Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

¡Llámenle a la Cruz!



Partes: 1, 2, 3

  1. Prólogo
  2. Caminos del destino
  3. Cerca de la muerte
  4. Rescate
  5. Inundación
  6. Cita con el diablo
  7. Choque
  8. El encostalado
  9. Amor… ¿de padres?
  10. La voz de ultratumba
  11. ¿Loco yo? ¡Loco su m?!
  12. Susto
  13. Coincidencias

Veinticinco años de servicio voluntario en la Cruz Roja Mexicana. Anécdotas y relatos

Monografias.com

Prólogo

No son muy claros mis recuerdos de los años en que mi papá fue voluntario de la Cruz Roja. Sólo ciertos destellos vienen a mi memoria donde, más que imágenes, guardo sonidos.

El sonido de la ambulancia que pasaba frente a mi casa a toda velocidad por la noche y que era el saludo que nos dedicaba mi papá. Sirena que, más que tranquilizarnos, a menudo nos angustiaba.

El sonido de una mañana lluviosa a bordo de una lancha del cuerpo de los "hombres rana". La lluvia caía copiosamente y yo la escuchaba protegida debajo de un traje de buceador que alguien había puesto sobre mí para mantenerme seca. No me pregunten qué hacía yo ahí, yo sólo recuerdo las gotas caer y la voz de mi papá tranquilizándome.

Otros sonidos, no muy agradables, por cierto, representan el barullo del patio del hospital de la Cruz Roja donde íbamos a buscar a mi papá: el constante ulular de las sirenas y los pasos de gente apresurada.

Seguramente era yo muy pequeña porque no recuerdo más gran cosa. Además mi papá dejó de prestar sus servicios seguramente a petición de mi mamá y a causa de la responsabilidad creciente que representábamos mi hermano y yo.

Mi papá fue un hombre de pocas palabras, sin embargo le gustaba contar cuentos a la chiquillada que constituíamos mis primos, mi hermano y yo sentados en las escalerillas a la entrada de la casa. Cuentos inventados o lejanas leyendas modificadas y adaptadas a los jóvenes oyentes quienes disfrutábamos con "la escarpa muda", "la mano peluda" o la historia de "la caminera". Cuentos que nos erizaban los cabellos y nos impedían dormir por la noche… Falto de tiempo, los hijos crecidos, mi papá dejó de contarnos sus historias. Así que cuando a mis treinta años me pidió ayuda para la escritura de sus experiencias al servicio de la Cruz Roja Mexicana, no pude más que recibir la idea con un inmenso placer. Descubrí las peripecias de un joven altruista, valiente y lleno de humor. Un inmenso orgullo llenó y sigue llenando mi alma. Ahora con una nueva perspectiva a la vista de la 2da edición de su libro. Libro que sigue despertando la admiración, ahora de los nietos y que será una herencia particular para las futuras generaciones que ¡ya vienen en camino!

Julio 2015

María Cristina Guadalupe Vera Aristi

Caminos del Destino

Era una tarde fresca y yo me encontraba sentado en una banca del jardín de Coyoacán, cuando se suscitó un fuerte incendio en la calle de Allende, casi esquina con la avenida Hidalgo, donde había un caserón que tenía caballerizas. En una de ellas se encontraban dos caballos amarrados que estaban a punto de ser devorados por las llamas… Inmediatamente me introduje donde estaban, pudiendo rescatarlos sin que sufrieran daño alguno.

Posteriormente, encontrándome en la casa de mi novia, comentaba a mi futuro suegro aquel incidente que había protagonizado y me sugirió que ingresara como voluntario a la Benemérita Cruz Roja Mexicana en la cual él prestaba sus servicios como Secretario General de dicha Institución.

Así fue como ingresé a la Cruz Roja.

Monografias.com

1 Mis años mozos en la Cruz Roja

En un principio no se nos permitía a los de reciente ingreso salir en las ambulancias, sino hasta terminar los cursos de la Escuela de Socorristas, y nuestra labor dentro del hospital se limitaba a atender a los que llegaban por su propio pie a requerir atención médica. Por fin, tiempo después, quedé registrado como socorrista activo y estaba listo para salir en las ambulancias.

No es mi intención narrar aquí las miles de veces que salí a prestar ayuda a quien lo solicitaba, sino solamente aquellas que por una u otra razón quedaron grabadas en mi mente durante los veinticinco años que serví como voluntario en la Cruz Roja Mexicana.

Monografias.com

2 Mi futuro suegro era Secretario General de la

Cruz Roja

Cerca de la Muerte

Fue en noviembre de 1948, la noche estaba fría y nos encontrábamos en la sala de guardia charlando animadamente, cuando sonó el teléfono. Al descolgar la bocina el telefonista en curso, se escuchó la voz de la Comandancia de Bomberos:

— ¡Compañeros! ¡Sale nuestro equipo a la calle de 16 de Septiembre!

— ¿Qué pasó ahí?

— ¡Es un incendio! ¡Se está quemando la tlapalería "La Sirena"!

—-¡Allá vamos! — contestó el telefonista. Era costumbre que, al ser requeridos los servicios del cuerpo de bomberos, nos avisaran para que a la vez también enviáramos ambulancias por si había accidentados.

Inmediatamente se escuchó en los altavoces colocados en el patio del hospital:

— ¡Ambulancia para servicio! ¡Personal para incendios! ¡Médicos a servicio!

La ambulancia se colocó en la puerta de salida mientras abordaba el equipo humano e inmediatamente salimos rumbo al siniestro, al mando del Comandante Agustín Muñana.

Era mi primer servicio; la ambulancia, con la sirena abierta, corría a gran velocidad. A medida que avanzábamos me di cuenta del peligro que corríamos de chocar o tener otro tipo de accidente, en virtud de que, tanto automovilistas como peatones hacían poco caso del ulular de la sirena y se atravesaban imprudentemente. Poco después de bruscos arrancones y frenadas, llegamos al lugar del incendio.

Al descender de la ambulancia me di cuenta de la magnitud del siniestro. Grandes lenguas de fuego se levantaban e iluminaban el cielo. El calor se sentía intensamente.

Monografias.com

3 Grandes lenguas de fuego iluminaban el cielo…

Inmediatamente nos unimos a los bomberos para ayudar con las mangueras y despejar la zona de curiosos que estorbaban las maniobras de los traga humos. El jefe de bomberos, Comandante Saavedra, daba órdenes a su personal para atacar el incendio:

— ¡Adentro, muchachos! ¡Al fondo!

¡Tengan cuidado!

Seis bomberos penetraron jalando las pesadas mangueras; el calor era insoportable. Las llamas abrazaban casi todo el edificio. De pronto se oyó un ruido sordo… Una gran nube de humo y polvo se levantó: ¡Se había desplomado parte del techo dejando sepultados a los seis bomberos que momentos antes habían entrado!

Un silencio sepulcral llenó el ambiente. Los rostros de los ahí presentes estaban pálidos y absortos de lo que acababan de presenciar.

En cuestión de segundos, el Comandante Saavedra, reaccionó y a gritos ordenó rescatar a los infortunados compañeros, poniéndose al frente de otros seis elementos. Temerariamente se introdujo hacia el interior de aquella hornaza con la esperanza de rescatar con vida a sus subalternos. Corrí tras ellos con el mismo fin.

Delante de mí iba un joven que, deteniéndose de repente, me gritó:

— ¡Ve por camillas! ¡Rápido!

Inmediatamente me regresé con el objeto de adquirir las mencionadas camillas que, por la angustia del momento, había olvidado.

En el justo momento en que salía del edificio, nuevamente se escuchó un gran estruendo: ¡La otra parte del inmueble también se derrumbó dejando sepultados al Comandante Saavedra y a los otros seis hombres que lo acompañaban! incluyendo al joven que minutos antes me había pedido regresar por las camillas y que, sin saber, me había salvado la vida…

Toda la noche y hasta bien entrado el día, estuvimos trabajando en la penosa tarea con la esperanza de rescatar con vida a los infortunados bomberos, cuyos catorce cadáveres fueron desenterrados de entre las cenizas de aquel incendio.

Entre los rostros sudorosos y cansados de los bomberos que habían participado, se reflejaba el dolor y la angustia de haber visto morir a sus compañeros.

Terminada la labor me dirigí a mi domicilio pensando con tristeza en las familias de aquellos héroes que habían perdido a sus seres queridos.

Llegando a mi casa me desplomé en mi cama, tremendamente cansado y angustiado, por lo que en pocos minutos, me quedé profundamente dormido.

Durante varios días no pude conciliar el sueño, la impresión que me causó aquella tragedia fue traumática; durante los noches volvía a vivir en mis pesadillas aquellos momentos angustiosos que, como películas, se me reflejaban constantemente, despertando bañado en sudor y presa de pánico

Poco a poco me fui acostumbrando a controlar mis emociones, pues comprendí que en todos los casos de emergencia era necesario guardar la serenidad y la sangre fría para poder ayudar con eficacia a las víctimas de algún accidente.

Se me asignó guardia todos los sábados en la noche, siendo mi entrada a las 19 horas y la salida… no tenía hora, pues las llamadas de demanda de auxilio siempre se prolongaban hasta la madrugada, hora en la que disminuían. Salíamos en las ambulancias a diferentes partes de la ciudad, ya que los sábados eran pródigos en todo tipo de accidentes y delitos: atropellados, balaceados, apuñalados, asaltos propiciados principalmente por la injerencia de bebidas alcohólicas: "Sabadito Alegre" donde la gente de ciertos estratos sociales está presta a dar rienda suelta a sus inquietudes e instintos.

En aquel entonces la Cruz Roja contaba con doce ambulancias para dar servicio a una población de aproximadamente tres millones de habitantes, de las cuales la mitad se encontraba en reparación, por lo que se había formado la Sección Motorizada, que consistía en personal con automóvil que ponía al servicio de la Cruz Roja para recoger heridos que no ameritaran ser trasladados en ambulancia, así como para transportar personal a sitios donde se requerían socorristas, como incendios, derrumbes, rescates, etc. y así alivianar el duro trabajo al que se sometía a las ambulancias.

Como yo tenía un modesto automóvil, no dudé en incorporarme a la Sección Motorizada que estaba bajo las órdenes del Comandante Armando Sánchez Maldonado. Así tuve la oportunidad de salir a servicio tanto en ambulancia como en mi automóvil según fueran las necesidades.

Monografias.com

4 Credencial de la época (1949)

Monografias.com

5 No dudé en incorporarme a la Sección Motorizada

Monografias.com

6 Alta de mi vehículo a la Sección Motorizada

Rescate

El día 26 de septiembre de 1949 llegué como de costumbre a las 19 horas para cubrir mi guardia; en la comandancia me informaron que poco antes habían salido varias ambulancias al mando del Jefe del Cuerpo, Comandante Víctor M. Trueba, al rescate de las víctimas de un avión caído en la vertiente sur del volcán Popocatépetl.

Entre los socorristas que también acababan de llegar se encontraba Higinio Alvarado, montañista muy experimentado, quien había conquistado el Monte McKinley y había participado en varios rescates.

Al enterarse de lo anterior, me sugirió que saliéramos en mi automóvil a alcanzar la brigada de auxilio y unirnos a nuestros compañeros para colaborar en el rescate. La idea me pareció buena y nos dirigimos a la comandancia para solicitar permiso de salir, oficialmente, al lugar del siniestro, lo que nos fue concedido.

Inmediatamente Higinio sacó de su casillero algo de equipo propio para escalar montañas y nos dirigimos rápidamente a la carretera que nos condujera a las faldas del volcán.

Al llegar a un pueblo, no recuerdo bien si era Jalatzingo o Xalicintla, nos hicieron señas para detenernos cuatro soldados que habían sido enviados para reforzar al personal de rescate, pero que se encontraban extraviados. Nos informaron que un kilómetro adelante se había derrumbado un puente, por lo que no podíamos seguir adelante con el automóvil; al mismo tiempo se pusieron a nuestras órdenes para lo que fuese necesario.

Sacamos del auto el poco equipo que reunimos e Higinio me preguntó:

— ¿Qué dices Rubén?, ¿Nos aventamos a subir por aquí?

— Pues "ay" tú dices — le contesté. — Tú eres el que sabes y tú decides.

Ni tardos ni perezosos comenzamos a subir acompañados de los soldados que, sin decir una sola palabra, nos siguieron. La noche estaba muy obscura y contábamos únicamente con una lámpara de mano que nos alumbraba muy poco, por lo que el ascenso se hizo muy despacio. Al filo de la madrugada el frío se hizo intenso y yo no tenía ni siquiera otro suéter para cubrirme, por lo imprevisto del servicio; sólo llevaba una chamarra muy delgada y el frío me calaba hasta los huesos… Al percatarse uno de los soldados de mi precaria situación, compartió conmigo su capote y así, juntos, seguimos escalando.

Yo no tenía ninguna experiencia ni condición física para escalar montañas, por lo que pronto me sentí agotado. Le pedí a Higinio que nos detuviéramos a descansar y quizá dormir un poco, pues ya no podía dar un paso más.

Después de dormir un rato, emprendimos nuevamente la marcha hasta llegar al lugar del accidente. El panorama era desolador. Los restos del avión se esparcían en un área bastante grande; supusimos que no habría sobrevivientes al ver que el personal que nos antecedía ya iba cuesta abajo con su macabro cargamento. Había ahí un socorrista que, por el cansancio, se había quedado rezagado quien nos informó que la labor ahí estaba terminada y, efectivamente, no había salido nadie con vida.

Higinio resolvió que alcanzáramos a los compañeros que nos llevaban como 5 kilómetros de distancia, a lo cual me opuse manifestándole que me sentía muy cansado. Le propuse que se fuera junto con los soldados a dar alcance al grupo y él así lo hizo, quedándonos solamente aquel socorrista (de quien desafortunadamente no recuerdo su nombre) y yo, para descansar un poco más antes de emprender el regreso.

¡Qué frío hacía! Comprendimos que si seguíamos inactivos podríamos sufrir congelamiento de algún miembro y mejor decidimos empezar a descender por la misma ruta que habíamos seguido para subir. Caminamos por una hondonada formada, probablemente, por el agua de deshielos y lluvias, cuyas paredes medían aproximadamente dos metros de altura. Mi compañero iba adelante como a treinta metros de distancia.

De pronto comencé a escuchar un ruido a mis espaldas de algo que se precipitaba hacia nosotros… ¡Cuál sería mi sorpresa cuando al voltear vi que venía, en estampida, una manada de toros que, por lo inclinado del terreno, no podían detenerse. Le grité a mi compañero apenas justo a tiempo para pegarnos a las paredes; los animales pasaron rozándonos y de milagro no fuimos alcanzados por sus cuernos.

Después del fuerte susto recibido, salimos de aquella hondonada descendiendo por el borde para evitar otra sorpresa. Llegamos por fin a la orilla del camino, y extenuados, nos quedamos dormidos; poco después fuimos despertados por otro grupo de montañistas que pasaban por el lugar.

Al llegar de regreso al hospital de la Cruz Roja nos informaron que entre las víctimas de tan lamentable accidente se encontraba el Sr. Gabriel Ramos Millán, a quien le decían "El Apóstol del Maíz" y que era considerado por su trayectoria política, como futuro presidente de la República. También fue víctima Blanca Estela Pavón actriz de cine que, junto con Pedro Infante, realizara varias películas de mucho éxito como la titulada "Nosotros los Pobres".

Coincidentemente Pedro Infante moriría 18 años después en las mismas circunstancias al volar del sureste de la República a la Capital, cuando se estrelló el avión que él mismo tripulaba, causando muy honda consternación en el pueblo de México; era tan querido, este actor cantante, que hasta la fecha se le rinde homenaje cada aniversario de su muerte.

Inundación

Llegué al hospital como a las ocho de la noche con el objeto de recoger unas botas que me había mandado a hacer con anterioridad y que habían quedado de entregarme ahí mismo. Al entrar a la comandancia de guardia, me informaron que una hora antes había salido hacia la ciudad de Pachuca, Hidalgo, un fuerte contingente de rescate, incluyendo a los hombres rana, pues se había reventado una presa llamada "La Estanzuela", que inundara completamente la ciudad.

La noticia me causó gran consternación por ser mi ciudad natal y tener varios parientes en ella. La ciudad está rodeada de varios cerros y da la impresión de estar en un hoyo con una única salida hacia el sur; considerando esto, comprendí la extrema gravedad del accidente.

De inmediato me presenté ante el jefe del cuerpo de socorristas para solicitar el permiso de salir en mi automóvil y unirme al equipo de rescate; permiso que me fue concedido en razón de lo antes expuesto.

A las nueve de la noche salí rumbo a Pachuca completamente solo, pues no había personal disponible que me acompañara.

Al llegar a Venta Prieta, pueblo cercano a la ciudad de Pachuca, ya se estaban formando lagunas por lo que me di cuenta de la magnitud de la inundación. Unos kilómetros adelante el agua empezaba a cubrir parte de la carretera, por lo que tuve que seguir a vuelta de rueda. Llegando a la periferia de la ciudad, en un lugar llamado Cubitos, me salieron al paso varias personas informándome que a pocos metros estaba el cadáver de una señora, que las aguas habían arrastrado hasta ese lugar y me pidieron que la trasladara al Hospital Civil.

Me vi obligado a aceptar, en virtud de que llevaba el Banderín de la Cruz Roja, así como los faros rojos que me identificaban como personal de emergencia.

Entre varias personas subieron el cadáver a mi auto al asiento delantero; era una mujer como de 50 años bastante gorda. En su rostro tenía la expresión de pánico que le había causado verse arrastrada por la impetuosa corriente. Así, con mi peculiar acompañante, proseguí camino… Al poco rato tuve que detenerme porque el agua había invadido completamente la carretera y ya no veía por donde seguir. Estaba rodeado por agua; me daba impresión de estar estacionado en medio de una laguna.

Me bajé del automóvil comenzando a sentir miedo de mi macabra compañía, cuyos ojos, desmesuradamente abiertos, parecían querer decirme algo, que quizá en agonía pensó y ya no pudo decir. En la obscuridad de la noche y al amparo de una débil luz de luna, observaba el rostro de aquella infeliz mujer que, reclinada de espalda sobre el asiento, se perfilaba como mirando al cielo, tal vez rogando a Dios por los seres queridos que había dejado en este mundo…

Así, con los pies cubiertos por el agua y recargado en el auto, pasé una hora hasta que de pronto vi que se acercaba un vehículo con los faros rojos prendidos; era una ambulancia que venía de México para reforzar el auxilio a la población de Pachuca. Al llegar a mí les conté la odisea e inmediatamente procedieron a sacar el cadáver de mi auto para pasarlo a la ambulancia.

Poco a poco fue descendiendo el nivel del agua, hasta dejar parcialmente al descubierto la carretera y pudimos ponernos en marcha nuevamente hasta llegar al hospital de la ciudad y empezar con la penosa tarea de rescatar cadáveres y personas heridas o aisladas que requerían auxilio.

Al despuntar el alba y, a la luz del día, el panorama era desolador; el agua arrastraba todo lo que a su paso encontraba: personas, perros, burros, muebles, etc.

Serían como las siete de la noche cuando terminamos nuestra labor de rescate.

Empapados hasta los huesos nos dirigimos al Hospital Civil y nos dimos cuenta de la magnitud real del desastre: 50 muertos, la mayoría niños y mujeres; cientos de heridos e incalculables pérdidas materiales

Las escenas que presenciamos fueron lamentables; las personas que llegaban a buscar algún familiar y lo identificaban, lanzaban desgarradores gritos de dolor al ver a sus hijos, esposos, hermanos o parientes con el rictus de espanto en sus rostros. Todo era dolor y tragedia; la gente caminaba como sonámbula con los ojos llenos de lágrimas. Al regresar a nuestra base en la Ciudad de México hubo personas que nos preguntaron ¿Qué pasó ahí?

Cita con el Diablo

Al filo de la media noche sonó el teléfono de la comandancia de emergencia; al contestar la llamalogo:

da se desarrolló el siguiente diá— ¡Cruz Roja a sus órdenes!

—Señor… Aquí han venido varios indígenas a rogarme que pidiera auxilio, pues dicen que el diablo se metió a una de sus chozas y tienen mucho miedo, que por favor…

— ¡Está usted hablando a la Cruz Roja! — interrumpí — ¡Deje de molestar con ese tipo de bromas estúpidas!

— ¡No es ninguna broma, señor! Soy velador de una pequeña industria que se encuentra en la salida de la carretera a Toluca… ¡Hay varias señoras llorando y los señores se ven muy asustados…!

—Bien — contesté ya intrigado — ¿A dónde mando el auxilio?

— ¡Cerca del kilómetro 20!

— Que nos esperen al borde de la carretera; allá vamos—contesté y colgué el teléfono.

Por un rato me quedé pensando en esa extraña llamada y no queriendo distraer una ambulancia en un servicio tan incierto, decidí salir en mi automóvil movido más por la curiosidad que porque en verdad fuera necesario acudir a aquel llamado.

Con tres socorristas a bordo enfilé rumbo a la carretera y en el trayecto les comenté el objeto de nuestra salida.

— ¡Debieron llamar a un sacerdote! — comentó uno de ellos.

— ¡Es cierto! — dijo otro, y todos reímos celebrando aquel comentario.

A la luz de los faros del automóvil vimos a un pequeño grupo de personas que, al ver los faros rojos, nos hacían señas para que nos detuviéramos en la carretera.

— ¡Allá abajo! — gritaban — ¡Allá está!

—Vamos pues — contesté en forma burlona — iremos a ver qué es lo que quiere ese maldito diablo.

Comenzamos a bajar por una angosta vereda, pues el pequeño caserío se encontraba como a quinientos metros hacia abajo, en una barranca.

Al llegar al sitio y como a veinte metros de distancia de la choza donde decían que estaba el diablo, había un grupo de mujeres, niños y hombres con velas encendidas, quienes hincados lloraban y rezaban reflejando en su rostro el terror y el miedo que habían experimentado cuando en forma inesperada "Se les presentó el diablo".

Aquel espectáculo era impresionante; nos comenzó a invadir el miedo transformando, poco a poco, nuestra actitud de burla por lo extraño que pudiéramos encontrar en el interior de aquella casucha.

Nos aproximamos a la puerta y confieso que las piernas me temblaban de miedo y apenas podía sostener mi lámpara de mano que temblorosamente alumbraba hacia aquella puerta… Por fin, armándome de valor, de una patada abrí la puerta; dos de los socorristas brincaron hacia un lado, temerosos de lo que pudieran ver y sólo uno de ellos se quedó conmigo.

Al recorrer con mi lámpara el cuarto: ¡Horror! Alumbré una figura humana totalmente desnuda y bañada en sangre que, acurrucado en un rincón gemía y clamaba:

— ¡Ayúdenme! ¡Por el amor de Dios, socórranme!

Recuperados de la sorpresa, poco a poco nos fuimos acercando a aquel infeliz que temblaba de pies a cabeza y presa de pánico nos suplicaba que no lo matáramos.

Paulatinamente lo fui tranquilizando; le dije que estábamos ahí para auxiliarlo, que pronto estaría bien. En eso estaba cuando un individuo, ya envalentonado y machete en mano, entró diciendo:

— ¿Verdad que es el diablo?

— ¡Qué diablo ni qué ojo de hacha! — contesté. — Suba nuevamente y llámele a la Cruz Roja para que manden una ambulancia.

La gente poco a poco se fue acercando para saber qué era lo que ellos habían supuesto era "El diablo".

Les pedí unas cobijas para tapar a aquel pobre hombre que no dejaba de temblar y por fin me llevaron algunos hilachos con los que lo cubrí, para comenzar a interrogarlo.

— ¿Qué le pasó? — le pregunté.

— Pues verá mi jefecito… Y así se inició la historia que me contó:

"Entré a una cantina que se encuentra en la calle de Guerrero a tomarme una copita, pues el frío estaba rete duro. Ahí me encontré a un cuate que se me acercó y con él empecé a platicar.

Al poco tiempo nos sentimos grandes amigos por lo que acordamos ir un rato a un cabaret que se llama "Atzimba" no lejano del lugar donde estábamos.

Salimos a la calle y no habíamos caminado ni dos cuadras cuando se nos acercó un automóvil de donde bajaron dos tipos mal encarados que se dijeron policías; pistola en mano nos obligaron a subir al coche en el asiento trasero, acompañados de uno de ellos. Dirigiéndose a mi compañero le dijeron:

— ¡Nos vas a decir dónde está el dinero que robaste ¡Hijo de perra! ¿Acaso crees que nos vas a ver la cara de idiotas? — le increpó un policía — ¡No te hagas pendejo! — intervino otro — ¡Sabemos que tú lo robaste! Así que será mejor que nos lo digas, si no te va a cargar la chin…

Dirigiéndose a mí me preguntaron si yo sabía algo, a lo que contesté que acababa de conocer a ese señor en la cantina y que ignoraba todo lo que pasaba. Estoy seguro de que me creyeron porque ya no me dijeron nada y, además, me dio la impresión de que ya se conocían.

—¿Pa' dónde jalamos? — preguntó el que iba al volante.

—Vete rumbo de la carretera a Cuernavaca, allá lo vamos a hacer hablar a como dé lugar — le contestó el otro hombre.

Enfilamos por la calzada de Tlalpan hasta llegar a la carretera; durante el trayecto lo fueron golpeando y amenazado de muerte. Por fin se detuvo el auto y me di cuenta de que estábamos en "El Mirador", lugar que ya conocía.

— ¡Encuérate! — le gritaron al mismo tiempo que le jalaban la ropa. Estaba haciendo mucho frío, era diciembre y cuando ya estaba como dios lo echó al mundo, lo sacaron a empellones del auto y comenzaron a golpearlo nuevamente.

— ¡Confiesa, desgraciado! nos conoces bien y sabes de lo que somos capaces de hacer. Con que dinos: ¿Dónde está la lana?

— ¿Cuál lana? — contestó. — ¡Hagan lo que les dé la gana, hijos de perra! ¡Si quieren mátenme; no les diré nada!

A continuación lo agarraron de los pelos y lo llevar hasta la orilla del barranco.

— ¡No! ¡No diré nada!

Se oyó un disparo… El hombre se tambaleó y de un empujón cayó a lo profundo de la barranca. Los hombres regresaron al automóvil.

— i Vámonos! — dijo uno de ellos.

Bien — contestó el otro — pero, ¿Qué vamos a hacer con éste? — replicó, señalándome.

— Pues por ahí lo dejamos — fue la respuesta.

— ¡Imposible! ¿No ves que nos delatará? Además, ¡Nos puede identificar!

— ¡Tienes razón! — reflexionó el hombre, quien después de un rato de silencio me gritó: ¡Encuérate! Y apuntándome con la pistola me comenzaron a jalonear la ropa hasta que yo mismo me fui desnudando pensando que, si cooperaba, probablemente me perdonarían la vida…

— ¡Por Dios jefecitos! — pude balbucear — ¿Qué también a mí me van a matar?

¡Yo no he hecho nada! ¡Por favor, tengo mujer e hijos! — supliqué.

— ¡Ya cállate! — dijo uno de ellos, y volviéndose al otro le preguntó: ¿Qué hacemos?

— ¡Mételo a la cajuela! Nos vamos rumbo a la carretera de Toluca para que crean que son casos distintos.

Me bajaron del auto y me encerraron en la cajuela. Durante lo que me pareció una hora me llevaron por no sé qué rumbo. Tenía mucho miedo y casi me moría de frío. Por fin el auto se detuvo. Abrieron la cajuela y tomándome por los brazos, me sacaron. Estaba muy obscuro y sentí el aire helado; nuevamente les pedí clemencia, pero no me contestaron ni una palabra, probablemente les estaba remordiendo la conciencia

Me arrastraron a la orilla de un barranco, me obligaron a ponerme de pie e inesperadamente, escuché una fuerte explosión.

Sentí que caía. Rodaba sobre piedras y ramas secas hasta llegar al fondo. Perdí el conocimiento y, al recuperarlo, había un silencio sepulcral…

Un fuerte dolor de cabeza del lado derecho me hizo llevar mis manos hacia ella y sentí que todo mi rostro estaba bañado en sangre, pero ¡Estaba vivo!

Me incorporé como pude; todo el cuerpo me dolía… En medio de esa obscuridad pude distinguir, a lo lejos, una pequeña luz. Me dirigí hacia ella tropezando y cayendo y al fin llegué. Se trataba de una humilde choza y, sin pensarlo, me introduje en ella para pedir auxilio, pero sus moradores, al verme, salieron despavoridos con el pánico reflejado en sus rostros y aullando de terror".

Hasta aquí el relato de ese infeliz, pues en ese momento se escuchaba el ulular de la sirena que había llegado.

Lo acomodamos en la camilla y, tras penoso ascenso de la barranca, llegamos al borde de la carretera donde esperaba la ambulancia. Ya adentro de la ambulancia nos dimos cuenta de que el disparo de los asesinos sólo le había arrancado la oreja derecha y que, creyendo que le habían dado en la cabeza, lo dieron por muerto…

Antes de que arrancara la ambulancia rumbo al hospital, di instrucciones a los socorristas para que al llegar enviaran equipo de rescate al sitio denominado "El Mirador", sobre la carretera a Cuernavaca, y yo me dirigí a la delegación policíaca de Tlalpan a cuyo Agente del Ministerio Público le conté lo ocurrido, pidiéndole autorización y compañía en caso de que fuera cierto el relato de aquel sujeto que habíamos rescatado.

Con cierto recelo e incredulidad aceptó ir a dar fe, más por curiosidad que por convencimiento.

Al llegar a "El Mirador" ya nos estaba esperando el equipo de rescate y se procedió a bajar a la barranca. Después de una hora de intensa búsqueda, cuando pensábamos que habíamos sido engañados y recibíamos incriminaciones del Agente del Ministerio Público, apareció el cadáver que fue inmediatamente izado para colocarlo en una camilla y trasladarlo a la Delegación de Tlalpan.

Mientras tanto yo regresé al hospital de la Cruz Roja y cuál sería mi sorpresa al enterarme de que aquél que habían confundido con el diablo, había fallecido víctima de una pulmonía fulminante.

Choque

E1 sábado 21 de febrero de 1953 me encontraba en la comandancia atendiendo los teléfonos de emergencias cuando recibí una llamada de auxilio hecha por un policía de nombre Benjamín Luna Sánchez, placa No. 2727 quien me informó con voz entrecortada por la emoción que, en un poblado llamado "La Venta" rumbo al Desierto de los Leones, habían chocado de frente dos tranvías, por lo que se requerían urgentemente los servicio de la Cruz Roja.

En aquel momento, que serían como las ocho de la noche, no había ninguna ambulancia en el hospital, pues todas estaban en servicio.

Inmediatamente abordé mi automóvil y, con tres socorristas, salí al lugar del accidente, no sin antes dejar instrucciones de que, tan pronto como regresaran o se reportaran las ambulancias, las enviaran a ese sitio.

Al llegar al lugar del accidente, estaba muy obscuro; sólo se oían gritos de dolor pidiendo auxilio; quejidos y llanto por doquier. Con mi lámpara en mano, haciendo un pequeño recorrido, me percaté de la gravedad de la situación, por lo que corrí a otro caserío llamado "Belén de las flores" donde había un teléfono para comunicarme al hospital.

Al mando del Comandante Víctor M. Trueba, Jefe del Cuerpo de Ambulancias, empezaron a llegar ambulancias conducidas por los Tenientes Manuel Velázquez, Ernesto Fernández, Ángel Robles, Manuel Zendejas, Filemón Silva, Gabriel Alamillo, Pedro Heredia, Mario Fernández, Ernesto Fernández y Alonso Cortés, además de automóviles particulares del Servicio Motorizado a mando (en ese entonces yo había ascendido a Jefe de la Sección Motorizada), 14 médicos y una nube de paramédicos al mando del Doctor Edmundo Ángeles, con suficiente equipo y medicinas para atender los casos de más urgencia en el lugar de los hechos.

Con una planta de energía eléctrica movida con motor de gasolina del equipo de la Cruz Roja, se alumbró el lugar y se pudo dar principio a la obra de salvamento.

El panorama era aterrador; por todos lados estaban regados, como en un campo de batalla, cadáveres o heridos clamando para que se les atendiera.

Al estar revisando qué cuerpos tenían vida, para ordenar su traslado inmediato, me encontré con el impresionante cadáver de una mujer de cuyo vientre salía la manita de su hijo por nacer y que acompañó a su madre en su viaje a la eternidad.

Cuando llegué al lugar del accidente había yo visto una persona que permanecía dentro del tranvía en actitud contemplativa. Tiempo después, al pasar por el mismo lugar, que ya estaba más alumbrado, lo volví a ver y, pasando por ahí una tercera vez, me percaté que seguía en la misma posición, por lo que intrigado subí nuevamente al tren y abriéndome paso entre los hierros retorcidos llegué hasta donde estaba y cuál sería mi sorpresa al ver que el pobre hombre estaba atravesado de lado a lado, a la altura del pecho, por un tubo del mismo tren y eso era lo que lo había mantenido en pie…

Fue traumático y aterrador el rescate de aquel infeliz, pues el extraer de su cuerpo aquel tubo era una sensación inenarrable; me daba la impresión, cada vez que jalaba el cuerpo para desprenderlo, de que le causaba dolor, no obstante saber que había muerto instantáneamente.

El ir y venir de las ambulancias y automóviles de emergencia provocó que se formara una larga fila de personas en todo el camino que conducía al hospital, preguntándose el motivo de aquel movimiento de emergencia tan espectacular.

Al terminar el rescate, regresé al hospital; el cuadro era dantesco, pues además de tener las salas saturadas, en los pasillos y patios habían colocado a los heridos en camillas y los médicos no se daban a vasto para atender aquello que se parecía a los sitios que se improvisaron en la Guerra Mundial.

El balance trágico de aquel accidente, provocado por un error del despachador, fue de cincuenta y seis personas muertas, sesenta y dos heridas, de las cuales nueve perecieron posteriormente debido a la gravedad de sus lesiones.

Fue así como recuerdo aquella noche trágica, predominando en mi mente aquella manita que salía del vientre de su madre y aquel caballero que se sostenía de pie entre un montón de hierros retorcidos.

El Encostalado

Por los años 50's trabajaba en una agencia de automóviles llamada "Comexa" que estaba ubicada en la Avenida Insurgentes a la altura de la Estación de Ferrocarriles Nacionales de México donde me desempeñada como vendedor de automóviles nuevos, profesión a la que dediqué toda mi vida a partir de esos años.

Trabajaban también aquí, como cobradores, dos personas cuyos nombres no recuerdo, pero que identifico perfectamente por el drama que protagonizaron… ¡Esta es la historia!

Uno de ellos era un hombrecillo como de 65 años de edad, bajito de estatura, delgadito, de modales finos y muy respetuoso, al que llamaré "El Viejito"; el otro era como de 40 años, chaparro, fortachón, de pelo hirsuto, muy moreno y que en sus horas libres, por ser muy devoto, ayudaba al sacristán de una iglesia cercana a su casa; motivo por lo cual le decían "El Sacristán".

Todas las tardes se reunían en la oficina para entregar en la caja los cobros realizados y a la vez recibir la relación de lo que cada uno tenía que cobrar al día siguiente.

Un día después de salir a cobrar, "El Viejito" no regresó; pasaron las horas y al día siguiente se temió que hubiera sido víctima de un asalto por lo que se dio aviso a la policía para que iniciara la investigación correspondiente.

Dentro del personal de la compañía había mucha preocupación por aquel viejito, pues era muy estimado por todos, pero quien más angustiado estaba era su compañero de trabajo "El Sacristán" quien a todas horas preguntaba por "Su compadrito" como él lo llamaba.

Al paso de las horas y los días "El Sacristán", lágrimas en los ojos, preguntaba si ya se sabía algo de querido compadrito.

— ¡Dios lo proteja y lo cuide! — decía — Tengo seguridad de que regresará sano y salvo, pues yo le rezo a la Virgencita para que no le pase nada… ¡Que Dios lo bendiga! — clamaba sacando su pañuelo para limpiar las lágrimas que brotaban de sus ojos.

Al tercer día se recibió en la compañía un aviso de policía que notificaba haber encontrado en la periferia de un pequeño poblado llamado Río Hondito, en el Estado de México, un cadáver cuya descripción se asemejaba a la que se había dado en el acta que se levantó en la Jefatura de Policía y nos solicitaban que fuéramos a la ciudad de Toluca para identificar el cadáver.

El Sr. Garduño, Gerente de la compañía, me suplicó que fuera yo a ver si se trataba de nuestro cobrador ya que según me dijo, yo estaba familiarizado con esos casos, por ser miembro de la Cruz Roja.

Accedí a la petición y esa misma tarde me preparé para salir a la ciudad de Toluca.

Al saber "El Sacristán" que se había localizado el cadáver y que yo iba a ver si se trataba de "El Viejito", suplicó que lo llevara conmigo, junto con su hermano, para saber si se trataba de su querido compadrito.

Al filo de las cinco de la tarde salimos "El Sacristán", su hermano y yo rumbo a Toluca; durante todo el camino "El Sacristán" no dejaba de rezar pidiéndole a Dios que no fuera a ser su compañero, pues él había pedido a la Virgencita que no le pasara nada y demostraba tener mucha fe en que no sería la persona que íbamos a identificar.

Llegamos a Toluca como a las seis treinta y nos dirigimos a la Inspección de Policía, en donde explicamos el objeto de nuestra presencia; de ahí nos enviaron junto con un policía a una casona que se encontraba en las orillas de la ciudad y que les servía como depósito de cadáveres.

Al acercarnos al cadáver, grande fue nuestra sorpresa al confirmar que, en realidad, sí se trataba de la persona que estábamos buscando; presentaba un horrible tajo en el cuello que por poco le cercena la cabeza; horriblemente blanco, como si fuera de cera.

"El Sacristán", al ver el cadáver, se abalanzó sobre él abrazándolo y estrechándolo sobre su pecho, llorando como un chiquillo.

La escena era conmovedora, al grado que su hermano haciendo gran esfuerzo, lo separó de aquel cuerpo inerte, lo sacó del lugar para que no siguiera viendo a su compadrito y se calmara un poco, pues eran alaridos de dolor los que emitía.

Al quedarme sólo con el cadáver, el policía que nos acompañaba me explicó que lo habían encontrado dentro de un costal horriblemente degollado, con las piernas quebradas hacia adelante a la altura de las rodillas quedando como "Pollo rostizado" (expresión del poli) para poderlo encostalar y tirar en un cuarto de adobe derruido y abandonado a una distancia aproximada de 100 metros de la carretera. Posteriormente me ensenó el costal en que lo habían metido junto con muchos trapos que habían puesto alrededor del cuerpo para aparentar que era ropa vieja, así como algunos jarros y cazuelas de barro puestas al final del costal para disimular el macabro paquete.

Moviendo con el pie entre aquella ropa ensangrentada y sucia, encontré un pantalón obscuro bastante viejo, sucio y ensangrentado. Tenía una etiqueta, que ponen en las tintorerías para identificar a los dueños, cosida atrás de la bolsita para morralla que tienen los pantalones.

Tomé el pantalón para ver la mencionada etiqueta y, a duras penas, pude leer:

"Nardo No. 16".

Esa dirección me fue familiar, pero por más que intenté, no pude recordar dónde la había visto u oído.

Regresamos a la Inspección de Policía para informar que, efectivamente, se trataba de la persona que se había reportado como desaparecida.

Partes: 1, 2, 3

Página siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter