Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

¡Llámenle a la Cruz! (página 2)



Partes: 1, 2, 3

Al regresar rumbo a México, ya era de noche; "El Sacristán" no dejaba de sollozar y maldecir a los asesinos de "El Viejito" y me preguntaba si la policía había encontrado alguna pista para detener a los asesinos, a lo que respondí negativamente.

En el preciso momento en que le iba a contar sobre la dirección que vi en el pantalón, recordé que era donde vivía "El Sacristán", pues dos años antes nos había invitado a su casa a comer carnitas para festejar su cumpleaños. Sentí un vuelco en el estómago al presentir que viajaba con los dos presuntos asesinos…

Comencé a sentir mucho miedo ante la insistencia de "El Sacristán" que me preguntaba mi opinión sobre el crimen, a lo que yo solamente contestaba que no tenía idea de cómo pudo haber pasado.

Por fin llegamos a la Ciudad de México y, con pretexto de tener un asunto urgente, los dejé sobre la Avenida Insurgentes, aunque ellos querían que los llevara hasta su casa… Al otro día me presenté en mi trabajo desde donde nos comunicamos a la Jefatura de Policía para confirmarles que, efectivamente, el cadáver pertenecía a la persona que habíamos reportado como desaparecida.

Al poco rato llegaron dos agentes del Servicio Secreto a quienes informé de mi hallazgo diciéndoles que atrás de la bolsita que tienen los pantalones en la cintura para guardar monedas, estaba escrita la dirección del dueño y que ésta pertenecía precisamente al domicilio de "El Sacristán".

Me indicaron que no dijera esto a nadie para iniciar las investigaciones.

Durante tres días, los detectives permanecieron en la Compañía, haciéndose pasar por clientes, pues sospechaban que el mentado "Sacristán" tenía algunos cómplices dentro de las oficinas; incluso sospechaban de una de las cajeras que platicaba regularmente con él.

"El Sacristán" seguía trabajando normalmente; recogía por las mañanas la documentación por cobrar y en la tarde regresaba para rendir cuentas de lo que había cobrado vigilado constantemente por los detectives, de lo cual se daba cuenta.

Por fin, al tercer día, me comentó uno de los policías que ya lo iban a aprehender y que habían constatado que dentro de la Compañía no tenía cómplices. Y así fue que, cuando bajaba por las escaleras de las oficinas para cobranza diaria, uno de los detectives se le encaró, tapándole el paso y, señalándolo, le dijo:

— ¡Tú lo mataste! ¡Tenemos pruebas de que tú fuiste!

"El Sacristán" se puso pálido, le temblaban las piernas, se apoyó en el pasamanos de la escalera pues estaba punto de derrumbarse; agachó la cabeza y murmuró:

— Sí, fui yo…

Los agentes lo tomaron de los brazos y lo condujeron hasta una patrulla que esperaba enfrente de la compañía ante el estupor de todos los empleados que no podían creer lo que estaba sucediendo.

Durante el interrogatorio a que fue sometido, "El Sacristán" narró lo siguiente: "Hace tiempo tenía muchos deseos de visitar a la Virgencita de Zapopan junto con mi esposa, pero no tenía dinero, así que pensé en robar a la empresa donde laboraba fingiendo un asalto, pero tuve miedo de que algo saliera mal, por lo que deseché esa idea. Después pensé en robar la cobranza de mi compadrito, pero, ¿Cómo?…

Fue así como finalmente elaboré un plan que me pareció perfecto…

Una tarde en que estábamos haciendo la relación de lo cobrado le dije a mí compadrito:

— ¿Qué te parece si en lugar de venirnos a la compañía pasamos a mi casa y ahí hacemos juntos la relación de la cobranza? Tomaremos un cafecito que nos prepare mi vieja y después regresaremos a la compañía con todo terminado, ¡Nada más para entregarlo!

— Está bien — me dijo — pero, ¿Cómo le hacemos?

— Mira, nos quedamos de ver en determinado sitio a las tres de la tarde y de ahí nos venimos a mi casa, ¿De acuerdo?

— Sí — respondió "El viejito", — mañana nos ponemos de acuerdo de dónde nos vamos a ver.

A la mañana siguiente le recordé lo que habíamos planeado, antes de salir cada quien por su rumbo. Esa misma mañana le dije a mi esposa que había recibido un telefonema de una pariente que vive en Cuautla y que me avisaba que vendría a la Capital y que se quedaría a dormir con nosotros. Le comenté que no quería que esa pariente se quedara con nosotros, pues era una mujer "De mala vida", además tendría que hacer el balance esa noche por lo que iba a salir muy tarde.

Le propuse llevarla a un hotel a pasar la noche para que, cuando llegara mi pariente no nos encontrara en casa y se fuera a casa de unas amigas que tenía.

Esa misma mañana la llevé al hotel "El Chopo" y le dije que al día siguiente pasaría por ella para llevarla de regreso a casa.

A las tres de la tarde nos encontramos mi compa y yo en el lugar que habíamos acordado y nos dirigimos directamente a mi casa. Al llegar y no encontrar a mi esposa me preguntó por ella, a lo que le contesté que probablemente habría salido por ahí cerca y no tardaría en regresar.

Nos sentamos a la mesa y cada quien abrió su portafolios para sacar el dinero, contarlo y hacer su relación.

— ¿Cuánto dinero cobraste en efectivo?

— le pregunté.

— ¡Muy poco!… Diez mil pesos; casi todo me lo pagaron en cheques.

Me dio coraje… Pero no dije nada. Era muy poco dinero así que pensé en esperar al otro día.

Regresamos a la compañía con el trabajo hecho, nada más para entregarlo.

— ¿Verdad que es mejor así? — le pregunté. — ¡Salimos más temprano!

— Es verdad — contestó "El viejito" — mañana haremos lo mismo y así tendré el gusto de saludar a tu señora.

Después de despedirnos fui al hotel donde estaba mi esposa y le dije que mi pariente había hablado nuevamente por teléfono para decirme que, debido a algunos problemas, no le había sido posible emprender el viaje, por lo que llegaría la tarde del día siguiente. Le volví a proponer que se quedara la noche siguiente en el hotel, a lo que ella accedió.

Por la mañana recogimos la documentación por cobrar y nos despedimos quedándonos de ver a la misma hora en el sitio acordado.

Como a las tres de la tarde nos encontramos y nos fuimos rumbo a mi casa. Al llegar nos dispusimos a hacer nuestra relación y nuevamente le pregunté:

— ¿Cuánto cobraste en efectivo, compadrito?

— ¡Cómo ciento cincuenta mil pesos, compadre! Ahora sí es bastante, ¿Verdad?

Ahora sí vale la pena — pensé. Y sin más, me encaminé a traer un martillo que tenía en mi cuarto.

Cuando regresé lo encontré sentado y escribiendo; me coloqué detrás de él y le di un martillazo en la cabeza.

Al sentir el golpe, se medió levantó de la silla y volteó a verme con una expresión de sorpresa…

Inmediatamente lo agarré con mi brazo por el cuello y lo arrastré hasta la cocina; no prestó resistencia alguna, pues el golpe lo había atontado. La sangre le brotaba de la cabeza cubriéndole el rostro.

Abrí un cajón y saqué un cuchillo y, aunque hizo un leve esfuerzo para defenderse, pude enterrarle el cuchillo en el cuello para después rebanarlo; salió un borbotón de sangre…

Lo arrastré hacia el baño; todavía se movía y me veía de una forma muy extraña. Ahí lo dejé tirado mientras iba por una reata, lo amarré de un pie y lo colgué del tubo de la regadera para que siguiera desangrándose.

Después de lavarme y cambiarme de ropa, me regresé al trabajo para entregar mi cobranza. Al salir de la oficina me encaminé a la merced a comprar un costal y unas cazuelas de barro para disimular la carga.

Regresé a mi casa, descolgué al muertito y, para meterlo en el costal, le tuve que quebrar las piernas hacia adelante, quedando, como dijo el poli, !Como pollo rostizado!

Le metí trapos alrededor para disimular su cuerpo y hasta arriba le puse las cazuelas para que pareciera un bulto con cosas domésticas. Ya que terminé de encostalarlo, limpié perfectamente toda la casa y me fui a dormir.

A la mañana siguiente, muy temprano, salí con el bulto para conseguir un taxi y el mismo chofer me ayudó a meterlo en la cajuela.

Al llegar a Río Hondito me bajé del auto echándome el bulto al hombro y caminé hasta llegar a esa choza, la cual ya había visto antes, y ahí lo dejé.

La verdad no sé cómo me cayeron…

Yo tenía la seguridad de que nunca lo sabrían…

Pensaba que era un crimen perfecto… " "El Sacristán" fue sentenciado a varios años de prisión; y a la fecha no sabría decirles si todavía está en la cárcel o ya murió.

Amor… ¿De Padres?

La noche empezaba a tranquilizarse después de repetidas llamadas de auxilio. La mayoría de los socorristas se habían retirado a dormir cansados de la ardua labor desarrollada durante toda la noche; el silencio en el hospital era interrumpido de vez en cuando por el ulular de la sirena de alguna ambulancia que regresaba con algún accidentado.

De pronto el teléfono comenzó a repiquetear; descolgué el auricular y contesté:

— ¡Cruz Roja a sus órdenes!

— ¡Por favor señores, por lo que más quieran! Vengan inmediatamente, se los ruego! — y empezó a sollozar.

Era la voz de una anciana.

— ¡Cálmese señora! — le contesté. — ¿A dónde requiere nuestros servicios?

— ¡Aquí, por favor! — dijo llorando, casi sin poder hablar por más esfuerzos que hacía.

— Señora, ¡Cálmese y dígame la dirección!

— Frente al Colegio Militar, ¡Por el amor de Dios! — clamaba la anciana.

— ¿Qué pasó ahí? — pregunté.

— ¡Por piedad! — contestó seguido de un acceso de tos y llanto.

Ya no pregunté más; colgué el teléfono y, apremiado por esa voz que imploraba tan desesperadamente auxilio, rápidamente me dirigí a la ambulancia para salir al sitio que se me había indicado.

En ese tiempo el Colegio Militar estaba ubicado sobre la calzada que conducía al pueblo de Tacuba; enfilé por la avenida Insurgentes hasta llegar a la calle de San Cosme, misma que cambiaba de nombre al pasar el Río Consulado y se transformaba en la Calzada México Tacuba.

En aquél entonces era un camino asfaltado pero muy estrecho; tendría como siete metros de ancho.

A medida que avanzábamos, el despoblado era mayor, sólo había unas cuantas casas y chozas a la orilla del camino.

Llegamos al Colegio Militar y no vimos nada; de pronto a unos cuantos metros más adelante y al amparo de los faros de la ambulancia, vimos a dos personas hincadas y abrazadas una a la otra que lloraban lastimeramente junto a un pequeño cuerpo que yacía cubierto con un rebozo viejo y raído.

Se trataba de dos ancianos como de sesenta y cinco y setenta años de edad, de clase muy humilde con aspecto de campesinos; matrimonio de aquellos tiempos que duraban hasta la muerte.

La tristeza de ese cuadro me inundó profundamente y supuse que aquél pequeño cuerpo podría ser de un niño pequeño, tal vez nieto de aquellas personas.

— ¡La atropelló un camión! ¡Maldito sea!

— gritaba el anciano.

— ¡Cúrenla por favor! — sollozaba la anciana.

Nos inclinamos sobre el cuerpo y, al quitar el manto que lo cubría: ¡Sorpresa!

— Ja, ja, ja… rió un socorrista — ¡Es un perro!

— ¡Cállate, imbécil! — le increpé. Afortunadamente los ancianos no escucharon el comentario. Por el dolor que les causaba, comprendí que para ellos era como una hija aquella perrita que se quejaba lastimeramente.

— ¡Traigan la camilla! — ordené — Sí, jefe — respondió sorprendido el socorrista y, poniendo manos a la obra, la subimos a la ambulancia junto con los dos ancianos y partimos rumbo al hospital con sirena abierta.

En el trayecto de regreso pensaba y estaba consciente de la grave falta que estaba cometiendo, tanto a las reglas de la institución como a las de la Secretaría de Salubridad y Asistencia; falta que tal vez me costaría ser dado de baja de la Cruz Roja, así como un castigo por parte de la Secretaría de Salubridad; pero al mismo tiempo me justificaba a mí mismo aduciendo que no podía dejar abandonados a ese par de ancianos con su perrita herida de muerte y lo menos que podrían tener era el consuelo de que había sido debidamente atendida.

Llegamos al Hospital y, dirigiéndome a los socorristas les dije: "¡Tápenla con la sábana, llévenla hacia la sala de emergencias, pero no entren en ella, sólo lleguen a los pasillos y ahí déjenla!".

Y así fue, bajaron la camilla y pasaron por la sala de espera en donde fueron detenidos los ancianos, diciéndoles que no podían pasar por lo que tendrían que esperar ahí, como todas las demás personas, las que no se percataron de lo que entraba en la camilla, en virtud de que iba cubierta con una sábana.

Inmediatamente me dirigí a la sala de emergencia a buscar al Doctor Edmundo Ángeles, quien hacía mucho honor a su apellido y se desempeñaba como Jefe de Médicos en ese turno.

Al encontrarlo le dije:

— Doctor, traigo un problema y quiero que me ayude a resolverlo.

— ¡Claro que le ayudo! — me contestó— ¿Cuál es su problema?

— Pues, sucede Doctor que telefónicamente una anciana pidió auxilio a la Cruz Roja, pero por tanto llanto sollozo sólo pude entender que estaba frente al Colegio Militar; al llegar al sitio indicado — proseguí — me encontré con dos ancianos que lloraban desconsoladamente junto al cuerpo de lo que resultó ser una perrita.

Era tanto el dolor de esas personas al suplicar atención que no pude negarme a auxiliarlos y, pues, me los traje hospital…

— ¡Hizo muy bien! — me contestó, y no me sorprendió su respuesta ya que era conocido por su bondad, que hacía de su profesión un verdadero sacerdocio, aparte de ser todo un caballero y un ejemplo a seguir para todos los médicos que laboraban en el hospital.

— ¿En dónde están? — me preguntó.

— Los ancianos, en la sala de espera; la perrita, la pasé a uno de los corredores.

— Vamos a verla — me dijo.

Me dirigí hacia donde la habían dejado los camilleros seguido por el Doctor Ángeles, quien al llegar se hincó junto a la camilla que había sido depositada en el suelo. La descubrió y empezó a revisarla cuidadosamente.

— Mire — me dijo, — la rueda le pasó en la parte trasera despedazándole las caderas y, además, debe tener estallamiento de vísceras; no entiendo cómo no se ha muerto todavía. ¡El animal agoniza! No hay nada que hacer por él. En el mismo rumbo — prosiguió — como coincidencia, allá en Tacuba, hay una casa que recoge a los animales heridos, desvalidos o enfermos y, en el caso de encontrarlos sin remedio, ellos mismos los inyectan para que dejen de sufrir ¿Por qué no lo llevan para allá?

— Muy bien doctor — respondí — ¡Allá la voy a llevar!

Estoy seguro que el Doctor Ángeles, en caso de que la perrita hubiera tenido oportunidad de vivir, la hubiera intervenido quirúrgicamente.

Salió el doctor conmigo a la sala de espera y, dirigiéndose a los ancianitos, les dijo:

— Vamos a trasladar a su perrita a un hospital especializado en animales, donde podrán mejorar la atención, en virtud de que cuentan con veterinarios muy competentes — ¿Sanará doctor? — preguntó la anciana ansiosamente.

– Tal vez… — contestó el doctor y, pasando los brazos sobre el hombro de los ancianos, los acompañó hasta la ambulancia en la cual ya se encontraban los socorristas y la perrita.

Salimos nuevamente rumbo a Tacuba al asilo para animales Al llegar ahí fuimos atendidos por un veterinario quien nos dijo que la iban a inyectar porque no tenía remedio.

Al salir le recomendé al médico que fuera piadoso al dar la noticia a los dueños de la perrita, los cuales esperaban en un pequeño recibidor.

Me fui a despedir de ellos.

— ¿La salvarán señor? — me preguntaron.

— No lo sé… — les contesté — tal vez…

— murmuré.

Al ver a ese par de ancianos tan desolados, las lágrimas brotaron de mis ojos y se me hizo un nudo en la garganta.

Salí de aquel asilo; el aire fresco de la madrugada me reconfortó un poco… Regresamos al hospital tratando de olvidar y dejar atrás esa tragedia y no volver a saber más de aquel par de buenas personas…

La Voz de Ultratumba

Aquel sábado llegué como de costumbre a las siete de la noche; había estado lloviendo desde las cinco de la tarde. Era una lluvia ligera y pertinaz de esas que les llaman "chipi, chipi" y que, por lo regular, duran toda la noche. Era por eso que las llamadas de auxilio fueron disminuyendo, pues con ese tiempo la gente prefiere quedarse en casa y, al no salir, no está expuesta a sufrir accidentes, asaltos o pleitos; lo que se incrementa un poco son los accidentes de tránsito: choques de automóviles y atropellados, así que, esporádicamente, salían nuestras ambulancias a cubrir esos servicios.

Fue una noche como otra cualquiera. En el reloj marcaban las dos de la madrugada; poco a poco se iban retirando los socorristas a dormir y la calma volvía a reinar en el hospital. Decidí retirarme a descansar y me dirigí a la comandancia de guardia donde solamente estaban dos telefonistas que, melancólicamente, tomaban café.

Al verme me invitaron una tacita:

— ¡No gracias! — les contesté — solamente vine a desearles buenas noches…

— ¿Ya se retira jefe?

— Sí, ya es muy tarde; además parece que ya se calmó el servicio.

— ¡Así es jefe! Que le vaya bien, que descanse…

— Gracias muchachas, ¡Buenas noches! Atravesé el patio y me dirigí a las oficinas del ministerio público para despedirme del licenciado que estaba en turno con el cual tenía buena amistad:

— Ya me voy Lic. ¿Tú gustas?

— ¡Gracias! — me contestó — pero todavía tengo mucha chamba – y agregó— espérame, quiero que me acompañes al depósito de cadáveres para tomar datos de un muerto que ahí tenemos.

— Está bien — le contesté — vamos pues…

Salimos de la oficina y nos dirigimos hacia la morgue. Poco antes de llegar se detuvo y me dijo:

— Se me olvidó traer unos papeles; voy por ellos y ahorita regreso.

Yo seguí hasta llegar a la entrada de dicha sala; bajé por las angostas escaleras pues se encontraba en el sótano del hospital y abrí la puerta de fierro que daba acceso a donde se encontraban los cadáveres.

Era un cuarto como de aproximadamente ocho metros de largo por cinco de ancho; en él había cuatro mesas de cemento y sólo una de ellas estaba ocupada.

En un rincón había un bulto de ropa ensangrentada unos zapatos viejos que, probablemente pertenecieron a alguna persona humilde y cuyo cadáver debieron haber llevado al SEMEFO de la Procuraduría para hacerle la autopsia de rigor.

El cuarto era húmedo y frío; estaba débilmente alumbrado por un sólo foco. Un silencio sepulcral envolvía el ambiente. Me acerqué hacia el cuerpo. Era un hombre como de cuarenta y cinco años de edad, de complexión robusta y que, por las ropas que portaba se presumía que pertenecía a la clase acomodada. A este hombre le habían dado un balazo en el pecho y ya tenía como cuatro horas de haber muerto.

Con el objeto de facilitarle al Lic. su labor, tomé del brazo al cadáver para voltearlo, pues se encontraba boca abajo.

Al jalarlo, salió de sus labios un ruido gutural que a mí me pareció una palabra…

Lo solté impresionado… Sentí que todo el cuerpo se me erizaba. ¡El pánico me invadió!… Corrí hacia la salida. Las piernas las sentía pesadas. Desesperadamente abrí la puerta y empecé a subir las escaleras y, no obstante los esfuerzos que hacía, sentía que mis movimientos eran en cámara lenta, como en alguna pesadilla que había tenido anteriormente.

¡Por fin! … después de un tiempo que se me hizo una eternidad salí al patio… Me recargué en la pared; estaba sofocado y el sudor corría por mi rostro. Las fuerzas me estaban faltando para sostenerme en pie. En ese momento llegó el licenciado quien, al verme así me preguntó:

— ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? — al tiempo que me sostenía por los brazos. — ¡Estás pálido! ¿Te sientes mal?

Tomando una profunda bocanada de aire le contesté:

— ¡Me habló el muerto!…

— ¿Que qué? — dijo el licenciado.

— Me habló el muerto — repetí.

— ¡Eso no es posible! ¡Estás loco? ¿Qué te dijo? — preguntó casi burlonamente.

— ¡No sé, no le entendí! Sólo oí que me habló.

— ¡No es posible! Ese señor hace horas que murió. Se te ha de haber imaginado.

— ¡No! ¡No se me imaginó! ¡Te lo juro!

— Cálmate — me dijo — vamos a bajar al depósito para que te cerciores de que lo que dices no es posible.

— ¡Está bien! — contesté — ¡Vamos pues!

El licenciado empezó a bajar la escalera lentamente y yo detrás de él; me di cuenta de que a él le empezaba a dar algo de miedo porque, al llegar a la puerta se detuvo algo indeciso, se volteó hacia mí y me dijo:

— ¿Estás seguro de lo que me dijiste?

— Sí — le respondí — No tengo por qué mentirte… Me tomó del brazo y se quedó unos cuantos segundos parado frente a la puerta. Por fin se decidió; abrió la puerta, entramos y de repente se detuvo, dio un paso atrás; sentí que me apretaba fuertemente el brazo y se puso pálido y tembloroso.

— ¿Qué pasa Lic.? — le pregunté.

— ¡El muerto se ha movido!

— ¿Ya ve que no le he mentido? — contesté al tiempo que íbamos retrocediendo lentamente.

— Ese cadáver estaba boca abajo, yo así lo vi hace rato, ¿Cómo es posible que se diera vuelta?

Nos quedamos absortos un rato; en el rostro del licenciado se denotaba el terror. Reflexionando le dije:

— ¿Así que eso es todo? Yo pensé que lo habías visto moverse cuando entramos…

– No, no — dijo — no lo vi moverse, pero estaba boca abajo y… — Yo lo volteé — dije — ¡No se volvió solo!

— ¿Así que tú fuiste?

— Sí — le contesté — pensé que cuando llegaras te facilitaría tomar los datos que necesitarías para hacer tu informe y, precisamente, cuando lo volteé, fue cuando me habló.

— Vaya, vaya — dijo — A ver, cuéntame ¿Cómo estuvo?

Ya estaba más tranquilo y se le notaba un gran alivio.

— Pues verás, cuando entré lo vi boca abajo y, tomándolo del brazo lo volteé y, en ese mismo momento, fue cuando lo oí que me habló.

Al licenciado se le iluminó el rostro y empezó a dibujar una sonrisa…

— Mira — me dijo — cuando tú jalaste el cadáver para voltearlo se le oprimió el pulmón y exhaló el último aire que conservaba; eso motivó el ruido en su garganta que tú pensaste, era una palabra.

Su razonamiento me pareció muy lógico.

— Entonces, ¿Eso fue lo que pasó?

— Sí — me contestó — No hay otra razón.

— Pues mayúsculo susto que me llevé.

— Te confieso que ya empezaba a tener miedo; me contagiaste.

Empezamos a reírnos y a hacernos burla mutuamente — Vámonos — le dije — no es correcto que nos estemos riendo frente del muertito.

Al salir al patio todavía caía la lluvia.

— Buenas noches licenciado — le dije estrechándole la mano — Creo que voy a tener pesadillas esta noche.

— Seguramente yo también — contestó — Que tengas buenas noches.

Al abordar mi automóvil para ir a casa todavía me temblaban las manos.

¿Loco Yo? ¡Loco su M…!

Por aquel entonces se abrió una pequeña cafetería en un piso superior que estaba al frente del patio donde se estacionaban las ambulancias listas para salir a servicio.

Los socorristas estaban felices porque ahora sí tenían un lugar de esparcimiento donde podían reunirse a platicar sus experiencias; además los familiares de las personas lesionadas que recogía la Cruz Roja también tenían acceso a la cafetería en donde entre taza y taza de café esperaban noticias sobre el estado de salud de sus parientes o amigos.

La idea había sido del Comandante Víctor M. Trueba, jefe del Cuerpo de Socorristas del D.F. y la concesión se la dieron a una señora de nombre Margarita, que por su carácter, se había ganado el cariño de todos los socorristas.

Una noche, cuando charlaba animadamente con mis compañeros, se escuchó en los altavoces instalados en la cafetería:

— ¡Motorizado a servicio! ¡Personal para servicio!

El único motorizado que estaba en ese momento era yo, por lo que me levanté de la mesa y me dirigí a la Comandancia para recibir instrucciones referentes a dicho servicio.

— Habló una señora pidiendo auxilio pues uno de sus familiares tiene un ataque de locura — me dijo el jefe de guardia al mismo tiempo que me daba la dirección donde debería ir.

Al abordar mi automóvil junto con dos socorristas, se me acercó el Comandante Agustín Muñana y me preguntó:

— ¿A dónde es el servicio?

— En las calles de Vertiz — contesté.

— Me voy con ustedes y por ahí me quedo.

— Con mucho gusto, jefe, suba usted.

El Sr. Muñana era el jefe de transportes; tenía muchos años de servir a la Cruz Roja y era muy estimado por el personal, así como por los medios de comunicación pues siempre estaba dispuesto a ayudar a los reporteros informándoles detalladamente sobre los casos que consideraba de interés para la nota roja periodística.

Pese a sus 68 años era muy dinámico; aunque ya poco salía en las ambulancias, siempre estaba dispuesto a salir cuando fuera un servicio importante. Tenía don de mando y, aunque era enérgico y no aceptaba bromas, en el fondo siempre fue amable y comprensivo con el personal de emergencia.

Al llegar a la casa donde nos habían solicitado el servicio nos franqueó la entrada una señora de edad avanzada.

— Pasen señores — nos dijo — sucede que los padres de mi nieto salieron de viaje de negocios y me lo dejaron encargado, pero ya no lo aguanto ni puedo controlarlo. Padece de locura y a veces le da por ser agresivo.

Figúrense que hoy se salió a la calle completamente desnudo; afortunadamente unos vecinos que lo conocen, me lo trajeron.

Tengo miedo de que algo le pueda suceder, pues por mi edad no puedo evitar que se salga de la casa; quiero que lo lleven a algún hospital donde lo puedan cuidar, cuando menos hasta que mi hijo regrese.

— Señora — le dije — el único lugar donde lo podemos llevar es al manicomio de "La Castañeda".

— No importa — nos contestó con lágrimas en los ojos, — cuando regresen sus padres allá ellos que se hagan cargo de la situación.

Nos condujo hasta una pequeña recámara; ahí estaba sentado en la cama; era un joven como de 20 años, delgado con cara y expresión de niño; nos miró con indiferencia y siguió jugando con un objeto que tenía entre las manos.

— Fernando — le dijo la señora — estos señores han venido por ti para llevarte a pasear. Ve con ellos.

Se levantó, se dirigió hacia nosotros sin dejar de jugar con lo que traía en las manos y dócilmente se dejó llevar.

Después de tomar sus datos con la señora, nos dirigimos a mi automóvil para llevarlo al manicomio.

Al llegar, entramos por una puerta grande de madera, seguimos por un camino adoquinado en cuyos lados había árboles y pasto; al término de éste estaba una reja de fierro sin cerradura y, al fondo, una pequeña oficina que consistía en un mostrador y un escritorio. Al final de la oficina había una reja de fierro con cerrojos y candados, en cuyo interior se encontraban los asilados.

Fuimos recibidos por un anciano adormilado que, como uniforme, tenía un raído chaquetón de soldado y un viejo quepí. Le explicamos el problema y aceptó recibir al paciente.

Mientras llenaba a máquina una hoja de papel, con un sólo dedo y muy lentamente, sentamos al loquito en una banca donde también se sentó el comandante Muñana.

Después de un buen rato sonó el teléfono y el encargado contestó:

— Manicomio de La Castañeda a sus órdenes… Sí, aquí están. Ahí les hablan — nos dijo.

— Gracias — contesté — ¿Bueno?

— Hablamos de la Comandancia; tan pronto como terminen ahí pasen a la Colonia Portales, al número X de la calle Independencia.

— ¿Qué pasó ahí? — pregunté.

— Es una persona intoxicada y ahorita no tenemos ambulancia disponible.

— Correcto, ¡Salimos al servicio! ¡Vámonos muchachos! — Ordené al mismo tiempo que le decía al encargado: — Ahí se lo dejamos, gracias y ¡Buenas noches!

Salimos apresuradamente sin darnos cuenta de que el Comandante Muñana se había quedado dormido; tampoco nos dimos cuenta de que el loquito, al vernos salir, nos siguió a cierta distancia y, cuando salió a la calle, nosotros ya habíamos arrancado a toda velocidad

En el trayecto noté que solamente iban en el carro los dos socorristas, por lo que pregunté:

— ¿Y el comandante?

— Se ha de haber ido a su casa, pues vive por este rumbo…

Mientras tanto en el manicomio el encargado se comunicó al interior para solicitar que salieran los loqueros para hacerse cargo del "Loquito".

Salieron dos hombres con cara de simios que señalando al Comandante Muñana, preguntaron al encargado:

— ¿Es éste?

— Sí — contestó — Métanlo pa' dentro; lo trajeron los de la Cruz Roja.

Ni tardos ni perezosos, tomándolo por los brazos lo levantaron bruscamente; el Comandante Muñana despertó azorado sin coordinar todavía sus pensamientos.

— ¿Qué pasa? — preguntó mientras era conducido hacia la reja.

— No pasa nada — le contestaron los loqueros — Tú acompáñanos y no preguntes.

Lo jalaron hasta traspasar la reja y fue entonces cuando reaccionó el comandante.

— ¡Suéltenme! — gritó volteando hacia la sala donde lo habíamos dejado percatándose de que ya no estábamos ahí; comprendió que se trataba de un error.

Desesperadamente trataba de soltarse de aquellos hombres que lo arrastraban.

— ¡Soy el Comandante Muñana de la Cruz Roja! — gritaba.

— Sí, Comandante — le contestó uno de loqueros — Ahí adentro te espera tu General — seguido de una carcajada que fue coreada por los otros dos.

— ¡Llamen a la Cruz Roja por favor y pregunten! — clamó el Sr. Muñana.

— ¡Sí! ¡Cómo no! ¿Y de qué quieres tu nieve? — le contestaron sarcásticamente — ¡Jálale pa" dentro y cállate!

El Sr. Muñana se desesperó y empezó a tratar de soltarse; en el forcejeo, para su mala fortuna, uno de loqueros cayó al piso golpeándose en la frente. Lleno de ira se levantó y propinó al señor Muñana tremendo patadón en el trasero al mismo tiempo que otro de los loqueros tomó un balde de agua y lo bañó de pies a cabeza.

— ¡Llévenlo a la celda de castigo! — ordenó uno ellos — ¡A ver si ahí también es tan valiente!

Esas celdas eran de un metro por lado y estaban forradas por colchones que estaban destruidos casi en su totalidad; eran destinadas para los locos que sufrían de ataques furiosos y que, supuestamente, no podían hacerse daño, siendo lo contrario pues por todas partes asomaban los resortes haciendo dichas celdas más peligrosas para los pobres dementes que ahí eran castigados.

A punta de empujones lo metieron a la celda cerrando la puerta y dejándolo solo y hecho una sopa…

Mientras tanto llegamos a la dirección que nos habían dado y, efectivamente, una señorita había tomado bastantes pastillas de barbitúricos para escapar de este mundo a consecuencia de una decepción amorosa.

La subimos al automóvil y rápidamente la trasladamos al hospital para su atención médica.

Como dos horas después, cuando ya estaba preparando mis cosas para retirarme a mi hogar, se me acercó un socorrista y me dijo:

— Jefe, lo llaman de la Comandancia.

— ¿Para qué? — contesté algo molesto pensando que me iban a enviar a otro servicio y yo ya estaba cansado.

— No sé — me contestó — Nada más me dijeron que lo llamara.

— Está bien — dije, y me encaminé a la comandancia.

— Jefe — dijo uno de los telefonistas — habló la señora que había pedido el servicio del loquito diciendo que una patrulla había llevado nuevamente a su nieto a casa; que si se nos había escapado y, que por favor, fuéramos por él.

— ¡NO SE NOS ESCAPO! — contesté — nosotros lo dejamos en el manicomio; posiblemente de ahí se les salió, pues tienen un personal de gente tan tonta que es difícil diferenciarlos de los locos que ahí tienen; iré nuevamente por él y les voy a llamar la atención a esos señores por su descuido.

Llegamos a la casa de la señora quien lo primero que preguntó fue:

— ¿Se les escapó?

— No señora, nosotros lo dejamos en el manicomio.

— Lo trajeron en una patrulla y me dijeron los policías que lo habían encontrado a media calle cantando y bailando; pensaron que se encontraba borracho pero se dieron cuenta de que no tenía aliento alcohólico; deduciendo no estaba bien de sus facultades mentales, le preguntaron dónde vivía y Fernando se los dijo, pues no está tan loco como parece… No quisieron llevarlo al manicomio porque ellos no estaban autorizados para ello y me sugirieron que volviera a llamar a la Cruz Roja.

— Está bien señora, lo llevaremos nuevamente y de paso les llamaré la atención para que tengan más cuidado.

Llegamos al manicomio y tuvimos que despertar al viejito que estaba de guardia.

— Oiga señor, le traemos otra vez a este enfermo que hace más de dos horas les dejamos aquí para internarlo y seguramente se les escapó.

— No — dijo el guardia — ¡De aquí no ha escapado nadie! El loquito que ustedes trajeron está bien guardado. Voy a llamar a los loqueros para que se cercioren.

Tomó el teléfono y se comunicó al interior. Al poco rato salieron los dos loqueros y, al vernos preguntaron:

— ¿Otro loquito?

— No, ¡no es otro loquito! Es el mismo que trajimos hace horas y se les escapó.

— No puede ser — contestaron — el que trajeron está adentro, por cierto que se puso a gritar que era el Comandante Montaña o algo así; ya ve cómo son estos loquitos, siempre dicen ser el Presidente o Napoleón Bonaparte

Al oír esto se me helaron las venas; seguramente habían confundido al señor Muñana con el verdadero loquito…

— Vamos a verlo — ordené — creo que hay una confusión.

Abrieron la reja y pasamos al interior; recorrimos un pasillo y a los lados estaban las celdas en cuyo interior, en penumbras se veían como fantasmas los pobres enfermos.

— Tuvimos que meterlo en la celda de castigo pues estaba furioso; ¡Hasta me golpeó! ¡Mire! — me dijo señalando un chipote que tenía en la frente — le dimos una bañadita para que se le quitara lo agresivo — me dijo uno de los loqueros.

Al llegar a la celda los loqueros ya estaban preocupados.

— A ver tú, ¡Abre! — ordenó uno de ellos.

Crujió la reja cuando la abrieron; efectivamente estaba el comandante Muñana sentado en el suelo y titiritando de frío.

— Pero, Comandante… ¿Qué fue lo que pasó? — pregunté al mismo tiempo que lo tomaba de las manos para ayudarlo a que se incorporara.

— ¡Estos pendejos que me confundieron! Y ustedes, ¿Dónde carajos estaban?

— Pues… nos llamaron para otro servicio y salimos apresuradamente y, al preguntar por usted me dijeron probablemente ya se había ido a su casa — balbucí.

— Y ¿Cómo me iba a ir si estoy tan lejos de mi casa?

— Pues perdóneme mi comandante, yo no sé por dónde vive y…

— ¡Ya debería de saberlo! — me increpó — todo el personal de la Cruz Roja sabe dónde vivo.

— Nosotros — terció uno de los loqueros — ¿Cómo íbamos a saber que era el comandante? El guardia dijo: ahí está el loquito y era la única persona que estaba ahí…

— ¡Traigan la cobija que está en el coche!

— ordené a uno de los socorristas mientras salíamos lentamente del interior de aquello que parecía peor que una cárcel.

Durante el trayecto a su domicilio, el Sr. Muñana estaba bastante molesto y yo no dejaba de disculparme y pedirle perdón por nuestro descuido.

Al llegar a su casa, poco antes de entrar, se volteó hacia nosotros y nos dijo:

— ¡No quiero que se sepa nada de esto!

¡Me entendieron!

— No tenga cuidado mi comandante, ¡No diremos nada!

Al regreso al hospital veníamos muy callados y apenados; el socorrista que venía en la parte trasera empezó a emitir un sonido que a mí me pareció llanto pero ¡No! todo lo contrario, tenía un ataque de risa que trataba de disimular cubriéndose la boca. Al notar esto, tanto el socorrista que iba adelante conmigo como yo, empezamos a reírnos al grado de atacarnos y soltar ruidosas carcajadas que me obligaron a detener el auto mientras se nos pasaba un poco.

Alguno de los socorristas ha de haber hecho algún comentario sobre el incidente, porque tiempo después algunos compañeros me preguntaron si era verdad lo que les habían contado, lo cual siempre negué.

Susto

Estando de guardia me llamaron de la Comandancia para cubrir un servicio a la calle de Peralvillo en donde me dijeron, se encontraba una persona balaceada.

A bordo de la ambulancia con el personal necesario salimos rápidamente al lugar que nos indicaron; ya casi al llegar, la calle estaba obstruida por una zanja que habían abierto recientemente, con su respectivo señalamiento de "NO HAY PASO".

A la luz de los faros de la ambulancia pude distinguir que, como a veinte metros adelante, había una persona tirada sobre la banqueta.

Inmediatamente salí del vehículo y, brincando la zanja, corrí hacia donde se encontraba. En el trayecto escuché que me gritaban, pero no entendí lo que querían decirme. Al personal que me acompañaba la policía no le permitió pasar.

Cuando estuve cerca del herido me hinqué para revisarlo; estaba inmóvil, con los ojos muy abiertos y el pecho cubierto de sangre. Esperé un momento mientras llegaba el personal y me di cuenta de que unos diez metros adelante se hallaba otro cuerpo tendido en la calle. Me iba a incorporar cuando a mis espaldas escuché una voz que me gritó:

— ¡Déjelo!

Volteé y vi que en el marco de una puerta estaba un hombre que empuñaba una pistola. Era un individuo como de cincuenta años de edad, de bigote poblado, sombrero tejano y chamarra de piel.

Me incorporé y le pregunté:

— ¿Qué pasa?

— ¡Que no los toque y se largue!

— Señor soy de la Cruz Roja y…

— ¡Ya lo sé y no me importa! ¡Quiero que se mueran como perros! Esos desgraciados ya me traían… ¡Creían que se topaban con su pendejo!

— ¿Usted los hirió? — le dije acercándome un poco.

Levantó el arma a la altura de la cintura y me gritó:

— ¡Sí, yo fui! Y esos collones policías tienen miedo de venir por mí.

Hasta entonces me di cuenta de que enfrente de la calle estaban dos patrullas y una más junto a la ambulancia; los policías estaban apostados atrás de ellas con las armas en las manos.

Blandiendo su pistola en lo alto y sacando el pecho, gritó:

— ¡Órale cobardes, vengan por mí! ¡Si tienen huevos, los espero!

Mi situación era muy comprometida. Estaba solo con un hombre enloquecido por el alcohol y dispuesto a todo. Me dio mucho miedo y, aparentando serenidad, le dije:

— Bueno, señor, si así lo quiere yo me retiro…

— ¡Usted se queda jovencito! — eructó y me llegó un fuerte olor a alcohol.

— Está bien — le contesté — pero déjeme atender a los heridos, si ellos mueren usted será acusado de homicidio y, si podemos lograr que vivan, se le acusará solamente por lesiones y su pena será mucho menor.

— Me da lo mismo — respondió.

— ¿Tiene esposa e hijos? — le pregunté.

— ¡Claro que sí! ¿Qué cree que no soy hombre?

— Más a mi favor, piense en su familia… los dejaría desamparados.

— Mis hijos ya están grandes ¡No me necesitan!

— Eso cree usted, pero los hijos sin las riendas del padre se pueden echar a perder.

¿Tiene hijas?

— Sí, la más chica… es la única…

— Y ¿Qué será de ella y de su esposa? Noté que iba cambiando de actitud; se quedó pensando un rato. A lo lejos los policías y ambulantes estaban a la expectativa.

— Bueno, y ¿Qué quiere que haga?

— ¡Que deponga su actitud y se entregue!

— ¡No la joda! ¡Para qué! ¿quiere que esos gendarmes me maten?

— ¡No le harán nada! Se lo prometo.

— ¿Usted me acompaña?

— ¡Desde luego que sí! Nomás me entrega su pistola para que sepan que no los va a atacar.

Bajó la mirada y extendiendo lentamente su brazo me entregó el arma; sentí un gran alivio y respiré profundamente.

— Vamos, pues ¡Pero hay de usted si me hacen algo!

— No se preocupe, no le harán nada y tomándolo por el brazo empezamos a caminar lentamente hacia las patrullas; levanté en alto la pistola para que la vieran los policías quienes empezaron a salir de su parapeto e inmediatamente nos rodearon.

— ¿Quién viene al mando? — pregunté.

— ¡Aquí mi Capitán! — dijo uno señalándolo.

— ¡Capitán, aquí está la pistola del señor!

— dije al tiempo que se la entregaba mientras dos guardias lo tomaban por los brazos conduciéndolo a la patrulla.

Noté que la borrachera que traía se le había bajado; volteó y me miró con una sonrisa de agradecimiento.

Mientras tanto el Capitán y yo revisamos la pistola y nos dimos cuenta de que no tenía un sólo cartucho útil.

De regreso al hospital se apoderó de mi cuerpo un temblor producto del momento que viví anteriormente…

A la mañana siguiente la prensa informaba:

"Captura la Policía a un doble Homicida: Hoy en la madrugada la policía aprehendió a un individuo que por viejas rencillas asesinó a dos personas etc., etc…. " Lo que para la prensa fue una noticia de rutina, para mí fue una horrible pesadilla.

Monografias.com

7 No tenía un sólo cartucho útil

Coincidencias

Un sábado me encontraba en la colonia Cuauhtémoc en la llamada "Zona Rosa", después de haber visitado a un futuro cliente interesado en adquirir un automóvil nuevo.

Caminaba tranquilamente por la calle de Río Nazas cuando me encontré a dos buenos amigos que trabajaban en la misma Compañía donde yo laboraba; iban acompañados por otra persona.

Ellos eran Humberto Torres Torreblanca y Alejandro Seguí. Humberto tendría en aquel entonces como 23 años de edad; era alto, bien parecido, de muy buen carácter y siempre tenía a flor de labio algún chiste y una risa contagiosa. Alejandro era más bajo de estatura, rubicundo, con cara de niño, más o menos de la misma edad; ambos de buena familia, tenían una estrecha amistad.

En cuanto me vieron me saludaron afectuosamente.

— ¿Qué andas haciendo por aquí, Rubén?

— me dijo Humberto tomándome del brazo.

— Vine a ver a un cliente…

— ¿A poco también trabajas los sábados por la tarde? — terció Alejandro — Mira, te vamos a presentar a un buen amigo, el Capitán Valdez.

— ¡Mucho gusto, mi Capitán! — respondí al tiempo que le estrechaba la mano.

— El gusto es mío — contestó amablemente.

Seguimos caminando unas cuadras sobre la calle de Río Nazas. Adelante iban Humberto y el Capitán Valdez, unos pasos más atrás, Alejandro y yo.

— ¿Sabes quién es el Capitán? — me preguntó Alejandro.

— No, no sé… ¿Quién es?

— ¡Nada menos que sobrino del Presidente de la República!

— ¿Del licenciado Miguel Alemán? — pregunté.

— ¡Así es! Somos amigos desde hace tiempo; es muy buena persona.

— ¡Qué bien! — dije — hay que conservar esas amistades porque algún día pueden ayudarte, ¿No crees?

De repente, frente a nosotros se detuvieron Humberto y su acompañante. Humberto se dirigió a mí:

— Vente, te invitamos un cafecito.

— ¡Gracias! — contesté — no puedo ahora, tengo un compromiso…

— ¡Nada más un ratito! — insistió el Capitán Valdez.

— ¡De veras gracias, mi Capitán! Sucede que soy voluntario de la Cruz Roja y hoy me toca guardia; dentro de media hora ya debo estar en servicio.

— Bueno — me dijo — lo dejamos para otra ocasión.

— ¡Claro que sí! ¡Me dará mucho gusto! Nos despedimos quedando en que algún otro día nos reuniríamos nuevamente.

Me dirigí a donde había dejado mi automóvil, lo abordé y enfilé hacia el hospital de la Cruz Roja. Llegué como a las diecinueve nueve horas, me cambié de ropa poniéndome el uniforme reglamentario y me presenté en la Comandancia.

— Buenas noches jóvenes, ¿Cómo está el servicio?

— Está muy cargado, como todos los sábados. No tenemos ni una ambulancia, todas han salido a diferentes rumbos; estamos esperando que alguna se reporte porque tenemos algunas llamadas pendientes.

— ¡Pásenlas a la Cruz Verde! — contesté.

— ¡Eso hacemos, pero ellos están igual que nosotros!

— Bueno — respondí — pásenme algún servicio que pueda yo cubrir como motorizado.

En ese momento sonó el teléfono; el oficial que recibía la llamada tomaba los datos nerviosamente, colgó el auricular y dirigiéndose a mí me dijo:

— ¡Jefe, aquí cerca solicitan una ambulancia, se trata de una persona balaceada! ¿Lo cubre usted?

— ¡Sí! — contesté — llamen al paramédico y a un socorrista para salir de inmediato.

El oficial telefonista me extendió un papel donde estaba la dirección en donde se encontraba el lesionado. Al leerlo me dio un vuelco el estómago. ¿Cómo? — pensé —¿Río Nazas y Río Tigris?, si hace como treinta minutos estaba yo ahí. Sentí un raro presentimiento y dirigiéndome a los telefonistas les grité:

— ¡Tan pronto que se reporte la primera ambulancia, envíenla a este servicio mientras damos los primeros auxilios!

— ¡Esta bien! — me contestaron.

Con el paramédico y un socorrista a bordo salí en mi automóvil rápidamente al lugar de los hechos.

Al llegar había mucha gente que rodeaba al herido quien se encontraba tirado junto a la banqueta en un charco de sangre. Inmediatamente desalojamos a la gente del lugar y nos acercamos al herido para atenderlo.

Grande fue mi sorpresa al ver que se trataba del Capitán Valdez a quien poco antes me habían presentado; me incorporé para buscar entre la gente a mis dos amigos que andaban con él, pero no estaban. ¿Qué pasaría? me preguntaba, sin tener idea de lo que podía haber sucedido.

— ¿Cómo está? — le pregunté al paramédico, quien con su estetoscopio trataba de percibir algún signo de vida de aquel cuerpo. No me contestó, pero me di cuenta de que la herida que presentaba era mortal.

Mi primera intención fue levantarlo y llevarlo rápidamente al hospital, pero me dio miedo por tratarse de quien se trataba, pues el transporte no era el adecuado. Tampoco podía permitir que estuviera expuesto al morbo de la gente. En esas reflexiones estaba cuando escuché el ulular de la sirena de la ambulancia que se acercaba. Sentí un gran alivio a la tensión que me embargaba.

Al llegar, inmediatamente ordené que sacaran una camilla y condujeran al herido a la ambulancia.

— Y, ¿Si está muerto? — me dijo el socorrista — ¡Mejor le preguntamos al médico!

— ¡No le pregunte nada! — ordené — ¡Ustedes levénselo!

Y con sorpresa del paramédico que todavía estaba revisando al herido, éste fue colocado en la camilla y conducido a la ambulancia, la cual partió rápidamente al hospital.

Seguí tras ellos hasta llegar a la Cruz Roja en donde fue llevado a la sala de emergencias. Me encaminé a la Comandancia para recoger el Parte de Servicio y anotar los datos de la persona recogida. Entré al cubículo en donde ya estaban tres médicos revisándolo minuciosamente.

— ¿Cómo está? — pregunté.

— ¡Está muerto! — me contestaron.

— Probablemente murió en la ambulancia — dije tratando de que no sospecharan que lo habíamos trasladado al hospital sin estar seguros de que todavía tenía vida.

En eso estábamos cuando entraron, como tromba, personas que nos hicieron violentamente a un lado. Después de verlo dijeron:

— ¡SI! ¡Es él!

Empezaron a dar órdenes:

— ¡Desalojen la sala! ¡Que nadie entre!

— ¿Quiénes son estas personas? — pregunté al médico.

— ¡Son agentes de la Policía Federal de Seguridad. Probablemente se trate de alguna persona importante — comentó el médico.

Me acerqué al cadáver para empezar a tomarle los datos y llenar el Parte del Servicio.

— ¿Qué hace usted aquí? — me dijo uno de los policías — ¿No oyó que nadie debe estar en este cubículo?

— Lo sé, señor, pero yo soy la persona que lo recogió y debo llenar este Parte para pasarlo al Agente del Ministerio Público, con copia a la Comandancia.

— ¿Ah, sí? ¿Usted fue quien cubrió este servicio?

— ¡Sí, señor! — contesté.

— Dígame, ¿Entre la gente que estaba en el lugar los hechos no hicieron ningún comentario de lo que sucedido?

— No sabría decirle — contesté — porque al verlo tan grave únicamente nos concretamos a trasladarlo urgentemente al hospital.

Ya no dijo nada, se volteó y corrió las cortinas del cubículo.

— ¡Que nadie más entre! — ordenó — y no dé datos a nadie. ¿Entendido?

— ¡Sí, señor!

Empecé a tomar los datos: edad aproximada, ropa, calzado, herida que presentaba, etc.

Salí del cubículo que ya custodiaban dos policías y, en la puerta de entrada a la sala de emergencia, había cuatro más; les dije que regresaría para hacer el inventario de sus pertenencias.

En la sala de espera había una nube de policías que en voz baja comentaban lo sucedido.

— ¡Dicen que andaba con tres individuos!

— comentó uno de ellos.

Al oírlo sentí como si me hubieran vaciado una cubeta de agua helada, pues alguien nos había visto poco antes de los hechos y me involucraban a mí.

Por un momento pensé decir a la policía lo que sabía, pero me dio miedo. Sabía que si yo hablaba, inmediatamente me aprehenderían y me llevarían a su cuartel para interrogarme y probablemente torturarme, como se estilaba en esos tiempos, hasta hacerme confesar culpable del homicidio.

Pasé a las oficinas del Ministerio Público, entregué el original del Parte y me dirigí a la Comandancia para entregar la copia.

Al regresar a la sala de emergencia se me acercó un reportero gráfico, no recuerdo si fue Enrique Metinides Figueroa o algún otro, y me dijo:

— ¡Déjame que te acompañe, quiero sacarle una foto!

— ¡Imposible! — le dije — la policía no deja entrar a nadie…

— ¡Les dices que soy el socorrista que salió contigo!

— Bueno, pero… ¡Esconde la cámara!

Al llegar donde estaba el cadáver les dije a los agentes que era mi ayudante; sin más corrieron las cortinas para que pasáramos y las cerraron nuevamente.

El reportero tomó la fotografía. Mi trabajo había sido terminado por las monjitas que prestaban su servicio en el hospital quienes habían recogido las pertenencias del Capitán y entregado a las autoridades, previo inventario.

Desgraciadamente yo no sabía que había una orden estricta de "Arriba" de no dejar entrar a ningún reportero y sobre todo de que no dejaran tomar ninguna fotografía.

En el patio del hospital había mucha gente, la voz se había corrido como reguero de pólvora. Llegaron personalidades que se identificaron con la policía para pasar a la sala de emergencia. Los reporteros y fotógrafos eran rechazados violentamente por los guardias.

Más tarde el cuerpo del Capitán fue trasladado a una agencia funeraria y la tranquilidad volvió al hospital de la Cruz Roja.

Me entrevisté con el reportero que había tomado la foto suplicándole que no la fuera a publicar para evitar probables consecuencias; me dijo que no me preocupara, que no la entregaría al periódico.

Ya más calmado me despedí de mis compañeros y me fui a mi domicilio.

No pude dormir en toda la noche pensando en lo que había ocurrido, así como en la forma en que me había involucrado en los acontecimientos.

A la mañana siguiente me levanté con un fuerte dolor de cabeza y con fiebre; estaba agripado.

Todo el domingo me la pasé recluido en mi habitación; me sentía mal y cada vez que tocaban a la puerta de mi casa me sobresaltaba creyendo que era la policía que venía a aprehenderme.

El lunes, un poco más mejorado, me presenté a mi trabajo como de costumbre; al llegar mis compañeros me comentaron:

— ¿Ya supiste que la policía aprehendió a Alejandro?

— No, ¿Por qué? — pregunté haciéndome el inocente.

— ¡Porque parece que está involucrado en la muerte del sobrino del Presidente!

— ¡No me digas! ¿Y cómo lo supieron ustedes?

— Lo leímos en el periódico ¡Mira! — me enseñaron la prensa que con grandes titulares daba la noticia. No habían publicado ninguna fotografía.

Salí a la calle para comprar algún otro periódico y en el expendio encontré una revista "amarillista" que se llamaba "Crimen" en cuya portada aparecía la fotografía del rostro del Capitán en su lecho de muerte. Me dio coraje pues el fotógrafo que la había tomado me prometió que no se publicaría.

Mientras tanto Humberto, quien había leído el periódico y, al enterarse de que Alejandro estaba detenido se entregó voluntariamente a las autoridades, ante las que declaró lo siguiente:

"El sábado en la tarde, como era nuestra costumbre nos reunimos el Capitán, Alejandro y yo para ir a comer a un restaurante cercano.

Después de pasar unas horas platicando animadamente decidimos salir a caminar por la Zona Rosa para visitar los comercios y comprar algo que nos hiciera falta. Posteriormente acordamos ir a tomar un café, a lo que se negó Alejandro aduciendo que se sentía mal, por lo que prefería irse a su casa a descansar.

Nos encaminamos a su departamento en donde se despidió de nosotros, no obstante que insistimos en que nos siguiera acompañando. Caminamos hacia al café y ahí me comentó el Capitán Valdez:

— ¡Se me hace que Alejandro no está enfermo, creo que ha de tener una cita con alguna chamacona y por eso nos cortó!

— ¿Tú crees? — contesté — vamos a echarle a perder sus planes… ¡Volvamos por él a su casa!

Salimos del café y nos dirigimos a su departamento; tocamos insistentemente el timbre sin tener respuesta alguna.

— ¡Debe de estar dormido o se está haciendo el sordo! — comentó el Capitán. — ¡Voy a despertarlo a balazos! — bromeó al mismo tiempo que intentaba sacar el arma que portaba. En ese momento pensé que lo haría realmente y le detuve la mano… Fue cuando se disparó la pistola hiriéndose él mismo. Se dobló por la cintura y cayó al suelo.

En ese momento sentí mucho miedo, se me nublaron los sentidos, me ofusqué y salí corriendo presa del pánico por lo que había sucedido…" Todo lo anterior me lo platicó Humberto el día en que lo visité en la penitenciaría.

Alejandro quedó en libertad inmediatamente, no así Humberto quien fue consignado penalmente.

Sus compañeros de trabajo estábamos muy preocupados pensando que lo iban a golpear, torturar, etc. por lo que acordamos interceder en su favor, pues conocíamos perfectamente a Humberto y sabíamos que era incapaz de cometer algún delito.

Nos entrevistamos con Miguel Alemán Junior el cual nos dijo que no podía hacer nada, que procuráramos hablar con su papá. Tratamos de hacerlo pero fue imposible que nos recibiera, mandándonos decir que el asunto estaba en manos de las autoridades y habiendo dado instrucciones de que se obrara estrictamente conforme a la ley.

Posteriormente fuimos recibidos por Doña Tomasita; abuelita del Capitán; se encontraba muy abatida pues lo quería mucho. Era su consentido. Por algún rato platicamos con ella lamentando lo ocurrido, insistiendo a la vez en que estábamos seguros de que Humberto no era culpable.

Llena de dolor nos contestó: "¡La Sangre de mi hijo no quedará impune, si lo encuentran culpable yo veré quo todo el rigor de la ley caiga sobre él… o sobre quien resulte culpable!" Tiempo después Humberto fue trasladado a la penitenciaria, ahora Archivo General de la Nación en donde tuve la oportunidad de visitarlo.

Me recibió con mucho afecto, platicamos un buen rato…. Durante mi entrevista noté un gran cambio en su persona, ya no era el mismo; su risa contagiosa había desaparecido y sus ojos denotaban una profunda tristeza. Habían pasado apenas tres meses desde ese trágico acontecimiento y parecía que el tiempo se le hubiera venido encima y aparentaba más edad de la que tenía.

Cuando le pregunté sobre lo sucedido, su rostro se ensombreció y, con algo de dificultad me narró lo que anteriormente había declarado frente a su Juez.

En eso estábamos cuando pasaron cerca de nosotros dos personas que, dirigiéndose a Humberto, le dijeron:

— ¡Vente, te invitamos a comer, lo mismo que al señor que te acompaña!

— ¡Gracias — contestó Humberto — ahorita los alcanzamos!

— ¿Quiénes son? — pregunté.

— Son dos personas que aquí respetan mucho, nunca les he preguntado por qué están encarcelados, ni ellos me lo han contado… Son hermanos, se llaman Hugo y Arturo Ebrad Izquierdo.

No sé si me mintió Humberto, pero esos señores eran muy conocidos como gatilleros profesionales y estaban involucrados en el asesinato de un senador así como en otros delitos. La policía los clasificaba como hombres altamente peligrosos.

Durante la comida charlamos animadamente y no se tocó para nada los motivos por los que estaban detenidos.

Los hermanos Ebrad Izquierdo eran altos, fornidos y muy bien parecidos; de modales finos y buena educación que, si se hubieran dedicado a ser artistas de cine, habrían tenido mucho éxito.

Unos meses después la compañía donde trabajaba me ofreció la gerencia de una sucursal que tenían en Martínez de la Torre, Veracruz, la cual acepté.

Me despedí de mis compañeros de la Cruz Roja prometiéndoles que nunca me desligaría de la Benemérita Institución.

El Consejo de Administración me dio un oficio en el cual me nombraban representante de la Cruz Roja Central en aquella población.

Desde que llegué me puse en contacto con el Dr. Carlos Cuesy Pola, Presidente Municipal y a la vez Presidente de la Cruz Roja Local para colaborar en lo que fuera necesario.

El hospital, que había sido construido y donado por el Club de Leones de la población y por iniciativa del Sr. Pedro Manterola, carecía de instrumental médico; el edificio estaba deteriorado por falta de mantenimiento y la ambulancia ya no trabajaba pues estaba totalmente acabada. Me explicaba el Dr. Cuesy Pola que por la índole de su trabajo no podía prestarle la debida atención al hospital y me pidió mi colaboración con el objeto de mejorar los servicios que prestaba la Institución.

Formamos un comité en el que participaron los Sres. Abraham Rumilla, Sr. Cedeña, Juan Serrano, Pedro Manterola Jr., Dr. Mario del Campo, Juan Castillo y otras personas más de las que, lamentablemente, no recuerdo sus nombres.

Lo primero que acordamos fue la manera de conseguir una ambulancia y, por iniciativa del Sr. Abraham Rumilla, solicitamos a la Lotería Nacional que nos donara una.

El General Carlos Real, gerente de dicha institución aceptó amablemente nuestra petición y nos citó en la capital para hacernos entrega de una flamante ambulancia equipada con termos, ventiladores, botiquín, camillas y una moderna cama tipo carrito. Las llaves del vehículo fueron recibidas por el Dr. Cuesy Pola y por mí, quien posteriormente fui nombrado Secretario de la Cruz Roja local, junto con el Sr. Abraham Rumilla quien fungía como tesorero.

Empezamos a organizar una colecta para la compra de material quirúrgico, medicinas y remozar el hospital. Las damas y jóvenes de la población cooperaron entusiastamente en la colecta.

Con la cooperación de casi todo el pueblo construimos una pequeña plaza de toros para hacer festejos taurinos y recabar fondos para comprar un aparato resucitador que mucha falta hacía, pues constantemente nos solicitaban auxilio para personas que, imprudentemente, se adentraban en el mar y a quienes rescatábamos semiahogados (sobre todo en Semana Santa o vacaciones cuando llegaban muchos turistas al lugar).

Comenzamos los festejos y, como no había toreros en el pueblo, los organizadores tuvimos que aprender a enfrentarnos a los toros bastante grandes, pues eran cruzados de Cebú y Charolé que no sólo agredían con los cuernos sino que también tiraban patadas y mordidas. Afortunadamente en todas las corridas que tomamos parte como novilleros, no sufrimos ningún accidente grave; solamente uno que otro revolcón y varios sustos.

Monografias.com

8 Organizamos eventos taurinos para recabar fondos

El comité me hizo el honor de que fuera yo quien abanderara la ambulancia, lo que se llevó a cabo en la misma plaza de toros.

Después de los festejos nos dedicamos a formar el cuerpo de ambulantes y damas voluntarias en el que varios jóvenes participaron con mucho entusiasmo.

Monografias.com

9 Cartel del evento taurino

Monografias.com

10 Se me hizo el honor de que yo abanderara la ambulancia

Compramos el aparato resucitador. Todos los domingos lo llevábamos a la "Playa Paraíso" donde acostumbraban ir las personas que vivan en la cercanía para auxiliarlos en caso de emergencia.

Monografias.com

11 Tuvimos que enfrentarnos a toros bastante grandes.

Monografias.com

12 Bravos toros del festejo taurino.

Monografias.com

13 Recompensa a los bravos banderilleros

Monografias.com

14 Después de los festejos formamos el cuerpo de ambulantes

Pues bien, en ocasión de Semana Santa había mucha gente en la playa, tanto turistas del Distrito Federal como de Martínez de la Torre, San Rafael, Tecolutla, etc.

Monografias.com

15 Compramos el aparato resucitador

De pronto el mar se empezó a encrespar y la gente del rumbo, conocedora de esos cambios, dio la voz de alarma para que los bañistas salieran del mar. Yo no me di cuenta pues estaba como a treinta metros de la playa, mar adentro disfrutando de un buen baño; me sentía muy ligero y nadaba a placer cuando de pronto las encrespadas olas no me permitieron ver más que pura agua a mi alrededor. Una de las olas me levantó y pude darme cuenta de que estaba muy lejos de la playa. Una fuerte resaca me había llevado mar adentro.

Desesperado, empecé a nadar hacia la playa; las fuerzas se me estaban acabando y el pánico se apoderó de mí. Hubo momentos en los que me resigné a morir ahogado, pero el instinto de sobrevivencia me impulsaba a sacar fuerzas de la flaqueza y a seguir nadando.

Por fin mis pies tocaron tierra y, cayéndome y levantándome, llegué a la playa donde caí desvanecido y casi ahogado. Como ironía del destino pasaban en ese momento, como a veinte metros de distancia, dos socorristas con el equipo resucitador a quienes no pude llamar por no tener fuerzas ni aliento para hacerlo y ellos no se percataron de mí por estar mirando hacia el mar en busca de dos jovencitos a quienes la resaca había arrastrado mar adentro y que por desgracia murieron ahogados.

Momentos más tarde mi esposa me localizó tirado en la playa a mucha distancia de donde estábamos reunidos; alarmada por el estado en que me encontró fue por la camioneta y me trasladó a mi domicilio en donde me atendió el Dr. Ernesto Tenorio. Dormí como lirón toda la noche y, a la mañana siguiente, amanecí con todo el cuerpo lleno de manchas rojas a consecuencia de la falta de oxígeno, según me dijo el médico. Dos días después estaba totalmente restablecido.

Una mañana caminando por las calles del pueblo me encontré de pronto, y para sorpresa de ambos, con Arturo Durazo Moreno a quien conocía de mucho tiempo atrás y lo invité a pasar a mi negocio para platicar un rato.

La última vez que nos habíamos visto, se desempeñaba como Comandante de la Policía de Narcóticos. A Arturo Durazo lo conocí en el Banco Mexicano, sucursal Merced ubicado en la calle del Salvador, donde yo era Jefe del Departamento de cheques y él colaboraba conmigo llevando el estado de cuenta de los clientes.

Durante la breve amistad que tuvimos me di cuenta de que tenía un buen carácter con las personas que conocía, pero era muy agresivo con extraños; le gustaba armar camorra por cualquier motivo. Su éxito en las peleas consistía en golpear a su contrincante cuando menos lo esperaba, es decir los "descontaba" no dándoles tiempo a ponerse en guardia para empezar a pelear, provocando un descontrol en sus rivales quienes no tenían tiempo para reaccionar. Los golpeaba hasta que el rival se daba por vencido, motivo por el cual se hizo famoso entre los pandilleros de aquella época.

Siempre que salimos juntos provocaba pleitos con otros jóvenes y sin querer me veía envuelto en esas peleas llevándome mi buena ración de golpes.

En una ocasión invitamos a dos empleadas del Banco a ir a bailar al "Club France" y poco rato después se armó la bronca porque los músicos de la orquesta no tocaban una melodía que les había solicitado Durazo y en consecuencia, entre músicos y bailarines, nos dieron una buena paliza y nos echaron fuera del salón.

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter