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Del Romancero viejo al moderno




Enviado por midiro



Partes: 1, 2

  1. La literatura popular y tradicional
  2. El romancero
  3. Dos romances viejos: El infante Arnaldos y El Prisionero
  4. Dos romances modernos: La loba parda y Los mozos de Monleón

LA LITERATURA POPULAR Y TRADICIONAL

Junto a la literatura culta —escrita, inalterable y de autor generalmente conocido— fluye paralela otra literatura llamada popular y tradicional que muestra, a veces, una extraordinaria calidad artística. Esta literatura pertenece al folclore, es decir, al "saber tradicional del pueblo" que, además de las costumbres, los bailes, los juegos, las fiestas, las creencias, etc., incluye como aspectos destacados los cuentos, las leyendas, los mitos, las canciones y los romances. Este folclore literario es una de las más completas y hermosas manifestaciones de la cultura hispánica.

Aparte de la brevedad y sencillez, las principales características de la literatura popular y tradicional son la transmisión oral, la anonimia y las variantes.

En nuestros días se ha perdido gran parte del prestigio y la fuerza de la palabra hablada. Hemos vivido lo que se ha llamado "el fetichismo de la letra impresa", que, a su vez, está cada vez más desplazado por la avalancha y la preeminencia de la imagen. Y, sin embargo, durante milenios, la palabra desnuda fue el único procedimiento de conservación y transmisión de la cultura literaria. El pueblo, que ha considerado estas formas literarias como algo suyo, las ha transmitido oralmente, de generación en generación, reelaborándolas.

En cuanto a la anonimia, está claro que no se puede hablar de un creador colectivo como se pensaba en el Romanticismo. Hay un creador inicial, un individuo especialmente dotado que interpreta y expresa el sentir del pueblo. Otros individuos a través del tiempo van rehaciendo la obra que se considera un bien común a disposición de la comunidad y, por esta razón, la anonimia no es tanto porque se haya perdido el nombre del autor inicial, sino porque sus autores son cuantos libremente recrean esas composiciones como cosa propia. Lo realmente importante es ese circuito de la tradición en el que la obra ha entrado, y su integración en la vida cultural del pueblo.

El autor se desentiende de su obrilla porque la entrega como anónima a la comunidad. A este requisito ha de añadirse otro: que la comunidad prohíje esa obrilla y la considere suya. Cumplidas ambas condiciones y cerrado el toma y daca, la obrilla queda ahí, como bien mostrenco, a la disposición de todos. Todos pueden usarla, manosearla, modificarla, pulirla, deformarla, transmitirla, gastarla. Es un ejido poético1.

Como consecuencia de la anonimia y del carácter oral, aparece uno de los aspectos más claramente diferenciadores de la literatura popular y la culta: las numerosas variantes de un mismo cuento, cantar o romance. Menéndez Pidal decía que la literatura popular es como un ser viviente y la variante su palpitación vital que nunca se repite de idéntico modo; en cambio, la literatura de arte personal, la culta, es como un mármol definitivamente terminado con el último martillazo sobre el cincel, y la variante de mano extraña no es más que un arañazo o desconchón de la bien acabada estatua.

Y a partir de aquí el mismo estudioso introdujo el carácter de tradicional para designar a este tipo de literatura y distinguirlo de lo puramente popular, es decir, la simple recepción o aceptación por el pueblo —sin ninguna intervención por su parte— de una obra en cuanto que satisface sus gustos. La palabra tradicional se refiere a la reelaboración por medio de las variantes introducidas por muchos individuos, no coetáneos sino sucesivos, que son la forma en que el pueblo como colectividad interviene en la composición literaria. El pueblo es autor mediante ese perenne fluir de las variantes y no tiene nombre porque es el inmenso anónimo; su único nombre es legión y su fecha son los siglos2.

EL ROMANCERO

España es el país del Romancero. El extraño que recorre la Península debe traer en su maleta, según consejo de cierto viajero entendido, un Romancero y un Quijote, si quiere sentir y comprender bien el país que visita.

Ramón Menéndez Pidal

Se designa con el nombre de Romancero el conjunto de romances surgidos a partir del siglo XIV. La palabra romance en un principio servía para designar a la lengua vulgar frente al latín de la que derivaba, acepción que aún se mantiene en la actualidad. En los siglos XIII y XIV se aplica a diferentes textos, pero va limitándose progresivamente a unas composiciones literarias muy concretas, de extensión breve y de carácter épico o épico-lírico, compuestas anónimamente y que los juglares cantaban o recitaban delante del pueblo al son de un instrumento que acompañaba al texto con breves y monótonas notas. En su forma más popular los romances están formados por un número indefinido de versos octosílabos con la misma rima asonante en los pares mientras quedan libres los impares.

Según la teoría más admitida, los romances más antiguos procedían de ciertos fragmentos de los cantares de gesta, especialmente atractivos para el pueblo, que los retenía en la memoria y después de cierto tiempo, desgajados del cantar, cobraban vida independiente y eran cantados o recitados como composiciones autónomas con ciertas transformaciones. Los oyentes se hacían repetir el pasaje más atractivo del poema que les cantaba o recitaba el cantor o el rapsoda; lo aprendían de memoria y al cantarlos ellos, a su vez los popularizaban, formando con esos pocos versos un canto aparte, independiente: un romance. A estos romances se les denomina épico-tradicionales.

Más tarde, los juglares, dándose cuenta del éxito de los romances tradicionales, compusieron otros muchos, ya no desgajados de un cantar, sino inventados por ellos, algo más extensos y con una temática más amplia. Los autores, como ya hemos dicho, desaparecen en el anonimato, y la colectividad, plenamente identificada con aquellos textos, los canta, modifica y transmite. Éstos se conocen con el nombre de juglarescos.

Los romances tradicionales se caracterizan por su brevedad e intensidad. La acción y la expresión de los afectos están muy concentradas. Son, en general, situaciones estallantes abordadas de forma directa e incluso brusca, prescindiendo de los pasos que han llevado a ellas y cuya enumeración podría diluir el interés del auditorio. Participan, en diferentes casos, de los tres géneros literarios establecidos por la preceptiva clásica: la ficción narrativa, los sentimientos y un conflicto próximo a lo dramático. El relato y el diálogo refuerzan esta característica3.

En el reinado de los Reyes Católicos estos romances anónimos llamados viejos, que en un principio, como hemos visto, se difundían oralmente cantados por los juglares, entraron en la corte donde eran ejecutados con tonadas más elaboradas, compuestas por músicos cortesanos y, además, se fueron fijando por escrito. Desde comienzos del siglo XVI circularon escritos en pliegos sueltos hasta ser luego recogidos y publicados en extensos cancioneros de romances, como el de 1550 (hubo una primera edición hacia 1545) o el Romancero general de 1600, recopilados por poetas cultos y eruditos. También se han conservado en la tradición oral moderna y por tanto con nuevas y continuas y numerosas variantes, en la Península, Hispanoamérica y las comunidades judeo-sefardíes.

La fecundidad y el éxito que tuvo el Romancero Viejo de los siglos XV y XVI, hicieron que se bifurcase en una doble dirección. A partir del siglo XVI hasta finales del XVII, muchos poetas cultos —Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, etc.— componen también romances, llamados nuevos o artísticos, que amplían y renuevan el contenido temático y los recursos formales de los viejos romances, pero naturalmente estos "nuevos romances" presentan las características propias de la literatura culta: una marcada voluntad de estilo y mayor artificio literario, es decir, una forma literaria cuidada y específica, esa y no otra, creada por un autor con nombres y apellidos, y que por lo tanto no puede modificarse, además de la mayor libertad en cuanto a los temas y, desde luego, la transmisión por escrito. Durante el Romanticismo y en los siglos XIX y XX se conocerá una nueva floración de este tipo de romances cultos, como los pertenecientes, entre otros muchos autores, al Duque de Rivas, Zorrilla, Antonio Machado, Unamuno, Gerardo Diego, García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, etc.

La otra dirección es la de la propia tradición popular, pues los viejos romances siguieron transmitiéndose oralmente, y al mismo tiempo se fueron creando otros nuevos de tradición oral más reciente.

En palabras de José María Valverde, el Romancero es la columna vertebral de la historia de la poesía española4 y el profesor Alborg apostilla: El Romancero constituye la poesía nacional española por excelencia: un "inmenso poema disperso y popular", que representa una de esas pocas cumbres excelsas en la literatura de todos los países, capaces de llegar al alma de todo un pueblo sin distinción de clases ni de preparación intelectual5.

DOS ROMANCES VIEJOS: "EL INFANTE ARNALDOS" Y "EL PRISIONERO"

EL INFANTE ARNALDOS

¡Quién hubiera tal ventura sobre las aguas del mar

como hubo el infante Arnaldos la mañana de San Juan!

Andando a buscar la caza para su falcón cebar,

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar;

las velas trae de sedas, la ejarcia de oro torzal, áncoras tiene de plata, tablas de fino coral.

Marinero que la guía, diciendo viene un cantar, que la mar ponía en calma, los vientos hace amainar;

los peces que andan al hondo, arriba los hace andar;

las aves que van volando, al mástil vienen posar.

Allí habló el infante Arnaldos, bien oiréis lo que dirá:

—Por tu vida, el marinero, dígasme ora ese cantar.

Respondióle el marinero, tal respuesta le fue a dar:

—Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va.

Se suelen distinguir dos tipos fundamentales de romances: el romance-cuento, que desarrolla una acción relativamente extensa con antecedentes, nudo y desenlace, cercana al relato popular, y el romance-escena que se centra exclusivamente en una situación momentánea. Este último es el caso de los romances de "El infante Arnaldos" y el de "El prisionero".

Una característica muy frecuente de los romances populares —precisamente de los romances-escena— es lo que se conoce como fragmentarismo. El romance se centra en un momento determinado de la acción que suele comenzar "in medias res", "ex abrupto", es decir, se entra directamente en materia prescindiendo de los preliminares o antecedentes porque son conocidos o porque no interesan. Pero además, con bastante frecuencia, la narración se interrumpe bruscamente en el momento culminante sin que se conozca el desenlace final. Es evidente que al cantor no le interesa lo más mínimo ni lo que pasó antes ni lo que pasará después; se trata tan sólo de quintaesenciar una situación aislada y particularmente intensa. En el caso del final "truncado", el resultado puede ser de una increíble eficacia poética, al atrapar al oyente o lector en el misterio y la emoción, y hacerle participar con su propia imaginación, lanzada a una actividad creadora personal. Tiene mayor atractivo lo que se deja entrever que lo que realmente se dice. Es lo que en una frase de Menéndez Pidal, que ha hecho fortuna, se ha llamado "saber callar a tiempo".

Un ejemplo muy conocido de este fenómeno es el final truncado o súbito del romance de "El infante Arnaldos" que, precisamente en esta versión breve y fragmentada, alcanza verdadera categoría poética y dramática, y que se convierte en una de las joyas de nuestro Romancero por el sugerente clima de misterio y su perfecta estructura. Y aunque los finales en suspenso, a veces están ya en la versión primitiva; en otras ocasiones, como es el caso de nuestro romance, obedecen a un corte posterior dentro de un proceso de depuración.

En diferentes versiones de este romance —las más primitivas— la historia continúa, a veces de una manera embrollada y absurda, rompiendo la belleza de la versión truncada, como sucede en una versión del Cancionero manuscrito conservada en el Museo Británico, de comienzos del siglo XVI. En otros casos la continuación de la narración logra un sencillo romance de aventuras y reconocimiento, hermoso, sí, pero que no tiene nada de poético ni de extraordinario. Esto es lo que sucede en una versión muy antigua conservada entre los judíos sefardíes, expulsados de España en 1492, y asentados en Marruecos y que han mantenido en su tradición, con una tenacidad y fidelidad incomparables, además de la lengua, los recuerdos de coplas y romances que sacaron de su patria, la vieja España, llamada por ellos Sefarad. Véase cómo continúa en este caso la segunda parte del poema:

[…Allí habló el infante Arnaldos, / bien oiréis lo que dirá: / —Por tu vida, el marinero, / vuelve y repite el cantar. / —Quien mi cantar quiere oír, / en mi galera ha de entrar.]

/ Tiró la barca el navío, / y el infante fue a embarcar; / alzan velas, caen remos, / comienzan a navegar; / con el ruido del agua, / el sueño le venció ya. / Pónenle los marineros / los hierros de cautivar; / a los golpes del martillo, / el infante fue a acordar. / —Por tu vida, el buen marino, / no me quieras hacer mal: / hijo soy del rey de Francia, / nieto del de Portugal, / siete años había, siete / que fui perdido en el mar.

/ Allí habló el marinero: / —Si tú dices la verdad, / tú eres nuestro infante Arnaldos, / y a ti andamos a buscar. / Alzó velas el navío / y se van a su ciudad. / Torneos y más torneos, / que el conde pareció ya.

El máximo estudioso de los romances españoles, Ramón Menéndez Pidal, a quien continuamente tenemos presente en nuestro trabajo, explica magistralmente las curiosas vicisitudes de este romance de "El infante Arnaldos" hasta llegar a la versión canónica y definitiva, que, por cierto, ya aparece con la forma que presentamos —con mínimas variantes— en la primera edición del Cancionero de romances publicada en Amberes hacia el año 1545 y que fue la que vulgarizó el romance tal como hoy lo conocemos.

En „El infante Arnaldos? es de notar que la misteriosa negativa del marinero, así como todos los elementos fantásticos descriptivos, es decir, todo lo que hace de este romance un modelo de balada universalmente admirado, son extraños a la versión originaria y fueron introducidos en varias refundiciones posteriores. El romance primitivo es narración completa de una aventura nada fantástica en que el infante Arnaldos es recogido en la galera por el marinero cantor, y devuelto a su patria, de la cual estaba ausente hacía mucho. En versiones sucesivas se ve patente el intento de varios recitadores para suprimir en diversas formas esa repatriación final, como no interesante. Un recitador tuvo la feliz idea de dar fin al romance en la respuesta esquiva del marinero, y este simple corte fue una verdadera creación poética con virtud para estimular la imaginación de muchos. Otro recitador añadió los versos de la descripción ideal de la galera. Otro, en fin, tomó de otro romance los dos versos que describen el poder sobrenatural del canto.

Así, rehaciéndose en la imaginación de muchos recitadores, eliminando lo no interesante, añadiendo algo afortunado, el romance abandonó el terreno de la aventura ordinaria, para lanzarse a la encantadora región del simbolismo, donde Milá y Lockhart podían encontrar un hondo sentido místico, donde Longfellow percibía todo el misterioso encanto de los abismos del océano, y donde Berchet veía cifrada la más alta belleza de la poesía popular. El „Romance del infante Arnaldos? no es, pues, obra de un vate divinamente inspirado, por cuya boca habla el pueblo, según pensaban los románticos; pero tampoco lo podemos atribuir, como quieren los críticos modernos, a un único autor sobre cuya creación el pueblo desarrolla un proceso deteriorante, sino que es obra de varios autores sucesivos, cuya parte respectiva no se puede apreciar aislada6.

Esta es la historia de este romance tal como ha llegado a nosotros, despojado de todos los elementos superfluos y banales, y convertido así en un poema que puede codearse con las más altas manifestaciones poéticas universales.

Todo sucede en la maravillosa mañana de San Juan en la que es posible cualquier prodigio. Además de la descripción de la fantástica galera, construida con materiales preciosos, es notable el movimiento casi cinematográfico con que se describe el entorno de la nave en que viaja un inquietante marinero: la una y el otro son el centro en donde convergen todos los elementos dinámicos de la naturaleza —mar, vientos, peces y aves—, atraídos y dominados por el mágico poder de la misteriosa canción que viene cantando el marinero, como un nuevo Orfeo de significado cósmico. También el gran señor se siente atraído, y, autoritariamente, conmina al navegante a que se la diga de inmediato. Pero, como le responde el marinero, y no sin arrogancia, la revelación del mágico cantar exige el coraje de afrontar el riesgo de una aventura desconocida. Han sido olvidados, pues, los aspectos anecdóticos o novelescos, y todo el poema se concentra en el enfrentamiento dialógico de dos poderes: el del linaje y las armas frente al de la experiencia y la sabiduría.

Terminamos con esta recreación literaria de Azorín:

El conde Arnaldos ha salido en la mañana de San Juan a dar un paseo por la dorada playa. Ante él se extiende el mar inmenso y azul… El conde ve avanzar una galera… Las velas son blancas: blancas como las redondas nubes que ruedan por el azul; blancas como las suaves espumas de las olas. En el bajel viene un marinero entonando una canción; su voz es llevada por el ligero viento hacia la playa. Es una voz que dice contentamiento, expansión, jovialidad, salud, esperanza. ¿Qué cuitas íntimas tiene el conde? ¿Por qué, al oír esta voz juvenil y vibrante, se queda absorto? Una honda correlación hay entre la luminosidad de la mañana, el azul del mar, la transparencia de los cielos y esta canción que entona al llegar a la costa quien viene acaso de remotas y extrañas tierras.

—Por Dios te ruego, marinero, dígasme ora ese cantar —exclama el conde. Y el marinero replica: —Yo no digo esa canción sino a quien conmigo va. Nada más: aquí termina el romance. A quien conmigo va. ¿Dónde? ¿Hacia el mar infinito y proceloso? ¿Hacia los países de ensueño y de alucinación?7.

EL PRISIONERO

Que por mayo era por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan

y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor;

sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión; que ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero;

¡dele Dios mal galardón!

El romance del Conde Arnaldos, con su misterioso final, procede, como acabamos de comentar, de poemas muy primitivos y más largos que han sido fragmentados en su evolución tradicional hasta conseguir "misteriosamente" la forma truncada, sumamente poética. Sin embargo, en el romance de "El prisionero" parece haberse dado el proceso inverso. Primero se dio la versión más corta, la canónica, la de mayor intensidad poética que ha llegado hasta nosotros, otra verdadera joya de los romances viejos, tal como aparece ya en el Cancionero general de 1511. Treinta y nueve años después, en el Cancionero de romances de 1550, se encuentra una de las versiones largas más conocidas, cuya continuación dice así:

[…Matómela un ballestero; / ¡dele Dios mal galardón.]

/ Cabellos de mi cabeza / lléganme al corvejón, / los cabellos de mi barba / por manteles tengo yo, / las uñas de las mis manos / por cuchillo tajador. / Si lo hacía el buen rey, / hácelo como señor, / si lo hace el carcelero, / hácelo como traidor. / Mas quién agora me diese / un pájaro hablador, / siquiera fuese calandria, / o tordico, o ruiseñor, / criado fuese entre damas / y avezado a la razón, / que me lleve una embajada / a mi esposa Leonor; / que me envíe una empanada, / no de trucha, ni salmón, / sino de una lima sorda / y de un pico tajador: / la lima para los hierros / y el pico para la torre. / Oídolo había el rey, / mandóle quitar la prisión.

Si se comparan los dieciséis primeros versos con los veintiséis de esta continuación se aprecia a primera vista la extrema delicadeza y sutilidad de la versión corta en contraste con la burda continuación de la segunda parte. Se manifiesta tan enorme diferencia de calidad artística que no es posible que la misma mano redactara las dos partes. La segunda es sencillamente una continuación escrita por un versificador de tan pocas luces y tan mediocre que no comprendía que la grandeza del romance consistía precisamente en sus misterios y sus silencios, con ese final en un punto de máxima tensión, sin más aclaraciones8.

En cuanto a las múltiples variantes del poema, obsérvese la siguiente —tan distinta— recogida por Manuel Alvar entre los judíos sefardíes de Salónica (Grecia): De día era, de día / de día y no de noche, / cuando los belos mancebos / servían a sus amores; / quien los vence con naranja, / quien los vence con limones, / quien los vence con manzanas, / qu"es el fruto de los amores. / Triste lo digo, el mezquino, / que cayí en estas prisiones; / ni sé cuándo es de día / ni menos cuándo es de noche. / Tenía tres avesicas, / me cantaban rojioles, / la una era de prima, / la otra de medianoche, / la más chiquitica d"ellas / me cantaba al albores. / Agora, por mis pecados, / no se quién me las llevó. / Si me las llevó el buen rey / tiene mil pares de razón, / si me las llevó la reina, / el Dió que sea pagador, / si me las mató el carcelero, / él que tenga gualadrón9.

El romance de "El prisionero" tiene forma de monólogo pues es la queja desesperada y directa del prisionero, su dolor sin intermediarios. Es, pues, un romance de un lirismo patético en el que la acción queda reducida al mínimo, al ser pura expresión de la intensa emoción del protagonista.

Comienza con la partícula que, sin otra función que dar entrada inmediatamente al romance y se abre con la ubicación temporal, en el mes de mayo. Desde El libro de Aleixandre, a mediados del siglo XIII, existía en la literatura castellana el "canto de mayo" en el que se describía cómo despertaba la naturaleza con la llegada de la primavera, y cómo las plantas, los pájaros y los jóvenes se entregan al juego del amor. Así, en la primera parte del romance —la mitad justa del texto—, se describe ese mundo exterior perfectamente escalonado: la naturaleza (primavera, nacimiento de las plantas, flores), el mundo animal (calandria y ruiseñor) y el humano (los enamorados); es decir, la vida que estalla hermosa y floreciente en todas sus dimensiones y en todo su esplendor. El ruiseñor siempre ha sido un objeto poético, además de "personaje" enamoradizo, como la voz melodiosa del mundo florido y renaciente. Ya Teócrito le llamó mensajero de la primavera. Y es muy frecuente que aparezca junto a la calandria como cantantes de la pasión primaveral: El rosennor que canta por fina maestría, / siquiere la calandria que faz grand melodía (Berceo, Milagros de Nuestra Señora, estrofa 28) o Chica es la calandria e chico el ruiseñor, / pero más dulce cantan que otra ave mayor (Juan Ruiz, Libro de buen amor, estrofa 1614).

Con la entrada del mes de mayo comenzaba "la estación del amor" que tenía su culmen el día de San Juan; así, el misterioso prisionero de este romance se lamenta de su aislamiento cuando los enamorados van a servir al amor. De los primeros escarceos amorosos o enamoramientos en la joven primavera —recuérdese que la palabra significa "primer verdor"—, con los calores de mayo se pasaba al verdadero amor, activo, dinámico, como nos lo recuerda esta conocida canción popular: Entra mayo y sale abril / tan garridico le vi venir. / Entra mayo con sus flores, / sale abril con sus amores, / y los dulces amadores / comienzan a bien servir.

El aspecto melodioso del verso y la acumulación de la vocal abierta por excelencia, la a, parece simbolizar la alegre claridad de ese mundo tan bello y armonioso. También es de notar en esta primera parte la ausencia de adjetivos y la concentración de sustantivos para dar mayor rotundidad a la descripción de la armonía ambiental, así como la reiteración del tiempo verbal de presente que actualiza y vivifica la belleza de la naturaleza primaveral, frente al imperfecto del primer verso que confiere al romance la lejanía y distancia de los cuentos populares.

Pero esa primera parte se quiebra por la conjunción adversativa de tipo restrictivo sino yo…, mediante la cual, y en acentuado contraste, el prisionero se queja con dolor y tristeza de la oscuridad y soledad de su encierro, al contemplarse a sí mismo como el único ser excluido del goce de tanta belleza y felicidad. Hay que destacar el aspecto quebrado del ritmo de estos ocho versos en contraste con el carácter melódico de los de la primera parte. Por otra parte, la presencia de los adjetivos triste y cuitado, los más importantes y casi en el centro mismo del poema, expresan con acierto los sentimientos del prisionero. Solamente el canto mañanero de un pajarillo le mantiene de algún modo unido a esa luminosa vida que fuera se prodiga tan generosamente, y se convierte en su única alegría y exclusivo consuelo. Por eso, cuando el ballestero mata a la avecilla, ese tenue hilo se rompe y el prisionero, hundido moralmente en un sentimiento de dolor y desesperación, maldice amargamente al causante de su mal.

El romance de "El prisionero", además de una interpretación realista, admite otros significados simbólicos, como el relacionado con un tema muy frecuente en la literatura española del siglo XV: el tópico del amor cortés, es decir, el amante como prisionero de amor —la cárcel de amor.

Y, en fin, el eco de este bello romance resuena en esta canciocilla de Rafael Alberti: "Prisionero de León", / matáronte el avecica / que te cantaba al albor. / Libre, vendrá una mañana / en que escuches tu avecica / cantando de rama en rama10.

DOS ROMANCES MODERNOS: "LA LOBA PARDA" Y "LOS MOZOS DE MONLEÓN"

Como ya se ha comentado, los viejos romances, además de ser recogidos por escrito en numerosas recopilaciones de romanceros, siguieron transmitiéndose oralmente con sus correspondientes y continuas variaciones; y, lo que ahora más nos interesa, se crearon otros nuevos de tradición oral más reciente. Estos últimos romances de nueva creación se caracterizan por tratar temas costumbristas y locales, casi siempre de ambiente campesino o rural, y por ser de sencilla invención. De entre estos romances modernos escogemos los dos siguientes por el acierto de su composición y por la notable difusión que han tenido.

LA LOBA PARDA

Estando yo en la mi choza Pintando11 la mi cayada,

las cabrillas altas iban y la luna rebajada;

mal barruntan las ovejas, no paran en la majada.

Vide venir siete lobos por una oscura cañada. Venían echando suertes cuál entrará en la majada: le tocó a una loba vieja, patituerta, cana y parda, que tenía los colmillos como puntas de navaja.

Dio tres vueltas al redil y no pudo sacar nada; a la otra vuelta que dio, sacó la borrega blanca, hija de la oveja churra, nieta de la orejisana,

la que tenían mis amos para el domingo de Pascua.

—¡Aquí, mis siete cachorros, aquí, perra trujillana12,

aquí, perro el de los hierros13, a correr la loba parda!

Si me cobráis la borrega, cenaréis leche y hogaza; y si no me la cobráis, cenaréis de mi cayada.

Los perros tras de la loba las uñas se esmigajaban; siete leguas la corrieron

por unas sierras muy agrias.

Al subir un cotarrito la loba ya va cansada:

—Tomad, perros, la borrega, sana y buena como estaba.

—No queremos la borrega de tu boca alobadada,

que queremos tu pelleja pa"el pastor una zamarra; el rabo para correas,

para atacarse las bragas14;

de la cabeza un zurrón, para meter las cucharas; las tripas para vihuelas, para que bailen las damas.

Nacido en la trashumancia y, por ella, llevado y traído, existen cientos de versiones de este romance de pura cepa rústica y pastoril. La que aquí presentamos es la facticia15, realizada por Menéndez Pidal, en 1928. Los pastores, a la llegada de la primavera, en ciclo anual, repetido durante siglos, conducían por las cañadas reales —y conducen todavía hoy— sus rebaños de ovejas, en busca de los pastos frescos del norte, desde Andalucía y Extremadura a la Cordillera Cantábrica y a las sierras de Soria. Allí pasaban el verano y, antes de que llegaran el mal tiempo y las nieves, volvían de nuevo a hacer la "invernada" en tierras meridionales. Se encuentra, pues, este romance ampliamente difundido en las dos vertientes de esta trashumancia y en las regiones por donde circulaban los rebaños o en tierras próximas —es decir, Extremadura, las dos Castillas y León, hasta el límite con Asturias y Galicia.

Al comienzo, se presenta la escena de un yo-pastor, que, en la alta noche, mientras pica su cayada, oye el rebullir de las ovejas en la majada, la cercanía de los lobos y cómo la loba más vieja de la manada se lleva la mejor oveja del rebaño. Y, tras el azuzamiento del pastor a los perros, sigue la persecución de la loba y el diálogo entre ésta y sus perseguidores. La épica lucha de los pueblos indoeuropeos entre el pastor y el lobo se presenta aquí desdramatizada, en tono relajado y con ribetes de humor; y, sin embargo, esta estampa tan viva, tan deliciosa y auténticamente rústica —no fingida ni adornada— y costumbrista, se ha convertido en el más famoso y difundido de todos los romances pastoriles.

En una versión de este romance, recogida recientemente en la montaña del noreste leonés y que puede considerarse uno de sus últimos vestigios vivos, se observan numerosas variantes. Es un texto sin retocar, de llamativa rusticidad con un final "chusco" y los esperados vulgarismos, irregularidades métricas, etc., por lo que así conserva la espontaneidad, gracia y viveza de lo auténticamente popular: Estando yo en mi chozuelo, / picando la mi cayada, / vi venir por sierras negras / una muy grande lobada. […] / —No queremos la borrega / de tu boca maltratada, / que queremos tu pellica / pa"l pastor una zamarra, / pa hacer un zurrón / pa guardar las cucharas, / los dientes pa azadones / pa escarbar las retamas, / los ojos pa candiles / pa ver cómo se acuestan las damas, / el rabo pa abanicos / pa abanicar las damas, / y el culo para que chupen / los mozos por la mañana.

Y, dada la enorme difusión de este romance, incluso se han encontrado versiones en asturiano, como la siguiente recogida en el concejo de Lena: Tando yo en la mio choza, / pintando la mio cayada, / les cabres diben altes, / la luna rebaxada. / ¡Mal barrunten les oveyes! / Non paren en la mayada. / Vi venir siete chobos / per una escura cañada. / Veníen chando a suertes / cuál entrará en la mayada. / Tocó-y a una choba vieya, / patituerta, canosa y parda, / que tenía los colmiechos / como puntes de navaya. / Dio tres vueltes al redil, / y non púo sacar ná. / A la otra vuelta que dio / sacó la borrega blanca, / fía de la oveya churra, / nieta de la oreyisana, / la que teníen mios amos / pal domingo de Pascua. / —¡Aquí, mis siete cachorros! / ¡aquí, perra trujillana!; / ¡aquí, perru el de los fierros: / correy a la choba parda! / Si me cobráis la mio borrega, / cenaréis leche y fogaza; / y si non me la cobráis, / cenaréis de mio cayada. / Los perros tras de la choba, / les uñes se esmigayaben. / Siete chegües la corrieron, / per unes sierres muy agries. / Al xubir un catanitu, / la choba ya va cansada. / —Tomay, perros, la borrega, / sana y buena como taba. / —Nun queremos la borrega, / de tu boca achobadada, / que queremos tu pelleya, / pal pastor una zamarra; / el rabu, pa correes, / pa atacarse les calces; / de la cabeza, un zurrón / pa meter les cuchares; / les tripes, pa vihueles / pa que bailen les dames.

Y también se encuentran algunas versiones en lengua gallega, como ésta tan curiosa, cuya protagonista es una mujer que interpela a la loba, pero en la que falta el diálogo final: No alto daquela loma / unha pastora andaba, / e a pastora da loba / o seu rebaño gardaba. / A loba viña ás ovellas / e o rebaño devoraba. / —Mira, loba, que che sae / a tua fazaña cara; / déixame a miña ovelliña / que é a riqueza da casa, / que teño sete cachorros / e a miña perra guardiana. / ¡Arriba, sete cachorros / e a miña perra guardiana, / que si colledes á loba / boa cena tendes ganada! / Acolá naquel arroyo / e alá naquela cañada, / alá apañou á loba / a miña perra guardiana. ["En lo alto de aquella loma / una pastora se andaba, / la pastora de la loba / su rebaño bien guardaba. / La loba vino a las ovejas / y el rebaño devoraba. / —Mira, loba, que te sale / esa tu hazaña muy cara; / déjame con mi ovejita / que es la riqueza de casa, / que tengo siete cachorros / y mi perra la guardiana. / ¡Arriba, siete cachorros / y mi perra la guardiana, / que si cogéis a la loba / buena cena tendréis ganada! / Por allí en aquel arroyo / y allá en aquella cañada, / por allá agarró a la loba / mi buena perra guardiana"].

LOS MOZOS DE MONLEÓN

Los mozos de Monleón se fueron a arar temprano, para ir a la corrida

y remudar con despacio. Al hijo de la veñuda16,

el menudo17 no le han dado.

—Al toro tengo de ir, aunque lo busque prestado.

—Permita Dios si lo encuentras, que te traigan en un carro,

las albarcas y el sombrero de los siniestros18 colgando. Se cogen los garrochones, marchan las naves abajo, preguntando por el toro,

y el toro ya está encerrado. En el medio del camino,

al vaquero preguntaron:

—¿Qué tiempo tiene el toro?

—El toro tiene ocho años. Muchachos, no entréis a él; mirad que el toro es muy malo, que la leche que mamó,

se la di yo por mi mano.

Se presentan en la plaza cuatro mozos muy gallardos; Manuel Sánchez llamó al toro; nunca le hubiera llamado,

por el pico de una albarca toda la plaza arrastrado; cuando el toro lo dejó,

ya lo ha dejado muy malo.

—Compañeros, yo me muero, amigos, yo estoy muy malo; tres pañuelos tengo dentro,

y este que meto, son cuatro.

—Que llamen al confesor, para que vaya a auxiliarlo. No se pudo confesar, porque estaba ya expirando.

Al rico de Monleón

le piden los bués19 y el carro, para llevar a Manuel Sánchez, que el torito le ha matado.

A la puerta la veñuda arrecularon el carro.

—Aquí tenéis vuestro hijo como lo habéis mandado. Al ver a su hijo así,

para tras se ha desmayado. A eso de los nueve meses salió su madre bramando, los vaqueriles arriba,

los vaqueriles abajo, preguntando por el toro; el toro ya está enterrado.

Es éste un romance popular salmantino muy extendido por toda la provincia y también por otras zonas de Castilla y León, e incluso por Andalucía. La más antigua e interesante de las versiones —la que aquí presentamos— es la recogida, con la música con que se cantaba, por un sacerdote de Salamanca, Dámaso Ledesma, que la publicó en una obra fundamental para el conocimiento de la música popular española, titulada Folk-lore o Cancionero Salmantino (Salamanca, 1907).

Impresionado por este romance, García Lorca lo tomó de dicho Cancionero y lo incluyó en su colección particular de Canciones populares antiguas y, hacia 1930, lo armonizó musicalmente, cambió algunos detalles de la letra y abrevió el final. "La Argentinita"20 fue la primera cantante que, acompañada al piano por el poeta, registró en disco "Los mozos de Monleón", en unas grabaciones de La voz de su amo (1931), que incluían diez de las canciones arriba aludidas, recogidas y armonizadas por el poeta: "Los cuatro muleros", "Las tres morillas", "Los pelegrinitos", "En el café de Chinitas",

"Las tres hojas", "Zorongo gitano", "Nana de Sevilla", "Sevillanas del siglo XVIII", y "Las morillas de Jaén". El éxito de estas grabaciones fue inmediato y dieron pie a numerosas versiones recreadas en diferentes estilos por importantes artistas, pero las interpretaciones de García Lorca y La Argentinita siguen siendo consideradas las versiones canónicas de estas piezas.

Monleón es un pueblo salmantino que, cercado de murallas y con un castillo medieval, se levanta sobre un cerro, y está situado en el sureste de la provincia, en una zona intermedia entre el campo y las Sierras de Francia y de Béjar. Parece ser que el romance parte de un hecho real acaecido a mediados del siglo XIX, durante la corrida de toros que tuvo lugar en la fiesta de algún lugar cercano a Monleón —se ha hablado de Monsergal, ermita próxima al pueblo—, y que se difundió, al principio, como un romance o cantar de ciego; pero, poco a poco, cambió el tono, se modificaron las expresiones típicas de aquellos cantares más vulgares y fue adecuándose a la brevedad, intensidad y síntesis dramático-narrativa de los romances tradicionales, transformándose así en una pequeña joya de arte popular.

Es un romance sobrio, intenso y bronco, tal vez el más impresionante y el más bello, en su escueto e intenso dramatismo, de los romances populares modernos, y especialmente apto para una recitación expresiva. Destaca la rapidez y concisión narrativa y el acierto en las transiciones y diálogos. El hecho se narra en tercera persona, sin dar entrada a elementos subjetivos, y los diálogos —sin introducción, como es característico del Romancero— son los que crean la tensión dramática.

Tres son los protagonistas de esta "oscura tragedia ritual"21: el mozo, su madre —la viuda— y el toro. Manuel Sánchez es el joven que quiere probar ante el pueblo su hombría en el rito iniciático de la lucha con el toro, animal totémico y muy importante en la literatura popular de la llamada "Iberia seca", y en la vida y en las fiestas de tantos pueblos. La maldición de la madre seguramente no fue un elemento real del hecho que dio lugar al nacimiento del poema, sino más bien una aportación estrictamente literaria añadida para enriquecer poéticamente el romance.

El final, los seis últimos versos, que no aparecen en algunas versiones, es inquietante, al romper el realismo anterior con esta escena tan sorpresiva por surrealista, aunque narrada escuetamente y con el mismo tono realista que el resto del romance: la madre, que, por su maldición, se creyó causante de la muerte del hijo, después de nueve meses "aletargada" —como el tiempo que lo tuvo en sus entrañas—, sale enloquecida, bramando, en busca del animal asesino, pero el toro ya está enterrado.

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Terminamos este recorrido por el romancero popular y tradicional español con el siguiente texto de Azorín:

Romances, viejos romances, centenarios romances, romances populares: ¿quién os ha compuesto? ¿De qué cerebro habéis salido y qué corazones habéis aliviado en tanto que la voz os cantaba? Los romances evocan en nuestro espíritu el recuerdo de las viejas ciudades castellanas, de las callejuelas, de los caserones, de las anchas estancias con tapices, de los jardines con cipreses. Estos romances populares, tan sencillos, tan ingenuos, han sido dichos o cantados en el taller de un orfebre; en un cortijo, junto al fuego, de noche; en una calleja, a la mañana, durante el alba, cuando la voz tiene una resonancia límpida y un tono de fuerza y de frescura… ¿Los ha compuesto realmente el pueblo? ¿Los ha compuesto un tejedor, un alarife, un carpintero, un labrador, un herrero? O bien, ¿son estos romances la obra de un verdadero artista, es decir, de un hombre que ha llegado a saber que el arte supremo es la sobriedad, la simplicidad y la claridad?22

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