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La flor de la canela
Sobre este cuento:
El tema de la emigración tal como lo tratan los
escritores cubanos contemporáneos es asociado casi siempre
con el fenómeno de los balseros, individuos
generalmente marginales y marginados que recurren a escapar de la
Isla en embarcaciones de los más diversos tipos, muchas de
ellas totalmente inseguras. Sin embargo, aquí el autor
trata el tema desde una arista diferente, original e insospechada
para el lector acostumbrado a disfrutar narraciones de este
tipo.
Estoy a punto de volar hacia Lima, Antonio, y sé
que te dejo en Punta Martinas con un montón de
dificultades a cuestas. Si te sirve de aliento, intentaré
explicarte las razones que llevaron a Carlos Alberto a pedirte
perdón por haber amenazado una vez con expulsarte de la
fábrica si continuabas expresando tus opiniones
políticas contrarias a la Revolución Cubana. Todo
comenzó debido a la primera visita de Mayito, aquel primo
que en la infancia nos asustaba en la playa con los cangrejos y
las medusas. Ya sé que no puedes recordar estos detalles;
eras demasiado pequeño cuando él se fue de Cuba y
durante su primera visita a nuestra ciudad luego de haber
emigrado a Estados Unidos te habías empeñado en
convertirte en boxeador famoso. La permanencia en la Academia
Deportiva te impidió disfrutar del legendario Mario
Balbuena Iturralde, Mayito para nosotros. Claro que no
estoy criticando tu pasión por el pugilismo en aquella
época, cuando a los boxeadores cubanos les
proponían ventajosos contratos en el extranjero si
declaraban ante las cámaras televisivas que en nuestro
país no se respetaban los derechos humanos; sólo te
aclaro que yo conocía tus verdaderas intenciones al
dejarte golpear por otros que en realidad sí habían
nacido para gladiadores.
En la primera oportunidad, Mayito no
llegó a visitarnos; recibimos de él
varias llamadas telefónicas desde La Habana y un paquete
con medicamentos, ropas de uso en buen estado y otras vituallas
nada desdeñables para la supervivencia.
En esta segunda ocasión que venía de los
Estados Unidos, lo esperaba en el aeropuerto de nuestra ciudad
con las ansias propias de quien va a enfrentarse a una aventura
irrepetible. Yo como mis hijos y mi esposa, nos
entreteníamos lo mejor posible sin confesarnos los unos a
los otros la emoción que nos embargaba. Quizás el
más feliz de todos era el menor de los niños, Luis
Alfonso; a sus tres años sólo se preocupaba por
lanzar piedras contra el descuidado jardín de la terminal
aérea e importunarnos con preguntas sobre las
nubes y el sol.
–Por favor, Osvaldo, acaba de
contestarle a Luisito – me exigió mi
esposa.
–No fastidies, Mercedes
–gruñí–. No tengo deseos de
hablar.
–Recuerda que es importante para los
niños recibir respuestas a sus interrogantes
–dijo mi mujer, adoptando la pose de psicóloga
materialista.
La miré con rabia, dispuesto a
exponerle: «Ajá, conque esas tenemos.
Si Luis Alfonso se interesara por las reacciones del cuerpo
humano fuera de la atmósfera, debo decirle:
espérate un momento, voy a emprender un vuelo
interplanetario y cuando regrese te cuento». Sin embargo
ella, acercándose a mí, nerviosa, casi desesperada,
dio por terminado el conflicto.
–¿Cómo será el
encuentro con Mayito? –dijo, colocando una mano encima de
mi hombro.
–Ah, qué sé yo
–suspiré–. Tal vez sea igual de emocionante
que el encuentro con Sara el año pasado.
–Según pude descubrir en
aquella oportunidad –se animó
ella– a Sara te unen lazos más allá de la
sangre.
–Así es, fuimos los mejores
amigos durante la niñez. Hice silencio, echando hacia
atrás la moviola de los recuerdos, hasta
aquellos días en que jugábamos Sara, Ferdinand y yo
en la casona de los abuelos, a una edad en que aún no
estábamos contaminados por las miserias propias de los
adultos. Aunque discutíamos con frecuencia por nuestras
fantasías nos encontrábamos al margen de odios y
amarguras.
–No te hagas ilusiones –corté el aire
optimista de Mercedes–. Mayito era distinto. Una especie de
diablo. Nos aventajaba a Sara y a mí en seis años
de edad y en sesenta de maldad.
–No olvides que según me decías
cuando nos casamos, tus primos Bárbara y David eran unos
vanidosos –discrepó mi esposa,
incómoda– y cuando vinieron descubrí que
amaban a todos los Balbuena de aquí como si hubieran
nacido entre ustedes.
–No creo que la visita de
Bárbara y David sea comparable a la de
Mayito. El viaje de ellos respondía
más bien a afinidad po lítica con los
gobernantes de nuestro país.
Hablamos entonces sobre la ausencia de
Carlos Alberto en el aeropuerto. Cuando lo invitamos
a acompañarnos, nos había dicho: «Mayito es
un gusano, un contrarrevolucionario, un enemigo de Fidel».
Y cuando argumentamos que nosotros, sin tener los mismos
criterios que Bárbara y David los habíamos acogido
con cariño el día que él los llevó a
nuestra casa, mi hermano respondió: «A ellos me unen
ideales comunes». Desde luego, Carlos Alberto no
decía toda la verdad sobre los primos nacidos en
Argentina: aunque era cierto que estaban adheridos al socialismo,
hablaron durante su visita de ventajas populares dentro de un
estado pluripartidista regido por la sociedad civil, y dijeron no
estar de acuerdo con una ideología dominante sobre las
demás porque a la larga el poder eterno se
convertía en dictadura eterna.
Mientras mi esposa y yo
conversábamos sobre la visita de
Bárbara y David, el avión comenzó el
taxeo hora y media después de la
señalada según itinerario. La minúscula
figura de la nave, semejante a una paloma, iba
engrandeciéndose y mi emoción, la de Mercedes y la
del mayor de nuestros hijos era comparable a la de Luis Alfonso,
quien saltaba de alegría mencionando la palabra
shopping con la pronunciación propia de su edad y
pedía una y otra vez que le diéramos
chiclets.
–¡Dólares, dólares,
dólares! –empezó a gritar Luis Alfonso
prendido de mi muñeca; mientras el avión iba
desplazándose por la pista estuvo a punto de arrancarme el
reloj.
–¡Muchacho, tranquilízate!
¡Espera que llegue Mayito! –le dije sin darme cuenta
de que mi ambigua expresión era comprometedora:
podría interpretarse en el sentido de que la
satisfacción nuestra dependía del primo.
Los pasajeros comenzaron a descender y
nosotros intentábamos adivinar quién
era Mario Balbuena Iturralde sin mirar las fotos suyas. Mayito se
me perdíaen la nebulosa de la infancia entre
los juegos en aquella casona fabricada en terrenos otorgados
cuatro siglos atrás por el Rey de España a nuestro
antepasado más antiguo llegado quién sabe si de
Lisboa, Madrid, el Asia Occidental, Sevilla o Verona. Mayito
andaba perdido en mi memoria porque de pequeño mis
compañeros de juego eran los primos Sara y Ferdinand, con
quienes inventaba la historia de nuestro árbol
genealógico, editábamos a mano en un solo ejemplar
el periódico
«Noticias de los Balbuena» y
desarrollábamos durante días enteros campeonatos
mundiales de las Grandes Ligas con multitudes que llenaban el
estadio de cartón donde se enardecían por las
jugadas de estrellas como Ted Williams, Miky Mantle y Joe
DiMaggio. En realidad, gritábamos nosotros mismos a cada
lance de los dados para cumplir las reglas del juego de mesa
llamado Beisbolito. En ese tiempo, Mayito ya andaba noviando por
las calles de Punta Martinas acompañado por mi hermano
Carlos Alberto y escuchaban las canciones de Paul
Anka y Elvis Presley recostados contra la victrola
del Bar de los Chinos con un vaso de ron en las
manos.
¡Al fin lo descubrí! Lo hubiera reconocido
entre mil personas, lo mismo bajándose del Iberia
que capitaneaba el tío Francisco Jiménez Balbuena
en la ruta Madrid-Roma-Berlín-Tokío que abordando
el DC piloteado por nuestro primo Julio Balbuena Fernández
desde New Jersey hasta Alaska. Cómo no saber que este
mulato gordo, llenos los dedos con anillos de oro de los
más variados tamaños y una pulsera en el reloj cuyo
valor le hubiera podido garantizar la supervivencia durante un
año a una familia como la mía, era Mayito; el mismo
que una vez se fajó a las trompadas con un individuo que
me había obligado a escupirle la cara a uno de los
muchachos que recogía sancocho en la casa colonial de los
Balbuena.
Enfrentarnos y fundirnos en un abrazo fue un acto
indiviso.
–¡Comunista de mierda! –me dijo
sonriente al oído mientras me palmeaba las
espaldas–: ¡cuántas veces te mandé a
decir con Sara y Ferdinand que tu lugar estaba junto
a nosotros!
Me soltó una carcajada; era el mismo Mayito de
veinte años antes, acostumbrado a tratarnos por medio de
obscenidades y groserías.
Mientras esperábamos por los trámites
aduanales, nos apartamos del bullicio para confiarnos recuerdos
comunes de la época de nuestra convivencia en la casona de
los abuelos, aunque antes tuvimos que tranquilizar a mis hijos
con un paquete de caramelos que Mayito compró en la tienda
del aeropuerto. Rememoramos la ocasión en que supimos
sobre el primer novio de Sara y nos amenazó a Ferdinand y
a mí con cortárnoslos si se lo decíamos a su
padre. Recordamos su costumbre, cada vez que se emborrachaba, de
discutir escandalosamente con los dueños del Bar de los
Chinos porque se negaban a valorar en serio su propuesta de
comprarles el negocio. Conversamos sobre la ruptura entre
él y mi hermano Carlos Alberto pocos días antes de
su salida del país.
Resueltos los trámites, Mayito me preguntó
la mejor manera para salir de aquel lugar alejado casi diez
kilómetros de la zona céntrica. Fue uno de los
momentos cruciales para mí y los míos; los coches
de caballos esperaban en larga fila por los pasajeros y algunos
autos particulares se mantenían alejados del parqueo
aunque sus propietarios conversaban en voz baja con posibles
clientes, pactando viajes clandestinos. Un taxi de los que cobran
en dólares se encontraba frente a nosotros derramando
elegancia y distinción. Yo pretendía evitarle
gastos innecesarios al visitante.
–Y bien, primo –reiteró
Mayito, jovial–, ¿cómo salimos
de esta especie de Macondo?
–Sería más barato irnos en un coche
de caballos –le contesté.
–Aquí yo traigo plata –se
palpó sin alardes un bolsillo del pantalón– y
además una tarjeta de crédito que no será
muy fácil dejar sin fondos.
–Vamos a subir al taxi –casi
ordené.
Resultó hermoso contemplar Punta
Martinasandariega y bulliciosa rodando encima de un
automóvil. Mayito les refería a los niños el
mareo que sintió mientras el avión atravesaba el
mar Caribe y una corriente de comprensión los
acercó en breves segundos. Tanto Luis Alfonso como Osvaldo
Miguel consumían con moderación los caramelos
envueltos en papeles de colores, aunque era evidente para
mí que lo hacían de esa manera para evitar mi
disciplina futura: en realidad hubieran preferido tragarlos con
rapidez para engullir uno tras otro.
De pronto, descubrí que Mayito les
acariciaba el pelo a mis niños mientras les
hablaba de su hijo y los tres nietos, el menor de los cuales
tenía la misma edad que Osvaldo Miguel. Les contaba en
detalles cómo celebraban allá la Nochebuena y en
general las Navidades, en tanto yo miraba el paisaje citadino con
cierto orgullo. Me deleitaba observando la ciudad desde la
posición del que no tendrá que preocuparse durante
unos días por las necesidades cotidianas. Días
sin largas colas para obtener helado barato, las
escasas mercancías que venden en la bodega
cada principio de mes y el llamado picadillo de soya de la
carnicería; me angustiaban las interminables esperas para
abordar el ómnibus, empastar o extraer las muelas, cortar
el pelo, realizar gestiones bancarias para obtener un
crédito destinado a la terminación de la vivienda,
consultar a un médico y hasta en la morgue del hospital
para recibir el cadáver de un familiar allegado. La cola
infinita que se había roto para mí durante los
últimos meses cada vez que Sara o Ferdinand me enviaban
dólares.
Al llegar a este punto de mi
reflexión, querido Antonio, la rabia me
impidió continuar disfrutando del verdor de nuestro
paisaje porque un sol sin sombras me hubiera posibilitado
sentirme realizado como ser humano. Estaba rabioso porque no era
mi salario el que sostenía nuestro hogar, sino la ayuda de
los familiares que habían ido saliendo como apestados del
país, algunos bajo la lluvia de ofensas y huevos que les
lanzaba una multitud, convertidos en inmigrantes sin esperanzas
de retorno y exiliados de sí mismos.
Miré a Mayito, inmerso en la historia sobre
Disneylandia que les contaba a mis niños y estuve a punto
de mandarlo a callar; temí que los contaminara con sus
relatos, algo me alertaba que detrás de las palabras
amables de mi primo existía un mensaje subliminal:
allá en el extranjero no eran necesarias pañoletas
de pioneros para vivir, banderas al viento ni consignas de una
sociedad más justa en un futuro lejano. Ese era el mensaje
que me parecía estaba transmitiéndoles a Luis
Alfonso y Osvaldo Miguel el mismo Mayito que había salido
del país después de haber cumplido una condena por
ser enemigo del gobierno legalmente constituido, y ahora les
mostraba la opulencia y prosperidad lograda por él
mientras ellos debían conformarse comiendo caramelos de
calidad gracias a sus dólares.
La rabia combinada con la escasa velocidad
del taxi por el mal estado de las calles y el flujo
constante de bicicletas, me llevaron a contemplarlo todo de
manera distinta a como lo veía diariamente en mis viajes a
pie por la zona que ahora recorríamos.
Íbamos pasando frente a la estación del ferrocarril
y se me ocurrió que hubiera resultado interesante tomar
fotos de la gente deambulando de un lugar a otro, los vendedores
de baratijas expuestas en catres y las moscas revoloteando sobre
los alimentos, para convertirlas en bellas postales con un
reverso que explicara en varios idiomas las bondades de nuestro
clima y la posibilidad para el turista de conocer un mundo
superado en los países donde ellos
vivían.
–¿En qué piensas,
primo? –me preguntó de pronto Mayito,
rompiendo el hechizo que llevaba dentro de mí. En este
instante sentí vergüenza por acompañar en un
taxi para turistas a quien le había llamado chivato a
Carlos Alberto en el juicio celebrado años atrás,
porque mi hermano denunció sus comentarios contra la
política gubernamental a favor de los pobres durante las
borracheras en el Bar de los Chinos, declaración que le
sirvió al tribunal para fundamentar que
efectivamente
Mayito se había convertido en un
sujeto proclive a traicionar su patria.
–En vainadas –le respondí de la
manera menos comprometedora posible y él me premió
con una sonrisa que comenzó frente a la clausurada
Dulcería El Primor y vino a terminar justo en la entrada
de la calle Joaquín Cortinas.
El auto giró a la
derecha.
–¡Oye, Mayito, habíamos acordado que
te hospedarías en el hotel antes de ir a mi
casa!
–Cambié de opinión. Aunque no vamos
a tu casa ahora, sino a la de Carlos Alberto.
–¿A casa de Carlos
Alberto?
–¿Y por qué no?
¿Crees que le guardo rencor?
Le dio instrucciones al chofer y nos detuvimos frente a
la misma casa de paredes descascaradas y pintura azul deslavada
que cada día yo visitaba para conversar con mi hermano y
también soportar sus críticas por mis relaciones
epistolares con nuestros parientes que vivían en el
extranjero.
Carlos Alberto nos recibió en la
sala que resultaba estrecha para albergar el juego
de muebles forrado con vinil carmelita; aunque trató de
ser amable, yo sabía que se encontraba nervioso: me
había rogado en más de una oportunidad que no
llevara a Mayito a su casa.
–¡Dame un abrazo, primo!
–gritó eufórico el visitante. Había
ternura en el tono de su voz. Era evidente que
deseaba reconciliarse con mi hermano y recuperar la
fraternidad de años antes, durante la época en que
el abuelo Mario José nos hacía reunir a todos sus
descendientes cada sábado en horas de la noche en la
casona colonial, y luego de golpear tres veces el piso con su
bastón de ébano ordenaba el inicio de la velada
cultural en la que nuestra tía Mariana recitaba
sus
«Poesías mambisas»; el tío
Julio Alberto tocaba la guitarra; la mayor de las
primas, María del Pilar, demostraba su virtuosismo como
pianista y los más pequeños representábamos
breves dramas teatrales que montaba y dirigía Carmen
Iturralde, la madre de Sara, Ferdinand y Mayito.
Habían ido llegando a la casa de
Carlos Alberto otros parientes que vivían en
lugares aledaños y apenas podíamos movernos. Todos
temíamos que se produjera una escena violenta entre dos
hombres tan cercanos durante la niñez y la juventud,
distanciados de manera definitiva por la política. Carlos
Alberto vivía cuestionando la manera deshonesta con que
Mayito había logrado una fortuna partiendo del modesto
Mario's bar, abierto en la calle Siete de Miami y al que iban
cuantos deseaban probar suerte en la ruleta, el bacará,
los dados y hasta la perinola, célebre juego de la
época colonial en Cuba, que le posibilitó con el
transcurso de los años el establecimiento de una
próspera cadena de casinos en el este de los Estados
Unidos.
Sin embargo, Carlos Alberto
correspondió al abrazo de Mayito con la
sinceridad de quien ha logrado desterrar el odio de su interior y
un murmullo alegre se escuchó entre los presentes. En la
sala achicada por la curiosidad de los más jóvenes
y el espíritu pendenciero de los mayores abundaron las
anécdotas familiares mientras
masticábamos chiclets a mandíbulas llenas
y nos pasábamos las bolsas plásticas
de caramelos envueltos en papeles de colores que no
veíamos desde la última visita de Sara.
En medio de la conversación, mi
hermano Carlos Alberto no pudo contener su
asombro.
–Entonces, ¿Ferdinand es un importante
ejecutivo? – indagó poniéndose de pie. Me
daba rabia su actitud: le había contado en más de
una oportunidad la ocupación de nuestro primo y ahora me
hacía quedar como un egoísta, como si le hubiera
estado ocultando información sobre nuestros
familiares.
Mayito me dedicó una mirada de
reproche. En su última conversación
telefónica conmigo desde Miami había sido
explícito: Ferdinand casi exigía mi
intervención para convencer a Carlos Alberto de que
cumpliéramos el viejo sueño de la infancia:
pasearnos todos de la Alameda al puente y del puente a la Alameda
en la querida Lima de sus abuelos maternos y de la
linda Carmencita Iturralde, su madre. Sueño que
habíamos fabricado entre todos los primos
mientras montábamos los dramas teatrales que
se representaban cada sábado.
–Preside la Balbuena and Balbuena
Equipment Corporation, con sede en Richmond Hill
–aclaró Mayito observando ahora a Carlos Alberto con
sumo interés.
Estoy seguro de que mi hermano pensó
unos cuantos uf, oh, urg,
ak, erf, recórcholis,
cáspita y otras cuantas expresiones leídas
en los muñequitos de Supermán durante su juventud a
los que tan aficionado había sido. Yo observaba divertido
la expresión azorada de su rostro mientras Mayito
describía los límites de la Balbuena and Balbuena
asentada en New York, capaz de absorber en los rubros financiero
y comercial a empresas tan poderosas como la Mitubishi
Electronical Corporation y la Canadian Rank Company, y si Carlos
Alberto hubiera sido un personaje de tus novelas, Antonio, de
seguro lo hubieses puesto a tirarse de los pelos por
comemierda.
Nunca te había contado la anécdota que me
pediste para tu relato «La flor de la canela», porque
temíaperjudicar a mi hermano, su militancia
en el Partido Comunista de Cuba, su posición de
marxista-leninista y su larga ejecutoria como director de la
fábrica de piezas agrícolas en Punta Martinas.
Aunque me encontraba herido por su franqueza al llamarme alienado
porque aceptaba los frecuentes envíos de dólares de
nuestros familiares en Estados Unidos, España y Portugal,
jamás había dejado de quererlo; sin embargo,
¿qué importancia tendría continuar
silenciando lo que ya no puede dañarlo?
Ferdinand había sido como quien dice
alumno de Carlos Alberto cuando los dos trabajaban
en la filial de la IBM en La Habana durante la década del
sesenta, una especie de ayudante de mi hermano quien operaba un
traste lleno de bombillas y válvulas catódicas del
tamaño de una habitación del apartamento que
ocupaba la firma norteamericana en un edificio cercano al
malecón de la capital, pero que se trataba de la
computadora más moderna en aquellos
tiempos.
Cuando el gobierno revolucionario cubano
comenzó a intervenir las
compañías extranjeras, la gerencia de la filial de
la IBM determinó trasladar el equipamiento
tecnológico hacia Lima, proponiéndole a los
empleados excelentes salarios si se iban a
Perú.
El objetivo de la IBM era llevarse del país la
mayor cantidad posible de cerebros para boicotear a un gobierno
que le afectaba unos cuantos millones de dólares
recién invertidos en Cuba. Mi hermano Carlos Alberto
llegó a tener en sus manos el pasaporte con el visado que
autorizaba su ingreso a territorio peruano, la
compañía le compró ropa elegante, le
prometieron alquilar para él un chalet en las afueras de
la capital y entregarle un automóvil que mantendría
la corporación y al cabo de seis meses podría
reclamar a sus familiares allegados.
Yo, un niño todavía, al saber
tales noticias las comentaba eufórico con Sara y Ferdinand
y ellos se ilusionaban conmigo. Conectábamos el tocadiscos
de la RCA Víctor que recientemente había comprado
el abuelo y emocionados localizábamos entre el
montón de los llamados discos sencillos de 33
RPM aquel en cuyo estuche protector aparecía la negra
figura de un pianista con los dientes tan blancos que
parecían de nieve. Colocábamos el disco encima del
plato giratorio, movíamos hacia él la palanca con
la aguja y mientras el cantante nos iba diciendo
déjame que te cuente, limeña, déjame que
te diga la gloria del ensueño que evoca la memoria del
viejo puente del río y la alameda, nosotros
tres soñábamos con la ciudad que deseábamos
conocer por el sólo hecho de que allí había
nacido la hermosa Carmencita Iturralde y sabíamos que era
ella quien airosa caminaba porque en realidad su colo r
era como el de la flor de la canela que derramaba lisura y a
su paso dejaba aromas de mixturas que en el pecho llevaba.
No cabían dudas, nosotros queríamos huir de Punta
Martinas, de su ambiente vulgar, de sus calles con olor a
caballos; porque no nos ocultábamos que
pretendíamos ir del puente a la alameda con
Carmencita Iturralde, a sabiendas de que menudo pie la lleva,
por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas.
Era
un sueño que íbamos comunicándoles
a todos los primos, hasta que el propio Mayito venía a
aprenderse la letra del vals de Chabuca Granda escuchando el
tocadiscos y cuando finalizaba la canción tarareaba
déjame que te cuente, limeña, ay déjame
que te diga, morena, mis pensamientos; a ver si así
despiertas del sueño que entretiene, morena, tus
sentimientos y fuimos quedando de acuerdo que en Punta
Martinas no se podía vivir, todo andaba revuelto,
escaseaba la comida, no llovía nunca, muchos nos
consideraban unos gusanos por tener un apellido que fue
aristocrático y por lo tanto estábamos obligados a
ir del puente a la alameda.
A los pocos días las pompas de nuestras ilusiones
explotaron; papá puso objeciones contra el proyectado
viaje de Carlos Alberto y mi hermano no tomó la
decisión final que nos hubiera llevado en seis meses
de la alameda al puente como si hubiera olvidado que ya
era mayor de edad. Y se quedó en Punta Martinas,
llenándose de hijos y resentimientos, mientras
Ferdinand, que como te he dicho en otras oportunidades no
llega en inteligencia ni a los tobillos de mi hermano Carlos
Alberto, obtuvo el permiso de sus padres aunque sólo
tenía diecisiete años. Al cabo de once meses
Ferdinand fue trasladado a Quito como vicegerente de operaciones;
de Quito a Bogotá viajó en condición de
gerente y de la capital colombiana marchó a reunirse con
los padres que para esa fecha habían llegado a Miami junto
a Mayito y Sara.
Ahora habían pasado veinte años de la
ruptura sentimental entre Carlos Alberto y Mayito, los dos primos
inseparables en el pasado. Este último, poniéndose
de pie y manteniéndose rodeado por los familiares que
pretendían agradarle con lisonjas, cortó la
conversación de una prima lejana que consideraba su camisa
la más hermosa de cuantas había visto.
–No hables más, Lourdes –le dijo, y
dirigiéndose a mí–: primo, cuando esté
preparando las maletas para el regreso me recuerdas dejarte esta
camisa y se la entregas a ella. Quizás le guste
convertirla en una blusa.
Hubo un murmullo de consternación en la sala
mientras los visitantes iban retirándose poco a poco. Nos
disgustaba la manera desvergonzada de aquella muchacha de
apellido Balbuena, su procedimiento indigno al extender la mano
en dirección a Mayito. A mí particularmente me
consolaba el saber que se trataba de una excepción entre
los nuestros: era la única de la familia dedicada al
jineterismo, comercio sexual con extranjeros ya algo común
en Punta Martinas para esa fecha.
–Ahora quiero hablar a solas con
Carlos Alberto –fue tajante Mayito y estoy
seguro de que mi hermano estaba pensando: «Tú y yo
nada tenemos en común».
Qué conversaron, cuántas
verdades se dijeron, no lo sé. No
podría explicarte mi buen Antonio, al menos por ahora, si
se ofendieron para luego abrazarse como hermanos. Quizás
después, cuando yo vuelva a acomodar mi vida de emigrante,
podré dedicarme a indagar lo sucedido. Ahora sólo
estoy en condiciones de revelarte lo que me confesó Carlos
Alberto días después de la partida de
nuestro primo con destino a Miami. Considero que la
información te servirá para algún
capítulo de la novela que estás escribiendo sobre
nuestra familia.
Mi hermano y yo nos vimos como siempre en su casa. Lo
notaba deseoso de confiarme sus inquietudes.
–Osvaldo, vamos a sentarnos al parque
–escuché extrañado el tono de su voz cercano
a la ternura, él, que siempre me había tratado con
recelo por mis ideas contrarias a las suyas.
Su vivienda carecía de privacidad,
me dije tratando de entender sus misteriosas
intenciones. Como recordarás se trataba de una casa que
tenía las paredes laterales en común con las
aledañas, y por tal motivo toda conversación
podía ser escuchada. Conocíamos que si bien los
vecinos de la derecha eran gente discreta y enemiga de cualquier
conflicto, los de la izquierda tenían por costumbre
divulgar cuanto escuchaban.
Una vez en el parque, bañados por el
sol aquella tarde de otoño y escuchando el
piar de los gorriones que buscaban acomodarse en los frondosos
árboles, Carlos Alberto se abrió a las
confesiones.
–Estoy cansado –suspiró,
con su habitual tono mesurado al hablar. Yo
advertí que el cansancio databa de treinta años
antes, porque me confió sentirse adolorido al ver
cómo otros con menos talento pero con más
uñas para ascender vivían rodeados de comodidades,
mientras él y los suyos sufrían todo el rigor de
una crisis cuyo final ya no avizoraba.
Iba trazando con palabras el itinerario de
su camino por la vida mientras yo lo escuchaba
asombrado. Sus acciones no habían estado determinadas por
la adhesión a un ideal político, sino por el
rastrero fin de lograr una posición social
ventajosa.
–¡Quieres decir que ya no eres comunista!
–le reproché dejándome arrastrar por la
incomodidad cuando concluyó su larga relación de
frustraciones. Yo estaba irritado por sus hipócritas
acusaciones contra mí durante todo este
tiempo cada vez que me acusaba de estar
dejándome seducir por los dólares.
–Quiero decir que nunca lo fui
–precisó mirándome con tristeza–. Y he
aceptado la propuesta que me hace Ferdinand por mediación
de Mayito para irme a Lima. A convertirme en el gerente de la
Balbuena and Balbuena Equipment Corporation, que empezará
dentro de unos meses a fabricar maquinaria agrícola para
el mercado del sur.
Como comprenderás, mi primo Antonio,
después de la muerte de mis padres no le encuentro sentido
a continuar anclado en Punta Martinas. Y el haber aceptado la
invitación de Carlos Alberto para irme a vivir con
él a Lima no significa que esté huyendo de las
dificultades que tú seguirás afrontando hasta que
pueda llevarte conmigo. Te lo aseguro, sólo persigo
cumplir el viejo sueño mío y de nuestros primos
Sara y Ferdinand de bajar por toda la alameda con una guitarra e
ir cantando con nuestras voces enronquecidas por el frío
de la madrugada déjame que te cuente, limeña,
ay déjame que te diga, morena, mis
pensamientos.
Y ahora perdóname que detenga esta historia de
una manera brusca. Una voz de mujer está anunciando el
vuelo con destino a Lima y yo no quiero esperar treinta
años como mi hermano Carlos Alberto para bajar del
puente a la alameda porque mi único deseo ahora es
despertar del sueño que entretiene mis
sentimientos.
(Del libro de cuentos inédito
FICCIONES DE LA CUBA MÍA)
Autor:
Andrés Casanova
El escritor Andrés Casanova (Las Tunas, Cuba,
1949) es narrador, poeta, autor de guiones radiales dramatizados
y ha incursionado en la escritura de guiones
cinematográficos. Es miembro de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha obtenido varios premios
y menciones nacionales e internacionales tanto en los
géneros de poesía como en cuento y novela, y su
obra aparece en diversas antologías.
Libros publicados: En el género novela: Hoy
es lunes (Editorial Letras Cubanas, 1995);
Tormenta tropical de verano (Editorial Sanlope, Las
Tunas, Cuba, 2000; Ediciones Coyoacán, México,
2003; Editorial Emooby, Portugal, 2011); Las trágicas
pasiones de Cándida Moreno (Editorial Sanlope, 2001;
Editorial Emooby, Portugal, 2011); La jaula de
los goces (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001;
Editorial Emooby, Portugal, 2011); La fiebre del
atún (Editorial Oriente, 2005); Las nubes de
algodón (Editorial Sanlope, 2005); No somos
aquellos niños (Editorial Sanlope,
2007); Atrapados por el vicio (Editorial Emooby, Portugal,
2011); Fiesta con Havana Club (Editorial Amarante,
Salamanca, España, 2011); Canción desde la
huída (Editorial Amarante, Salamanca, España,
2012); y Onán en busca de la mujer perfecta
(Editorial Amarante, Salamanca, España, 2012). En el
género cuento: El reloj, ese asesino (Editorial
Sanlope, 1991; Pequeñas historias memorables
(Sanlope-Publicigraf, 1994; Editorial Emooby, Portugal, 2011);
Ángel el desalmado y ot ras historias, Trazos
literarios, España, 1995. Toda su poesía permanece
inédita o publicada en revistas literarias y en
Internet.