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La otra habitación (Novela breve)




Enviado por Andrés Casanova



Partes: 1, 2

  1. Sobre
    esta novela breve
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo 2
  4. Capítulo 3
  5. Capítulo 4
  6. Capítulo 5

Sobre esta novela
breve:

Un famoso escritor de provincias realiza un viaje a La
Habana para acordar con su agente literario los nuevos negocios
que piensa emprender con las editoriales, de forma que pueda
mantener su elevado nivel de vida y el de su familia, a quien
mientras se encuentra en un lujoso hotel recuerda constantemente.
También desde su habitación escucha lo que sucede
en la aledaña a la suya, y el conocer el drama que se
desarrolla allí adentro lo lleva a imaginar la trama de
una nueva novela. Sin embargo, el final sorpresivo le
sugerirá al lector un drama bien diferente al que ocurre
en la otra habitación. Ahora bien, desde la primera
página hay una clave que quizás algunos lectores no
adviertan y entonces en la última página es que
descubran el dato escondido.

Capítulo
1

Durante el atardecer de mi primer día en La
Habana, recostado contra la ventana del hotel, me entretengo
mirando hacia el malecón. Pasan gran cantidad de ciclistas
y algunos automóviles; el sol aún alumbra
tenuemente contra el mar, desatando con sus rayos un arco iris
que al ser reflejado por las aguas me deja deslumbrado. Regulo el
aire acondicionado porque siento que las gotas de sudor corren
por todo mi cuerpo, regreso hasta la cama y me acuesto sin
desvestir.

Entrecierro los ojos y escucho a la sordina una
conversación que viene desde la habitación
aledaña a la mía. Oigo apenas unos susurros, voces
apagadas, quizás hasta una risa entre palabra y palabra.
La risa en unas oportunidades es de una mujer, en otras es un
hombre quien prorrumpe en una carcajada estentórea, plena
de vitalidad y alegría. Boca arriba en mi cama, mientras
intento encender un cigarro ensalivado por culpa del
fósforo negado a prenderse, observo con toda calma esta
habitación donde me encuentro. Estoy cansado. Luego de
casi veinte horas de viaje en un tren colmado de incontables
aromas contradictorios, desde el perfume de jazmines y violetas
hasta el de pies sin lavar, desde el de la comida guardada en
vasijas hasta el del polvo de los pasillos del vagón, uno
desea abandonar todo el cansancio acumulado en una cama
cualquiera y ahora a mí el rumor del equipo de aire
acondicionado, el tenue olor de sábanas planchadas al
vapor y el ambiente de pulcritud en que me encuentro, casi me
adormecen. De inmediato pierdo todo interés por las
paredes blancas, recién pintadas, sin una mancha o un
graffiti como los que acostumbran escribir los enamorados en los
hoteles de mala muerte, y continúo escuchando la
conversación de mis vecinos.

De pronto, el hombre comienza a rugir improperios; lo
imagino saltando contra la muchacha (estoy convencido de que se
trata de una muchacha: el tono de su voz es suave, claro y
uniforme; las mujeres mayores en general hablan de una manera
quebradiza, ronca; en cambio, las jóvenes poseen una voz
atiplada parecida a la de un muchacho impúber) para
apretar alguna parte de su cuerpo, quizás un brazo,
violento y furioso: estaba engañándolo y a
él no había mujer que lo convirtiera
en tarrudo; ella muy bien lo conocía, y aunque la amaba
como jamás había adorado a mujer alguna, no le iba
a perdonar una traición. Le recordaba con insistencia su
credo moral como hombre, la situaba en la disyuntiva de escoger
entre un ambiente rodeado de comodidades y aquel en que
vivía antes, sórdido, lleno de gritos callejeros en
un solar asqueroso, obligada a asistir durante las mañanas
a la escuela y por las tardes a dedicar el tiempo disponible en
ocupaciones domésticas rutinarias y agobiantes. La
muchacha lloraba y hasta podría asegurar que de rodillas
frente al hombre pedía perdón. Él ya no
gritó más; mantuve pegada una oreja contra la
puerta cancelada desde ambas habitaciones, mientras
oprimía la colilla contra el cenicero de cristal labrado
que descansaba encima de la amplia cómoda, y
escuché el detenerse de los sollozos y el inicio de unos
jadeos acompasados.

Comienzo a cepillarme los dientes con energía
luego de una noche reparadora y me vienen a la mente los
problemas prácticos a los que deberé enfrentarme
durante el nuevo día. El primero de ellos, buscar alguno
de los cambistas clandestinos conocido por mí para
convertir una fuerte suma de pesos cubanos en dólares,
porque me los venden a precio más bajo que en la casa de
cambios estatal. Aquí, al contrario de la ciudad
provinciana donde vivo, todo se cotiza en moneda dura y es
necesario tenerla si se desea disfrutar de la vida.

La fragancia de la pasta dental, el golpe del chorro de
agua contra el lavamanos y las notas de una canción de
moda procedente de un radio cercano nublan mis sentidos,
oscurecen mis percepciones del mundo exterior. Mi esposa en estos
momentos debe haberse acabado de levantar y el mayor de nuestros
hijos lo estará haciendo ahora; dentro de unos instantes
él comenzará a calentar el motor del
automóvil, a acelerarlo de una manera brusca como le tengo
prohibido; el perro estará ladrando, su manera
típica de reclamar que alguno de los niños
pequeños vaya a zafarle la correa y apenas se vea libre
meneará la cola echando a correr hacia el jardín
donde abrirá algunos huecos.

Acabo de afeitarme y mientras froto enérgico el
rostro auxiliándome de una toalla, escucho a la pareja
vecina hablar de dinero. Oigo perfectamente la palabra
dólares y supongo que tendré por vecinos durante
estos días a dos traficantes de drogas o de
joyas; me acerco a la pared divisoria entre nuestras habitaciones
y ya junto a la puerta cancelada me hago una idea del hombre
mientras percibo su voz: tiene alrededor de cincuenta
años, porque habla con un dejo no tanto de cansancio como
de aburrimiento propio de la edad que acerca al hombre a la
vejez. Apenas sabe proyectar su voz, la dicción resulta
vulgar y algunas palabras del argot chabacano me revelan a un
individuo sanguíneo, mal encarado, de alta estatura y
guapetón. Al principio lo suponía extranjero,
cuando mencionó los dólares; también anoche
hablaba en un susurro y hubiese jurado que lo hacía con el
acento propio del inglés; hoy en cambio ya sé que
se trata de un cubano común y corriente, capaz incluso de
amenazar a cualquiera con un cuchillo.

Mi intención primera es avisar a la
policía. Miro hacia la mesa del teléfono e imagino
mi conversación con la empleada que atiende la pizarra
central; me escucho a mí mismo pedirle comunicación
hacia el exterior del hotel aunque en realidad apenas me he
movido de mi sitio: la muchacha del cuarto vecino ríe con
estridencia tal que a mis oídos llega una especie de burla
obscena, descarada. La supongo desnuda, sentada en una silla, las
piernas abiertas, mostrándole su sexo pulposo al hombre,
porque éste alude con palabras soeces a esa zona del
cuerpo de su pareja preguntándole al final si las
señales en el interior de los muslos fueron mordiscos
furiosos o de placer por parte del italiano.

Decidido a conocer a mis vecinos, comienzo a vestirme
cuando la conversación de ellos languidece con una
pátina de ciruelas amargas o de almíbar recocido;
hablan sólo de ganancias y posibilidades de viajar fuera
del país. Él revela sus planes de una manera
brusca: quizá el italiano los acepte a ambos en su
habitación esta noche; de suceder así,
podrían volar la próxima semana a Milán y
allá introducirse en los negocios de la sociedad
anónima Giusseppe-Rosy. Entonces comprendo quiénes
son.

Durante mi recorrido por el amplio pasillo de baldosas
pulidas del hotel, adivino que las paredes fueron pintadas hace
poco. Quedan minúsculos rastros de pintura en el piso y el
blanco es aún deslumbrante, sin las señales de
decadencia que suele imponer el decurso del tiempo sobre el
emblemático color de la pureza. Observo breves instantes
el mar por uno de los amplios ventanales; las olas
embravecidas golpean los muros de contención y el viento
agita mi pelo. Dentro del ascensor, recompongo el peinado
maquinalmente mientras calculo dónde podrán estar
mis hijos y mi esposa ahora mismo; la ascensorista oprime un
botón luego de yo formularle una pregunta banal y me mira
fijamente antes de contestarme. En estos segundos de encierro
obligado con ella juego a adivinar sus pensamientos, como si
fuese un personaje ocasional de mis novelas. Me está
juzgando, indiscutiblemente; considera que soy uno de esos
empresarios estatales cubanos de la última hornada,
recién estrenado en el mundo de los negocios (hasta ayer,
dirá ella para sí, un simple agitador, acostumbrado
a repetir consignas), y que estoy adiestrándome en la
técnica del trato protocolar, las reglas del buen vestir y
las normas del bien hablar. Eso podría pensar esta mujer
de mirada triste, encanecida, que viste un elegante uniforme muy
bien planchado; o tal vez no, quizás los pensamientos que
le supongo sólo sean el resultado de mi inveterada
costumbre de narrador, obligado a dotar de cuerpo físico o
psicológico a cada uno de los personajes de ficción
que cobran vida en mis relatos. Llegamos a mi destino y ella me
despide con un: "Su piso, señor", atento aunque
impersonal, ajena a toda intención de recibir las gracias
por haberme evitado bajar unos cuantos escalones, sino deseosa de
que introduzca mi mano en el bolsillo y le obsequie una
propina.

Sentado en una mesa solitaria del restaurante ocupo el
tiempo en varios asuntos a la vez. Por una parte, he elegido un
lugar apropiado para vigilar a todos cuantos entren porque me he
propuesto adivinar quiénes son mis vecinos de
habitación; mis hijos ocupan fracciones de segundos de mi
pensamiento y creo escuchar también a mi esposa
riñendo con los tres, veo al perro atado a la cadena
ladrando desde su soledad contra delincuentes que no existen y
escucho al panadero anunciar con su silbato que hoy no
habrá dificultades para el desayuno; imagino el encuentro
en horas de la tarde con mi agente literario durante el cual
espero recuperar la confianza en el valor de mi obra y la
entrevista del día siguiente con la editora de mi
última novela. También recuerdo la discusión
violenta una semana antes entre mi esposa y yo porque
olvidó reservar mi pasaje en avión con
destino a La Habana con un mes de antelación, motivo por
el cual me vi obligado a trasladarme en tren hasta
aquí.

La camarera llega junto a mí, con la fragancia de
los azahares desbordando sus poros. Adopta una posición
rígida, como si temiera equivocar el método de
servir el desayuno aprendido en la escuela gastronómica.
En ese instante, la puerta del restaurante se abre y el
capitán guía una pareja hacia la mesa más
cercana a la mía. Son ellos, por supuesto; mis vecinos de
habitación a quienes he estado espiando desde mi llegada,
escuchando sus conversaciones fragmentarias, oyendo los suspiros
de placer que intercambian, enterándome de los detalles de
su convivencia íntima. Resulta indudable: ronda en mi
cabeza el plan de una nueva novela basándome en ellos como
personajes centrales; sin embargo, no acabo de dar con el
título pues son muchos ya entre mis libros publicados los
que comienzan con las palabras muerte, asesinato y
sangre.

La muchacha, cuya blanca piel contrasta con el amarillo
del pelo y el negro de sus vestidos, trata de afectar una clase
elevada que no posee. Parece elegante, fina, delicada, al mover
sus dedos con gestos amanerados; acaricia una y otra vez la
servilleta, roza la copa barrigona y el esbelto vaso colocado a
su derecha y sonríe cautelosa. Los tatuajes en los brazos,
las uñas pintadas cada una de distinto color, los
pendientes en sus orejas, las medias negras, los finos zapatos de
charol y los espejuelos oscuros que descansan encima del pelo, me
permiten identificarla como una de las tantas jineteras que
empiezan a colmar nuestras ciudades más importantes. Es
linda, cómo podría negarse. Y sobre todo muy joven:
apenas unos quince años y probablemente no los haya
cumplido. Ahora recuerdo las alusiones del hombre la noche antes;
en realidad se trata de una chica en edad escolar que ha
abandonado las aulas a cambio de la vida galante recién
surgida entre nosotros de una manera pública y que ya
todos vemos como parte de nuestro folclore. El hombre viste como
yo, pantalón pitusa y pulóver de marca. Varias
prendas de oro adornan sus manos. Es mayor que la muchacha al
menos en treinta años.

Acabo de desayunar y salgo, dispuesto a gastar toda la
mañana paseando tranquilamente a lo largo del
malecón.

Capítulo
2

Regreso al hotel bien tarde, quizás las dos de la
madrugada o algo así. En la habitación vecina el
hombre y la mujer entrechocan vasijas de cristal contra una
botella. Escucho claramente el tintinear del vidrio y las risas
alegres de la pareja; antes de accionar el conmutador del aire
acondicionado oigo algunas palabras aisladas del hombre y luego
empiezo a desplazarme por mi habitación, con la euforia
propia del escritor que está a punto de firmar un jugoso
contrato con una importante editorial.

Sentado en la cama, desnudo el torso, sin zapatos ni
calcetines, la temperatura no tan baja como en el instante de mi
entrada aunque fría según mis costumbres, siento
deseos de ir hasta la puerta divisoria. Si estuviese en uno de
aquellos hoteles antiguos, como los que utilizaba cuando mi
posición económica no me permitía otra
alternativa, habría tenido a mi disposición un
agujero disimulado por un taco de papel sanitario comprimido.
Aquí no hay posibilidad para tal trampa propia de
voyeristas: las puertas son nuevas e impiden a los ojos penetrar
los secretos de los vecinos; en cambio, las palabras atraviesan
las paredes y ya estoy de nuevo escuchando.

Suena el timbre del teléfono con su aviso ronco y
amortiguado; lo atiende la muchacha, revelando su nombre:
Estrella. Contesta amable, casi de una forma amorosa y
confidencial. Bajará de inmediato; pide que le repitan el
número de la habitación y cómo desea que
vaya vestida.

Me voy a la cama con el ánimo
fogoso, la sangre ardiente, la soledad
comiéndome las entrañas y a punto de estallar
las ganas de tener a Estrella conmigo, quitarle una a una sus
prendas de mujer complaciente y pasar el resto de la madrugada
dentro de su vida. Imagino al supuesto marido de Estrella sentado
en una butaca de cuero acolchado fumando con calma el cigarro
mientras ella sale dejando en el ambiente su inconfundible
perfume.

Decididamente, he perdido el sueño. No acostumbro
dormir fuera de mi casa con frecuencia, pues de tal manera me he
habituado a las pequeñas comodidades hogareñas de
mi residencia cálida y silenciosa (el jardín
interior sombreado con frutales que recorro al trote cada
mañana con el propósito de restaurar
mis herramientas de narrar porque mientras trabajo con ellas
pierden el filo o sufren alguna melladura; la presencia de dos
mujeres como de la familia que cumplen las obligaciones
domésticas en silencio en horas de la mañana; los
alimentos colocados a mi paso para que no me distraiga con
futilidades tales como pedir un jugo o un bocadito de
jamón durante mi caminata habitual por el interior de la
casa dictando a la grabadora portátil algún
capítulo espeluznante o aterrador) que me molestan el olor
a resina de pino del lavabo, la dureza almidonada de las
sábanas y el bullicio de los vehículos de esta
ciudad que apenas duerme.

Al día siguiente modifiqué mis planes: en
lugar de ir donde mi agente literario en horas de la tarde,
decidí visitar a Espinosa, quien me atendió como en
mis años juveniles, cuando me hospedaba en su vieja casa
porque jamás resistí la vida hacinada y bulliciosa
de los cuartos en los edificios para estudiantes becados. Primero
nos vimos en el apartamento de la calle Fragancia y luego de
soportar sus efusivos abrazos, saludé a toda la familia.
Los niños como siempre me acribillaron a preguntas,
tratándome con la confianza que permite a los más
pequeños recostarse contra las piernas de los mayores
mientras nos miran desde su infancia entre irreverentes y
admirados. La madre de Espinosa, autoritaria, ordenó a su
nuera traerme café; advertí que ésta
fruncía los labios en un mohín de disgusto y
mascullaba entre dientes una palabra obscena. Acababan de comer,
me dijeron; si quería, podían calentar para
mí unas carnes con papas y una buena cantidad de
congrí. Rehusé entre risotadas tanto de Espinosa
como mías; cinco años antes aquellos restos
constituían para ellos un banquete al día
siguiente; ahora en cambio los echaban a la basura, aclaró
Espinosa brindándome de sus cigarros.

Al poco rato llegó el hijo mayor; la
alegría de verme se tradujo en apretones de sus manos cual
tenazas acostumbradas a operar un equipo pesado. Apenas se
sentó, hizo que uno de los hermanos menores fuese a la
cocina en busca de café para él. Traía una
noticia de las que yo considero fabulosas para mis novelas. En el
vertedero donde trabajaba habían aparecido dos
cadáveres; así lo dijo, sin detenerse cuando
bebía el café y tomaba uno de los cigarros del
padre. Le pedí explicaciones y primero pensó unos
instantes, como indeciso, antes de responder. Eso:
dos cadáveres, repitió meditabundo. Los obreros
revolvían con sus palas en horas del mediodía una
de las montañas humeantes, como era habitual, buscando
algo aprovechable; él mismo, en una oportunidad,
había hallado un ventilador sin aspas aunque con el motor
en buen estado y en otra ocasión encontró un saco
herméticamente cerrado en cuyo interior descubrió
una ametralladora y cuatro pistolas. De momento, una de las palas
de los obreros tropezó con una masa compacta, endurecida y
blanda a la vez; un rostro picado por las hormigas, unas ropas
hechas jirones, otro rostro inflamado y unas carnes a punto de
desprenderse de los huesos, fueron puestos al descubierto cuando
entre todos terminaron el trabajo. El hijo de Espinosa
perdió fondo a partir de este momento en su historia,
entreverándola con todo tipo de suposiciones. Resultaba
desbordante su imaginación como otras veces que me
había contado estas anécdotas del bajo mundo en la
capital habanera; raptos de niños, violaciones de
jovencitas por diez o doce asaltantes, suicidios de familias
completas, eran sus temas predilectos. Yo siempre he pensado que
él fantasea para ofrecerme materia prima destinada a mis
novelas y por tal motivo tomo sus palabras con una parsimonia
realmente impropia de mi carácter: en mi vida cotidiana,
suelo reaccionar con repugnancia ante hechos violentos, a pesar
de que mis amigos personales y los enemigos literarios me han
acusado más de una vez de sádico porque en mis
novelas, dicen, la sangre se huele entre las líneas
impresas.

Después de unas horas de conversación y de
haber terminado de beber el contenido de una botella verde con un
licor escocés de calidad bastante aceptable, atravesamos a
pie la plaza de España acalorados y alegres. A pesar de la
oscuridad reinante, al acercarme a la calle Gibraltar fui
rememorando cada muro de ladrillos sin repellar, cada charco de
inmundicias, cada depósito de basura revuelto por los
perros callejeros, recuerdos que me llevaban de regreso a mi
juventud de estudiante una veintena de años atrás,
cuando aprendí un teorema que me había ayudado a
descubrir la forma de resolver lo más difícil en la
vida: cómo escalar hasta una altura desde la cual la lucha
por la subsistencia no atenacen el estómago ni la mente.
Espinosa, hijo del mejor amigo de mi padre durante sus
años de luchas sindicales, me enseñó el
método de solución general de
problemas complejos en el transcurso de varias noches de
conversación en aquella misma sala con mosaicos dispuestos
en forma de tablero de ajedrez donde nos hallábamos ahora
recordando las noches de intensa conversación sobre los
problemas más complejos que planteaba la vida durante los
años de mi juventud en que nuestra generación se
dividía entre los que adoraban a los Beatles y quienes
soñaban con convertirse en guerrilleros como el Che
Guevara. Espinosa, su hijo y yo, con nuestras historias volvimos
a llenar la sala de gente bulliciosa, jóvenes casi todos,
melenudos algunos y otros con el pelo cortado hasta
límites variables. Durante aquellas reuniones de los
tiempos pasados, hablábamos a veces sin respetar la
palabra de otro, vehementes y hasta furibundos. Nos resultaba
inadmisible pertenecer a una minoría, casi todos artistas:
músicos, pintores y amantes de la literatura.
También había algunos representantes de
especialidades técnicas aunque a todos nos unía un
factor común: nos sentíamos aplastados por los
convencionalismos ideológicos de la ultraizquierda
marxista gobernante a todos los niveles en Cuba durante aquella
etapa. El hijo de Espinosa entonces era apenas un niño
como sus hermanos ahora pero recordaba aquellos encuentros.
Allí nos reuníamos los estudiantes que
pugnábamos por graduarnos un día para, según
pensábamos, servir mejor a la humanidad. Espinosa,
profesor universitario entonces, aceptaba las tertulias con
cierta resignación. Mantenía alquiladas de manera
clandestina cuatro habitaciones en la enorme casa heredada al
morir el padre porque el dinero de la renta unido al salario le
permitía si no una vida muelle al menos relativamente
holgada; eran tiempos de crisis aunque el dinero poseía un
valor decente.

El hijo de Espinosa iba creciendo y el padre
comprendía que nuestras tertulias olían a
pólvora. Las canceló con uno de sus ucases
característicos: se acabó, no quiero más
reuniones en mi casa, se me están largando todos de
aquí. Sólo quedé yo como inquilino, ocupando
el cuarto del fondo en una de cuyas paredes había escrito
durante una de mis borracheras de ron, palabras y poesía
el siguiente graffiti: "God, also saves to the world but
me
". El cuarto donde estudié asignaturas como
Teoría General del Arte, Lenguas Romances e
Historia Comparada de la Cultura, que de nada me
habían valido para servir a la humanidad.

Después vinieron las noches de íntimas
conversaciones entre Espinosa, su hijo, su esposa y yo. Fueron
las noches más importantes de mi vida porque en ellas
aprendí la forma de resolver cualquier tipo de problema
complejo.

El hijo de Espinosa me trae de nuevo al
presente preguntándome si abría otra
botella. Miré los mosaicos que imitaban un tablero de
ajedrez sintiéndome indeciso; su historia sobre los dos
cadáveres encontrados en el vertedero donde trabajaba me
mantenía en vilo, comprendiendo que no sólo en mis
novelas ocurrían asesinatos; los recuerdos de Espinosa me
llevaban a un pasado no tan glorioso como yo mismo lo
soñara mientras lo vivía y ejercían en mi
ánimo una especie de inquietud por el destino del
universo. Yo sólo deseaba entrar de nuevo a mi antigua
habitación para recordar mi frase favorita: "God,
also saves to the world but me
". Después
solicitamos un taxi y casi de madrugada regreso a mi
habitación; me siento eufórico gracias a la
cantidad de ron bebido.

Tentado de descolgar el teléfono y comunicarme
con la habitación vecina me sorprendo levantándome
de la cama. Tendría mucho que decirle a cualquiera de los
dos, pero si se trataba de la muchacha podría utilizar
ventajosamente la información obtenida en horas de la
mañana, cuando conversé con mi viejo amigo Omar
Verdecia, ahora flamante barman quien no por haber pasado de
botones a tan ventajosa posición dentro del hotel
(además de generosas propinas, tenía la posibilidad
de recibir encargos confidenciales de cuantos querían
correr una aventura lejos del hogar) dejó de tratarme con
la familiaridad a que me tenía acostumbrado.

Omar Verdecia en ocasiones se detenía frente a
mí, mientras secaba un vaso o preparaba uno de sus tragos
especiales. Su frente brillante y la piel negra le daban un
lustre de boxeador retirado; en realidad, más de uno lo
confundía con un excampeón del mundo
pugilístico y eso le valía que los extranjeros lo
llamaran Kid Cofee, mote que aceptaba entre orgulloso y
resignado. Estrella apenas rondaba los catorce años, me
dijo en tono confidencial; era toda una ninfa apetecible y
cremosa. Su nombre verdadero no era Estrella: éste era una
especie de seudónimo con que encubría las aventuras
sexuales de las que participaba con frecuencia en el
hotel. El hombre, Jorge Rodríguez, primero se
sometió a un romántico noviazgo con ella y luego la
desfloró en una posada. Al menos, afirmaba Omar Verdecia
mostrándome sus dientes sanos y fuertes, eso le
había contado el propio Jorge una noche de borrachera
solitaria, celoso porque su ninfa había ido a acostarse
con un artista español bien parecido, casi tan joven como
ella, sin contar con su autorización.

Camino hasta la mesa donde se encuentra el
teléfono y lo descuelgo; sin embargo, no llego a realizar
la llamada que me proponía porque oigo cerrar bruscamente
la puerta de la habitación vecina y una voz de mujer
prorrumpe en una risa estridente. Escucho, pegado contra la
puerta, un golpe seco como de una mano al caer contra la cara. El
hombre le habla violento: que dejara de joder y le entregara los
dólares.

Capítulo
3

Despierto con una sensación de haber sido
golpeado en todo el cuerpo; tengo deseos de vomitar, el dolor de
la cabeza es punzante y mis piernas se encuentran entumecidas.
Como siempre que me excedo en la bebida, quisiera retornar al
día anterior y no haber probado un solo trago. Lleno el
lavamanos hasta el borde casi, introduzco en él la toalla
y cuando ha absorbido toda el agua posible, envuelvo mi cabeza
con ella. Recostado contra la pared, el líquido chorrea
por mi cuerpo desnudo; mantengo los ojos cerrados evitando todo
movimiento y siento cómo la tranquilidad comienza a
invadirme. Para calmarme, imagino que estoy en un bosque de
pinos; el viento frío bate las ramas y a lo lejos un
caramillo entona una melodía armoniosa,
sugiriéndome colores verde y azul claro, sabor amelazado
en la boca, deseos de soñar. Sueño de pie en el
área del baño; aparece Estrella dentro del mundo
onírico como una niña treceañera,
frágil y voluble. A nadie prefiere en particular porque
desconoce aún el amor aunque lo desea, lo busca, indaga su
significado. A Jorge Rodríguez, especie de partenaire
sólo deseable durante los momentos de soledad, no lo ama,
simplemente lo admira por haberla iniciado en los goces
terrenales. Ella era una virgen destinada por Dios a ascender
hasta su Corte Celestial y Jorge, con sus ojos de fuego,
complexión de animal invencible, rugidos de bestia
insatisfecha y rostro hermoso, vino a tentarla mientras ella
oraba en un rincón de una iglesia. Estrella, lista ya para
la ascensión a la Gloria, tierna y asexuada,
recibió aquella visita del Maligno en el cuerpo
putrescible de Jorge Rodríguez. Pero no imaginó en
esos instantes en que vino a ser tentada, la imagen de su propia
piel dentro de cuarenta años después, arrugada y
colgante, ni creyó que las pústulas de una
enfermedad venérea un día le afearían el
rostro; tampoco, encandilada por la belleza de aquel hombre mucho
mayor que ella, advirtió en sus pies las pezuñas
protegidas por los zapatos a la moda. Conoció el gozo
allí en el piso, desnuda por completo. La figura de un
ángel apareció entre ellos mientras quedaban
fundidos en una espasmo de placer y arrancó de la cabeza
de Estrella la diadema luminosa que él mismo le
había colocado años atrás.

Aquella visión dentro de mi sueño la
convertí de inmediato en parte del plan de mi
próxima novela cuyo personaje central, ya estaba decidido,
sería la misma Estrella que yo iba fabricando con las
referencias del mundo real y mi imaginación; aquella
visión, reitero, me dejó conmovido. Era un aviso:
desde el accidentado viaje en el tren, y luego a partir de la
ruptura de mis hábitos cotidianos de levantarme a las
cinco de la mañana, realizar los ejercicios físicos
en el jardín y tomar el desayuno en compañía
de mi esposa y los niños, estaba perdiendo por completo la
paz espiritual que necesitaba para escribir. Como consecuencia de
tantos desastres en mi vida, me había emborrachado la
noche anterior en compañía de mi agente
literario.

La interpretación del sueño con Estrella
me llevó a varias reflexiones. La retirada de la diadema
luminosa no significaba la pérdida de la virginidad, sino
la expulsión del paraíso por culpa de las
veleidades humanas. Para mí, la mayor veleidad de los
hombres en los últimos tiempos era haber introducido en
sus cuerpos el flagelo llamado SIDA. Por lo tanto, quedaba claro:
el virus rondaba a Estrella, si no como una realidad al menos
como una posibilidad. Y el aviso significaba que debía
apartarme de todo contacto con la jovencita.

Luego de ducharme comienzo mi afeitado habitual; me
sorprendo a mí mismo silbando una vieja canción
romántica que habla de un árbol, una niña y
una flor, y no puedo evitar el recuerdo de mi esposa. De tenerla
a mi lado, no existirían preocupaciones domésticas
ni existenciales para mí; ya hubiera vencido el miedo a
enfrentarme a las páginas en blanco, la novela
sumaría el centenar de cuartillas y Estrella sería
una imagen tangible, corpórea y humana que habría
aparecido asesinada dentro de la habitación de un lujoso
hotel habanero.

Abro la puerta lentamente, en una actitud furtiva y casi
cercana a la clandestinidad, como si con esta actitud sigilosa
pretendiera no despertar a Estrella y Omar, quienes según
supongo aún están dormidos; siento la
tentación de volver a cerrar la puerta de mi
habitación y aplicar el ojo al hueco de la cerradura con
la intención de descubrir qué sucede allá
adentro. Quizá él tenga una gruesa pierna velluda
encima de los muslos níveos y perfectamente lisos de
Estrella; habrán hecho el amor de manera desenfrenada
luego de la incursión de la jovencita por
otras habitaciones. Concluyo con tristeza, porque ya amo a
Estrella, que su cuerpo de una blancura inigualable, al que los
efectos del sol tropical han dado un aspecto de morena en
ciernes, se limpia cada noche con el amor de su Jorge luego de
haber sido hollado por atacantes furibundos, violadores de capa y
espada que sacan de sus faltriqueras doblones de oro cuando
concluyen los espasmos indicadores del final del
orgasmo.

Continúo camino sin haberme atrevido a husmear en
la intimidad de mis vecinos y al salir del ascensor entro al
restaurante donde comienzo a consumir lo que me trae la camarera.
La cerveza bávara es lo primero; aunque no es mi costumbre
solicitar este tipo de bebida en horas tan tempranas, en el
restaurante del hotel donde me encuentro forma parte de una
tradición dictada por la etiqueta; en todas las mesas hay
una o dos botellas achatadas y barrigones color ámbar.
Bebo con toda parsimonia, sin decirme que espero ansioso la
llegada de Jorge y Estrella con la intención de
presentarme ante ellos con cualquier pretexto, mientras rememoro
mi encuentro de la noche anterior con mi agente literario que
concluyó con otra de mis memorables
borracheras.

Mi agente literario me recibió en la sala de su
casa, amplia y ventilada; reproducciones hermosas de cuadros
célebres, un Rubens, algunos Degas y un Renoir,
confeccionados por artesanos quizás tan excelentes
pintores como los famosos artistas, adornaban las blancas
paredes. El servicio del té, de porcelana
auténtica, colocado cerca de nosotros en una mesa con el
tablero de cristal, servía como único testigo de
nuestra conversación. Las tostadas crujientes iban
mezclándose con mi saliva y ya no hacían ruido
cuando continuaba masticándolas.

León Asuero estaba orgulloso tanto de ser mi
agente literario como de su apellido, que me hacía
recordar a un poderoso rey bíblico cuyo reinado se
había extendido sobre ciento veintisiete naciones desde la
India hasta Etiopía. Al principio habló de
nimiedades con su voz aterciopelada y envolvente; enfundado
dentro de un kimono azul adornado en la espalda con una medialuna
verde y sus delicados pies calzados con chinelas japonesas,
enlazadas las manos y apoyados los codos en los brazos de la
butaca mientras giraba hacia delante y hacia atrás los
pulgares, parecía el gemelo de una figura de
porcelana representativa de alguna deidad china
colocada encima de una vitrina llena de libros encuadernados en
cuero. Me refería en un susurro sus dificultades
cotidianas; no acababa de acostumbrarse al severo mercantilismo
imperante en Cuba en la actualidad que lo obligaba a regatear
frente a los vendedores recién autorizados a abrir
negocios particulares el precio excesivo de un pequeño
pedazo de carne o unas libras de frutas. Utilizó cerca de
media hora en ofrecerme explicaciones sobre el costo de cada
quimbombó, plátano, fruta bomba y boniato; el
kilogramo de arroz se juntaba con el de los frijoles y las
lechugas pasaban en tropel frente a rábanos y pepinos. La
conversación de León Asuero siempre iniciaba de
igual manera, sobre temas fútiles o pedestres según
la ocasión; sólo después que uno
bebía el té con las tostadas y luego de haber
abierto la primera botella de whisky, empezaba el intercambio de
ideas con el inteligente intelectual que es Asuero.

Me habló de las corrientes novelísticas
contemporáneas en Europa mencionando nombres ignorados por
mí hasta ese momento; abundó en datos acerca de la
mejor manera de adaptarse a los intereses editoriales
recién surgidos a causa del éxito de los cuatro
novelistas ingleses cuyos nombres fue deletreando para que yo los
entendiera bien y con datos irrebatibles me demostró por
qué me convenía modificar algunos temas míos
que ya empezaban a aburrir al público. No estuvo de
acuerdo con mi idea de escribir un guión
cinematográfico o de vídeo: eso era envilecer el
arte, cambiar de procedimientos porque los practicados por el
artista empezaban a envejecer. Había que crecerse, saltar
las barreras, vencer uno a uno cada obstáculo: era la
misión del verdadero artista tal como lo demostraban los
cuatro escritores ingleses practicantes de la
Best-history con el triunfo obtenido por sus
novelas lanzadas en cinco idiomas bajo el sello de la Editorial
Frontwall. Se habían vendido ya cerca de cien millones de
ejemplares y los lectores continuaban abarrotando las
librerías más importantes del mundo en busca de sus
títulos,

A partir de aquel momento León Asuero no me
dejó intervenir en la conversación más que
por medio de monosílabos. Sin levantarse del sillón
en que se hallaba sentado, extraía de un mueble cercano
revistas de papel brillante con excelentes ilustraciones para
darme a conocer rostros nuevos en el mundo de las
letras y datos estadísticos interesantes acerca de la
política editorial en todos los continentes. Entornaba los
ojos mientras refería el último viaje suyo a Roma,
París y Londres como si quisiera parecer angelical. Yo me
decía que a él no le faltaba razón cuando
volvía a insistir una vez más sobre el daño
que estaba ocasionándome el provincianismo; era hora de
renunciar a mis comodidades habituales y cargar con los tres
niños y mi esposa en un viaje de trabajo hacia Europa.
Barcelona, Madrid y Lisboa me esperaban: allá no
sentiría la barrera del idioma durante las entrevistas
concertadas por él con los principales diarios de esas
capitales, porque yo también hablaba a la
perfección el catalán y el portugués.
Bastaba ya de ahorrar el dinero: el público que me
había enriquecido ahora deseaba conocerme de
cerca.

Sonrió cual un fauno, pícaro y
deslenguado. Claro está, tanto él como yo
sabíamos que la mencionada riqueza apenas existía.
Parte de las ganancias las gastaba en propaganda y desde luego en
pagarle sus honorarios y también debía garantizar
la existencia holgada de mi familia. Es decir, que si bien no era
un indigente, tampoco podía excederme en los
gastos.

Aburrido de tanto recordar a León Asuero termino
el café con leche y el bocadito de jamón y en ese
instante entran al salón tomados del brazo mis vecinos de
habitación. Podría confundírseles con una
feliz pareja en plan de veraneo o hasta de luna de miel. Dos
hombres cercanos a mi mesa comentan en inglés las
excelentes bondades de la joven, calificándola de fina
meretriz, complaciente y delicada; el más viejo de los
dos, a quien le supongo unos setenta años, conmina a su
acompañante a contratar sus servicios: no cobra un precio
elevado a cambio de dos horas en su compañía y en
ese tiempo puede colocársela en cualquier posición,
solicitar de ella lo más deliciosos placeres, utilizar
cualquiera de sus conductos para convertirla en depositaria de
las más bajas pasiones y en fin, es lo que se llama en
nuestro país una puta decente, ríe el viejo y
termina sus comentarios con una reflexión acerca de la
moral que me parece cita textual de alguno de los dramas de
Shakespeare. Realmente, si he escuchado con tanta atención
a mi vecino de mesa no ha sido porque me interese su acento
inconfundible del más puro inglés de Oxford, sino
porque me propongo de veras escribir un best
seller
basándome en las aventuras de

Estrella y todo cuanto me brinde
información sobre su persona resulta de mi mayor
interés, Luego de pagar, me pongo de pie con
suma lentitud. Aún desconozco qué plan
adoptaré para presentarme ante la pareja vecina de mi
habitación; sin embargo, estoy seguro de que será
un éxito: si logro ganarme la confianza de ellos,
obtendré los datos necesarios para el capítulo
final de la novela que es lo único pendiente de determinar
en mi plan.

Me acerco a la mesa de Estrella y Jorge con toda
parsimonia; ya frente a ellos, me detengo decidido. Los saludo
sonriente y les pregunto si no me recuerdan del verano anterior,
cuando ocupábamos habitaciones vecinas. Ante mi
afirmación rotunda, han quedado enmudecidos. Sé que
a la mujer le ha impresionado mi presencia; siempre he tenido
gran aceptación entre las muchachas: al hablarles en mi
tono habitual, tolerante y comprensivo, en el acto me observan
con simpatía. El resto lo consigue mi rostro: agradable,
de líneas perfectas y sin una arruga siquiera; la
conversación fluida e interesante que soy capaz de
mantener durante un tiempo indefinido siempre acaba de romper las
fortalezas más firmes. Veo en la jovencita la mirada
deseante sobre mí; aborrece a su compañero, de
manos gelatinosas y rostro avinagrado. Ella comienza a recordar
el verano pasado, mientras me indica la silla a su derecha con un
gesto de la mano. El hombre, pasando de la evidente incomodidad a
la resignación, quizás calculando la ganancia que
podrá obtener de mi parte también sonríe y
hasta admite recordar el encuentro del año anterior. Abre
los ojos de manera exagerada en señal de asombro cuando
menciono el número de mi habitación: así que
este año volvemos a ser vecinos, dice algo
incrédulo.

Capítulo
4

Vagabundeo un rato por el vestíbulo del hotel,
atestado a esta hora de la noche de turistas extranjeros y de
cubanos que andan buscando la oportunidad de hacer fortuna. Miro
el reloj: las diez y veinticinco. Esperaré aún
hasta las once antes de recogerme en la habitación; tengo
pasaje de regreso para mañana y deseo levantarme fresco,
ágil. Los viajes en avión me agotan en grado sumo
porque padezco náuseas en las alturas y a veces suelo
vomitar. Anhelo enfrentarme al nuevo día animoso. Siento
una ansiedad irreprimible: Estrella me ha prometido una visita en
mi cuarto y yo aguardo el momento como un colegial
enamorado.

El encuentro con la editora de mi novela concluida una
semana antes no resultó como yo planeaba. Se hallaba
irascible, rabiando contra un dolor de muelas y cientos de
dificultades cotidianas. El hijo menor se encontraba envuelto en
un caso judicial; el exmarido la llamaba con frecuencia para
acusarla de haber sido la culpable del carácter rebelde
del muchacho por la crianza amamantada; el automóvil roto
precisamente en estos tiempos que a los ómnibus en La
Habana se les conocía con el jocoso nombre de
fósiles en extinción aunque los empresarios del
transporte se empeñaban en nombrarlos camellos; las
deficiencias técnicas de las máquinas en la
imprenta atribuibles al bloqueo norteamericano contra nuestro
país; la cantidad exigua de comestibles que vendían
a un precio razonable. Fue sólo una muestra que me
ofreció de lo que consideraba sus desgracias apenas nos
saludamos.

Partes: 1, 2

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