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El soldado y el general
Sobre este cuento:
Más que una trama sobre la vida
militar, en este cuento lo que se dilucida es el asunto de la
paternidad responsable, entendida ésta no como el simple
acto de engendrar biológicamente o de manera artificial
(vale decir, adoptando a un recién nacido), sino sobre
todo como la obligación de inculcarle al niño
valores humanos capaces de servirle para enfrentar su futuro.
Ligado a este asunto, en el presente cuento se halla
también el de la verdadera amistad.
No siempre fui general, también fui soldado y
aprendí durante la guerra que ser militar es un oficio
como otro cualquiera, con sus reglas y trucos, y que no todos han
nacido para vencer la prueba de convertirse en un profesional de
esta especialidad.
El mayor impacto sufrido por mí fue cuando
recién incorporado al entonces llamado Ejército
Rebelde capturamos entre otro soldado y yo a dos de los llamados
chivatos. Aunque al principio juraban por sus madres ser
vendedores de medicamentos a domicilio y mostraron abundantes
frascos que llevaban en sus enormes maletas, las facturas de una
droguería de Santiago de Cuba y la lista de encargos que
según ellos le había hecho el dueño de un
aserrío cercano a nuestro campamento, al día
siguiente un oficial descubrió en un escondite de sus
pantalones salvoconductos del oficial batistiano Ángel
Sánchez Mosquera. Entonces acabaron rindiéndose
ante las evidencias y confesaron que era cierto, habían
sido enviados para que averiguaran el lugar exacto
donde nos encontrábamos.
Fue realmente triste para mí
observar a aquellos dos hombres altos cual dos
montañas, arrodillados mientras imploraban ser perdonados
y asegurando que jamás volverían por aquellos
lugares. Más impactante fue cuando sonaron los disparos y
luego me llamó el capitán que nos dirigía y
me dijo Requejos, como tú conoces todos los trillos y
veredas de por aquí vas a ser nuestro guía, porque
naciste en estas maniguas y eres el único que nos puedes
llevar hasta el cuartel donde dijeron ellos que se encuentra
Sánchez Mosquera.
Cuando salimos, le pregunto algo al capitán para
irme preparando, porque entonces ya había aprendido que un
soldado en cualquier momento puede perder la vida, y él se
queda mirándome fijamente y chasquea la lengua. Un soldado
no hace preguntas, obedece, me dijo y volvió la espalda;
esa fue la segunda lección de mi vida en la guerra, porque
lo primero fue cuando entendí que aquello no era
ningún juego, que las balas matan a cualquiera.
Una guerra no es como una partida de dominó, me
dije cuando me convertí en un verdadero soldado y me lo
repetía cada día desde que tuve bajo mi mando una
pequeña unidad de combate de diez hombres; aunque no
sabía leer ni escribir le dictaba mis órdenes a un
ayudante para que luego no hubiese dudas; los que no han
aprendido a ser soldados desobedecen como los chivos y
después culpan de los errores al jefe. Como aquella
ocasión cuando el capitán me ordenó explorar
con mi grupo un camino por donde pretendíamos trasladarnos
en horas nocturnas; la indicación era recorrer unos diez
kilómetros sin detenernos y apenas habíamos
avanzado el primer kilómetro, un soldado al que llamaban
Bombazo me aseguró que si no hacíamos un alto para
almorzar le daba hipoglucemia porque era diabético, y yo
que nada sabía de medicina ni de órdenes superiores
complací a mi subordinado. Cuando estábamos
almorzando nos sorprendió una compañía
enemiga que andaba en exploración rutinaria por aquel
sitio y tuvimos que salir corriendo; pasado el susto, supe que el
tal Bombazo no padecía ni de dolores en las
uñas, y esa fue mi tercera lección. En la guerra no
puedes confiar en todo lo que te digan.
Llegar a general me costó unas
cuantas historias, heridas y sinsabores. Pasar de
analfabeto a estudiante fue el mayor de los sinsabores, hasta que
aprendí que uno tiene que imponérsele a la vida.
También estuve en otras guerras aunque prefiero la paz
porque en medio de ella es más simple entender a los
hombres, excepto los que nadie logra entender jamás, ni en
la guerra ni en la paz.
Uno de los que nunca pude entender fue a
Pedrito Cepeda, el hijo del mejor amigo que me
dejó la primera guerra en la que
participé.
Ya por entonces estábamos en la paz
y aunque no me crean o lo duden, jamás me
aproveché de mis grados de general para favorecerme. Fui
muy cuidadoso también a la hora de resolver los problemas
ajenos porque todo encima de esta tierra llega a saberse
algún día, como me repetía a cada rato el
primer jefe que tuve en la Sierra Maestra, hombre íntegro
de veras y sin fingimientos, el que también
acostumbraba decir que la conciencia intranquila es el
peor enemigo de un ser humano.
Cepeda, coronel como yo por los años
setenta, jamás había logrado tener
descendencia a pesar de tres matrimonios, los múltiples
tratamientos a que se sometía y hasta ciertas
prácticas que llegó a realizar y que yo le
recriminaba con un simple: "Parece mentira que creas que de esa
manera puedas engendrar un hijo, acuérdate que la
religión es el opio de los pueblos", pero como amigo
verdadero le perdonaba tales debilidades.
Porque, muy ciertamente, siempre fui amigo
de Cepeda aunque él no siempre lo era
mío. Nos visitábamos con frecuencia, nuestras
respectivas esposas (él, ya les dejo dicho, tuvo muchas y
yo también algunas) terminaban congeniando mientras
nosotros recordábamos el pasado, cualquier pasado respecto
al presente en que estuviésemos, señal de que nos
íbamos poniendo viejos porque intentábamos vivir de
las glorias antiguas. Sin embargo, al final de nuestras
conversaciones él volvía a su tema eterno: tener un
hijo.
Hasta que apareció lo de adoptar a
huérfanos a los que abandonaban sus padres al nacer.
Él, ya convencido de que contra la esterilidad no
hallaría remedio alguno, me consultó el
asunto.
"Esa decisión no resulta simple", le dije.
Primero debía comprobar que no existieran otros familiares
que pudiesen importunarlo más tarde, y también
valorar la edad del niño. Después le solté
una parrafada que bien pudo haber sido la siguiente: "Debes
considerar desde luego que su biotipo no se separe mucho del tuyo
y de tu mujer, pues si por ejemplo ustedes que son mulatos
escogen un muchacho rubio, cuando empiece a crecer se dará
cuenta de las diferencias y llegará a saber que no es hijo
de ustedes, y te aseguro que saber que los padres de uno no lo
son en realidad trae los mismos resultados traumáticos que
separar a una perra de sus cachorros".
Cepeda tiene la cabeza más dura que un garbanzo
de mala cosecha, y como los procedimientos de adopción
resultan de por sí demorados, tardaban más en su
caso porque siguiendo mi consejo había pedido un
niño con rasgos físicos determinados.
Sin embargo, al cabo del tiempo modificó la
petición sin consultarme y en menos de dos meses
tenían un lactante de ojos azules, piel parecida a la de
un sueco y que gritaba sin consuelo.
Yo ví crecer a Pedrito centímetro a
centímetro. Tanto lo ví crecer que al cumplir seis
años comprendí que sería un adolescente
insoportable, de los que patean el piso cuando quieren resolver
algún capricho y sus padres de momento no les
complacen.
A los doce abusaba de su fuerza física humillando
a los compañeros de escuela, se jactaba en presencia suya
de desayunar lo que ellos no desayunaban y les preguntaba con
morbosidad dónde pasaban las vacaciones porque él,
decía, a veces iba a Varadero pero lo que más le
gustaba era revolcarse en las finas arenas de Acapulco. A Cepeda
lo llamaban con frecuencia de la escuela y al principio iba con
uniforme militar, hasta que lo descubrí y le dije Cepe, no
te desmoralices ni desmoralices a tu hijo.
Así fueron llevando Cepeda y la esposa a Pedrito,
más que como un hijo verdadero como un milagro capaz
de tranquilizar sus tardes de matrimonio de algunos
años y a la vez le fueron pudriendo la vida al
muchacho.
Cumplió dieciséis. Para esa
fecha, Cepeda era jefe de una región militar
y a mí me habían destinado a una división
productiva del ejército en la misma región por
considerar el mando superior que con mis dos infartos,
sólo me quedaba esa opción si no aceptaba pasar a
retiro pues no podían asignarme una unidad de
combate.
Fue por proteger a mi amigo que le
busqué una solución al asunto de
Pedrito. Desde su cargo, Cepeda podía aplazar al muchacho
de cumplir el servicio militar, pero logré convencerlo de
que si el mando descubría la trampa sería
sancionado; no obstante, me insistió sonriente porque le
causaban gracia las maldades de su hijo, que Pedrito era algo
alocado y no resultaba conveniente poner un arma en sus manos,
aunque tampoco estaba dispuesto a que se les llenara de llagas
con un machete o un azadón en una de las unidades que se
me subordinaban, como yo le estaba proponiendo.
A los pocos días encontré una
solución de compromiso: eximirlo con cualquier pretexto de
pasar el entrenamiento militar previo al cumplimiento del
servicio, para evitar que anduviese armado alguna vez,
colocándolo de manera directa en la división
agrícola que yo dirigía.
Al principio Cepeda no estuvo de acuerdo y
si se hubiera tratado de alguien ajeno le
habría dicho lo tomas o lo dejas, pero ya les
aclaré desde el principio que soy su amigo de
veras.
Al fin logré ponerme de acuerdo con el padre y
entonces decidí hablar con Pedrito. Lo llamé aparte
en su propia casa para decirle que el siguiente sábado lo
llevaría a mi oficina con el propósito de conversar
el asunto de su servicio militar y él guardó un
silencio respetuoso. Aunque era ancho de hombros por la
regularidad de los ejercicios que realizaba en un gimnasio
cercano a la casa donde vivían, de estatura elevada y
mirar vanidoso, como si a todos acostumbrara a observarlos desde
una inmensa altura, a mí me trataba con humildad,
quizás porque ser el único que llegaba donde su
padre y le decía Cepe, vamos
a echar una conversada, dicho con la autoridad que me
daban los muchos años de conocerlo.
Luego del largo silencio, el muchacho me
respondió:
"Está bien", y quedó acordado así
de manera indirecta que en algún momento se pondría
bajo mi mando.
Lo hice recoger el siguiente sábado
en horas tempranas, tal como habíamos
acordado. Mi chofer de entonces era un soldado del servicio
militar muy disciplinado, cumplidor con exactitud de minutos cada
orden que le daba. Claro está que la razón de aquel
celo en obedecer tenía una razón evidente: entre
todos los soldados era el que mejor vivía, jamás el
sol lo castigaba ni sus uñas se encharcaban de fango como
las de sus restantes compañeros en la unidad donde yo
mandaba.
Pedrito tocó la puerta de mi oficina
con una timidez impropia de su carácter,
excelente señal para mis planes: si lograba imponerle
respeto pasaría el tiempo del servicio militar bajo mi
sombra y yo podría proteger a Cepeda de sus sobresaltos,
pues lo que más temía era que el hijo fuese a
manifestar con un arma en las manos el afán
autodestructivo que lo aquejaba, mal que había
diagnosticado un psicólogo amigo a solicitud del padre
aunque el equipo que realizó el examen oficial para
determinar su aptitud hacia la vida militar no coincidió
con este diagnóstico.
Apenas entró le indiqué una
silla de las más cercanas a mi buró;
su cabeza quedaba casi a la altura de mis hombros tal como yo
había aprendido con un profesor de la academia militar
moscovita cuando se debía tratar con subordinados
rebeldes: el jefe siempre debe colocarse por encima desde un
punto de vista físico porque eso influye en la psiquis del
otro. Ya Pedrito era mi subordinado, o al menos fue mi
intención demostrárselo , la única manera
que tenía de enseñarle a obedecer. Porque yo le
insistí a Cepeda: no aceptes el diagnóstico del
psicólogo amigo tuyo, muchos comentarán que lo
compraste con tu autoridad.
El muchacho mantenía las manos con los dedos
entrelazados mientras hacía girar pulgar sobre pulgar. Con
toda evidencia se encontraba inquieto.
Moví la cabeza hacia ambos lados y le
sonreí indulgente. Él se animó a
sonreírme también y solo entonces me comentó
que estaba apurado, había quedado con la novia recogerla a
las once de la mañana y se encontraba bastante alejado de
la casa de ella. Yo lo tranquilicé: mi chofer esperaba
afuera con el encargo de regresarlo a la ciudad.
Nuestra conversación fue breve aunque intensa.
Pedrito tenía a estas alturas casi diecisiete años
y comprendía mi preocupación: podía
perjudicar a su padre si se le libraba del servicio militar,
cuando desde el inicio de esta ley en Cuba la mayor parte de los
jóvenes aptos lo pasaban y salían fortalecidos en
lo emocional y en otras áreas de sus vidas. Por su parte,
aunque no le daba mucha importancia a lo que pudiera sucederle a
Cepeda según me pareció, quería mantener su
vida tal como la llevaba, el año de servicio militar antes
de pasar a la Universidad lo asumía como algo ineludible,
jamás como un deber tal como decía la propaganda de
la televisión cuando se acercaban las fechas de las
inscripciones masivas. Le hablé de la Patria,
de las conquistas que habíamos logrado gracias a la
Revolución, de las ventajas de vivir en un país
donde el hombre no era el lobo del hombre, y aunque me
escuchó con respeto sé que mis palabras no entraron
en su corazón.
Sentí rabia. Se puede sentir rabia a
veces hasta contra quienes apreciamos de veras, pues
yo tenía a Cepeda por algo más que amigo, como un
hermano; por lo tanto, quería a su hijo con la misma
intensidad que se puede querer a un sobrino
predilecto.
Al final, sin embargo, despedí a
Pedrito satisfecho conmigo mismo. No era más
que un adolescente, necesitaba una mano férrea que le
impusiera respeto y era lo que yo pretendía lograr durante
un año, enseñarle a valorar las ventajas pero
también la responsabilidad que significaba tener como
padre a Pedro Cepeda.
Llegado el momento, Pedrito ingresó
a mi Unidad Militar y al chofer obediente lo
trasladé al vehículo asignado al jefe de mi Estado
Mayor; quiere esto decir que al hijo de Cepeda lo convertí
en mi chofer, sin otra explicación para la
tropa que mis órdenes debían de cumplirse, porque
los que estamos en autoridad decimos vayan hacia allá y
van, y si decimos regresen vienen sin discutir.
Después de la formación
matutina lo hice entrar a mi lugar de trabajo, un
pequeño despacho ventilado por dos enormes ventanas. Ahora
ya era un soldado y se encontraba bajo mi mando, le
advertí. Igual que lo había convertido en mi chofer
podía enviarlo a una celda de castigo si armaba
aquí uno de sus bochinches, ¿me entiendes? Dijo
entenderme, no era necesario que lo amenazara. Se había
vuelto más arrogante si ello fuera posible desde que se
vio vestido con el uniforme militar. Por una mirada a mi cintura
comprendí que le hubiera gustado llevar una pistola como
yo.
No le tomé en cuenta sus rezongos ni la cara
ladeada. Era normal que un joven acostumbrado a una vida sin
trabas ni frenos, cuando empezara el servicio militar manifestase
un sentimiento de rebeldía. Yo solía verlos
reaccionar con esa actitud digamos de autoprotección y al
cabo de los días adaptarse a las órdenes de los
oficiales, a la voz de mando de sus propios
compañeros colocados en cargos de responsabilidad y a los
horarios inviolables. El hábito es el mejor auxiliar para
la implantación de la disciplina.
No sucedió así con Pedrito. Me
costó varias semanas lograr que no se peinara a la moda,
hasta que sin consideración alguna llamé al barbero
de la Unidad Militar y le ordené que le pasara la cuchilla
bien al ras del cráneo. El muchacho lo soportó sin
protestar en voz alta pero estoy seguro que le oí
mascullar: "Este viejo de mierda cree ser mi padre".
Algún que otro oficial de la unidad se
atrevió a ser franco conmigo, aunque la mayoría me
hablaba de Pedrito en una especie de clave, como si
dijéramos por medio de parábolas; no obstante,
interpretaba sus insinuaciones de la siguiente manera: el hijo de
mi amigo era una fuente de conflictos, cuando yo no estaba se
comportaba como si fuera el jefe máximo, exigía
comer con los oficiales aunque no se lo permitían porque
era la norma, se creía con derecho a salir cuando le
viniera en ganas. Con sus compañeros los
soldados era peor: si debía dormir en el campamento porque
yo por algún motivo no iba a casa, buscaba bronca con
cualquiera y mientras su contrincante o él sangraban de la
boca o la nariz, su rabia amenazaba al otro con desbaratarle la
vida cuando se vieran fuera de allí.
Lo llamé a mi oficina en varias
oportunidades. Primero para aconsejarlo,
rogándole que se comportara debidamente. Yo era
allí la máxima autoridad y él aunque el hijo
de mi mejor amigo, le advertí con tristeza, no me hubiera
gustado incumplir el compromiso con su padre de cuidarle hasta
las últimas consecuencias.
Las reacciones de Pedrito cuando lo encerraba en mi
oficina con el propósito de aleccionarlo iban desde la
total aceptación de sus errores y el juramento de
someterse a la obediencia, hasta un cierto desdén por mis
palabras. No que protestara frente a mí, o que me
respondiera de manera irrespetuosa, simplemente que mis palabras
escapaban a la atmósfera, hablaba en realidad con el
aire.
Una semana, dos, tres. Meses. Días y días
en los que el tiempo para cumplir las obligaciones propias de mi
cargo se veía reducido porque debía intervenir para
apagar algún conflicto originado por Pedrito.
Llegamos a hablar él, Cepeda y yo en más
de una ocasión. No recordaba haber tenido ningún
soldado bajo nuestro mando que se comportara con el cinismo de
Pedrito. Incluso el peor de todos, uno que durante el combate de
Pino del Agua en febrero del 1958 me rogó:
"Capitán, no me mande a la primera línea que tengo
miedo", terminó convirtiéndose en un ejemplo para
algunos cobardes; aquella actitud me dio tanta rabia que le
respondí: "Es una orden, irás acompañando al
Rubio a asaltar la trinchera que está en el entronque del
terraplén a Bayamo con el camino que va hacia Nuevo
Mundo". Cuando acabó el combate, el Rubio me
aseguró: "Peña murió a mi lado como un
héroe: si no hubiera sido por su valentía yo ahora
fuera el muerto". Desde entonces, aprendí a medirme cuando
alguien abría su pecho para confiarme una verdad por
dolorosa o inexplicable que fuese. Y así
sucedió durante la última conversación que
tuvimos Cepeda, su hijo y yo. Respetuoso, dijo el muchacho:
"General, lo que pasa es que no soy hijo de Pedro Cepeda, sino de
la desobediencia. Trate de hacer algo por mí, antes que
sea yo mismo el que me destruya".
Me quedé mirando hacia mi
buró; durante los momentos trágicos
nunca me ha gustado mirar los ojos de una persona que pueden
estar llenándose de lágrimas. Sabía que en
este momento el muchacho tenía los ojos
encharcados.
Por regla general confío en los
demás aunque sé que hay una
maldición para los que creen a ciegas en los otros. Sin
embargo, tampoco me creo un perfecto justiciero porque no hay
juez que no se equivoque al menos una vez en la vida.
Cuando levanté la cabeza ya el muchacho estaba
guardando el pañuelo; entonces me puse en el lugar de
Cepeda por unos instantes, en lo que debía estar sufriendo
no como padre adoptivo sino como padre esperanzado. Sé que
estaba pensando, tanto lo conocía, que yo estaba
obligado a ponerme de pie y paternalmente, colocar una mano
en el hombro de su muchacho mientras le decía está
bien, vamos a meter un borrón encima de todos estos meses,
sé que es duro para ti irte a recoger papas y sembrar ajos
como los demás, y decido darte una nueva oportunidad
porque para eso soy el jefe absoluto en esta Unidad
Militar.
No me pongo de pie, no voy a colocarle una mano en el
hombro al hijo de Cepeda; en cambio, oprimo el botón del
intercomunicador y le ordeno a mi secretaria que localice con
toda urgencia al jefe de personal. Tenemos que trasladar a un
soldado para una de las granjas donde se cosechan papas y ajos,
le digo y cuando suelto el botón, miro los rostros de
Cepeda y de su hijo. Estoy convencido de que ahora no me
entienden, pero también sé que cuando pase el
tiempo van a agradecerme lo que estoy haciendo por
ellos.
Autor:
Andrés Casanova
(Las Tunas, Cuba, 1949) es narrador,
poeta, autor de guiones radiales dramatizados y ha incursionado
en la escritura de guiones cinematográficos. Es miembro de
la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha
obtenido varios premios y menciones nacionales e internacionales
tanto en los géneros de poesía como en cuento y
novela, y su obra aparece en diversas
antologías.
Libros publicados: En el género novela: Hoy
es lunes (Editorial Letras Cubanas, 1995);
Tormenta tropical de verano (Editorial Sanlope, Las
Tunas, Cuba, 2000; Ediciones Coyoacán, México,
2003; Editorial Emooby, Portugal, 2011); Las trágicas
pasiones de Cándida Moreno (Editorial Sanlope, 2001;
Editorial Emooby, Portugal, 2011); La jaula de
los goces (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001;
Editorial Emooby, Portugal, 2011); La fiebre del
atún (Editorial Oriente, 2005); Las nubes de
algodón (Editorial Sanlope, 2005); No somos
aquellos niños (Editorial Sanlope,
2007); Atrapados por el vicio (Editorial Emooby, Portugal,
2011); Fiesta con Havana Club (Editorial Amarante,
Salamanca, España, 2011); Canción desde la
huída (Editorial Amarante, Salamanca, España,
2012); y Onán en busca de la mujer perfecta
(Editorial Amarante, Salamanca, España, 2012). En el
género cuento: El reloj, ese asesino (Editorial
Sanlope, 1991; Pequeñas historias memorables
(Sanlope-Publicigraf, 1994; Editorial Emooby, Portugal, 2011);
Ángel el desalmado y otras historias, Trazos
literarios, España, 1995. Toda su poesía permanece
inédita o publicada en revistas literarias y en
Internet.