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A vueltas con la luna



    La sorpresa

    Mar confusa

    I

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    Ya se había encaramado al palo desde la alta
    cubierta cuando la parte superior de una enorme bola anaranjada
    apareció lentamente por la ranura de levante, desgarrando
    la noche, calentándolo todo y comenzando a secar el
    relente acumulado durante la húmeda noche. Tuvo que
    detenerse sobre el segundo par de crucetas, como disimulando el
    cansancio de sus casi 50 años para extasiarse, una vez
    más, en la contemplación de la belleza suprema: la
    creación de un nuevo día.

    Mediaba setiembre y todavía el calor
    mañanero tras una noche sin luna, sin viento y sin
    cerveza, se hacía notar al socaire de aquella breve isla
    magnífica y ya casi desierta de
    turistas.

    Solía recalar aquí al final del verano su
    trimarán de cuarenta y cinco pies con piano de serie,
    versión propietario, equipado con todos los ingenios
    imaginables como para cruzar el Atlántico
    él solito y sin perderse.

    Pero subir al palo con esa edad en las piernas no era
    solo por ver la amanecida, especialmente bella aquella limpia
    mañana, sino para tratar de reparar desde el tope,
    último lugar en que se le ocurrió probar, con
    sus pobres conocimientos de electrónica y mecánica,
    los sistemas de navegación más básicos, que
    habían dejado de funcionar esa madrugada.

    Había regresado a rumbo fijo 235º sin tocar
    un ápice las escotas a más de 18 nudos con un
    levante entablado y franco, fuerza 4, con rachas de 5, 2 rizos a
    la mayor y genaker tenso como piel de tambor. Probablemente, el
    esfuerzo del piloto automático durante aquellas furiosas
    planeadas al largo y por través, aguantando firme la rueda
    para evitar que las casi 10 toneladas de barco se
    cruzaran a la mar con riesgo de abocar o romper palo fuera la
    causa, pero no estaba seguro de nada; Pensaba que las muchas
    horas de esfuerzo desde las Îles Sanguinaires,
    a la salida de la gran bahía de Ajaccio en Córcega,
    hasta S'Estany d'es Peix, un estanque natural con una
    pequeña abertura al mar llamada "Sa Boca", en Formentera,
    (donde ahora estaba fondeado a la gira con menos de 2 metros de
    agua bajo quilla), no podían ser por sí solas las
    razones de la avería.

    Esa preciosa cala, a babor del puerto de la Savina,
    según se arribaba desde el nordeste, desde la vecina Ibiza
    por entre los temibles Freus, era un lugar tranquilo, solo
    frecuentado por lugareños y algún
    turista despistado, aunque en setiembre y a esa hora, ni siquiera
    el típico madrugador pescador de playa o algún
    despistado camino de Espalmador, podían verse por
    allí.

    Ataviado solo con unos vaqueros cortos hechos jirones,
    que apenas cubrían su desnudez, descalzo, con
    guantes de dedos cortados llenos de agujeros e hilachas y,
    provisto de algunas herramientas en una bolsa de tela de spi
    colgada del hombro, su inseparable iphone 5 y un cigarrillo de
    liar en su único bolsillo junto a su zippo,
    continuó palo arriba hasta el tocón, justo por
    encima de donde se encalomaban los remaches de la obencadura a
    casi 20 metros sobre la cubierta del Neel 45, un trimarán
    no demasido agraciado en cuanto a líneas,
    pero rápido, confortable y fiable hasta esa madrugada en
    la que, al encender los motores y prepararse para zarpar, no
    había logrado conectar ni piloto, ni sonda ni gps ni
    res.

    Una vez arriba, comenzó a hurgar con miedo en
    aquel negro agujero lleno de cables, cajitas aún
    más negras, antenas, roldanas y otros objetos de variadas
    formas, la mayoría de ellos desconocidos para
    él. Trataba de alcanzar su iphone de entre las
    herramientas para iluminar con su potente linterna la zona de
    trabajo cuando en una barrida rápida, a modo de vistazo al
    horizonte, la descubrió.

    II

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    Tuvo que sacudir la cabeza y abrir y cerrar los ojos
    varias veces, restregándoselos y volver a apretar fuerte
    las piernas contra el mástil abrazándolo como una
    boa su presa, pues le flojearon de repente con riesgo de
    caída que desde aquella altura, hubiera supuesto un
    accidente mortal.

    Y es que lo que veía era de una belleza sublime,
    deslumbrante, indescriptible. Probablemente era la luz de aquel
    momento, que a él se le antojó no la de la
    alborada tardía, tibia y luminosa de esa
    mañana, sino como emanada de aquella morena belleza que
    paseaba lánguida y despreocupada por la húmeda
    arena de la diminuta playa a menos de 30 metros de
    distancia.

    Ella no le había visto, y ni siquiera
    parecía haberse percatado de la presencia del barco.
    Simplemente siguió caminando ajena a todo,
    deteniéndose de vez en cuando para agacharse a observar
    más de cerca alguna concha, quizá una
    pequeña piedra de formas caprichosas o una caracola
    especialmente singular. Llevaba puesto una especie de pareo
    anudado al cuello que le descubría los hombros y la
    espalda hasta casi la cintura. Era de color verdiazulado como a
    manchas, de esos que suelen ofrecerte los buhoneros en ciertas
    playas del Caribe y que tintan allí mismo, delante de ti.
    Una pamela de fino esparto y ala anchísima con una cinta
    alrededor del mismo color, ligeramente ladeada, le
    confería untuosidad, señorío, elegancia,
    indolencia casi, heritage y hasta cierto look de los
    60.

    Era una maravilla verla caminar despacio, pensó
    trastabillando otra vez, mientras buscaba de nuevo torpemente su
    móvil entre las herramientas sin darse cuenta de que ya lo
    tenía en la otra mano. La enfocó como pudo con la
    cámara, no sin cierto reparo, y un poco avergonzado al
    sentir que estaba como espiándola. No obstante
    amplió la imagen, pasando el dedo muy despacio por la
    pantalla y entonces, lo que había imaginado siempre en
    todas sus noches en vela, de locas lecturas y cerveza caliente,
    apareció por fin, frente de él.

    Unos empeines perfectos, como de nacar, tallados a mano
    en suaves curvas formando unos pies grandes, bien definidos y
    torneados, de sirena, de tobillos recios, que apuntalaban unas
    piernas inabarcables, columnas entasiadas que apenas
    cabían enteras en la pantalla. Mientas la contemplaba, una
    erección como hacía al menos… que no
    sentía, le invadió por todo el cuerpo, sin poder
    evitarlo.

    La fotografió varias veces temblando todo el
    rato, incapaz de tomar la foto perfecta en la que
    recrearse después, sin lograr la instantánea
    definitiva. ¡Qué maravilla de criatura!.

    ¡Quién pudiera oler, tocar, herir semejante
    piel, que imaginó tersa y dura como la del fuerte cuello
    de un potrillo. Unas manos de dedos largos y uñas
    recortadas, unos brazos dorados como de postal
    trucada en photoshop y aquellos ojos, que adivinó verdes,
    como si el mar mirara.

    Tendría unos 30 años y el pecho erguido;
    como si tirarán suavemente hacia arriba de sus pezones,
    hilos invisibles. Caderas atemporaladas, anchas bajo una cintura
    donde el pareo se plegaba en una suerte de segunda
    piel, del mismo color que el cielo.

    Cuando por fin aceptó como buena una de las mil
    fotos tomadas, contempló, ampliándolo de nuevo, su
    rostro fijo en la pantalla. Una de las muchas en que, mirando
    ella indolente al horizonte, pareciera que mirara su
    barco, aunque más bien lo atravesara, como si fuera
    transparente o como si no le importara lo más
    mínimo aquel raro engendro de cascos pintados
    de azul marino sin nombre alguno escrito en él. Era como
    si de repente toda la luz se hubiera concentrado en aquella
    líquida foto, oscureciendo el resto, como si toda la luz
    del mundo estuviera reflejada, sedimentada en aquella joven,
    Dante redivivo. Quería morirse, incapaz de describir
    aquellos cabellos caídos con indolencia sobre los hombros,
    peinados torpemente, del color del azabache y del cobre, que
    brillaban con luz celestial. Era como un ángel, como si la
    primavera entera hubiera reverdecido de un golpe en aquella
    criatura, condensando en ella cuanto de bello era capaz. Le
    dolía tanta belleza en mil flores transformada, robados
    los colores y encadenados en ella, uno a uno como
    eslingas.

    El sol ya se encontraba varios grados más arriba
    y el calor le quemaba su espalda desnuda, provocándole una
    sensación de tibieza inusual en él. De repente,
    salió de sus pensamientos dando un respingo. Desde la
    playa, ella le saludaba con la mano. Casi perdió el
    equilibrio, pero fue incapaz de devolverle el saludo. Simplemente
    se quedó allí quieto, como un chiquillo asustado,
    pillado infraganti, sabiéndose único culpable de
    haberse comido el chocolate. Se dio cuenta entonces de que no
    tenía el iphone. No sabía exactamente cuánto
    tiempo llevaba allí, observándola, pero el caso es
    que miró abajo para descubrir, hecho pedazos, su
    móvil sobre la cubierta. Algunos trozos reposaban en la
    arena, sobre el fondo, cerca del barco. Así de
    transparentes las aguas de esa cala. Ni siquiera había
    oido el ruido que sin duda tuvo que hacer el teléfono al
    chocar contra la cubierta ni el chapoteo de algunos pedazos
    cayendo al mar. Pero seguramente ella sí lo había
    oido y por eso había levantado sorprendida la mirada hacia
    el barco primero y hacia el extremo del mástil
    después y, educada, habría saludado con su brazo
    extendido a aquella extraña figura que abrazaba el palo de
    su barco a esa hora de la mañana, como si fuera un
    koala.

    Mierda!!, pensó él.

    III

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    ¿Cuál debía ser el siguiente paso?,
    meditó recompuesto solo a medias, tratando de vencer su
    azoramiento aunque consiguiéndolo solo en parte.
    ¿Debía tratar de hacer algo más que
    saludarla con la mano, cosa que no estaba seguro de haber hecho
    todavía?, ¿tenía sentido?,
    ¿qué esperaría ella?.
    ¿Qué se suponía que debía hacer
    ahora?

    Recordó entonces episodios similares vividos
    treinta años atrás, cuando ya se enamoraba
    con frecuencia de empeines, dedos, lóbulos de
    orejas, cuellos y otras maravillas de la naturaleza ante las que
    enfermaba de amor a menudo. Unos ojos verdes le habían
    vuelto loco durante cien noches seguidas y todavía no
    había podido olvidar los labios de aquella
    compañera de universidad, que lo sabía perdido para
    siempre cada vez que los fruncía en una mueca dulce y
    coqueta.

    Pero ahora era distinto: ya no era un chiquillo lanzado
    y grosero casi, de verbo fácil y bien
    parecido, de torso fuerte y pura vida. Ahora, las arrugas
    en las comisuras de sus ojos eran profundas y su cuello ya no era
    grácil sino más bien bombacho, como ciertos
    horribles pantalones, pegado como en bolsas aplastadas sin
    solución de continuidad a su barbilla, otrora bien
    definida y lanzada indolente hacia delante. Su pelo era gris
    plata sucio, y de la fortaleza de sus piernas, apenas quedaba
    rastro. Fumaba, bebía a diario, y las lentillas mal
    cuidadas apenas disimulaban una mirada miope desde sus corneas
    amarillentas ya, de tanto mirar la luna. Su boca, en otra
    época perfecta, de dientes blancos y encías
    fuertes, había envejecido más rápido
    aún que sus manos. No conservaba todas las piezas y
    algunas de ellas eran de mentirijillas.

    No obstante, era tal la belleza de aquella muchacha, que
    resolvió que tenía que intentarlo. Necesitaba
    escuchar su voz a toda costa. Tenía que oler aquella piel
    de canela y mercurio, rozar su cabellera frondosa como una
    crin.

    Todavía excitado por la
    visión de la playa, donde ella permanecía
    tranquila, paseando y deteniéndose a cada rato, arqueando
    su espalda, extendiendo los brazos como saludando al sol,
    ¡qué maravilla!, comenzó a descender palo
    abajo hasta cubierta, no sin antes detenerse de nuevo en las
    crucetas, por un momento, y lanzar una última mirada
    furtiva hacia ella, no fuera que todo hubiese sido un
    sueño, o que amagara con marcharse de regreso a casa. Una
    vez en cubierta la volvió a mirar y esta vez sí la
    saludó, tremulando un poco, cuando ella le devolvió
    de nuevo el saludo dejando adivinar sus dientes perfectos,
    regalándole una sonrisa tan leve y pulcra, tan para la
    historia, tan tentadora y fugaz, que le hizo tropezar con el
    winche de babor, camino de la cabina, recuperando como pudo el
    equilibrio aunque no la dignidad, mientras soltaba otro taco por
    su torpeza y se apretaba sus dedos magullados.

    Se cambió rápidamente los tejanos por unas
    bermudas blancas, un fino y arrugado jersey azul de punto, y unos
    náuticos gastados y sin cordones, del mismo color.
    Salió de nuevo a cubierta, disimulando adujar
    un cabo y mirándola de cuando en cuando hasta que no pudo
    más, y llevándose las manos a la boca, a modo de
    embudo como para encuadrar su grito, le espetó,
    -¿Café?!.

    Ella solo sonrió mientras agarraba con ambas
    manos los pliegues del pareo, alzándolos un poco para que
    no se mojaran y comenzó a caminar hacia la orilla, en
    dirección a él, metiéndose en el agua hasta
    los tobillos y sin dejar de mirar, entre serena, divertida y
    desconfiada, hacia su barco.

    Por un momento Ismael pensó que se echaría
    al agua, todavía fría a esa hora de la
    mañana, y que vendría nadando toda desnuda hasta
    donde él estaba, pero se dio cuenta enseguida de que
    había visto demasiadas películas y descartó
    tal idea. Así que, sin perder un segundo,
    saltó al pequeño dingui, abarloado a un
    costado, colocó los remos en los estrobos, y
    comenzó a bogar la corta distancia que le separaba del
    cielo.

    Cuando la barca se detuvo, varada a escasos pasos de
    ella, se puso en pié y le tendió la
    mano, incapaz de romper el silencio de aquella
    mañana imposible como un milagro.

    Ella aceptó la mano que se le tendía y se
    acercó despacio, sin dejar de sonreir; levantó
    primero un pié, para pasarlo por encima de la borda con
    sumo cuidado y entonces lo detuvo en el aire,
    dejándolo suspendido como para tratar que se secara,
    sacudiendo las últimas gotas de arena y agua, pero a la
    vez, permitiéndole vislumbrar, como un rayo
    brevísimo, el dibujo magnífico de su ibis rasurado,
    el tajo de rosa más embriagadora jamás contemplada,
    el verso supremo, su perdición. Lo hizo porque sí.
    Ni siquiera se dio cuenta. Fue un segundo nada más, una
    deslealtad para con él, una primicia, para luego sentarse
    a la banda y hacer lo propio con el otro pié, sin malicia
    alguna, bendita alegoría de la más pura belleza en
    formato de húmedo empeine arenoso, jamás
    soñada ni leída en poema alguno. Era la virgen de
    las olas, la inmaculada virtud del piececillo. Era la vida
    instantánea, la espontaneidad sin rubor, sin mácula
    alguna. Era el amargo don de la belleza, era…

    Con un brusco movimiento de remos, desenterró del
    fondo arenoso la frágil barca y la hizo flotar de nuevo
    avanzando despacio hacia el velero, que los esperaba sin
    movimiento alguno, el francobordo abierto de par en
    par, para recibir como con una sonrisa a su dueño y su
    luna.

    Era la flor del tiaré, vainilla su sexo
    enardecido, húmedo de amor, hinchado como una
    canica.

    La deseó cuando ya nada deseaba. Era su
    herrumbrosa lanza. Su retiro perpetuo. Su latitud
    cero.

    Le había sido vedado el amor hasta que la
    descubrió desde su atalaya en lo alto de aquel
    mástil de carbono y acero, amarrado a su extremo como
    cabulla.

    Quería volver a sentirse Dios y servirla como
    sirven las vírgenes, como sirve el diablo al pecado, como
    sirve la madre a su criatura, el tronco al musgo, el pliego a la
    pluma, el lienzo al pincel, el fuego del alma al huidizo verso
    requerido tantas veces y tan ingrato siempre, como sirve la nube
    al agua, la madera al carpintero, el cincel a la dúctil
    forja.

    Acabarla, alabarla y ser uno con ella. Abordarla igual
    que en la batalla, penol a penol, fuego cruzado, alfanje de
    plata. Abarloarse a ella, costado contra costado, piel contra
    piel, abarcarla entera recorriendo su cuerpo de
    gato. Su lengua seca, tras haber humedecido cada palmo de su piel
    de araña como seda. Abrazarla. Su miembro erecto, sin
    pausa, sin fin, suyo cuanto necesitara, cuanto gimiera. Cuanto
    regaba era suyo y de inmediato, como por un resorte, enardecido
    de nuevo, rogando multiplicarse en brazos y manos, piernas y
    vientre para poseerla plena, toda a la vez como a un pececillo
    dulce de colores coralinos. Cuanto había soñado,
    ella lo congregaba. Era la plenitud, el bordo perfecto, la
    planeada.

    No se cansaba de amarla, de perseguir sus poros por la
    alcoba, como quien persigue su aliento ido, oyendo el chapoteo
    dulce y cantarín del agua tras el mamparo. Era el
    silencio, partido solo de vez en vez por el grito de gaviotas
    lanzándose de pico contra el mar, engullendo dobladas de
    dos en dos a otros dos metros bajo el agua, quebrando su
    superficie como si fuera costra finísima de azucar glass,
    como su cuerpo sudoroso, que olía a salitre y genital, a
    purpurina de jade, a picadura de lima, a nube cocida al sol, a
    pan de llanda, a aliento último y cenital de perdidos
    amores imposibles. Era como si les fuera la vida en
    ello.

    La cabalgaba y le cabalgaba, y a lomos de su piel
    enamoró hasta la noche que ya se
    adivinaba.

    Le agarraba fuerte con serpientes como piernas anudadas
    clavándole las uñas, marcando a fuego su piel como
    a las reses. Le susurró versos que jamás
    creyó que llegarían, que no
    imaginó que existieran pues jamás le
    habían sido concedidos. Aventó cuanto
    disponía. La voló a ras, al bies, caracoleando con
    su espada y su cabalgadura. Se amarró a su alma de cuello
    azul, azocándola con maromas blancas como alas. Igual que
    mariposas, la aló de la cintura para alcanzar todos sus
    pliegues, y oler, alzado en corbeta, su aroma de hibiscus, de
    hondonada, de protuberancias perfectas como pezones, de
    hendiduras profundas como simas. Y era tanto lo que como orugas
    corredoras anticipó su cuerpo condensado, que temió
    muchas veces detenerse siquiera a respirar, por miedo a que
    desapareciera ese milagro enaltecido y fatal de la naturaleza que
    debajo de él y encima a un tiempo, absorbía, como a
    quien se le fuera el tiempo en cada sorbo. Se derramó
    sobre ella como champagne, como miel derretida, como leche, como
    Dios. Arrimado a ella como ascua, como ola brutal, como rompiente
    en el acantilado, como la mismísima mar
    confusa.

    Y era tanto lo que como hojas de hiedra alumbraba su
    alma, que hasta sentía celos del aire y la
    luz que respiraba haciéndosele insoportable la levedad
    vívida de ese momento, la sola opción, la
    posibilidad abrumadora de que otras manos y otros labios hubieran
    podido recorrer aquella piel perfecta y besado aquellos labios de
    cielo inmaculado y trazo tenso. Vibraba como cuerdas de piano de
    geometría variable, temblaba a cada empellón de su
    cintura. No pedía más, solo lo mismo, estar, ser
    ambos como uno igual que conejillos dormitando acurrucados
    prestándose calor.

    No se pronunció palabra alguna. Solo de vez en
    cuando, con las oleadas de placer, tremulaban. Qué pocas
    señales daba, y qué de más estaban las
    palabras. No mencionó la vejez de su cuerpo y parecieran
    dos jóvenes sin edad ni tiempo. Tuvo 20 años de
    nuevo, con la premura de la juventud y el control de su demasiado
    temprana madurez. Todo mezclado. No mentó las arrugas de
    sus ojos de niño ni los surcos sudorosos de su frente. No
    se sentió examinado ni clasificado. Pudo decir basta y no
    lo hizo. Le miraba sostenido igual que una larga nota, igual que
    una centella detenida en la noche de su cielo.

    Eran violines los dedos de sus manos. Se oía de
    vez en cuando el golpeteo rítmico de una driza mal
    trincada y más gritos de gaviotas provocando nerviosas,
    desbandadas de peces que plateaban la
    cala.

    Se zambulleron juntos, desnudos, lanzándose de
    cabeza a aquellas aguas quietas y transparentes como zafiro,
    nadando de la mano, hombro con hombro, buscando aguas
    más profundas, que refrescaran el calor
    enamorado de su lava desprendida, piel con piel de nuevo. La
    besó mansamente bajo el cielo infinito, cuando ya nada
    quedaba por besar, atrayéndola hacia sí como a una
    sombra estrellada. Lamió sus pies de carne de sirena,
    semejantes a las hojas del árbol del pan, tentando tocar
    fondo en aguas menos profundas, para poder asirla de nuevo con
    fuerza, penetrarla otra vez, anclarla contra él, hacerla
    firme, como se afirma una maroma a su noray, montándola de
    nuevo, comiendo de su cuello como si le fuera vital para seguir
    viviendo, como néctar derramado, como ambrosía de
    dioses, alcohol de malditos, savia de rosas, polen de nata, sal
    de cumbres nevadas. Penetró su boca con su
    lengua igual que en cueva de diamantes tapizada, de gemas
    azuladas como almíbar, de azúcar como ámbar.
    Turmalinas, citrinos semejaban sus atemporaladas caderas,
    abalones sus orejas, sus pezones como el onix, duros como
    topacios. Era la gema pura, la pura vida pegada a su vientre como
    en crisol de blenda. Brillaba en la noche fugaz como estrella
    rutilante empavesada de diamantes, azafranada como un campo de
    trigo. Hasta el alma unidos sin poder dejar ni por un momento de
    admirar aquella belleza tan callada y frágil, tan
    sofisticada y simple, que osaba sin moverse, al compás de
    las licuadas olas, fijar tiritando los tiempos, tientos, tiembles
    y silencios. Por un momento se supieron eternos; se imaginaron
    uno. Por un instante que a él le pareció la
    eternidad la vió vestida de noche y música de
    Mozart, bailando sobre él como en palacio, nocturnos solo
    para él interpretados.

    Anochecía en la cala y a poniente, una moneda
    enorme, reverberaba naranja, deforme,
    derramándose como hierro fundido, como brea
    hirviente, en el mismísimo rincón del horizonte,
    entre el mar y las primeras luciérnagas.

    Mas como en caverna de piratas o tras el último
    estertor de un delfín moribundo, de entre sus
    renacidos miembros complacidos, su erección
    continuó mucho más tiempo, hasta caer rendido,
    vencido, dormido como niño tras el llanto, gimiendo de
    tanto en tanto, supurando placer sobrevenido, a resguardo de la
    más bella estampa que jamás le fuera
    dada.

    Cuando despertó era noche nublada y
    sombría y un gregal suave había cambiado el sentido
    de la nave, fondeada a la gira sobre su ancla, apuntando ahora su
    proa hacia el nordeste, como invitándole a partir, no
    fuera a quebrarse la noche y con ella la magia de esas horas
    inmensas como océanos.

    No volvería a ocurrir este momento. Lo
    sabía. Pero no olvidaría jamás esa noche
    colosal. Moriría sabiendo que la hizo suya, que
    pereció bajo su influjo lunar, que le perteneció,
    mas ignorando sin embargo, que por un instante, solo
    por un momento, cuando el dardazo certero quizá, o tras el
    flechazo de manzana lacrado en sus mejillas, logró que
    ella se adivinara eterna también, única y enorme,
    espejeada, diosa de la vida, de cuanto puebla el mundo y camina
    el hombre. Sellada para siempre igual que una carta de amor.
    Igual que un tronco milenario o el mensaje en una botella oculto,
    el mundo había dejado de existir, entregado como
    espectador de piedra y sal a una obra sublime y perfecta, a una
    ubre auténtica y perenne.

    Excepto ella, nada, solo la nada alrededor de todo. Y
    era tanto lo que como pecador le debía, tanto lo que como
    velas bien trincadas alimentaría sus
    sueños…

    IV

    Monografias.com

    No hubo despedida. Siquiera sin hablar hubo beso alguno.
    Nunca supo su nombre. Jamás volvió a verla, pese a
    regresar cada estío a la misma cala los mismos mediados
    setiembres, a fingir que reparaba cualquier cosa en el extremo de
    un mástil que cada verano le parecía más
    alto.

    Formentera

    A Angel Sotos, al que imagino aún cruzando una y
    otra vez aquel maldito cabo del infierno poniendo a prueba su
    pericia marinera, inquietando a todos los vientos, provocando a
    la turbonada y al calmazo, invocando a la mar confusa, antes de
    reunirse para siempre con los dioses del Olimpo, y a su hermano
    José, porque lo prometido es deuda.

     

     

    Autor:

    Carlos Magaña
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