La sorpresa
Mar confusa
I
Ya se había encaramado al palo desde la alta
cubierta cuando la parte superior de una enorme bola anaranjada
apareció lentamente por la ranura de levante, desgarrando
la noche, calentándolo todo y comenzando a secar el
relente acumulado durante la húmeda noche. Tuvo que
detenerse sobre el segundo par de crucetas, como disimulando el
cansancio de sus casi 50 años para extasiarse, una vez
más, en la contemplación de la belleza suprema: la
creación de un nuevo día.
Mediaba setiembre y todavía el calor
mañanero tras una noche sin luna, sin viento y sin
cerveza, se hacía notar al socaire de aquella breve isla
magnífica y ya casi desierta de
turistas.
Solía recalar aquí al final del verano su
trimarán de cuarenta y cinco pies con piano de serie,
versión propietario, equipado con todos los ingenios
imaginables como para cruzar el Atlántico
él solito y sin perderse.
Pero subir al palo con esa edad en las piernas no era
solo por ver la amanecida, especialmente bella aquella limpia
mañana, sino para tratar de reparar desde el tope,
último lugar en que se le ocurrió probar, con
sus pobres conocimientos de electrónica y mecánica,
los sistemas de navegación más básicos, que
habían dejado de funcionar esa madrugada.
Había regresado a rumbo fijo 235º sin tocar
un ápice las escotas a más de 18 nudos con un
levante entablado y franco, fuerza 4, con rachas de 5, 2 rizos a
la mayor y genaker tenso como piel de tambor. Probablemente, el
esfuerzo del piloto automático durante aquellas furiosas
planeadas al largo y por través, aguantando firme la rueda
para evitar que las casi 10 toneladas de barco se
cruzaran a la mar con riesgo de abocar o romper palo fuera la
causa, pero no estaba seguro de nada; Pensaba que las muchas
horas de esfuerzo desde las Îles Sanguinaires,
a la salida de la gran bahía de Ajaccio en Córcega,
hasta S'Estany d'es Peix, un estanque natural con una
pequeña abertura al mar llamada "Sa Boca", en Formentera,
(donde ahora estaba fondeado a la gira con menos de 2 metros de
agua bajo quilla), no podían ser por sí solas las
razones de la avería.
Esa preciosa cala, a babor del puerto de la Savina,
según se arribaba desde el nordeste, desde la vecina Ibiza
por entre los temibles Freus, era un lugar tranquilo, solo
frecuentado por lugareños y algún
turista despistado, aunque en setiembre y a esa hora, ni siquiera
el típico madrugador pescador de playa o algún
despistado camino de Espalmador, podían verse por
allí.
Ataviado solo con unos vaqueros cortos hechos jirones,
que apenas cubrían su desnudez, descalzo, con
guantes de dedos cortados llenos de agujeros e hilachas y,
provisto de algunas herramientas en una bolsa de tela de spi
colgada del hombro, su inseparable iphone 5 y un cigarrillo de
liar en su único bolsillo junto a su zippo,
continuó palo arriba hasta el tocón, justo por
encima de donde se encalomaban los remaches de la obencadura a
casi 20 metros sobre la cubierta del Neel 45, un trimarán
no demasido agraciado en cuanto a líneas,
pero rápido, confortable y fiable hasta esa madrugada en
la que, al encender los motores y prepararse para zarpar, no
había logrado conectar ni piloto, ni sonda ni gps ni
res.
Una vez arriba, comenzó a hurgar con miedo en
aquel negro agujero lleno de cables, cajitas aún
más negras, antenas, roldanas y otros objetos de variadas
formas, la mayoría de ellos desconocidos para
él. Trataba de alcanzar su iphone de entre las
herramientas para iluminar con su potente linterna la zona de
trabajo cuando en una barrida rápida, a modo de vistazo al
horizonte, la descubrió.
II
Tuvo que sacudir la cabeza y abrir y cerrar los ojos
varias veces, restregándoselos y volver a apretar fuerte
las piernas contra el mástil abrazándolo como una
boa su presa, pues le flojearon de repente con riesgo de
caída que desde aquella altura, hubiera supuesto un
accidente mortal.
Y es que lo que veía era de una belleza sublime,
deslumbrante, indescriptible. Probablemente era la luz de aquel
momento, que a él se le antojó no la de la
alborada tardía, tibia y luminosa de esa
mañana, sino como emanada de aquella morena belleza que
paseaba lánguida y despreocupada por la húmeda
arena de la diminuta playa a menos de 30 metros de
distancia.
Ella no le había visto, y ni siquiera
parecía haberse percatado de la presencia del barco.
Simplemente siguió caminando ajena a todo,
deteniéndose de vez en cuando para agacharse a observar
más de cerca alguna concha, quizá una
pequeña piedra de formas caprichosas o una caracola
especialmente singular. Llevaba puesto una especie de pareo
anudado al cuello que le descubría los hombros y la
espalda hasta casi la cintura. Era de color verdiazulado como a
manchas, de esos que suelen ofrecerte los buhoneros en ciertas
playas del Caribe y que tintan allí mismo, delante de ti.
Una pamela de fino esparto y ala anchísima con una cinta
alrededor del mismo color, ligeramente ladeada, le
confería untuosidad, señorío, elegancia,
indolencia casi, heritage y hasta cierto look de los
60.
Era una maravilla verla caminar despacio, pensó
trastabillando otra vez, mientras buscaba de nuevo torpemente su
móvil entre las herramientas sin darse cuenta de que ya lo
tenía en la otra mano. La enfocó como pudo con la
cámara, no sin cierto reparo, y un poco avergonzado al
sentir que estaba como espiándola. No obstante
amplió la imagen, pasando el dedo muy despacio por la
pantalla y entonces, lo que había imaginado siempre en
todas sus noches en vela, de locas lecturas y cerveza caliente,
apareció por fin, frente de él.
Unos empeines perfectos, como de nacar, tallados a mano
en suaves curvas formando unos pies grandes, bien definidos y
torneados, de sirena, de tobillos recios, que apuntalaban unas
piernas inabarcables, columnas entasiadas que apenas
cabían enteras en la pantalla. Mientas la contemplaba, una
erección como hacía al menos… que no
sentía, le invadió por todo el cuerpo, sin poder
evitarlo.
La fotografió varias veces temblando todo el
rato, incapaz de tomar la foto perfecta en la que
recrearse después, sin lograr la instantánea
definitiva. ¡Qué maravilla de criatura!.
¡Quién pudiera oler, tocar, herir semejante
piel, que imaginó tersa y dura como la del fuerte cuello
de un potrillo. Unas manos de dedos largos y uñas
recortadas, unos brazos dorados como de postal
trucada en photoshop y aquellos ojos, que adivinó verdes,
como si el mar mirara.
Tendría unos 30 años y el pecho erguido;
como si tirarán suavemente hacia arriba de sus pezones,
hilos invisibles. Caderas atemporaladas, anchas bajo una cintura
donde el pareo se plegaba en una suerte de segunda
piel, del mismo color que el cielo.
Cuando por fin aceptó como buena una de las mil
fotos tomadas, contempló, ampliándolo de nuevo, su
rostro fijo en la pantalla. Una de las muchas en que, mirando
ella indolente al horizonte, pareciera que mirara su
barco, aunque más bien lo atravesara, como si fuera
transparente o como si no le importara lo más
mínimo aquel raro engendro de cascos pintados
de azul marino sin nombre alguno escrito en él. Era como
si de repente toda la luz se hubiera concentrado en aquella
líquida foto, oscureciendo el resto, como si toda la luz
del mundo estuviera reflejada, sedimentada en aquella joven,
Dante redivivo. Quería morirse, incapaz de describir
aquellos cabellos caídos con indolencia sobre los hombros,
peinados torpemente, del color del azabache y del cobre, que
brillaban con luz celestial. Era como un ángel, como si la
primavera entera hubiera reverdecido de un golpe en aquella
criatura, condensando en ella cuanto de bello era capaz. Le
dolía tanta belleza en mil flores transformada, robados
los colores y encadenados en ella, uno a uno como
eslingas.
El sol ya se encontraba varios grados más arriba
y el calor le quemaba su espalda desnuda, provocándole una
sensación de tibieza inusual en él. De repente,
salió de sus pensamientos dando un respingo. Desde la
playa, ella le saludaba con la mano. Casi perdió el
equilibrio, pero fue incapaz de devolverle el saludo. Simplemente
se quedó allí quieto, como un chiquillo asustado,
pillado infraganti, sabiéndose único culpable de
haberse comido el chocolate. Se dio cuenta entonces de que no
tenía el iphone. No sabía exactamente cuánto
tiempo llevaba allí, observándola, pero el caso es
que miró abajo para descubrir, hecho pedazos, su
móvil sobre la cubierta. Algunos trozos reposaban en la
arena, sobre el fondo, cerca del barco. Así de
transparentes las aguas de esa cala. Ni siquiera había
oido el ruido que sin duda tuvo que hacer el teléfono al
chocar contra la cubierta ni el chapoteo de algunos pedazos
cayendo al mar. Pero seguramente ella sí lo había
oido y por eso había levantado sorprendida la mirada hacia
el barco primero y hacia el extremo del mástil
después y, educada, habría saludado con su brazo
extendido a aquella extraña figura que abrazaba el palo de
su barco a esa hora de la mañana, como si fuera un
koala.
Mierda!!, pensó él.
III
¿Cuál debía ser el siguiente paso?,
meditó recompuesto solo a medias, tratando de vencer su
azoramiento aunque consiguiéndolo solo en parte.
¿Debía tratar de hacer algo más que
saludarla con la mano, cosa que no estaba seguro de haber hecho
todavía?, ¿tenía sentido?,
¿qué esperaría ella?.
¿Qué se suponía que debía hacer
ahora?
Recordó entonces episodios similares vividos
treinta años atrás, cuando ya se enamoraba
con frecuencia de empeines, dedos, lóbulos de
orejas, cuellos y otras maravillas de la naturaleza ante las que
enfermaba de amor a menudo. Unos ojos verdes le habían
vuelto loco durante cien noches seguidas y todavía no
había podido olvidar los labios de aquella
compañera de universidad, que lo sabía perdido para
siempre cada vez que los fruncía en una mueca dulce y
coqueta.
Pero ahora era distinto: ya no era un chiquillo lanzado
y grosero casi, de verbo fácil y bien
parecido, de torso fuerte y pura vida. Ahora, las arrugas
en las comisuras de sus ojos eran profundas y su cuello ya no era
grácil sino más bien bombacho, como ciertos
horribles pantalones, pegado como en bolsas aplastadas sin
solución de continuidad a su barbilla, otrora bien
definida y lanzada indolente hacia delante. Su pelo era gris
plata sucio, y de la fortaleza de sus piernas, apenas quedaba
rastro. Fumaba, bebía a diario, y las lentillas mal
cuidadas apenas disimulaban una mirada miope desde sus corneas
amarillentas ya, de tanto mirar la luna. Su boca, en otra
época perfecta, de dientes blancos y encías
fuertes, había envejecido más rápido
aún que sus manos. No conservaba todas las piezas y
algunas de ellas eran de mentirijillas.
No obstante, era tal la belleza de aquella muchacha, que
resolvió que tenía que intentarlo. Necesitaba
escuchar su voz a toda costa. Tenía que oler aquella piel
de canela y mercurio, rozar su cabellera frondosa como una
crin.
Todavía excitado por la
visión de la playa, donde ella permanecía
tranquila, paseando y deteniéndose a cada rato, arqueando
su espalda, extendiendo los brazos como saludando al sol,
¡qué maravilla!, comenzó a descender palo
abajo hasta cubierta, no sin antes detenerse de nuevo en las
crucetas, por un momento, y lanzar una última mirada
furtiva hacia ella, no fuera que todo hubiese sido un
sueño, o que amagara con marcharse de regreso a casa. Una
vez en cubierta la volvió a mirar y esta vez sí la
saludó, tremulando un poco, cuando ella le devolvió
de nuevo el saludo dejando adivinar sus dientes perfectos,
regalándole una sonrisa tan leve y pulcra, tan para la
historia, tan tentadora y fugaz, que le hizo tropezar con el
winche de babor, camino de la cabina, recuperando como pudo el
equilibrio aunque no la dignidad, mientras soltaba otro taco por
su torpeza y se apretaba sus dedos magullados.
Se cambió rápidamente los tejanos por unas
bermudas blancas, un fino y arrugado jersey azul de punto, y unos
náuticos gastados y sin cordones, del mismo color.
Salió de nuevo a cubierta, disimulando adujar
un cabo y mirándola de cuando en cuando hasta que no pudo
más, y llevándose las manos a la boca, a modo de
embudo como para encuadrar su grito, le espetó,
-¿Café?!.
Ella solo sonrió mientras agarraba con ambas
manos los pliegues del pareo, alzándolos un poco para que
no se mojaran y comenzó a caminar hacia la orilla, en
dirección a él, metiéndose en el agua hasta
los tobillos y sin dejar de mirar, entre serena, divertida y
desconfiada, hacia su barco.
Por un momento Ismael pensó que se echaría
al agua, todavía fría a esa hora de la
mañana, y que vendría nadando toda desnuda hasta
donde él estaba, pero se dio cuenta enseguida de que
había visto demasiadas películas y descartó
tal idea. Así que, sin perder un segundo,
saltó al pequeño dingui, abarloado a un
costado, colocó los remos en los estrobos, y
comenzó a bogar la corta distancia que le separaba del
cielo.
Cuando la barca se detuvo, varada a escasos pasos de
ella, se puso en pié y le tendió la
mano, incapaz de romper el silencio de aquella
mañana imposible como un milagro.
Ella aceptó la mano que se le tendía y se
acercó despacio, sin dejar de sonreir; levantó
primero un pié, para pasarlo por encima de la borda con
sumo cuidado y entonces lo detuvo en el aire,
dejándolo suspendido como para tratar que se secara,
sacudiendo las últimas gotas de arena y agua, pero a la
vez, permitiéndole vislumbrar, como un rayo
brevísimo, el dibujo magnífico de su ibis rasurado,
el tajo de rosa más embriagadora jamás contemplada,
el verso supremo, su perdición. Lo hizo porque sí.
Ni siquiera se dio cuenta. Fue un segundo nada más, una
deslealtad para con él, una primicia, para luego sentarse
a la banda y hacer lo propio con el otro pié, sin malicia
alguna, bendita alegoría de la más pura belleza en
formato de húmedo empeine arenoso, jamás
soñada ni leída en poema alguno. Era la virgen de
las olas, la inmaculada virtud del piececillo. Era la vida
instantánea, la espontaneidad sin rubor, sin mácula
alguna. Era el amargo don de la belleza, era…
Con un brusco movimiento de remos, desenterró del
fondo arenoso la frágil barca y la hizo flotar de nuevo
avanzando despacio hacia el velero, que los esperaba sin
movimiento alguno, el francobordo abierto de par en
par, para recibir como con una sonrisa a su dueño y su
luna.
Era la flor del tiaré, vainilla su sexo
enardecido, húmedo de amor, hinchado como una
canica.
La deseó cuando ya nada deseaba. Era su
herrumbrosa lanza. Su retiro perpetuo. Su latitud
cero.
Le había sido vedado el amor hasta que la
descubrió desde su atalaya en lo alto de aquel
mástil de carbono y acero, amarrado a su extremo como
cabulla.
Quería volver a sentirse Dios y servirla como
sirven las vírgenes, como sirve el diablo al pecado, como
sirve la madre a su criatura, el tronco al musgo, el pliego a la
pluma, el lienzo al pincel, el fuego del alma al huidizo verso
requerido tantas veces y tan ingrato siempre, como sirve la nube
al agua, la madera al carpintero, el cincel a la dúctil
forja.
Acabarla, alabarla y ser uno con ella. Abordarla igual
que en la batalla, penol a penol, fuego cruzado, alfanje de
plata. Abarloarse a ella, costado contra costado, piel contra
piel, abarcarla entera recorriendo su cuerpo de
gato. Su lengua seca, tras haber humedecido cada palmo de su piel
de araña como seda. Abrazarla. Su miembro erecto, sin
pausa, sin fin, suyo cuanto necesitara, cuanto gimiera. Cuanto
regaba era suyo y de inmediato, como por un resorte, enardecido
de nuevo, rogando multiplicarse en brazos y manos, piernas y
vientre para poseerla plena, toda a la vez como a un pececillo
dulce de colores coralinos. Cuanto había soñado,
ella lo congregaba. Era la plenitud, el bordo perfecto, la
planeada.
No se cansaba de amarla, de perseguir sus poros por la
alcoba, como quien persigue su aliento ido, oyendo el chapoteo
dulce y cantarín del agua tras el mamparo. Era el
silencio, partido solo de vez en vez por el grito de gaviotas
lanzándose de pico contra el mar, engullendo dobladas de
dos en dos a otros dos metros bajo el agua, quebrando su
superficie como si fuera costra finísima de azucar glass,
como su cuerpo sudoroso, que olía a salitre y genital, a
purpurina de jade, a picadura de lima, a nube cocida al sol, a
pan de llanda, a aliento último y cenital de perdidos
amores imposibles. Era como si les fuera la vida en
ello.
La cabalgaba y le cabalgaba, y a lomos de su piel
enamoró hasta la noche que ya se
adivinaba.
Le agarraba fuerte con serpientes como piernas anudadas
clavándole las uñas, marcando a fuego su piel como
a las reses. Le susurró versos que jamás
creyó que llegarían, que no
imaginó que existieran pues jamás le
habían sido concedidos. Aventó cuanto
disponía. La voló a ras, al bies, caracoleando con
su espada y su cabalgadura. Se amarró a su alma de cuello
azul, azocándola con maromas blancas como alas. Igual que
mariposas, la aló de la cintura para alcanzar todos sus
pliegues, y oler, alzado en corbeta, su aroma de hibiscus, de
hondonada, de protuberancias perfectas como pezones, de
hendiduras profundas como simas. Y era tanto lo que como orugas
corredoras anticipó su cuerpo condensado, que temió
muchas veces detenerse siquiera a respirar, por miedo a que
desapareciera ese milagro enaltecido y fatal de la naturaleza que
debajo de él y encima a un tiempo, absorbía, como a
quien se le fuera el tiempo en cada sorbo. Se derramó
sobre ella como champagne, como miel derretida, como leche, como
Dios. Arrimado a ella como ascua, como ola brutal, como rompiente
en el acantilado, como la mismísima mar
confusa.
Y era tanto lo que como hojas de hiedra alumbraba su
alma, que hasta sentía celos del aire y la
luz que respiraba haciéndosele insoportable la levedad
vívida de ese momento, la sola opción, la
posibilidad abrumadora de que otras manos y otros labios hubieran
podido recorrer aquella piel perfecta y besado aquellos labios de
cielo inmaculado y trazo tenso. Vibraba como cuerdas de piano de
geometría variable, temblaba a cada empellón de su
cintura. No pedía más, solo lo mismo, estar, ser
ambos como uno igual que conejillos dormitando acurrucados
prestándose calor.
No se pronunció palabra alguna. Solo de vez en
cuando, con las oleadas de placer, tremulaban. Qué pocas
señales daba, y qué de más estaban las
palabras. No mencionó la vejez de su cuerpo y parecieran
dos jóvenes sin edad ni tiempo. Tuvo 20 años de
nuevo, con la premura de la juventud y el control de su demasiado
temprana madurez. Todo mezclado. No mentó las arrugas de
sus ojos de niño ni los surcos sudorosos de su frente. No
se sentió examinado ni clasificado. Pudo decir basta y no
lo hizo. Le miraba sostenido igual que una larga nota, igual que
una centella detenida en la noche de su cielo.
Eran violines los dedos de sus manos. Se oía de
vez en cuando el golpeteo rítmico de una driza mal
trincada y más gritos de gaviotas provocando nerviosas,
desbandadas de peces que plateaban la
cala.
Se zambulleron juntos, desnudos, lanzándose de
cabeza a aquellas aguas quietas y transparentes como zafiro,
nadando de la mano, hombro con hombro, buscando aguas
más profundas, que refrescaran el calor
enamorado de su lava desprendida, piel con piel de nuevo. La
besó mansamente bajo el cielo infinito, cuando ya nada
quedaba por besar, atrayéndola hacia sí como a una
sombra estrellada. Lamió sus pies de carne de sirena,
semejantes a las hojas del árbol del pan, tentando tocar
fondo en aguas menos profundas, para poder asirla de nuevo con
fuerza, penetrarla otra vez, anclarla contra él, hacerla
firme, como se afirma una maroma a su noray, montándola de
nuevo, comiendo de su cuello como si le fuera vital para seguir
viviendo, como néctar derramado, como ambrosía de
dioses, alcohol de malditos, savia de rosas, polen de nata, sal
de cumbres nevadas. Penetró su boca con su
lengua igual que en cueva de diamantes tapizada, de gemas
azuladas como almíbar, de azúcar como ámbar.
Turmalinas, citrinos semejaban sus atemporaladas caderas,
abalones sus orejas, sus pezones como el onix, duros como
topacios. Era la gema pura, la pura vida pegada a su vientre como
en crisol de blenda. Brillaba en la noche fugaz como estrella
rutilante empavesada de diamantes, azafranada como un campo de
trigo. Hasta el alma unidos sin poder dejar ni por un momento de
admirar aquella belleza tan callada y frágil, tan
sofisticada y simple, que osaba sin moverse, al compás de
las licuadas olas, fijar tiritando los tiempos, tientos, tiembles
y silencios. Por un momento se supieron eternos; se imaginaron
uno. Por un instante que a él le pareció la
eternidad la vió vestida de noche y música de
Mozart, bailando sobre él como en palacio, nocturnos solo
para él interpretados.
Anochecía en la cala y a poniente, una moneda
enorme, reverberaba naranja, deforme,
derramándose como hierro fundido, como brea
hirviente, en el mismísimo rincón del horizonte,
entre el mar y las primeras luciérnagas.
Mas como en caverna de piratas o tras el último
estertor de un delfín moribundo, de entre sus
renacidos miembros complacidos, su erección
continuó mucho más tiempo, hasta caer rendido,
vencido, dormido como niño tras el llanto, gimiendo de
tanto en tanto, supurando placer sobrevenido, a resguardo de la
más bella estampa que jamás le fuera
dada.
Cuando despertó era noche nublada y
sombría y un gregal suave había cambiado el sentido
de la nave, fondeada a la gira sobre su ancla, apuntando ahora su
proa hacia el nordeste, como invitándole a partir, no
fuera a quebrarse la noche y con ella la magia de esas horas
inmensas como océanos.
No volvería a ocurrir este momento. Lo
sabía. Pero no olvidaría jamás esa noche
colosal. Moriría sabiendo que la hizo suya, que
pereció bajo su influjo lunar, que le perteneció,
mas ignorando sin embargo, que por un instante, solo
por un momento, cuando el dardazo certero quizá, o tras el
flechazo de manzana lacrado en sus mejillas, logró que
ella se adivinara eterna también, única y enorme,
espejeada, diosa de la vida, de cuanto puebla el mundo y camina
el hombre. Sellada para siempre igual que una carta de amor.
Igual que un tronco milenario o el mensaje en una botella oculto,
el mundo había dejado de existir, entregado como
espectador de piedra y sal a una obra sublime y perfecta, a una
ubre auténtica y perenne.
Excepto ella, nada, solo la nada alrededor de todo. Y
era tanto lo que como pecador le debía, tanto lo que como
velas bien trincadas alimentaría sus
sueños…
IV
No hubo despedida. Siquiera sin hablar hubo beso alguno.
Nunca supo su nombre. Jamás volvió a verla, pese a
regresar cada estío a la misma cala los mismos mediados
setiembres, a fingir que reparaba cualquier cosa en el extremo de
un mástil que cada verano le parecía más
alto.
Formentera
A Angel Sotos, al que imagino aún cruzando una y
otra vez aquel maldito cabo del infierno poniendo a prueba su
pericia marinera, inquietando a todos los vientos, provocando a
la turbonada y al calmazo, invocando a la mar confusa, antes de
reunirse para siempre con los dioses del Olimpo, y a su hermano
José, porque lo prometido es deuda.
Autor:
Carlos Magaña
Busutil