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La ética y la moral (página 8)




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

"Incluso el determinista más inflexible –continúa Hildebrand– presupone la responsabilidad cuando se enfurece contra los no deterministas, acusándoles agriamente y haciéndoles responsables de extender errores" (21,2). Es un caso similar al del pacifista empedernido que se toma a golpes de puño con el colectivero que acaba de insultarlo después de haberle destruido el auto. El pacifismo a ultranza es una concepción teórica que requiere de una complicada disciplina mental y un control total de las emociones para llevarse a la práctica con éxito. En cuanto una emoción como la ira se apodera del pacifista, todo el contenido teórico de su doctrina queda de lado y resurgen los instintos de agresividad, de territorialidad y demás. No saber acallar el llamado de estos instintos es, no lo niego, un defecto de aquel que se ha propuesto a sí mismo tal doctrina, pero si es un pacifista convencido, una vez recuperada la cordura se olvidará de su destartalado automóvil y se alejará del colectivero sin ningún amague de reproche. El determinista teórico cree que no hay verdad más edificante que la suya, y cuando encuentra gente que no sólo desdeña su verdad sino que no muestra ni un asomo de duda respecto de que su voluntad es libre (estamos hablando de gente instruida, no de labriegos que nada saben de sutilezas intelectuales y viven sumergidos en el sentido común), la cólera le sube desde lo más profundo de las entrañas y explota en una cadena de improperios que, dice Hildebrand, contradice de plano a su creencia. Pero es que las creencias –y sobre todo este tipo de creencias hipergeneralizantes– no tienen, al menos en principio, el poder de gobernar ninguna otra parte de nuestro yo que no sea la parte intelectuosa, la parte que discierne. Es muy difícil –no imposible– que una convicción propia domine los propios instintos, y estos arranques de desprecio y enfurecimiento contra los librealbedristas en los que yo he caído con gran frecuencia no presuponen la responsabilidad de mis antagonistas, porque la que escribe las diatribas es mi parte animal, o mi parte humana prosaica, que no alcanza por más que intente las alturas del pensamiento puro, del pensamiento metafísico. Con esto no quiero decir que haya en mí dos personas, una que piensa e intuye y otra que hace cosas que ninguna relación presentan con mis procesos cognitivos; no señor. Yo reconozco, cuando estoy en mis cabales, que molestarme por la opinión de alguien que discrepa conmigo es contradictorio con mi postulado determinista. Cuando estoy en mis cabales. Si no lo estoy, tengo pleno derecho –no en el sentido corriente del término, hablo de derecho lógico— de insultar a quien me plazca y de aborrecerlo también. Una idea sólo puede ser contradictoria con otra idea, no con un instinto ni con un sentimiento. Si tengo que hacerme cargo de este reproche de Hildebrand, lo hago en el sentido de que aún no aprendí a subordinar mis yo inferiores a mi razón y mis intuiciones, pero no lo acepto en el sentido de ser una persona que –en este asunto– se contradice. Y además, así soy yo cuando escribo; tan agresivo soy con la lapicera entre mis dedos como manso en el resto de mis momentos. Me costaría muchísimo escribir de otra forma; mi siniestra mano no puede concebir siquiera la idea de que no es libre mientras crea.

o o o Domingo 12 de agosto del 2007/ 3,22 p. m.

En el anterior ensayo utilicé los términos "ira" y "cólera" como sinónimos, pero Hildebrand no los considera de ese modo. Para él, la cólera se produce cuando alguien o algo se interpone entre nuestro deseo de obtener algo subjetivamente satisfactorio y la concreción del mismo, o cuando se nos hace intencionalmente un daño, corporal o espiritual. La ira, en cambio, aparecería sólo cuando presenciamos un acto de disvalor moral, en el cual son otros individuos los directamente perjudicados, o en aquellos casos en que se produce una ofensa a Dios, por más que nadie resulte directamente perjudicado con ella. También puede aparecer la ira sin necesidad de presenciar el acto de disvalor moral, con sólo escuchar lo acaecido o leerlo de alguna fuente considerada confiable. Es así que según Hildebrand la cólera es inmoral porque la ocasiona un móvil egoísta, mientras que la ira es positiva y hasta "santa" (17, 11) porque aparece como reacción ante un acto de disvalor moral. El mismísimo San Agustín admite haber odiado imperfectamente cuando su odio fue provocado por un mal que se le infligió a él, odio que hubiera resultado "perfecto" y éticamente deseable si el daño lo hubiesen sufrido personas alejadas de su entorno y afectos (cf. Sus Confesiones, libro V, cap. XII). Así llegamos a la "justa indignación" que tanto les ha dado de comer a los modernos periodistas de telenoticieros.

Ya el hecho de que alguien aplauda el odio me provoca escozor (sobre todo en estos tiempos en que los odios religiosos aparecen por doquier y riegan el mundo con sangre), pero si el aplaudidor es alguien tan respetado como San Agustín, o si es un representante del pensamiento eclesiástico contemporáneo como Hildebrand, el escozor amaga con transmutar en indignación, con la consiguiente contradicción ideológica que los que no han comprendido mi anterior ensayo me achacarían. Los musulmanes odian porque está en su sangre odiar, porque nacieron guerreando y guerreando han de morir, y la guerra es odio (por más que algún chino diga lo contrario); lo mismo para los judíos. Pero nosotros, los cristianos, no nacimos odiando sino amando, lo que no quiere decir que no podamos odiar; pero si cuando nos acometen los odios y las indignaciones, en lugar de reprobarlos, la Iglesia los incentiva, ya vemos que aquí hay un anhelo de imitación, y no precisamente de imitación evangélica13. Y además, si vamos a la praxis, ¿quiénes son los que se indignan? Las madres de hijas violadas, los dueños de casas robadas y así; y si alguna vieja se indigna contra un violador sin que haya violado a su nieta no es porque la "santa ira" le haga ver en el hecho una ofensa a Dios o a los valores morales, sino porque se imagina que aquello mismo le pudo haber ocurrido a su nieta, es decir a ella misma como propietaria de su nieta. La indignación nunca suele abandonar el terreno de lo subjetivamente satisfactorio.

San Agustín ya me tiene las bolas llenas14. Hildebrand no parece una mala persona, pero está demasiado apegado a la ortodoxia, al menos en lo que a la ética respecta. Es un exegeta excelente, pero como pensador filosófico deja mucho que desear.

Los odio a ambos. No mucho, un poquito nomás. Los odio con odio imperfecto. Con odio perfecto no podría. El odio perfecto es obra del diablo.

o o o Lunes 13 de agosto del 2007/ 1,26 p. m.

"La primera característica de los valores morales –afirma Hildebrand (15,1)– es que presuponen necesariamente una persona. Un ser impersonal no podría ser nunca portador de valores morales. […] Ningún cuerpo material, ninguna planta, ningún animal puede ser bueno o malo". Yo coincido con él en que los cuerpos inorgánicos están impedidos de portar valores morales, pero me reservo mi opinión respecto de las plantas y aun me atrevo a decir que algunos animales los poseen. El problema es que, para Hildebrand, si algo carece de valores morales ese algo no puede ser nunca bueno ni malo, y yo discrepo con este punto de vista. Una piedra puede realizar un acto éticamente indeseable (como romperle la cabeza a una persona), y en función de eso, y mientras realiza ese acto, yo afirmo que la tal piedra se comporta malamente y por eso es mala. Pero esta piedra carece de valores o de disvalores morales porque no hay en ella una tendencia a romper cráneos. Rompió uno por casualidad, pero seguramente no romperá ya más ninguno. Hizo algo malo y fue mala en el momento en que lo hizo, pero ya está. Incluso si alguien utilizara esa misma piedra una y otra vez para lastimar gente, la piedra no adquiriría un disvalor moral en virtud de sus antecedentes. Por mucho que lastime, la piedra nunca será sádica (algo que sí puede ocurrir, por ejemplo, con los perros).

Por lo demás, este tema de la ética impersonal ya lo toqué hace poco, en la entrada correspondiente al 30/5/7 (pp. 107-8), y no se me ocurre otra cosa que agregar a ese pretérito comentario.

o o o Martes 14 de agosto del 2007/ 3,37 p.m.

Llama Hildebrand "vivencias intencionales" a las que se manifiestan pura y exclusivamente cuando el individuo conoce las causas que las generan. Así, la alegría es una vivencia intencional, porque no podemos estar alegres sin saber por qué, lo mismo que no podemos sentir amor u odio sin saber a quién amamos u odiamos. Después están las vivencias no intencionales, como la ebriedad o el cansancio, que no necesitan de aquel proceso cognitivo para manifestarse (el borracho seguirá sintiéndose borracho por más que no sepa las causas que produjeron su borrachera, y lo mismo para el cansado). Ahora bien; Hildebrand asegura que "las vivencias intencionales son de rango superior a las no intencionales" (17,2). Lo dice porque las vivencias intencionales son exclusivas de los entes con personalidad (hombres, ángeles, demonios), quedando los animales, vegetales y minerales –según él– fuera del mundo de las intenciones15. Pero hay una vivencia que yo estimo superior a cualesquiera otras y que sin embargo, me parece, habría que colocar en la categoría de no intencional; me refiero a la felicidad. La felicidad sería en mi opinión un estado del cual no sólo ignoramos las causas puntuales que la posibilitan sino que por definición no podemos saberlas. Digo causas puntuales porque las causas generales pueden identificarse perfectamente: responden a una vida de comportamientos altruistas (compasión inteligentemente activa). Pero no todas las personas altruistas alcanzan la felicidad, y los que la logran deben contentarse con ignorar el o los sucesos que la determinaron específicamente, los cuales actúan por lo general a través de prolongados períodos de tiempo. Existen tres estados de ánimo que son mayoritariamente anhelados: el estado de diversión, el estado de alegría y el estado de felicidad. El estado de diversión se alcanza mientras realizamos algún acto, el estado de alegría surge después de haber hecho algo16 y el estado de felicidad aparece generalmente mucho después o mucho antes de acometer una empresa. El estado de diversión es una vivencia intencional: sabemos qué es lo que nos divierte. Y lo mismo el estado de alegría. Pero de la felicidad sólo podemos afirmar que nos la produce nuestro amor metafísico hacia un determinado ser; más precisiones, imposible. Luego, es una vivencia no intencional, lo mismo que las intuiciones, que no sabemos debido a qué procesos concretos aparecen en nuestra conciencia.

Así las cosas, invierto la calificación de Hildebrand: las vivencias no intencionales (o al menos algunas de ellas) son de rango superior a las intencionales.

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Jueves 16 de agosto del 2007/ 12.11 p. m.

Existen dos tipos de virtudes: las cardinales, también llamadas valores éticos, y las relativas o temperamentales. Las virtudes cardinales tienen la propiedad de auspiciar acciones que necesariamente traerán al mundo espaciotemporal más placeres que displaceres; quien actúa motivado por una virtud cardinal siempre actúa bien (lo que no significa que todo aquel que posea una virtud cardinal actúe siempre bien: actúa bien cuando es motivado por la virtud, pero esta motivación no se le produce a todas horas y en todas las circunstancias). En cambio, las virtudes relativas o temperamentales auspician actos generalmente buenos; no es imposible que sean utilizadas para el mal. Las virtudes cardinales configuran un rombo en cuyo ángulo superior aparece la virtud madre, la que fundamenta el edificio de la ética: la bondad inteligentemente activa. Escoltan desde los ángulos medios a la virtud madre la veracidad y la inteligencia trascendente, y en el ángulo inferior se muestra la de menor importancia: el esteticismo centrífugo. La bondad inteligentemente activa es la virtud propia del amante discriminante, de aquel que se guarda su compasión o su simpatía y las despliega sólo cuando corresponde, es decir en circunstancias aptas para que fructifiquen gracias a ellas mayor cantidad o calidad de placeres que de displaceres17. La veracidad es la virtud que nos impele a decir siempre y en toda circunstancia nuestra verdad subjetiva, lo que creemos verdadero, por más que objetivamente tal vez no lo sea18. El individuo intensamente veraz no puede mentirle a ninguna persona cuerda mayor de diez años y menor de noventa. Esta veracidad extrema19 debe ser acompañada de un gran sentido del humor; de no ser así, el individuo corre gravísimo riesgo de tornarse sombrío. La inteligencia trascendente posibilita la captación y resolución de los problemas trascendentales de la existencia. Es la única virtud cardinal puramente contemplativa: se ocupa solamente de percibir verdades. Si son verdades gnoseológicas, la inteligencia trascendente se complementa con la veracidad; si son verdades éticas, saltan al terreno de la práctica mediante la bondad inteligentemente activa20. Por último tenemos el esteticismo centrífugo, definido como la capacidad, propia del buen artista, de facilitarles a las personas, a través de sus obras, la percepción de la belleza. La virtud complementaria del esteticismo centrífugo es el esteticismo centrípeto21, pero éste constituye una virtud relativa y no es imperativo que aparezca junto al primero ni para catalizarlo ni para darle mayor profundidad o sentido.

El listado de virtudes relativas o temperamentales es inmenso, baste citar aquí a las que me vienen a la mente: el sentido del humor, la perseverancia, la lealtad, la valentía, la docilidad, la paciencia, la tolerancia, la ternura, el espíritu de sacrificio, etc.. Estas virtudes menores están insertas en los cuatro lados del rombo antedicho, y tienden siempre a derivar hacia una o dos virtudes cardinales, dependiendo del lado en el que se sitúen y de la proximidad hacia un determinado ángulo. Por dar un ejemplo, la valentía estaría situada en el lado que va desde la veracidad hasta la bondad inteligentemente activa, más cerca de esta última que de la primera.

El cuadro –el cuadro torcido– se completa con el lienzo. Y bien se ve que todo esto de las virtudes cardinales y temperamentales no es más que la enmarcación de la obra; si la pintura es defectuosa ningún marco la salvará. Claro que nuestra pintura es muy especial. Es una pintura que no ansía ser percibida, que tiene la propiedad de desviar las miradas hacia fuera, hacia el marco que la limita. Las miradas de los entendidos, aclaremos. Los que ignoran los misterios del arte pictórico podrán mirarla durante horas… y jamás encontrarán en ella la armonía que los entendidos presienten que posee. Ese lienzo no es de lino, ni de cáñamo, ni de algodón: está confeccionado con humildad. Sobre ella pintaremos nuestro cuadro, con nuestra personalidad como pincel y nuestros rasgos temperamentales como acuarelas, para luego exponerlo ante el mundo; pues como dice Hildebrand en el capítulo 36, sección 2 de la obra que me ha inspirado estos comentarios, "sólo sobre la base de la humildad los otros valores se muestran en toda su belleza".

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