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El Rey de la eternidad (relatividad) (página 2)




Enviado por Jesús Castro



Partes: 1, 2, 3, 4

Las leyes de los cielos nos dan una idea del
conocimiento ilimitado de tal Comandante.
¿Quién más habría podido
decretarlas? ¿Quién más pudo haber
inspirado escritos tan exactos sobre temas que los
científicos entendieron cientos e incluso miles de
años después? [Tras meditar en estos asuntos,
quizás queden pocas dudas de que] el universo
está lleno de razones por las que Jehová
[Dios, el Todopoderoso, se ha hecho acreedor de] "la gloria
y la honra" [que las criaturas inteligentes suelen conceder
a los genios que se admiran,como cuando se les
otorga el premio Nobel] (Revelación [Apocalipsis]
4:11).

Puntualizaciones: Es notable que la Biblia declare
que la Tierra es un círculo o, como también
puede traducirse el vocablo hebreo, una
esfera. Aristóteles y otros pensadores griegos de la
antigüedad sostuvie-ron que era
esférica, pero esta cuestión seguía
debatiéndose dos mil años más tarde.
La constelación Kimá (de Job 38: 31)
podría ser el grupo de estrellas conocido como las
Pléyades; y es probable que la constelación
Kesil haga referencia a Orión; los cambios que se
producen en estas formaciones estelares tardan decenas de
miles de años en ser perceptibles. En el siglo XIX,
el científico William Thomson, conocido como lord
Kelvin, descubrió la segunda ley de la
termodinámica, que explica por qué los
sistemas naturales tienden a deteriorarse y disgregarse con
el transcurso del tiempo; un factor que lo inspiró
para llegar a esa conclusión fue estudiar con
detenimiento el pasaje de Salmo 102:
25-27».

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Los epiciclos. El "epiciclo" (del griego
"epi", sobre, y "kyklos", círculo; que, en conjunto,
significa "sobre el círculo") fue la base de un
modelo geométrico ideado por los antiguos griegos
para explicar las variaciones en la velocidad y la
dirección del movimiento aparente de la Luna, el Sol
y los planetas. Fue propuesto por primera vez por Apolonio
de Perga a finales del siglo II antes de la EC y usado
ampliamente en el siglo II antes de la EC por Hiparco de
Nicea. Casi tres siglos después, el también
astrónomo griego Claudio Ptolomeo se basó en
él para elaborar su versión de la
teoría geocéntrica conocida ahora como
"sistema ptolemaico".

Con la mejora de las observaciones en los siglos
siguientes, fue necesario ir añadiendo cada vez
más círculos al modelo para adecuarlo a los
hechos, llegando a ser impracticable. Con el advenimiento
de la teoría heliocéntrica de Nicolás
Copérnico y la explicación del movimiento
planetario en órbitas elípticas, por Hipatia
de Alejandría y replanteado por Johannes Kepler, el
modelo de los epiciclos quedó obsoleto.

El capítulo 9 de la serie televisiva "El
universo mecánico" (coproducción del
Instituto Tecnológico de California y la
Corporación Americana para la Enseñanza
Oficial por Televisión, 1985), titulado "El
círculo en movimiento", presentado por el profesor
David L. Goodstein (del Caltech), comenta, en parte, lo
siguiente:

«Un cuerpo con movimiento circular uniforme
posee una velocidad y aceleración constantes. El
movimiento circular uniforme puede describir la
órbita de la Luna. No sabemos quién
inventó la rueda, pero el círculo fue un
concepto que surgió en la mente de la mayoría
de los hombres al comienzo de la historia. Al principio,
parece que tenía un significado místico
asociado con el horizonte, el cielo o los dioses. Los
mitos, con el tiempo, fueron convirtiéndose en
complicadas tradiciones y lenguaje fantástico, y
algunos de éstos llegaron a ser conocidos como
"filosofías".

Los griegos no eran místicos, sino
filósofos (un grado más avanzado de
pensamiento, si se quiere, pero no desprendido de su origen
mitológico). Veían círculos en el
cielo como todos los demás hombres, pero para ellos
no representaban mitos creativos sino geometría.
Imaginaban el universo lleno de esferas girando sobre sus
ejes, al grado que los movimientos que observaban les
parecían que de algún modo eran movimientos
circulares más o menos complejos. Es por eso que el
filósofo Platón dijo: "Todos los movimientos
son uniformes y circulares en el firmamento". Y los
astrónomos se pasaron los siguientes dos mil
años tratando de demostrar que Platón
tenía razón.

La astronomía era una profesión con
una misión que cumplir en la sociedad, a saber:
predecir dónde podría encontrarse cada cuerpo
celeste en un momento determinado, de determinada noche. Se
trataba de predicciones importantes, ya que se usaban para
la agricultura, la navegación y sobretodo para la
confección de horóscopos. En cualquier caso,
los astrónomos se esforzaban mucho por hacer
previsiones fiables, pues cualquiera podía mirar al
cielo y comprobar si tenían o no razón.
Además, no olvidemos que en la antigüedad la
gente se pasaba mucho más tiempo que nosotros hoy
mirando al cielo y sintiéndose fascinada por
él.

Así, utilizando alguna clase de
método, tenían que predecir dónde
estaban los astros y tenían que llevar razón;
y esto no era nada fácil. En el caso de las
estrellas, las predicciones eran relativamente sencillas,
ya que éstas, sin excepción, parecían
moverse en círculos alrededor de nuestro planeta.
Pero había otros cuerpos celestes bastante
problemáticos, allá arriba, a los que los
griegos llamaron "planetas", que significa "vagabundos"; y
para éstos las teorías no funcionaban. Por
una parte, no se movían por el firmamento con
velocidad constante; y por otra parte, no se movían
en la misma dirección: partían, iniciaban la
vuelta y retrocedían a veces. Además, dos de
ellos, Mercurio y Venus, parecían estar siempre muy
cerca del Sol, a diferencia de los otros; y, finalmente, no
siempre refulgían con el mismo brillo, es decir, no
siempre estaban a la misma distancia de la
Tierra.

Sin embargo, Platón había dicho
machaconamente que todos esos movimientos eran debidos a
desplazamientos circulares uniformes; y esto era lo que los
astrónomos debían respetar y perfeccionar en
sus métodos. Para tal efecto, idearon un sistema que
funcionó notablemente bien por cierto tiempo, basado
no en círculos alrededor de la Tierra, sino en
círculos alrededor de otros círculos, a los
que llamaron "epiciclos"».

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En la tarea de tratar de explicar los
fenómenos mecánicos celestes (movimientos de
los astros), así como en el desempeño muchas
otras labores que exigen una considerable
implicación intelectual, el ser humano siempre ha
usado como herramientas iniciales los insoslayables
conceptos disponibles según el nivel de madurez
mental y según la influencia cultural a la que se
encontraba sometido. A partir de ahí, ha tenido que
ir refinando progresivamente los conceptos, dado que
éstos siempre se le quedaban cortos de cara a subir
un peldaño más en el progreso del
conocimiento científico. Y hoy día, a pesar
del formidable avance de la ciencia, la situación es
bastante similar, en el sentido de que se están
usando los conceptos o modelos mejor habilitados del
momento presente, sabiendo de antemano que en breve
requerirán su reemplazo o reforma en el
interés de poder alcanzar mejores cotas futuras de
comprensión del mundo natural.

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La historia de la ciencia nos presenta doctrinas y
teorías antiguas que actualmente suenan del todo
ridículas e irrisorias, pero que en su día
fueron la vanguardia del conocimiento académico. El
audiovisual que estamos considerando (el capítulo 9
del "universo mecánico"), explica: «Es
probable que todas las culturas antiguas hayan descubierto
el círculo. Los nativos americanos (amerindios)
adoraban al sol, y caminaban en círculos
simbólicos alrededor de una representación
del mismo. Los hindúes advirtieron lo que parece ser
el movimiento circular del firmamento, tal como hicieron
los indios "quechuas" del Perú y los primeros
astrónomos japoneses. Las formas y formaciones
celestes se convirtieron en modelo para las estructuras
terrestres.

Algunas de las primeras construcciones de
Mesopotamia tenían planta circular. Hasta la mano de
un individuo perteneciente a cualquier cultura primitivesca
podía trazar círculos; y, si bien se puede
expresar en el más sofisticado lenguaje
matemático, el concepto sigue siendo relativamente
sencillo. El radiovector R desde el centro O de un plano p
a cualquier punto P de una circunferencia tiene siempre la
misma longitud. Esta sencillez forma parte de su atractivo,
y partiendo de ideas tan sencillas como ésta
brotaron magníficas estructuras
arquitectónicas. Proliferaron imágenes que
luego se hicieron más elaboradas y embellecidas. Y
en todo ello, los humanos trataban de imitar a la
naturaleza a su manera.

La posición de cualquier punto P de una
circunferencia en un plano p se puede expresar mediante sus
coordenadas cartesianas (x,y), o por su distancia r, desde
el centro O hasta P, y el ángulo ? que r forma con
el eje X. Estas descripciones están relacionadas con
la trigonometría de la siguiente manera:
x = r cos ?; y = r sen ?.

Cualquier persona con talento para las figuras
geométricas, ve en el círculo un
símbolo poderoso, inherente al universo y a la
mayoría de las civilizaciones. En algunas culturas,
la forma circular del firmamento y los movimientos celestes
circulares son tan manifiestos hoy como lo fueron siempre.
Platón, el filósofo griego, proclamó
el círculo como ideal y sostuvo que todas las otras
formas geométricas eran representaciones inferiores
e imperfectas. Decidió que el movimiento circular
describe el firmamento, y no meramente el movimiento
circular sino más bien el "movimiento circular
uniforme". Así, cada cuerpo celeste sería
como un punto moviéndose en un círculo a
ritmo constante. Visto de otro modo, el vector r
formaría un ángulo ? que crece a ritmo
constante. Y ese ritmo ? (omega) se conoce como "velocidad
angular" del objeto. En cualquier instante, el
ángulo ? (theta) es igual a ?t. Y en una vuelta
completa, el objeto recorre 2p radianes en un tiempo T. Por
lo tanto, la velocidad angular ? es 2p dividido por
T:

Platón decía a menudo que Dios
tenía la costumbre de hacer geometría, y tal
vez ése era el motivo por el que sus ideales de la
perfección y del universo en armonía pulsaron
una cuerda que encontró eco en los eruditos y
místicos durante siglos. Para Platón, el
universo físico estaba limitado por una esfera
giratoria de estrellas fijas cuyo centro es la Tierra,
quieta e inmóvil. Y dentro de la esfera de estrellas
fijas, desplazándose en trayectorias regulares y con
movimiento uniforme individual, había 7 planetas:
Luna, Venus, Mercurio, Sol, Marte, Júpiter y
Saturno; en ese orden, y extendiéndose desde dentro
hacia afuera.

Los astrónomos griegos veían a los
planetas como cuerpos sin rumbo fijo; tanto es así
que la misma palabra "planeta" significa "vagar, extraviar
o engañar". Los planetas eran engañosos
porque rehusaban obedecer el dictamen de perfección
de Platón, a saber, el movimiento circular uniforme.
Sin embargo, ese ideal platónico fue aceptado con el
tiempo por los grandes pensadores europeos. ¿Y por
qué no? ¿Acaso no tienen mucho en
común, con los planetas, las clases dirigentes y las
gentes sencillas? De hecho, ¿no es la conducta
humana, como la de los planetas, con frecuencia desigual?
Y, bajo ciertas condiciones, ¿no tendemos los
humanos, tal como hacen los planetas, a vagar o a ser
engañosos? Pero en la época del Renacimiento,
por supuesto, no se criticaba a los planetas ni a las
personas nobles por el hecho de no ser perfectos. Tal vez
debería ser así, después de todo, ya
que en la Tierra, como en el cielo, el comportamiento
desigual no significa necesariamente imperfección.
La perfección, parece ser, está en los ojos
del observador, y así es la realidad misma. De este
modo, incluso en el mejor de los mundos: ¿es
posible, a simple vista, contemplar perfectamente la
realidad? No siempre. A veces las percepciones
pueden ser sombras de la realidad. Por
ejemplo, algo que sube y baja puede estar en realidad
moviéndose en círculos.

En el lenguaje de los vectores, la sombra
(proyección) de un movimiento es sólo uno de
sus componentes. El movimiento circular tiene realmente 2
componentes separados, y el vector original es la suma de
ambos; y por este motivo el movimiento circular puede ser
expresado por una ecuación vectorial:

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El movimiento de los planetas, visto sobre el
fondo de las estrellas, era bastante complicado; porque los
planetas parecían contradecir la idea del movimiento
circular uniforme. Por ello, los seguidores de
Platón crearon modelos teóricos de
movimientos planetarios, intentando desesperadamente salvar
las apariencias. En otras palabras, intentaron hacer
compatible el comportamiento observado con la idea
platónica. Y uno de esos intentos fue hecho por
Apolonio de Pérgamo mediante un invento
teórico llamado "epiciclo", según el cual los
planetas se movían en pequeños
círculos ligados a un círculo mayor que
también giraba. Al círculo mayor le
llamó "deferente", y al círculo menor le
llamó "epiciclo".

En las manos de un matemático, esta
combinación de movimientos circulares propuestos por
Apolonio puede generar muchas curvas extrañas. Por
ejemplo, visto desde la Tierra, un planeta que siguiera
este tipo de trayectorias parecería comportarse de
manera estrambótica. En los casos más
sencillos, si el deferente y el epiciclo giran con
velocidades ? iguales la curva resultante es otro
círculo cuyo centro está desplazado de la
posición que ocupa la Tierra; y si el epiciclo gira
exactamente a doble velocidad (2?) que el deferente, el
resultado es una curva regular llamada "elipse"; y la
elipse sería más tarde reconocida como la
verdadera órbita de un planeta alrededor del
Sol.

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Apolonio escribió un famoso tratado sobre
curvas, una de las cuales, irónicamente, era la
elipse. Pero la antigua astronomía llegó a su
punto culminante 400 años más tarde, en la
colonia romana de Alejandría, ciudad reina de
Egipto. En esa ciudad de fábula vivía Claudio
Ptolomeo, hombre talentoso que recopiló el
Almagesto, una enciclopedia de 13 extraordinarios
volúmenes que condensaba 5 siglos de ciencia
griega.

Ptolomeo no sólo se adhirió
fervorosamente a la teoría de la perfección
de Platón, sino que además
añadió a ella algunas de sus propias ideas
para solidificarla. Por ejemplo, según este
astrónomo, los deferentes de los planetas superiores
(Marte, Júpiter y Saturno) no giraban con ritmos
uniformes alrededor de sus centros, y había una
órbita oval para Mercurio. No obstante, a pesar de
los sorprendentes que eran las variaciones introducidas por
Ptolomeo, se encontraban perdidas como simples notas
esotéricas a pie de página en todo el
conjunto del Almagesto. Y, por supuesto, estaban
también enormemente influidas por ese decisivo
principio de los astrónomos griegos: el sistema
cósmico se basa totalmente en el movimiento circular
uniforme.

Las variaciones ptolemaicas encajadas en la
teoría de la perfección de Platón eran
relativamente sutiles, pero tuvieron un efecto profundo en
Nicolás Copérnico, quien, queriendo
reorganizar el Almagesto, situó al Sol en el centro
del sistema solar. Y, utilizando epiciclos con liberalidad,
se las arregló para salvar las apariencias. Pero a
pesar de los epiciclos, el universo de Copérnico
tenía planetas moviénose alrededor del Sol y
la Luna girando alrededor de la Tierra, con movimiento
circular casi uniforme. Así que, con el fin de
mantener las preferencias estéticas tradicionales,
creó una visión más nueva y más
exacta del sistema solar, a saber: el "sistema
copernicano"».

Desde Copérnico hasta
hoy.

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Un modelo más simple que el ptolemaico se
estaba haciendo muy necesario, y éste fue propuesto
en el año 1514 por un cura polaco llamado
Nicolás Copérnico (quien al principio,
quizás por miedo a ser tildado de hereje por su
propia iglesia, hizo circular su modelo de forma
anónima). Su idea era que el Sol estaba estacionario
en el centro y que la Tierra y los planetas se
movían en órbitas circulares a su alrededor.
Pasó casi un siglo antes de que su idea fuera tomada
verdaderamente en serio. Entonces dos astrónomos, el
alemán Johannes Kepler y el italiano Galileo
Galilei, empezaron a apoyar públicamente la
teoría copernicana, a pesar de que las
órbitas que predecía no se ajustaban
fielmente a las observadas. El golpe mortal a la
teoría aristotélico/ptolemaica llegó
en 1609. En ese año, Galileo comenzó a
observar el cielo nocturno con un telescopio que acababa de
inventar. Cuando miró al planeta Júpiter,
Galileo encontró que éste estaba
acompañado por varios pequeños
satélites o lunas que giraban a su alrededor. Esto
implicaba que no todo tenía que girar directamente
alrededor de la Tierra, como Aristóteles y Ptolomeo
habían supuesto. Al mismo tiempo, Johannes Kepler
había modificado la teoría de
Copérnico, sugiriendo que los planetas no se
movían en círculos, sino en elipses. Las
predicciones, ahora, se ajustaban por fin a las
observaciones.

Desde el punto de vista de Kepler, las
órbitas elípticas constituían
meramente una hipótesis, y, de hecho, una
hipótesis bastante desagradable, ya que las elipses
eran claramente menos perfectas que los círculos.
Kepler, al descubrir casi por accidente que las
órbitas elípticas se ajustaban bien a las
observaciones, no pudo reconciliarlas con su idea de que
los planetas estaban concebidos para girar alrededor del
Sol atraídos por fuerzas magnéticas. Una
explicación coherente sólo fue proporcionada
mucho más tarde, en 1687, cuando sir Isaac Newton
publicó su "Philosophiae Naturalis Principia
Mathematica", probablemente la obra más importante
publicada en las ciencias físicas en todos los
tiempos. En ella, Newton no sólo presentó una
teoría de cómo se mueven los cuerpos en el
espacio y en el tiempo, sino que también
desarrolló las complicadas matemáticas
necesarias para analizar esos movimientos. Además,
Newton postuló una ley de la gravitación
universal, de acuerdo con la cual cada cuerpo en el
universo era atraído por cualquier otro cuerpo con
una fuerza que era tanto mayor cuanto más masivos
fueran los cuerpos y cuanto más cerca estuvieran el
uno del otro. Era esta misma fuerza la que hacía que
los objetos cayeran al suelo. Newton pasó luego a
mostrar que, de acuerdo con su ley, la gravedad es la causa
de que la Luna se mueva en una órbita
elíptica alrededor de la Tierra, y de que la Tierra
y los planetas sigan caminos elípticos alrededor del
Sol.

El modelo copernicano se despojó de las
esferas celestes de Ptolomeo y, con ellas, de la idea de
que el universo tiene una frontera natural. Ya que las
"estrellas fijas" no parecían cambiar sus
posiciones, aparte de una rotación a través
del cielo causada por el giro de la Tierra sobre su eje,
llegó a ser natural suponer que las estrellas fijas
eran objetos como nuestro Sol, pero mucho más
lejanos.

Newton comprendió que, de acuerdo con su
teoría de la gravedad, las estrellas deberían
atraerse unas a otras, de forma que no
parecía posible que pudieran permanecer
esencialmente en reposo. ¿No llegaría un
determinado momento en el que todas ellas se
aglutinarían? En 1691, en una carta a Richard
Bentley, otro destacado pensador de la época, Newton
argumentaba que esto verdaderamente sucedería si
sólo hubiera un número finito de estrellas
distribuidas en una región finita del espacio. Pero
razonaba que si, por el contrario, hubiera un número
infinito de estrellas, distribuidas más o menos
uniformemente sobre un espacio infinito, ello no
sucedería, porque no habría ningún
punto central donde aglutinarse.

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Este argumento es un ejemplo del tipo de
dificultad que uno puede encontrar cuando se discute acerca
del infinito. En un universo infinito, cada punto puede ser
considerado como el centro, ya que todo punto tiene un
número infinito de estrellas a cada lado. La
aproximación correcta, que sólo fue
descubierta mucho más tarde, es considerar primero
una situación finita, en la que las estrellas
tenderían a aglutinarse, y preguntarse
después cómo cambia la situación
cuando uno añade más estrellas uniformemente
distribuidas fuera de la región considerada. De
acuerdo con la ley de Newton, las estrellas extra no
producirían, en general, ningún cambio sobre
las estrellas originales, que por lo tanto
continuarían aglutinándose con la misma
rapidez. Podemos añadir tantas estrellas como
queramos, y a pesar de ello las estrellas originales
seguirían juntándose indefinidamente. Esto
nos asegura que es imposible tener un modelo
estático e infinito del universo, en el que la
gravedad sea siempre atractiva.

Un dato interesante sobre la corriente general del
pensamiento anterior al siglo XX es que nadie hubiera
sugerido que el universo se estuviera expandiendo o
contrayendo. Era generalmente aceptado que el universo o
bien había existido por siempre en un estado
inmóvil, o bien había sido creado, más
o menos como lo observamos hoy, en un determinado tiempo
pasado finito. En parte, esto puede deberse a la tendencia
que tenemos las personas a creer en verdades eternas. Bien
pudiera suceder que ese sentimiento de conexión con
la eternidad radique fundamentalmente en la
percatación mental subliminal de que existe una
ruptura anómala entre nuestra elevada capacidad
pensante, apta para poder asumir cualquier desafío
intelectual por tiempo indefinido, y la ridícula
fracción de tiempo que vive el individuo. Y tal vez
por avistar esa anomalía, los antiguos
filósofos griegos, como Sócrates y
Platón, elaboraron doctrinas acerca de la
inmortalidad del alma humana, las cuales han perdurado en
el ámbito teológico hasta el día de
hoy.

Incluso aquéllos que comprendieron que la
teoría de la gravedad de Newton mostraba que el
universo no podía ser estático, no pensaron
en sugerir que podría estar expandiéndose.
Por el contrario, intentaron modificar la teoría
suponiendo que la fuerza gravitacional fuese repulsiva a
distancias muy grandes. Ello no afectaba significativamente
a sus predicciones sobre el movimiento de los planetas,
pero permitía que una distribución infinita
de estrellas pudiera permanecer en equilibrio, con las
fuerzas atractivas entre estrellas cercanas equilibradas
por las fuerzas repulsivas entre estrellas lejanas. Sin
embargo, hoy en día creemos que tal equilibrio
sería inestable: si las estrellas en alguna
región se acercaran sólo ligeramente unas a
otras, las fuerzas atractivas entre ellas se harían
más fuertes y dominarían sobre las fuerzas
repulsivas, de forma que las estrellas, una vez que
empezaran a aglutinarse, lo seguirían haciendo por
siempre. Por el contrario, si las estrellas empezaran a
separarse un poco entre sí, las fuerzas repulsivas
dominarían alejando indefinidamente a unas estrellas
de otras. bers, quien escribió acerca
de dicho modelo en 1823. En realidad, varios
contemporáneos de Newton habían considerado
ya el problema, y el artículo de Olbers no fue ni
siquiera el primero en contener argumentos plausibles en
contra del anterior modelo. Fue, sin embargo, el primero en
ser ampliamente conocido. La dificultad a la que nos
referíamos estriba en que, en un universo
estático infinito, prácticamente cada
línea de visión acabaría en la
superficie de una estrella. Así, sería de
esperar que todo el cielo fuera, incluso de noche, tan
brillante como el Sol. El contraargumento de Olbers era que
la luz de las estrellas lejanas estaría oscurecida
por la absorción debida a la materia intermedia. Sin
embargo, si eso sucediera, la materia intermedia se
calentaría, con el tiempo, hasta que iluminara de
forma tan brillante como las estrellas. La única
manera de evitar la conclusión de que todo el cielo
nocturno debería de ser tan brillante como la
superficie del Sol sería suponer que las estrellas
no han estado iluminando desde siempre, sino que se
encendieron en un determinado instante pasado finito. En
este caso, la materia absorbente podría no estar
caliente todavía, o la luz de las estrellas
distantes podría no habernos alcanzado aún. Y
esto nos conduciría a la cuestión de
qué podría haber causado el hecho de que las
estrellas se hubieran encendido por primera vez.

El principio del universo había sido
discutido, desde luego, mucho antes de esto. De acuerdo con
distintas cosmologías primitivas y con la
tradición judeo-cristiano-musulmana, el universo
comenzó en cierto tiempo pasado finito, y no muy
distante. Un argumento en favor de un origen tal fue la
sensación de que era necesario tener una Causa
Primera para explicar la existencia del universo (dentro
del universo, uno siempre explica un acontecimiento como
causado por algún otro acontecimiento anterior, pero
la existencia del universo en sí, sólo
podría ser explicada de esta manera si tuviera un
origen). Otro argumento lo dio Agustín en su libro
"La ciudad de Dios". Señalaba que la
civilización está progresando y que podemos
recordar quién realizó esta hazaña o
desarrolló aquella técnica. Así, el
hombre, y por lo tanto quizás también el
universo, no podía haber existido desde mucho tiempo
atrás. San Agustín, de acuerdo con el libro
del Génesis, aceptaba una fecha de unos 5.000
años antes de Cristo para la creación del
universo.

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Aristóteles, y la mayor parte del resto de
los filósofos griegos, no era partidario, por el
contrario, de za humana y el mundo que la rodea
habían existido, y existirían, por siempre.
Los antiguos ya habían considerado el
argumento descrito arriba acerca del progreso, y lo
habían resuelto diciendo que había habido
inundaciones periódicas u otros desastres que
repetidamente situaban a la raza humana en el principio de
la civilización.

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Las cuestiones de si el universo tiene un
principio en el tiempo y de si está limitado en el
espacio fueron posteriormente examinadas de forma extensiva
por el filósofo Immanuel Kant en su monumental (y
muy oscura) obra "Crítica de la razón pura",
publicada en el año 1781. Él llamó a
estas cuestiones antinomias (es decir, contradicciones) de
la razón pura, porque le parecía que
había argumentos igualmente convincentes para creer
tanto en la tesis, que el universo tiene un principio, como
en la antítesis, que el universo siempre
había existido. Su argumento en favor de la tesis
era que si el universo no hubiera tenido un principio,
habría habido un período de tiempo infinito
anterior a cualquier acontecimiento, lo que él
consideraba absurdo. El argumento en pro de la
antítesis era que si el universo hubiera tenido un
principio, habría habido un período de tiempo
infinito anterior a él, y de este modo, ¿por
qué habría de empezar el universo en un
tiempo particular cualquiera? De hecho, sus razonamientos
en favor de la tesis y de la antítesis son realmente
el mismo argumento. Esto ya había sido
señalado en primer lugar por Agustín. Cuando
se le preguntó: ¿Qué hacía Dios
antes de que creara el universo?, Agustín no
respondió: ¿sintió entonces el impulso
de preparar la doctrina del infierno para aquéllos
que osaran preguntar sobre tales cuestiones? No lo sabemos,
pero parece que esquivó con destreza el
requerimiento y dijo que el tiempo es una propiedad del
universo creado por Dios, y que el tiempo no existía
con anterioridad al principio del universo.

Cuando la mayor parte de la gente creía en
un universo esencialmente estático e inmóvil,
la pregunta de si éste tenía, o no, un
principio era realmente una cuestión de
carácter metafísico o teológico. Se
podían explicar igualmente bien todas las
observaciones tanto con la teoría de que el universo
siempre había existido, como con la teoría de
que había sido puesto en funcionamiento en un
determinado tiempo finito, de tal forma que pareciera como
si hubiera existido desde siempre. Pero, en 1929, Edwin
Hubble hizo la observación crucial de que, donde
quiera que uno mire, las galaxias distantes se están
alejando de nosotros. O en otras palabras, el universo se
está expandiendo. Esto significa que en
épocas anteriores los objetos deberían de
haber estado más juntos entre sí. De hecho,
parece ser que hubo un tiempo, hace unos diez o veinte mil
millones de años, en que todos los objetos estaban
en el mismo lugar exactamente, y en el que, por lo tanto,
la densidad del universo era infinita. Fue dicho
descubrimiento el que finalmente llevó la
cuestión del principio del universo a los dominios
de la ciencia.

Las observaciones de Hubble sugerían que
hubo un tiempo, llamado el "big bang" (gran
explosión o explosión primordial), en que el
universo era infinitésimamente pequeño e
infinitamente denso. Para poder analizar la naturaleza del
universo, y poder discutir cuestiones tales como si ha
habido un principio o si habrá un final, es
necesario tener claro lo que es una teoría
científica. Consideremos aquí un punto de
vista ingenuo, en el que una teoría es simplemente
un modelo del universo, o de una parte de él, y un
conjunto de reglas que relacionan las magnitudes del modelo
con las observaciones que realizamos. Esto sólo
existe en nuestras mentes, y no tiene ninguna otra realidad
(cualquiera que sea lo que esto pueda significar). Una
teoría es una buena teoría siempre que
satisfaga dos requisitos: debe describir con
precisión un amplio conjunto de observaciones sobre
la base de un modelo que contenga sólo unos pocos
parámetros arbitrarios, y debe ser capaz de predecir
positivamente los resultados de observaciones futuras. Por
ejemplo, la teoría de Aristóteles de
que todo estaba constituido por cuatro
elementos, tierra, aire, fuego y agua, era lo
suficientemente simple como para ser cualificada como tal,
pero fallaba en que no realizaba ninguna predicción
concreta. Por el contrario, la teoría de la gravedad
de Newton estaba basada en un modelo incluso más
simple, en el que los cuerpos se atraían entre
sí con una fuerza proporcional a una cantidad
llamada masa e inversamente proporcional al cuadrado de la
distancia entre ellos, a pesar de lo cual era capaz de
predecir el movimiento del Sol, la Luna y los planetas con
un alto grado de precisión.

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Cualquier teoría física es siempre
provisional, en el sentido de que es sólo una
hipótesis: nunca se puede probar. A pesar de que los
resultados de los experimentos concuerden muchas veces con
la teoría, nunca podremos estar seguros de que la
próxima vez el resultado no vaya a contradecirla.
Sin embargo, se puede rechazar una teoría en cuanto
se encuentre una única observación que
contradiga sus predicciones. Como ha subrayado el
filósofo de la ciencia Karl Popper, una buena
teoría está caracterizada por el hecho de
predecir un gran número de resultados que en
principio pueden ser refutados o invalidados por la
observación. Cada vez que se comprueba que un nuevo
experimento está de acuerdo con las predicciones, la
teoría sobrevive y nuestra confianza en ella
aumenta. Pero si por el contrario se realiza alguna vez una
nueva observación que contradiga la teoría,
tendremos que abandonarla o modificarla. 0 al menos esto es
lo que se supone que debe suceder, aunque uno siempre puede
cuestionar la competencia de la persona que realizó
la observación.

En la práctica, lo que sucede es que se
construye una nueva teoría que en realidad es una
extensión de la teoría original. Por ejemplo,
observaciones tremendamente precisas del planeta Mercurio
revelan una pequeña diferencia entre su movimiento y
las predicciones de la teoría de la gravedad de
Newton. La teoría de la relatividad general de
Einstein predecía un movimiento de Mercurio
ligeramente distinto del de la teoría de Newton. El
hecho de que las predicciones de Einstein se ajustaran a
las observaciones, mientras que las de Newton no lo
hacían, fue una de las confirmaciones cruciales de
la nueva teoría. Sin embargo, seguimos usando la
teoría de Newton para todos los propósitos
prácticos ya que las diferencias entre sus
predicciones y las de la relatividad general son muy
pequeñas en las situaciones que normalmente nos
incumben. Y la teoría de Newton también posee
la gran ventaja de ser mucho más simple y manejable
que la de Einstein.

El objetivo final de la ciencia es el proporcionar
una única teoría que describa correctamente
todo el universo. Sin embargo, el método que la
mayoría de los científicos siguen en realidad
es el de separar el problema en dos partes. Primero,
están las leyes que nos dicen cómo cambia el
universo con el tiempo (si conocemos cómo es el
universo en un instante dado, estas leves físicas
nos dirán cómo será el universo en
cualquier otro posterior). Segundo, está la
cuestión del estado inicial del universo. Algunas
personas creen que la ciencia se debería ocupar
únicamente de la primera parte: consideran el tema
de la situación inicial del universo como objeto de
la metafísica o la religión. Ellos
argumentarían que Dios, al ser omnipotente,
podría haber iniciado el universo de la manera que
más le hubiera gustado. Puede ser que sí,
pero en ese caso Él también podía
haberlo hecho evolucionar de un modo totalmente arbitrario.
En cambio, parece ser que eligió hacerlo evolucionar
de una manera muy regular siguiendo ciertas leyes. Resulta,
así pues, igualmente razonable suponer que
también hay leyes que gobiernan el estado
inicial.

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Es muy difícil construir una única
teoría capaz de describir todo el universo. En vez
de ello, nos vemos forzados, de momento, a
dividir el problema en varias partes, inventando un cierto
número de teorías parciales. Cada una de
estas teorías parciales describe y predice una
cierta clase restringida de observaciones, despreciando los
efectos de otras cantidades, o representando éstas
por simples conjuntos de números. Puede ocurrir que
esta aproximación sea completamente errónea.
Si todo en el universo depende de absolutamente todo el
resto de él de una manera fundamental, podría
resultar imposible acercarse a una solución completa
investigando partes aisladas del problema. Sin embargo,
éste es ciertamente el modo en que hemos progresado
en el pasado. El ejemplo clásico es de nuevo la
teoría de la gravedad de Newton, la cual nos dice
que la fuerza gravitacional entre dos cuerpos depende
únicamente de un número asociado a cada
cuerpo, su masa, siendo por lo demás independiente
del tipo de sustancia que forma el cuerpo. Así, no
se necesita tener una teoría de la estructura y
constitución del Sol y los planetas para poder
determinar sus órbitas.

Los científicos actuales describen el
universo a través de dos teorías parciales
fundamentales: la teoría de la relatividad general y
la mecánica cuántica. Ellas constituyen el
gran logro intelectual de la primera mitad del siglo XX. La
teoría de la relatividad general describe la fuerza
de la gravedad y la estructura a gran escala del universo,
es decir, la estructura a escalas que van desde sólo
unos pocos kilómetros hasta un billón de
billones (un 1 con veinticuatro ceros detrás) de
kilómetros, el tamaño del universo
observable. La mecánica cuántica, por el
contrario, se ocupa de los fenómenos a escalas
extremadamente pequeñas, tales como una
billonésima de centímetro.
Desafortunadamente, sin embargo, se sabe que estas dos
teorías son inconsistentes entre sí: ambas no
pueden ser correctas a la vez. Uno de los mayores esfuerzos
de la física actual es la búsqueda de una
nueva teoría que incorpore a las dos anteriores: una
teoría cuántica de la gravedad. Aún no
se dispone de tal teoría, y para ello todavía
puede quedar un largo camino por recorrer, pero sí
se conocen muchas de las propiedades que debe poseer. Ya se
sabe relativamente bastante acerca de las predicciones que
debe hacer una teoría cuántica de la
gravedad.

Si se admite entonces que el universo no es
arbitrario, sino que está gobernado por ciertas
leyes bien definidas, habrá que combinar al final
las teorías parciales en una teoría unificada
completa que describirá todos los fenómenos
del universo. Existe, no obstante, una paradoja fundamental
en nuestra búsqueda de esta teoría unificada
y completa. Las ideas anteriormente perfiladas sobre las
teorías científicas suponen que somos seres
racionales, libres para observar el universo como nos
plazca y para extraer deducciones lógicas de lo que
veamos. En tal esquema parece razonable suponer que
podríamos continuar progresando indefinidamente,
acercándonos cada vez más a las leyes que
gobiernan el universo. Pero si realmente existiera una
teoría unificada completa, algunos teóricos
suponen que ésta también determinaría
presumiblemente nuestras acciones. Así la
teoría misma determinaría el resultado de
nuestra búsqueda de ella. ¿Y por qué
razón debería determinar que
llegáramos a las verdaderas conclusiones a partir de
la evidencia que nos presenta? ¿Es que no
podría determinar igualmente bien que
extrajéramos conclusiones erróneas? ¿O
incluso que no extrajéramos ninguna
conclusión en absoluto? Dado que las teorías
que ya poseemos son suficientes para realizar predicciones
exactas de todos los fenómenos naturales, excepto de
los más extremos, nuestra búsqueda de la
teoría definitiva del universo parece difícil
de justificar desde un punto de vista práctico (es
interesante señalar, sin embargo, que argumentos
similares podrían haberse usado en contra de la
teoría de la relatividad y de la mecánica
cuántica, las cuales nos han dado la energía
nuclear y la revolución de la
microelectrónica). Así pues, el
descubrimiento de una teoría unificada completa
puede no ayudar por sí misma a la supervivencia de
nuestra especie. Puede incluso no afectar a
nuestro modo de vida. Pero siempre, desde el origen de la
civilización, la gente no se ha contentado con ver
los acontecimientos como desconectados e inexplicables. Ha
buscado incesantemente un conocimiento del orden subyacente
del mundo. Hoy en día, la mayoría de la
humanidad sigue anhelando saber por qué estamos
aquí y de dónde venimos. Desgraciadamente, el
enfoque materialista y escéptico de la vida,
obtenido como resultado de una cascada de infortunios de
índole religioso, político, social,
propagandístico, del uso desacertado del libre
albedrío, etc., ha alejado al hombre de su Creador y
de la guía provista por Éste y de ese modo el
ser humano se encuentra huérfano en medio de la
inmensidad. No obstante, el profundo deseo de conocimiento
de la humanidad es un incentivo más que suficiente
para continuar la búsqueda, y ésta no
cesará ni siquiera cuando poseamos una
descripción completa del universo en el que
vivimos.

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El faro del fin del mundo. "El faro del fin
del mundo" (Le phare du bout du monde) es una novela del
escritor francés Julio Verne (1828-1905), corregida
por su hijo Michel Verne (1861-1925) y publicada en la
"Magasin d" Education et de Récréation"
(Magazín de ilustración y recreo) desde el 15
de Agosto (volumen 22, número 256) hasta el 15 de
Diciembre (volumen 22, número 264) de 1905, y en un
volumen completo el 29 de julio de ese mismo año, el
de la muerte de Verne. Fue escrita hacia 1901, puesto que
el escritor llevaba varias obras de adelanto sobre el orden
de entrega de sus publicaciones. Es considerada una de las
mejores novelas de esa etapa literaria de Verne. Muchos
años después, en 1999, la editorial
Stanké (de Montreal) publicaría por primera
vez la versión original de Jules Verne, sin los
cambios realizados por su hijo.

El argumento de la novela transcurre en la isla de
los Estados, un enclave deshabitado de la Patagonia
argentina, donde se confunden los océanos
Atlántico y Pacífico, y en donde opera una
banda de piratas dirigidos por el terrible Kongre. Estos
desaforados se dedican a atacar embarcaciones que encallan
en la zona. De ahí la importancia de un faro que
evite presumibles catástrofes naturales en esa zona
marítima de difícil tránsito, una zona
alejada de la civilización (situada en el "fin del
mundo", en sentido metafórico).

El modo de vida de esos piratas se ve seriamente
amenazado cuando el gobierno argentino construye y pone en
funcionamiento un faro (el actualmente llamado Faro del Fin
del Mundo, o Faro de San Juan de Salvamento, que se
encuentra al noreste de la Isla de los Estados, Provincia
de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del
Atlántico Sur, en Patagonia, al sur de Argentina)
que dejan al cuidado de tres fareros. Los piratas dan
muerte a dos de ellos, y dejan con vida únicamente
al jefe, Vázquez, que ha logrado ocultarse. El
valeroso Vázquez tratará entonces de
sobrevivir en ese lejano paraje, y al mismo tiempo
buscará la manera de terminar con las
fechorías de los malhechores. Posteriormente, un
náufrago estadounidense de origen escocés,
John Davis, será el compañero de
Vázquez en su lucha contra los piratas.

"El faro del fin del mundo" es considerada una de
las mejores publicaciones de Verne en sus últimos
años, y su personaje Kongre es para muchos el
más vil de sus villanos; aunque, como de costumbre,
Verne se adentra poco en la psiquis de sus personajes. Sin
embargo, el argentino Vázquez es un personaje muy
bien construido; su temple, su valentía y su coraje
contrastan con el sombrío carácter del
pirata.

La novela es de tono oscuro, en la que los
pillajes y la crueldad de los malhechores reflejan el
sentir, el pesimismo y la desilusión
que tenía Julio Verne en sus últimos
años, siendo quizá una de las principales
novelas en las que es evidente que Verne era más que
un escritor sólo para niños y jóvenes.
Algunos estudiosos de Verne insisten en que pocas historias
de este escritor recurren a actos tan fuertes de pillaje y
de violencia.

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Algunos comentaristas parecen insinuar que Verne
perdió gran parte de su optimismo inicial en los
progresos de la ciencia y la tecnología humanas
debido a las vicisitudes negativas que sufrió en la
segunda parte de su vida, y es posible que dichas vivencias
verdaderamente afectaran su modo de percibir el devenir de
la humanidad en los últimos años de su
existencia. Sin embargo, hay que tener presente que la
experiencia acumulada a lo largo de toda una vida puede
suponer una ventaja considerable a la hora de echar mano de
un filtro perceptivo que ha sido obligado a no pasar por
alto detalles y sutilezas que permiten vislumbrar problemas
en ciernes, y más si se tiene en cuenta que los
impactos sobre una mente sensible, producidos por dolencias
y frustraciones, tienen el efecto colateral de configurar
dicho filtro de tal manera que sea capaz de captar datos
que de otra forma serían pasados por
alto.

Por lo tanto, si durante su juventud Verne se
encandiló demasiado con su preclara visión de
lo que el futuro tecnológico podría aportar
en beneficio de la humanidad, al grado de no ser capaz de
visualizar las nefastas consecuencias del uso
egoísta de dicha tecnología, en su vejez, en
cambio, tras una relativamente dilatada cantidad de
años comprobando que la vida (tanto individual como
colectiva) está muy lejos de ser de color rosa,
comenzó a vislumbrar las posibles resultantes del
manejo moralmente torpe e ineficaz del adelanto
científico. Y tenemos que decir, en su honor, que
sus sombrías expectativas han sido superadas por la
realidad histórica de nuestros días
actuales.

La novela "El faro del fin del mundo" puede ser
tomada, si queremos, como ilustración de un drama a
nivel planetario y extraplanetario que nos envuelve a
todos. El faro señala a la necesidad de guía
luminosa que tenían los navegantes de la
época, para evitar naufragios. Pues bien, los seres
humanos y sus sociedades son como navíos que surcan
las aguas peligrosas de una realidad que muchas veces
golpea duramente y compromete incluso la supervivencia del
grupo. La necesidad de una guía sobrehumana (o de un
faro de luz) se hace evidente sobretodo en momentos de
intensa amenaza o asechanza apocalíptica (tal como
sucede actualmente).

¿Se pudiera hallar una tal guía que,
además, fuera fiable? "Tu palabra es una
lámpara para mi pie, y una luz para mi vereda "
(Salmo 119: 105). Esta frase es una declaración
sagrada contenida en el libro de los Salmos. Respecto a la
misma, la revista "La atalaya" del 1-52007, publicada en
inglés, español y otros idiomas por la
Sociedad Watchtower Bible And Tract, páginas
14-

18, bajo el artículo "Dejemos que la
Palabra de Dios guíe nuestros pasos", expone, en
parte:

«¿Recuerda alguna ocasión en
que tuvo que preguntar a alguien cómo llegar a un
sitio? Puede que se encontrara cerca, pero no estuviera
seguro del lugar exacto. O quizá se hallara
totalmente perdido y necesitara cambiar por completo de
dirección. ¿Verdad que lo más prudente
fue seguir las indicaciones de esa persona? Claro que
sí, pues conocía la zona y podía
ayudarle a llegar a su destino.

El hombre lleva miles de años trazando su
propio rumbo en la vida sin la ayuda divina. Pero sin ella,
los seres humanos imperfectos están totalmente
perdidos: son incapaces de encontrar el camino de la paz y
la felicidad verdaderas. ¿Por qué? Hace
más de dos mil quinientos años, el profeta
Jeremías declaró: "No pertenece al hombre que
está andando siquiera dirigir su paso"
(Jeremías 10: 23). Todo el que trata de dirigir sus
propios pasos sin aceptar la ayuda de alguien cualificado
se ve condenado al fracaso. Está claro, pues, que la
humanidad necesita guía.

Jehová Dios es la persona más
cualificada del universo para darnos la guía que
necesitamos. ¿Por qué razón? Porque
él nos conoce mejor que nadie. No sólo sabe
muy bien cómo se extraviaron los seres humanos, sino
también lo que necesitan para volver al buen camino.
Además, Jehová es nuestro Creador, así
que siempre sabe qué es lo que más nos
beneficia. Por lo tanto, podemos tener plena confianza en
la promesa divina que leemos en Salmo 32: 8: "Te
haré tener perspicacia, y te instruiré en el
camino en que debes ir. Ciertamente daré consejo con
mi ojo sobre ti". No cabe ninguna duda: la guía de
Jehová es la mejor. Ahora bien, ¿cómo
nos guía él? Un salmista expresó lo
siguiente en una oración a Jehová: "Tu
palabra es una lámpara para mi pie, y una luz para
mi vereda" (Salmo 119: 105). Las declaraciones y
recordatorios de Dios se encuentran en la Biblia y nos
ayudan a superar los obstáculos que puedan alzarse
en nuestro camino. Cuando leemos la Biblia y nos dejamos
guiar por ella, se cumplen en nosotros las palabras de
Isaías 30: 21: "Tus propios oídos
oirán una palabra detrás de ti que diga:
"Éste es el camino. Andad en él"".

Pero observemos que Salmo 119: 105 señala
que la Palabra de Dios cumple dos funciones relacionadas.
En primer lugar, es una lámpara para nuestro pie. Si
al enfrentarnos a los problemas del día a día
dejamos que los principios bíblicos guíen
nuestros pasos, tomaremos decisiones prudentes y evitaremos
las trampas y los peligros de este mundo. En segundo lugar,
los recordatorios de Dios alumbran nuestra vereda; nos
ayudan a elegir opciones que estén en armonía
con nuestra esperanza de vivir para siempre en el
Paraíso que Dios ha prometido. Estando bien
iluminada la vereda que se extiende ante nosotros, podemos
discernir si las consecuencias de cierto proceder
serán buenas o malas.

Todos los días tomamos decisiones. Algunas
son de poca importancia, al menos a simple vista, pero a
veces nos enfrentamos a situaciones que ponen a prueba
nuestra pureza moral, honradez y neutralidad. A fin de
superarlas con éxito, debemos tener las "facultades
perceptivas entrenadas para distinguir tanto lo correcto
como lo incorrecto" (Hebreos 5: 14). Al adquirir
conocimiento exacto de la Palabra de Dios y aumentar
nuestro entendimiento de sus principios, educamos nuestra
conciencia para tomar decisiones [sabias].

Los dichos de Jehová nos guían de
dos maneras relacionadas entre sí. Primero, son una
lámpara para nuestro pie, pues nos ayudan a avanzar
en la dirección correcta y nos dirigen a la hora de
tomar decisiones. Segundo, alumbran la senda que se
extiende ante nosotros, de modo que podamos verla con
claridad. La pregunta es: ¿nos dejaremos guiar por
[ellos]? A fin de comprender sus instrucciones,
resuélvase a leer la Biblia todos los días.
Medite en lo que lea, procure percibir cuál es la
[guía] de Jehová en cada asunto y piense en
distintos modos en que pudiera aplicar los principios
bíblicos. Luego, use su "facultad de raciocinio" al
tomar decisiones. Si permitimos que los principios de la
Palabra de Dios nos iluminen y nos guíen, tomaremos
decisiones acertadas. Podemos estar seguros de que la
Palabra escrita de Jehová "hace sabio al
inexperto"».

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Desde el punto de vista de la ciencia materialista
actual, no parece que la "palabra de Dios" tenga utilidad
alguna en su avance. Sin embargo, existen evidencias que
desmienten ese punto de vista. Por ejemplo, muchos
científicos se imaginan que cuando investigan el
universo que nos alberga están adquiriendo una
visión de la realidad total; sin embargo, la Biblia
nos muestra que nuestro universo material no es más
que un subconjunto de un cosmos mucho más global y
extenso de lo que pudiéramos sospechar; y eso mismo
ocurre con el concepto de tiempo. Según la sagrada
escritura, el tiempo no ha tenido comienzo, tal como el
Todopoderoso (el Rey de la eternidad) no ha
tenido principio.

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El dogma del "absoluto". Nuestras nociones
actuales acerca del movimiento de los cuerpos se remontan a
Galileo y Newton. Antes de ellos, se creía en las
ideas de Aristóteles, quien decía que el
estado natural de un cuerpo era el reposo y que éste
sólo se movía si era empujado por una fuerza
o un impulso. De ello se deducía que un cuerpo
pesado debía caer más rápido que uno
ligero, porque sufría una atracción mayor
hacia la tierra.

La tradición aristotélica
también mantenía que se podrían
deducir todas las leyes que gobiernan el universo por medio
del pensamiento puro: no era necesario comprobarlas por
medio de la observación. Así, nadie antes de
Galileo se preocupó de ver si los cuerpos con pesos
diferentes caían con velocidades diferentes. Se dice
que Galileo demostró que las anteriores ideas de
Aristóteles eran falsas dejando caer diferentes
pesos desde la torre inclinada de Pisa. Es casi seguro que
esta historia no es cierta, aunque lo que sí hizo
Galileo fue algo equivalente: dejó caer bolas de
distintos pesos a lo largo de un plano inclinado. La
situación es muy similar a la de los cuerpos pesados
que caen verticalmente, pero es más fácil de
observar porque las velocidades son menores. Las mediciones
de Galileo indicaron que cada cuerpo aumentaba su velocidad
al mismo ritmo, independientemente de su peso. Por ejemplo,
si se suelta una bola en una pendiente que desciende un
metro por cada diez metros de recorrido, la bola
caerá por la pendiente con una velocidad de un metro
por segundo después de un segundo, de dos metros por
segundo después de dos segundos, y así
sucesivamente, sin importar lo pesada que sea la bola. Por
supuesto que una bola de plomo caerá más
rápida que una pluma, pero ello se debe
únicamente a que la pluma es frenada por la
resistencia del aire. Si uno soltara dos cuerpos que no
presentasen demasiada resistencia al aire, tales como dos
pesos diferentes de plomo, caerían con la misma
rapidez.

Las mediciones de Galileo sirvieron de base a
Newton para la obtención de sus leyes del
movimiento.

En los experimentos de Galileo, cuando un cuerpo
caía rodando, siempre actuaba sobre él la
misma fuerza (su peso) y el efecto que se producía
consistía en acelerarlo de forma constante. Esto
demostraba que el efecto real de una fuerza era el de
cambiar la velocidad del cuerpo, en vez de simplemente
ponerlo en movimiento, como se pensaba anteriormente. Ello
también significaba que siempre que sobre un cuerpo
no actuara ninguna fuerza, éste se mantendría
moviéndose en una línea recta con la misma
velocidad. Esta idea fue formulada explícitamente
por primera vez en los "Principia Mathematica" de Newton,
publicados en 1687, y se conoce como "primera ley de
Newton". Lo que le sucede a un cuerpo cuando sobre
él actúa una fuerza está recogido en
la "segunda ley de Newton". Ésta afirma que el
cuerpo se acelerará, o cambiará su velocidad,
a un ritmo proporcional a la fuerza. Por ejemplo, la
aceleración se duplicará cuando la fuerza
aplicada sea doble. Al mismo tiempo, la aceleración
disminuirá cuando aumente la masa (o la cantidad de
materia) del cuerpo. La misma fuerza actuando sobre un
cuerpo de doble masa que otro, producirá la mitad de
aceleración en el primero que en el segundo. Un
ejemplo familiar lo tenemos en un coche: cuanto más
potente sea su motor mayor aceleración
poseerá, pero cuanto más pesado sea el coche
menor aceleración tendrá con el mismo
motor.

Además de las leyes del movimiento, Newton
descubrió una ley que describía la fuerza de
la gravedad, una ley que nos dice que todo cuerpo atrae a
todos los demás cuerpos con una fuerza proporcional
a la masa de cada uno de ellos. Así, la fuerza entre
dos cuerpos se duplicará si uno de ellos (digamos,
el cuerpo A) dobla su masa. Esto es lo que
razonablemente se podría esperar, ya que uno puede
suponer al nuevo cuerpo A formado por dos cuerpos, cada uno
de ellos con la masa original. Cada uno de estos cuerpos
atraerá al cuerpo B con la fuerza original. Por lo
tanto, la fuerza total entre A y B será justo el
doble que la fuerza original. Y si, por ejemplo, uno de los
cuerpos tuviera una masa doble de la original y el otro
cuerpo una masa tres veces mayor que al principio, la
fuerza entre ellos sería seis veces más
intensa que la original. Se puede ver ahora por qué
todos los cuerpos caen con la misma rapidez: un cuerpo que
tenga doble peso sufrirá una fuerza gravitatoria
doble, pero al mismo tiempo tendrá una masa doble.
De acuerdo con la segunda ley de Newton, estos dos efectos
se cancelarán exactamente y la aceleración
será la misma en ambos casos.

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La ley de la gravedad de Newton nos dice
también que cuanto más separados estén
los cuerpos menor será la fuerza gravitatoria entre
ellos. La ley de la gravedad de Newton establece que la
atracción gravitatoria producida por una estrella a
una cierta distancia es exactamente la cuarta parte de la
que produciría una estrella similar a la mitad de
distancia. Esta ley predice con gran precisión las
órbitas de la Tierra, la Luna y los planetas. Si la
ley fuera que la atracción gravitatoria de una
estrella decayera más rápidamente con la
distancia, las órbitas de los planetas no
serían elípticas, sino que éstos
irían cayendo en espiral hacia el Sol. Si, por el
contrario, la atracción gravitatoria decayera
más lentamente, las fuerzas gravitatorias debidas a
las estrellas lejanas dominarían frente a la
atracción de la Tierra.

La diferencia fundamental entre las ideas de
Aristóteles y las de Galileo y Newton estriba en que
Aristóteles creía en un estado preferente de
reposo, en el que todas las cosas subyacerían, a
menos que fueran empujadas por una fuerza o impulso. En
particular, él creyó que la Tierra estaba en
reposo. Por el contrario, de las leyes de Newton se
desprende que no existe un único estándar de
reposo. Se puede suponer igualmente o que el cuerpo A
está en reposo y el cuerpo B se mueve a velocidad
constante con respecto de A, o que el B está en
reposo y es el cuerpo A el que se mueve. Por ejemplo, si
uno se olvida de momento de la rotación de la Tierra
y de su órbita alrededor del Sol, se puede decir que
la Tierra está en reposo y que un tren sobre ella
está viajando hacia el norte a ciento cuarenta
kilómetros por hora, o se puede decir igualmente que
el tren está en reposo y que la Tierra se mueve
hacia el sur a ciento cuarenta kilómetros por hora.
Si se realizaran experimentos en el tren con objetos que se
movieran, comprobaríamos que todas las leyes de
Newton seguirían siendo válidas. Por ejemplo,
al jugar al ping-pong en el tren, uno encontraría
que la pelota obedece las leyes de Newton exactamente igual
a como lo haría en una mesa situada junto a la
vía. Por lo tanto, no hay forma de distinguir si es
el tren o es la Tierra lo que se mueve.

La falta de un estándar absoluto de reposo
significaba que no se podía determinar si dos
acontecimientos que ocurrieran en tiempos diferentes
habían tenido lugar en la misma posición
espacial. Por ejemplo, supongamos que en el tren nuestra
bola de ping-pong está botando, moviéndose
verticalmente hacia arriba y hacia abajo y golpeando la
mesa dos veces en el mismo lugar con un intervalo de un
segundo. Para un observador situado junto a la vía,
los dos botes parecerán tener lugar con una
separación de unos cuarenta metros, ya que el tren
habrá recorrido esa distancia entre los dos botes.
Así pues la no existencia de un reposo absoluto
significa que no se puede asociar una posición
absoluta en el espacio con un suceso, como
Aristóteles había creído. Las
posiciones de los sucesos y la distancia entre ellos
serán diferentes para una persona en el
tren y para otra que esté al lado de la
vía, y no existe razón para preferir el punto
de vista de una de las personas frente al de la
otra.

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Newton estuvo muy preocupado por esta falta de una
posición absoluta, o espacio absoluto, como se le
llamaba, porque no concordaba con su idea de un Dios
absoluto. De hecho, rehusó aceptar la no existencia
de un espacio absoluto, a pesar incluso de que estaba
implicada por sus propias leyes. Fue duramente criticado
por mucha gente debido a este pensamiento irracional,
destacando sobre todo la crítica del obispo
Berkeley, un filósofo que creía que todos los
objetos materiales, junto con el espacio y el tiempo, eran
una ilusión. Cuando el famoso Dr. Johnson se
enteró de la opinión de Berkeley
gritó: "¡Lo rebato así!", y
golpeó con la punta del pie una gran
piedra.

Tanto Aristóteles como Newton creían
en el tiempo absoluto. Es decir, ambos pensaban que se
podía afirmar inequívocamente la posibilidad
de medir el intervalo de tiempo entre dos sucesos sin
ambigüedad, y que dicho intervalo sería el
mismo para todos los que lo midieran, con tal que usaran un
buen reloj. El tiempo estaba totalmente separado y era
independiente del espacio. Esto es, de hecho, lo que la
mayoría de la gente consideraría como de
sentido común. Sin embargo, hemos tenido que cambiar
nuestras ideas acerca del espacio y del tiempo. Aunque
nuestras nociones de lo que parece ser el sentido
común funcionan bien cuando se usan en el estudio
del movimiento de las cosas, tales como manzanas o
planetas, que viajan relativamente lentas, no funcionan, en
absoluto, cuando se aplican a cosas que se mueven con o
cerca de la velocidad de la luz.

La velocidad de la luz. El hecho de que la
luz viaja a una velocidad finita, aunque muy elevada, fue
descubierto en 1676 por el astrónomo danés
Ole Christensen Roemer. Él observó que los
tiempos en los que las lunas de Júpiter
parecían pasar por detrás de éste no
estaban regularmente espaciados, como sería de
esperar si las lunas giraran alrededor de Júpiter
con un ritmo constante. Dado que la Tierra y Júpiter
giran alrededor del Sol, la distancia entre ambos
varía. Roemer notó que los eclipses de las
lunas de Júpiter parecen ocurrir tanto más
tarde cuanto más distantes de Júpiter
estamos. Argumentó que se debía a que la luz
proveniente de las lunas tardaba más en llegar a
nosotros cuanto más lejos estábamos de ellas.
Sus medidas sobre las variaciones de las distancias de la
Tierra a Júpiter no eran, sin embargo, demasiado
buenas, y así estimó un valor para la
velocidad de la luz de 225.000 kilómetros por
segundo, comparado con el valor moderno de 300.000
kilómetros por segundo. No obstante, no sólo
el logro de Roemer de probar que la luz viaja a una
velocidad finita, sino también de medir esa
velocidad, fue notable, sobre todo teniendo en cuenta que
esto ocurría once años antes de que Newton
publicara los "Principia Mathematica".

Una verdadera teoría de la
propagación de la luz no surgió hasta 1865,
en que el físico británico James Clerk
Maxwell consiguió unificar con éxito las
teorías parciales que hasta entonces se
habían usado para definir las fuerzas de la
electricidad y el magnetismo. Las ecuaciones de Maxwell
predecían que podían existir perturbaciones
de carácter ondulatorio del campo
electromagnético combinado, y que éstas
viajarían a velocidad constante, como las olas de
una balsa. Si tales ondas poseen una longitud de onda (la
distancia entre una cresta de onda y la siguiente) de un
metro o más, constituyen lo que hoy en día
llamamos ondas de radio. Aquéllas con longitudes de
onda menores se llaman microondas (unos pocos
centímetros) o infrarrojas (más de una
diezmilésima de centímetro). La luz visible
tiene sólo una longitud de onda de entre cuarenta y
ochenta millonésimas de centímetro. Las ondas
con todavía menores longitudes se conocen como
radiación ultravioleta, rayos X y rayos
gamma.

La teoría de Maxwell predecía que
tanto las ondas de radio como las luminosas deberían
viajar a una velocidad fija determinada. La teoría
de Newton se había desprendido, sin embargo, de un
sistema de referencia absoluto, de tal forma que si se
suponía que la luz viajaba a una cierta velocidad
fija, había que especificar con respecto a
qué sistema de referencia se medía dicha
velocidad. Para que esto tuviera sentido, se
sugirió la existencia de una sustancia llamada
"éter" que estaba presente en todas partes, incluso
en el espacio "vacío". Las ondas de luz
debían viajar a través del éter al
igual que las ondas de sonido lo hacen a través del
aire, y sus velocidades deberían ser, por lo tanto,
relativas al éter. Diferentes observadores, que se
movieran con relación al éter, verían
acercarse la luz con velocidades distintas, pero la
velocidad de la luz con respecto al éter
permanecería fija. En particular, dado que la Tierra
se movía a través del éter en su
órbita alrededor del Sol, la velocidad de la luz
medida en la dirección del movimiento de la Tierra a
través del éter (cuando nos
estuviéramos moviendo hacia la fuente luminosa)
debería ser mayor que la velocidad de la luz en la
dirección perpendicular a ese movimiento (cuando no
nos estuviéramos moviendo hacia la fuente). En 1887,
Albert Michelson (quien más tarde fue el primer
norteamericano que recibió el premio Nobel de
física) y Edward Morley llevaron a cabo un muy
esmerado experimento en la Case School of Applied Science,
de Cleveland. Ellos compararon la velocidad de la luz en la
dirección del movimiento de la Tierra, con la
velocidad de la luz en la dirección perpendicular a
dicho movimiento. Para su sorpresa encontraron que ambas
velocidades eran exactamente iguales.

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Entre 1887 y 1905, hubo diversos intentos, los
más importantes debidos al físico
holandés Hendrik Lorentz, de explicar el resultado
del experimento de Michelson y Morley en términos de
contracción de los objetos o de retardo de los
relojes cuando éstos se mueven a través del
éter. Sin embargo, en 1905, en un famoso
artículo Albert Einstein, hasta entonces un
desconocido empleado de la oficina de patentes de Suiza,
señaló que la idea del éter era
totalmente innecesaria, con tal que se estuviera dispuesto
a abandonar la idea de un tiempo absoluto. Una
proposición similar fue realizada unas semanas
después por un destacado matemático
francés, Henri Poincaré. Los argumentos de
Einstein tenían un carácter más
físico que los de Poincaré, que había
estudiado el problema desde un punto de vista puramente
matemático. A Einstein se le reconoce como el
creador de la nueva teoría, mientras que a
Poincaré se le recuerda por haber dado su nombre a
una parte importante de la teoría.

El postulado fundamental de la teoría de la
relatividad, nombre de esta nueva teoría, era que
las leyes de la ciencia deberían ser las mismas para
todos los observadores en movimiento libre,
independientemente de cuál fuera su velocidad. Esto
ya era cierto para las leyes de Newton, pero ahora se
extendía la idea para incluir también la
teoría de Maxwell y la velocidad de la luz: todos
los observadores deberían medir la misma velocidad
de la luz sin importar la rapidez con la que se estuvieran
moviendo. Esta idea tan simple tiene algunas consecuencias
extraordinarias. Quizás las más conocidas
sean la equivalencia entre masa y energía, resumida
en la famosa ecuación de Einstein E=mc2 (en donde E
es la energía, m la masa y c la velocidad de la
luz), y la ley de que ningún objeto puede viajar a
una velocidad mayor que la de la luz. Debido a la
equivalencia entre energía y masa, la energía
que un objeto adquiere debido a su movimiento se
añadirá a su masa, incrementándola. En
otras palabras, cuanto mayor sea la velocidad de un objeto
más difícil será aumentar su
velocidad. Este efecto sólo es realmente
significativo para objetos que se muevan a velocidades
cercanas a la de la luz. Por ejemplo, a una velocidad de un
10% de la de la luz la masa de un objeto es sólo un
0,5% mayor de la normal, mientras que a un 90% de la
velocidad de la luz la masa sería de más del
doble de la normal. Cuando la velocidad de un objeto se
aproxima a la velocidad de la luz, su masa aumenta cada vez
más rápidamente, de forma que cuesta cada vez
más y más energía acelerar el objeto
un poco más. De hecho no puede alcanzar nunca la
velocidad de la luz, porque entonces su masa habría
llegado a ser infinita, y por la equivalencia entre masa y
energía, habría costado una cantidad infinita
de energía el poner al objeto en ese estado. Por
esta razón, cualquier objeto normal está
confinado por la relatividad a moverse siempre a
velocidades menores que la de la luz. Sólo la luz, u
otras ondas que no posean masa intrínseca, puede
moverse a la velocidad de la luz.

Relatividad.

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La teoría de la relatividad ha
revolucionado nuestras ideas acerca del espacio y del
tiempo. En la teoría de Newton, si un pulso de luz
es enviado de un lugar a otro, observadores diferentes
estarían de acuerdo en el tiempo que duró el
viaje (ya que el tiempo es un concepto absoluto), pero no
siempre estarían de acuerdo en la distancia
recorrida por la luz (ya que el espacio no es un concepto
absoluto). Dado que la velocidad de la luz es simplemente
la distancia recorrida dividida por el tiempo empleado,
observadores diferentes medirán velocidades de la
luz diferentes (ver Nota-1, página 35). En
relatividad, por el contrario, todos los observadores deben
estar de acuerdo en lo rápido que viaja la luz.
Ellos continuarán, no obstante, sin estar de acuerdo
en la distancia recorrida por la luz, por lo que
también deberán discrepar en el tiempo
empleado. El tiempo empleado es, pues, igual al espacio
recorrido, sobre el que los observadores no están de
acuerdo, dividido por la velocidad de la luz, sobre la que
los observadores sí están de acuerdo. En
otras palabras, la teoría de la relatividad
acabó con la idea de tiempo absoluto (ver Nota-2,
página 36). Cada observador debe tener su propia
medida del tiempo, que es la que registraría un
reloj que se mueve junto a él, y relojes
idénticos moviéndose con observadores
diferentes no tendrían por qué
coincidir.

Cada observador podría usar un radar para
así saber dónde y cuándo
ocurrió cualquier suceso, mediante el envío
de un pulso de luz o de ondas de radio. Parte del pulso se
reflejará de vuelta en el suceso y el observador
medirá el tiempo que transcurre hasta recibir el
eco. Se dice que el tiempo del suceso es el tiempo medio
entre el instante de emisión del pulso y el de
recibimiento del eco. La distancia del suceso es igual a la
mitad del tiempo transcurrido en el viaje completo de
¡da y vuelta, multiplicado por la velocidad de la
luz. Un "suceso", en este sentido, es algo que tiene lugar
en un punto específico del espacio y en un
determinado instante de tiempo. Esta idea se muestra en la
figura de esta página, que representa un ejemplo de
un diagrama espacio-tiempo. Usando el procedimiento
anterior, observadores en movimiento relativo entre
sí asignarán tiempos y posiciones diferentes
a un mismo suceso. Ninguna medida de cualquier observador
particular es más correcta que la de cualquier otro
observador, sino que todas son equivalentes y además
están relacionadas entre sí. Cualquier
observador puede calcular de forma precisa la
posición y el tiempo que cualquier otro observador
asignará a un determinado proceso, con tal de que
sepa la velocidad relativa del otro observador (ver Nota-3,
página 37).

Hoy en día, se usa este método para
medir distancias con precisión, debido a que podemos
medir con más exactitud tiempos que distancias. De
hecho, el metro se define como la distancia recorrida por
la luz en

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