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Borges y el Tango




Enviado por jgangel



    (Ensayo sobre
    dos que bailan la realidad y la irrealidad).

    Por: José Guillermo Anjel R.

    Dedico esta conferencia
    Benjamín Schneid, hombre de
    Belgrano que lee señales invisibles. Para vos,
    ché.

    Intróito.

    No sé qué tenga el tango.
    Quizás sea una mujer que baila
    en las venas del hombre que la
    piensa y, mientras danza, lo
    tienta hasta la locura o el odio. Esta mujer, que se
    hace con las notas del bandoneón, para asombro de
    golondrinas y aves que
    llegan por ese mar amplio que se involucra en el río y se
    hace costanera delante de Buenos Aires,
    sonríe y llora al mismo tiempo. En
    términos de Borges,
    sería una mujer que se mira
    en el espejo dominado por el tigre. O que son los ojos del
    tigre.

    El tango y Borges nacen por
    el mismo tiempo. Y se
    hacen de Buenos aires. Y
    cuando el bandoneón deja de asistir difuntos y mejor se
    integra a historias de hombres y mujeres vivos, de acción
    en ciudad y laberintos, Borges
    también inicia su baile de las letras. Los dos, música de tango y literatura de Borges, tienen el
    encanto del sonido y las
    palabras. Y el de la memoria y
    la imaginación. Van juntos los dos, como dos que se
    quieren y se desquieren, todo depende de la hora. Y de los
    inmigrantes que entren en esas músicas del
    bandoneón y de las palabras escritas.

    Del tango se ha dicho
    que es canción de cuchillos y de lupanar. Que nació
    en el crimen y en el sexo que se
    compra. De Borges yo diría lo mismo, su literatura nació
    cuchillera y lujanera. Luego se vistió de inmigración decente. Y al final, el
    tango
    acabó haciendo lo mismo. Uno en el otro, los dos
    siguiéndose, amparándose, Borges habitando el no
    tiempo y el
    tango habitado en ese mismo lugar. Que el tango es eso, un no
    lugar, un no tiempo, esto que
    en física
    llaman reposo o intervalo, para justificar el movimiento.

    Evaristo Carriego y Palermo.

    En un texto sobre
    los espíritus del tango y los suburbios, que luego se hizo
    un arrepentimiento para Borges, eso fue lo que dijo (o le
    inventaron) y a lo mejor fue una burla, le gustaba la burla al
    Borges, el escritor asimila una ciudad iniciada que se canta en
    los versos de Carriego, que habla de la formación de las
    sombras y de la construcción de los silencios.
    También de los desaciertos, los odios y las palabras que
    no alcanzan para otra cosa que delirios y desmesuras. Y para
    sentir al Buenos Aires que
    crece y se hace en la inmigración. Carriego le canta a los
    compadritos y a los bulines, a los boliches y a la calle. Y a un
    Palermo quilombero, lugar de agravios y de inicios de batalla. En
    ese Palermo, que hoy es un espacio verde que se toca con el mar,
    Borges sueña y legitima al abuelo guerrero. Palermo en
    Borges no es una extensión de la pampa sino un campo
    inglés,
    sincrético, donde las historias del criollo y el gringo se
    funden. Y donde habitan sus tigres, que por esos pagos estaban
    las fieras.

    Los espacios de Palermo, cantados por Carriego e
    imaginados por Borges para hacer de esos campos un lugar de lo
    mítico y lo cuchillero, se hacen posibles en la milonga,
    el malevaje y la putada. Allí, en ese Palermo, los
    criollos se matan a punta de versos de guitarra y olor a mujer dispuesta.
    Y los gringos, casi todos calabreses, mantienen vivo el rencor y
    la cuchillada tardía y traicionera. Letras milongueras las
    que escribe Borges rememorando a Palermo, y viviéndolo en
    la imaginación y la memoria
    cuajada de nativos y extranjeros que se relegan la cuchillada
    como en una carrera de postas. Y que cuando no hay quilombo, se
    funden en sus amplitudes y estrecheces. Caserones amplios y
    frescos, para los criollos: casas estrechas y sucias las de los
    gringos. Los primeros con la poesía
    limpia en la boca, los segundos con los versos sucios de la pobreza. Y en
    los dos, la tristeza y los rencores, los amores a medias y las
    visiones de lo imposible. Palermo es campo mítico, donde
    lo bueno y lo malo no existen, como en las tesis de
    Spinoza, sino que se vive por lo que venga, sin que D-s medie
    para nada. Es la guitarra y el facón, la voz que se alarga
    y el puñal fino. Y las mujeres que esperan la danza y el
    crimen por amor. Danza entre
    hombres, danza de
    machos que cortejan como gallos, que se lucen en las fintas y los
    firuletes, en el taconeo y el brillo de las espuelas. Se baila el
    sentimiento, el deseo, la muerte que
    se cuaja en el aire y en las
    miradas. Es como si de esas guitarras salieran diablos para
    revolver las sangres. Es que los días de ese Palermo de
    Borges y Carriego son los del caos inicial, los de la
    formación del mundo donde los opuestos se enfrentan y de
    dos verdades brota la tercera, que es como se crea el camino de
    la esperanza y el de las palomas al cielo. Y el del brillo de los
    cuchillos, capaces de desollar un toro o a quien se cree el
    toro.

    Con Carriego y los versos de lo acontecido en la
    realidad y la irrealidad, afloran los sentimientos cuchilleros de
    Borges, las penumbras apenas iluminadas por la hoja de metal
    puntudo, las manos que a más de domar potros y enfrentar
    vientos duros, buscan también la sangre del otro.
    Es que en la sangre se fundan
    las ciudades y la primera piedra, antes que el inicio de una
    casa, es una lápida o un mojón con una
    bendición encima. En ese Palermo de Carriego y los
    asombros de Borges, Buenos Aires se
    hace desde el Norte dejando el Maldonado que se ha hecho en las
    fronteras de las peleas y las guitarras. Ese Maldonado
    milonguero, de mataderos y gente de cuchillos cortos (que los
    largos eran de gente sin clase), que se extendió por
    manzanas enteras haciendo correr historias prostibularias y de
    guapos que morían sin soltar prenda, de malevos a caballo
    y luciendo chambergos propicios para lucir en el lance y en caso
    de ser difuntos, también es barrio decente, donde la moral
    apenas tocada se convierte en deshonra. De todo sucede
    allí en esos inicios de Buenos Aires. Y
    los opuestos, como pasa con la letra álef, son la
    creación que ya no se detiene. De una muerte barrial
    nace la ciudad. De un barrio que se olvida y del que no queda
    más que una memoria
    fabularia, aparece la Buenos Aires de un Borges que trajina por
    el no- tiempo,
    única medida de la eternidad y lo borgiano. "Porque
    Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el
    penar, me abandoné a sus calles sin recibir el inesperado
    consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo
    de un patio, ya de roce de vidas
    ", escribe cuando concluye su
    capítulo sobre Palermo, que a mi me parece que es el alma
    del tango y de la milonga, la del amor y de
    la muerte, la
    de la nostalgia y el honor partido en dos por un cuchillo o la
    traición de una mujer.
    También por la cobardía de uno que mató
    desde la sombra y así se hinchó de miedo hasta
    reventar.

    En ese Palermo, donde los tangos y las milongas hacen
    parte de los ambientes de luz y de sombra,
    de cuchillos y de percales, de dones y de don nadies, de guapos
    que vienen a acuchillarse y de mujeres que se juegan las
    ilusiones y los pesares, Borges escribe sus relatos más
    tangueros. El hombre de la
    Esquina Rosada y El Sur
    . Y la prosa El Puñal.
    En el primero, donde el crimen pasional es la línea, y
    todo por una mina de todos, por una jermú del más
    guapo, ganada con baile y billetes, el tango y la milonga
    están presentes en un segundo espacio. Sin esa presencia
    musical, el relato se habría quedado sin ambiente
    propicio y Francisco Real hubiera sido una sombra: " y luego
    la abrazó como para siempre y le gritó a los
    musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás
    de la diversión, que bailáramos. La milonga
    corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy
    grave, pero sin ninguna luz, ya
    pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó:
    -¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo
    dormida!-. Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada
    del tango, como si los perdiera el tango"
    . Luego, ya se sabe,
    al Francisco Real, le llega la muerte y de
    la boca le sale: "tápenme la cara". Y acota el
    Borges: "Sólo le quedaba el orgullo y no iba a
    consentir que le curiosearan los visajes de la
    agonía
    ". Y del asesino anota su reflexión:
    "en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el
    odio
    ". Y concluye diciendo del arma homicida: "Borges,
    volví a sacar el cuchillo corto y filoso, que yo
    sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco
    izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba
    como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre
    ".
    En este punto, leo en Borges la síntesis del tango duro,
    del apache, de ese que refiere las historias de los malevos y los
    desamparados. De ese tango y esa milonga donde todo se asume con
    honores y de frente, para que se sepa que hay dignidad. Y que el
    cuchillo nada tiene que ver cuando no se está a amando con
    la mano. Esta historia ha sido
    musicalizada por Piazzolla, para que la música asuma la
    calidad de
    testigo y de memoria, para que
    se baile el cuento, para
    que se sienta y se maldiga o se bendiga, no lo sé muy
    bien, que en la historia imaginada de Buenos
    Aires todo es posible. Igual que en la Lujanera y Rosendo
    Juárez. Lo mismo que en el tango y la milonga, en el
    candombe y el valsesito criollo, músicas a las que hay que
    perderles el temor porque habitan en nosotros desde el
    séptimo día, horas en que se criaron los
    miedos.

    En El Sur, la historia es la de un miedo y
    una fascinación. Y un alter ego de Borges que asume una
    historia de tango
    y de los inicios en la locura y el aburrimiento. En este cuento donde
    el gringo y el criollo son uno y por eso aman los libros y los
    cuchillos, las realidades y las irrealidades, los delirios y los
    terrores, Juan Dahlmann va en busca de la sensación de
    muerte.
    "-Vamos saliendo-, dijo el otro. Salieron y, si en Dahlmann no
    había esperanza, tampoco había temor. Sintió
    que al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a
    cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación
    para él, una felicidad y una fiesta…".
    Luego es
    Dahlmann que empuña el puñal que no sabe manejar,
    la daga que misteriosamente apareció a sus pies, que
    alguno tiró para que no hubieran injusticias, y sale para
    que la llanura le vea la muerte,
    para que el Sur lo inicie en la memoria y
    alguien le cante el lance. Lo demás, más
    allá, es Buenos Aires que se lee la suerte en las
    líneas de la mano de una grela que no admite que se
    está quedando sin carnes.

    En el Puñal, todo lo tanguero bravo y lo
    milonguero, está definido en dos renglones que concluyen
    una historia corta
    sobre un cuchillo que habita un cajón: "A veces me da
    lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente
    soberbia, y los años pasan, inútiles"
    .
    Así ve a ese cuchillo creado para matar, como un agazapado
    en el olvido, pero con memoria para
    cuando lo aferren con los dedos. Un cuchillo que es el de Palermo
    y la guitarra, que lleva a sueños atroces y a horizontes
    brillosos de amores rojos, ya de pasión, ya de sangre, como pasa
    en La Intrusa y en la muerte de
    los dos hermanos, como pasa en las milongas que escribió
    Borges haciendo la lectura de
    Evaristo Carriego y del Buenos Aires pulpero y de calles
    empedradas, cuajado de sueños y de dolores, de inmigrantes
    y de criollos listos a sacarse la vida de las venas. Esa ciudad
    inicial, es de tango y de milonga, es de burla y de miedo, es una
    emboscada, una tocaia grande como diría Jorge
    Amado, que es hombre de
    candombes. Y de delirios propicios a la escritura.

    Borges y el tango que no vemos.

    El tango es de lupanar, pero también de gran
    salón. Es de cuento entre
    putas, pero igual lo comentan matemáticos y filósofos con la carne viva. El tango es la
    ciudad que registra en las voces de la calle sus peores memorias. Y
    las más bellas, para que los sueños sigan vivos. Es
    la bella Emma Zuns, mujer que acciona la pistola para
    vengar a su padre y la deshonra a la que la han sometido los ojos
    de un cerdo con gafas. El tango son los días duros de la
    Historia Universal de la Infamia y de las
    Ficciones, donde se lucen los cadáveres al viento y
    a los peatones, ya los de Billy the Kid y la viuda China, ya los
    de esos desconocidos que habitan bibliotecas
    circulares y ecuaciones
    infinitas.

    El tango, decía, es danza de
    lugares contrarios, es caminos que se bifurcan, que el uno se
    baila con furia en Boedo y el otro con champán en Paris. E
    igual es Borges, que en su literatura asumió lo
    de arriba y lo de abajo, asumiendo en ambos espacios la
    similitud, como los cabalistas, que es lo mismo lo que
    está arriba que lo que está bajo. Y del
    jardín que se mira, se ven las estrellas, como
    defendía Giordano Bruno, el hereje.

    Para algunos intelectuales, Borges se desacredita en el
    tango. Y lo alejan de este lugar de bandoneón y cantor,
    para situarlo en el laberinto de lo nórdico y lo
    ginebrino, de lo arcaico en el cielo y lo miliunanochezco. Esta
    ubicación (o desubicación), nace del desprecio por
    el pecado cometido con dignidad, por el miedo al placer comprado
    y la ira sangrienta que se cuece en los traicionados. Entonces,
    desde el eurocentrismo, Borges carece de tango y de milonga y
    más que un conocedor de la ciudad en sus inicios es un
    cadáver momificado y acético a toda desmesura.
    Pero, para ira de los que defienden esto, Borges se mantiene
    inmerso en el tango. Y desde él construye la eternidad
    apoyado en sus tigres y sus espejos, que el tigre es el guapo
    elegante y ágil que mantiene la muerte a mano.
    Y los espejos, esto que somos aunque lo disfracemos.

    En ese tango que no vemos, que suena y se toma las
    azoteas de Buenos Aires, que lee las estaciones desde el
    bandoneón de Piazzolla y las desgracias desde la
    pésima orquesta de Malingo, veo al Borges de la Memoria. Y
    al de la imaginación, que es como la danza, donde todo
    depende de los firuletes y los quiebres de mirada.
    Colángelo habita Borges y lo habita la orquesta de Daniel
    Baremboin. Y lo habitó Yehudi Menuhin con su violín
    tanguero, más agresivo que el de Gidon Kramer porque
    asumió esta música desde el
    fondo. No tuvo Menuhin ascos para que las cuerdas de su
    violín interpretaran una milonga y un tango apache,
    canciones que le rememoraron sus tiempos de inmigración. Y en el trabajo que
    realiza con Piazzolla, se nota al Borges de los compadritos y las
    putas de las pulperías, y también al de la ciudad
    que se desarrolla entre memorias de
    lenguas olvidadas y por eso sagradas y demoniacas, como las
    claves lunfardas de los marinos y las grelas que estiran la noche
    para que la evidencia no las atrape y las disuelva con la
    luz del
    sol.

    Bajo esta posición herética, la de un
    Borges en el tango que no vemos pero que leemos, asumo al Borges
    aventurero y policiaco, al traidor de las memorias de
    museo y amante de escribir sobre mujeres con tintes criminales,
    perversas y macabras, meras grelas, que son las de la memoria y
    esas que representan todas las expulsiones del Paraíso.
    Personajes como Isidro Parodi, el detective preso que todo lo
    resuelve desde su celda a través de intuiciones, ya son un
    tango en sí mismos, que en el tango se magnifica el
    criminal y en esta magnificación lo convierte en un
    antihéroe que termina representando la intligencia
    práctica (la frónesis, según Aristóteles) de un colectivo que delinque y
    en este acto, el delito, demuestra
    que está vivo y en movimiento.

    En la biografía que Borges
    hace de Evaristo Carriego, ese poeta que descendía de un
    abuelo que escribió unos papeles olvidados y que
    murió de tuberculosis o de
    tisis, hablo de Carriego, el mundo es de tango y de curiosidad.
    Carriego, habitado por Borges, es el territorio de los
    compadritos y las milongas que hablan de putas y dagas, de
    guitarras y casas donde hay una nostalgia de guerra. Y, a
    la par, de un deseo irredento de tener Buenos Aires de frente
    pero sin entrarle, esperando a ver quién sale primero al
    baile. Y, en todos estos poemas que se
    convierten en Misas Herejes, en el lápiz de
    Carriego, Borges pone a reinar el cuchillo, ese tango interno que
    no lo deja, que convierte en espada de saga o en cálamo de
    sabio musulmán que se niega a terminar la historia. O en
    la letra álef, que es filuda e indica todos los silencios
    y todas las aperturas. Borges, en Carriego, asume el tango y la
    milonga, los amores turbios y las muertes difusas, las
    incertidumbres y el canto que habla de historias, propicias para
    el bailongo y para que los negros del Abasto hagan sangrar los
    dedos que le danzan a las cuerdas de la guitarra. Es que Carriego
    lo marca, que el
    tango es baile que no se olvida, que es amplio como la pampa y
    extenso como el cuerpo de la mujer que se
    ama con pasión desmedida y notas de bandoneón. Y
    con los pasos de dos que se cruzan los cuerpos.

    Borges en el nuevo tango.

    El tango de Piazzola y el que canta el polaco Goyeneche,
    el de Colángelo y el que tirita en la voz de la Varela,
    nombrada Adriana, el que suena bajo las manos maestras de Daniel
    Barenmboim y el que se entreje en el violín de Menuhin y
    en el Kremer, conducen inevitablemente a Borges, a lo
    prostibulario y al mundo de las ideas, a la milonga de Jacinto
    Chiclana y a la soledad de sus mujeres. Y que el tango es Buenos
    Aires con sus inmigrantes criollos y gringos, que al inicio
    fueron italianos y después fueron rusos y polacos,
    árabes y judíos, todos aportándole letras e
    instrumentos al tango. Y a la literatura de Borges, que se
    nutrió del asombro de estas inmigraciones y de las de
    él mismo por los pagos de Europa.

    El nuevo tango es música que narra la
    ciudad y sus fantasmas, sus delirios e ilusiones. Y en esta
    narración de estaciones y milongas (la milonga es el sitio
    donde se baila el tango) al son de los violines y el
    bandoneón, el piano y el contrabajo, asumimos a Borges. Y
    lo asumimos porque Borges, al igual que el tango, es Buenos
    Aires. Y sólo desde Buenos Aires puede entenderse ese
    tango que está en Borges, que gravita en él y sus
    escritos, en la poesía
    que describe a Spinoza y la cábala, en el humor y la
    memoria. En
    ese tango nuevo que se baila en la plaza Dorrego en San Telmo o
    que dos muchachos ensayan en la Boca (en la república del
    riachuelo), en el que silba un judío ortodoxo sin que lo
    oigan los vecinos mientras se hace el que lee el Talmud,
    está Borges con sus laberintos, sus tigres y sus espejos.
    Y con sus burlas, que hacen firuletes y se lucen de esquina a
    esquina en lo de Hansen, como en los viejos tiempos, en los del
    farol y el chambergo, en los de la dama de todos y el cuchillo,
    llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira,
    si está en manos de alguno que corte carnes para el
    asado.

    El nuevo tango, ese que se exiló de San Juan y
    Boedo, dejando atrás a Pugliese y a Canaro, sin la
    traición del olvido, es el Borges del libro de arena
    y el informe Brodie,
    el de Funes el memorioso y la Fundación Mítica de
    Buenos Aires. Tangos de bibliotecario ciego y de imaginador que
    navega por las letras de lenguas tan perdidas como las diez
    tribus de Israel, que se
    presume que están al otro lado del Sambatión,
    río misterioso que suena igual a la tecla 36 del
    fuelle.

    A Borges lo entiendo en el tango y oyendo tangos lo leo
    y lo sueño en esa eternidad que carece de tiempo y por eso
    permite que el baile sin inicio no termine nunca. Y ambos, tango
    y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de
    la memoria y a la
    que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una
    puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio. A su lado, un
    babilónico que la mira pecando.

    A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz
    de gramófono de Gardel y deseando bailar una milonga,
    bailándola con el corazón y
    los dedos sobre la mesa. Era un tímido el Borges y, por
    eso, un ansiador de tangos y de cuchillos, de guapos y de
    milongas (milonga también es puta) trenzados al
    compás del dos por cuatro. De no ser así, no
    habitó Buenos Aires ni sus noches, tampoco las madrugadas
    cuando los rezongos de un bandoneón levantan negros
    montivedeanos y gringos que todavía no están
    seguros de
    haber atravesado el mar, tanto es el asombro que brota de la
    ciudad donde se pierden y añoran.

    Antes que ciego y delirante, Borges era un sentidor. Y
    esto pudre a muchos que lo miran desde París y Ginebra,
    Londres y Madrid. Y que les duelen los tigres y los espejos,
    espacios donde sólo es posible ver a dos que bailan el
    tango. Y que se acuchillan para sentirse la sangre y la vida.
    También en esos espacios del tigre y el espejo,
    está la dama que mira sin ser tocada y por eso se
    desvanece mientras bebe un té. Y el sabio perdido que se
    multiplica y en esta multiplicación se quiere devorar
    porque sabe que no pierde más que una
    proyección.

    No hay que temer a Borges ni al tango. Los dos
    comenzaron al mismo tiempo y los dos siguen en el tiempo. Y en el
    tango de la vieja guardia vemos al Borges del abuelo que
    luchó en Junín y hundió el puñal en
    el tigre. Y en el nuevo, al Borges que habita el laberinto y la
    biblioteca eterna
    de Babel. No hay que temer a Borges ni al tango, los dos
    están el uno en el otro, amándose y
    odiándose, bailando entrepiernados, asimilando al fin los
    caminos que se bifurcan.

    Escrito en Medellín, oyendo tangos y a
    María José que llora.

    Carta de Un Lector

    Estimado José Guillermo Ángel.

    Después de haber leído su ensayo "De
    Borges y el Tango" un desconcierto me embarga. En las primeras
    páginas fui seducido por el espíritu del texto, y
    apenas perturbado por algunos inexactos; pero sobre el final
    errores que estimo gravísimos me motivaron estas
    líneas.

    Un ensayo que
    plantea las raíces de Buenos Aires, y podríamos
    decir del porteño no puede confundir ciertas cosas que
    están muy arraigadas a esta cultura, y que
    le deja a todo el ensayo un
    sabor amorgo; amargo porque parece estar hecho desde el deseo de
    conocer o de vivir (típico de Borges) pero ejecutado desde
    la total ignorancia que podría tener cualquier
    bibliotecario de las cosas del campo y de los suburbios, porque
    está muy bien para alguien que no conoce y se le pretende
    pintar una realidad pintoresca más que cierta.

    Paso a exponer:

    "En los de la dama de todos y el cuchillo, llámese
    facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está
    en manos de alguno que corte carnes para el asado."

    De este párrafo de su texto se
    desprende que para usted "facón, puñal, rebenque y
    chaira" son sinónimos. Bueno, no. El rebenque es un palo
    con una lonja de cuero que se usa para azotar a los caballos y a
    los niños maleducados. La Chaira, más allá
    de que en los diccionarios
    encuentre que es una especie de navaja de zapatero, en Buenos
    Aires es un fierro que se usa para afilar el cuchillo.

    "Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que
    no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien
    vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una
    mano por el pelo rubio."

    ¿Realmente usted se imagina a Buenos Aires como una mujer
    rubia bien vestida? No sé que parte de Buenos Aires
    recuerde, pero seguro no
    concuerda con el sentimiento que intentó transmitir en su
    ensayo.

    Por último:
    "A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de
    gramófono de Gardel…"

    Discúlpeme, pero Borges creía que Gardel era una
    desgracia para el tango, que el tango en sí era una
    desgracia, el tango conocido y reconocido como tal. El tango
    sensiblero de Gardel era rechazado por un Borges que deseaba
    morir bajo el cielo de la pampa en un sur lejano. Borges habla de
    milonga, de milonga campera no de tango.

    Espero no tome a mal estas líneas, es que realmente me
    ofusco ver con que facilidad se habla de los que se desconoce.
    Comparto su visión de Borges, pero no puedo permitir que
    con toda liviandad y desde Medellín se parlotee sobre
    cosas que no son, para hablar de facones y de asados sería
    muy bueno pasar unos días en el campo, pero no en el campo
    del abuelo, en el campo de los peones.

    Marcelo Pablo Peláez
    mppelaez[arroba]yahoo.com.ar
    Buenos Aires, 23 de agosto de
    2000

     

     

    Autor:

    Jose Guillermo Angel

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