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¡Llámenle a la Cruz! (página 3)



Partes: 1, 2, 3

Arturo Durazo renunció a su trabajo en el banco y se fue a trabajar como Agente de la Policía de Seguridad cuyas oficinas estaban enfrente del Monumento a la Revolución. Después lo visité en su nuevo empleo como Comandante de la Policía de Narcóticos ubicada en las calles de San Juan De Letrán; más tarde nos encontramos en el Aeropuerto de la Ciudad de México donde fungía como Jefe Policíaco; yo había ido para inaugurar un servicio de emergencia que apadrinó el Lic. Miguel Alemán Velazco. Por último nos encontramos en la Calle de Hidalgo, en Coyoacán, en donde tenía su cuartel General y era el Jefe de Seguridad del Lic. José López Portillo quien ya era candidato a la Presidencia de la República.

Al término de las elecciones donde triunfó José López Portillo, fue nombrado Jefe de la Policía del Distrito Federal en donde llegó a tener mucho poder gracias al apoyo y respaldo absoluto que le brindó el entonces Presidente. Al terminar el Sexenio, Arturo fue a dar a la cárcel por los motivos de todos conocidos.

Fui a visitarlo al reclusorio donde estaba detenido pero no me dejaron entrar por vestir un pantalón color caqui, lo cual estaba prohibido por confundirse con el uniforme de los reclusos. Posteriormente volví a visitarlo pero cuando le anunciaron mi visita, me mandó decir que no podía recibirme ya que estaba con sus abogados defensores; que fuera cualquier otro día. Después ya no tuve oportunidad debido a mis ocupaciones.

Pues bien, ese día pasamos a mi negocio a platicar y me dijo que estaba vendiendo calzado y, efectivamente, traía cargando como diez cajas de zapatos amarrados con un cordel que colocó en la puerta de mi oficina; al despedirse tomé las cajas para entregárselas y me di cuenta de que estaban vacías pues no pesaban nada. Supuse que estaría llevando a cabo una comisión policiaca disfrazado de comerciante.

Unos días después salí a Papantla a cobrar a un cliente un adeudo que tenía con la compañía. En la carretera, a la altura de San Rafael, alcancé a un automóvil Chevrolet último modelo, igual al que tenía mi amigo Pedro Manterola Jr. con quien llevaba una estrecha amistad. Creyendo que era él lo seguí muy de cerca; iba con otras personas más y pensé que serían amigos pues siempre se hacía acompañar de sus "cuates".

Yo iba a bordo de mi camioneta Pickup. Las personas que viajaban en el asiento trasero me veían con insistencia y supuse que me habrían reconocido. Se me hizo raro que Pedro no sacara la mano para saludarme y pensé que se estaba haciendo "el interesante", pues solía ser muy guasón.

Aceleré la camioneta para emparejarme con el automóvil; me les acerqué temerariamente hasta casi rozarlos. Al agacharme para ver la cara que ponía mi amigo, me di cuenta de que no era Pedro sino otra persona.

Apenado disminuí la velocidad de mi vehículo dejando que el automóvil se adelantara. Así caminamos como dos kilómetros. Cuando iba a rebasarlos para pedir una disculpa se colocaron al centro de la carretera para no dejarme pasar; fueron disminuyendo lentamente la velocidad hasta parar completamente a la altura de un rancho llamado "El Cocal".

Del automóvil bajaron cuatro personas que, abriéndose en abanico, se encaminaron hacia mí con las manos sobre el revólver que traían en la cintura… Uno de ellos se acercó a la puerta de la camioneta por el lado derecho y, abriéndola me ordenó:

¡Bájese!

Yo levanté las manos y obedecí creyendo que se trataba de un asalto. Los dos más altos, que iban vestidos al estilo vaquero, con pantalones estrechos, botas, camisolas a cuadros y sombrero tejano, se me acercaron. Uno de ellos me dijo:

— Qué trae amigo… ¿Qué se le ofrece?

— ¡Nada señor! — contesté — lo que pasó es que los confundí con un amigo mío que tiene un auto igual al suyo. ¡Les ruego me disculpen si en algo los moleste!

— ¿A dónde va usted? — me preguntó — ¿En dónde vive?

— Soy Gerente de la Automotriz Agrícola de Martínez de la Torre… Miren… — y empecé a buscar en las bolsas de la camisa alguna tarjeta de presentación, pero no traía — este… les quería dar una tarjeta, pero no traigo; voy a Papantla a visitar un cliente.

— ¿Cuánto tiempo se hace de aquí a Papantla? — me preguntó el otro.

— Pues, depende… Si la panga está de este lado serán como cuarenta y cinco minutos, y si está del otro lado, alrededor de una hora y media (la panga era un lanchón que atravesaba el rio Bobo para volver a tomar la carretera; en aquel entonces todavía no se había construido el puente)

— ¿Cómo se llama el amigo con el que nos confundió?

— Pedro Manterola. Es una persona muy conocida por estos rumbos; yo tengo poco tiempo de vivir en Martínez de la Torre.

Se miraron uno al otro y acercándose más a mí me preguntaron: ¿Nos conoce?

— No señores, no tengo el gusto — contesté.

— Él es mi hermano Arturo y yo soy Hugo Ebrad Izquierdo — dijo mirándome fijamente…

— ¿Ah, sí? — dije sorprendido — pues sucede que sí los conozco. A ustedes me los presentó un amigo mío en la penitenciaria que se llama Humberto Torres. ¿Recuerdan?

Hugo volteó a ver su hermano y le dijo:

— ¿Quién es ese tal Humberto?

— ¡Sí hombre, es el joven que mató al Capitán Valdez!

— Ah, sí; ya recuerdo — dijo Arturo.

— Por cierto que ustedes nos invitaron a comer; no los reconocí por estar vestidos de otra manera…

Sonrieron y dijeron: Bueno, está bien, ¡vámonos pues!

Subimos a nuestros vehículos y seguimos nuestro camino. Llegamos a donde estaba la panga y la abordamos. Mientras atravesamos el río platicamos sobre el tiempo, cosechas y otras cosas más. Estaban muy afectuosos conmigo; me contaron que tenían una hermana dueña de un negocio en la calle de Uruguay, en la capital y que, cuando fuera a México pasara a saludarla de parte de ellos para lo cual me dieron una tarjeta de visita.

Arribamos al otro lado del río y se despidieron de mí, no sin antes disculparse por lo que había pasado en la carretera. Arturo comentó: "¡Es que nunca sabe uno lo que puede suceder!". Yo no entendí a qué se refería.

Dos días después me enteré por la prensa de que los hermanos Ebrad Izquierdo se habían fugado de la penitenciaría.

A finales del año de 1959 regresé a México en virtud de que el Gobierno no autorizó que se armaran en México los automóviles ingleses, firma que yo representaba en Veracruz, por lo que recibí instrucciones de mis superiores de liquidar el negocio.

A mi regreso lo primero que hice fue incorporarme nuevamente a la Cruz Roja Central en donde seguí prestando mis servicios en el Cuerpo Ambulante.

A principios de noviembre de 1962 el Comandante Jefe del Cuerpo de Ambulantes, Armando Sánchez Maldonado, solicitó su baja del cargo que tenía por encontrarse muy enfermo, lo cual le fue concedido por dicha razón.

Los días siguientes hubo mucha efervescencia entre el personal, pues muchos comandantes sentían tener los suficientes méritos para aspirar a cubrir el puesto y se hacían propaganda entre los ambulantes para ganar adeptos. Ya se había convocado a una junta general para nombrar al nuevo jefe.

No pude asistir a dicha junta por tener algunos compromisos que tenía que atender referentes a mi trabajo.

Por la noche tocaron la puerta de mi domicilio y al salir me encontré que era un compañero de la Cruz Roja.

— ¡Hola! — le dije — qué milagro, ¿A qué se debe tu visita?

— Vine a felicitarte.

— ¿Por qué?

— Por el nombramiento que te dieron para ocupar el puesto de Jefe de Ambulancias.

— ¿A mí? — dije incrédulo soltando una carcajada — Para guasa está bueno y, ya en serio, dime ¿En qué puedo servirte?

— Ya te lo dije, nada más vine a felicitarte…

— Gracias, ¿No quieres una tacita de café?

— Te lo agradezco pero ya me voy; allá nos vemos en el hospital — me dijo extendiendo la mano para despedirse.

A la mañana siguiente me presenté en el hospital y pude confirmar lo que me había notificado mi compañero, pues los socorristas en servicio se acercaron a felicitarme.

Posteriormente recibí copia de un comunicado enviado al C. Comandante General Víctor M. Trueba del H. Consejo de Directores en la que a la propuesta del H. Comité de Servicios de ambulancia se me nombraba como:

JEFE DEL CUERPO DE AMBULANCIAS DEL DISTRITO FEDERAL Y aquí empieza otra historia.

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16 Noticia del nombramiento

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17 Diplomas y ascensos en la Cruz Roja

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18 Condecoraciones a la orden del día

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¡Llámenle a la Cruz! Increíbles relatos de primera mano de un joven voluntario, jefe de ambulancias de la Cruz Roja Mexicana, que nos hacen vivir las aventuras del drama humano como si estuviésemos en la mismísima acción.

A mi esposa María Cristina, quien con su apoyo, aliento y comprensión no obstante sus soledades, angustias y preocupaciones calladas durante tantos años, me dio las fuerzas suficientes para cumplir mi compromiso hacia la Benemérita Institución.

Mi agradecimiento profundo a Emiliano Llano Díaz y María Cristina Vera Aristi por su valiosa cooperación y ayuda en la elaboración de éste, mi primer libro.

 

 

Autor:

Rubén Vera y López

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