cientifista
está muy bien que no haya control externo sobre el
desarrollo de la investigación científica y
técnica porque esa es la mejor forma de garantizar el
bienestar humano. El control de la ciencia y de la técnica
es visto como una intromisión que coarta la libertad y que
conduce al atraso cultural y económico. Esta suele ser la
actitud que está detrás de los tópicos que
mencionábamos antes ("no se pueden poner puertas al
campo", "no se puede ir contra el progreso", etc.). La
versión pesimista ve, en cambio, en este descontrol el
inicio del camino al desastre. Un desastre ecológico
sin precedentes y, quizás incluso, el fin de
la civilización.3

Por otra parte, bajo el término paraguas de
"tecnología" se incluyen elementos diversos. Aunque en el
uso común es habitual identificar la tecnología con
las máquinas o los aparatos, lo cierto es que tales cosas
son sólo la punta del iceberg de procesos más
amplios y complejos. Por tanto, es inexcusable proporcionar una
clarificación, siquiera sea somera, de qué aspectos
de la tecnología son los que aparecen implicados
fundamentalmente cuando se habla de la autonomía y el
descontrol de la misma. Para ello me basaré en una
clasificación efectuada por Niiniluoto (1984, p. 258).
Según su opinión, la diversidad de referentes que
poseen en la actualidad las palabras "técnica" y
"tecnología" se puede concretar en la siguiente
lista:

a) Los instrumentos o artefactos que el
hombre ha creado para la interacción con la
naturaleza.

b) El uso de tales instrumentos.

c) Las habilidades (o know how) requeridas
para el uso de estos instrumentos.

d) El diseño de los
instrumentos.

e) La producción de estos
instrumentos.

f) El conocimiento necesario para su
diseño y producción.

Niiniluoto añade que lo peculiar de la
técnica humana serían los aspectos d), e) y f),
puesto que los otros aspectos los podemos encontrar en la
técnica de algunos animales.

De acuerdo con esta clasificación, ¿a
qué se refiere exactamente el determinismo
tecnológico popular cuando asume la incapacidad para
controlar la técnica? Es evidente que, al menos por el
momento, no se refiere al descontrol de los aparatos o
artefactos. No estamos aún en el mundo descrito por Isaac
Asimov en su novela Yo, robot. Las máquinas siguen
haciendo aquello para lo que fueron diseñadas, aunque
tengan también efectos secundarios no previstos en su
diseño. No hay una rebelión de las
máquinas como la que auguran Marvin Minsky y
Hans Moravec una vez que los robots hayan alcanzado un grado de
inteligencia superior al humano (cf. Diéguez 2001).
Tampoco parece que tenga mucho sentido hablar del descontrol de
las habilidades. El descontrol se refiere fundamentalmente a la
producción y al uso de la tecnología, y de forma
derivada al conocimiento y al diseño, en la medida en que
son elementos necesarios para la producción. Así
pues, podemos decir finalmente que el determinismo
tecnológico popular se basa en la idea de que la
producción y el uso de la tecnología, para bien o
para mal, escapa hoy al control humano.

Los problemas
para justificar el determinismo
tecnológico

El determinismo tecnológico parte de una
intuición sin duda bastante sensata y extendida: no
podemos hacer lo que queramos con la tecnología. El
voluntarismo que mantiene que el desarrollo tecnológico
depende exclusivamente de decisiones libres basadas en
preferencias valorativas y que, en sus versiones más
ambiciosas ha llegado a proponer la sustitución masiva y a
corto plazo de la tecnología actual por
"tecnologías alternativas", no es en la actualidad, a la
luz de los acontecimientos de las últimas décadas,
una posición creíble. Un error central del
voluntarismo radica especialmente en subestimar la fuerza con la
que la tecnología influye en nuestra cultura y modifica
nuestros valores. Así, algunas tecnologías, como la
píldora anticonceptiva, han hecho más por el cambio
de los valores ampliamente aceptados en la sociedad que
insistentes discursos políticos. Entre tecnología y
valores se da una interacción mutua, no una influencia con
dirección única, ya sea sólo de la
tecnología sobre nuestros valores, como sostiene el
determinista tecnológico, o sólo de nuestros
valores sobre la tecnología, como sostiene el voluntarista
o el determinista social (cf. Niiniluoto 1990).

Por otra parte, a estas alturas, el hombre no puede
prescindir de la tecnología (si es que alguna vez hubiera
podido). Sencillamente la sociedad en su conjunto no puede
renunciar, so pena de muertes masivas, a la producción y
uso de la tecnología. La existencia de los seres humanos
en un número de varios miles de millones es inviable sin
ella. Caben renuncias individuales o de pequeños grupos,
como los amish de Norteamérica, pero incluso en estos
casos esas renuncias casi nunca son totales. Por eso, no parece
muy realista la pretensión heideggeriana de servirnos de
los objetos técnicos pero "manteniéndonos a la vez
tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos
(loslassen) de ellos." (Heidegger 1989, pp. 27-28).
¿Cuántos y hasta qué nivel podrían
afirmar sin hipocresía que pueden actuar ante la
tecnología con un desasimiento tal, con esa
aristocrática "Gelassenheit" que Heidegger
preconiza?

Esta intuición difundida de la imprescindibilidad
de la tecnología, unida a la idea de la enormidad de los
intereses económicos en juego y de las intrincadas redes
de influencia y poder que conforman el sistema tecnológico
contemporáneo, es el sustento principal de la popularidad
de la que goza determinismo tecnológico. El individuo
aislado tiene la impresión de vivir al margen de los
procesos que llevan a la producción de las nuevas
tecnologías. Y ciertamente, en nuestros días vive
casi completamente al margen de dichos procesos. Como escribe
Günter Ropohl, "incluso si se admite que el desarrollo
tecnológico se origina en decisiones y acciones humanas,
la contribución individual es tan insignificante que el
hombre pierde la sensación de ser el autor del
proceso." (Ropohl 1983, p. 87). Cuanto más intereses
económicos hay en juego y mayores son las empresas
implicadas, más difícil es que las decisiones
individuales tengan algún efecto. Habría que ser un
ingenuo para no reconocer esto.

Pero la cuestión es si hemos de aceptar esta
situación como inevitable o si cabe hacer algo al
respecto. El determinista da por sentado que poco o nada se puede
hacer. Sin embargo, sus argumentos para sostener esto son
débiles y se basan en muchas ocasiones en generalizar la
dificultad del control de ciertas tecnologías y en apelar
a la sensación de impotencia que embarga a muchos frente
al desarrollo tecnológico. En mi opinión, por el
contrario, hay que dar la razón a Tiles y Oberdiek (1995,
p. 25) cuando afirman que "las interconexiones técnicas
existentes limitan el campo para la realización de los
fines humanos, pero de ahí no se sigue que la red de
sistemas tecnológicos sea inmune a la intervención
humana y se desarrolle únicamente según sus propias
leyes internas. Algunos problemas se pueden resolver en relativa
independencia, pues aunque en el fondo todo puede estar
interrelacionado, aún es posible distinguir y usar partes
específicas para propósitos específicos como
si fueran separables". Y, sobre todo, hay que preguntarse si la
escasa influencia actual de las decisiones individuales en la
marcha del desarrollo tecnológico no obedece antes a la
estructura vigente del sistema económico y político
que a la naturaleza supuestamente ingobernable de la
tecnología.

¿Controla realmente la tecnología a los
poderes económicos y políticos,
sometiéndolos a sus dictados inapelables, o más
bien son éstos los que mantienen el control pero no se
dejan influir fácilmente por las voces de los ciudadanos,
especialmente cuando van en contra sus intereses
inmediatos?

La plausibilidad inicial del determinismo
tecnológico debe ser puesta en contraste con un hecho que,
si bien no lo convierte en falso, sí que al menos
debería prevenirnos contra su aceptación pasiva: el
determinismo tecnológico es éticamente
insostenible. Al admitir que todo lo que pueda hacerse
técnicamente se hará tarde o temprano, sea cual sea
nuestro juicio moral sobre ello, lo que indirectamente se
sugiere, por lo general, es que hemos de estar preparados para
asumir cualquier resultado posible o incluso que la
calificación moral está aquí fuera de lugar.
Ahora bien, aún cuando fuera cierto que nada podemos hacer
para evitar que a través de la tecnociencia se realicen
ciertas cosas que consideramos censurables, ello no
debería llevarnos a la conclusión de que no cabe
condenar su realización y exigir responsabilidades morales
y legales a los causantes. Tampoco podemos evitar los asesinatos,
y sin embargo a nadie se le ocurre decir que, dada su
inevitabilidad, carezca de sentido incluirlos como delitos en el
código penal y apartar de la sociedad a los asesinos. Ni
siquiera lo pretenden los que, basándose en supuestas
consideraciones científicas sobre la agresividad humana,
consideran que el asesinato es socialmente inextirpable dado que
siempre habrá algunos seres humanos
determinados biológicamente a ser
asesinos.4 De forma análoga,
si estimamos, por ejemplo, que la clonación
reproductiva en humanos es inmoral y va en contra de los derechos
humanos fundamentales, habría que legislar su
prohibición (como ocurre ya en muchos países), no
porque con ello obtengamos la seguridad de que no se
llevará nunca a cabo, sino precisamente porque tememos
que, cuando sea técnicamente posible, habrá
personas dispuestas a llevarla a cabo.

Pero además, el determinismo tecnológico
tampoco se justifica empíricamente, porque, como hemos
dicho antes, hay casos en los que la opinión
pública o factores económicos, ideológicos,
religiosos, culturales, etc., han sido capaces de reconducir e
incluso impedir la aplicación o el uso de ciertos avances
tecnológicos. Como señala Keith Pavitt, el
determinismo tecnológico fracasa empíricamente en
la medida en que:

– una gran proporción de la
tecnología desarrollada no se difunde, sino que se rechaza
sobre fundamentos económicos y sociales,

– muchas tecnologías
están continuamente adaptándose a la luz de
imposiciones económicas y
sociales,

– cualquier tecnología dada
permite cierto grado de variación en las formas de
organización adoptadas para su explotación. (Pavitt
1997, p. 192).

Que en el asunto de la clonación, por seguir con
el ejemplo, pueden ponerse puertas al campo lo prueba la propia
realidad de los hechos: son numerosas las iniciativas legales en
muy diversos países para regular la clonación de
embriones humanos. Todas ellas hasta el momento coinciden en
prohibir la clonación reproductiva en humanos, siguiendo
en esto la condena de la misma realizada por la UNESCO y por la
Asamblea General de la ONU en 1997 en la Declaración
Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos del Hombre,
así como la Resolución del Parlamento Europeo sobre
la clonación de seres humanos del 15 de enero de 1998.
Algunos países prohíben también la
clonación terapéutica. Otros, como en el caso de
España, sólo permiten el uso para la
obtención de células madre de los embriones ya
existentes que han resultado sobrantes de procesos de
fertilización in vitro. Unos pocos, como Gran
Bretaña, Corea y Suecia, permiten la clonación
terapéutica, pero establecen rigurosos controles sobre
la investigación que se lleve a cabo con los
embriones clonados expresamente.5 Por
lo tanto, en lugar de difundir la idea de que no hay
en esto control posible, lo que habría que hacer es
promover acuerdos mundiales para regular la clonación
humana de forma lo más homogénea
posible.

Así pues, el determinismo tecnológico,
además de injustificable desde un punto de vista moral, es
falso desde el punto de vista empírico; la
autonomía de la técnica no es tal que imposibilite
el control sobre ella. En la situación actual, como bien
ha visto Winner, no se trata de si la tecnología es o no
intrínsecamente incontrolable –que no lo es–,
sino de si vamos a realizar políticas que abran ese
control a capas más amplias de la población o si
vamos a dejar que sean élties económicas, militares
o tecnocráticas las que ejerzan ese control. Porque, en
efecto, entre las fuerzas que mueven el desarrollo
tecnológico, que son muy variadas y no todas ellas
internas, están las de las diferentes políticas
sociales que se adoptan frente a él. Algunos aspectos de
la técnica actual son ciertamente difíciles de
controlar, pero en tanto que productos del hombre son susceptible
de control por parte de la sociedad, aunque las medidas tengan
que ser enérgicas y de aplicación internacional.
Pocos han sabido expresar esto con tanta claridad
como Francis Fukuyama, quien, sin embargo, defendió el
determinismo con anterioridad. Estas son sus palabras:

[S]encillamente no es cierto que el ritmo y el alcance
del desarrollo tecnológico no puedan controlarse. Existen
muchas tecnologías peligrosas, o éticamente
controvertidas, que se han sometido a un control político
efectivo, como las armas nucleares y la energía nuclear,
los misiles balísticos, los agentes de guerra
química o biológica, los órganos humanos,
las sustancias neurofarmacológicas, etc., que no pueden
desarrollarse ni circular libremente en los mercados
internacionales. La comunidad internacional ha regulado con
efectividad la experimentación con sujetos humanos durante
muchos años. Más recientemente la
proliferación de los organismos modificados
genéticamente (OMG) en la cadena alimentaria se ha
detenido en seco en Europa, y los granjeros estadounidenses
empiezan a abandonar unos cultivos transgénicos que
habían incorporado hacía muy poco. Se puede
cuestionar la oportunidad de tal decisión desde un punto
de vista científico, pero viene a demostrar que el avance
de la biotecnología no es un gigante imparable. (Fukuyama
2002, p. 300).

Tras las declaraciones públicas en favor del
determinismo tecnológico se esconde más de una vez
el deseo por parte de algunas élites
tecnocientíficas, incluyendo por supuesto en ellas a los
gestores empresariales interesados económicamente en
ciertos proyectos tecnológicos, de que el control social
de la tecnología sea mínimo o inexistente (al
respecto puede leerse todavía con mucho provecho
Sanmartín 1990 y, con la ilustración de ejemplos
concretos del uso interesado del discurso determinista por parte
de empresas, Leonardi y Jackson 2004). El peligro que aquí
se encierra es que el determinismo tecnológico pueda
convertirse en lo que en ciencias sociales se conoce como una
"profecía de autocumplimiento": si todos consideramos que
la tecnología no es controlable, nadie hará los
esfuerzos necesarios para fomentar su control. Se parte de la
dificultad real que encierra el control de ciertas
tecnologías muy difundidas o con valor estratégico
(desde el punto de vista militar, pero también
económico), y de forma interesada se generaliza esa
dificultad de control a prácticamente cualquier
tecnología novedosa, radicalizándola además
hasta convertirla en imposibilidad práctica de control.
Con ello el mensaje que se envía a la sociedad es claro:
cualquier intento de oposición a las nuevas propuestas
tecnológicas, no sólo es reaccionario, por ir
contra el progreso de la humanidad, sino que es completamente
inútil. La marcha de la tecnología se hace
así incontestable.

Pero hay tras todo esto un peligro adicional que esta
vez se dirige contra la propia ciencia. La popularidad de la que
goza el determinismo tecnológico, sobre todo, como digo,
entre ciertas élites tecnocientíficas, está
ligado según creo a un fenómeno particularmente
peligroso para el futuro de la investigación
científica y tecnológica. Son ya varios los
analistas que han hecho notar cómo las actitudes
anticientíficas parecen afianzarse e incluso crecer en
nuestras sociedades altamente tecnificadas (cf. Holton
1993 y Dunbar 1999). Y ello a pesar del aumento del nivel
cultural de la población. El creacionismo, es decir, la
tesis de que la teoría de la evolución es falsa y
de que puede probarse empíricamente la creación
divina directa de las especies vivas, continúa reclutando
adeptos en algunos Estados norteamericanos. El relativismo
extremo que equipara la ciencia y los mitos en sus pretensiones
de ofrecer una descripción correcta del mundo, y que
considera que el conocimiento científico no es más
que una construcción social cuya validez se fundamenta
sólo en el poder, es hoy moneda común entre muchos
intelectuales en el campo de las humanidades. Una buena parte de
la población es incapaz de distinguir la
astrología de la astronomía. Por no hablar del
prestigio que tiene la homeopatía en toda Europa. Un
prestigio sorprendente cuando basta leer un poco para saber que,
dadas las diluciones extremas que se hacen, es
prácticamente imposible que exista una sola
molécula del principio activo en un preparado
homeopático, y que no hay ninguna explicación
teórica plausible para su uso terapéutico,
más allá del efecto placebo (a no ser que creamos
en la existencia de una misteriosa "memoria del agua" sin ninguna
base científica).

Mi convicción con respecto a todo ello es que en
buena medida estas actitudes obedecen a una reacción
radical al radicalismo de signo opuesto que representa el
determinismo tecnológico. La falta de un verdadero control
democrático de la investigación científica y
del desarrollo tecnológico es un caldo de cultivo para
sentimientos anticientíficos y neoluditas. Aunque no sea
ésta su única causa de la expansión de estos
sentimientos, y haya que contar entre ellas también las
actitudes antimodernas y ultraconservadoras, tal como subraya
Gerald Holton, o la insuficiente comprensión de la
ciencia, como subraya Robin Dunbar, creo que el papel
desempeñado por la reacción popular contra el
determinismo tecnológico aún no ha recibido la
atención que merece. No dispongo, desde luego, de
ningún dato que confirme esta relación, pero hay
razones que inducen a pensar que la hay.

Los efectos de la tecnociencia son en su gran
mayoría beneficiosos y bien recibidos por el
público. Ahí están como ejemplos los avances
médicos, los progresos en informática, los nuevos
procedimientos de comunicación y transporte, los nuevos y
mejores materiales sintéticos. Nadie puede cabalmente
negar eso. Pero desde los años setenta también se
han hecho crecientemente notorios los efectos negativos: la
contaminación, la superpoblación, la
perturbación grave del medio ambiente, las extinciones de
especies, las armas biológicas, etc. La tecnociencia es
contemplada como una gran esperanza, pero también como un
gran peligro. Cuando este peligro llega a ser visto por algunos
como un riesgo inasumible impuesto por sectores que funcionan de
forma autónoma, movidos por intereses particulares, la
hostilidad se despierta fácilmente. Cuando la
política científica y tecnológica brilla por
su ausencia o se limita a distribuir fondos para la
investigación dependiendo de criterios de rentabilidad, es
previsible que muchos se sientan ajenos al resultado. Cuando la
ciencia y la técnica comienzan en suma a ser percibidas
como una forma de poder no sujeta a un mínimo control
democrático, es inevitable que surjan, desde la
opinión pública y desde los movimientos
políticos, recelos e incluso una fuerte oposición a
la extensión de su autoridad.

Por eso creo que entender hoy la libertad de
investigación como la ausencia de cualquier tipo de
control sobre la misma por parte de los ciudadanos es perjudicial
para la imagen pública de la ciencia y, por tanto, lo es
también para el futuro de la investigación
científica. Una ciencia mercantilizada y controlada
completamente por intereses particulares no podrá ya
esperar la alta valoración social de la que ha gozado
hasta ahora. Quizás haya llegado ya el momento de dejar de
pasear al fantasma de Galileo y de reconocer que la
regulación social de la investigación
científico-técnica, lejos de ser una nueva
Inquisición dispuesta a acabar con ella, trabaja realmente
en su beneficio.

Referencias

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NOTAS:

1 Otro ejemplo que cabe citar es el
artículo que el diario El País dedicó a la
clonación de seres humanos en domingo 2 de diciembre de
2001, pocos días después de que se consiguiera
clonar un embrión humano por parte de Michael West, de
Advanced Cell Technology. Pese a que en el texto del
artículo prácticamente todos los científicos
entrevistados afirmaban que no tiene ningún interés
científico clonar seres humanos sólo por conseguir
un individuo que sea copia de otro ser humano ya existente y que,
por lo que se sabe, nadie está trabajando para ello, el
artículo llevaba por título "Próxima meta:
clonación de seres humanos", e iba acompañado de
una foto con varios hombres vestidos de igual forma y todos con
la cabeza de la oveja Dolly.

2 De hecho, ya en Tecnología
autónoma Winner hacía propuestas para salir de la
situación de descontrol de la tecnología, lo que le
alejaba del determinismo estricto. Una de esas propuestas era que
la escala de los sistemas tecnológicos sean tales que no
impidan su comprensión por los no expertos, otra que
participen en la innovación tecnológica todos los
posibles afectados (cf. Winner 1979, p. 321).

3 Curiosamente, este determinismo
tecnológico popular convive con otra idea con la que
resulta difícilmente encajable. Me refiero a la que
sostiene que la tecnología es un mero instrumento neutral
con el que podemos hacer cosas buenas o cosas malas según
nuestros deseos. Un determinismo tecnológico consecuente
debería llevar a asumir que no es real la neutralidad de
la tecnología con respecto a nuestros fines y valores.
Como escribe un defensor del determinismo, "hablar de
autonomía de la tecnología es negar que la
tecnología es completamente neutral y subordinada con
respecto a los deseos humanos. Una vez que tenemos
tecnologías poderosas y capaces no podemos ponerlas en
funcionamiento de cualquier modo que queramos y exclusivamente
para los objetivos que deseemos." (Cérézuelle 1988,
pp. 139-140).

4 En cuanto a la tan socorrida
afirmación de que si no lo hacemos nosotros lo
terminarán haciendo otros, necesita pocos comentarios
porque se califica por sí sola. Imaginemos a un atracador
de bancos intentando justificarse con ella ante la
policía.

5 Aclaremos que por clonación
reproductiva se entiende la que intenta lograr el nacimiento de
un ser vivo, en este caso un ser humano, genéticamente
idéntico a otro; mientras que por clonación
terapéutica se entiende la creación de embriones
genéticamente idénticos a un ser humano existente
pero sin intención de implantar dicho embrión en un
útero materno, sino con la finalidad obtener
células madres en las primeras fases de su desarrollo.
También se habla de clonación terapéutica
cuando lo que se clona con fines médicos no es un
embrión, sino un cultivo celular. En tal caso no se
plantean especiales problemas éticos.

 

 

Autor:

Antonio Diéguez

Departamento de Filosofía
Universidad de Málaga

Partes: 1, 2
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