PRESENTACIÓN
"Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a
él no puede ver reflejado a un
apóstol".
(GEORG CHRISTOPH
LICHTENBERG)
Lo que sigue más que una presentación es
una confesión. Escribo porque no sé pintar,
componer, actuar, ni siquiera cantar. Y si lo hago es porque la
necesidad de comunicarme es superior a los medios con que cuento
para tal fin.
Cada lector, no tengo duda, es dueño absoluto de
lo que aquí pueda encontrar. Si mis objetivos fueran
distintos a los de cada uno, tal situación solo
hará más fecunda la aventura intelectual propuesta.
Si bien esta obra trata sobre los aspectos generales de una
ciencia jurídica -La teoría del proceso-, me parece
imprescindible compartir sus motivaciones: un abogado
latinoamericano que tiene la fortuna de escribir asume un
compromiso trascendente con su comunidad, de tal manera que el
contenido jurídico de su mensaje solo debe ser el
vehículo para ayudar al descubrimiento de nuestra
identidad colectiva. Sería absurdo y soberbio considerar
que compartir algunos datos sobre derecho procesal va a cambiar
la realidad. Es tan necio como negar que tal información
puede coadyuvar a tal empeño. Después de todo, no
existe disciplina jurídica más ligada a los
acontecimientos cotidianos de una sociedad -y, por eso a su
historia– que el proceso judicial, un permanente fenómeno
de masas.
El derecho tiene una manera singular de manifestarse en
esta parte del mundo llamada Latinoamérica. Lo que
represente para los pobladores de estas tierras no tiene por
qué ser lo mismo -de hecho no lo es- para los de otras.
Nuestro ingreso tardío al escenario histórico de
los hechos de resonancia mundial ha determinado que nos sea
impuesto un derecho usado en oposición a la posibilidad de
germinar y concretar un derecho nuevo y nuestro.
Este derecho impuesto por la fuerza nos ha exigido una
renuncia obligada a nuestras prácticas y hábitos
cotidianos. Sin pedirlo y mucho menos merecerlo, nos venimos
sometiendo por siglos a mandatos jurídicos cuya
razón suficiente nunca nos fue comunicada, pero que
debemos obedecer. En el Estado Inca, por ejemplo, no
existió el derecho de propiedad en los términos
-exclusivos e individualistas elaborados por el derecho privado
occidental. Pero la conquista obligó a nuestros
antepasados a aceptar una forma de transmisión hereditaria
de la propiedad que no solo atentó contra su
concepción de la familia, sino contra su célula
social básica, el Ayllu.
Este derecho se transmite a través de un
método escolástico y dogmático que nos
condena a ser receptores pasivos de una imposición
cultural. Nos obliga a pensar que somos otros. Ha generado una
cultura jurídica aislada de su realidad. En las
universidades se transmite información jurídica
impregnada de un sofisticado contenido teórico que
divorcia cada día el hecho del derecho. Otras veces el
aprendizaje solo consiste en la transferencia mecánica de
datos legales, lo cual reduce las ciencias jurídicas a
apenas un mezquino esfuerzo memorístico. Los abogados, por
nuestro lado, hemos desarrollado un metalenguaje que
se levanta como un muro de incomprensión entre el derecho
y el ciudadano, quien suele espectar aterrado cómo su
problema no solo no se soluciona al judicializarse, sino que es
traducido a un idioma esotérico que lo margina y, por si
fuera poco, lo convierte en mercancía.
Nos comportamos como acólitos de una ciencia que
la consideramos "pura", totalmente liberada de influencias
materiales. Nos place difundir un saber "neutro" respecto de los
problemas sociales, aunque intuyamos que tal imparcialidad sea un
fiasco: solo sirve para disfrazar una defensa cerrada del
sistema.
Un derecho que es ininteligible para las mayorías
es perverso, inútil, frustrante y, sobre todo, antisocial.
Esta situación se agudiza en regiones como la nuestra
donde describir un hecho es lo mismo que denunciado.
El derecho importado disfraza su parálisis
insinuando una evolución a través de la ley. El
mito de la norma escrita viene dejando una profunda huella en el
quehacer jurídico nacional. Así, se presume que la
realidad es modificada por la nueva norma desde el momento en que
esta decreta que los hechos no son lo que son sino lo que ella
dice que deben ser.
Debido al influjo ideológico de su certificado de
origen, el Derecho en Latinoamérica se ha reducido a una
permanente gestación legislativa hecha desde el poder, por
el poder y para el poder. Para expresarlo en términos
propios de una sociedad de consumo, el productor jurídico
elabora normas desde su perspectiva y para el ejercicio pleno del
control político. Así, si le falta dinero, crea
tributos o aumenta la tasa de los ya creados. Si le interesa
ganar un proceso, modifica normas procesales y por medio de una
curiosa "interpretación auténtica ", las aplica al
proceso ya iniciado. En nuestros sistemas políticos el
productor jurídico es onanista, se
autosatisface.
A escasos años de iniciarse el tercer milenio,
¿debemos renunciar a seguir recibiendo y difundiendo un
derecho frío, calculador y ajeno, que en la
práctica solo ha consistido en un instrumento para
negarnos culturalmente? ¿Podemos proveernos de un derecho
que sirva para ser nosotros? La respuesta es afirmativa, tal como
enseña la historia.
En los últimos tres siglos, los nacientes Estados
europeos utilizaron el derecho para afirmar su independencia y
autonomía. Las pugnas entre los juristas por la paternidad
de una institución o de una escuela eran luchas
encarnizadas por afianzar la conciencia nacional a través
del derecho, que aportó, entonces, una cuota importante
para la autoafirmación de los Estados europeos. Si bien el
fin del presente siglo los encuentra en la ruta inversa -gestando
un derecho común- se trata de una tendencia originada en
las necesidades del capitalismo monopolístico1 , que le
impone a la Europa occidental la necesidad de contar con un solo
derecho a fin de ser más eficaz.
Entonces, la historia nos enseña que el derecho,
como la verdad, nos puede hacer libres. Para ello solo tenemos
que convertirlo en una expresión auténtica de
nuestros valores, intereses y objetivos.
Por otro lado, debemos exigir al productor
jurídico -a quien a veces se nos concede el derecho de
elegir- que realice su actividad teniendo como referencia
inmediata las necesidades, urgencias y preocupaciones del
consumidor jurídico. Solo desplazando el centro de
gravedad e importancia de la actividad jurídica hacia el
usuario -nos referimos al sujeto a quien se dirige el mandato- se
puede empezar a generar un tipo de derecho nuestro.
En materia jurídica conservar es bueno, hasta que
descubrimos que aquello que mantenemos ha dejado de tener
utilidad y correspondencia con las exigencias sociales de la
época. En ese momento la conservación se convierte
en reacción y a la función del jurista se incorpora
el deber científico y moral de aportar su creatividad para
producir el cambio. Aunque la propuesta sea poca, bastará
que crea en otro sistema jurídico más real y
más humano para que su aporte sea valioso. Cambiar no es
fácil, sí lo es conservar2 .
Lo expresado es aplicable a los estudios procesales.
Hemos recibido en herencia los errores históricos de
otros, con la misma fatalidad con que el buey admite su destino.
En materia procesal civil por ejemplo: son pocas las diferencias
que existen entre el procedimiento extraordinario (cognitio
extraordinem) del derecho romano (siglo III d. C.) con el juicio
ordinario vigente en nuestro país hasta mediados de 1993.
El estudio de los procedimientos sumarios, en auge durante el
apogeo del comercio en las ciudades- estado italianas
(Génova, Verona, Padua, Venecia), fue despreciado por
aquellos de quienes fuimos herederos y, por eso, también
lo despreciamos. Privilegiar los estudios y el diseño de
los ordenamientos procesales a partir del procedimiento
más extenso en desmedro de los breves y expeditivos ha
sido un severo error histórico que todavía hoy
pagamos con creces.
Veamos el caso peruano. Luego de tres años de
vigencia, la aplicación del Código peruano enfrenta
dos retos. Por un lado, sobrevivir al absoluto abandono a que ha
sido sometido por el Estado, fundamentalmente en materia de
número de jueces, de su remuneración y de la
infraestructura idónea para cumplir con los actos
procesales que propone. Por otro, seguimos empeñados en
concretar análisis procedimentales del Código, como
en los viejos tiempos. Así, nos dedicamos a descubrir
defectos en la norma, sin conocer previamente la
institución procesal a la que esta pertenece. Es decir,
investigamos los signos de puntuación sin interesarnos por
el contenido de la novela.
Dentro de un esquema procedimental, la norma positiva
suele ser el comienzo y el fin de los estudios tradicionales. El
procedimentalista, fiel a la Escuela de la Exégesis -de la
que es discípulo a veces sin saberlo-, practica
"anatomía" con la norma, persigue con delirio su
"interpretación adecuada" y la "encuentra" a su
enésima lectura. El procedimentalista es
escolástico en el método, dogmático en sus
creencias y, finalmente, formalístico en el
análisis.
El procesalista, en cambio, es investigador de los
orígenes, fundamentos y alternativas de uso de las
instituciones procesales. Solo llega al estudio de la norma una
vez que identifica la concepción jurídica que la
sustenta. Para el procesalista, la norma es solo una
opción legislativa; para el procedimentalista, su
razón de ser.
Las instituciones procesales son instrumentos al
servicio de una justicia certera y expeditiva. El reto de escoger
la institución pertinente y adecuarla a la idiosincrasia
de nuestro consumidor jurídico es difícil, pero
bien vale intentarlo. Desde esta perspectiva, el Código
peruano no es el fin de los estudios procesales, sino apenas su
punto de partida. La investigación sobre la pertinencia en
la elección de las instituciones es el camino, en nuestra
opinión, por donde debe discurrir la labor del jurista
nacional.
En testimonio de lo expresado, este libro no analiza las
normas del Código -aunque las cita como ejemplos
permanentemente-, sino las instituciones procesales consideradas
básicas para enfrentar el reto de transformar nuestro
servicio de justicia. Es probable que muchas de las
teorías aquí descritas sean consideradas superadas
en otras latitudes. Sin embargo, más allá de la
certeza de tal afirmación, lo importante es que elaboremos
nuestro propio camino, tengamos nuestros aciertos particulares y
nuestros desengaños exclusivos.
Atendiendo a la incesante producción
bibliográfica que se viene dando en sede nacional sobre
temas procesales, en unos años estaremos en condiciones de
proponer variantes teóricas sobre cualquier
institución procesal, las que serán reflejo de
nuestras necesidades y carencias particulares.
La construcción de una disciplina jurídica
socialmente útil empieza por compartir colectivamente sus
conceptos básicos. La circunstancia histórica de
estar o sentirnos atrasados en la información que
compartimos no nos debe confundir ni arredrar. No siempre estar
adelante significa ser el mejor; si así fuera, la manera
natural de movilizarse del hombre sería corriendo. Los
trabajos sobre derecho procesal, por lo menos en sede nacional y
por un tiempo más, deben continuar siendo fundacionales.
Una vez afirmada y masificada la información
básica, estaremos en condiciones de desarrollar todo
nuestro esfuerzo creativo en la materia.
Si el proceso civil es el medio para solucionar
conflictos de intereses, entonces es un instrumento de paz
social. Para que cumpla su trascendente función es
imprescindible concederle todo nuestro esfuerzo y sacrificio. La
paz social no se encuentra ni se descubre, sino es consecuencia
de una laboriosa construcción colectiva. Esta obra
pretende ser un aporte -y a la vez un homenaje- a la esforzada y
meritoria labor que están desarrollando los jueces y
abogados del país con tal objetivo. La difusión y
utilidad social de los estudios procesales, constituye la cuota
que todo procesalista debe aportar para la obtención de la
paz social. Creer que esta se puede lograr sin lucha y sacrificio
es como pensar que puede haber amor sin dolor.
JUAN MONROY CALVEZ
Lima, agosto de 1996
PRÓLOGO
Afirma el escritor argentino-galo HÉCTOR
BIANCIOTTI que "hay que darle tiempo a las abejas de la
imaginación", expresando así, con elegancia, su
convencimiento acerca de que es necesaria una cierta dosis de
maduración interna para abordar tareas en las cuales el
espíritu humano se compromete grandemente. Entre dichas
tareas, se cuenta la redacción de un libro técnico,
donde se vuelca toda la experiencia y los conocimientos
adquiridos por su autor.
Indudablemente, MONROY GÁLVEZ le ha dado tiempo
"a las abejas de su imaginación" para recién
después confeccionar esta obra, que no es la primera ni
seguramente la última y decimos ello porque el resultado
de la empresa es óptimo. En efecto: estamos ante una
entrega editorial que constituye una suerte de "precipitado" de
largas y profundas lecturas que han fructificado, también,
en planteos originales. Pruebas al canto: por lo común un
libro de las características del aquí presentado,
no incluye el tratamiento por separado de los hechos, actos y
negocios procesales. Nuestro autor, en cambio, se ha preocupado
por regalarnos una ilustrada y personal visión del tema,
precedida por una muy interesante -e indispensable para la mejor
comprensión del asunto exposición del tema desde la
perspectiva de la Teoría general del derecho. ¿Y
qué decir del capítulo X dedicado al
análisis del derecho de acción a través de
recordatorio de las doctrinas de los grandes maestros de la
procesalística, sin por ello olvidarse de aportar su
propia opinión en la materia? Le confesamos al lector que
experimentamos poca simpatía hacia los autores que se
limitan a reiterar lo "probado y sabido" sin adosarle pizca
alguna de ingenio propio. Claro está que obras como la que
acabamos de ver -en las cuales se abordan tantas y tantas
cuestiones diferentes y con distinta trascendencia- son poco
propicias para que sus hacedores adopten posiciones novedosas
respecto de todos los tópicos tratados. Pero igualmente lo
es que los creadores de ficciones que somos los escritores
-también los de materia jurídica- sabemos que el
deqnso de toda obra siempre proporciona algún resquicio
para procurar fascinar al lector merced a una concepción
ingeniosa y original. De algún modo participa de lo que
venimos señalando ERNESTO SABATO, cuando enseña
que: "una ficción es como un continente, en que para
llegar a lugares que han de fascinarnos, debe atravesarse
estúpidas llanuras sin otros atributos que el polvo, el
cansancio y la monotonía".
En otro orden de cosas, consignamos que nos parece que
Introducción al proceso civil, por su vasto contenido y
por la sencillez de la prosa empleada, puede ser calificado como
un libro "polifuncional". Es que su lectura puede ser aprovechada
tanto por el estudioso -ya avezado- de la disciplina procesal,
como por el estudiante que virginalmente se introduce en sus
procelosas aguas por vez primera.
Corriendo el riesgo de que se nos considere poco
objetivas, nos vence el impulso de introducir el argumento ad
hominen, conforme el cual también se puede juzgar a una
obra por los méritos (o deméritos) de la persona
del autor. Sucede que MONROY GÁLVEZ es uno de los
principales responsables de la suerte de revolución que se
ha registrado en la procesalística civil peruana, en los
últimos años. La frescura de su pensamiento y su
vigor intelectual, han posibilitado que quedaran de lado malas y
morosas prácticas procedimentales que se habían
enquistado en las tierras del Rimac.
No es nuestro cometido ni nuestro propósito
formular un panegírico del autor de Introducción al
proceso civil, pero reputamos importante que cuando se consulta
un libro técnico también se tenga una mínima
noticia -para el caso que no se tuviera- de la trayectoria de su
hacedor.
A esta altura, quien esté leyendo estas
líneas se habrá formado opinión respecto de
que pensamos que el libro prologado "merece" a su autor y este a
su libro. ¿Qué más podríamos expresar
sin que sonara a ditirambo? Nada. Mejor, entonces, que callemos,
y que la obra hable por sí sola.
JORGE W. PEYRANO
CAPÍTULO I
ORIGEN
HISTÓRICO DEL PROCESO
"La justicia es el único amigo que
acompaña al hombre después de la muerte; todo lo
demás perece con el cuerpo" (Manú. Libro VIII,
17).
1. DE LA ACCIÓN DIRECTA A LA
ACCIÓN CIVIL
En 1978 el líder de la democracia cristiana
italiana Aldo Moro fue secuestrado. Varios días
después su cuerpo fue encontrado: había sido
asesinado por sus raptores. Uno de los grupos terroristas que
reivindicó su "colaboración" con las Brigadas Rojas
en el crimen, era francés y se autodenominaba
Acción Directa (Action Directe).
La acción directa, sin embargo, es mucho
más que el nombre de un grupo extraviado, es una etapa en
la evolución histórica de la humanidad. Imaginemos
una escena para explicarnos: en el Paleolítico inferior se
produce una disputa entre dos hombres primitivos, originada en
que uno le ha arrebatado la lanza-su instrumento de
supervivencia- a otro. Luego del despojo, el perjudicado busca
recuperar la lanza a la fuerza; por tanto, la manera de
solucionar el conflicto de intereses originado en la
posesión de la lanza es la confrontación
física directa entre los protagonistas, con la probable
desaparición o inutilización de ambos
contendientes. Así se resolvieron los conflictos
interpersonales al inicio de nuestra agitada aventura de
sobrevivir en la tierra. De igual parecer son COUTURE3 y ALZAMORA
VALDEZ4 .
Los hechos descritos -el asesinato de Moro y la pelea en
el Paleolítico inferior-, prescindiendo de los miles de
años que los separan, constituyen manifestaciones de una
misma conducta: acción directa. Son actos en que el animal
humano resuelve en forma inmediata, práctica e
instantánea sus conflictos intersubjetivos, teniendo como
instrumento exclusivo el uso de la fuerza. La acción
directa es la prescindencia de todo método razonable para
solucionar un conflicto de intereses5 .
Si el grupo humano hubiera dependido exclusivamente de
la acción directa para solucionar sus conflictos, muy
prontamente se hubiera extinguido. Ante un medio ambiente
agresivo y hostil, la única posibilidad que tuvo el animal
humano para subsistir dependió de la formación de
grupos (clanes, tribus, gangs, etc.). Lo que explica un rasgo del
hombre tan antiguo como su existencia: su
sociabilidad.
Así y todo, la estabilidad de estos grupos estuvo
condicionada a que el hombre consiguiera su primer éxito
político y colectivo: la prohibición de la
acción directa. En estricto, todo lo logrado a la fecha en
materia de desarrollo y progreso de la humanidad es consecuencia
de la aplicación relativamente exitosa de una breve norma
de conducta: la prohibición de la acción
directa.
Si tal prohibición ha ido evolucionando hasta
convertirse en aceptablemente exitosa, se debe a que el hombre
encontró un medio adecuado para sustituir la violencia,
expresión material de la acción directa. Este
importante avance del espíritu humano consistió en
delegar a una persona del grupo social la responsabilidad de
resolver el conflicto de intereses.
PODETTI describe así esta
situación:
"Desde el momento en que la tribu o el clan, asume la
defensa de la colectividad y coopera con el individuo o se
sustituye a este en las sanciones que representan la justicia, la
aplicación de esta requiere un modo o procedimiento, que
paulatinamente, por rutina o conveniencia, se hace estable y
constituye lo que puede calificarse como primera norma
procesal"6 .
Sin embargo, la sustitución del sistema de la
acción directa -llamada también autodefensa7 – no
fue un cambio brusco. En la práctica se produjo un proceso
en el que inicialmente se privilegió la venganza o la
represión antes que la composición justa,
equilibrada o por lo menos racional del conflicto de intereses.
La Roma primitiva nos muestra experiencias que corroboran lo
dicho.8
En la práctica, como ya se adelantó, la
sustitución de la acción directa consistió
en aceptar que el conflicto de intereses debía ser
resuelto por una persona que no fuera partícipe de este,
es decir, por alguien que fuera ajeno a sus efectos. Esta
elección de un tercero para resolver el conflicto,
quizás sea el primer acto de derecho9 que crea y ejecuta
el hombre, y es precisamente también aquello que
denominamos acción civil.
La elección de la persona encargada de resolver
los conflictos de intereses intersubjetivos se hizo con criterios
diferentes en las distintas culturas primitivas. Es probable que
inicialmente algunas sociedades eligieran al más fuerte a
fin de que la decisión tuviera un elemento coercitivo
adicional10 .
Sin embargo, es predecible también que pronto el
profundo sentido mítico del hombre primitivo lo llevara a
considerar que el indicado para resolver los conflictos fuera la
persona del grupo que tuviera contacto más cercano con lo
desconocido. Esta es la razón por la que el elegido
pasó a ser el brujo, el hechicero, el mago o el
curandero.
La evolución cultural del grupo llevó a
sus miembros a afinar el criterio para elegir ala autoridad
encargada de dirimir conflictos. Entonces, en la comunidad
empieza un proceso histórico paulatino pero sostenido,
destinado a exigir que el acto de resolver los conflictos tenga
menos relación con lo sobrenatural y más con la
realidad.
Esta exigencia se expresa en el hecho de que la
elección comienza a recaer en la persona con más
experiencia. Por eso, no es extraño que los grupos humanos
hayan continuado su evolución en este tema eligiendo al
anciano. Así se explica que el senado (del latín
senilis que da origen a la palabra senil: relativo a la vejez)
-el consejo supremo de la antigua Roma- se encargara inicialmente
de solucionar los conflictos de intereses entre
particulares.
Conforme el grupo humano se fue haciendo más
grande, la trama de las relaciones sociales se tomó
más compleja. Esto determinó que el acto de
solucionar conflictos adquiriese considerable importancia como
expresión de superioridad a tal punto que, al ser ejercida
por quien tenía el poder político, produjo la
concentración de la supremacía de este, lo que
llevó a que el monarca o soberano se convirtiera en jefe
absoluto. La figura bíblica del Rey Salomón
resolviendo el conflicto entre dos mujeres respecto de la
filiación materna de un niño es un ejemplo conocido
de la concentración de poder político y
jurisdiccional en una misma persona.
En plena Edad Media ubicamos la figura del señor
feudal. El llamado "derecho de pernada"11
nos parece un ejemplo definitivo para constatar el
ejercicio de su poder absoluto. Precisamente, a fines de esta
época, en la etapa germinal de la formación de los
estados nacionales en el Occidente europeo, la considerable
densidad de las sociedades en comparación con los grupos
humanos primitivos trajo consigo una decisión
política impostergable: el poder central debió
delegar la función de resolver conflictos en personas
cercanas a él, dada la imposibilidad de hacerlo
directamente.
Estas personas, regularmente cercanas al entorno social
del titular del poder central, llegaron a formar verdaderas
castas sociales. Al margen del ejercicio privado de su
función -no se olvide de que cobraban a las partes por su
intervención, un honorario llamado espórtula-, son
el antecedente directo de lo que después va a convertirse
en el servicio estatal de justicia.
Adviértase que tal decisión importó
una reducción o concesión del poder central,
pérdida de la cual el rey o monarca fue siempre
consciente. Esto explica el origen de una constante
histórica que atraviesa el eje del ejercicio del poder en
casi todas las sociedades y en casi todas las épocas,
inclusive la actual: la función de solución de
conflictos ha sido, es y será interés preferente y
exclusivo de quien ostenta el poder político, porque es
expresión de poder en su forma más pura. A pesar de
que la delegación de la función fue un acto
necesario, el titular del poder central ha realizado, viene
realizando y realizará -en las distintas sociedades- una
serie de actos -algunos sofisticados y otros burdos- destinados a
mantener o recuperar, según sea el caso, el control del
sistema estatal de solución de conflictos, es decir, del
servicio de justicia.
Afirmamos que todas las renovadas defensas que los
juristas contemporáneos realizan sobre la autonomía
e independencia de la función jurisdiccional son alegatos
contra un mal histórico: desde que el titular del poder
político-militar descentralizó la función
jurisdiccional, ha venido usando múltiples métodos
destinados a recuperar su control en la práctica, aun
cuando la evidencia de lo absurdo lo haya hecho abandonar la idea
de ejercer un control abierto.
Entonces, cuando en las sociedades contemporáneas
el poder político busca ya veces encuentra fórmulas
legales (se reserva la elección de los jueces, restringe
sus ingresos, no les da formación especializada, etc.)
para mantener el control sobre la función
jurisdiccional, solo está haciendo emerger subliminalmente
la memoria histórica de los pueblos o el inconsciente
colectivo como lo denomina JUNG12 .
En síntesis, la facultad de resolver los
conflictos de intereses intersubjetivos fue exclusiva del
soberano en un momento determinado de la evolución social
hasta que debió delegarla por razones de densidad
demográfica y extensión territorial.
2. DISPUTA
HISTÓRICA ENTRE JUSTICIA y CERTEZA
Pasada la época feudal, nos encontramos en los
tiempos en que el grupo humano empieza a variar su exigencia
respecto del servicio de justicia. En principio, las soluciones
de los conflictos tienen como sustento la consideración
personal -intuitiva o racional- de lo que el juez estima justo
para el caso concreto. Sin embargo, teniendo éste un
amplio margen de discrecionalidad en la toma de decisión,
el grupo humano advierte que los conflictos similares son a veces
solucionados por el mismo juez de manera distinta, apareciendo un
factor anómalo que va a minar la estructura del sistema
vigente de solución dé conflictos: la desconfianza
social.
La desconfianza social antes anotada significó
que la comunidad descubriera que tan importante como tener un
órgano que solucione conflictos a través de
decisiones justas, es que tales decisiones sean además
certeras, es decir, previsibles. Entonces empieza una disputa
histórica en los tribunales por el predominio de uno de
estos valores: justicia o certeza.
En el caso concreto de la Francia revolucionaria de
1789, por ejemplo, las espórtulas y la desconfianza social
ya descritas son las expresiones típicas que determinaron
se considerara a los Parlamentos -nombre del grupo social
encargado del servicio de justicia- como expresión directa
y concreta de la corrupción del Antiguo Régimen,
razón por la cual fueron abolidos. Como sustituto de
ellos, no solo se formó un nuevo servicio de justicia,
sino que, en nuestro tema concreto, se exigió que las
decisiones judiciales estuviesen sustentadas en la norma
jurídica.
El valor justicia está representado por el juez y
por la ventaja que significa para el logro de una decisión
justa permitirle a este que aplique con discrecionalidad su
criterio al caso concreto. El valor certeza, en cambio, se
expresa a través del legislador, y se manifiesta en la
seguridad que se obtiene del hecho de que un juez resuelva un
caso teniendo como referente un conjunto de normas creadas
previamente por el legislador – las que presuntamente recogen los
patrones de conducta regulares en el grupo social, por lo que son
deseables para la mayoría de los que conforman este- y
respecto de las cuales el juez no debe apartarse.
Los dos últimos siglos nos demuestran que para la
llamada cultura Occidental, la disputa entre justicia y certeza
no se resolvió en el triunfo de uno de ellas de manera
definitiva, por lo menos; pero la historia reciente guarda la
existencia de un ganador: el legislador. La teoría estatal
de la división de los poderes ha sido el pretexto
para presentar una autonomía e independencia
funcional entre el legislativo y el judicial, sin embargo, bien
sabemos que en el plano de las relaciones concretas, es decir en
el plano real, son escasas -por no decir exóticas- las
sociedades en las que esta autonomía e independencia se
han presentado13 .
Por lo demás, el triunfo del legislador en las
sociedades actuales es explicable en términos de vigencia
ideológica. Así, un proceso histórico
signado por una distribución desigual de los bienes, por
un elitizado sistema de propiedad de los medios de
producción y, finalmente, por un acelerado proceso de
acumulación de riqueza, requiere de un instrumento
regulador que le dé seguridad a las relaciones, que
garantice una circulación expeditiva de las
mercancías y provea un eficaz control que evite
alteraciones sociales profundas.
Es decir, tanto en sus esbozos como actualmente en su
manifestación más perfeccionada, la sociedad
capitalista va a preferir la certeza a la justicia. Si advertimos
que el derecho es finalmente una manifestación de las
relaciones sociales de producción y consumo al interior de
una sociedad determinada, no debe parecer extraño que su
actuación sirva para consolidar el sistema social que lo
define y explica, sin que sea relevante apreciar o valorar
cuánto tiene de injusto.
Si bien la tendencia contemporánea es reivindicar
el rol creador del juez, que por lo demás ha estado
presente desde muy antiguo en las sociedades clásicas14 ,
permitiéndole inclusive que supere el apretado
corsé del marco legal al expresar su voluntad para decidir
el caso concreto -siempre que fundamente su fallo-, lo cierto es
que en casi toda Latinoamérica aún retumba la frase
de MONTESQUIEU según la cual, el juez "(…) solo es la
boca que pronuncia las palabras de la ley (…)". Superar esta
concepción anacrónica de la función
jurisdiccional, es el reto más trascendente que el
pensamiento procesal latinoamericano debe enfrentar.
3. A MANERA DE
SÍNTESIS
En un intento de concentrar lo expresado, podemos
afirmar -sin llegar a la exageración que recusa el maestro
JORGE BASADRE15 – que el origen del proceso civil es, de
alguna manera, el origen de la civilización. Que el
hombre sea hoy la especie animal predominante se debe, entre
otras razones, a que aprendió a solucionar sus conflictos
sin destruirse, recurriendo a un tercero.
El rol determinante que cumplió el "tercero" no
solo para la solución del conflicto, sino de manera
genérica para asegurar la supervivencia del grupo, es la
misma función protagónica que miles de años
después debe realizar el juez para asegurar la existencia
de una sociedad justa.
El acto de recurrir a un tercero es el
germen de lo que siglos después va a denominarse derecho
de acción.
El trámite que el tercero da al conflicto de
intereses a fin de solucionarlo, es el antecedente directo de lo
que tiempo después vamos a conocer con el nombre de
proceso.
En consecuencia, es posible concluir que mucho antes de
que apareciera la idea de derecho, la humanidad -por razones de
supervivencia- debió contar imprescindiblemente con juez,
acción y proceso, aun cuando no les concediera tales
denominaciones.
Por otro lado, si nos atenemos a la dialéctica de
la historia, podemos concluir afirmando que aquello que hemos
denominado acción civil es un acto que surge
dramáticamente para impedir la destrucción del
grupo a través del ejercicio de la acción directa,
que no es más que hacer justicia por mano propia, es
decir, violencia. Lo que significa también que entre los
conceptos acción civil y acción directa, existe una
relación inversamente proporcional: mientras más
acción civil exista en una sociedad, habrá menos
acción directa en ella, y viceversa.
Tal vez lo expresado explique la frase de COUTURE16
según la cual:
"La acción civil viene a ser así, en
último término, el sustituto civilizado I de la
venganza". Sin embargo, confesamos que la frase del maestro
uruguayo nos parece más hermosa que sólida. La
venganza, como impulso vindicativo, está contenida
inicialmente en distintas normas del Código de Hammurabi17
. Es importante considerar que la ubicación
histórica de este ordenamiento lo consideramos posterior a
la acción directa -respecto de la cual es un avance-, en
tanto que limita la satisfacción del agraviado a la
reciprocidad y está referida más al campo penal,
por lo menos así se advierte de sus antecedentes
bíblicos18 e inclusive del dicho popular19 .
4. LA RENOVADA
VIGENCIA SOCIAL DE LA ACCIÓN DIRECTA
El mundo contemporáneo viene padeciendo un
número cada vez más creciente de actos de violencia
colectiva, perpetrados por grupos políticos o religiosos,
quienes en defensa de una determinada fe o ideología
consideran que esta solo puede concretarse con la
imposición material sobre los que no la comparten. Sin
duda, tales fenómenos pueden explicarse a partir del
contexto social e histórico que da origen a tal
fundamentalismo; sin embargo, en su origen también tienen
singular importancia los impulsos atávico s del animal
humano, que lo empujan a sus orígenes, es decir, a la
acción directa.
No está de más recordar que en los
momentos históricos en que la prohibición de la
auto defensa naufragó y naufraga -sea por las ambiciones
de un monarca embriagado de poder, las alucinaciones de un
dictador ensoberbecido de su fuerza o la pesadilla criminal de un
ideólogo perturbado-, la humanidad debió y debe
ofrendar vidas inocentes, cual oscuro y absurdo culto a un dios
sanguinario.
De allí que, si acercamos ese análisis
dialéctico a la actualidad, podemos afirmar que así
como el inicio de la humanidad dependió del proceso, la
posibilidad de impedir su destrucción vuelve a depender de
este.
Las diversas formas de violencia que afectan a las
sociedades contemporáneas – prescindiendo del grado de
sofisticación técnica que presenten- son
expresiones de un estado de insatisfacción generado en
condiciones de desigualdad y de desprecio de unos pocos por la
condición humana de la mayoría, es decir, son la
expresión social concreta y patética de la palabra
injusticia.
No es precisamente el objeto del proceso acabar con tal
situación; no obstante, este puede y debe ser el medio
normal y eficaz a través del cual la sociedad – dado que
en última instancia el poder de impartir justicia emana
del pueblo y no del Estado- debe realizar o concretar el valor
justicia.
Sin embargo, si los mecanismos del servicio estatal de
justicia están enmohecidos y por eso son morosos; si su
infraestructura es miserable y por eso no se le respeta y,
finalmente, si sus ordenamientos procesales son
anacrónicos y por eso las decisiones son tardías e
inconfiables, se han dado las condiciones para que la comunidad
renuncie a la acción civil, acto que es equivalente a
retornar al uso de la acción directa20 .
Esta es una opinión que comparten
también DE LA OLIVA y FERNÁNDEZ:
"Nunca se está completamente a salvo de una
involución, que genere brotes, más o menos
violentos, de ilícita auto tutela. Y en esos
fenómenos involucionistas también se muestra la
conexión entre derecho objetivo y jurisdicción. Las
crisis de la administración de justicia acarrean, no solo
inseguridad jurídica de facto, sino crisis del derecho
objetivo mismo. Ya la inversa: las etapas de incontinencia
legislativa, de reformas apresuradas, de improvisaciones o
parches, de leyes oscuras o de uso alternativo, etc., acaban
generando crisis de la jurisdicción (ligereza y hasta
venalidad en los veredictos, pobreza de la motivación de
estos, tremendos retrasos junto a apresuramientos inusitados,
politización)"21 .
El Perú es una dramática
demostración de lo que la dialéctica de la historia
nos puede mostrar y aun anticipar. Un servicio de justicia
anquilosado, absurdo, moroso, es decir, antisocial, ha
contribuido a producir el caldo de cultivo en donde ha germinado
-de manera dramática-la amenaza social de la acción
directa. La reforma de nuestro servicio de justicia es algo
más que la modernización de un servicio estatal: es
la posibilidad más viable de asegurar nuestra
sobrevivencia como sociedad políticamente
organizada.
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