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Las siete maravillas del Mundo




Enviado por ccerda



    La humanidad es una especie curiosa. Cuando
    hablamos de sus conquistas, la mayoría de las veces lo
    hacemos refiriéndonos a sangrientas y destructivas
    expediciones guerreras. Pero de vez en cuando, la humanidad
    también produce obras de impresionante belleza, destinadas
    a perdurar durante siglos para hacernos recordar a todos que,
    cuando queremos, podemos emplear nuestro esfuerzo y talento para
    construir maravillas. Más que ninguna otra cosa, son estas
    obras las que nos identifican inequívocamente como
    humanos. Nos representan ante nosotros mismos… y
    también, si alguna vez en el futuro acude a nuestro
    planeta azul cualquier visitante, serán sin duda estas
    maravillas las que constituyan nuestras principales señas
    de identidad.

    De todas las obras conocidas por su belleza o por
    su monumentalidad en la antigüedad, fueron siete las
    más famosas. De ahí el sobrenombre de "las siete
    maravillas del mundo". Lamentablemente, hoy, con una única
    excepción, no nos quedan más que las descripciones
    que hicieron los cronistas de la época. Guiémonos
    por ellas y emprendamos un viaje imaginario a través del
    tiempo para
    conocer las maravillas de nuestros antiguos.

    Las Pirámides de
    Gizeh

    La más antigua de las maravillas, y,
    curiosamente, la única que ha llegado hasta nosotros, es
    el monumental conjunto de las pirámides de Gizeh, en
    Egipto. Todos
    hemos oído hablar de ellas y conocemos su aspecto,
    así como sabemos que eran la tumba de los faraones. Pero
    acerquémonos más, y averigüemos algunos
    detalles interesantes.

    Los egipcios iniciaron la construcción de pirámides hace
    muchísimo tiempo, a lo
    largo de su Antiguo Imperio: ¡Las más antiguas
    tienen cerca de CINCO MIL años! En efecto, la más
    antigua que se conoce es la pirámide escalonada de
    Sakkara, tumba del farón Djoser, que data del 2750 a. de
    C. El arquitecto inventor de la pirámide fué el
    gran visir, y famoso sabio, Imhotep. Después de este
    primer ejemplo, los egipcios continuaron construyendo
    pirámides hasta bien entrado el Imperio Medio, en que se
    pasó a emplear el sepulcro subterráneo en vez de
    las pirámides. Sin embargo, del Antiguo Imperio nos han
    quedado nada menos que ochenta de éstas, repartidas por el
    Bajo Egipto.

    Imaginaos ahora que estamos presentes en el
    quito funerario del farón Khufu. Una ligera
    embarcación nos transporta por el Nilo desde la antigua
    capital,
    Menfis, hasta la necrópolis de sus afueras, en la vasta
    llanura de Gizeh. Allí abundan las construcciones
    funerarias, pues es el cementerio donde van a parar todos los
    habitantes de la capital,
    nobles o villanos. Nuestra embarcación se detiene: en la
    orilla nos espera una comitiva de sacerdotes. Detrás,
    espera el templo construído especialmente para nuestro
    faraón, donde se le rendirá culto igual que a un
    dios (¿acaso no es de naturaleza
    divina?). Aquí es donde el cuerpo del faraón es
    preparado convenientemente e introducido en el sarcófago.
    Después, una comitiva trasporta éste a lo largo de
    una vía funeraria hacia su sepultura.

    Ya vemos las pirámides. Su impresionante
    mole destaca sobre el horizonte de la llanura, dejándonos
    boquiabiertos. ¡Todo eso es piedra! Bloques de granito
    descomunalmente pesados, de un metro de altura, forman las filas
    tan apretadamente que no es posible introducir ni un cuchillo
    entre ellos. Las filas de piedras están pintadas, formando
    franjas de diferentes colores; la punta
    es de color dorado.
    Todas las

    pirámides, absolutamente todas, tienen la
    misma alineación: están orientadas al norte con
    total exactitud. Los lados de la pirámide tienen una
    inclinación impresionante, de 51 grados, que cuando nos
    acercamos más nos produce la sensación de que la
    pirámide "se nos cae" encima. En los alrededores, se
    encuentran las pirámides menores y mastabas (edificaciones
    rectangulares de paredes inclinadas) para los altos
    funcionarios.

    Estamos ante la pirámide. Sus dimensiones
    son impresionantes: 146.59 m de altura, 230 m de lado. Tras subir
    un poco por su lateral, penetramos en su interior. A la
    fluctuante luz de las
    antorchas vamos descubriendo las paredes, perfectamente lisas,
    como corresponde a la sepultura de una encarnación del
    dios Ra. Tras depositar el sarcófago en la cámara
    sepulcral, el corredor será cegado y disimulado, para
    evitar robos. La pirámide contiene asimismo una falsa
    cámara sepulcral.

    A pesar de todas estas precauciones, son pocas las
    tumbas egipcias que permanecerán intactas hasta la llegada
    de los arqueólogos. Los ladrones de tumbas y los
    árabes irán saqueando con el paso del tiempo la
    mayoría de las pirámides y sepulcros. Cuando el
    arqueólogo Flinders Petrie entre en las tumbas reales de
    Abydos, unas de las más antiguas de Egipto,
    sólo podrá encontrar un brazo de la momia de una
    reina. De las tres grandes pirámides, sólo la
    más pequeña, la de Micerino, permanecerá
    intacta.

    Una controversia famosa relacionada con las
    pirámides es la relación entre el doble de la
    longitud de su lado y su altura: el número Pi.
    ¿Porqué se tomarían tantas molestias los
    antiguos egipcios para conseguir que sus construcciones
    mantuvieran una relación matemática
    tan precisa? ¿Una especie de chauvinismo
    matemático? Personalmente prefiero pensar que lo hicieron
    porque era la forma más segura de conseguir que la
    inclinación de las pirámides fuera uniforme, y de
    que éstas serían perfectamente regulares. En
    efecto, si pensamos que probablemente se servían de ruedas
    de madera para
    medir longitudes de forma fácil y exacta, veremos que con
    una de éstas ruedas, hecha de la misma altura que los
    bloques de piedra, se comprobaba la inclinación
    rápidamente: cada nueva hilera de piedras debía
    medir media vuelta menos. De esta forma sale,
    automáticamente, la relación de Pi entre el doble
    del lado y la altura de la pirámide. Suena lógico,
    ¿verdad? Pero lo más curioso es que, como de forma
    meticulosa me ha hecho notar Jesús Cea, ello no implica
    necesariamente que los antiguos egipcios conocieran el
    número Pi; después de todo, éste sale
    automáticamente

    debido a que se realizaron las medidas a base de
    ruedas.

    Han pasado ya cerca de cinco mil años hasta
    nuestros días, y la humanidad todavía no ha
    realizado nada semejante. La más pequeña de las
    tres pirámides de Gizeh multiplica varias veces el peso de
    la mayor de las construcciones modernas; y es que los
    aparejadores de nuestros días se las verían y se
    las compondrían para enfrentarse con esos enormes bloques
    de piedra, difíciles de manejar hasta para las más
    potentes grúas. Cuando pensamos en que los antiguos
    egipcios carecían de máquinas, que movían
    las enormes piedras sólo con el esfuerzo físico de
    cuadrillas de docenas de trabajadores, nos parece un milagro. De
    hecho, ni siquiera los propios egipcios fueron capaces de
    superarlo: continuarían construyendo pirámides
    durante siglos y siglos, sin llegar a igualar el esplendor de las
    pirámides de Gizeh, que sorprendentemente, fueron de las
    primeras que se construyeron.

    Como corolario, citaré dos testimonios
    célebres: el de Abd-ul-Latif, que dijo "Todas las cosas
    temen el tiempo, pero el
    tiempo tiene
    miedo a las pirámides"; y el de Napoleón, que
    comandó una expedición a Egipto cuando
    era primer cónsul, y pronunció las conocidas
    palabras "Desde lo alto de estas pirámides, veinte siglos
    nos contemplan".

    Aunque, la verdad, Napo, cuarenta y cinco
    habría sido una cantidad más
    precisa.

    Pero aún nos queda una visita que realizar
    en la llanura de Gizeh: se trata de la guinda del pastel: la
    esfinge. Esta escultura, que representa a un león con
    rostro humano (se cree que representa al farón Khafra; al
    menos, viste sobre la cabeza el típico klaft, manto que
    llevaban los faraones) es contemporánea de las
    pirámides, mide 70 metros de longitud y 20 de altura. Para
    construirla, aprovecharon un montículo de caliza en la
    llanura, que labraron y completaron con bloques de piedra. Cuando
    ya contaba con mil años de edad, el faraón
    Tuthmosis IV hizo esculpir entre sus patas una escena
    representando un sueño, en el cual la esfinge le daba el
    trono en recompensa por haberla

    salvaba de morir sepultada bajo la arena del
    desierto. Otros mil y pico años más tarde, en la
    época romana, se excavó un santuario en el seno de
    la esfinge. Y cuando la esfinge ya superaba los cuatro mil
    años, estas modificaciones posteriores pasaron a ser
    destructivas en vez de constructivas: los iconoclastas primero, y
    los mamelucos después, mutilaron el monumento,
    dañando sus ojos y arrancándole su nariz. Vemos
    aquí un primer ejemplo, aunque desgraciadamente no el
    último, que demuestra que entre las capacidades del
    hombre se
    encuentra no sólo el construir maravillas, sino
    también el destruirlas.

    Los Jardines Colgantes de
    Babilonia

    Nos disponemos ahora a realizar un prodigioso
    salto hacia delante en el tiempo: nada menos que dos mil
    años deben transcurrir para que nuestro viaje nos lleve a
    la famosa Babilonia, llamada Babel en la Biblia, a orillas del
    Éufrates. A pesar de que el nombre de esta ciudad figura
    en los anales de la historia desde hace dos
    milenios, vemos que

    todas las construcciones son nuevas y recientes: y
    es que hace poco más de cien años que los
    sanguinarios asirios la destruyeron hasta los cimientos. Pero al
    fin los babilonios, con la ayuda de los medos y los escitas,
    destruyeron por completo a los asirios, y ahora la ciudad ha sido
    esplendorosamente reconstruída.

    Estamos en a mediados del siglo VI a. de C., y
    gobierna el rey Nabucodonosor II, el más famoso de todos
    los del mismo nombre. Además de un gran guerrero y
    conquistador, Nabucodonosor es también un gran arquitecto:
    la ciudad rebosa de construcciones monumentales. Sin embargo,
    algo se echa de menos en esta majestuosa ciudad: todo es
    demasiado llano, demasiado rectilíneo. Si subimos lo
    suficientemente

    alto, veremos toda la ciudad de un
    vistazo.

    Esto entristece a Amytis, la esposa de
    Nabucodonosor. Ella es una princesa meda, y se crió en
    montes y colinas exuberantes de vegetación. Esta tristeza
    disgusta al rey. ¡Él, que ha vencido en todas las
    batallas, que ha levantado de la nada una ciudad impresionante,
    no consigue devolver la alegría a su esposa! Eso no puede
    ser. ¿Amytis

    echa de menos sus colinas? Pues no faltaba
    más: el se las construirá. ¿Acaso no es el
    más famoso constructor de su tiempo? En seguida ordena
    traer grandes piedras, pues los ladrillos utilizados normalmente
    no resisten bien la humedad. Así, edifica una serie de
    terrazas escalonadas en las cuales deposita la tierra
    necesaria y empieza a plantar árboles, flores, arbustos,
    etc. También construye una máquina semejante a una
    noria que transportará el agua desde
    un pozo hasta los jardines para regarlos. En poco tiempo,
    éstos rebosan de vegetación, y las copas de sus
    árboles se divisan incluso desde fuera de las dobles
    murallas de la ciudad. Nabucodonosor ha conseguido crear un
    aparente monte cubierto de verdeante
    vegetación.

    Sobre los jardines colgantes existe también
    una leyenda, que sitúa la fecha de su construcción cinco siglos antes, a finales
    del s. XI a. de C. Según esta leyenda, es la reina
    Shammuramat, llamada Semíramis por los griegos, quien
    construye los jardines. Shammuramat gobierna el imperio asirio
    como regente de su hijo Adadnirari III, desde la muerte del
    rey Shamsidad V, y además de construir los jardines
    colgantes, conquista la India y
    Egipto.
    Termina sus días suicidándose a causa del dolor que
    le produce descubrir una conjura contra ella urdida por su hijo.
    Algo trágico… como era de esperar en una leyenda, sobre
    todo teniendo en cuenta que fueron los griegos quienes la
    recogieron.

    En el año 539 a. de C. los persas
    conquistan Babilonia, y ello provoca su decadencia. La población va menguando y, para cuando
    Alejandro
    Magno visita la ciudad (sobre el 326 a. de C.) parte de
    ésta se encuentra en ruinas. La destrucción
    definitiva tiene lugar en el año 126-125 a. de C., fecha
    en la que el sátrapa parto Evemero
    conquista la ciudad y la incendia. Desde entonces no quedan
    más que las ruinas a orillas del
    Éufrates.

    El Templo de Artemisa en
    Efeso

    Nuestro viaje nos lleva ahora a tierras helenas,
    donde buscaremos la mayor parte de las maravillas que nos faltan
    por ver. La Grecia
    clásica es el auténtico faro de la
    civilización de su tiempo, y no es de extrañar que
    sea allí donde los artistas florecen y realizan sus
    más excelsas obras.

    Nos detenemos en la ciudad de Éfeso, a
    orillas del mar Jónico y junto a la desembocadura del
    pequeño Meandro. Seguimos a mediados del siglo VI a. de C.
    Esta ciudad ha sido desde siempre un centro de culto a la diosa
    Artemisa, llamada después Diana por los romanos. Se trata
    de la soberana de la naturaleza
    selvática y de los animales
    salvajes, y suele representársela acompañada por
    una cierva y armada de arco y flechas. Desde muy antiguo, existe
    un templo dedicado a la diosa. Pero en el siglo VII a. de C., la
    ciudad sufrió el ataque de los cimerios y aunque se
    resistió, no se pudo evitar que el templo se incendiara y
    fuera destruído.

    Pero ahora casi toda la Jonia ha pasado a manos
    del rey de Lidia, Creso. Sí, el mismo que ha inventado
    esos nuevos y extraños discos de metal llamados
    "creseidas" que se suponen que van a hacer de dinero. Nadie
    sabe dónde pararán estos inventos
    modernos… pero Creso es un protector de sabios y artistas,
    ¡el mismo Esopo ha pasado por su corte!, y se propone
    levantar un nuevo templo a Artemisa, mejor que el
    anterior.

    Para ello se lleva a cabo una suscripción
    pública; todos los ciudadanos donan algo de dinero para el
    templo nuevo.

    Finalmente el templo se levanta. Cuenta con 127
    impresionantes columnas de 20 metros de altura, algo descomunal
    para su época, y cuenta con esculturas de
    Escopas.

    Este templo ilumina la ciudad de Éfeso
    durante dos siglos. Sin embargo, llega la tragedia: en el
    año 356 a. de C., el pastor Eróstrato destruye el
    templo incendiándolo, por puro afán de fama. Sin
    duda este pionero del gamberrismo consiguió lo que
    buscaba, como lo prueba el que recordemos su nombre. Pero tal vez
    consiguió algo más que eso: demostrar a todos los
    hombres que por cada Escopas hay un Eróstrato, y que las
    maravillas construidas por el hombre
    deben ser protegidas del propio hombre.
    ¡Demonios, espero que recibiera su
    merecido!

    Esta historia tiene un
    epílogo: cuando alrededor de veinte años
    después, Alejandro
    Magno ocupó la ciudad de Éfeso y residió
    en ella por un tiempo, escuchó la historia del templo de
    Artemisa y descubrió que había sido
    destruído la misma noche en que había nacido
    él. Al parecer fué esta coincidencia la que le
    impulsó a reconstruir el templo, durante el tiempo que
    permaneció en Éfeso instaurando un gobierno
    democrático. Una vez terminado, el nuevo templo (que hace
    el número tres en nuestra cuenta) contó con un
    retrato del propio Alejandro pintado por Apeles, el más
    famoso pintor griego. Aunque el templo de Artemisa no
    recuperó jamás su pasado esplendor, al menos su
    antigua fama le valió una pronta
    reconstrucción.

    La Estatua de Zeus en
    Olimpia

    Nuestro viaje saltará ahora un siglo
    adelante en el tiempo, pero en compensación no
    recorreremos apenas distancia; tan sólo unos pocos
    kilómetros hasta Olimpia, en la Élida, centro
    religioso de la antigua Grecia donde
    se rinde culto al principal de entre todos los dioses: Zeus.
    Aquí, bajo el monte Olimpo (uno de los muchos que hay en
    Grecia con ese
    nombre), se celebra cada cuatro años la más famosa
    de las festividades en honor de Zeus: la
    Olimpiada.

    Estamos en el 450 a. de C., y se está
    terminado de construir el impresionante templo de Zeus, para el
    que no se escatiman medios: los
    mejores escultores de Grecia
    trabajan en él. Los dos frontones representan los
    preparativos de la competición atlética de
    Pelópe y Enomao para obtener la mano de Hipodamia, y la
    lucha entre lapitas y centauros en la boda de Piritoo. Estos
    frontones, junto con las metopas, serán considerados no
    sólo el más importante conjunto escultórico
    del estilo severo, sino las más notables series
    escultóricas del arte
    clásico griego junto con el Partenón. Su autor, de
    quien no se sabrá el nombre, será conocido como el
    Maestro de Olimpia.

    Pero nos queda por ver lo mejor del templo: la
    estatua de Zeus. Para realizarla se ha llamado nada menos que al
    más famoso de entre todos los escultores de la antigua
    Grecia:
    Fidias. Su estilo, por su plasticismo, por su equilibrio en
    la elección de temas, en la composición y en las
    gradación de los efectos del claroscuro, por su
    representación esencial, sin ser detallada, del cuerpo humano,
    por su majestuosa y noble serenidad, y por su armonía de
    formas, consigue ser la encarnación de los ideales del
    arte
    griego.

    Fidias pone manos a la obra representando al dios
    sentado sobre un trono. La inmensa estatua no puede ser
    más llamativa a la vista: Fidias emplea la técnica
    crisoelefantina, consistente en cincelar sobre marfil y
    añadir por encima oro, representando la carne y las
    vestiduras del personaje. Y además de todo esto, el trono
    está adornado por diversas pinturas. Fidias
    empleará más de un año en llevar a cabo la
    estatua, lo cual nos da idea de su gran tamaño y de su
    detalle y calidad.

    A diferencia de las dos maravillas anteriores,
    esta va a perdurar durante bastante tiempo: unos mil años,
    hasta que los terremotos que
    se producirán en el siglo VI d. de C. destruyan el templo
    en su mayor parte.

    El Mausoleo de
    Halicarnaso

    Volvemos a saltar un siglo hacia delante en el
    tiempo, y llegamos al año 352 a. de C. Las maravillas del
    mundo, que ya sumaban cuatro, vuelven a ser sólo tres,
    puesto que Eróstrato acaba de consumar su infame obra
    destruyendo el templo de Artemisa, hace apenas cuatro
    años. Pero el relevo va a llegar en seguida: una nueva
    maravilla será construída, dándose tales
    coincidencias entre ambas, que parece obra de una magia
    bienhechora decidida a compensar la
    pérdida.

    Estamos en Halicarnaso, en la Caria, un estado del
    Asia Menor. Se
    trata de una ciudad importante; incluso cuenta con una
    fábrica de esos extraños discos de metal inventados
    por Creso que hacen de dinero (y es
    que a todo nos terminamos acostumbrando). La ciudad luce
    esplendorosa: el buen sátrapa Mausolo ha conseguido
    llevarla a su cenit. Pero ahora la ciudad está de luto,
    pues Mausolo acaba de fallecer. ¿Qué tumba, que
    sepulcro será suficiente para un rey así? Su viuda
    Artemisa toma la decisión de no reparar en gastos; y de
    pronto, es como si toda la ciudad supiera que nunca más
    volvería a vivir una época tan magnífica
    como la de Mausolo, disponiéndose a demostrar su
    reconocimiento haciéndole la sepultura más especial
    de la historia,
    tanto, que dará nombre a los "mausoleos" que se
    construirán en el futuro.

    Ya están en marcha las obras: los
    arquitectos Sátiros y Piteos construyen un podio
    rectangular; sobre él, se levanta una columnata de orden
    jónico; sobre ésta, una pirámide escalonada.
    Y en lo más alto, una estatua representando una
    cuádriga. El conjunto alcanza la vertiginosa altura de 50
    metros. Pero eso no es todo; los mejores escultores griegos de la
    época esculpirán las estatuas y relieves: Briaxis,
    Timoteo, Leucastes y el famoso Escopas (que nada tiene que ver,
    salvo el nombre, con el escultor del templo de
    Artemisa).

    Pero esta maravilla, ¡ay! va a ser la menos
    duradera de todas. Apenas dieciséis años más
    tarde, en el 334 a. de C., Alejandro
    Magno destruye la ciudad. Él, que ordenara reconstruir
    el templo de Artemisa en Éfeso, muestra ahora su
    semblante destructor. Y aunque poco después los reyes
    egipcios conquistarán la Caria y reconstruirán
    Halicarnaso, ciudad que permanecerá hasta nuestros
    días (hoy llamada Bodrum), del mausoleo sólo nos
    quedará la leyenda.

    El Faro de
    Alejandría

    Vamos a saltar ahora unos setenta años
    hacia delante, y a viajar de nuevo a Egipto. Estamos en el
    año 280 a. de C., y desde que Alejandro liberó a
    este estado del
    dominio persa,
    los lazos entre griegos y egipcios se han estrechado: tanto, que
    su rey, Tolomeo II, es de origen griego. Esta fusión de
    egipcios y griegos tiene especial relevancia en la capital,
    Alejandría. Fundada por Alejandro
    Magno en el 332 a. de C., esta próspera ciudad se ha
    convertido el más importante foco de la cultura
    helena.

    Pero esta vez la maravilla no va a ser un templo,
    ni ninguna otra clase de edificio, sino una torre. Para guiar a
    los numerosos barcos que acuden constantemente a
    Alejandría, el rey ha decidido construir una torre que
    identifique el lugar de la ciudad desde muy lejos. Para ello han
    escogido la pequeña isla de Faros, frente al
    puerto.

    El arquitecto Sostrato de Cnido dirigie las obras,
    que conforme avanzan, adquieren un aspecto más
    impresionante. Cuando se finaliza, la torre mide más de
    120 metros. En su cima está equipada con espejos
    metálicos para señalar su posición
    reflejando la luz del sol; y
    por las noches, a falta de luz, se enciende
    una hoguera.

    Esta maravilla va a durar bastante: unos mil
    seiscientos años, hasta que en siglo XIV los terremotos la
    derriben. De nuevo, como el Mausoleo, el nombre de esta maravilla
    -que en realidad es "la Torre de Faros"- designará a todas
    las construcciones posteriores realizadas con el fin de mostrar
    el camino a los barcos.

      

    El Coloso de Rodas

    Sin viajar apenas en el tiempo (apenas unos tres
    años hacia delante, hasta el 277 a. de C.) vamos a
    presenciar la construcción de la última de las
    maravillas. Para ello abandonaremos el Asia Menor y nos
    internaremos en el mar Egeo. Allí, a apenas 18
    kilómetros de la costa, encontraremos la más
    importante de las islas Esporadas: Rodas. Es importante porque su
    ciudad, del mismo nombre, es la capital del
    Dodecaneso, archipiélago compuesto por una veintena de
    islas. La situación geográfica de Rodas es
    privilegiada para comerciar con Grecia, el Asia Menor e
    incluso Egipto, y gracias a eso se ha convertido en el centro
    comercial más importante del Mediterráneo
    Oriental.

    Por ello no es extraño que alguna potencia de la
    época ambicione apoderarse de Rodas e intente tomarla,
    como Macedonia. Su rey, Demetrio I Poliarcetes, es conocido por
    su experiencia en el arte militar,
    sobre todo en los asedios, tanto, que en futuro los militares se
    referirán a la técnica de asediar fortalezas como
    "Poliarcética". Demetrio ataca, pues, Rodas. Sin embargo,
    la ciudad resiste los embates de este temible guerrero, quien
    finalmente se marcha con el rabo entre las piernas. ¡La
    ciudad ha resistido!

    Para celebrar este triunfo, la ciudad decide
    elevar un monumento memorable a Helios, dios del sol, en el
    puerto. Dirige las obras Cares de Lindos, discípulo de
    Lisipo. La estatua va creciendo, primero el armazón de
    hierro y sobre
    él las placas de bronce. Finalmente, cuando la estatua se
    termina mide nada menos que 32 metros de altura. Su fama
    atraerá a viajeros de todo el mundo antiguo para
    verlo.

    Con el Coloso llegaron a ser cinco las maravillas
    del mundo que se alzaban sobre la faz de la tierra,
    número que no fué superado sino que fué
    decreciendo. Cincuenta y seis años después de su
    construcción, en el 223 a. de C., un
    terremoto derribó al Coloso. Los habitantes de Rodas,
    siguiendo el consejo de un oráculo, decidieron dejar yacer
    sus restos donde cayeron. Y así fué, durante cerca
    de novecientos años, hasta que en el 654 d. de C. los
    musulmanes se apoderaron del bronce como botín en una
    incursión.

    La leyenda del Coloso tendió, cómo
    no, a agrandar sus proporciones. Durante el renacimiento
    el Coloso fué "descubierto" por los humanistas, al igual
    que el resto del arte griego, y su
    monumentalidad fué remarcada haciéndose circular
    que sus tamaño era tal que los barcos pasaban entre sus
    piertas. Pero el Coloso no necesita de mitificación:
    habrá de pasar la friolera de dos mil años hasta
    que el hombre
    realice otra estatua colosal que la supere, lo cual lo dice
    todo.

    Epílogo

    Han pasado más de dos milenios. Todas las
    maravillas que quedaban en pie fueron cayendo, víctimas
    principalmente de los terremotos.

    Todas excepto una, curiosamente la más
    antigua: las pirámides de Gizeh.

    Ellas, las únicas que han sido capaces de
    vencer al tiempo, nos recuerdan cuánta grandeza somos
    capaces de crear cuando los humanos dejamos de lado nuestras
    disputas y coordinamos nuestras
    energías.

    BIBLIOGRAFÍA

    Enciclopedia Monitor. Ed.
    Salvat.

    Historia del arte. Ed.
    Salvat.

    Historia ilustrada del mundo para niños, t.
    2. Ed. Plesa-SM.

     

     

    Autor:

    Ing. Christian Cerda P.

    ccerda[arroba]edesa.com.ec

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