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La ética y la moral (página 5)




Enviado por Cornelio Cornejín



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Marx amaba la libertad, la libertad real […]. Y hasta donde a mí se me alcanza, siguió los pasos de Hegel en su equiparación de la libertad con el espíritu, en la medida en que creyó que sólo podíamos ser libres en nuestra calidad de seres espirituales. Al mismo tiempo, reconoció en la práctica […] que somos espíritu y carne y, con bastante realismo, que la carne es, de los dos, el elemento fundamental. […] Pero aunque reconociendo que el mundo material y sus necesidades constituían el lado fundamental, no experimentó amor alguno por el «reino de la necesidad», como él mismo denominó a las sociedades esclavizadas por sus necesidades materiales. Marx estimaba tanto el mundo material, el «reino de la libertad» y el lado espiritual de la «naturaleza humana» como cualquier dualista cristiano, y en sus escritos se encuentran a veces, incluso, rastros de odio y desprecio por lo material.

En un pasaje del tercer tomo de El capital5, Marx describe adecuadamente el lado material de la vida social y, especialmente, su aspecto económico, el de la producción y el consumo, considerándolo una extensión del metabolismo humano, es decir, del intercambio humano de la materia con la naturaleza. Señala allí claramente que nuestra libertad debe hallarse siempre limitada por las necesidades de este metabolismo. Todo cuanto puede alcanzarse en el camino hacia una mayor libertad –nos dice– es la «conducción racional de este metabolismo […], con un gasto mínimo de energía y en las condiciones más adecuadas y dignas para la naturaleza humana. No obstante lo cual, seguirá siendo todavía el reino de la necesidad. Sólo fuera de éste, más allá de sus límites, puede comenzar ese desarrollo de las facultades humanas que constituye un fin en sí mismo: el verdadero reino de la libertad. Pero éste sólo puede prosperar en el terreno ocupado por el reino de la necesidad, que sigue siendo su base […]». Inmediatamente antes de esto, Marx escribió: «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente donde terminan las penurias del trabajo impuesto por los agentes y necesidades externos; se encuentra, pues, naturalmente, más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha». El pasaje entero finaliza con una conclusión práctica que muestra bien a las claras que su único propósito era el de abrir el camino hacia el reino inmaterial de la libertad para todos los hombres por igual:

«La reducción de la jornada de trabajo es el requisito previo fundamental». A mi juicio, ese pasaje no deja ninguna duda acerca de lo que hemos llamado el dualismo de la concepción práctica de la vida, de Marx. […] Como Hegel, identifica el reino de la libertad con el de la vida espiritual del hombre. Pero reconoce que no somos seres puramente espirituales, que no somos plenamente libres ni capaces de alcanzar alguna vez la libertad completa, imposibilitados como estamos –y lo estaremos siempre– de emanciparnos por completo de las necesidades de nuestro metabolismo y, de este modo, de la obligación de trabajar para producir. Todo lo más que podemos lograr es mejorar las condiciones de trabajo agobiantes e indignas, ponerlas más acordes con los ideales del hombre y reducir la labor a una medida tal que todos nosotros seamos libres durante cierta parte de nuestras vidas. Esta es, a mi juicio, la idea central de la «concepción de la vida» de Marx (ibíd., cap. 15, secc. I).

Después de todo esto, no puedo menos que agradecerle a Popper el que me haya reconciliado con el judío.

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Domingo 01/10/2006; 8,01 p.m.

Según la profecía marxista, la miseria de los pueblos incrustados en el sistema capitalista debería ir en aumento hasta que esa misma miseria provocase la rebelión y la subsiguiente caída del modelo económico, reemplazado entonces por el comunismo. Pues bien, esto no se dio ni en Inglaterra ni en ningún otro país del primer mundo: la clase obrera de aquellas regiones ha logrado llegar a un nivel económico impensado para el Marx de 1850. Incluso en vida pudo este pensador percatarse de tal tendencia, solucionando la brecha que se abría en su doctrina con un argumento para mí perfectamente válido, aunque no para Popper: Marx y Engels, comenta este crítico procapitalista, comenzaron a elaborar una hipótesis auxiliar destinada a explicar las razones por las que la ley del aumento de la miseria no operaba de acuerdo con sus previsiones. Según esta hipótesis, la tendencia hacia […] el aumento de la miseria, es contrarrestada por los efectos de la explotación colonial o, como suele llamárselo, por el «imperialismo moderno». La explotación colonial es, según esta teoría, un método de transmitir la presión económica al proletariado colonial, grupo que, tanto económicamente como políticamente, es más débil aún que el proletariado industrial interno. «El capital invertido en las colonias» –expresa Marx– «puede producir un porcentaje superior de beneficios por la sencilla razón de que el coeficiente de beneficio es superior allí donde el desarrollo capitalista se halla todavía en una etapa atrasada y por la razón adicional de que los esclavos, indígenas, etc., permiten una explotación más exhaustiva del trabajo. No hay ninguna razón para que estos porcentajes de beneficios superiores […] no pasen a engrosar, al ser remitidos al país de origen, el coeficiente medio del beneficio, contribuyendo a mantenerlo elevado». […] Engels avanzó un paso más que Marx en el desarrollo de la teoría. Obligado a admitir que en Gran Bretaña la tendencia prevaleciente no era hacia el aumento de la miseria sino más bien hacia un mejoramiento considerable, señaló como su causa probable el hecho de que Gran Bretaña «explotara a todo el mundo», y atacó despectivamente a «la clase trabajadora británica» que, en lugar de sufrir según lo previsto por la teoría, «se tornaba cada vez más burguesa». Y prosigue diciendo:

«Pareciera que Inglaterra, la más burguesa de todas las naciones, quisiera llevar las cosas a un punto tal en que la aristocracia burguesa y el proletariado burgués convivieran, codo con codo, con la burguesía». […] No creo que esta hipótesis auxiliar pueda salvar la ley del aumento de la miseria, pues la experiencia la ha refutado. Existen países, por ejemplo las democracias escandinavas, Checoslovaquia, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, etc., por no decir nada de los Estados Unidos, donde el intervencionismo democrático ha asegurado a los obreros un alto nivel de vida, pese a no haber gozado allí de la explotación colonial o de haberla llevado a cabo en grado insuficiente para justificar la hipótesis. Además, si comparamos a ciertos países que «explotan» colonias, como Holanda y Bélgica, con Dinamarca, Suecia, Noruega y Checoslovaquia, que no «explotan» colonias, no hallamos que los obreros industriales se beneficien por la posesión de colonias pues la situación de la clase trabajadora en todos estos países es sorprendentemente similar. Por otra parte, si bien la miseria infligida a los indígenas mediante la colonización constituye uno de los capítulos más sombríos de la historia de la civilización, no puede afirmarse que dicha miseria se haya acrecentado con posterioridad a Marx. Muy por el contrario, las condiciones de vida han mejorado considerablemente y no obstante, si fueran correctas la hipótesis auxiliar y la teoría original, la miseria tendría que ser allí más que ostensible (ibíd., cap. 20, secc. VI).

No es el caso, estimado Popper, que los países colonialistas, y sólo ellos, se beneficien de la materia prima y de la mano de obra económica de las colonias; así no funciona el capitalismo. En el capitalismo bien entendido cada quien exprime lo que le es dable exprimir, y luego el jugo se reparte hacia todos los distritos económicamente poderosos, sin importar si tales distritos poseen o no colonias. ¿Cuál era, en el siglo XVI, el país colonialista por excelencia? ¡España, desde luego! Y sin embargo no fueron los españoles, sino los ingleses, quienes más se capitalizaron en ese siglo por causa del saqueo ibérico a las Américas. Primera ley del capitalismo: "El poder económico vale más que cualquier colonia; mejor es saber negociar que saber colonizar". La brutal explotación colonial cubrió de prosperidad a las grandes potencias económicas, y los obreros industriales de aquellos países ligaron algo de rebote; esa es la verdad, mi verdad, mejor dicho.

Dice Popper que la miseria de los pueblos colonizados no se acrecentó con posterioridad a Marx, que las condiciones de vida "han mejorado considerablemente" también en aquellas latitudes. Pero ¿de qué habla Popper cuando se refiere a las condiciones de vida? En 1850, obviamente, un habitante de Sudamérica no podía prepararse un licuado de banana ni podía mirar el noticiero de las doce; ¿hemos de concluir por eso que el nivel de vida de los sudamericanos ha mejorado? Yo entiendo que no. Una cosa son los adelantos tecnológicos, muchos de los cuales llegan tarde temprano a las capas económicamente menos favorecidas del mundo subdesarrollado, permitiendo que hasta ellas los disfruten, y otra cosa es el nivel real de disfrute de la propia existencia, para lo cual es indispensable, en principio, tener comida, algo que siempre tuvieron, con excepción de algunas ocasionales hambrunas, los indígenas precolombinos, y algo de lo que hoy en día carecen muchas personas incluso en una ciudad tan moderna y desarrollada como Buenos Aires, en donde la gente aguarda el cierre nocturno de los McDonalds para procurarse algún recorte de hamburguesa que aparezca en sus bolsas de residuos. Esta gente hambrienta tal vez posea un aparato de radio; tal vez lo escuche mientras espera, muerta de frío en la vereda, la promisoria llegada de su "botín". Los aztecas no podían darse ese lujo, no podían escuchar los partidos de fútbol por radio. Pero comían, y comían todos los días. ¿De qué mejora en las condiciones de vida me están hablando?

Y después está el tema del tiempo libre. No se puede pretender que las condiciones de vida son hoy mejores en el subdesarrollo que lo que lo eran en la etapa precolonialista sabiendo como sabemos que si un operario quiere alimentarse bien y alimentar a su familia deberá permanecer en su puesto de trabajo muchas más horas que las que podría dedicar a otros fines más elevados, al "reino de la libertad" que tanto agradaba, y con razón, a Marx y a Engels. Desde ya que el reino de la libertad, el reino del cultivo del espíritu, estaba casi negado a los amerindios por causa de su retraso cultural y por más que dispusieran del tiempo suficiente como para disfrutarlo; no, lo que hacían ellos cuando les sobraba el tiempo era dormir u organizar juergas. En este sentido, y por muy saturadas que hoy estén las agendas de los trabajadores, ellos pueden acceder a este reino con mayor facilidad que sus antepasados. Podrán también holgazanear y enfiestarse durante los fines de semana siguiendo la tradición, y de hecho la mayoría continúa vaciando su ahora escaso tiempo libre de acuerdo a esas antiguas pautas, pero siempre queda la opción de cultivarse que antes no existía. Por otra parte, sería necio atribuir esta nueva bendición a los avances del imperialismo capitalista en suelo americano. El habitante promedio de América es más espirituoso ahora que hace unos siglos porque la cultura europea, la cultura toda, y no su sistema económico, se impuso en parte dentro de la mentalidad del indígena. El capitalismo, con su ideal del destajo, quema el tiempo del obrero de modo inmisericorde, obligándolo a producir superfluidades para luego consumirlas en lugar de producir, o cuando menos consumir, espiritualidad y cultura. La jornada reducida de trabajo, sabiamente propagandeada por Marx y por su yerno Lafargue, abriría de par en par las puertas del ocio para que todo trabajador disfrute de sus bondades. Si después este ocio se transforma en el ocio improductivo y hasta perjudicial de los indígenas, o si resulta un acicate para el crecimiento espiritual de la sociedad, eso es algo que una ley laboral nunca podrá determinar. La ley, la ley social, prepara el campo, pero son los hombres y su individualidad psicológica los que deciden sembrar –y cosechar– en él o echarse a dormir una siesta. Hay que darles, en fin, la posibilidad de que opten; haciéndolos trabajar como burros o como máquinas, el capitalismo no les concede alternativa. Se me dirá que varios países capitalistas, encabezados casi siempre por Francia, han reducido notablemente las jornadas laborales. ¡Enhorabuena!… Cuando eso mismo suceda en los países colonizados como el mío, comenzaré a dudar de la malevolencia intrínseca del capitalismo.

Si las condiciones de vida del trabajador promedio han mejorado o empeorado en los países del subdesarrollo con respecto a la época precapitalista, eso es algo que no está claro, y menos claro aún está el hecho de que, en el caso de haber mejorado, la causa detonante de la mejoría sea la implantación del sistema económico capitalista en esas tierras. Lo que sí está claro, según mi modesto parecer, es que en el mundo, y sobre todo en el mundo subdesarrollado, se produce muchísimo alimento, y sin embargo este alimento no siempre llega a las bocas de los hambrientos. También está claro que, pese al descontrolado –y a mi criterio deseable– avance del maquinismo, la industria tercermundista es incapaz de darle un respiro al operario –o se lo da de golpe y lo transforma en un desocupado. Todo esto me hace suponer que lo que Popper veía de bueno en el capitalismo lo veía desde Inglaterra, y que si no echaba pestes sobre él era porque nunca se mezcló con su componente residual, con su residuo metabólico, que hace ya tiempo no aparece por las calles londinenses porque se ha decidido enderezarlo hacia estos alejados contornos para que su hedor no afecte las delicadas narices de quienes cobijan la esperanza de construir un mundo mejor en base a un postulado económico emparentado indisolublemente con el egoísmo, un egoísmo tal vez atenuado por el intervencionismo estatal, pero egoísmo al fin y por siempre. Y es que no se puede tener compasión –Popper mismo lo admitió– por aquellos seres demasiado alejados de nosotros. Los intelectuales primermundistas lucharon contra el capitalismo mientras la estela de miseria que a su paso sigue se dejaba ver, se dejaba palpar, en su atmósfera, asfixiándolos. Ahora los que sufren están lejos; por más esfuerzos que hagan los noticieros, es imposible compadecerlos. Cierto que para eso, para reemplazar la compasión esfuminada, tenemos la reflexión profunda y el análisis; pero un hombre que se ha casado con la palabra democracia como se casó Karl Popper, y que de yapa tiene que convivir con su suegra –la economía capitalista– sin avergonzar a su mujer, ese hombre ya no puede pensar claramente ni desinteresadamente sobre ningún asunto político y/o económico. Y un hombre que no puede pensar claramente ni tampoco compadecer claramente, será fácil presa del egoísmo institucionalizado que hoy impera en el planeta por más buena voluntad que desee poner en arreglar las cosas. Porque, eso sí, buena voluntad era lo que le sobraba, pero ¡qué poco que se hace con sólo ella!

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Capítulo 5

Colón y Pinzón

A partir de ahora, la biografía del descubridor del Nuevo Mundo, don Cristóbal Colón, limpia de invenciones, supercherías y errores, está llamada a experimentar importantes mutaciones. Antonio Rumeu de Armas, Hernando Colón, historiador del descubrimiento de América Miércoles 7 de marzo del 2007; 4,25 a.m.

Se dice que Colón, después de largos días de infructuosa búsqueda y ya con escasos alimentos y bebidas para mantener a la tripulación, experimentó un instante de zozobra espiritual y arrimó su carabela a la Pinta para gritarle a su comandante un desesperado "¡Martín Alonso, perdidos vamos! ¡Mejor regresemos!", a lo que éste respondió que no, que antes preferiría morir que regresar sin gloria, y que de todos modos era más sensato continuar, pues la bebida ya no alcanzaría para el viaje de regreso. El apichonado almirante se rindió a los argumentos y al empuje de su segundo y mantuvo el rumbo que lo depositaría, al poco tiempo, en las costas de su anhelada "India".

Dos cosas salvaron a Colón: el haber tenido cerca un personaje valiente y decidido cuando él se acobardó y vaciló, y el haberse interpuesto el inesperado continente americano entre el puerto de Palos y las inalcanzables Indias. Todos necesitamos de un Martín Alonso que nos dé un par de bofetadas cuando, abrumados por el peso de la vida, renunciamos por un momento a nuestros más caros ideales, y todos necesitamos de una isla de Guanahaní que nos redima y que sea la punta de lanza de algo muchísimo más trascendente que lo que a tientas andábamos buscando.

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Jueves 8 marzo del 2007; 12,50 a.m.

Se puede ser visionario y aventurero hasta para ir a comprar especias.

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Domingo 22 abril del 2007; 12, 38 p.m.

Dos errores se deslizan en el relato que hiciera yo el 7 de marzo relacionado con el descubrimiento de América. En primer lugar, no sería cierto que las provisiones escasearan en la flota; en segundo, no sería cierto que Colón mantuvo el rumbo: Martín Alonso Pinzón habría pasado en ese momento a comandar la expedición seguido de su hermano Vicente Yánez, y habrían sido ellos, y sólo ellos, los verdaderos descubridores del nuevo continente, pues Colón se habría quedado rezagado.

El día de la crisis habría sido el 6 de octubre. En aquella jornada, el diario de Colón especifica que Martín Alonso, acercando su Pinta a la nave del almirante, le comentó a éste que "sería bien navegar a la cuarta del Güeste a la parte del Sudueste; y al Almirante pareció que no". "¿Qué es lo que ha pasado? –pregunta el historiador en que me apoyo para sacar de la oscuridad este incidente–. ¿Qué se ha dado como situación nueva, para que un capitán subordinado, pretenda pasar sobre el Capitán General, y cambiar nada menos que el rumbo de la armada?" (Jorge Funes, En días del año 1492, cap. XIII). Pasó que Colón, habiendo navegado ya casi mil leguas sin encontrar el suelo que suponía firmemente hallar a las 700, renegó dolorosamente de su hipótesis (basada en los cálculos de algunos antiguos y reputados geógrafos1) y decidió volver –o bien fue su tripulación la que renegó de él y lo intimó a que pusiese reversa. Y el diario de navegación no menciona este incidente por la sencilla razón de que habría sido expurgado por su hijo Diego y por Fray Bartolomé de Las Casas para mejor honra del gran descubridor2.

¿Cómo hallar la verdad, o al menos algo que se le aproxime? Para mejor saber de esto, nos dice Jorge Funes, nos conviene retroceder quinientos años atrás, para oír, no a historiadores con posiciones comprometidas, sino a gentes de aquellas villas marineras, que trataron a Colón, a Martín Alonso, y a otros actores de este gran drama. Ellos nos dirán lo que vieron, ya actuando, ya oyendo, y nos hablarán llanamente, sin interpretaciones, que a esas las haremos nosotros.

El primero que mencionaremos se llama Bartolomé Martín de la Donosa, vecino de la villa de Palos, tiene 70 años, ha conocido a Colón y a Martín Alonso "de vista, trato y conversación" y lo vemos cuando va a declarar en el pleito de los Colón3, a propuesta del Fiscal del Rey. Así habló ese tal De la Donosa del incidente que nos ocupa:

Y este testigo además de lo susodicho oyó decir que el dicho almirante habiendo andado mil leguas […] procuró y dijo que se volviesen todos y el dicho Martín Alonso dijo que no quería y no quiso sino continuó su navegación él y sus hermanos, y dejó al dicho almirante, y desde que el dicho almirante vio que le dejaba y el dicho Martín Alonso navegaba se tornó a juntar con él, y el dicho Martín Alonso Pinzón amonestó a todos diciendo que armada de tan altos príncipes no se había de volver sin razón atrás, […] y si no fuera por el dicho Martín Alonso Pinzón no se descubrieran las Indias que por el dicho almirante de allí se tornara.

Cuando el fiscal del rey le preguntó cómo se había enterado de todo eso, contestó De la Donosa que lo oyó decir a los que vinieron del dicho viaje y armada que pasaba así (Pleitos colombinos, tomo VIII, p. 249, edición preparada por Antonio Muro Orejón)4.

Otro que participó en el susodicho juicio fue Diego Rodrigues Colmenero, vecino de Palos, de alrededor de 65 años y que estuviera casado con una hija, por ese entonces ya difunta, de Martín Alonso.

En el golfo –relató– por su navegación el dicho almirante andadas 800 leguas o más de camino, preguntó al dicho Martín Alonso, y dijo que tenía andando el camino que pensó de andar el dicho viaje, y que la tierra no era descubierta y qué le parecía que harían, si siguieran el viaje o volvieran, y el dicho Martín Alonso Pinzón le dijo al dicho almirante: ¡Cómo capitán, con tal embajada de tan altos príncipes se ha de volver y dejar de ir su viaje! ¡Ahora es tiempo de andar! Y que el dicho almirante paró y el dicho Martín Alonso continuó su navegación, y el dicho almirante siguió en pos de él.

Preguntado sobre cómo se había enterado de eso, dijo que porque el dicho Martín Alonso y los que con él iban decían que había pasado así lo susodicho (ibíd., t. VIII, p. 254).

Y el tercer testigo de oídas que citaré, Hernán Peres Mateos, de 80 años, conocedor también de Martín Alonso y de Colón, sugiere que los marineros de la Santa María, a punto de amotinarse, fueron quienes indujeron al almirante a que hablara con su segundo respecto de los pasos a seguir. El testimonio es imperdible: dice que oyó decir a los dichos Martín Alonso Pinzón y sus hermanos que […] la gente que venía en los navíos, habiendo navegado muchos días y no descubriendo tierra, las que venían con el dicho don Cristóbal Colón se querían amotinar y alzar contra él diciendo que iban perdidos y entonces el dicho don Cristóbal Colón había dicho al Martín Pinzón lo que pasaba con aquella gente y qué le parecía que debían hacer y que el dicho Martín Alonso le había respondido: señor, ahorque vuestra merced media docena de ellos o échelos a la mar y si no se atreve yo y mis hermanos barloaremos sobre ellos y lo haremos, que armada que salió con mandado de tan altos príncipes no había de volver atrás sin buenas nuevas (ibíd., t. VIII, p. 397).

Después está Fernán Pérez Camacho, 85 años, conocedor de ambos protagonistas en trato y conversación. Según lo que él oyó, esta fue la respuesta de Martín Alonso ante la requisitoria de Colón:

señor, aquí venimos a servir a Dios y al rey y no habremos de volver atrás hasta que hallemos tierra o morir (ibíd., t. VIII, p. 310).

Y otro Fernán, Ianes de Montiel, de 80 años, colorea un poco más la insubordinación:

¿Cómo capitán al cabo de tanto tiempo que habemos andado tanto nos habremos de volver? ¡Adelante! ¡Adelante! Andemos tres o cuatro días u ocho hasta que hallemos tierra porque no conviene a nuestra honra que volvamos así sin hallar tierra (ibíd., t. VIII, p. 314).

Cuando el fiscal del rey le pregunta a Gonzalo Martín, 62 años, conocedor de Colón, qué sabe del tema, el testigo afirma haber escuchado que al tiempo que habían […] andado más de 800 leguas el dicho Colón había desmayado y había dicho al dicho Martín Alonso Pinzón que […] se volviesen y que el dicho Martín Alonso le dijo al señor Colón: no me ha enviado al rey acá para que me vuelva, yo traigo bastimento para un año y no me tengo que volver, que con la ayuda de Dios tengo que pasar adelante (ibíd., t. VIII, p. 320).

Avala también la hipótesis de que los pertrechos nunca escasearon Alonso Gallego, de 65 años, residente en la localidad de Huelva y conocedor, según afirmación suya, de ambos personajes. Dijo Gallego, según consta en el acta correspondiente, que al tiempo que vino la armada de hacer el dicho viaje y primer descubrimiento, los que venían en los navíos todos decían […] que habiendo andado muchas leguas por la mar que del navío en que había ido el dicho Colón habían tirado un tiro y que el dicho Martín Alonso Pinzón iba con su navío adelante y aguardó y dijo al dicho Colón: señor, qué manda vuestra señoría, y que el dicho Colón le dijo: Martín Alonso, esta gente que va en este navío va murmurando y tienen ganas de volverse y a mí me parece lo mismo, […] y que el dicho Martín Alonso Pinzón había dicho entonces al dicho Colón: señor, acuérdese vuestra señoría que […] os prometí por la corona real que yo ni ninguno de mis parientes no habíamos de volver a Palos hasta descubrir tierra en tanto que la gente fuese sana y hubiese mantenimientos; pues ahora ¿qué nos falta? La gente va sana y los navíos nuevos y llevamos harto mantenimientos. ¡Por qué nos habremos de volver! Quien se quisiera volver vuélvase que yo adelante quiero pasar, que yo tengo que descubrir tierra o tengo que morir en esta demanda (ibíd., t. VIII, pp. 341-2).

Sea porque Colón se "desatinó" –como creía Funes– al comprender que aquellos grandes teorizadores habían errado sus cálculos, sea porque sus marineros, temiendo llegar al borde del planeta y caer al infinito vacío5, lo apretaron para que regresase, lo cierto, o al menos lo que parece a todas luces haber sucedido, es que si no hubiera sido por Martín Alonso Pinzón, Colón no habría descubierto América. Yo me juego por la hipótesis del motín: no creo que Colón, teniendo víveres, barcos y navegantes en buenas condiciones, tuviera que apegarse tan fielmente a las 700 leguas que, suponían aquellos sabios, había que navegar para llegar a las Indias; el margen de error de un proyecto tan ansiado, del mayor y más estudiado proyecto de la vida de aquel hombre, bien valía estirarse, por lo menos, 700 leguas más. Pero el proyecto era de él, no de los supersticiosos marinos que lo acompañaban y que aún creían en la planitud de la Tierra. Y estos marinos no conocían a Colón, ni mucho menos lo estimaban; no se perdería gran cosa para ellos si su capitán era lanzado por la borda. Al que sí conocían era a don Martín Alonso, quien se había encargado de reclutarlos. Por eso, cuando escucharon ese grito desde la Pinta: "¡Señor, ahorque vuestra merced media docena de ellos o échelos a la amar, y si no se atreve yo y mis hermanos lo haremos!", ahí mismo el motín finalizó, si bien las deliberaciones continuaron lo suficiente como para que las otras carabelas se alejaran y tocaran tierra sin Colón en el horizonte6. Funes no quiere por ningún motivo que tal incidente se interprete como un apichonamiento de Colón, y en ese sentido estoy de acuerdo con él: ni el más valiente y decidido de los mortales puede hacer nada frente a cuarenta energúmenos que quieren lincharlo. La honra de Cristóbal Colón, pues, queda intacta, pero se le suma y casi se le aparea la de Martín Alonso Pinzón, el verdadero descubridor del Nuevo Mundo7.

De ahora en más, cuando debamos emplear el verbo "colonizar", troquémoslo mejor por "pinzonizar". La verdad histórica nos lo agradecerá. ¡Y encima suena lindo!

Ya ves, Cornelio, que los pleitos tribunalicios sí sirven para algo…8

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Viernes 29/6/2007; 10,49 a.m.

"La honra de Colón queda intacta" dije el último 22 de abril al documentar lo que a mí me parece que sucedió aquel 6 de octubre de 1492, 6 días antes del descubrimiento. Pero después me puse a leer el Cristóbal Colón y el descubrimiento de América de Antonio Ballesteros y descubrí algo que, de ser verdadero, haría de mi admirado don Cristóbal un personaje menos idealista de lo que yo suponía.

Casi todos damos por sentado que fue un desconocido marinero llamado Rodrigo de Triana quien, desde la Pinta, observó por vez primera el suelo americano. Lo cierto es que no vio tierra ninguna sino fuego, pues eran las dos de la mañana cuando divisó esas lumbres indígenas a más o menos dos leguas de distancia. Si nos guiamos por la opinión del historiador Jorge Funes y por la mía propia, la Santa María capitaneada por Colón estaba bastante retrasada con respecto a las otras carabelas en ese momento, por lo que mal pudo el jefe de la expedición ni siquiera enterarse a tiempo del hallazgo9. No fue esto, sin embargo, lo que se dijo a los reyes de Castilla cuando regresaron. Habían ellos prometido 10.000 maravedíes anuales de por vida a quien viese las primeras señales verídicas de que habían llegado a su destino, y estas señales, según Colón, las había visto él mismo bajo la forma de tenues centelleos que refulgían y se apagaban muy a la distancia. Habría el comandante divisado estos fueguitos a eso de las 10 de la noche del 11 de octubre, cuatro horas antes del grito de Rodrigo de Triana. Los reyes le creyeron y le otorgaron la suculenta pensión, dejando a Rodrigo tan despechado que, según cuenta la leyenda, apostató del catolicismo y se hizo mahometano.

Yo no le creo a Colón; me sospecho que las primeras noticias fueron dadas por Rodrigo de Triana. Pero aunque la versión del capitán sea la correcta, ¿qué clase de caballero, como yo suponía era don Cristóbal, arrancaría de las narices de un pobre marino esa recompensa que no era para el navegante más reconocido del mundo ni urgente ni necesaria? Tal vez lo haya hecho no por el dinero sino por la honra pública de haber sido, además del mentor del viaje, el descubridor literal de las nuevas tierras10. Pues tanto peor para un verdadero caballero, a quien le importan tan poco los maravedíes como la opinión de los otros. Si viste los fueguitos, ¡cállalo, Colón! No monopolices la gloria o correrás el riesgo de que la verdadera gloria, la gloria posmorten, no se deje ver en tu horizonte.

Ahora entiendo mejor eso que se dice de la derrota de Colón.

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Séneca y Diderot

El oro y la virtud son como dos pesos puestos en una balanza, no pudiendo subir el uno sin que el otro baje. Platón, La República, libro 8 Jueves 3 mayo del 2007; 7,58 p.m.

¿Sabéis por qué –nos pregunta Julien Offroy de La Mettrie–, sabéis por qué este autor gusta y casi encanta? Porque no es ni regular ni acompasado; sin orden, como sin profundidad, vuela indistintamente sobre toda clase de temas. Le es indiferente abandonar el que acaba de comenzar, para volver a él si Dios quiere, y empezar otro. Más bien parece realizar lo que no promete, que cumplir con lo que anuncia y promete. Poco preocupado por su estilo desgreñado, retrata sus ideas en el papel tal como su cerebro las concibe (y las concibe con fuerza): se debe a esta sincera fidelidad la energía, la ingenuidad y la feliz e inimitable manera de ser que les son propias. Sin cuidarse de lo que su lector podría pensar de él […], no tiene miedo de mostrarse completamente a su mirada, con vicios y virtudes que no le producen ni vergüenza ni vanagloria. […] Sorprende la rareza de confidencias tan singulares, produce una sensación que la curiosidad vuelve más intensa aún. En fin, lo leemos con tanto placer, y por la misma razón, como el que produce pasearnos por una bella campiña infinitamente variada, donde a la izquierda se observa agua, barcos a vela, montañas, vides, riberas que adora el sol, y a la derecha jardines, bosques, praderas donde algunos animales pastan y otros animales toman leche.

Este párrafo lo saqué de su Anti-Séneca (1748), y el autor al que alude no soy yo sino Montaigne, pero yo me siento golosamente identificado con casi todo lo que aquí se dice, sobre todo con eso de que "le es indiferente abandonar el tema que acaba de comenzar, para volver a él si Dios quiere, y empezar otro". Y es por eso, para ser consecuente con esta orográfica pintura que del estilo Montaigne- Cornejín ha hecho el siempre simpático La Mettrie, es por eso que ahora escapo del tema que me venía ocupando –sea cual fuere, que no lo sé a ciencia cierta– para zambullirme en las aguas de la riqueza y su relación con la virtud y la felicidad. Aquí va, pues, mi propio y descoyuntador Anti-Séneca.

¿Quién duda –pregunta Séneca en el capítulo XXII de su ensayo Sobre la felicidad–, quién duda que el varón sabio tiene una materia más amplia para desenvolver su espíritu en medio de las riquezas que en la pobreza?

Yo, yo lo dudo. O capaz que sí, capaz que se desenvuelve mejor en la riqueza, pero se desenvuelve su parte más pérfida. En la pobreza el sabio no desenvuelve su espíritu, no necesita desenvolverlo; lo mantiene arrollado en sí mismo, nutriéndose desde adentro1. En la riqueza lo desenvuelve, lo saca de su asepsia, y así lo contamina. Según este pensador seudoestoico, en la pobreza no hay más que un género de virtud: no abatirse ni dejarse deprimir; en las riquezas, la templanza, la generosidad, el discernimiento, la organización, la magnificencia tienen campo libre.

Pero no es el no abatimiento la única virtud que la pobreza ofrece al sabio, ni la más valiosa. El pobre puede jactarse, enorgullecerse, de no estar quitándole a nadie los alimentos y el abrigo necesarios para sobrevivir, y esa es su flor más bella. Es virtud pasiva, ciertamente, pero virtud al fin. Es más importante no matar que obsequiar migajas a nuestros allegados, que a eso se reduce la "magnificencia", la "generosidad" de los ricachones. Después compara el nivel económico del sabio con su estado sanitario:

Débil de cuerpo o con un ojo de menos estará bien, aunque prefiera gozar de la robustez corporal […]. Soportará la mala salud, la deseará buena.

El sabio, en tanto que sabio, comprende con el corazón y con la conciencia interna lo que algunos pensadores comprendemos con sólo nuestra conciencia discursiva: que la salud corporal no es un bien eudemónico absoluto y por lo tanto no tiene sentido desearla buena. Pero aunque así no fuera, la comparación es improcedente, porque ¿a quién molesto yo estando robusto? A nadie, mientras que si soy rico molesto a millones de hombres, niños incluidos, que no reciben mi auxilio económico y perecen por ello. Nuestro estado sanitario no implica por sí mismo virtud o vicio; nuestro estado económico sí. Puede haber santos enfermos; santos ricos, no.

Pero Séneca vuelve a la carga:

Algunas cosas, aunque tengan poca importancia para el conjunto y puedan ser sustraídas sin destruir el bien principal, añaden algo, sin embargo, a la alegría constante y que nace con la virtud. Así las riquezas conmueven y alegran al sabio como al navegante un viento propicio y favorable, o un día bueno y un lugar soleado en el frío del invierno.

Estamos hablando de sabios, estimado preceptor, no estamos hablando de aspirantes a la sabiduría como tú o como yo, a quienes el brillo del oropel, encandilándonos, nos hace derrapar. La riqueza no tiene para el sabio ningún valor, absolutamente ninguno, ni ético ni eudemónico. Y si fuera posible que un sabio considerase algún tipo de riqueza como "un lugar soleado en el frío del invierno", de todos modos continuaría tiritando, porque comprendería que aquel sol que disfruta le fue arrebatado a otros que tienen igual derecho y mayor necesidad que él de asolearse, y el sabio no se guía por lo que le place sino por lo que su razón, amancebada con su intuición, le ordena. "¿Cuál de los sabios –insiste– niega que también las cosas que llamamos indiferentes tengan algún valor en sí y sean preferibles a otras?" No lo niegan, y no lo niegan por la sencilla razón de que los sabios no existen ni nunca existieron. Pero tres de los que más de cerca rozaron la sabiduría, Sócrates, Jesús y San Francisco, estuvieron muy cerca de negarlo.

Después Séneca, hablándole a un rico común y corriente, establece la importancia exacta que las riquezas tienen para cada cual:

Para mí las riquezas, si se pierden, no me quitarán más que a sí mismas; tú te quedarás pasmado y te parecerá que estás abandonado de ti mismo si se alejan de ti; en mí las riquezas tienen algún lugar; en ti, el más alto; en suma, las riquezas son mías, tú eres de las riquezas.

Bonito discurso, que además de bonito sería edificante de no ser por el factor sociedad, que es lo que arruina el cuadro. Así es el estoicismo: si un estoico está a la sombra y tiene frío, hace lo que cualquier otra persona: se mueve hacia un lugar soleado, pero se mueve si y sólo si este desplazamiento no implica para él un displacer mayor que el del frío que soporta, o si para desplazarse necesita incurrir en algún comportamiento vicioso. El estoico, en definitiva, se calentará bajo el sol siempre y cuando esto no contradiga su cálculo hedonista ni su ideal de virtud. Ahora bien, remplacemos el sol por la riqueza y preguntémonos si los esfuerzos necesarios para conseguirla no implican un displacer mayor que los conocidos displaceres que el pobre tolera. Para el habitante promedio de cualquier ciudad contemporánea sin duda que no, o al menos eso es lo que suponen considerando la desesperación que los aqueja cuando su nivel económico decae y los medios que utilizan para elevarlo; pero el sabio estoico, cuyo ideal de virtud es la suprema apatía, sabe muy bien que los esfuerzos necesarios para enriquecerse contrariarían de plano su imperturbabilidad emocional; y no sólo los estoicos, que desean no desear, sino muchos de los que deseamos desear y concretar nuestros deseos más elevados nos oponemos a esa búsqueda precisamente porque sospechamos que aquellos anhelos no podrán ser alcanzados si nos dedicamos a medrar. Séneca me dirá que él no realizó esfuerzo ninguno para enriquecerse, que aquella empresa no le insumió tiempo ni preocupaciones ("… era una fortuna que no había buscado, sino que se limitó a recibirla cuando cayó en sus manos. La herencia que su padre le había dejado era considerable. […] Y dicha fortuna se había incrementado gracias a ventajosas inversiones. Las larguezas de su pupilo [Nerón] la elevaron aún más", dice Denis Diderot en el capítulo LV de su Ensayo sobre la vida de Séneca). Concedamos esto, pero tengamos presente que una fortuna, por más que se consiga sin esfuerzo, difícil es que sin esfuerzo se mantenga; su mantenimiento suele acarrear tantas o más preocupaciones y pérdidas de tiempo que su adquisición. Una persona en la posición de Séneca, empero, tal vez pudiera conservar lo adquirido sin mayores sobresaltos, y entonces la objeción del cálculo hedonista quedaría de algún modo invalidada, pero ¿es que Séneca era uno de esos epicúreos que escupen sobre la virtud cuando ésta es incapaz de proporcionarles placeres presentes o futuros, como dijo alguna vez el fundador de dicha escuela? De ningún modo. Séneca era estoico. Un estoico moderado y ecléctico, pero estoico al fin, y como tal anteponía el concepto de virtud a cualquier otro, placer individual o felicidad individual incluidos. Ahí está su llaga purulenta, y aquí está mi dedo que la toca y la revienta. Porque me repugna tanto el olvido inmerecido (y es por eso que me ocupé de Martín Alonso Pinzón hace unos días) como la inmerecida fama, y la de Séneca es harto inmerecida. No por hipócrita, porque él nunca, siendo rico, echó pestes sobre la riqueza; no lo acuso de hipocresía sino de atrofia intelectual. Su vuelo mental, a juzgar por este capítulo de su ensayo, tiene mucho de gallináceo y muy poco de aguileño. Hipócrita era Tolstoi, que condenaba la riqueza viviendo sumergido en ella, pero ¡sabe Dios cuántos esfuerzos realizó para desdeñarla!… Esa hipocresía de miras elevadas es mucho más edificante, o, si se quiere, mucho menos nociva, que las construcciones intelectuales viciadas que pasan por buenas por tener como certificado de garantía el nombre de un pensador "elevado".

Yo no dudo, o dudo poco, de la imperturbabilidad de Séneca en el supuesto caso de que hubiese perdido la totalidad de su fortuna. No, a Séneca no le habría ocurrido lo que le ocurrió a mi amigo Fernando Rodríguez, a quien volví a ver el otro día y continúa consumido por la depresión crónica que lentamente se le fue desatando luego de perder muchos de sus bienes materiales. Las riquezas eran de Séneca, mientras que Fernando era de las riquezas. Después de todo, cuando Séneca cayó en desgracia se cortó las venas, supuestamente, con gran tranquilidad y sin pena (lo que no deja, según mi criterio, de ser contrario al ideal estoico, porque si bien se requiere de cierto valor para suicidarse2, el sabio nunca siente miedo respecto de las circunstancias que le tocará vivir, por lo cual no tiene motivos para quitarse la vida). Pero la cuestión, lo digo y lo repito hasta el hartazgo, no pasa por saber si la pérdida de sus riquezas lo hubiese apenado o si sus riquezas, lejos de perturbarlo, lo alegraban como al navegante un viento propicio; todo esto es algo secundario. Un rico en el mundo equivale, tanto hoy como en la antigua Roma, a por lo menos cien hambrientos. No digo, no alcanzo a decir por ahora, que la riqueza de Séneca fuera la causa de la desnutrición de parte de su pueblo, pero si no era la causa, al menos pudo ser el remedio, pues la única virtud que puede haber en el hecho de ser rico es dejar inmediatamente de serlo, para que dejen también algunos de ser indigentes. La pobreza es el estado ideal del ser humano, en el cual mejor se desenvuelve (o se envuelve) su espíritu, pero la pobreza no es la indigencia, que corrompe y socava los cimientos del alma excepto en aquellos demasiado santos o demasiado locos como para preocuparse por su animal economía. La indigencia es indeseable moralmente3, y quien la fomenta, o quien, pudiendo sofocarla de algún modo, no la sofoca, es un ser inmoral, es un ser vicioso, y, tal vez, es un ser infeliz. Por eso es que me preocupan y a la vez me causan gracia las expresiones de Diderot en defensa de su admirado Séneca; me preocupan porque yo lo tenía como un pensador, aunque pedestre, sensato y criterioso, y me causan gracia porque no sé si burlarme de su infantilismo o de su mala fe. "No me cabe en la cabeza –afirma el enciclopedista– la gran importancia que se concede a tan enorme fortuna que, desde luego, no era superior a la de cualquier ministro […]. ¿Qué importancia podía tener esa riqueza que tanto se le echa en cara? "(Ibíd., cap. LV). No voy a responder porque sería repetirme, pero eso de alegar que la fortuna de Séneca no era superior a la de los ministros… ¿a qué viene? Un ministro político no es un preceptor, ni se jacta de ser virtuoso o de conocer algo de lo que la virtud sea; luego, un ministro romano puede perfectamente acumular riquezas sin por ello contradecir nada de lo que representa su investidura, pues los políticos, ya se sabe por más que no se diga, no tienen por meta la bienaventuranza popular sino la fama, los honores y las riquezas personales. Aquí está claro que Diderot no está defendiendo a Séneca sino a sus propios dinerillos. "Habría que preguntarse –continúa– si los detractores de Séneca se preocuparon en investigar acerca de cómo había acumulado tal fortuna. […] ¿Se informaron acerca del uso que dio a la misma? ¿En algún sitio dice que su bolsa permaneciese cerrada a sus parientes o a sus amigos menesterosos? Si alguien dijera algo así, mentiría". Sería de desear que Séneca hubiese acumulado su fortuna por medios lícitos (aunque los límites entre un medio lícito e ilícito de ganar dinero nunca están bien demarcados, como ya demostré o pretendí demostrar en mis anotaciones del 28/7/97)4; sería de desear, pero no la justificaría frente al tribunal de la virtud. (Además el mismo Diderot nos cuenta que la mayor parte de su fortuna la heredó o se la regaló Nerón; ¿pueden considerarse probos estos medios?) Y ¿desde cuándo la generosidad estoica, la generosidad del virtuoso cosmopolita por excelencia, se limita a abrir la bolsa frente a parientes o amigos menesterosos únicamente? El estoico, ya se sabe, no compadece a nadie, pero va en auxilio de todos, entenados o no entenados, que la gente de veras magnánima nunca hizo ese tipo de diferencias.

Teniendo siempre presente lo dicho por mí hace diez años casi respecto de los medios lícitos o ilícitos empleados para enriquecerse, leamos estos párrafos extraídos del cap. XXIII del ensayo senequista:

Deja, por tanto, de vedar el dinero a los filósofos; nadie ha condenado la sabiduría a ser pobre. Tendrá el filósofo grandes riquezas, pero no arrebatadas a nadie ni manchadas de sangre ajena5. Acumula cuanto quieras: son honradas; aunque hay entre ellas muchas cosas que todos quisieran llamar suyas, no hay nada que pueda nadie decir suyo. Pero el sabio no rechazará los favores de la fortuna, y ni se envanecerá ni se avergonzará del patrimonio adquirido por medios honrados.

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