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Mayorazgos en Támara de Campos




Enviado por Pilar Garcia



Partes: 1, 2

    PRÓLOGO

    Amable lector, antes de que te adentres en estas
    páginas, permite te haga un ruego: "trátalas con
    cariño", me ha costado mucho esfuerzo
    escribirlas.

    Tal vez te preguntes qué he pretendido hacer; con
    toda verdad te respondo:

    * No he pretendido hacer una obra de arte.

    * No he pretendido dar lecciones a nadie ni de historia
    ni de familia.

    * No he pretendido hacer una obra acabada, pues es "un
    libro abierto" que puede ser continuado por los que lo
    deseen.

    Solamente he pretendido poner por escrito -previamente
    recopilados- unos datos que estaban a punto de perderse por el
    paso de los años y de los siglos. Por eso te digo que esta
    obra, por calificarla de alguna manera, tiene dos partes; una de
    recopilación y trabazón de datos, muy larga y dura,
    pues ha supuesto muchas horas de archivo y muchos sitios; otra de
    conseguir que los documentos originales o partidas hayan sido
    firmados y sellados por los responsables que podían
    hacerlo en su día, y que corroboran que los datos son
    ciertos.

    Nada se ha inventado, o bien es fruto de una
    tradición familiar mantenida a lo largo de los siglos o lo
    es de una seria y continuada investigación. Eso sí,
    todo lo que se ha hecho, si no es una obra acabada, al menos se
    ha procurado que resulte distinta a lo habitual.

    He utilizado todos los medios que tenía a mi
    alcance, junto con mis posibilidades; todo ello ha dado como
    fruto lo que ves.

    También te comunico que se ha dado a publicidad
    otro libro que se titulará " Támara II, volumen I,
    historia", donde encontrarás el marco en el que los
    personajes que aquí aparecen nacieron, desarrollaron las
    actividades de su vida y murieron. Todo ello, si te interesa,
    puede darte una visión aproximada de la
    realidad

    Gracias por aguantarme.

    El autor

    GENERALIDADES DE
    LA VILLA DONDE SE ASENTARON LOS MAYORAZGOS

    A fin de comprender el origen social y la relevancia
    alcanzada por la propiedad eclesiástica, que fue anterior
    a los procesos de la desamortización del siglo XIX; es
    necesario abordar el análisis del fracaso sufrido por los
    monarcas castellanos de la baja edad media, y el intento de
    detener el avance experimentado por los abadengos1 en perjuicio
    de los realengos2.

    La relación entre abadengo y realengo no
    afectó sólo a la iglesia y a la monarquía;
    concernió también al poder concejil y nobiliario.
    Por esto, tanto concejo como nobles trataron de presionar
    repetidamente a los monarcas, a fin de que adoptasen medidas
    tendentes a evitar un crecimiento excesivo de este tipo de
    tierras de propiedad eclesiástica.

    Las relaciones concejo-obispo-rey, en el caso de
    Palencia y Támara, eran similares a las que tenían
    anteriormente. Clara representación de esto lo tenemos en
    que los alcaldes de las hermandades correspondientes al concejo
    seguirían siendo nombrados por el obispo y por los abades
    según el privilegio real de mayo de 12923.

    Támara de Campos pertenecía a la corona
    real, así como su jurisdicción civil y criminal, y
    el pago de las alcabalas y otros servicios.

    "A la segunda dijeron: que dicha villa es realenga y
    toca y pertenece a su majestad, que Dios guarde. Y que los
    justicias cada un año nombran y si otros para que lo
    ejerzan el que sigue y cuyo nombramiento y elección no
    perciben ni se les da por dicha villa ni otra persona cosa
    alguna"4

    Tenía la villa en esta época 200 vecinos,
    poco más o menos. Según se aseguraba, había
    en el casco urbano un priorato de la orden de San Juan de
    Jerusalén, titular del hospital de peregrinos, y una
    abadía de la orden de San Benito, en el monasterio de San
    Miguel.

    A este último, Fernán González le
    había otorgado la jurisdicción del barrio de La
    Serna en el 960, y tuvo una importante labor en la
    repoblación de la villa. A su vez, se encontraba sujeto al
    monasterio de San Pedro de Cardeña, de la misma orden. La
    villa entera, en cierto modo, estaba también sujeta a la
    abadía de San Miguel, a cuya iglesia acudían a
    oír misa además de los vecinos del cercano barrio
    de La Serna otros fieles de Támara. Los monjes de esta
    abadía disponían de los diezmos de los feligreses
    de La Serna, que en ese tiempo serían unos 20.

    El abad nombraba y ponía cada año, en
    concreto el día de san Sebastián, un merino en ese
    barrio, que disponía de vara de justicia y ejecutaba las
    órdenes de los alcaldes ordinarios de la villa, alcaldes
    que habían sido puestos a su vez por nombramiento
    real.

    Gozaba este monasterio de un juro de 2000
    maravedíes, impuesto sobre los vecinos de la villa, siendo
    además propietario, tanto en la villa como en el
    término de Támara, de algunas tierras y
    viñas.

    Una circunstancia inesperada vino a incidir, en 1293, en
    el desarrollo de los acontecimientos: la sede palentina
    quedó vacante. La falta de obispo dio lugar a un
    vacío de poder; y las aspiraciones de mayor
    autonomía en la provincia y en el poder señorial
    aumentaron.

    En octubre de 1293, se produjeron grandes agitaciones.
    Los concejos pretendían hacerse con el control de la
    justicia. Y es precisamente ahora cuando se pone de manifiesto el
    interés del monarca por mantener el poder señorial
    que le asegure indirectamente el control de estas
    instituciones.

    Durante el periodo comprendido entre 1287 y 1292, vemos
    la diversidad de actitudes que el rey tomaba con respecto al
    concejo de Palencia y sus señores
    eclesiásticos.

    En 1287, nos sorprende Sancho IV con un documento por el
    cual buena parte de las concesiones otorgadas al obispo y
    cabildo, respecto a su control sobre el concejo, se convierten en
    papel mojado.

    Entre los derechos ahora perdidos destaca
    el de nombrar alcaldes.

    Así comienza una serie de continuos
    incumplimientos de las promesas hechas a la Iglesia.

    No creemos exagerado apuntar que esto suponía en
    la práctica una cancelación del ejercicio del
    señorío. Los propios procuradores del concejo de
    Las Amayuelas así lo entendieron al afirmar que lo que se
    encontraba en pleito era "….. el señorío
    y vasallaje del mismo lugar,,,"
    por lo que su
    pretensión era en adelante "…. Non seyendo los
    dichos sus vasallos sino de la mi corona real…"

    Bernardino Manrique "… no cogiese ni llevase las
    tercias e alcabalas de corral mayor…ni llevase pechos ni
    derechos alguno…"
    y el lugar de Las Amayuelas fuese
    declarado "… ser de mi corona y de mi patrimonio real
    e que condenase más al dicho Bernardino Manrique de Lara a
    que dejase e consintiese a las dichas sus partes poner e nombrar
    los dichos alcaldes e merinos e oficiales en dicho lugar de
    Amayuelas libremente ….
    Para terminar se solicita
    "… condenase a dicho Bernardino Manrique a que diese
    … las dichas alcabalas e tercias e los otros pechos e
    derechos e servicios e sernas que injustamente les avia llevado
    que estimo en trescientos mil maravedíes
    .

    En la mayor parte de los casos de abadengo de la corona
    de Castilla, se había producido un progresivo paso del
    señorío dominical al jurisdiccional, que
    tendría su expresión legal en las disposiciones
    establecidas por el rey Alfonso XI, en su ordenamiento promulgado
    con ocasión de las cortes celebradas en Alcalá de
    Henares en 1384.5

    Asimismo la orden de San Juan de Jerusalén
    tenía poder sobre algunos pueblos que, bien por iniciativa
    real o del mismo pueblo, se habían encomendado al dominio
    señorial de la orden; y, por tanto, a sus prioratos. De
    ello se siguió un proceso de transformación de las
    behetrías y realengos hacia el dominio feudal.

    Este fue el caso de Támara a finales del siglo
    XII y principios del XIII. Nos consta por la alusión hecha
    en el pleito que el concejo de Támara tuvo contra el prior
    de San Juan (1513 – 1522), con motivo de la
    jurisdicción sobre el pueblo.6

    El representante del gran prior decía que
    tenía la jurisdicción de Támara desde que el
    pueblo se encomendó libremente a la orden, en vasallaje
    "por no tener con (autoridad) tal señor que lo
    defendiese, y porque algunos caballeros comarcales se quieren
    entrometer como señores de dicha villa".
    Los de
    Támara pasaron a ser así, por propia
    decisión, vasallos y solariegos de dicha orden, y a
    considerar a su prior como señor natural; a pagar
    determinados tributos, aunque por ello renunciasen al hecho de
    nombrar sus propios alcaldes en nombre del rey.

    Precisamente para mantener esta jurisdicción,
    adujeron en el pleito de San Cebrián que el prior
    también nombraba un merino para cobrar las infurciones y
    tenía, como lugar solariego que era, "casa y
    asiento",
    pero no jurisdicción civil ni
    criminal.

    A Principios del siglo XIII, el concejo de Támara
    logra con éxito defender su autonomía, ya que el
    gran prior seguía queriendo arrebatarla al pueblo.
    Éste sólo consiguió ejercer su poder en el
    llamado barrio de la orden benedictina: "La Serna".

    Aun así, Támara pagó 55 cargas por
    mitad trigo y cebada y 10500 maravedíes por ciertas
    tierras y derechos que gozaba desde que logró sacudirse la
    jurisdicción de la orden de San Juan de
    Jerusalén.

    El interés del priorato en el crecimiento de la
    villa de Támara se reflejó sobre todo en enero de
    1333, cuando Alfonso XI le concedió la celebración
    de un mercado todos los viernes del año, y la gran
    construcción de San Hipólito el Real.

    A partir de 1352, con Pedro I, las nueve villas de la
    coalición se incorporaron a la merindad de Monzón y
    fueron perdiendo importancia; excepto Támara, que mantuvo
    su carácter de villa de realengo.

    A esto se sumó el paso del camino de
    Santiago por la localidad, circunstancia que se reflejó en
    toda sus construcciones.

    Al finalizar la edad media, el abadengo
    castellano-leonés se encontraba integrado por dos aspectos
    básicos: el jurídico y el dominical7. Este
    último, debido al asentamiento humano en la tierra del
    señor. Así, ya es de sobra conocido que, por el
    hecho de ocupar un habitante un cierto lugar, debía pagar
    la prestación económica de la
    infurción8.

    Los monasterios castellanos del siglo XIV llegaron a
    encontrarse en situación de extrema pobreza; debido, entre
    otras causas, a la peste negra y, como consecuencia, a la
    despoblación. Veían en las clases nobles su tabla
    de salvación, aunque ello les abocara a una inexorable
    encomienda señorial.

    A principios del siglo XVI, seguía vigente el
    pago de las sernas9 y otros servicios como el acarreo del vino y
    la sal, y la residencia monasterial.

    La chancillería de Valladolid expedía una
    carta ejecutoria de la orden de San Juan de Jerusalén
    contra el concejo de Támara. Tal pleito se había
    iniciado al negarse el Hospital de peregrinos de la orden de San
    Juan a cuidar de los peregrinos enfermos que acudían a los
    Santos Lugares10.

    El príncipe Felipe, conforme al poder que le
    había otorgado su padre, el emperador Carlos,
    despachó una real cédula el día 10 de
    diciembre de 1552, en la que ordenaba a los alcaldes y
    corregidores de Castilla y León le remitiesen
    información sobre los lugares de sus respectivas
    jurisdicciones que perteneciesen a monasterios: el número
    de vasallos existentes, la jurisdicción sobre los mismos y
    las rentas que recibían de tales vasallos.

    El conocimiento exacto del abadengo, al que Felipe daba
    inicio mediante tan singular encuesta, tenía como fin
    último el llevar a cabo una futura desamortización
    o, si era necesario, una expropiación, a cambio de un
    precio que considerase justo a favor de la Iglesia y que
    culminaría con una posterior venta al mejor postor. Con
    ello, llegarían nuevas fuentes de financiación a la
    empobrecida monarquía.

    En 1558, la iglesia de San Hipólito el Real
    impulsó también un crecimiento económico y
    demográfico en la villa; ya que, al ser de patronato real,
    muchos fueron los reyes que le otorgaron privilegios
    políticos. Fue también importante la
    protección eclesial, basada en bulas y otros documentos
    papales. Pero los vasallos del lugar tuvieron que pagar sernas.
    Pues, aunque el monasterio de San Miguel poseía una
    sentencia de 1451, y el concejo de Arconada entabló un
    nuevo pleito en 1548, dándose sentencia definitiva en
    1553, confirmando la sentencia dada por el corregidor de
    Carrión; ya antes de dictar sentencia la audiencia, el
    Concejo de Arconada remitía las sernas pagando, para su
    redención, en bloque y de una sola vez 178.125
    maravedíes, pago que
    aprobó la misma audiencia, aunque no redimía el
    pago de las infurciones y de la martiniega11.
    Arconada y Támara aducían que las villas eran de la
    corona real.

    Asimismo pertenecían a la corona real Santiago
    del Val, situada junto a la villa de Santoyo "e ansi los
    vecinos de dicho lugar van a pedir e demandar e a juicio de la
    villa de Melgar de Fernamental, ques del rey, e también
    los pechos e derechos e también las alcabalas que en el
    ay, que son dos mil e quinientos maravedís".
    No
    había alcalde ordinario, pero sí dos regidores que
    nombraba el mismo concejo por el día de año nuevo.
    Por otra parte, Santiago del Val tenía 15 vecinos: diez de
    ellos, casados; cuatro viudas y un clérigo.

    Caso curioso igualmente fue el de Marcilla, en cuya
    villa no existía en esta época ningún
    rendimiento de cámara, porque normalmente no
    ocurrían delitos y, si en algún caso ocurriesen,
    los condenaría la cámara de la abadesa de Las
    Huelgas.

    Támara en 1553 contó con el
    incremento de cuatro vecinos.

    En la edad moderna, las facultades jurisdiccionales de
    los señores respecto del abadengo castellano se
    encontraban muy disminuidas; y en algunos casos eran ya
    inexistentes.

    A lo largo del siglo XVII y XVIII, las grandes
    concesiones y ventas de lugares a favor de señores van
    afectando a los lugares de señorío, lo que
    originaba que el señor estableciese pleitos ante la
    chancillería vallisoletana. A esto se une el factor de que
    la corona limita la jurisdicción del señor. Los
    litigios establecidos serán múltiples entre el
    abadengo, los nobles, consejos y justicias cabezas de la merindad
    correspondiente.

    La composición social de la villa de
    Támara en el siglo XVIII es la siguiente: 84 jornaleros
    "puramente trabajadores del campo", 26 labradores "de la mayor
    clase" poseedores de la tierra.

    Dentro de lo que se llaman clases mecánicas,
    encontramos dos carteros, Santiago Ortiz y Mateo de Mediavilla,
    éste también dedicado a la fabricación de
    puertas y ventanas; un herrador, Juan Delgado; un herrero,
    José Hortega; un guarda de campo y ganado mayor,
    Tomás García; ocho pastores de ganado lanar:
    Santiago Quirce Abad, Santiago Fernández, Blas
    Fernández, José Parra, Ventura Alonso,
    Matías Quirce, Manuel Quirce y Santiago Quirce; un
    zapatero, Manuel González; un mesonero y cortador, Juan
    Hernández. El jornal diario de todos ellos oscilaba entre
    el real y medio y los tres reales de vellón.

    Entre las ocupaciones de rango superior se encuentran
    dos escribanos numerarios, Pedro Chico y Alonso Penche
    García, que ganaban 1000 reales al año; un
    cirujano, Nicasio Cuesta, 1500 reales anuales; un
    sacristán, Tomás López, que percibía
    550 reales; un organista, Antonio Cauto, 1300 reales; un maestro
    de primeras letras, Santiago Gallo, con un sueldo de 500 reales
    al año.

    Completando el panorama, encontramos a ocho
    clérigos (6 beneficiados y 2 capellanes), un número
    indeterminado de arrendatarios de tierras eclesiásticas y
    20 pobres de solemnidad.

    Entre los establecimientos comerciales, sólo se
    ve reflejada una casa mesón, propiedad del priorato de San
    Miguel y que tenía en renta Juan Hernández, y una
    carnicería. No aparece ninguna taberna ni
    panadería.

    Como institución religiosa se nombra a un
    hospital, del que se ocupa la cofradía de La
    Concepción, que hospeda a todo género de pobres
    transeúntes y enfermos de esta villa, para lo que
    mantienen tres camas.

    Curiosamente, no se menciona a la baldía de San
    Miguel cuando se pregunta por los conventos que tiene el
    pueblo.

    Por último, recoge una larga lista de impuestos
    anuales que pagaba el concejo de la villa entre juros, censos,
    foros y demás: 15 reales al Hospital del Rey de Burgos sin
    mencionar el motivo; mil cuatrocientos sesenta y tres reales a la
    religión de San Juan (se refiere a la orden de San Juan, a
    la que perteneció la villa hasta el siglo XVI).

    70000 reales al convento de Santa Clara de
    Carrión; 12000 reales al convento de Nuestra Señora
    de Gracia de Villasilos; 44 reales a la parroquia de San
    Hipólito, sin que pueda saberse por qué se le
    satisfacen. 16 reales al convento de San Salvador del Moral; 500
    reales de martiniega al marqués de Aguilar; y otros 16
    reales por diferentes posesiones de que goza esta
    villa.

    La buena situación económica y social se
    vio reflejada en este periodo en la coalición de Amusco,
    formada por las nueve villas de Campos, que tenían sus
    propias ordenanzas y términos comunes, contando cada una
    con diputados que las representaban en una especie de gobierno
    federado, con una asamblea anual celebrada en Támara, a la
    que acudían a "campana tañida" .

    Evolución demográfica en el
    siglo XIX. Datos de1845.12

    Támara, villa con ayuntamiento, en la provincia y
    diócesis de Palencia, partido judicial de Astudillo,
    audiencia territorial y capitanía general de Valladolid;
    Está enclavada en la falda de unos cerros que la dominan
    por el sur. La mitad del pueblo está sobre una
    pequeña altura; lo restante, en llano. La extensión
    de Támara es de 21 Km. cuadrados; con un
    clima poco frío, bien ventilada, y propensa a producir
    calenturas intermitentes, reúmas y fiebres
    gástricas.

    Consta de 200 casas, un hospital, buena posada, escuela
    de primeras letras concurrida por 32 niños y 25
    niñas. Está dotada con 11 cargas de trigo, 110
    reales, 60 cántaros de vino y una corta
    retribución. Tiene varias fuentes con aguas algo gruesas,
    pero de las que se abastece el pueblo; a excepción de las
    casas principales que usan las del río Ucieza. Hay dos
    parroquias. Una, arriba, bajo la advocación de San
    Hipólito, cuyo edificio es suntuoso y de hermosa
    arquitectura, servida por un cura de primer ascenso.

    La otra parroquia, abajo, con advocación de San
    Miguel; es románica; con una construcción inferior
    a la de San Hipólito.

    En lo alto del cerro, se encuentra la iglesia del
    hospital, también románica; y, al oeste del pueblo,
    a media legua de distancia, la ermita de Nuestra Señora de
    Rombrada.

    Támara limita por el norte con Piña de
    Campos; al este, con Santiago del Val; al sur, con Palacios del
    Alcor y Valdespina; y al oeste, con Amayuelas de
    Abajo.

    El terreno es de mediana calidad y muy apropiado para la
    plantación de viñedo, al cual se dedican 2.500
    cuartas. El río Ucieza y el Canal de Castilla cruzan el
    término por el extremo oeste. Hay algunos campos poblados
    de chopos y olmos. Los caminos locales se encuentran en mal
    estado.

    La correspondencia se recibe dos veces a la
    semana, por un propio pagado por el ayuntamiento.

    Su riqueza está basada en trigo,
    cebada, centeno, patatas, legumbres y vino; poco
    ganado lanar a causa de la escasez de pastos y siete yeguas de
    vientre.

    La industria está centrada casi exclusivamente en
    instrumentos para la labor agrícola. Hay algunos arrieros
    y las mujeres se ocupan en la elaboración de calceta de
    varias clases.

    Su población, en la época a la que nos
    referimos, era de 138 vecinos y 718 habitantes.

    Los contribuyentes eran 102; un alcalde, un teniente,
    cuatro regidores y un síndico.

    Electores, entre los 18 y 24 años,
    26; de 18 años, 8; de 19, 2; de 20, 4; de 21, 4;
    de 22, 3; y de 23, 5.

    La población en el siglo XX
    -también según el Catastro del Marqués de
    la Ensenada- era la siguiente:

    En 1900, 637 habitantes; en 1910, 627; en
    1920, 505; en 1930, 439; en 1940, 418; en 1950, 425;
    en 1960, 335; en 1970, 224; en 1981, 136; en 1991, 96; en
    1996, 108 y en 1999, 106.

    Como puede apreciarse, la población de
    Támara, desde principios del siglo XIX, ha ido en declive.
    A principios del XXI, había 88 habitantes; y hoy,
    año 2011, no llegan a 30.

    ORIGEN Y
    DESARROLLO HISTÓRICO DE LOS MAYORAZGOS

    El origen de esta institución, según unos,
    es oscuro. El derecho de primogenitura de los hebreos, las
    sustituciones y fideicomisos de los romanos, y el sistema feudal
    han sido las fuentes de donde los escritores han hecho derivar
    los mayorazgos

    Más acertada parece la opinión de
    aquéllos que ven el origen en el sistema feudal, que desde
    el siglo XI se había ido estableciendo en todas las
    monarquías fundadas por las tribus germánicas sobre
    las ruinas del imperio romano.

    Los mayorazgos, en efecto, sin ser iguales a los feudos,
    se inspiraron en ellos; común era el sentimiento que
    inspiró a los unos y a los otros, y común el
    fin13.

    Consideramos por tanto que el mayorazgo nació en
    la baja edad media castellana, como efecto de la
    aspiración de los nobles y casas principales a perpetuar
    la familia, y como elemento de estabilidad social y
    política. Esto, que en otras regiones pudo conseguirse con
    otros arbitrios, en Castilla se intentó por la
    vinculación que representaba el mayorazgo.

    En España, parece también probable que,
    fijado el orden de suceder en la corona en el reinado de Alfonso
    X y hecho el reino indivisible, los magnates primeramente
    quisieron, a su imitación, perpetuar la sucesión de
    sus estados, y con el transcurso del tiempo hicieron lo mismo los
    particulares; y, aunque el nombre de mayorazgo no aparece
    todavía, la institución existe desde antes de los
    países feudales.

    Según Llamas, los mayorazgos no se conocieron
    antes de la ley de las Partidas y del testamento del rey D. Jaime
    verificado en 1276.

    En análogos términos se expresa
    Sánchez Román:

    Resulta evidente que los mayorazgos nacieron por
    influjos del régimen nobiliario, y tomaron como base las
    concesiones de señoríos inalienables hereditarios
    hechas por Alfonso X, algunos preceptos de las partidas
    autorizando al testador para prohibir la enajenación de
    bienes de la herencia – Ley 44, título 5.°, partida V-
    y la influencia que, también por imitación, tuvo la
    famosa Ley 2.a, título XV, Partida II, fijando las reglas
    de sucesión a la Corona, que quisieron aplicar los
    magnates a la de sus bienes, de la que copiaron los principios de
    primogenitura, masculinidad y
    presentación.

    En este sentido, de las concesiones de Sancho IV
    -como la hecha en 1291 a Juan Mathe-; surgió -no
    directamente de texto legal alguno- la práctica social de
    vincular los bienes por título hereditario, y hasta
    empezaron a ser conocidas esas vinculaciones con el nombre de
    mayorazgos, según lo hace presumir alguna cláusula
    de Enrique II, que la usa; y luego fueron regulados, en algunos
    extremos, como una institución practicada con fuerza
    legal, por las Leyes de Toro -27.a a 46.a-.

    Los tratadistas clásicos de la institución
    probaron su legitimidad con referencia a los lugares de la Biblia
    (Gén, 25,31 y 27,32; Ex 13,2; Dt 21,27; 1 Par 5,1; 2 Par
    21,3) que establecen la primogenitura; y utilizaron las reglas
    romanas acerca de los fideicomisos familiares, que tenían
    como límite la cuarta generación. El mayorazgo era
    perpetuo.

    Sobre el origen histórico de la
    institución, P. Merca ha mostrado la continuidad -que
    remonta a 1215- del Morgado de Carvalho.
    Inalienabilidad, indivisibilidad y sucesión perpetua en la
    familia aparecen en algunas donaciones del S. XII. Las Partidas
    11 y 15,2 fijaron la primogenitura del reino,
    considerando que este principio se observaba en las tierras donde
    el señorío se tiene por linaje, pero mayormente en
    España; en 1,5,44, se autoriza al testador a
    prohibir la enajenación de castillo, torre, casa o
    viña, «para que estos bienes
    permanezcan en el hijo o heredero».

    En Aragón, los Fueros de 1247 limitaron la
    disposición fideicomisaria; pero se extendió la
    costumbre de vincular, con estas dos limitaciones: posibilidad de
    constituir dote de la hija y de dar los bienes en enfiteusis14,
    que facilitaba la mejora. En tiempo del rey Alfonso, aparecieron
    algunos.

    Años después de la formación de las
    Partidas, Fernando IV -con el beneplácito de su madre
    Dña. María de Molina y del infante D. Enrique, su
    tío- concedió en 1296, por privilegio rodado,
    licencia y facultad a D. Alfonso Martínez Rivera, cuarto
    nieto de D. Rodrigo Díaz de Vivar, para que en su
    mayorazgo y bienes de descendencia pudiese poner
    todas las condiciones, añadiendo o cambiando en su
    mayorazgo lo que quisiera y por bien tuviera.

    En las leyes, la primera vez que encontramos la palabra
    mayorazgo es en una cláusula del testamento de Enrique II
    (1374), en el que ordenó que las mercedes por
    él hechas contra derecho fueran respetadas a los
    donatarios, que las tendrían por mayorazgo

    en favor del hijo mayor legítimo y, a falta de
    hijo legítimo, volviesen a la corona
    . Esta
    cláusula fue confirmada por los Reyes Católicos en
    1486.

    Esta falta de regulación normativa de los
    mayorazgos, cada vez más en uso, que obligaba a apoyarse
    en aquellos privilegios excepcionales, dio lugar a que, por fin,
    se procediera de modo legal a la ordenación
    jurídica de la institución en las memorables Leyes
    de Toro, aprobadas en 1505, especialmente en sus artículos
    27 y 40 a 46. La regulación de estas leyes vino a extender
    y generalizar los mayorazgos, pero no parece que dejara
    establecida la institución con la claridad necesaria; y,
    durante la Edad moderna, diversas leyes de cortes vinieron a
    completar tal ordenación.

    Para otros, sin embargo, las Leyes de Toro no
    adolecían de tal supuesta confusión o
    imprecisión.

    Conjugando la ley 27 con la 42 y la 43, los
    intérpretes entendieron que seguía
    precisándose licencia real para fundar mayorazgos sobre la
    parte legitimaria, aunque no para hacerlo sobre el tercio de
    mejora en favor de hijos o descendientes o sobre el quinto libre,
    o sobre la totalidad de la herencia, en caso de faltar
    descendientes legítimos.

    La influencia de los nobles, por su importancia
    económico-militar, aumentó durante los turbulentos
    años del siglo XV, aunque desaparecieron algunos linajes
    y, en su lugar, fueron encumbrados otros por voluntad el rey o
    por sus actividades militares o de saqueo.

    La propia corona de Castilla fue considerada en la
    época de Enrique IV (1442) como un mayorazgo. Hay una
    íntima unión entre mayorazgo y
    monarquía.

    Castilla está dominada por una decena de linajes
    cuya fuerza procede, en palabras de
    Suárez, "…en primer
    término, de su enorme riqueza, de la muchedumbre de plazas
    fuertes que poseen; sus miembros ocupan los puestos principales
    de la corte como una consecuencia del influjo que les da su
    poder… no constituyen nobleza por ocupar cargos, como
    había sucedido en el siglo XIV, sino que ocupan los cargos
    por ser nobleza…"

    Los latifundistas, por la ganadería y por el
    cobro de impuestos al paso de los ganados, tienen un
    interés primordial; ellos constituyen, dominan y gobiernan
    la meseta, y la mayor parte de Castilla está en manos de
    los Velasco, los condes de Haro y los de Medinaceli; los
    Manrique, los Quiñones, Álvarez de Osorio,
    Pimentel, Enríquez, Zúñiga, Mendoza,
    Guzmán, Ponce de León, Álvarez de Toledo,
    Fajardo… La situación se mantiene
    prácticamente inalterada en la época de los reyes
    Católicos y a lo largo de gran parte de la historia
    moderna y contemporánea de la corona de
    Castilla.

    La creación de mayorazgos, favorecida por los
    monarcas, impidió la disgregación de los
    patrimonios; los enlaces entre las diversas familias permitieron
    concentrar e incrementar sus dominios, con lo que
    intentarán ampliar sus derechos sobre los
    campesinos.

    Carlos I, accediendo a una petición de las Cortes
    (ya en 1528), prohibió que por vía de casamiento se
    reunieran en una misma persona dos mayorazgos, si uno de ellos
    rentaba más de 2.000.000.

    A partir del siglo XVII, se observan ya fuertes
    corrientes contradictorias, así en las clases elevadas
    como en los autores, en torno a la institución del
    mayorazgo; manifestándose unos favorables a los mismos,
    mientras otros, los más, los consideraban perjudiciales a
    la paz familiar y a la población del país, y
    contrarios a la igualdad cristiana, abogando por la
    prohibición de nuevas fundaciones. Esta corriente se
    agudizó notablemente en el siglo XVIII, proponiendo, si no
    la supresión, la limitación y restricción de
    los mismos, cortando sobre todo los abusos e inconvenientes que
    se apreciaban en la institución.

    En 1748 se autorizó enajenar los bienes, si se
    aplicaba el precio a adquirir títulos del
    empréstito público.

    A partir de Carlos III, empiezan a dictarse
    disposiciones que cierran poco a poco la libertad de
    fundación de mayorazgos y abren, en cambio, la
    enajenación de los bienes que los constituyen, aparte de
    otras disposiciones que gravaban fiscalmente a los
    mismos.

    Carlos III, comprendiendo la necesidad de reformar la
    administración española, se fijó en las
    cualidades que poseía Campomanes y le confió la
    fiscalía del Consejo Real y Supremo de Castilla (1762),
    cargo que equivalía a ministro de Hacienda.

    La experiencia demostró lo acertado de aquel
    nombramiento, por varias e importantes reformas que Campomanes
    llevó a cabo en todos los ramos de la
    administración, para mejorar la situación del
    país.

    Sus dictámenes, de verdadera trascendencia,
    sosteniendo las regalías de la corona en materias de
    derecho canónico, en armonía con las corrientes de
    la época, fueron recibidos con aplausos por la generalidad
    de los políticos, no sin suscitar la oposición del
    elemento católico

    En su Tratado de la regalía de
    amortización
    (1765), dicta varias disposiciones para
    contener el aumento de los bienes llamados de "manos muertas", y
    propugna alternativamente la reversión a la corona y su
    conversión en propiedad libre.

    En 1786, obtuvo la presidencia del Real Consejo de
    Castilla. Desde este cargo siguió desarrollando sus planes
    y atribuyendo las causas del atraso moral y material de
    España al abandono de la agricultura.

    A la muerte de Carlos III (1788), Campomanes
    siguió con su sucesor Carlos IV.

    Al nuevo rey le presentaron una resolución en la
    que intentaban restablecer la ley que permitía reinar a
    las mujeres; pero el rey no publicó la correspondiente
    pragmática.

    Más tarde, presentó a la asamblea otras
    proposiciones encaminadas a evitar los perjuicios que se
    derivaban de la reunión de varios mayorazgos, a dictar
    leyes restrictivas para su constitución, y otras medidas
    encaminadas a favorecer el cultivo de las tierras vinculadas y la
    seguridad de los pastos15

    Desde el advenimiento de Carlos IV al trono,
    había disminuido mucho la influencia de la que gozaba
    Campomanes en la corte; debido en gran parte al conde de
    Floridablanca, que había conquistado el favor del nuevo
    monarca. En 1791, dimite de los cargos que desempeñaba,
    retirándose a la vida privada.

    Cabarrús (en 1792) hace del tema de los
    mayorazgos ocasión de una dura invectiva en sus
    revolucionarias Cartas a Jovellanos, quien en su Informe sobre la
    Ley Agraria, escrito en su primera versión en 1784, los
    considera como el principal obstáculo que las leyes oponen
    al progreso de la agricultura.

    Una real cédula de 1789 recoge la opinión
    ilustrada contraria a los mayorazgos, niega la licencia real a
    los cortos (menos de 3.000 ducados de renta); condiciona a que la
    familia del fundador pudiera aspirar, por su situación, a
    empleos en la carrera militar o política; y autoriza a los
    poseedores de mayorazgo a pedir alguna división entre los
    hijos, con objeto de dotarlos o casarlos.

    En 1805, se autorizó que los mayorazgos pudieran
    ser adquiridos por el mismo poseedor en plena
    propiedad.

    Las Cortes de Cádiz (1810) planearon y prepararon
    ya leyes contra los vínculos y mayorazgos.

    La descripción de los mayorazgos es de
    extraordinaria importancia para comprender la fuerza de los
    nobles.

    v FUNDACIÓN

    Las Leyes de Toro (1505) contienen la primera
    regulación legal de los mayorazgos; una licencia real
    debía preceder a la fundación, que se hacía
    por contrato o por última voluntad. Los mayorazgos eran
    revocables, salvo si se había entregado la posesión
    de las cosas o si se hacía por causa onerosa (como por
    vía de casamiento). Se probaba su existencia por
    escritura, por testigos o por costumbre inmemorial. Salvo
    voluntad expresa del fundador, regían primogenitura y
    representación como en la sucesión al
    trono.

    El monarca concede facultad a nobles para que funden
    mayorazgos de heredades o villas enteras, disponiendo estos
    últimos de bienes (tierras, villas, títulos
    etcétera) que fueran inalienables, y que pasaran de hijo
    mayor en hijo mayor; o, en su defecto, hija o pariente más
    cercano, sin poder alterarse el orden de sucesión. Alfonso
    X vino a autorizar en cierto modo la institución del
    mayorazgo, al introducir en las Partidas (V, 44) una
    ley que permitía al testador prohibir a sus herederos la
    enajenación de sus castillos y heredades por alguna
    razón. En años sucesivos, fines del siglo XIII y
    siglo XIV, continuaron fundándose mayorazgos con licencia
    real, haciéndose en dos modalidades: pidiendo
    el fundador licencia al rey para constituirlo con sus bienes
    propios o recibiendo del rey, en merced, algunas heredades o
    villas en calidad de inalienables y de sucesión forzosa
    por derecho de primogenitura. A través de estas
    fundaciones, iba fijándose la forma de la nueva
    institución; pero hasta principios del siglo XVI toda
    fundación de mayorazgo precisaba de un privilegio especial
    de la corona, sin duda por no estar en uso la mencionada ley de
    Partidas.

    El mayorazgo pudo constituirse, además de por
    licencia real, por acto intervivos (escritura de
    fundación, contrato) o mortis causa (testamento). El
    fundador podía señalar el orden de sucesión
    que creyera conveniente (mayorazgo irregular); pero, de no
    hacerlo, se atendía al orden señalado en las
    Partidas para la sucesión a la corona.

    La fundación estaba sujeta a reglas, en parte
    prescritas por el derecho en parte determinadas por las
    costumbres. Antes de las leyes de Toro, la fundación tuvo
    un carácter marcadamente de privilegio; pero desde ese
    momento se convirtió en un derecho
    común.

    Derecho Canónico, canon 1306:

    "Las fundaciones, aun las hechas de viva voz, se han
    de consignar por escrito. Se conservará de manera segura
    una copia de la escritura de fundación en el archivo de la
    curia, y otra en el archivo de la persona jurídica
    interesada".

    v VINCULACIÓN.

    Por mayorazgo vinculado se entiende aquella propiedad en
    la que el titular dispone de la renta, pero no de los bienes que
    la producen; se beneficia sólo de todo fruto producido por
    un determinado patrimonio, sin poder disponer del valor
    constituido por el mismo; pero lleva generalmente a la existencia
    de un orden de sucesión prefijado para esta propiedad, de
    la que no puede disponer ni siquiera después de la
    muerte.

    Monografias.com

    En la historia del derecho se da la siguiente
    definición: "Vinculación de los bienes de
    una
    herencia, por la que ésta se
    transmite en su conjunto a través de los principios de
    primogenitura y representación, es decir, pasa al mayor de
    los hijos, que ha de transmitirla al mayor de los suyos, y
    así sucesivamente
    ". 16

    La vinculación fue aprovechada por las clases
    burguesas, democratizándose así la
    institución con la fundación de mayorazgos sobre
    rentas en juros o pequeños patrimonios, fenómeno
    aplaudido por algunos y lamentado por otros, en atención a
    las perturbaciones económicas que acarreaba
    en las clases medias y al descrédito y
    vulgarización de los mayorazgos.

    Francisco de Castro, en sus "Discursos críticos
    sobre las leyes" (1787), defiende el mérito de fundar
    mayorazgos no sólo por razón de las armas (nobleza
    militar), sino de las ciencias, artes, enseñanza,
    agricultura y comercio.

    Ya en el siglo XIII encontramos algunos documentos
    según los cuales el titular de unos bienes no podía
    enajenarlos, sino que debía cederlos íntegramente
    al primogénito; la institución no aparece
    claramente definida hasta el triunfo de los Trastámara
    (1360).

    La vinculación por medio del mayorazgo se
    generaliza en los últimos años del siglo
    XIV.

    A finales del siglo XV, puede afirmarse que más
    de la mitad de las tierras castellanas están en manos de
    nobles laicos y eclesiásticos.

    Hasta principios del siglo XVI, la fundación de
    cada mayorazgo precisaba, como hemos indicado, de un privilegio
    especial de la corona. La necesidad de establecer una serie de
    reglas comunes fue dada en las Cortes Generales de 1505; la gran
    trascendencia de éstas radica en la interpretación
    que se dio en la ley 27 de estas citadas Cortes de Toro, por la
    cual no sería necesaria la real licencia para instituir un
    mayorazgo.

    Esto dio lugar a una interpretación en la que "se
    convirtió en derecho general y común el de vincular
    bienes que fueran hasta entonces un privilegio concedido
    sólo a la nobleza".17

    La antigua norma de confirmar la fundación del
    mayorazgo por la corona dio lugar a disputas y pleitos18 a
    finales del siglo XVI

    En España es institución
    típicamente castellana, que nace en el siglo XIV, se
    desarrolla en los siglos XVI y XVII, y decae en el siglo XVIII,
    para desaparecer en el XIX.

    Las bases de la vinculación eran las
    siguientes:

    1.- Voluntad expresa del fundador.

    2.- Podían ser vinculados bienes inmuebles:
    huertos, casas, tenadas, palomares, colmenares, tierras, incluso
    títulos…

    Canon 1299:

    "Quien por derecho natural y canónico es
    capaz de disponer libremente de sus bienes puede dejarlos a
    causas pías (mayorazgos), tanto por acto inter vivos como
    mortis causa.

    Podían ser varones emancipados o mujeres
    casadas; podían fundar el mayorazgo por testamento o por
    última voluntad, sin licencia del marido, vinculando el
    tercio y el remanente del quinto de sus bienes entre sus
    descendientes legítimos por vía de mejora o con
    real permiso.

    3.- Para la orden de sucesión se atendía
    al principio de la primogenitura y en él, por
    consiguiente, tenía preferencia el hijo varón
    mayor, y toda su descendencia sobre los descendientes de los
    otros hijos. La línea de los primogénitos se
    consideraba llamada a la sucesión hasta el infinito.
    Sólo cuando se haya extinguido completamente vendrá
    la del segundogénito o la línea femenina. Si desde
    el principio era línea femenina, debía estar
    expresado.19

    Hay que tener en cuenta al mismo tiempo la
    premática por la que se manda que, en los mayorazgos que
    de aquí en adelante se fundaren, las hembras de mejor
    línea y grado, se prefieran a los varones más
    remotos20.

    Se designan también otros posibles sucesores por
    la extinción de la línea masculina del anterior
    heredero, y se establece que faltando, Dios no lo permita,
    los susodichos (…) sucedan en el dicho vínculo y
    mayorazgo los hijos legítimos mayores, prefiriendo en
    primer lugar los hijos y descendientes del mayorazgo en
    causa.

    La proximidad del parentesco se entendía con
    respecto al último poseedor y no al fundador; tanto en la
    línea recta como en la lateral, con tal de que
    también fuesen parientes del fundador21.

    Las mujeres no se consideraban excluidas del mayorazgo,
    vínculos o patronatos, a no ser que constase como
    prohibición expresa, clara y terminante del
    fundador22.

    4.- La sucesión de un mayorazgo era perpetua en
    todas las líneas.

    5.- Los mayorazgos son indivisibles por naturaleza, su
    fin principal era conservar perpetuamente la memoria y el lustre
    de la familia.

    Si son mellizos los primogénitos y no puede
    determinarse quién nació primero, ambos deben tener
    igual honra. Si nacieron varón y hembra, en caso de duda
    se presuponía que el varón nació
    primero.

    6.- Los bienes del mayorazgo eran inalienables. Cesaba
    esta regla por causa de utilidad pública, pero se
    necesitaba licencia real, conocimiento de causa y citación
    del inmediato sucesor.

    La posesión civil y la natural y la
    sucesión se transferían por ministerio de ley al
    sucesor inmediato desde la muerte del poseedor, sin necesidad de
    ningún acto de aprobación ni documento que se
    hubiese dado anteriormente.

    La reglamentación exhaustiva puede encontrarse en
    el código civil y leyes
    complementarias.23

    v SUCESIÓN

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