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El soldado y el general (cuento)




Enviado por Andrés Casanova




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    El soldado y el general

    Sobre este cuento:

    Más que una trama sobre la vida
    militar, en este cuento lo que se dilucida es el asunto de la
    paternidad responsable, entendida ésta no como el simple
    acto de engendrar biológicamente o de manera artificial
    (vale decir, adoptando a un recién nacido), sino sobre
    todo como la obligación de inculcarle al niño
    valores humanos capaces de servirle para enfrentar su futuro.
    Ligado a este asunto, en el presente cuento se halla
    también el de la verdadera amistad.

    No siempre fui general, también fui soldado y
    aprendí durante la guerra que ser militar es un oficio
    como otro cualquiera, con sus reglas y trucos, y que no todos han
    nacido para vencer la prueba de convertirse en un profesional de
    esta especialidad.

    El mayor impacto sufrido por mí fue cuando
    recién incorporado al entonces llamado Ejército
    Rebelde capturamos entre otro soldado y yo a dos de los llamados
    chivatos. Aunque al principio juraban por sus madres ser
    vendedores de medicamentos a domicilio y mostraron abundantes
    frascos que llevaban en sus enormes maletas, las facturas de una
    droguería de Santiago de Cuba y la lista de encargos que
    según ellos le había hecho el dueño de un
    aserrío cercano a nuestro campamento, al día
    siguiente un oficial descubrió en un escondite de sus
    pantalones salvoconductos del oficial batistiano Ángel
    Sánchez Mosquera. Entonces acabaron rindiéndose
    ante las evidencias y confesaron que era cierto, habían
    sido enviados para que averiguaran el lugar exacto
    donde nos encontrábamos.

    Fue realmente triste para mí
    observar a aquellos dos hombres altos cual dos
    montañas, arrodillados mientras imploraban ser perdonados
    y asegurando que jamás volverían por aquellos
    lugares. Más impactante fue cuando sonaron los disparos y
    luego me llamó el capitán que nos dirigía y
    me dijo Requejos, como tú conoces todos los trillos y
    veredas de por aquí vas a ser nuestro guía, porque
    naciste en estas maniguas y eres el único que nos puedes
    llevar hasta el cuartel donde dijeron ellos que se encuentra
    Sánchez Mosquera.

    Cuando salimos, le pregunto algo al capitán para
    irme preparando, porque entonces ya había aprendido que un
    soldado en cualquier momento puede perder la vida, y él se
    queda mirándome fijamente y chasquea la lengua. Un soldado
    no hace preguntas, obedece, me dijo y volvió la espalda;
    esa fue la segunda lección de mi vida en la guerra, porque
    lo primero fue cuando entendí que aquello no era
    ningún juego, que las balas matan a cualquiera.

    Una guerra no es como una partida de dominó, me
    dije cuando me convertí en un verdadero soldado y me lo
    repetía cada día desde que tuve bajo mi mando una
    pequeña unidad de combate de diez hombres; aunque no
    sabía leer ni escribir le dictaba mis órdenes a un
    ayudante para que luego no hubiese dudas; los que no han
    aprendido a ser soldados desobedecen como los chivos y
    después culpan de los errores al jefe. Como aquella
    ocasión cuando el capitán me ordenó explorar
    con mi grupo un camino por donde pretendíamos trasladarnos
    en horas nocturnas; la indicación era recorrer unos diez
    kilómetros sin detenernos y apenas habíamos
    avanzado el primer kilómetro, un soldado al que llamaban
    Bombazo me aseguró que si no hacíamos un alto para
    almorzar le daba hipoglucemia porque era diabético, y yo
    que nada sabía de medicina ni de órdenes superiores
    complací a mi subordinado. Cuando estábamos
    almorzando nos sorprendió una compañía
    enemiga que andaba en exploración rutinaria por aquel
    sitio y tuvimos que salir corriendo; pasado el susto, supe que el
    tal Bombazo no padecía ni de dolores en las
    uñas, y esa fue mi tercera lección. En la guerra no
    puedes confiar en todo lo que te digan.

    Llegar a general me costó unas
    cuantas historias, heridas y sinsabores. Pasar de
    analfabeto a estudiante fue el mayor de los sinsabores, hasta que
    aprendí que uno tiene que imponérsele a la vida.
    También estuve en otras guerras aunque prefiero la paz
    porque en medio de ella es más simple entender a los
    hombres, excepto los que nadie logra entender jamás, ni en
    la guerra ni en la paz.

    Uno de los que nunca pude entender fue a
    Pedrito Cepeda, el hijo del mejor amigo que me
    dejó la primera guerra en la que
    participé.

    Ya por entonces estábamos en la paz
    y aunque no me crean o lo duden, jamás me
    aproveché de mis grados de general para favorecerme. Fui
    muy cuidadoso también a la hora de resolver los problemas
    ajenos porque todo encima de esta tierra llega a saberse
    algún día, como me repetía a cada rato el
    primer jefe que tuve en la Sierra Maestra, hombre íntegro
    de veras y sin fingimientos, el que también

    acostumbraba decir que la conciencia intranquila es el
    peor enemigo de un ser humano.

    Cepeda, coronel como yo por los años
    setenta, jamás había logrado tener
    descendencia a pesar de tres matrimonios, los múltiples
    tratamientos a que se sometía y hasta ciertas
    prácticas que llegó a realizar y que yo le
    recriminaba con un simple: "Parece mentira que creas que de esa
    manera puedas engendrar un hijo, acuérdate que la
    religión es el opio de los pueblos", pero como amigo
    verdadero le perdonaba tales debilidades.

    Porque, muy ciertamente, siempre fui amigo
    de Cepeda aunque él no siempre lo era
    mío. Nos visitábamos con frecuencia, nuestras
    respectivas esposas (él, ya les dejo dicho, tuvo muchas y
    yo también algunas) terminaban congeniando mientras
    nosotros recordábamos el pasado, cualquier pasado respecto
    al presente en que estuviésemos, señal de que nos
    íbamos poniendo viejos porque intentábamos vivir de
    las glorias antiguas. Sin embargo, al final de nuestras
    conversaciones él volvía a su tema eterno: tener un
    hijo.

    Hasta que apareció lo de adoptar a
    huérfanos a los que abandonaban sus padres al nacer.
    Él, ya convencido de que contra la esterilidad no
    hallaría remedio alguno, me consultó el
    asunto.

    "Esa decisión no resulta simple", le dije.
    Primero debía comprobar que no existieran otros familiares
    que pudiesen importunarlo más tarde, y también
    valorar la edad del niño. Después le solté
    una parrafada que bien pudo haber sido la siguiente: "Debes
    considerar desde luego que su biotipo no se separe mucho del tuyo
    y de tu mujer, pues si por ejemplo ustedes que son mulatos
    escogen un muchacho rubio, cuando empiece a crecer se dará
    cuenta de las diferencias y llegará a saber que no es hijo
    de ustedes, y te aseguro que saber que los padres de uno no lo
    son en realidad trae los mismos resultados traumáticos que
    separar a una perra de sus cachorros".

    Cepeda tiene la cabeza más dura que un garbanzo
    de mala cosecha, y como los procedimientos de adopción
    resultan de por sí demorados, tardaban más en su
    caso porque siguiendo mi consejo había pedido un
    niño con rasgos físicos determinados.
    Sin embargo, al cabo del tiempo modificó la
    petición sin consultarme y en menos de dos meses
    tenían un lactante de ojos azules, piel parecida a la de
    un sueco y que gritaba sin consuelo.

    Yo ví crecer a Pedrito centímetro a
    centímetro. Tanto lo ví crecer que al cumplir seis
    años comprendí que sería un adolescente
    insoportable, de los que patean el piso cuando quieren resolver
    algún capricho y sus padres de momento no les
    complacen.

    A los doce abusaba de su fuerza física humillando
    a los compañeros de escuela, se jactaba en presencia suya
    de desayunar lo que ellos no desayunaban y les preguntaba con
    morbosidad dónde pasaban las vacaciones porque él,
    decía, a veces iba a Varadero pero lo que más le
    gustaba era revolcarse en las finas arenas de Acapulco. A Cepeda
    lo llamaban con frecuencia de la escuela y al principio iba con
    uniforme militar, hasta que lo descubrí y le dije Cepe, no
    te desmoralices ni desmoralices a tu hijo.

    Así fueron llevando Cepeda y la esposa a Pedrito,
    más que como un hijo verdadero como un milagro capaz
    de tranquilizar sus tardes de matrimonio de algunos
    años y a la vez le fueron pudriendo la vida al
    muchacho.

    Cumplió dieciséis. Para esa
    fecha, Cepeda era jefe de una región militar
    y a mí me habían destinado a una división
    productiva del ejército en la misma región por
    considerar el mando superior que con mis dos infartos,
    sólo me quedaba esa opción si no aceptaba pasar a
    retiro pues no podían asignarme una unidad de
    combate.

    Fue por proteger a mi amigo que le
    busqué una solución al asunto de
    Pedrito. Desde su cargo, Cepeda podía aplazar al muchacho
    de cumplir el servicio militar, pero logré convencerlo de
    que si el mando descubría la trampa sería
    sancionado; no obstante, me insistió sonriente porque le
    causaban gracia las maldades de su hijo, que Pedrito era algo
    alocado y no resultaba conveniente poner un arma en sus manos,
    aunque tampoco estaba dispuesto a que se les llenara de llagas
    con un machete o un azadón en una de las unidades que se
    me subordinaban, como yo le estaba proponiendo.

    A los pocos días encontré una
    solución de compromiso: eximirlo con cualquier pretexto de
    pasar el entrenamiento militar previo al cumplimiento del
    servicio, para evitar que anduviese armado alguna vez,
    colocándolo de manera directa en la división
    agrícola que yo dirigía.

    Al principio Cepeda no estuvo de acuerdo y
    si se hubiera tratado de alguien ajeno le
    habría dicho lo tomas o lo dejas, pero ya les
    aclaré desde el principio que soy su amigo de
    veras.

    Al fin logré ponerme de acuerdo con el padre y
    entonces decidí hablar con Pedrito. Lo llamé aparte
    en su propia casa para decirle que el siguiente sábado lo
    llevaría a mi oficina con el propósito de conversar
    el asunto de su servicio militar y él guardó un
    silencio respetuoso. Aunque era ancho de hombros por la
    regularidad de los ejercicios que realizaba en un gimnasio
    cercano a la casa donde vivían, de estatura elevada y
    mirar vanidoso, como si a todos acostumbrara a observarlos desde
    una inmensa altura, a mí me trataba con humildad,
    quizás porque ser el único que llegaba donde su
    padre y le decía Cepe, vamos

    a echar una conversada, dicho con la autoridad que me
    daban los muchos años de conocerlo.

    Luego del largo silencio, el muchacho me
    respondió:

    "Está bien", y quedó acordado así
    de manera indirecta que en algún momento se pondría
    bajo mi mando.

    Lo hice recoger el siguiente sábado
    en horas tempranas, tal como habíamos
    acordado. Mi chofer de entonces era un soldado del servicio
    militar muy disciplinado, cumplidor con exactitud de minutos cada
    orden que le daba. Claro está que la razón de aquel
    celo en obedecer tenía una razón evidente: entre
    todos los soldados era el que mejor vivía, jamás el
    sol lo castigaba ni sus uñas se encharcaban de fango como
    las de sus restantes compañeros en la unidad donde yo
    mandaba.

    Pedrito tocó la puerta de mi oficina
    con una timidez impropia de su carácter,
    excelente señal para mis planes: si lograba imponerle
    respeto pasaría el tiempo del servicio militar bajo mi
    sombra y yo podría proteger a Cepeda de sus sobresaltos,
    pues lo que más temía era que el hijo fuese a
    manifestar con un arma en las manos el afán
    autodestructivo que lo aquejaba, mal que había
    diagnosticado un psicólogo amigo a solicitud del padre
    aunque el equipo que realizó el examen oficial para
    determinar su aptitud hacia la vida militar no coincidió
    con este diagnóstico.

    Apenas entró le indiqué una
    silla de las más cercanas a mi buró;
    su cabeza quedaba casi a la altura de mis hombros tal como yo
    había aprendido con un profesor de la academia militar
    moscovita cuando se debía tratar con subordinados
    rebeldes: el jefe siempre debe colocarse por encima desde un
    punto de vista físico porque eso influye en la psiquis del
    otro. Ya Pedrito era mi subordinado, o al menos fue mi
    intención demostrárselo , la única manera
    que tenía de enseñarle a obedecer. Porque yo le
    insistí a Cepeda: no aceptes el diagnóstico del
    psicólogo amigo tuyo, muchos comentarán que lo
    compraste con tu autoridad.

    El muchacho mantenía las manos con los dedos
    entrelazados mientras hacía girar pulgar sobre pulgar. Con
    toda evidencia se encontraba inquieto.

    Moví la cabeza hacia ambos lados y le
    sonreí indulgente. Él se animó a
    sonreírme también y solo entonces me comentó
    que estaba apurado, había quedado con la novia recogerla a
    las once de la mañana y se encontraba bastante alejado de
    la casa de ella. Yo lo tranquilicé: mi chofer esperaba
    afuera con el encargo de regresarlo a la ciudad.

    Nuestra conversación fue breve aunque intensa.
    Pedrito tenía a estas alturas casi diecisiete años
    y comprendía mi preocupación: podía
    perjudicar a su padre si se le libraba del servicio militar,
    cuando desde el inicio de esta ley en Cuba la mayor parte de los
    jóvenes aptos lo pasaban y salían fortalecidos en
    lo emocional y en otras áreas de sus vidas. Por su parte,
    aunque no le daba mucha importancia a lo que pudiera sucederle a
    Cepeda según me pareció, quería mantener su
    vida tal como la llevaba, el año de servicio militar antes
    de pasar a la Universidad lo asumía como algo ineludible,
    jamás como un deber tal como decía la propaganda de
    la televisión cuando se acercaban las fechas de las
    inscripciones masivas. Le hablé de la Patria,
    de las conquistas que habíamos logrado gracias a la
    Revolución, de las ventajas de vivir en un país
    donde el hombre no era el lobo del hombre, y aunque me
    escuchó con respeto sé que mis palabras no entraron
    en su corazón.

    Sentí rabia. Se puede sentir rabia a
    veces hasta contra quienes apreciamos de veras, pues
    yo tenía a Cepeda por algo más que amigo, como un
    hermano; por lo tanto, quería a su hijo con la misma
    intensidad que se puede querer a un sobrino
    predilecto.

    Al final, sin embargo, despedí a
    Pedrito satisfecho conmigo mismo. No era más
    que un adolescente, necesitaba una mano férrea que le
    impusiera respeto y era lo que yo pretendía lograr durante
    un año, enseñarle a valorar las ventajas pero
    también la responsabilidad que significaba tener como
    padre a Pedro Cepeda.

    Llegado el momento, Pedrito ingresó
    a mi Unidad Militar y al chofer obediente lo
    trasladé al vehículo asignado al jefe de mi Estado
    Mayor; quiere esto decir que al hijo de Cepeda lo convertí
    en mi chofer, sin otra explicación para la
    tropa que mis órdenes debían de cumplirse, porque
    los que estamos en autoridad decimos vayan hacia allá y
    van, y si decimos regresen vienen sin discutir.

    Después de la formación
    matutina lo hice entrar a mi lugar de trabajo, un
    pequeño despacho ventilado por dos enormes ventanas. Ahora
    ya era un soldado y se encontraba bajo mi mando, le
    advertí. Igual que lo había convertido en mi chofer
    podía enviarlo a una celda de castigo si armaba
    aquí uno de sus bochinches, ¿me entiendes? Dijo
    entenderme, no era necesario que lo amenazara. Se había
    vuelto más arrogante si ello fuera posible desde que se
    vio vestido con el uniforme militar. Por una mirada a mi cintura
    comprendí que le hubiera gustado llevar una pistola como
    yo.

    No le tomé en cuenta sus rezongos ni la cara
    ladeada. Era normal que un joven acostumbrado a una vida sin
    trabas ni frenos, cuando empezara el servicio militar manifestase
    un sentimiento de rebeldía. Yo solía verlos
    reaccionar con esa actitud digamos de autoprotección y al
    cabo de los días adaptarse a las órdenes de los
    oficiales, a la voz de mando de sus propios
    compañeros colocados en cargos de responsabilidad y a los
    horarios inviolables. El hábito es el mejor auxiliar para
    la implantación de la disciplina.

    No sucedió así con Pedrito. Me
    costó varias semanas lograr que no se peinara a la moda,
    hasta que sin consideración alguna llamé al barbero
    de la Unidad Militar y le ordené que le pasara la cuchilla
    bien al ras del cráneo. El muchacho lo soportó sin
    protestar en voz alta pero estoy seguro que le oí
    mascullar: "Este viejo de mierda cree ser mi padre".

    Algún que otro oficial de la unidad se
    atrevió a ser franco conmigo, aunque la mayoría me
    hablaba de Pedrito en una especie de clave, como si
    dijéramos por medio de parábolas; no obstante,
    interpretaba sus insinuaciones de la siguiente manera: el hijo de
    mi amigo era una fuente de conflictos, cuando yo no estaba se
    comportaba como si fuera el jefe máximo, exigía
    comer con los oficiales aunque no se lo permitían porque
    era la norma, se creía con derecho a salir cuando le
    viniera en ganas. Con sus compañeros los
    soldados era peor: si debía dormir en el campamento porque
    yo por algún motivo no iba a casa, buscaba bronca con
    cualquiera y mientras su contrincante o él sangraban de la
    boca o la nariz, su rabia amenazaba al otro con desbaratarle la
    vida cuando se vieran fuera de allí.

    Lo llamé a mi oficina en varias
    oportunidades. Primero para aconsejarlo,
    rogándole que se comportara debidamente. Yo era
    allí la máxima autoridad y él aunque el hijo
    de mi mejor amigo, le advertí con tristeza, no me hubiera
    gustado incumplir el compromiso con su padre de cuidarle hasta
    las últimas consecuencias.

    Las reacciones de Pedrito cuando lo encerraba en mi
    oficina con el propósito de aleccionarlo iban desde la
    total aceptación de sus errores y el juramento de
    someterse a la obediencia, hasta un cierto desdén por mis
    palabras. No que protestara frente a mí, o que me
    respondiera de manera irrespetuosa, simplemente que mis palabras
    escapaban a la atmósfera, hablaba en realidad con el
    aire.

    Una semana, dos, tres. Meses. Días y días
    en los que el tiempo para cumplir las obligaciones propias de mi
    cargo se veía reducido porque debía intervenir para
    apagar algún conflicto originado por Pedrito.

    Llegamos a hablar él, Cepeda y yo en más
    de una ocasión. No recordaba haber tenido ningún
    soldado bajo nuestro mando que se comportara con el cinismo de
    Pedrito. Incluso el peor de todos, uno que durante el combate de
    Pino del Agua en febrero del 1958 me rogó:
    "Capitán, no me mande a la primera línea que tengo
    miedo", terminó convirtiéndose en un ejemplo para
    algunos cobardes; aquella actitud me dio tanta rabia que le
    respondí: "Es una orden, irás acompañando al
    Rubio a asaltar la trinchera que está en el entronque del
    terraplén a Bayamo con el camino que va hacia Nuevo
    Mundo". Cuando acabó el combate, el Rubio me
    aseguró: "Peña murió a mi lado como un
    héroe: si no hubiera sido por su valentía yo ahora
    fuera el muerto". Desde entonces, aprendí a medirme cuando
    alguien abría su pecho para confiarme una verdad por
    dolorosa o inexplicable que fuese. Y así
    sucedió durante la última conversación que
    tuvimos Cepeda, su hijo y yo. Respetuoso, dijo el muchacho:
    "General, lo que pasa es que no soy hijo de Pedro Cepeda, sino de
    la desobediencia. Trate de hacer algo por mí, antes que
    sea yo mismo el que me destruya".

    Me quedé mirando hacia mi
    buró; durante los momentos trágicos
    nunca me ha gustado mirar los ojos de una persona que pueden
    estar llenándose de lágrimas. Sabía que en
    este momento el muchacho tenía los ojos
    encharcados.

    Por regla general confío en los
    demás aunque sé que hay una
    maldición para los que creen a ciegas en los otros. Sin
    embargo, tampoco me creo un perfecto justiciero porque no hay
    juez que no se equivoque al menos una vez en la vida.

    Cuando levanté la cabeza ya el muchacho estaba
    guardando el pañuelo; entonces me puse en el lugar de
    Cepeda por unos instantes, en lo que debía estar sufriendo
    no como padre adoptivo sino como padre esperanzado. Sé que
    estaba pensando, tanto lo conocía, que yo estaba
    obligado a ponerme de pie y paternalmente, colocar una mano
    en el hombro de su muchacho mientras le decía está
    bien, vamos a meter un borrón encima de todos estos meses,
    sé que es duro para ti irte a recoger papas y sembrar ajos
    como los demás, y decido darte una nueva oportunidad
    porque para eso soy el jefe absoluto en esta Unidad
    Militar.

    No me pongo de pie, no voy a colocarle una mano en el
    hombro al hijo de Cepeda; en cambio, oprimo el botón del
    intercomunicador y le ordeno a mi secretaria que localice con
    toda urgencia al jefe de personal. Tenemos que trasladar a un
    soldado para una de las granjas donde se cosechan papas y ajos,
    le digo y cuando suelto el botón, miro los rostros de
    Cepeda y de su hijo. Estoy convencido de que ahora no me
    entienden, pero también sé que cuando pase el
    tiempo van a agradecerme lo que estoy haciendo por
    ellos.

     

     

    Autor:

    Andrés Casanova

    (Las Tunas, Cuba, 1949) es narrador,
    poeta, autor de guiones radiales dramatizados y ha incursionado
    en la escritura de guiones cinematográficos. Es miembro de
    la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha
    obtenido varios premios y menciones nacionales e internacionales
    tanto en los géneros de poesía como en cuento y
    novela, y su obra aparece en diversas
    antologías.

    Libros publicados: En el género novela: Hoy
    es lunes
    (Editorial Letras Cubanas, 1995);
    Tormenta tropical de verano (Editorial Sanlope, Las
    Tunas, Cuba, 2000; Ediciones Coyoacán, México,
    2003; Editorial Emooby, Portugal, 2011); Las trágicas
    pasiones de Cándida Moreno
    (Editorial Sanlope, 2001;
    Editorial Emooby, Portugal, 2011); La jaula de
    los goces
    (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001;
    Editorial Emooby, Portugal, 2011); La fiebre del
    atún
    (Editorial Oriente, 2005); Las nubes de
    algodón
    (Editorial Sanlope, 2005); No somos
    aquellos niños
    (Editorial Sanlope,
    2007); Atrapados por el vicio (Editorial Emooby, Portugal,
    2011); Fiesta con Havana Club (Editorial Amarante,
    Salamanca, España, 2011); Canción desde la
    huída
    (Editorial Amarante, Salamanca, España,
    2012); y Onán en busca de la mujer perfecta
    (Editorial Amarante, Salamanca, España, 2012). En el
    género cuento: El reloj, ese asesino (Editorial
    Sanlope, 1991; Pequeñas historias memorables
    (Sanlope-Publicigraf, 1994; Editorial Emooby, Portugal, 2011);
    Ángel el desalmado y otras historias, Trazos
    literarios, España, 1995. Toda su poesía permanece
    inédita o publicada en revistas literarias y en
    Internet.

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