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La flor de la canela (cuento)




Enviado por Andrés Casanova




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    La flor de la canela

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    Sobre este cuento:

    El tema de la emigración tal como lo tratan los
    escritores cubanos contemporáneos es asociado casi siempre
    con el fenómeno de los balseros, individuos
    generalmente marginales y marginados que recurren a escapar de la
    Isla en embarcaciones de los más diversos tipos, muchas de
    ellas totalmente inseguras. Sin embargo, aquí el autor
    trata el tema desde una arista diferente, original e insospechada
    para el lector acostumbrado a disfrutar narraciones de este
    tipo.

    Estoy a punto de volar hacia Lima, Antonio, y sé
    que te dejo en Punta Martinas con un montón de
    dificultades a cuestas. Si te sirve de aliento, intentaré
    explicarte las razones que llevaron a Carlos Alberto a pedirte
    perdón por haber amenazado una vez con expulsarte de la
    fábrica si continuabas expresando tus opiniones
    políticas contrarias a la Revolución Cubana. Todo
    comenzó debido a la primera visita de Mayito, aquel primo
    que en la infancia nos asustaba en la playa con los cangrejos y
    las medusas. Ya sé que no puedes recordar estos detalles;
    eras demasiado pequeño cuando él se fue de Cuba y
    durante su primera visita a nuestra ciudad luego de haber
    emigrado a Estados Unidos te habías empeñado en
    convertirte en boxeador famoso. La permanencia en la Academia
    Deportiva te impidió disfrutar del legendario Mario
    Balbuena Iturralde, Mayito para nosotros. Claro que no
    estoy criticando tu pasión por el pugilismo en aquella
    época, cuando a los boxeadores cubanos les
    proponían ventajosos contratos en el extranjero si
    declaraban ante las cámaras televisivas que en nuestro
    país no se respetaban los derechos humanos; sólo te
    aclaro que yo conocía tus verdaderas intenciones al
    dejarte golpear por otros que en realidad sí habían
    nacido para gladiadores.

    En la primera oportunidad, Mayito no
    llegó a visitarnos; recibimos de él
    varias llamadas telefónicas desde La Habana y un paquete
    con medicamentos, ropas de uso en buen estado y otras vituallas
    nada desdeñables para la supervivencia.

    En esta segunda ocasión que venía de los
    Estados Unidos, lo esperaba en el aeropuerto de nuestra ciudad
    con las ansias propias de quien va a enfrentarse a una aventura
    irrepetible. Yo como mis hijos y mi esposa, nos
    entreteníamos lo mejor posible sin confesarnos los unos a
    los otros la emoción que nos embargaba. Quizás el
    más feliz de todos era el menor de los niños, Luis
    Alfonso; a sus tres años sólo se preocupaba por
    lanzar piedras contra el descuidado jardín de la terminal
    aérea e importunarnos con preguntas sobre las
    nubes y el sol.

    –Por favor, Osvaldo, acaba de
    contestarle a Luisito – me exigió mi
    esposa.

    –No fastidies, Mercedes
    –gruñí–. No tengo deseos de
    hablar.

    –Recuerda que es importante para los
    niños recibir respuestas a sus interrogantes
    –dijo mi mujer, adoptando la pose de psicóloga
    materialista.

    La miré con rabia, dispuesto a
    exponerle: «Ajá, conque esas tenemos.
    Si Luis Alfonso se interesara por las reacciones del cuerpo
    humano fuera de la atmósfera, debo decirle:
    espérate un momento, voy a emprender un vuelo
    interplanetario y cuando regrese te cuento». Sin embargo
    ella, acercándose a mí, nerviosa, casi desesperada,
    dio por terminado el conflicto.

    –¿Cómo será el
    encuentro con Mayito? –dijo, colocando una mano encima de
    mi hombro.

    –Ah, qué sé yo
    –suspiré–. Tal vez sea igual de emocionante
    que el encuentro con Sara el año pasado.

    –Según pude descubrir en
    aquella oportunidad –se animó
    ella– a Sara te unen lazos más allá de la
    sangre.

    –Así es, fuimos los mejores
    amigos durante la niñez. Hice silencio, echando hacia
    atrás la moviola de los recuerdos, hasta
    aquellos días en que jugábamos Sara, Ferdinand y yo
    en la casona de los abuelos, a una edad en que aún no
    estábamos contaminados por las miserias propias de los
    adultos. Aunque discutíamos con frecuencia por nuestras
    fantasías nos encontrábamos al margen de odios y
    amarguras.

    –No te hagas ilusiones –corté el aire
    optimista de Mercedes–. Mayito era distinto. Una especie de
    diablo. Nos aventajaba a Sara y a mí en seis años
    de edad y en sesenta de maldad.

    –No olvides que según me decías
    cuando nos casamos, tus primos Bárbara y David eran unos
    vanidosos –discrepó mi esposa,
    incómoda– y cuando vinieron descubrí que
    amaban a todos los Balbuena de aquí como si hubieran
    nacido entre ustedes.

    –No creo que la visita de
    Bárbara y David sea comparable a la de
    Mayito. El viaje de ellos respondía
    más bien a afinidad po lítica con los
    gobernantes de nuestro país.

    Hablamos entonces sobre la ausencia de
    Carlos Alberto en el aeropuerto. Cuando lo invitamos
    a acompañarnos, nos había dicho: «Mayito es
    un gusano, un contrarrevolucionario, un enemigo de Fidel».
    Y cuando argumentamos que nosotros, sin tener los mismos
    criterios que Bárbara y David los habíamos acogido
    con cariño el día que él los llevó a
    nuestra casa, mi hermano respondió: «A ellos me unen
    ideales comunes». Desde luego, Carlos Alberto no
    decía toda la verdad sobre los primos nacidos en
    Argentina: aunque era cierto que estaban adheridos al socialismo,
    hablaron durante su visita de ventajas populares dentro de un
    estado pluripartidista regido por la sociedad civil, y dijeron no
    estar de acuerdo con una ideología dominante sobre las
    demás porque a la larga el poder eterno se
    convertía en dictadura eterna.

    Mientras mi esposa y yo
    conversábamos sobre la visita de
    Bárbara y David, el avión comenzó el
    taxeo hora y media después de la
    señalada según itinerario. La minúscula
    figura de la nave, semejante a una paloma, iba
    engrandeciéndose y mi emoción, la de Mercedes y la
    del mayor de nuestros hijos era comparable a la de Luis Alfonso,
    quien saltaba de alegría mencionando la palabra
    shopping con la pronunciación propia de su edad y
    pedía una y otra vez que le diéramos
    chiclets.

    –¡Dólares, dólares,
    dólares! –empezó a gritar Luis Alfonso
    prendido de mi muñeca; mientras el avión iba
    desplazándose por la pista estuvo a punto de arrancarme el
    reloj.

    –¡Muchacho, tranquilízate!
    ¡Espera que llegue Mayito! –le dije sin darme cuenta
    de que mi ambigua expresión era comprometedora:
    podría interpretarse en el sentido de que la
    satisfacción nuestra dependía del primo.

    Los pasajeros comenzaron a descender y
    nosotros intentábamos adivinar quién
    era Mario Balbuena Iturralde sin mirar las fotos suyas. Mayito se
    me perdíaen la nebulosa de la infancia entre
    los juegos en aquella casona fabricada en terrenos otorgados
    cuatro siglos atrás por el Rey de España a nuestro
    antepasado más antiguo llegado quién sabe si de
    Lisboa, Madrid, el Asia Occidental, Sevilla o Verona. Mayito
    andaba perdido en mi memoria porque de pequeño mis
    compañeros de juego eran los primos Sara y Ferdinand, con
    quienes inventaba la historia de nuestro árbol
    genealógico, editábamos a mano en un solo ejemplar
    el periódico

    «Noticias de los Balbuena» y
    desarrollábamos durante días enteros campeonatos
    mundiales de las Grandes Ligas con multitudes que llenaban el
    estadio de cartón donde se enardecían por las
    jugadas de estrellas como Ted Williams, Miky Mantle y Joe
    DiMaggio. En realidad, gritábamos nosotros mismos a cada
    lance de los dados para cumplir las reglas del juego de mesa
    llamado Beisbolito. En ese tiempo, Mayito ya andaba noviando por
    las calles de Punta Martinas acompañado por mi hermano
    Carlos Alberto y escuchaban las canciones de Paul
    Anka y Elvis Presley recostados contra la victrola
    del Bar de los Chinos con un vaso de ron en las
    manos.

    ¡Al fin lo descubrí! Lo hubiera reconocido
    entre mil personas, lo mismo bajándose del Iberia
    que capitaneaba el tío Francisco Jiménez Balbuena
    en la ruta Madrid-Roma-Berlín-Tokío que abordando
    el DC piloteado por nuestro primo Julio Balbuena Fernández
    desde New Jersey hasta Alaska. Cómo no saber que este
    mulato gordo, llenos los dedos con anillos de oro de los
    más variados tamaños y una pulsera en el reloj cuyo
    valor le hubiera podido garantizar la supervivencia durante un
    año a una familia como la mía, era Mayito; el mismo
    que una vez se fajó a las trompadas con un individuo que
    me había obligado a escupirle la cara a uno de los
    muchachos que recogía sancocho en la casa colonial de los
    Balbuena.

    Enfrentarnos y fundirnos en un abrazo fue un acto
    indiviso.

    –¡Comunista de mierda! –me dijo
    sonriente al oído mientras me palmeaba las
    espaldas–: ¡cuántas veces te mandé a
    decir con Sara y Ferdinand que tu lugar estaba junto
    a nosotros!

    Me soltó una carcajada; era el mismo Mayito de
    veinte años antes, acostumbrado a tratarnos por medio de
    obscenidades y groserías.

    Mientras esperábamos por los trámites
    aduanales, nos apartamos del bullicio para confiarnos recuerdos
    comunes de la época de nuestra convivencia en la casona de
    los abuelos, aunque antes tuvimos que tranquilizar a mis hijos
    con un paquete de caramelos que Mayito compró en la tienda
    del aeropuerto. Rememoramos la ocasión en que supimos
    sobre el primer novio de Sara y nos amenazó a Ferdinand y
    a mí con cortárnoslos si se lo decíamos a su
    padre. Recordamos su costumbre, cada vez que se emborrachaba, de
    discutir escandalosamente con los dueños del Bar de los
    Chinos porque se negaban a valorar en serio su propuesta de
    comprarles el negocio. Conversamos sobre la ruptura entre
    él y mi hermano Carlos Alberto pocos días antes de
    su salida del país.

    Resueltos los trámites, Mayito me preguntó
    la mejor manera para salir de aquel lugar alejado casi diez
    kilómetros de la zona céntrica. Fue uno de los
    momentos cruciales para mí y los míos; los coches
    de caballos esperaban en larga fila por los pasajeros y algunos
    autos particulares se mantenían alejados del parqueo
    aunque sus propietarios conversaban en voz baja con posibles
    clientes, pactando viajes clandestinos. Un taxi de los que cobran
    en dólares se encontraba frente a nosotros derramando
    elegancia y distinción. Yo pretendía evitarle
    gastos innecesarios al visitante.

    –Y bien, primo –reiteró
    Mayito, jovial–, ¿cómo salimos
    de esta especie de Macondo?

    –Sería más barato irnos en un coche
    de caballos –le contesté.

    –Aquí yo traigo plata –se
    palpó sin alardes un bolsillo del pantalón– y
    además una tarjeta de crédito que no será
    muy fácil dejar sin fondos.

    –Vamos a subir al taxi –casi
    ordené.

    Resultó hermoso contemplar Punta
    Martinasandariega y bulliciosa rodando encima de un
    automóvil. Mayito les refería a los niños el
    mareo que sintió mientras el avión atravesaba el
    mar Caribe y una corriente de comprensión los
    acercó en breves segundos. Tanto Luis Alfonso como Osvaldo
    Miguel consumían con moderación los caramelos
    envueltos en papeles de colores, aunque era evidente para
    mí que lo hacían de esa manera para evitar mi
    disciplina futura: en realidad hubieran preferido tragarlos con
    rapidez para engullir uno tras otro.

    De pronto, descubrí que Mayito les
    acariciaba el pelo a mis niños mientras les
    hablaba de su hijo y los tres nietos, el menor de los cuales
    tenía la misma edad que Osvaldo Miguel. Les contaba en
    detalles cómo celebraban allá la Nochebuena y en
    general las Navidades, en tanto yo miraba el paisaje citadino con
    cierto orgullo. Me deleitaba observando la ciudad desde la
    posición del que no tendrá que preocuparse durante
    unos días por las necesidades cotidianas. Días
    sin largas colas para obtener helado barato, las
    escasas mercancías que venden en la bodega
    cada principio de mes y el llamado picadillo de soya de la
    carnicería; me angustiaban las interminables esperas para
    abordar el ómnibus, empastar o extraer las muelas, cortar
    el pelo, realizar gestiones bancarias para obtener un
    crédito destinado a la terminación de la vivienda,
    consultar a un médico y hasta en la morgue del hospital
    para recibir el cadáver de un familiar allegado. La cola
    infinita que se había roto para mí durante los
    últimos meses cada vez que Sara o Ferdinand me enviaban
    dólares.

    Al llegar a este punto de mi
    reflexión, querido Antonio, la rabia me
    impidió continuar disfrutando del verdor de nuestro
    paisaje porque un sol sin sombras me hubiera posibilitado
    sentirme realizado como ser humano. Estaba rabioso porque no era
    mi salario el que sostenía nuestro hogar, sino la ayuda de
    los familiares que habían ido saliendo como apestados del
    país, algunos bajo la lluvia de ofensas y huevos que les
    lanzaba una multitud, convertidos en inmigrantes sin esperanzas
    de retorno y exiliados de sí mismos.

    Miré a Mayito, inmerso en la historia sobre
    Disneylandia que les contaba a mis niños y estuve a punto
    de mandarlo a callar; temí que los contaminara con sus
    relatos, algo me alertaba que detrás de las palabras
    amables de mi primo existía un mensaje subliminal:
    allá en el extranjero no eran necesarias pañoletas
    de pioneros para vivir, banderas al viento ni consignas de una
    sociedad más justa en un futuro lejano. Ese era el mensaje
    que me parecía estaba transmitiéndoles a Luis
    Alfonso y Osvaldo Miguel el mismo Mayito que había salido
    del país después de haber cumplido una condena por
    ser enemigo del gobierno legalmente constituido, y ahora les
    mostraba la opulencia y prosperidad lograda por él
    mientras ellos debían conformarse comiendo caramelos de
    calidad gracias a sus dólares.

    La rabia combinada con la escasa velocidad
    del taxi por el mal estado de las calles y el flujo
    constante de bicicletas, me llevaron a contemplarlo todo de
    manera distinta a como lo veía diariamente en mis viajes a
    pie por la zona que ahora recorríamos.
    Íbamos pasando frente a la estación del ferrocarril
    y se me ocurrió que hubiera resultado interesante tomar
    fotos de la gente deambulando de un lugar a otro, los vendedores
    de baratijas expuestas en catres y las moscas revoloteando sobre
    los alimentos, para convertirlas en bellas postales con un
    reverso que explicara en varios idiomas las bondades de nuestro
    clima y la posibilidad para el turista de conocer un mundo
    superado en los países donde ellos
    vivían.

    –¿En qué piensas,
    primo? –me preguntó de pronto Mayito,
    rompiendo el hechizo que llevaba dentro de mí. En este
    instante sentí vergüenza por acompañar en un
    taxi para turistas a quien le había llamado chivato a
    Carlos Alberto en el juicio celebrado años atrás,
    porque mi hermano denunció sus comentarios contra la
    política gubernamental a favor de los pobres durante las
    borracheras en el Bar de los Chinos, declaración que le
    sirvió al tribunal para fundamentar que
    efectivamente

    Mayito se había convertido en un
    sujeto proclive a traicionar su patria.

    –En vainadas –le respondí de la
    manera menos comprometedora posible y él me premió
    con una sonrisa que comenzó frente a la clausurada
    Dulcería El Primor y vino a terminar justo en la entrada
    de la calle Joaquín Cortinas.

    El auto giró a la
    derecha.

    –¡Oye, Mayito, habíamos acordado que
    te hospedarías en el hotel antes de ir a mi
    casa!

    –Cambié de opinión. Aunque no vamos
    a tu casa ahora, sino a la de Carlos Alberto.

    –¿A casa de Carlos
    Alberto?

    –¿Y por qué no?
    ¿Crees que le guardo rencor?

    Le dio instrucciones al chofer y nos detuvimos frente a
    la misma casa de paredes descascaradas y pintura azul deslavada
    que cada día yo visitaba para conversar con mi hermano y
    también soportar sus críticas por mis relaciones
    epistolares con nuestros parientes que vivían en el
    extranjero.

    Carlos Alberto nos recibió en la
    sala que resultaba estrecha para albergar el juego
    de muebles forrado con vinil carmelita; aunque trató de
    ser amable, yo sabía que se encontraba nervioso: me
    había rogado en más de una oportunidad que no
    llevara a Mayito a su casa.

    –¡Dame un abrazo, primo!
    –gritó eufórico el visitante. Había
    ternura en el tono de su voz. Era evidente que
    deseaba reconciliarse con mi hermano y recuperar la
    fraternidad de años antes, durante la época en que
    el abuelo Mario José nos hacía reunir a todos sus
    descendientes cada sábado en horas de la noche en la
    casona colonial, y luego de golpear tres veces el piso con su
    bastón de ébano ordenaba el inicio de la velada
    cultural en la que nuestra tía Mariana recitaba
    sus

    «Poesías mambisas»; el tío
    Julio Alberto tocaba la guitarra; la mayor de las
    primas, María del Pilar, demostraba su virtuosismo como
    pianista y los más pequeños representábamos
    breves dramas teatrales que montaba y dirigía Carmen
    Iturralde, la madre de Sara, Ferdinand y Mayito.

    Habían ido llegando a la casa de
    Carlos Alberto otros parientes que vivían en
    lugares aledaños y apenas podíamos movernos. Todos
    temíamos que se produjera una escena violenta entre dos
    hombres tan cercanos durante la niñez y la juventud,
    distanciados de manera definitiva por la política. Carlos
    Alberto vivía cuestionando la manera deshonesta con que
    Mayito había logrado una fortuna partiendo del modesto
    Mario's bar, abierto en la calle Siete de Miami y al que iban
    cuantos deseaban probar suerte en la ruleta, el bacará,
    los dados y hasta la perinola, célebre juego de la
    época colonial en Cuba, que le posibilitó con el
    transcurso de los años el establecimiento de una
    próspera cadena de casinos en el este de los Estados
    Unidos.

    Sin embargo, Carlos Alberto
    correspondió al abrazo de Mayito con la
    sinceridad de quien ha logrado desterrar el odio de su interior y
    un murmullo alegre se escuchó entre los presentes. En la
    sala achicada por la curiosidad de los más jóvenes
    y el espíritu pendenciero de los mayores abundaron las
    anécdotas familiares mientras
    masticábamos chiclets a mandíbulas llenas
    y nos pasábamos las bolsas plásticas
    de caramelos envueltos en papeles de colores que no
    veíamos desde la última visita de Sara.

    En medio de la conversación, mi
    hermano Carlos Alberto no pudo contener su
    asombro.

    –Entonces, ¿Ferdinand es un importante
    ejecutivo? – indagó poniéndose de pie. Me
    daba rabia su actitud: le había contado en más de
    una oportunidad la ocupación de nuestro primo y ahora me
    hacía quedar como un egoísta, como si le hubiera
    estado ocultando información sobre nuestros
    familiares.

    Mayito me dedicó una mirada de
    reproche. En su última conversación
    telefónica conmigo desde Miami había sido
    explícito: Ferdinand casi exigía mi
    intervención para convencer a Carlos Alberto de que
    cumpliéramos el viejo sueño de la infancia:
    pasearnos todos de la Alameda al puente y del puente a la Alameda
    en la querida Lima de sus abuelos maternos y de la
    linda Carmencita Iturralde, su madre. Sueño que
    habíamos fabricado entre todos los primos
    mientras montábamos los dramas teatrales que
    se representaban cada sábado.

    –Preside la Balbuena and Balbuena
    Equipment Corporation, con sede en Richmond Hill
    –aclaró Mayito observando ahora a Carlos Alberto con
    sumo interés.

    Estoy seguro de que mi hermano pensó
    unos cuantos uf, oh, urg,
    ak, erf, recórcholis,
    cáspita y otras cuantas expresiones leídas
    en los muñequitos de Supermán durante su juventud a
    los que tan aficionado había sido. Yo observaba divertido
    la expresión azorada de su rostro mientras Mayito
    describía los límites de la Balbuena and Balbuena
    asentada en New York, capaz de absorber en los rubros financiero
    y comercial a empresas tan poderosas como la Mitubishi
    Electronical Corporation y la Canadian Rank Company, y si Carlos
    Alberto hubiera sido un personaje de tus novelas, Antonio, de
    seguro lo hubieses puesto a tirarse de los pelos por
    comemierda.

    Nunca te había contado la anécdota que me
    pediste para tu relato «La flor de la canela», porque
    temíaperjudicar a mi hermano, su militancia
    en el Partido Comunista de Cuba, su posición de
    marxista-leninista y su larga ejecutoria como director de la
    fábrica de piezas agrícolas en Punta Martinas.
    Aunque me encontraba herido por su franqueza al llamarme alienado
    porque aceptaba los frecuentes envíos de dólares de
    nuestros familiares en Estados Unidos, España y Portugal,
    jamás había dejado de quererlo; sin embargo,
    ¿qué importancia tendría continuar
    silenciando lo que ya no puede dañarlo?

    Ferdinand había sido como quien dice
    alumno de Carlos Alberto cuando los dos trabajaban
    en la filial de la IBM en La Habana durante la década del
    sesenta, una especie de ayudante de mi hermano quien operaba un
    traste lleno de bombillas y válvulas catódicas del
    tamaño de una habitación del apartamento que
    ocupaba la firma norteamericana en un edificio cercano al
    malecón de la capital, pero que se trataba de la
    computadora más moderna en aquellos
    tiempos.

    Cuando el gobierno revolucionario cubano
    comenzó a intervenir las
    compañías extranjeras, la gerencia de la filial de
    la IBM determinó trasladar el equipamiento
    tecnológico hacia Lima, proponiéndole a los
    empleados excelentes salarios si se iban a
    Perú.

    El objetivo de la IBM era llevarse del país la
    mayor cantidad posible de cerebros para boicotear a un gobierno
    que le afectaba unos cuantos millones de dólares
    recién invertidos en Cuba. Mi hermano Carlos Alberto
    llegó a tener en sus manos el pasaporte con el visado que
    autorizaba su ingreso a territorio peruano, la
    compañía le compró ropa elegante, le
    prometieron alquilar para él un chalet en las afueras de
    la capital y entregarle un automóvil que mantendría
    la corporación y al cabo de seis meses podría
    reclamar a sus familiares allegados.

    Yo, un niño todavía, al saber
    tales noticias las comentaba eufórico con Sara y Ferdinand
    y ellos se ilusionaban conmigo. Conectábamos el tocadiscos
    de la RCA Víctor que recientemente había comprado
    el abuelo y emocionados localizábamos entre el
    montón de los llamados discos sencillos de 33
    RPM aquel en cuyo estuche protector aparecía la negra
    figura de un pianista con los dientes tan blancos que
    parecían de nieve. Colocábamos el disco encima del
    plato giratorio, movíamos hacia él la palanca con
    la aguja y mientras el cantante nos iba diciendo
    déjame que te cuente, limeña, déjame que
    te diga la gloria del ensueño que evoca la memoria del
    viejo puente del río y la alameda
    , nosotros
    tres soñábamos con la ciudad que deseábamos
    conocer por el sólo hecho de que allí había
    nacido la hermosa Carmencita Iturralde y sabíamos que era
    ella quien airosa caminaba porque en realidad su colo r
    era como el de la flor de la canela que derramaba lisura y a
    su paso dejaba aromas de mixturas que en el pecho llevaba
    .
    No cabían dudas, nosotros queríamos huir de Punta
    Martinas, de su ambiente vulgar, de sus calles con olor a
    caballos; porque no nos ocultábamos que
    pretendíamos ir del puente a la alameda con
    Carmencita Iturralde, a sabiendas de que menudo pie la lleva,
    por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas.

    Era

    un sueño que íbamos comunicándoles
    a todos los primos, hasta que el propio Mayito venía a
    aprenderse la letra del vals de Chabuca Granda escuchando el
    tocadiscos y cuando finalizaba la canción tarareaba
    déjame que te cuente, limeña, ay déjame
    que te diga, morena, mis pensamientos; a ver si así
    despiertas del sueño que entretiene, morena, tus
    sentimientos
    y fuimos quedando de acuerdo que en Punta
    Martinas no se podía vivir, todo andaba revuelto,
    escaseaba la comida, no llovía nunca, muchos nos
    consideraban unos gusanos por tener un apellido que fue
    aristocrático y por lo tanto estábamos obligados a
    ir del puente a la alameda.

    A los pocos días las pompas de nuestras ilusiones
    explotaron; papá puso objeciones contra el proyectado
    viaje de Carlos Alberto y mi hermano no tomó la
    decisión final que nos hubiera llevado en seis meses
    de la alameda al puente como si hubiera olvidado que ya
    era mayor de edad. Y se quedó en Punta Martinas,
    llenándose de hijos y resentimientos, mientras
    Ferdinand, que como te he dicho en otras oportunidades no
    llega en inteligencia ni a los tobillos de mi hermano Carlos
    Alberto, obtuvo el permiso de sus padres aunque sólo
    tenía diecisiete años. Al cabo de once meses
    Ferdinand fue trasladado a Quito como vicegerente de operaciones;
    de Quito a Bogotá viajó en condición de
    gerente y de la capital colombiana marchó a reunirse con
    los padres que para esa fecha habían llegado a Miami junto
    a Mayito y Sara.

    Ahora habían pasado veinte años de la
    ruptura sentimental entre Carlos Alberto y Mayito, los dos primos
    inseparables en el pasado. Este último, poniéndose
    de pie y manteniéndose rodeado por los familiares que
    pretendían agradarle con lisonjas, cortó la
    conversación de una prima lejana que consideraba su camisa
    la más hermosa de cuantas había visto.

    –No hables más, Lourdes –le dijo, y
    dirigiéndose a mí–: primo, cuando esté
    preparando las maletas para el regreso me recuerdas dejarte esta
    camisa y se la entregas a ella. Quizás le guste
    convertirla en una blusa.

    Hubo un murmullo de consternación en la sala
    mientras los visitantes iban retirándose poco a poco. Nos
    disgustaba la manera desvergonzada de aquella muchacha de
    apellido Balbuena, su procedimiento indigno al extender la mano
    en dirección a Mayito. A mí particularmente me
    consolaba el saber que se trataba de una excepción entre
    los nuestros: era la única de la familia dedicada al
    jineterismo, comercio sexual con extranjeros ya algo común
    en Punta Martinas para esa fecha.

    –Ahora quiero hablar a solas con
    Carlos Alberto –fue tajante Mayito y estoy
    seguro de que mi hermano estaba pensando: «Tú y yo
    nada tenemos en común».

    Qué conversaron, cuántas
    verdades se dijeron, no lo sé. No
    podría explicarte mi buen Antonio, al menos por ahora, si
    se ofendieron para luego abrazarse como hermanos. Quizás
    después, cuando yo vuelva a acomodar mi vida de emigrante,
    podré dedicarme a indagar lo sucedido. Ahora sólo
    estoy en condiciones de revelarte lo que me confesó Carlos
    Alberto días después de la partida de
    nuestro primo con destino a Miami. Considero que la
    información te servirá para algún
    capítulo de la novela que estás escribiendo sobre
    nuestra familia.

    Mi hermano y yo nos vimos como siempre en su casa. Lo
    notaba deseoso de confiarme sus inquietudes.

    –Osvaldo, vamos a sentarnos al parque
    –escuché extrañado el tono de su voz cercano
    a la ternura, él, que siempre me había tratado con
    recelo por mis ideas contrarias a las suyas.

    Su vivienda carecía de privacidad,
    me dije tratando de entender sus misteriosas
    intenciones. Como recordarás se trataba de una casa que
    tenía las paredes laterales en común con las
    aledañas, y por tal motivo toda conversación
    podía ser escuchada. Conocíamos que si bien los
    vecinos de la derecha eran gente discreta y enemiga de cualquier
    conflicto, los de la izquierda tenían por costumbre
    divulgar cuanto escuchaban.

    Una vez en el parque, bañados por el
    sol aquella tarde de otoño y escuchando el
    piar de los gorriones que buscaban acomodarse en los frondosos
    árboles, Carlos Alberto se abrió a las
    confesiones.

    –Estoy cansado –suspiró,
    con su habitual tono mesurado al hablar. Yo
    advertí que el cansancio databa de treinta años
    antes, porque me confió sentirse adolorido al ver
    cómo otros con menos talento pero con más
    uñas para ascender vivían rodeados de comodidades,
    mientras él y los suyos sufrían todo el rigor de
    una crisis cuyo final ya no avizoraba.

    Iba trazando con palabras el itinerario de
    su camino por la vida mientras yo lo escuchaba
    asombrado. Sus acciones no habían estado determinadas por
    la adhesión a un ideal político, sino por el
    rastrero fin de lograr una posición social
    ventajosa.

    –¡Quieres decir que ya no eres comunista!
    –le reproché dejándome arrastrar por la
    incomodidad cuando concluyó su larga relación de
    frustraciones. Yo estaba irritado por sus hipócritas
    acusaciones contra mí durante todo este
    tiempo cada vez que me acusaba de estar
    dejándome seducir por los dólares.

    –Quiero decir que nunca lo fui
    –precisó mirándome con tristeza–. Y he
    aceptado la propuesta que me hace Ferdinand por mediación
    de Mayito para irme a Lima. A convertirme en el gerente de la
    Balbuena and Balbuena Equipment Corporation, que empezará
    dentro de unos meses a fabricar maquinaria agrícola para
    el mercado del sur.

    Como comprenderás, mi primo Antonio,
    después de la muerte de mis padres no le encuentro sentido
    a continuar anclado en Punta Martinas. Y el haber aceptado la
    invitación de Carlos Alberto para irme a vivir con
    él a Lima no significa que esté huyendo de las
    dificultades que tú seguirás afrontando hasta que
    pueda llevarte conmigo. Te lo aseguro, sólo persigo
    cumplir el viejo sueño mío y de nuestros primos
    Sara y Ferdinand de bajar por toda la alameda con una guitarra e
    ir cantando con nuestras voces enronquecidas por el frío
    de la madrugada déjame que te cuente, limeña,
    ay déjame que te diga, morena, mis
    pensamientos
    .

    Y ahora perdóname que detenga esta historia de
    una manera brusca. Una voz de mujer está anunciando el
    vuelo con destino a Lima y yo no quiero esperar treinta
    años como mi hermano Carlos Alberto para bajar del
    puente a la alameda
    porque mi único deseo ahora es
    despertar del sueño que entretiene mis
    sentimientos.

    (Del libro de cuentos inédito
    FICCIONES DE LA CUBA MÍA)

     

     

    Autor:

    Andrés Casanova

    El escritor Andrés Casanova (Las Tunas, Cuba,
    1949) es narrador, poeta, autor de guiones radiales dramatizados
    y ha incursionado en la escritura de guiones
    cinematográficos. Es miembro de la Unión de
    Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha obtenido varios premios
    y menciones nacionales e internacionales tanto en los
    géneros de poesía como en cuento y novela, y su
    obra aparece en diversas antologías.

    Libros publicados: En el género novela: Hoy
    es lunes
    (Editorial Letras Cubanas, 1995);
    Tormenta tropical de verano (Editorial Sanlope, Las
    Tunas, Cuba, 2000; Ediciones Coyoacán, México,
    2003; Editorial Emooby, Portugal, 2011); Las trágicas
    pasiones de Cándida Moreno
    (Editorial Sanlope, 2001;
    Editorial Emooby, Portugal, 2011); La jaula de
    los goces
    (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001;
    Editorial Emooby, Portugal, 2011); La fiebre del
    atún
    (Editorial Oriente, 2005); Las nubes de
    algodón
    (Editorial Sanlope, 2005); No somos
    aquellos niños
    (Editorial Sanlope,
    2007); Atrapados por el vicio (Editorial Emooby, Portugal,
    2011); Fiesta con Havana Club (Editorial Amarante,
    Salamanca, España, 2011); Canción desde la
    huída
    (Editorial Amarante, Salamanca, España,
    2012); y Onán en busca de la mujer perfecta
    (Editorial Amarante, Salamanca, España, 2012). En el
    género cuento: El reloj, ese asesino (Editorial
    Sanlope, 1991; Pequeñas historias memorables
    (Sanlope-Publicigraf, 1994; Editorial Emooby, Portugal, 2011);
    Ángel el desalmado y ot ras historias, Trazos
    literarios, España, 1995. Toda su poesía permanece
    inédita o publicada en revistas literarias y en
    Internet.

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