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La ética y la moral (página 2)




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Una inteligencia que, en un momento dado, conociese todas las fuerzas que animan a la naturaleza y la situación respectiva de los entes que la componen, y fuese, a la vez, suficientemente amplia como para someter esos datos al análisis, abarcaría en una única fórmula los movimientos de los mayores cuerpos del universo y los del más leve átomo; nada sería incierto para ella y lo mismo el pasado que el futuro estarían presentes ante sus ojos.

Esta famosa proposición es de las más racionales que se hayan dicho jamás (parece "caerse de madura" de nuestros razonamientos y observaciones); pero además de racional es metafísica, pues nosotros, los humanos, nunca podríamos conocer "todas las fuerzas que animan a la naturaleza" por ser estas fuerzas tan infinitas como el universo. Y sin conocerlas a todas, nunca podremos estar seguros de que no existen fuerzas que operan desde fuera de la cadena causal física y se inmiscuyen luego en ella, o de que no existen movimientos incausados dentro de nuestro universo (por muy "irracional" que nos parezca esta idea). Sigo siendo, que nadie lo dude, un convencido determinista, sólo que ahora creo (o quiero creer) que mi creencia en el determinismo no se apoya en mis razonamientos sino en mi deseo de que el determinismo universal exista. […] o o o Jueves 7 de agosto del 2003/9,19 p.m.

No existen las excepciones: cualquiera sea el campo del saber humano que nos ocupe, ni bien se presenta la noción de infinitud nuestra razón desbarranca.

Ni siquiera la ciencia exacta por excelencia, la matemática, es inmune a este veneno irracionalista. Podrá suponer el lector poco avisado que en matemáticas nada es opinable, que sólo existe lo evidentemente verdadero y lo evidentemente falso. Falso. Ya lo dijo Teodoro Sánchez de Bustamante:

Cuando en matemáticas aparece o interviene el infinito, es muy frecuente que el acuerdo entre los matemáticos se rompa; origínanse apasionadas discusiones y los polemistas se agrupan en bandos irreconciliables. Estos desacuerdos empezaron en la Grecia antigua y continúan al presente (El infinito, p. 5).

Uno de estos "bandos irreconciliables" –encabezado entre otros por los matemáticos Kronecker, Gauss y Poincaré– afirmaba la existencia de un único tipo de infinito, el infinito potencial. "Yo protesto –decía el alemán Gauss– del uso del grandor infinito como de alguna cosa acabada, lo cual no es jamás admisible en matemáticas. El infinito es puramente una manera de hablar" (ídem, p. 6). Del otro lado de la disputa estaban Cantor y Hilbert, matemáticos que concebían, además del infinito potencial, un infinito actual, que en palabras de Sánchez sería "algo acabado, constante, fijo, completo, colocado más allá de todos los grandores finitos" (p. 7). Cantor terminó en el manicomio, y su teoría de los números transfinitos, si bien no se ha descartado por completo, no forma parte de la ortodoxia matemática de nuestros días. Y yo me alisto (aunque más no sea por una vez) con la ortodoxia, y digo con Poincaré: "No hay infinito actual; los cantoristas lo han olvidado y ellos han caído en contradicción. […] Las generaciones venideras considerarán la teoría de los grupos como una enfermedad de la cual se ha sanado" (p. 8).

Y lo que comenzó como una exorcización matemática se propagó luego al terreno de la epistemología: "Las reglas ordinarias de la lógica –se preguntaba Poincaré– ¿pueden ser aplicadas sin cambio cuando se consideran colecciones que comprenden un número infinito de objetos? Esta es una cuestión que no se había planteado antes, pero cuyo examen se ha impuesto cuando los matemáticos que se han especializado en el estudio del infinito han chocado de golpe con ciertas contradicciones por lo menos aparentes. ¿Estas contradicciones provienen de que las reglas de la lógica fueron mal aplicadas, o de que ellas dejan de ser válidas fuera de su dominio propio, que es el de las colecciones formadas solamente por un número finito de objetos?" (p. 9). Yo me inclino, naturalmente, por la segunda opción. "No hay ninguna razón –dijo el matemático Brouwer– para suponer que una lógica adecuada para lo finito continuará produciendo resultados exentos de contradicción cuando se aplique a lo infinito". Sánchez extrae de todo esto una moraleja:

Es muy fácil incurrir en paralogismos, o sea en razonamientos incorrectos o erróneos, formulados con buena fe, cuando se pretende emplear al infinito como si él fuese una cosa acabada, completa, física, constante, esto es, como infinito actual (p. 10).

Llegando por fin a nuestro suelo favorito, a la filosofía propiamente dicha, nos preguntamos con Sánchez: "¿Es dado a nuestra razón, finita y limitada, identificarse con el infinito y abrazarlo como un todo entero, o el infinito es incomprensible e incognoscible?" (p. 18). Y Poincaré nos contesta que no, que nunca podremos razonar exitosamente sobre infinitos: "Como nosotros mismos somos finitos, no podemos operar más que sobre objetos finitos" (p. 19)2. "Hemos advertido –comenta Sánchez– los riesgos que se corren cuando, en matemáticas, se emplea el infinito como si fuese una cosa acabada, esto es, como infinito actual. Podemos preguntarnos ahora: ¿se corren riesgos análogos cuando en otras especulaciones, en la física, en filosofía, se emplea también el infinito como un todo, esto es, como una cosa acabada? En otras palabras: ¿es fácil incurrir en paralogismos cuando se aplica a lo que es infinito, conclusiones que fueron obtenidas para lo que es finito?" "A mi juicio –se contesta él mismo–, la respuesta debe ser afirmativa: es muy fácil cometer errores, involuntariamente, cuando se especula con el infinito como si fuese una totalidad lograda" (p. 19). "Hemos comprobado, así espero, que podemos imaginarnos el infinito potencial, y que, cuando se cree concebir un infinito actual y razonar con él, fácilmente se naufraga" (p. 29)3.

Así, concluye Sánchez de Bustamante,

ni la ciencia positiva ni la filosofía niegan, pues, al alma humana, cuando a ésta le falta la fe cierta y luminosa que anima a los bienaventurados, el derecho a una serenidad que desafíe las limitaciones azarosas de esta vida y que no se turbe ante el drama punzante de la muerte. Frente a nuestra imposibilidad, álzase, insondable, el misterio, y en él cabe toda esperanza.

o o o

Martes 12 de agosto del 2003/8,32 p.m.

Los postulados de la ética, ¿son metaempíricos? Sí señor, toda vez que hablan de colecciones infinitas de sucesos.

¿Qué es la moral? La moral es el conjunto de normas conductuales que determinada sociedad esgrime (por escrito o de palabra; que implican, de transgredirlas, castigos explícitos –cárcel, multas– o implícitos –desprecio general–) y que, si son correctas y la sociedad las acata, redundarán en un mayor bienestar o en un menor malestar en el seno de aquella puntual sociedad circunscrita tanto en un determinado espacio como en un determinado tiempo. Los límites espaciales y temporales dentro de los cuales se aplica cada moral no están, generalmente, bien determinados; pero existen, y esto es lo que posibilita el estudio y discernimiento de las diferentes normativas morales por medios racionales y empíricos, es decir, científicos.

La ética, en cambio, es la moral ilimitada, la moral esparcida por todo nuestro universo espaciotemporal. Es el conjunto de normas conductuales que determinados pensadores esgrimen y que, de ser correctas y acatadas por la gente, redundarán en un mayor bienestar o en un menor malestar en el seno de la totalidad de la biomasa proyectada en el infinito tiempo que tendrá de vida y en el infinito espacio que podrá colonizar. Y como toda infinitud […] es incompatible con el pensamiento humano, concluyo que las normas éticas (si es que pueden aislarse de cada caso particular en el que operan; de no ser así, concluyo que las decisiones éticas) no pueden fundamentarse racionalmente. La ética, pues, no podría estudiarse –ni aprenderse– tal como uno estudia y aprende cualquier ciencia empírica, incluida la moral. […] o o o Jueves 28 de agosto del 2003/7,40 p.m.

En apoyo a lo escrito el próximo pasado 12 de agosto, cito al profesor Alexander F. Skutch:

Si examinamos los más altos ideales morales que la humanidad ha alcanzado, nos damos cuenta que tales ideales no son las conclusiones, deliberadamente alcanzadas, de los pensadores más penetrantes, y que tampoco se ha llegado a ellos siguiendo las líneas de pensamiento más profundas. Los estoicos tardíos compartían un concepto moral muy superior al de los filósofos griegos más tempranos, y sin embargo aquéllos fueron en general pensadores menos fértiles. Albert Schweitzer, en dos pasos, alcanzó una visión moral muy superior a la resultante de la laboriosa síntesis de Spinoza o del penetrante análisis de Kant. En una fecha muy temprana, India produjo una perspectiva moral más amplia en rango que cualquiera que hasta recientemente haya emergido en Occidente, a pesar de que los pasos que se dieron para hacerla crecer están perdidos en la niebla de la antigüedad. […] Parece justo concluir que un ideal moral no es, al menos no primeramente, producto de un filosofar deliberado. Su germen está ya en nosotros cuando empezamos a pensar sistemáticamente en el tema. Nuestra filosofía moral es un esfuerzo por proveer soporte racional a una intuición que no es ella misma hija de la razón. Nos esforzamos por construirle bases a una imagen que está de antemano presente, flotando vagamente en nuestras mentes. […] La investigación filosófica sirve para definir, para clarificar, para hacer consistente y articulado nuestro ideal moral –y esto es una inmensa ventaja– pero no sirve para crearlo. El germen de toda moralidad es una intuición.

Fundamentos morales, cap. l, secc. 7 pues Sin embargo, "sería erróneo desechar la ética analítica como algo inservible", aunque alguien que aprecie una visión moral sin duda continuará teniéndola como sagrada ya sea que pueda o no explicar su origen, quizá encontrará alguna satisfacción en entender cómo surgió en él y cómo se relaciona con su naturaleza total. Tal conocimiento podría darle confianza y un sentimiento de estabilidad en esos momentos de duda y vacilación que son experiencias comunes de todo aquel que haya luchado por avanzar algunos pasos allende la multitud.

El basamento de la ética es intuitivo, pero luego, una vez intuida la base, es lícito levantar racionalmente sobre ella "un edificio más extenso que aquel que los filósofos que contemplaron la vida moral con tanta estrechez se atrevieron a construir" (ídem, l, 7). Según esto, y contra lo dicho el 19/7/3, no habría que descartar de plano la posibilidad de un correcto razonamiento en lo que se refiere a las cuestiones éticas secundarias (derivadas de las intuiciones basales).

No queda muy en claro si conviene o no considerar a la ética como una ciencia; pero aunque no sean estrictamente científicos los métodos utilizados para conocerla, lo cierto es que puede conocerse. Los moralistas (o mejor dicho los "eticistas") no estarían perdiendo el tiempo al investigar estos asuntos.

No, no pierden el tiempo los moralistas intuitivos, pero sí pueden perder la tranquilidad, como bien nos advierte Skutch en este largo y acertadísimo pasaje:

Es obvio que la finalidad primaria o inmediata de la ética, como cualquier clase de ciencia o estudio, es el conocimiento. Pero algunos tipos de conocimiento los deseamos por sí mismos, mientras que otros los buscamos principalmente por sus aplicaciones prácticas. Conocer sobre las estrellas, la historia geológica de nuestro planeta, o los hábitos de los animales y plantas que nos rodean, es satisfactorio en sí mismo, incluso si no afecta de ninguna manera el curso de nuestras vidas. Por otro lado, aprender carpintería sin la intención de construir casas o hacer muebles, o estudiar patología sin la intención de aplicar la información en la cura de enfermedades, parecen esfuerzos desperdiciados. De igual forma, parece no tener mucho sentido estudiar ética si uno no está preparado a modificar su conducta a la luz de sus investigaciones. Aunque pueda ser gratificador seguir la órbita de un planeta aun cuando no podamos alterarla el ancho de un cabello, habrá muy poca satisfacción en saber que nos es posible llevar vidas mejores y más armónicas si no damos ni un paso para conseguirlo. Muy al contrario, la mujer o el hombre espiritualmente vivos encontrarían intolerable tener por seguro que sus vidas pueden mejorarse y aun así no hacer nada para ello. Por lo tanto, la ética es un estudio peligroso. Tal como cualquier otra investigación, la emprendemos sin saber con certeza adónde nos conducirá. Bien puede ser que alcancemos conclusiones que nos harán imposible persistir en nuestros hábitos confortables pero moralmente insatisfactorios. Alguien que emprenda el serio estudio de la ética debe saber que toma el riesgo de hacer descubrimientos que le demandarán un arduo esfuerzo; e incluso si rehúsa enfrentar el reto que tiene delante, nunca podrá, a no ser que sea moralmente insensible en un grado extraordinario, continuar en sus viejos y fáciles hábitos con la misma complacencia de antes. Sólo parece justo advertirles, a quienes se acercan a este estudio, sobre el riesgo en que incurren (ibíd., I, 7).

¡Tarde piaste, Alejandro!4

o o o Lunes 8 de septiembre del 2003; 10:21 p.m.

… Y después de afirmar que la ética más profunda es la ética intuitiva y no la discursiva, Skutch se despacha con un impecable (pero pedestre) razonamiento que "demuestra" la inmoralidad que impregna las raíces del sermón de la montaña. De la más alta intuición concebida por el más alto espíritu que haya pisado el planeta, dice Skutch, burlonamente y a modo de corolario, que "aunque puede mejorar las probabilidades de ganarse el cielo, no es lo que mejor sirve a los intereses de la comunidad viviente" (ibíd., XIII, 3).

Aquí no caben las razones. Skutch desea que el sermón de la montaña sea inmoral, y luego silogiza contemplando esta posibilidad. Y ¿por qué sería capaz de desear esto? Porque el sermón de la montaña se opone antitéticamente al concepto de castigo, y el profesor Skutch se haya hipnotizado por este vocablo.

0. 0. 0 Martes 9 de septiembre del 2003; 2:45 p.m.

Sin embargo no es Jesús, sino Sócrates, el propietario del cópirrait de la idea central del sermón de la montaña.

Según documenta Platón, Sócrates cruzó estas palabras con su discípulo Critón luego de que fuera condenado a muerte (cuatro siglos antes de que Jesús naciera):

SÓCRATES. –No hay que devolver injusticia por injusticia, como piensan los más, puesto que en manera alguna hay que faltar a la justicia.

CRITÓN. –Parece que no.

SÓCRATES. –Pero ¿qué dices a esto, Critón: hay que hacer el mal o no? CRITÓN. –No, Sócrates, no hay que hacerlo jamás.

SÓCRATES. –Y ¿qué dices de estotro: devolver mal por mal, es, como creen los más, justo o no lo es?

CRITÓN. –No lo es en modo alguno.

SÓCRATES. –Y no lo es porque en nada se diferencia hacer mal y faltar a la justicia.

CRITÓN. –Dices verdad.

SÓCRATES. –Así que según esto, no hay que devolver injusticia por injusticia, ni hacer mal a nadie, sea cual fuere el mal que uno reciba. Y mira, Critón, que, al convenir en esto, no admitas algo contra tus convicciones, pues sé muy bien que a muy pocos parecen y parecerán así tales cosas, y que no hay manera de poner de acuerdo a los que les parecen así y a los que no les parece lo mismo; más aún, se desprecian por necesidad mutuamente, viendo los unos las opiniones de los otros.

Considera, pues, una vez más y con mayor cuidado si convienes en esto y compartes conmigo esta opinión que va a servirnos de principio en nuestras deliberaciones, a saber: que en modo ni manera alguna es correcto ser injusto, ni aun serlo con quien lo fue, ni, por haber sufrido un mal, defenderse haciendo por contrapartida otro mal. O ¿es que rechazas y no compartes conmigo este principio? Que a mí desde siempre y aun ahora me parece ser así, pero si a ti te ha parecido y parece, por el motivo que sea, otra cosa, dilo e instrúyeme.

También Séneca llegó a una parecida conclusión independientemente de lo dicho por Jesús:

La venganza es una palabra inhumana, aunque se tenga por justa, y la pena del Talión no difiere mucho de ella sino por su rango; quien al vengarse domina su dolor, tiene mayor excusa para su pecado. […] Es de un ánimo grande despreciar las injurias […]. Muchos, al vengarlas, hicieron más profundas ligeras ofensas. Es grande y noble quien, como acostumbran las grandes fieras, oye tranquilo los ladridos de los perros chiquitines (De la ira, II, 32).

Esto fue escrito más o menos en el año 41; es altamente improbable que Séneca conociera el sermón de la montaña en ese entonces5.

Supongo que algún lector querrá conocer el pedestre razonamiento de Alexander Skutch que invalida la deseabilidad de la puesta en práctica del inmortal sermón. Helo aquí: Si un individuo A cede completa y voluntariamente ante otro individuo B, se priva a B, si es un ser inteligente, de la oportunidad de crecer por comprender y simpatizar con A, el cual voluntariamente renuncia a sus legítimas aspiraciones y puede no llegar a completar su crecimiento. Si A sucumbe debido a esta abnegación, el mundo perdería al ser más moralmente avanzado de los dos; pues B, que permite este sacrificio, evidentemente no es capaz de ser tan generoso como demostró ser A. Los sacrificios repetidos de este tipo resultarían en el empobrecimiento moral del mundo mediante la eliminación prematura de sus más valiosos habitantes (op. cit., XIII, 3).

Mal haría yo si después de lo escrito el próximo pasado 12 de agosto pretendiese fundamentar racionalmente un principio ético como el que postula el sermón. No señor, no voy a fundamentarlo, simplemente voy a evidenciar la falta de criterio de la objeción skutchiana.

Si un ladrón intenta robarme la billetera y yo, en defensa de mis posesiones, le rompo la cara de un piedrazo y llamo a la policía para que lo encarcele, no se ve claro en dónde le doy al ratero la oportunidad de crecer por comprenderme y simpatizar conmigo. Si, en cambio, ante la primera amenaza le entrego no sólo mi billetera sino mi saco y mi camisa, y hasta lo persigo en calzoncillos para que acepte mis pantalones, el sujeto B, lo admito, difícilmente me comprenderá, pero que crecerá moralmente y simpatizará conmigo ante tan inesperada reacción, de eso pocas dudas tengo6.

Dice Skutch que los individuos virtuosos no deben sacrificarse por causa de alguien menos virtuoso, pues así el virtuosismo decrecería en el universo. Según esto, Jesús se habría comportado con más decoro si hubiera intentado escaparse como rata para evitar ser crucificado, y Sócrates sería un ejemplo de rectitud si, en vez de tomar la cicuta, se dejaba convencer por las súplicas de Critón y fugaba de la cárcel –cosa que le habría resultado sencillísima, pues todos los atenienses, incluidos los jueces que lo condenaron, preferían la fuga y no el ajusticiamiento. Si el virtuosismo fuera exclusivamente genético, al mundo le habría convenido que Jesús huyese del martirio y se ayuntase con María Magdalena y con cuanta mujer se le cruzase; pero el virtuosismo, sin negar la necesaria predisposición innata, es predominantemente cultural, y la historia de la crucifixión de Jesús ha hecho mil veces más santos que todos los hijos que un semental judío pudiera engendrar en su vida (amén de que el componente genético de la virtud no se manifiesta como el color de ojos: rara vez un virtuoso tiene hijos que le hagan sombra). Skutch aclarará que él no se opone a este tipo de autosacrificios en tanto sean esporádicos y no se tomen como modelo a imitar por la masa del pueblo, pero ¿cómo podríamos tener por elogiable el comportamiento de estos hombres si no elogiamos a su vez a quienes intentaren imitarlos? Si los buenos nos dejamos crucificar mansamente por los malos –replica Skutch–, éstos se apoderarán del mundo. Correcto: se apoderarán del mundo, pero no sin volverse buenos en el intento. Cada santo crucificado es un tumor maligno erradicado del alma necrofílica del crucificador. ¿Por qué los nazis no escarmentaron? Porque no mataron suficientes judíos (o porque no los vieron morir), y fundamentalmente porque los judíos no bebieron su cicuta ni cargaron su madero voluntariamente.

"Un hombre –cuenta Séneca– pegó en los baños públicos a Catón, al que no conocía, porque ¿quién, conociéndolo, le hubiese pegado? Al excusarse, Catón le dijo: «No recuerdo que me hayan pegado». Pensó que era mejor no reconocer la injuria que vengarla. ¿Después de tanta insolencia, preguntas, no le sucedió nada malo? Al contrario, mucho bien; empezó a conocer a Catón" (op. cit., II, 32). Los Catones muertos a golpes resucitarán en el espíritu de sus golpeadores, y también en el espíritu de quienes admiren su santa indefensión.

Y la virtud, según coligen mis deseos, aumentará.

0. 0. 0 Sábado 30 de abril del 2005; 12:26 a.m.

¡Qué cara de vampiro tiene el nuevo Papa!7

0. 0. 0 Lunes 22 de agosto del 2005; 3:36 p.m.

Haciendo una concesión, y sólo una, al tema que hoy está de moda en los medios de difusión –el terrorismo–, me permitiré publicitar el encantador ensayo del señor Manuel Vicent que figura en la última página de la revista del diario La Nación del día 31/7/5. El mismo se intitula "Sólo bombas":

¿Qué diferencia hay entre poner bombas y bombardear? Muy sencillo: las bombas las ponen los malos, las bombas las arrojan desde los aviones los buenos. Para alcanzar una gloria semejante los buenos y los malos han recorrido caminos muy dispares. Los buenos se han levantado tranquilamente de la cama por la mañana después de un sueño reparador; han desayunado zumo de naranja, café y tostadas; han besado a los niños que se iban al colegio y al bebé adorable que se quedaba en la cuna; luego se han dado una buena ducha y en el espejo del baño, mientras se afeitaban, se ha reflejado su mirada limpia sin rastro de culpa; su mujer les ha despedido con otro beso en el rellano y unos se han ido a trabajar a las oficinas del Gobierno, otros al cuartel, otros a la fábrica de armas. En esas instituciones y empresas del Estado los buenos se han movido entre grandes ideales y palabras sagradas, que serían puro flato si detrás no hubiera cañones, misiles y bombarderos. Cada uno ha cumplido con su deber, bien remunerado, que les permite llenar la cesta de la compra todos los días y llevar de fin de semana a la familia feliz a pescar truchas al río. En cambio, los malos esa misma noche han dormido bajo una convulsa pesadilla en un camastro maloliente y les ha despertado una llamada de teléfono con una contraseña para convocarlos de madrugada en un sótano infame de extrarradio donde otros seres nocturnos, que también están en busca y captura, les esperaban para mezclar sustancias explosivas en unos bidones o cebar un coche robado con ollas repletas de tornillos y dinamita, pero todos tienen por igual la mente deslumbrada y en el hueco del cráneo, como en una campana neumática, les suenan obsesivamente las mismas voces proféticas que oían los redentores y visionarios. El resultado del esfuerzo de los buenos y los malos puede ser parecido y en ambos casos converge en un cúmulo de sangre. Un mismo día, mientras un bombardero de alta precisión, cuyo diseño es un modelo de arte conceptual, lanza un misil equivocado contra un colegio o un hospicio, un coche bomba de aspecto polvoriento estalla en un mercado popular. Cumplido su respectivo ideal, que ha creado una carnicería ambivalente, los malos vuelven a la ratonera y allí celebran el éxito asando un cordero clandestino; los buenos desfilan, reciben medallas, invocan a la patria y después del trabajo llegan a casa y le preguntan a su mujer: ¿ha hecho caquita el niño? Los malos han puesto una bomba, los buenos sólo han bombardeado.

0. 0. 0 Martes 23 de agosto del 2005; 10:19 a.m.

Esto escribía Tolstoi en su Diario hace 150 años (el 5/3/1855):

Me siento capaz de consagrar mi vida a conseguir la realización de un pensamiento. Es la fundación de una nueva religión conforme al progreso de la humanidad, religión de Cristo, pero desembarazada de la fe y de los misterios, religión práctica que no prometería la beatitud eterna, mas la conseguiría aquí abajo (citado por François Porché en Tolstoi, cap. V, secc. II).

Tenía 26 años y en ese entonces participaba, como oficial del ejército ruso, en la guerra de Crimea.

0. 0. 0 Jueves 25 de agosto del 2005; 10:52 a.m.

He hallado que existe la inmortalidad, que existe el amor, y que es preciso vivir para los demás a fin de ser eternamente feliz. Carta a la condesa Alejandra Tolstoi del 3 de mayo de 1859, citada en ibíd., cap. X).

0. 0. 0 Miércoles 19 de octubre del 2005; 1:33 a.m.

La gula es el primer indicio de una vida licenciosa. Tolstoi, Placeres crueles, cap. VIII8 0. 0. 0 Sábado 29 de octubre del 2005; 8:30 p.m.

Los jóvenes buenos y puros, sobre todo, las mujeres y las jóvenes, comprenden, de un modo instintivo, que la virtud no se armoniza con el bistec, y así, cuando quieren ser buenos, abandonan el alimento animal. ¿Qué quiero probar? ¿Acaso que los hombres, para ser buenos, deben cesar de comer carne? No. Quiero solamente demostrar que, para conseguir llevar una vida moral, es indispensable adquirir progresivamente las cualidades necesarias, y que de todas las virtudes, la que primero hay que conquistar es la sobriedad, la voluntad de dominar las pasiones. Tendiendo hacia la abstinencia, el hombre seguirá, necesariamente, cierto orden bien definido, y en el tal orden, la primera virtud será la sobriedad en la alimentación, el ayuno relativo. 0. 0. 0 Martes 6 de diciembre del 2005; 1:14 p.m.

Tolstoi, ibíd., cap. X Cada vez hay más hombres que renuncian al consumo de la carne en Alemania, en Inglaterra y en América […]. Este movimiento debe alegrar a los hombres que tratan de realizar el reinado de Dios en la tierra, no porque al vegetarianismo sea por sí mismo un paso hacia ese reino, sino porque es el indicio de que la tendencia hacia la perfección moral del hombre es seria y sincera, ya que esta tendencia implica un orden invariable que le es propio y que empieza por la primera etapa. Hay que regocijarse por ello, y esta alegría es comparable a la que deben experimentar los hombres que, queriendo alcanzar el piso más alto de un edificio, hubieran pensado primeramente en escalar la pared y advirtieran, por fin, que el medio más sencillo es empezar por el primer peldaño de la escalera. Tolstoi, ibíd., cap. X 0. 0. 0 Sábado 17 de diciembre del 2005; 9:59 a.m.

Sí, cada día son más los adeptos al vegetarianismo, pero nunca pasan de ser, aquí en Occidente, más que un grupo enfervorizado por esa idea pero reducido en número en comparación con la masa del pueblo. Y esto es así porque la fuerza de las papilas gustativas es inmensamente superior, en el hombre de hoy, a la fuerza que pudiera ejercer sobre su voluntad una ideología o incluso un sentimiento.

Y esta sujeción, esta tiranía del sentido más innoble, menos espiritual como lo es el sentido del gusto, no se limita solamente al ámbito humano: han caído bajo su influjo también los perros. Al menos esa es la opinión de Julio Camba.

¿Creen ustedes –nos pregunta este amante del buen comer–, creen ustedes que los perros sean tan amigos del hombre como se dice por ahí? Yo opino que son amigos de la cocina, y nada más. Los alimentos no condimentados les repugnan tanto como a nosotros, pero como ellos son incapaces de condimentarlos, hacen toda suerte de bajezas para que nosotros se los condimentemos. Andan en dos pies, saltan por un aro, lamen las manos, mueven la cola… Algunos hasta tiran de unos carritos, o guardan las propiedades, o se meten a policías. No hay duda alguna de que el hombre ha conquistado al perro sacándolo del estado salvaje y reduciéndolo a una condición de domesticidad, pero esta conquista se la debe única y exclusivamente a la cocina. La sumisión del perro es un triunfo del arte culinario (La casa de Lúculo o el arte de comer, p. 21).

0. 0. 0 Domingo 18 de diciembre del 2005; 9:11 a.m.

El heroísmo es el triunfo brillante del alma sobre la carne, es decir, sobre el temor: temor a la pobreza, al sufrimiento, a la calumnia, a las enfermedades, al aislamiento y a la muerte. No hay piedad seria sin heroísmo. El heroísmo es la condición deslumbradora y gloriosa del valor. Henri Amiel, Diario íntimo, 1° de octubre de 1849 0. 0. 0 Lunes 19 de diciembre del 2005; 9:09 p.m.

Nada más que lo semejante puede obrar sobre lo semejante. Así, no tratéis de mejorar por medio del razonamiento, sino por el ejemplo, no conmováis sino por medio de la emoción, y no esperéis excitar el amor sino por medio del amor. Sed lo que deseáis que otros sean. Que vuestro ser mismo, y no vuestras palabras, hagan la predicación. […] Se necesita de los santos y de los héroes para completar la obra de los filósofos. La ciencia es la potencia del hombre, y el amor es su fuerza. El hombre no llega a ser hombre sino por su inteligencia, pero no es hombre sino por el corazón. Saber, amar y poder: he ahí la vida completa. Amiel, ibíd., 7 de abril de 1851 0. 0. 0 Martes 20 de diciembre del 2005; 9:23 p.m.

Estaba releyendo algunas de mis anotaciones cuando me topé con la que tiene fecha del 28/8/3. En ella, el profesor Alexander Skutch me lanza una seca y brutal advertencia. Y yo, sin inmutarme, le vuelvo a contestar: ¡Qué tarde, pero qué tardísimo piaste, Alejandro!

0. 0. 0 Jueves 22 de diciembre del 2005; 5:56 a.m.

Alexander Skutch escribió un artículo en la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica (volumen XXXII, número 77, julio de 1994) titulado "Responsabilidad y castigo". En él se afirma, contrariamente a lo que la mayoría de los pensadores viene suponiendo desde hace tiempo, que "la doctrina del libre albedrío destruye totalmente la responsabilidad". En este punto estoy enteramente de acuerdo con él: si las voliciones escapasen a toda determinación, incluida la determinación por el intelecto, nuestro accionar sería tan caótico que a nadie se le ocurriría catalogarlo como responsable9. Aclarado esto, Skutch se pone del lado de los deterministas, afirmando que nadie tiene "sólidos fundamentos para atribuir a alguien una responsabilidad absoluta", en primer término porque nuestras decisiones son, al menos en parte, "consecuencias inevitables de situaciones muy anteriores a nuestro nacimiento". No sabemos, afirma Skutch, si el libre albedrío existe o no existe, pero la que no podría existir nunca, exista o no el libre albedrío, es la responsabilidad radical.

Uno estaría tentado, después de llegar a semejante conclusión, de mofarse de todo código penal, o al menos de aquellos que ven un carácter más bien punitivo que correctivo en la condena (que son todos o casi todos, a pesar del esfuerzo de la escuela correccionalista, impotente para vencer a la vengativa naturaleza humana). No es esto, sin embargo, lo que hace Skutch. Su solución para el problema es asombrosa –y sospechosa– mente sencilla: como la responsabilidad radical no existe objetivamente, inventa la responsabilidad radical subjetiva, esto es, el considerarse uno auténticamente responsable de sus actos a pesar de tener la firme sospecha intelectiva de que tal postulado es absurdo. En otras palabras, para salvar a la ética (porque de eso se trata, ya que sin la responsabilidad radical la ética se hundiría10), para salvar a la ética todo es posible, incluso el mentirse a sí mismo. Y esto, que ya de por sí es tonto y peligroso para la propia psicología, se torna maquinalmente demoníaco cuando se sugiere, como sugiere Skutch, que este engaño subjetivo se traslade asimismo hacia otros sujetos, los criminales, que en ningún momento se han planteado este problema y que seguramente no se lo plantearán nunca debido a su proverbial atrofia filosófica. Saber que uno no es culpable de algo y sin embargo hacer fuerza para que la culpabilidad aparezca en nuestra conciencia es un ejercicio… tal vez didáctico. Estúpido pero didáctico. En todo caso, cada uno hace con sus procesos mentales y emocionales lo que más en gana le viene. Pero de ahí a meterse con los procesos mentales y emocionales del prójimo, insertándoles una responsabilidad subjetiva que el propio sujeto desconoce, y todo esto con el único y cobarde objetivo de mandar a la cárcel a quien nos robó la heladera, esto es el colmo de la inmoralidad y de la ineticidad, exista o no exista el libre albedrío.

"No nos detenemos –dice Skutch– a discutir frustrantes cuestiones metafísicas de causalidad y responsabilidad radical: por voluntaria decisión, nos hacemos responsables de todo lo que hacemos, y por esta libre aceptación de nuestra personalidad defendemos nuestra dignidad y aseguramos nuestra autonomía". Yo me pregunto: ¿Qué pensador filosófico se puede sentir "frustrado" ante una discusión metafísica de la cual no sabe salir a pie firme? –como sucede con toda discusión metafísica–, o lo que es peor: ¿cuál de ellos "no se detiene" a discutir sobre metafísica debido al temor de que aparezca la frustración antedicha? Y me respondo: quienes así se sintieren o comportaren, poco y nada tienen de pensadores filosóficos.

"No vamos a esperar –se impacienta en otro pasaje– hasta que la sociedad, por sus propios intereses, decida que somos responsables, porque tal responsabilidad imputada es una ficción. Nos anticipamos a la sociedad reclamando responsabilidad como un derecho inalienable, afirmando así nuestra dignidad moral". Yo pensaba que moralmente digna era toda persona que se comportaba bien con su prójimo, con su medio ambiente, con sí misma y con su dios si lo tuviere; pero no: robemos a cien viejas, violemos a cien doncellas, matemos a cien camaradas, abandonemos a cien bebés y contaminemos cien ríos y cien mares. Total, después nos declaramos responsables de todos esos actos y ¡listo!, nuestra dignidad moral estará resguardada.

Pero ¿qué hay de aquellos que rehúsan echarse al hombro la carga de la responsabilidad, prefiriendo culpar de sus fracasos y omisiones a circunstancias que no pudieron controlar? Así como en el trato social toleramos defectos obvios, tratando gente impedida como si fuera normal, así, quizás, deberíamos ignorar en aquellos su pretensión posiblemente correcta de que sus malas acciones fueron las inevitables consecuencias de condiciones que no podían prevenir y tratarlos como si fueran plenamente responsables. Por este medio nosotros los honramos más de lo que ellos mismos se honran y tal vez así podamos ayudarles a tomar una visión optimista de su habilidad al asumir el gobierno de sus vidas.

Así procedía la Inquisición: mataba, torturaba y encarcelaba no por sadismo ni nada parecido, sino para salvar las almas de los reos en primerísimo lugar, aunque también lo hacían, "secundariamente", para salvaguardar los bienes terrenales y espirituales de la Iglesia. Skutch castiga para "honrar" a los delincuentes; si después su situación económica y su patrimonio todo se ve aliviado merced a esta honra, eso es secundario…

El asunto de la responsabilidad asume un aspecto más oscuro cuando alguien es convicto de un crimen serio. El asesino puede, de hecho, ser un foco de influencias malignas que desde un pasado distante han convergido sobre él desde todos lados.

Podría incluso demostrarse hasta cierto punto que su educación malforme y su descolorida herencia son causas detonantes de su mal comportamiento, pero esto no es disculpa, antes al contrario:

La pretensión de que él no pudo haber decidido de otra manera, lejos de desvincularlo de su crimen, es una afirmación de que tal acto estaba inseparablemente conectado con su carácter. Así como bondad y belleza son frutos de tendencias benéficas que desde largo tiempo han estado trabajando en el cosmos, así un carácter vicioso o un acto perverso son resultantes de tendencias malignas antiguas y dispersas en el Universo y que han encontrado un foco en la persona infortunada del criminal. Al condenarlo a él, condenamos algo mucho mayor que él, pero no por ello debemos refrenarnos de castigarlo.

Es la doctrina del chivo expiatorio, que uno ya creía muerta, sepultada y en paz descansando. Esto pasa cuando se quiere racionalizar algo que todos sabemos muy bien por qué sucede. Todos sabemos que hay cárceles porque tenemos instintos vengativos e instintos propietarios; pero claro, después vienen los pensadores "elevados" que no se conforman con esto, que quieren darle un carácter más profundo y enaltecedor a esa institución –el servicio penitenciario– que tan cara les resulta. He ahí la explicación de tamaño desvarío en la mente de un hombre que, de por sí, tiene las cosas bastante claras (como queda demostrado leyendo sus Fundamentos morales).

En otro pasaje, en el cual Skutch aboga por la implantación de la pena de muerte, se pregunta:

¿Por qué habría de ser tratado [el criminal] con mayor suavidad que la que él tuvo para con sus víctimas, quienes probablemente eran personas mucho mejores que su asesino?

No conforme con querer resucitar la doctrina del chivo expiatorio, este bíblico señor le dice a la ley del Talión: ¡Levántate y anda!, para solaz y esparcimiento de aquellos musulmanes que, aún hoy día, gozan con el espectáculo de una mano amputada. Según Skutch, este pueblo semibárbaro está más cerca del ideal ético que los permisivos occidentales11.

Después, jugando ya con fuego, y con fuego sagrado, que es el que más quema, espeta:

Aunque perdonar a quienes nos han hecho daño se ha considerado por largo tiempo la actitud de un ser noble, no nos corresponde perdonar a quienes han dañado a otros.

Cierto. Perdonar a quienes han dañado a otros es improcedente, tan improcedente como condenarlos.

Pero hay que condenarlos, y no fríamente como condena un juez, sino con odio e indignación. Cuanto más odio e indignación presente una persona ante un delincuente, más puro y sano será su encastre dentro de la sociedad en que habita.

A despecho de las enseñanzas de ciertos profetas y moralistas, yo dudo que podamos sobreponernos a la indignación moral y a la demanda de un apropiado castigo sin la atrofia de una importante faceta de nuestra adaptación social.

Toda cultura, hasta la más tradicionalista, vive permanentemente atrofiando y regenerando modismos. Los Estados Unidos han debido "padecer" la eliminación de su famosa ley de Lynch, y sin embargo su población no se ha vuelto más neurótica o inadaptada debido a esa carencia. (En cambio sus vecinos, los mejicanos, siguen linchando gente a patadas, lo que indicaría, según Skutch, que los del sombrero raro están mejor adaptados socialmente que los norteamericanos.) Simplemente sucedió que a los linchadores, o a los que gozaban con el espectáculo, comenzó a presentárseles un sentimiento que rivalizaba con el sentimiento vengativo y con el sadismo. Ese sentimiento se llama compasión, el fruto mejor de la evolución social del universo. Fue gracias a ese sentimiento, y no gracias a la voluntad de los legisladores que los prohibieron, que los linchamientos terminaron en ese país. Dentro de algunos años, miles quizá, la indignación moral que presidía a todo linchamiento desaparecerá tal como el linchamiento mismo, pero esto no atrofiará ninguna faceta ni adaptación social deseables, antes bien incrementará la sociabilidad bien entendida, pues tiene que haber una relación directa entre nuestro amor al prójimo y nuestro acercamiento a él. Esto en lo que respecta al futuro; pero hoy, ¿podríamos sobreponernos a un mundo sin "justicia", a un lugar en donde no se castigue al que se presume culpable de algún delito? No lo sé. Lo que sí sé, o creo saber, es que la persona que se sobreponga a esta falta de linchamientos tercerizados y encubiertos, será una persona moralmente más sana que aquellos, más numerosos de seguro, que se neuroticen o se les atrofien las ideas ante la noticia de un indulto.

Skutch me dirá que él también siente compasión, pero no por los criminales sino por las víctimas y por sus familiares y amigos. Y ¿por qué esa discriminación? Puestos a aceptar la compasión como algo positivo (lo que no está plenamente demostrado; pregúntenle si no a los estoicos o a Nietzsche), hay que ser compasivos con todos y con todo. Compasivo con el corazón o con el entendimiento; a los efectos prácticos da lo mismo. Skutch seguramente no era vegetariano.

Para que la justicia prospere no basta con encerrar y/o reformar al criminal; es necesario también maltratarlo:

Si adoptamos el principio de que el malhechor no ha sido incomodado sino sólo reformado o de otra manera impedido de repetir sus crímenes, la justicia parece retirarse unos pocos pasos más del mundo, y nuestra confianza en su gobierno moral se debilita todavía más. Aquellos que aprecian el ideal de la justicia […] se sentirán cada vez más solos dentro de una sociedad que está perdiendo sus imperativos morales.

Esto no es, aunque así lo parezca, el quejido de un sádico al ver a su ejército replegándose. No, porque quien mayores beneficios obtendrá de los latigazos ha de ser por fuerza el propio flagelado:

Afortunadamente, el castigo de un criminal no es incompatible con su reformación y ciertamente puede ser el medio para lograrlo. Castigar es infligir sufrimiento, que en una mente no desprovista de imaginación ni totalmente endurecida por la brutalidad, a menudo estimula el pensamiento y efectúa cambios en actitudes y valores que alteran el curso de una vida.

Las posiciones están impecablemente planteadas: tanto el profesor Skutch como nosotros12 entendemos que los ideales éticos actuales dejan mucho que desear. La diferencia estriba en que nosotros pensamos que el mundo está podrido porque aún hay en él demasiado castigo, mientras que Skutch considera que habría que, por lo menos, volver a castigar a las gentes indeseables tanto y en tantas formas como se las castigaba en la Edad Media. Son puntos de vista irreconciliables, y como además constituyen lo que dimos en llamar intuiciones éticas basales (ver anotaciones del 28/8/3), no tiene sentido razonar en favor o en contra de estos postulados, hay que aceptarlos o rechazarlos con el corazón o con el deseo.

Quien cree a todo trance que hay algo de mágico y sagrado en el sentimiento de perfección moral, estará con nosotros, sin importarle demasiado las consecuencias prácticas que pudieran derivarse de tal toma de posiciones. Quien cree que la perfección moral es sólo un ideal al que se llegará dentro de mucho tiempo –como también lo pensamos nosotros–, pero que no es éticamente deseable ir preparando el camino individualmente, mediante unas cuantas puntas de lanza que le indiquen a la masa el camino a seguir; esos que dicen que ser anarquista hoy es inmoral, pese a querer un mundo que se encamine inexorablemente hacia el anarquismo (Fundamentos morales, cap. XVI, secc. 6), esos tibios acomodaticios concordarán con el autor del artículo que venimos citando. Serán como esos bestiales potentados que afirman a diestra y siniestra que el comunismo es hermoso… en teoría, pero que no funciona en los hechos. Si no funciona en los hechos –les diría yo– es porque ustedes no lo practican. Practíquenlo ustedes, háganse comunistas por propia iniciativa, sin esperar a que una revolución se los imponga, y verán que el comunismo sí funciona en los hechos. "Sí, podríamos nosotros vivir muy comunistamente, pero nunca la sociedad en su conjunto", me replicarán. Pues háganse ustedes comunistas, señores, y después esperen a ver qué pasa con su sociedad. Pero no, nunca se harán comunistas, porque no simpatizan con el comunismo, pese a que lo sostengan en teoría. Y lo mismo pasa con los que "sueñan" con el anarquismo.

Pero no descarto que sea Skutch quien lleve la razón en estos entredichos; al fin y al cabo su punto de vista es apoyado por la inmensa mayoría de la gente. Tal vez sea cierto eso de que "quien perdona a una persona culpable, la compromete espiritualmente"; pero me niego a creerlo. Y como en mi negación me acompaña el mayor santo que haya existido –el señor Jesús– y también el mayor filósofo –el señor Sócrates–, me apoyo en ellos y ya no me siento tan sólo remando contra la corriente.

El último párrafo quedará en manos del profesor Skutch. Escúchenlo y saquen sus propias conclusiones:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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