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Introducción al proceso civil. Tomo I



    PRESENTACIÓN

    "Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a
    él no puede ver reflejado a un
    apóstol".

    (GEORG CHRISTOPH
    LICHTENBERG)

    Lo que sigue más que una presentación es
    una confesión. Escribo porque no sé pintar,
    componer, actuar, ni siquiera cantar. Y si lo hago es porque la
    necesidad de comunicarme es superior a los medios con que cuento
    para tal fin.

    Cada lector, no tengo duda, es dueño absoluto de
    lo que aquí pueda encontrar. Si mis objetivos fueran
    distintos a los de cada uno, tal situación solo
    hará más fecunda la aventura intelectual propuesta.
    Si bien esta obra trata sobre los aspectos generales de una
    ciencia jurídica -La teoría del proceso-, me parece
    imprescindible compartir sus motivaciones: un abogado
    latinoamericano que tiene la fortuna de escribir asume un
    compromiso trascendente con su comunidad, de tal manera que el
    contenido jurídico de su mensaje solo debe ser el
    vehículo para ayudar al descubrimiento de nuestra
    identidad colectiva. Sería absurdo y soberbio considerar
    que compartir algunos datos sobre derecho procesal va a cambiar
    la realidad. Es tan necio como negar que tal información
    puede coadyuvar a tal empeño. Después de todo, no
    existe disciplina jurídica más ligada a los
    acontecimientos cotidianos de una sociedad -y, por eso a su
    historia– que el proceso judicial, un permanente fenómeno
    de masas.

    El derecho tiene una manera singular de manifestarse en
    esta parte del mundo llamada Latinoamérica. Lo que
    represente para los pobladores de estas tierras no tiene por
    qué ser lo mismo -de hecho no lo es- para los de otras.
    Nuestro ingreso tardío al escenario histórico de
    los hechos de resonancia mundial ha determinado que nos sea
    impuesto un derecho usado en oposición a la posibilidad de
    germinar y concretar un derecho nuevo y nuestro.

    Este derecho impuesto por la fuerza nos ha exigido una
    renuncia obligada a nuestras prácticas y hábitos
    cotidianos. Sin pedirlo y mucho menos merecerlo, nos venimos
    sometiendo por siglos a mandatos jurídicos cuya
    razón suficiente nunca nos fue comunicada, pero que
    debemos obedecer. En el Estado Inca, por ejemplo, no
    existió el derecho de propiedad en los términos
    -exclusivos e individualistas elaborados por el derecho privado
    occidental. Pero la conquista obligó a nuestros
    antepasados a aceptar una forma de transmisión hereditaria
    de la propiedad que no solo atentó contra su
    concepción de la familia, sino contra su célula
    social básica, el Ayllu.

    Este derecho se transmite a través de un
    método escolástico y dogmático que nos
    condena a ser receptores pasivos de una imposición
    cultural. Nos obliga a pensar que somos otros. Ha generado una
    cultura jurídica aislada de su realidad. En las
    universidades se transmite información jurídica
    impregnada de un sofisticado contenido teórico que
    divorcia cada día el hecho del derecho. Otras veces el
    aprendizaje solo consiste en la transferencia mecánica de
    datos legales, lo cual reduce las ciencias jurídicas a
    apenas un mezquino esfuerzo memorístico. Los abogados, por
    nuestro lado, hemos desarrollado un metalenguaje que
    se levanta como un muro de incomprensión entre el derecho
    y el ciudadano, quien suele espectar aterrado cómo su
    problema no solo no se soluciona al judicializarse, sino que es
    traducido a un idioma esotérico que lo margina y, por si
    fuera poco, lo convierte en mercancía.

    Nos comportamos como acólitos de una ciencia que
    la consideramos "pura", totalmente liberada de influencias
    materiales. Nos place difundir un saber "neutro" respecto de los
    problemas sociales, aunque intuyamos que tal imparcialidad sea un
    fiasco: solo sirve para disfrazar una defensa cerrada del
    sistema.

    Un derecho que es ininteligible para las mayorías
    es perverso, inútil, frustrante y, sobre todo, antisocial.
    Esta situación se agudiza en regiones como la nuestra
    donde describir un hecho es lo mismo que denunciado.

    El derecho importado disfraza su parálisis
    insinuando una evolución a través de la ley. El
    mito de la norma escrita viene dejando una profunda huella en el
    quehacer jurídico nacional. Así, se presume que la
    realidad es modificada por la nueva norma desde el momento en que
    esta decreta que los hechos no son lo que son sino lo que ella
    dice que deben ser.

    Debido al influjo ideológico de su certificado de
    origen, el Derecho en Latinoamérica se ha reducido a una
    permanente gestación legislativa hecha desde el poder, por
    el poder y para el poder. Para expresarlo en términos
    propios de una sociedad de consumo, el productor jurídico
    elabora normas desde su perspectiva y para el ejercicio pleno del
    control político. Así, si le falta dinero, crea
    tributos o aumenta la tasa de los ya creados. Si le interesa
    ganar un proceso, modifica normas procesales y por medio de una
    curiosa "interpretación auténtica ", las aplica al
    proceso ya iniciado. En nuestros sistemas políticos el
    productor jurídico es onanista, se
    autosatisface.

    A escasos años de iniciarse el tercer milenio,
    ¿debemos renunciar a seguir recibiendo y difundiendo un
    derecho frío, calculador y ajeno, que en la
    práctica solo ha consistido en un instrumento para
    negarnos culturalmente? ¿Podemos proveernos de un derecho
    que sirva para ser nosotros? La respuesta es afirmativa, tal como
    enseña la historia.

    En los últimos tres siglos, los nacientes Estados
    europeos utilizaron el derecho para afirmar su independencia y
    autonomía. Las pugnas entre los juristas por la paternidad
    de una institución o de una escuela eran luchas
    encarnizadas por afianzar la conciencia nacional a través
    del derecho, que aportó, entonces, una cuota importante
    para la autoafirmación de los Estados europeos. Si bien el
    fin del presente siglo los encuentra en la ruta inversa -gestando
    un derecho común- se trata de una tendencia originada en
    las necesidades del capitalismo monopolístico1 , que le
    impone a la Europa occidental la necesidad de contar con un solo
    derecho a fin de ser más eficaz.

    Entonces, la historia nos enseña que el derecho,
    como la verdad, nos puede hacer libres. Para ello solo tenemos
    que convertirlo en una expresión auténtica de
    nuestros valores, intereses y objetivos.

    Por otro lado, debemos exigir al productor
    jurídico -a quien a veces se nos concede el derecho de
    elegir- que realice su actividad teniendo como referencia
    inmediata las necesidades, urgencias y preocupaciones del
    consumidor jurídico. Solo desplazando el centro de
    gravedad e importancia de la actividad jurídica hacia el
    usuario -nos referimos al sujeto a quien se dirige el mandato- se
    puede empezar a generar un tipo de derecho nuestro.

    En materia jurídica conservar es bueno, hasta que
    descubrimos que aquello que mantenemos ha dejado de tener
    utilidad y correspondencia con las exigencias sociales de la
    época. En ese momento la conservación se convierte
    en reacción y a la función del jurista se incorpora
    el deber científico y moral de aportar su creatividad para
    producir el cambio. Aunque la propuesta sea poca, bastará
    que crea en otro sistema jurídico más real y
    más humano para que su aporte sea valioso. Cambiar no es
    fácil, sí lo es conservar2 .

    Lo expresado es aplicable a los estudios procesales.
    Hemos recibido en herencia los errores históricos de
    otros, con la misma fatalidad con que el buey admite su destino.
    En materia procesal civil por ejemplo: son pocas las diferencias
    que existen entre el procedimiento extraordinario (cognitio
    extraordinem) del derecho romano (siglo III d. C.) con el juicio
    ordinario vigente en nuestro país hasta mediados de 1993.
    El estudio de los procedimientos sumarios, en auge durante el
    apogeo del comercio en las ciudades- estado italianas
    (Génova, Verona, Padua, Venecia), fue despreciado por
    aquellos de quienes fuimos herederos y, por eso, también
    lo despreciamos. Privilegiar los estudios y el diseño de
    los ordenamientos procesales a partir del procedimiento
    más extenso en desmedro de los breves y expeditivos ha
    sido un severo error histórico que todavía hoy
    pagamos con creces.

    Veamos el caso peruano. Luego de tres años de
    vigencia, la aplicación del Código peruano enfrenta
    dos retos. Por un lado, sobrevivir al absoluto abandono a que ha
    sido sometido por el Estado, fundamentalmente en materia de
    número de jueces, de su remuneración y de la
    infraestructura idónea para cumplir con los actos
    procesales que propone. Por otro, seguimos empeñados en
    concretar análisis procedimentales del Código, como
    en los viejos tiempos. Así, nos dedicamos a descubrir
    defectos en la norma, sin conocer previamente la
    institución procesal a la que esta pertenece. Es decir,
    investigamos los signos de puntuación sin interesarnos por
    el contenido de la novela.

    Dentro de un esquema procedimental, la norma positiva
    suele ser el comienzo y el fin de los estudios tradicionales. El
    procedimentalista, fiel a la Escuela de la Exégesis -de la
    que es discípulo a veces sin saberlo-, practica
    "anatomía" con la norma, persigue con delirio su
    "interpretación adecuada" y la "encuentra" a su
    enésima lectura. El procedimentalista es
    escolástico en el método, dogmático en sus
    creencias y, finalmente, formalístico en el
    análisis.

    El procesalista, en cambio, es investigador de los
    orígenes, fundamentos y alternativas de uso de las
    instituciones procesales. Solo llega al estudio de la norma una
    vez que identifica la concepción jurídica que la
    sustenta. Para el procesalista, la norma es solo una
    opción legislativa; para el procedimentalista, su
    razón de ser.

    Las instituciones procesales son instrumentos al
    servicio de una justicia certera y expeditiva. El reto de escoger
    la institución pertinente y adecuarla a la idiosincrasia
    de nuestro consumidor jurídico es difícil, pero
    bien vale intentarlo. Desde esta perspectiva, el Código
    peruano no es el fin de los estudios procesales, sino apenas su
    punto de partida. La investigación sobre la pertinencia en
    la elección de las instituciones es el camino, en nuestra
    opinión, por donde debe discurrir la labor del jurista
    nacional.

    En testimonio de lo expresado, este libro no analiza las
    normas del Código -aunque las cita como ejemplos
    permanentemente-, sino las instituciones procesales consideradas
    básicas para enfrentar el reto de transformar nuestro
    servicio de justicia. Es probable que muchas de las
    teorías aquí descritas sean consideradas superadas
    en otras latitudes. Sin embargo, más allá de la
    certeza de tal afirmación, lo importante es que elaboremos
    nuestro propio camino, tengamos nuestros aciertos particulares y
    nuestros desengaños exclusivos.

    Atendiendo a la incesante producción
    bibliográfica que se viene dando en sede nacional sobre
    temas procesales, en unos años estaremos en condiciones de
    proponer variantes teóricas sobre cualquier
    institución procesal, las que serán reflejo de
    nuestras necesidades y carencias particulares.

    La construcción de una disciplina jurídica
    socialmente útil empieza por compartir colectivamente sus
    conceptos básicos. La circunstancia histórica de
    estar o sentirnos atrasados en la información que
    compartimos no nos debe confundir ni arredrar. No siempre estar
    adelante significa ser el mejor; si así fuera, la manera
    natural de movilizarse del hombre sería corriendo. Los
    trabajos sobre derecho procesal, por lo menos en sede nacional y
    por un tiempo más, deben continuar siendo fundacionales.
    Una vez afirmada y masificada la información
    básica, estaremos en condiciones de desarrollar todo
    nuestro esfuerzo creativo en la materia.

    Si el proceso civil es el medio para solucionar
    conflictos de intereses, entonces es un instrumento de paz
    social. Para que cumpla su trascendente función es
    imprescindible concederle todo nuestro esfuerzo y sacrificio. La
    paz social no se encuentra ni se descubre, sino es consecuencia
    de una laboriosa construcción colectiva. Esta obra
    pretende ser un aporte -y a la vez un homenaje- a la esforzada y
    meritoria labor que están desarrollando los jueces y
    abogados del país con tal objetivo. La difusión y
    utilidad social de los estudios procesales, constituye la cuota
    que todo procesalista debe aportar para la obtención de la
    paz social. Creer que esta se puede lograr sin lucha y sacrificio
    es como pensar que puede haber amor sin dolor.

    JUAN MONROY CALVEZ

    Lima, agosto de 1996

    PRÓLOGO

    Afirma el escritor argentino-galo HÉCTOR
    BIANCIOTTI que "hay que darle tiempo a las abejas de la
    imaginación", expresando así, con elegancia, su
    convencimiento acerca de que es necesaria una cierta dosis de
    maduración interna para abordar tareas en las cuales el
    espíritu humano se compromete grandemente. Entre dichas
    tareas, se cuenta la redacción de un libro técnico,
    donde se vuelca toda la experiencia y los conocimientos
    adquiridos por su autor.

    Indudablemente, MONROY GÁLVEZ le ha dado tiempo
    "a las abejas de su imaginación" para recién
    después confeccionar esta obra, que no es la primera ni
    seguramente la última y decimos ello porque el resultado
    de la empresa es óptimo. En efecto: estamos ante una
    entrega editorial que constituye una suerte de "precipitado" de
    largas y profundas lecturas que han fructificado, también,
    en planteos originales. Pruebas al canto: por lo común un
    libro de las características del aquí presentado,
    no incluye el tratamiento por separado de los hechos, actos y
    negocios procesales. Nuestro autor, en cambio, se ha preocupado
    por regalarnos una ilustrada y personal visión del tema,
    precedida por una muy interesante -e indispensable para la mejor
    comprensión del asunto exposición del tema desde la
    perspectiva de la Teoría general del derecho. ¿Y
    qué decir del capítulo X dedicado al
    análisis del derecho de acción a través de
    recordatorio de las doctrinas de los grandes maestros de la
    procesalística, sin por ello olvidarse de aportar su
    propia opinión en la materia? Le confesamos al lector que
    experimentamos poca simpatía hacia los autores que se
    limitan a reiterar lo "probado y sabido" sin adosarle pizca
    alguna de ingenio propio. Claro está que obras como la que
    acabamos de ver -en las cuales se abordan tantas y tantas
    cuestiones diferentes y con distinta trascendencia- son poco
    propicias para que sus hacedores adopten posiciones novedosas
    respecto de todos los tópicos tratados. Pero igualmente lo
    es que los creadores de ficciones que somos los escritores
    -también los de materia jurídica- sabemos que el
    deqnso de toda obra siempre proporciona algún resquicio
    para procurar fascinar al lector merced a una concepción
    ingeniosa y original. De algún modo participa de lo que
    venimos señalando ERNESTO SABATO, cuando enseña
    que: "una ficción es como un continente, en que para
    llegar a lugares que han de fascinarnos, debe atravesarse
    estúpidas llanuras sin otros atributos que el polvo, el
    cansancio y la monotonía".

    En otro orden de cosas, consignamos que nos parece que
    Introducción al proceso civil, por su vasto contenido y
    por la sencillez de la prosa empleada, puede ser calificado como
    un libro "polifuncional". Es que su lectura puede ser aprovechada
    tanto por el estudioso -ya avezado- de la disciplina procesal,
    como por el estudiante que virginalmente se introduce en sus
    procelosas aguas por vez primera.

    Corriendo el riesgo de que se nos considere poco
    objetivas, nos vence el impulso de introducir el argumento ad
    hominen, conforme el cual también se puede juzgar a una
    obra por los méritos (o deméritos) de la persona
    del autor. Sucede que MONROY GÁLVEZ es uno de los
    principales responsables de la suerte de revolución que se
    ha registrado en la procesalística civil peruana, en los
    últimos años. La frescura de su pensamiento y su
    vigor intelectual, han posibilitado que quedaran de lado malas y
    morosas prácticas procedimentales que se habían
    enquistado en las tierras del Rimac.

    No es nuestro cometido ni nuestro propósito
    formular un panegírico del autor de Introducción al
    proceso civil, pero reputamos importante que cuando se consulta
    un libro técnico también se tenga una mínima
    noticia -para el caso que no se tuviera- de la trayectoria de su
    hacedor.

    A esta altura, quien esté leyendo estas
    líneas se habrá formado opinión respecto de
    que pensamos que el libro prologado "merece" a su autor y este a
    su libro. ¿Qué más podríamos expresar
    sin que sonara a ditirambo? Nada. Mejor, entonces, que callemos,
    y que la obra hable por sí sola.

    JORGE W. PEYRANO

    CAPÍTULO I

    ORIGEN
    HISTÓRICO DEL PROCESO

    "La justicia es el único amigo que
    acompaña al hombre después de la muerte; todo lo
    demás perece con el cuerpo" (Manú. Libro VIII,
    17
    ).

    1. DE LA ACCIÓN DIRECTA A LA
    ACCIÓN CIVIL

    En 1978 el líder de la democracia cristiana
    italiana Aldo Moro fue secuestrado. Varios días
    después su cuerpo fue encontrado: había sido
    asesinado por sus raptores. Uno de los grupos terroristas que
    reivindicó su "colaboración" con las Brigadas Rojas
    en el crimen, era francés y se autodenominaba
    Acción Directa (Action Directe).

    La acción directa, sin embargo, es mucho
    más que el nombre de un grupo extraviado, es una etapa en
    la evolución histórica de la humanidad. Imaginemos
    una escena para explicarnos: en el Paleolítico inferior se
    produce una disputa entre dos hombres primitivos, originada en
    que uno le ha arrebatado la lanza-su instrumento de
    supervivencia- a otro. Luego del despojo, el perjudicado busca
    recuperar la lanza a la fuerza; por tanto, la manera de
    solucionar el conflicto de intereses originado en la
    posesión de la lanza es la confrontación
    física directa entre los protagonistas, con la probable
    desaparición o inutilización de ambos
    contendientes. Así se resolvieron los conflictos
    interpersonales al inicio de nuestra agitada aventura de
    sobrevivir en la tierra. De igual parecer son COUTURE3 y ALZAMORA
    VALDEZ4 .

    Los hechos descritos -el asesinato de Moro y la pelea en
    el Paleolítico inferior-, prescindiendo de los miles de
    años que los separan, constituyen manifestaciones de una
    misma conducta: acción directa. Son actos en que el animal
    humano resuelve en forma inmediata, práctica e
    instantánea sus conflictos intersubjetivos, teniendo como
    instrumento exclusivo el uso de la fuerza. La acción
    directa es la prescindencia de todo método razonable para
    solucionar un conflicto de intereses5 .

    Si el grupo humano hubiera dependido exclusivamente de
    la acción directa para solucionar sus conflictos, muy
    prontamente se hubiera extinguido. Ante un medio ambiente
    agresivo y hostil, la única posibilidad que tuvo el animal
    humano para subsistir dependió de la formación de
    grupos (clanes, tribus, gangs, etc.). Lo que explica un rasgo del
    hombre tan antiguo como su existencia: su
    sociabilidad.

    Así y todo, la estabilidad de estos grupos estuvo
    condicionada a que el hombre consiguiera su primer éxito
    político y colectivo: la prohibición de la
    acción directa. En estricto, todo lo logrado a la fecha en
    materia de desarrollo y progreso de la humanidad es consecuencia
    de la aplicación relativamente exitosa de una breve norma
    de conducta: la prohibición de la acción
    directa.

    Si tal prohibición ha ido evolucionando hasta
    convertirse en aceptablemente exitosa, se debe a que el hombre
    encontró un medio adecuado para sustituir la violencia,
    expresión material de la acción directa. Este
    importante avance del espíritu humano consistió en
    delegar a una persona del grupo social la responsabilidad de
    resolver el conflicto de intereses.

    PODETTI describe así esta
    situación:

    "Desde el momento en que la tribu o el clan, asume la
    defensa de la colectividad y coopera con el individuo o se
    sustituye a este en las sanciones que representan la justicia, la
    aplicación de esta requiere un modo o procedimiento, que
    paulatinamente, por rutina o conveniencia, se hace estable y
    constituye lo que puede calificarse como primera norma
    procesal"6 .

    Sin embargo, la sustitución del sistema de la
    acción directa -llamada también autodefensa7 – no
    fue un cambio brusco. En la práctica se produjo un proceso
    en el que inicialmente se privilegió la venganza o la
    represión antes que la composición justa,
    equilibrada o por lo menos racional del conflicto de intereses.
    La Roma primitiva nos muestra experiencias que corroboran lo
    dicho.8

    En la práctica, como ya se adelantó, la
    sustitución de la acción directa consistió
    en aceptar que el conflicto de intereses debía ser
    resuelto por una persona que no fuera partícipe de este,
    es decir, por alguien que fuera ajeno a sus efectos. Esta
    elección de un tercero para resolver el conflicto,
    quizás sea el primer acto de derecho9 que crea y ejecuta
    el hombre, y es precisamente también aquello que
    denominamos acción civil.

    La elección de la persona encargada de resolver
    los conflictos de intereses intersubjetivos se hizo con criterios
    diferentes en las distintas culturas primitivas. Es probable que
    inicialmente algunas sociedades eligieran al más fuerte a
    fin de que la decisión tuviera un elemento coercitivo
    adicional10 .

    Sin embargo, es predecible también que pronto el
    profundo sentido mítico del hombre primitivo lo llevara a
    considerar que el indicado para resolver los conflictos fuera la
    persona del grupo que tuviera contacto más cercano con lo
    desconocido. Esta es la razón por la que el elegido
    pasó a ser el brujo, el hechicero, el mago o el
    curandero.

    La evolución cultural del grupo llevó a
    sus miembros a afinar el criterio para elegir ala autoridad
    encargada de dirimir conflictos. Entonces, en la comunidad
    empieza un proceso histórico paulatino pero sostenido,
    destinado a exigir que el acto de resolver los conflictos tenga
    menos relación con lo sobrenatural y más con la
    realidad.

    Esta exigencia se expresa en el hecho de que la
    elección comienza a recaer en la persona con más
    experiencia. Por eso, no es extraño que los grupos humanos
    hayan continuado su evolución en este tema eligiendo al
    anciano. Así se explica que el senado (del latín
    senilis que da origen a la palabra senil: relativo a la vejez)
    -el consejo supremo de la antigua Roma- se encargara inicialmente
    de solucionar los conflictos de intereses entre
    particulares.

    Conforme el grupo humano se fue haciendo más
    grande, la trama de las relaciones sociales se tomó
    más compleja. Esto determinó que el acto de
    solucionar conflictos adquiriese considerable importancia como
    expresión de superioridad a tal punto que, al ser ejercida
    por quien tenía el poder político, produjo la
    concentración de la supremacía de este, lo que
    llevó a que el monarca o soberano se convirtiera en jefe
    absoluto. La figura bíblica del Rey Salomón
    resolviendo el conflicto entre dos mujeres respecto de la
    filiación materna de un niño es un ejemplo conocido
    de la concentración de poder político y
    jurisdiccional en una misma persona.

    En plena Edad Media ubicamos la figura del señor
    feudal. El llamado "derecho de pernada"11
    nos parece un ejemplo definitivo para constatar el
    ejercicio de su poder absoluto. Precisamente, a fines de esta
    época, en la etapa germinal de la formación de los
    estados nacionales en el Occidente europeo, la considerable
    densidad de las sociedades en comparación con los grupos
    humanos primitivos trajo consigo una decisión
    política impostergable: el poder central debió
    delegar la función de resolver conflictos en personas
    cercanas a él, dada la imposibilidad de hacerlo
    directamente.

    Estas personas, regularmente cercanas al entorno social
    del titular del poder central, llegaron a formar verdaderas
    castas sociales. Al margen del ejercicio privado de su
    función -no se olvide de que cobraban a las partes por su
    intervención, un honorario llamado espórtula-, son
    el antecedente directo de lo que después va a convertirse
    en el servicio estatal de justicia.

    Adviértase que tal decisión importó
    una reducción o concesión del poder central,
    pérdida de la cual el rey o monarca fue siempre
    consciente. Esto explica el origen de una constante
    histórica que atraviesa el eje del ejercicio del poder en
    casi todas las sociedades y en casi todas las épocas,
    inclusive la actual: la función de solución de
    conflictos ha sido, es y será interés preferente y
    exclusivo de quien ostenta el poder político, porque es
    expresión de poder en su forma más pura. A pesar de
    que la delegación de la función fue un acto
    necesario, el titular del poder central ha realizado, viene
    realizando y realizará -en las distintas sociedades- una
    serie de actos -algunos sofisticados y otros burdos- destinados a
    mantener o recuperar, según sea el caso, el control del
    sistema estatal de solución de conflictos, es decir, del
    servicio de justicia.

    Afirmamos que todas las renovadas defensas que los
    juristas contemporáneos realizan sobre la autonomía
    e independencia de la función jurisdiccional son alegatos
    contra un mal histórico: desde que el titular del poder
    político-militar descentralizó la función
    jurisdiccional, ha venido usando múltiples métodos
    destinados a recuperar su control en la práctica, aun
    cuando la evidencia de lo absurdo lo haya hecho abandonar la idea
    de ejercer un control abierto.

    Entonces, cuando en las sociedades contemporáneas
    el poder político busca ya veces encuentra fórmulas
    legales (se reserva la elección de los jueces, restringe
    sus ingresos, no les da formación especializada, etc.)
    para mantener el control sobre la función
    jurisdiccional, solo está haciendo emerger subliminalmente
    la memoria histórica de los pueblos o el inconsciente
    colectivo como lo denomina JUNG12 .

    En síntesis, la facultad de resolver los
    conflictos de intereses intersubjetivos fue exclusiva del
    soberano en un momento determinado de la evolución social
    hasta que debió delegarla por razones de densidad
    demográfica y extensión territorial.

    2. DISPUTA
    HISTÓRICA ENTRE JUSTICIA y CERTEZA

    Pasada la época feudal, nos encontramos en los
    tiempos en que el grupo humano empieza a variar su exigencia
    respecto del servicio de justicia. En principio, las soluciones
    de los conflictos tienen como sustento la consideración
    personal -intuitiva o racional- de lo que el juez estima justo
    para el caso concreto. Sin embargo, teniendo éste un
    amplio margen de discrecionalidad en la toma de decisión,
    el grupo humano advierte que los conflictos similares son a veces
    solucionados por el mismo juez de manera distinta, apareciendo un
    factor anómalo que va a minar la estructura del sistema
    vigente de solución dé conflictos: la desconfianza
    social.

    La desconfianza social antes anotada significó
    que la comunidad descubriera que tan importante como tener un
    órgano que solucione conflictos a través de
    decisiones justas, es que tales decisiones sean además
    certeras, es decir, previsibles. Entonces empieza una disputa
    histórica en los tribunales por el predominio de uno de
    estos valores: justicia o certeza.

    En el caso concreto de la Francia revolucionaria de
    1789, por ejemplo, las espórtulas y la desconfianza social
    ya descritas son las expresiones típicas que determinaron
    se considerara a los Parlamentos -nombre del grupo social
    encargado del servicio de justicia- como expresión directa
    y concreta de la corrupción del Antiguo Régimen,
    razón por la cual fueron abolidos. Como sustituto de
    ellos, no solo se formó un nuevo servicio de justicia,
    sino que, en nuestro tema concreto, se exigió que las
    decisiones judiciales estuviesen sustentadas en la norma
    jurídica.

    El valor justicia está representado por el juez y
    por la ventaja que significa para el logro de una decisión
    justa permitirle a este que aplique con discrecionalidad su
    criterio al caso concreto. El valor certeza, en cambio, se
    expresa a través del legislador, y se manifiesta en la
    seguridad que se obtiene del hecho de que un juez resuelva un
    caso teniendo como referente un conjunto de normas creadas
    previamente por el legislador – las que presuntamente recogen los
    patrones de conducta regulares en el grupo social, por lo que son
    deseables para la mayoría de los que conforman este- y
    respecto de las cuales el juez no debe apartarse.

    Los dos últimos siglos nos demuestran que para la
    llamada cultura Occidental, la disputa entre justicia y certeza
    no se resolvió en el triunfo de uno de ellas de manera
    definitiva, por lo menos; pero la historia reciente guarda la
    existencia de un ganador: el legislador. La teoría estatal
    de la división de los poderes ha sido el pretexto
    para presentar una autonomía e independencia
    funcional entre el legislativo y el judicial, sin embargo, bien
    sabemos que en el plano de las relaciones concretas, es decir en
    el plano real, son escasas -por no decir exóticas- las
    sociedades en las que esta autonomía e independencia se
    han presentado13 .

    Por lo demás, el triunfo del legislador en las
    sociedades actuales es explicable en términos de vigencia
    ideológica. Así, un proceso histórico
    signado por una distribución desigual de los bienes, por
    un elitizado sistema de propiedad de los medios de
    producción y, finalmente, por un acelerado proceso de
    acumulación de riqueza, requiere de un instrumento
    regulador que le dé seguridad a las relaciones, que
    garantice una circulación expeditiva de las
    mercancías y provea un eficaz control que evite
    alteraciones sociales profundas.

    Es decir, tanto en sus esbozos como actualmente en su
    manifestación más perfeccionada, la sociedad
    capitalista va a preferir la certeza a la justicia. Si advertimos
    que el derecho es finalmente una manifestación de las
    relaciones sociales de producción y consumo al interior de
    una sociedad determinada, no debe parecer extraño que su
    actuación sirva para consolidar el sistema social que lo
    define y explica, sin que sea relevante apreciar o valorar
    cuánto tiene de injusto.

    Si bien la tendencia contemporánea es reivindicar
    el rol creador del juez, que por lo demás ha estado
    presente desde muy antiguo en las sociedades clásicas14 ,
    permitiéndole inclusive que supere el apretado
    corsé del marco legal al expresar su voluntad para decidir
    el caso concreto -siempre que fundamente su fallo-, lo cierto es
    que en casi toda Latinoamérica aún retumba la frase
    de MONTESQUIEU según la cual, el juez "(…) solo es la
    boca que pronuncia las palabras de la ley (…)". Superar esta
    concepción anacrónica de la función
    jurisdiccional, es el reto más trascendente que el
    pensamiento procesal latinoamericano debe enfrentar.

    3. A MANERA DE
    SÍNTESIS

    En un intento de concentrar lo expresado, podemos
    afirmar -sin llegar a la exageración que recusa el maestro
    JORGE BASADRE15 – que el origen del proceso civil es, de
    alguna manera, el origen de la civilización. Que el
    hombre sea hoy la especie animal predominante se debe, entre
    otras razones, a que aprendió a solucionar sus conflictos
    sin destruirse, recurriendo a un tercero.

    El rol determinante que cumplió el "tercero" no
    solo para la solución del conflicto, sino de manera
    genérica para asegurar la supervivencia del grupo, es la
    misma función protagónica que miles de años
    después debe realizar el juez para asegurar la existencia
    de una sociedad justa.

    El acto de recurrir a un tercero es el
    germen de lo que siglos después va a denominarse derecho
    de acción.

    El trámite que el tercero da al conflicto de
    intereses a fin de solucionarlo, es el antecedente directo de lo
    que tiempo después vamos a conocer con el nombre de
    proceso.

    En consecuencia, es posible concluir que mucho antes de
    que apareciera la idea de derecho, la humanidad -por razones de
    supervivencia- debió contar imprescindiblemente con juez,
    acción y proceso, aun cuando no les concediera tales
    denominaciones.

    Por otro lado, si nos atenemos a la dialéctica de
    la historia, podemos concluir afirmando que aquello que hemos
    denominado acción civil es un acto que surge
    dramáticamente para impedir la destrucción del
    grupo a través del ejercicio de la acción directa,
    que no es más que hacer justicia por mano propia, es
    decir, violencia. Lo que significa también que entre los
    conceptos acción civil y acción directa, existe una
    relación inversamente proporcional: mientras más
    acción civil exista en una sociedad, habrá menos
    acción directa en ella, y viceversa.

    Tal vez lo expresado explique la frase de COUTURE16
    según la cual:

    "La acción civil viene a ser así, en
    último término, el sustituto civilizado I de la
    venganza". Sin embargo, confesamos que la frase del maestro
    uruguayo nos parece más hermosa que sólida. La
    venganza, como impulso vindicativo, está contenida
    inicialmente en distintas normas del Código de Hammurabi17
    . Es importante considerar que la ubicación
    histórica de este ordenamiento lo consideramos posterior a
    la acción directa -respecto de la cual es un avance-, en
    tanto que limita la satisfacción del agraviado a la
    reciprocidad y está referida más al campo penal,
    por lo menos así se advierte de sus antecedentes
    bíblicos18 e inclusive del dicho popular19 .

    4. LA RENOVADA
    VIGENCIA SOCIAL DE LA ACCIÓN DIRECTA

    El mundo contemporáneo viene padeciendo un
    número cada vez más creciente de actos de violencia
    colectiva, perpetrados por grupos políticos o religiosos,
    quienes en defensa de una determinada fe o ideología
    consideran que esta solo puede concretarse con la
    imposición material sobre los que no la comparten. Sin
    duda, tales fenómenos pueden explicarse a partir del
    contexto social e histórico que da origen a tal
    fundamentalismo; sin embargo, en su origen también tienen
    singular importancia los impulsos atávico s del animal
    humano, que lo empujan a sus orígenes, es decir, a la
    acción directa.

    No está de más recordar que en los
    momentos históricos en que la prohibición de la
    auto defensa naufragó y naufraga -sea por las ambiciones
    de un monarca embriagado de poder, las alucinaciones de un
    dictador ensoberbecido de su fuerza o la pesadilla criminal de un
    ideólogo perturbado-, la humanidad debió y debe
    ofrendar vidas inocentes, cual oscuro y absurdo culto a un dios
    sanguinario.

    De allí que, si acercamos ese análisis
    dialéctico a la actualidad, podemos afirmar que así
    como el inicio de la humanidad dependió del proceso, la
    posibilidad de impedir su destrucción vuelve a depender de
    este.

    Las diversas formas de violencia que afectan a las
    sociedades contemporáneas – prescindiendo del grado de
    sofisticación técnica que presenten- son
    expresiones de un estado de insatisfacción generado en
    condiciones de desigualdad y de desprecio de unos pocos por la
    condición humana de la mayoría, es decir, son la
    expresión social concreta y patética de la palabra
    injusticia.

    No es precisamente el objeto del proceso acabar con tal
    situación; no obstante, este puede y debe ser el medio
    normal y eficaz a través del cual la sociedad – dado que
    en última instancia el poder de impartir justicia emana
    del pueblo y no del Estado- debe realizar o concretar el valor
    justicia.

    Sin embargo, si los mecanismos del servicio estatal de
    justicia están enmohecidos y por eso son morosos; si su
    infraestructura es miserable y por eso no se le respeta y,
    finalmente, si sus ordenamientos procesales son
    anacrónicos y por eso las decisiones son tardías e
    inconfiables, se han dado las condiciones para que la comunidad
    renuncie a la acción civil, acto que es equivalente a
    retornar al uso de la acción directa20 .

    Esta es una opinión que comparten
    también DE LA OLIVA y FERNÁNDEZ:

    "Nunca se está completamente a salvo de una
    involución, que genere brotes, más o menos
    violentos, de ilícita auto tutela. Y en esos
    fenómenos involucionistas también se muestra la
    conexión entre derecho objetivo y jurisdicción. Las
    crisis de la administración de justicia acarrean, no solo
    inseguridad jurídica de facto, sino crisis del derecho
    objetivo mismo. Ya la inversa: las etapas de incontinencia
    legislativa, de reformas apresuradas, de improvisaciones o
    parches, de leyes oscuras o de uso alternativo, etc., acaban
    generando crisis de la jurisdicción (ligereza y hasta
    venalidad en los veredictos, pobreza de la motivación de
    estos, tremendos retrasos junto a apresuramientos inusitados,
    politización)"21 .

    El Perú es una dramática
    demostración de lo que la dialéctica de la historia
    nos puede mostrar y aun anticipar. Un servicio de justicia
    anquilosado, absurdo, moroso, es decir, antisocial, ha
    contribuido a producir el caldo de cultivo en donde ha germinado
    -de manera dramática-la amenaza social de la acción
    directa. La reforma de nuestro servicio de justicia es algo
    más que la modernización de un servicio estatal: es
    la posibilidad más viable de asegurar nuestra
    sobrevivencia como sociedad políticamente
    organizada.

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