(Ensayo sobre
dos que bailan la realidad y la irrealidad).
Por: José Guillermo Anjel R.
Dedico esta conferencia
Benjamín Schneid, hombre de
Belgrano que lee señales invisibles. Para vos,
ché.
Intróito.
No sé qué tenga el tango.
Quizás sea una mujer que baila
en las venas del hombre que la
piensa y, mientras danza, lo
tienta hasta la locura o el odio. Esta mujer, que se
hace con las notas del bandoneón, para asombro de
golondrinas y aves que
llegan por ese mar amplio que se involucra en el río y se
hace costanera delante de Buenos Aires,
sonríe y llora al mismo tiempo. En
términos de Borges,
sería una mujer que se mira
en el espejo dominado por el tigre. O que son los ojos del
tigre.
El tango y Borges nacen por
el mismo tiempo. Y se
hacen de Buenos aires. Y
cuando el bandoneón deja de asistir difuntos y mejor se
integra a historias de hombres y mujeres vivos, de acción
en ciudad y laberintos, Borges
también inicia su baile de las letras. Los dos, música de tango y literatura de Borges, tienen el
encanto del sonido y las
palabras. Y el de la memoria y
la imaginación. Van juntos los dos, como dos que se
quieren y se desquieren, todo depende de la hora. Y de los
inmigrantes que entren en esas músicas del
bandoneón y de las palabras escritas.
Del tango se ha dicho
que es canción de cuchillos y de lupanar. Que nació
en el crimen y en el sexo que se
compra. De Borges yo diría lo mismo, su literatura nació
cuchillera y lujanera. Luego se vistió de inmigración decente. Y al final, el
tango
acabó haciendo lo mismo. Uno en el otro, los dos
siguiéndose, amparándose, Borges habitando el no
tiempo y el
tango habitado en ese mismo lugar. Que el tango es eso, un no
lugar, un no tiempo, esto que
en física
llaman reposo o intervalo, para justificar el movimiento.
Evaristo Carriego y Palermo.
En un texto sobre
los espíritus del tango y los suburbios, que luego se hizo
un arrepentimiento para Borges, eso fue lo que dijo (o le
inventaron) y a lo mejor fue una burla, le gustaba la burla al
Borges, el escritor asimila una ciudad iniciada que se canta en
los versos de Carriego, que habla de la formación de las
sombras y de la construcción de los silencios.
También de los desaciertos, los odios y las palabras que
no alcanzan para otra cosa que delirios y desmesuras. Y para
sentir al Buenos Aires que
crece y se hace en la inmigración. Carriego le canta a los
compadritos y a los bulines, a los boliches y a la calle. Y a un
Palermo quilombero, lugar de agravios y de inicios de batalla. En
ese Palermo, que hoy es un espacio verde que se toca con el mar,
Borges sueña y legitima al abuelo guerrero. Palermo en
Borges no es una extensión de la pampa sino un campo
inglés,
sincrético, donde las historias del criollo y el gringo se
funden. Y donde habitan sus tigres, que por esos pagos estaban
las fieras.
Los espacios de Palermo, cantados por Carriego e
imaginados por Borges para hacer de esos campos un lugar de lo
mítico y lo cuchillero, se hacen posibles en la milonga,
el malevaje y la putada. Allí, en ese Palermo, los
criollos se matan a punta de versos de guitarra y olor a mujer dispuesta.
Y los gringos, casi todos calabreses, mantienen vivo el rencor y
la cuchillada tardía y traicionera. Letras milongueras las
que escribe Borges rememorando a Palermo, y viviéndolo en
la imaginación y la memoria
cuajada de nativos y extranjeros que se relegan la cuchillada
como en una carrera de postas. Y que cuando no hay quilombo, se
funden en sus amplitudes y estrecheces. Caserones amplios y
frescos, para los criollos: casas estrechas y sucias las de los
gringos. Los primeros con la poesía
limpia en la boca, los segundos con los versos sucios de la pobreza. Y en
los dos, la tristeza y los rencores, los amores a medias y las
visiones de lo imposible. Palermo es campo mítico, donde
lo bueno y lo malo no existen, como en las tesis de
Spinoza, sino que se vive por lo que venga, sin que D-s medie
para nada. Es la guitarra y el facón, la voz que se alarga
y el puñal fino. Y las mujeres que esperan la danza y el
crimen por amor. Danza entre
hombres, danza de
machos que cortejan como gallos, que se lucen en las fintas y los
firuletes, en el taconeo y el brillo de las espuelas. Se baila el
sentimiento, el deseo, la muerte que
se cuaja en el aire y en las
miradas. Es como si de esas guitarras salieran diablos para
revolver las sangres. Es que los días de ese Palermo de
Borges y Carriego son los del caos inicial, los de la
formación del mundo donde los opuestos se enfrentan y de
dos verdades brota la tercera, que es como se crea el camino de
la esperanza y el de las palomas al cielo. Y el del brillo de los
cuchillos, capaces de desollar un toro o a quien se cree el
toro.
Con Carriego y los versos de lo acontecido en la
realidad y la irrealidad, afloran los sentimientos cuchilleros de
Borges, las penumbras apenas iluminadas por la hoja de metal
puntudo, las manos que a más de domar potros y enfrentar
vientos duros, buscan también la sangre del otro.
Es que en la sangre se fundan
las ciudades y la primera piedra, antes que el inicio de una
casa, es una lápida o un mojón con una
bendición encima. En ese Palermo de Carriego y los
asombros de Borges, Buenos Aires se
hace desde el Norte dejando el Maldonado que se ha hecho en las
fronteras de las peleas y las guitarras. Ese Maldonado
milonguero, de mataderos y gente de cuchillos cortos (que los
largos eran de gente sin clase), que se extendió por
manzanas enteras haciendo correr historias prostibularias y de
guapos que morían sin soltar prenda, de malevos a caballo
y luciendo chambergos propicios para lucir en el lance y en caso
de ser difuntos, también es barrio decente, donde la moral
apenas tocada se convierte en deshonra. De todo sucede
allí en esos inicios de Buenos Aires. Y
los opuestos, como pasa con la letra álef, son la
creación que ya no se detiene. De una muerte barrial
nace la ciudad. De un barrio que se olvida y del que no queda
más que una memoria
fabularia, aparece la Buenos Aires de un Borges que trajina por
el no- tiempo,
única medida de la eternidad y lo borgiano. "Porque
Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el
penar, me abandoné a sus calles sin recibir el inesperado
consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo
de un patio, ya de roce de vidas", escribe cuando concluye su
capítulo sobre Palermo, que a mi me parece que es el alma
del tango y de la milonga, la del amor y de
la muerte, la
de la nostalgia y el honor partido en dos por un cuchillo o la
traición de una mujer.
También por la cobardía de uno que mató
desde la sombra y así se hinchó de miedo hasta
reventar.
En ese Palermo, donde los tangos y las milongas hacen
parte de los ambientes de luz y de sombra,
de cuchillos y de percales, de dones y de don nadies, de guapos
que vienen a acuchillarse y de mujeres que se juegan las
ilusiones y los pesares, Borges escribe sus relatos más
tangueros. El hombre de la
Esquina Rosada y El Sur. Y la prosa El Puñal.
En el primero, donde el crimen pasional es la línea, y
todo por una mina de todos, por una jermú del más
guapo, ganada con baile y billetes, el tango y la milonga
están presentes en un segundo espacio. Sin esa presencia
musical, el relato se habría quedado sin ambiente
propicio y Francisco Real hubiera sido una sombra: " y luego
la abrazó como para siempre y le gritó a los
musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás
de la diversión, que bailáramos. La milonga
corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy
grave, pero sin ninguna luz, ya
pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó:
-¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo
dormida!-. Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada
del tango, como si los perdiera el tango". Luego, ya se sabe,
al Francisco Real, le llega la muerte y de
la boca le sale: "tápenme la cara". Y acota el
Borges: "Sólo le quedaba el orgullo y no iba a
consentir que le curiosearan los visajes de la
agonía". Y del asesino anota su reflexión:
"en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el
odio". Y concluye diciendo del arma homicida: "Borges,
volví a sacar el cuchillo corto y filoso, que yo
sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco
izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba
como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre".
En este punto, leo en Borges la síntesis del tango duro,
del apache, de ese que refiere las historias de los malevos y los
desamparados. De ese tango y esa milonga donde todo se asume con
honores y de frente, para que se sepa que hay dignidad. Y que el
cuchillo nada tiene que ver cuando no se está a amando con
la mano. Esta historia ha sido
musicalizada por Piazzolla, para que la música asuma la
calidad de
testigo y de memoria, para que
se baile el cuento, para
que se sienta y se maldiga o se bendiga, no lo sé muy
bien, que en la historia imaginada de Buenos
Aires todo es posible. Igual que en la Lujanera y Rosendo
Juárez. Lo mismo que en el tango y la milonga, en el
candombe y el valsesito criollo, músicas a las que hay que
perderles el temor porque habitan en nosotros desde el
séptimo día, horas en que se criaron los
miedos.
En El Sur, la historia es la de un miedo y
una fascinación. Y un alter ego de Borges que asume una
historia de tango
y de los inicios en la locura y el aburrimiento. En este cuento donde
el gringo y el criollo son uno y por eso aman los libros y los
cuchillos, las realidades y las irrealidades, los delirios y los
terrores, Juan Dahlmann va en busca de la sensación de
muerte.
"-Vamos saliendo-, dijo el otro. Salieron y, si en Dahlmann no
había esperanza, tampoco había temor. Sintió
que al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a
cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación
para él, una felicidad y una fiesta…". Luego es
Dahlmann que empuña el puñal que no sabe manejar,
la daga que misteriosamente apareció a sus pies, que
alguno tiró para que no hubieran injusticias, y sale para
que la llanura le vea la muerte,
para que el Sur lo inicie en la memoria y
alguien le cante el lance. Lo demás, más
allá, es Buenos Aires que se lee la suerte en las
líneas de la mano de una grela que no admite que se
está quedando sin carnes.
En el Puñal, todo lo tanguero bravo y lo
milonguero, está definido en dos renglones que concluyen
una historia corta
sobre un cuchillo que habita un cajón: "A veces me da
lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente
soberbia, y los años pasan, inútiles".
Así ve a ese cuchillo creado para matar, como un agazapado
en el olvido, pero con memoria para
cuando lo aferren con los dedos. Un cuchillo que es el de Palermo
y la guitarra, que lleva a sueños atroces y a horizontes
brillosos de amores rojos, ya de pasión, ya de sangre, como pasa
en La Intrusa y en la muerte de
los dos hermanos, como pasa en las milongas que escribió
Borges haciendo la lectura de
Evaristo Carriego y del Buenos Aires pulpero y de calles
empedradas, cuajado de sueños y de dolores, de inmigrantes
y de criollos listos a sacarse la vida de las venas. Esa ciudad
inicial, es de tango y de milonga, es de burla y de miedo, es una
emboscada, una tocaia grande como diría Jorge
Amado, que es hombre de
candombes. Y de delirios propicios a la escritura.
Borges y el tango que no vemos.
El tango es de lupanar, pero también de gran
salón. Es de cuento entre
putas, pero igual lo comentan matemáticos y filósofos con la carne viva. El tango es la
ciudad que registra en las voces de la calle sus peores memorias. Y
las más bellas, para que los sueños sigan vivos. Es
la bella Emma Zuns, mujer que acciona la pistola para
vengar a su padre y la deshonra a la que la han sometido los ojos
de un cerdo con gafas. El tango son los días duros de la
Historia Universal de la Infamia y de las
Ficciones, donde se lucen los cadáveres al viento y
a los peatones, ya los de Billy the Kid y la viuda China, ya los
de esos desconocidos que habitan bibliotecas
circulares y ecuaciones
infinitas.
El tango, decía, es danza de
lugares contrarios, es caminos que se bifurcan, que el uno se
baila con furia en Boedo y el otro con champán en Paris. E
igual es Borges, que en su literatura asumió lo
de arriba y lo de abajo, asumiendo en ambos espacios la
similitud, como los cabalistas, que es lo mismo lo que
está arriba que lo que está bajo. Y del
jardín que se mira, se ven las estrellas, como
defendía Giordano Bruno, el hereje.
Para algunos intelectuales, Borges se desacredita en el
tango. Y lo alejan de este lugar de bandoneón y cantor,
para situarlo en el laberinto de lo nórdico y lo
ginebrino, de lo arcaico en el cielo y lo miliunanochezco. Esta
ubicación (o desubicación), nace del desprecio por
el pecado cometido con dignidad, por el miedo al placer comprado
y la ira sangrienta que se cuece en los traicionados. Entonces,
desde el eurocentrismo, Borges carece de tango y de milonga y
más que un conocedor de la ciudad en sus inicios es un
cadáver momificado y acético a toda desmesura.
Pero, para ira de los que defienden esto, Borges se mantiene
inmerso en el tango. Y desde él construye la eternidad
apoyado en sus tigres y sus espejos, que el tigre es el guapo
elegante y ágil que mantiene la muerte a mano.
Y los espejos, esto que somos aunque lo disfracemos.
En ese tango que no vemos, que suena y se toma las
azoteas de Buenos Aires, que lee las estaciones desde el
bandoneón de Piazzolla y las desgracias desde la
pésima orquesta de Malingo, veo al Borges de la Memoria. Y
al de la imaginación, que es como la danza, donde todo
depende de los firuletes y los quiebres de mirada.
Colángelo habita Borges y lo habita la orquesta de Daniel
Baremboin. Y lo habitó Yehudi Menuhin con su violín
tanguero, más agresivo que el de Gidon Kramer porque
asumió esta música desde el
fondo. No tuvo Menuhin ascos para que las cuerdas de su
violín interpretaran una milonga y un tango apache,
canciones que le rememoraron sus tiempos de inmigración. Y en el trabajo que
realiza con Piazzolla, se nota al Borges de los compadritos y las
putas de las pulperías, y también al de la ciudad
que se desarrolla entre memorias de
lenguas olvidadas y por eso sagradas y demoniacas, como las
claves lunfardas de los marinos y las grelas que estiran la noche
para que la evidencia no las atrape y las disuelva con la
luz del
sol.
Bajo esta posición herética, la de un
Borges en el tango que no vemos pero que leemos, asumo al Borges
aventurero y policiaco, al traidor de las memorias de
museo y amante de escribir sobre mujeres con tintes criminales,
perversas y macabras, meras grelas, que son las de la memoria y
esas que representan todas las expulsiones del Paraíso.
Personajes como Isidro Parodi, el detective preso que todo lo
resuelve desde su celda a través de intuiciones, ya son un
tango en sí mismos, que en el tango se magnifica el
criminal y en esta magnificación lo convierte en un
antihéroe que termina representando la intligencia
práctica (la frónesis, según Aristóteles) de un colectivo que delinque y
en este acto, el delito, demuestra
que está vivo y en movimiento.
En la biografía que Borges
hace de Evaristo Carriego, ese poeta que descendía de un
abuelo que escribió unos papeles olvidados y que
murió de tuberculosis o de
tisis, hablo de Carriego, el mundo es de tango y de curiosidad.
Carriego, habitado por Borges, es el territorio de los
compadritos y las milongas que hablan de putas y dagas, de
guitarras y casas donde hay una nostalgia de guerra. Y, a
la par, de un deseo irredento de tener Buenos Aires de frente
pero sin entrarle, esperando a ver quién sale primero al
baile. Y, en todos estos poemas que se
convierten en Misas Herejes, en el lápiz de
Carriego, Borges pone a reinar el cuchillo, ese tango interno que
no lo deja, que convierte en espada de saga o en cálamo de
sabio musulmán que se niega a terminar la historia. O en
la letra álef, que es filuda e indica todos los silencios
y todas las aperturas. Borges, en Carriego, asume el tango y la
milonga, los amores turbios y las muertes difusas, las
incertidumbres y el canto que habla de historias, propicias para
el bailongo y para que los negros del Abasto hagan sangrar los
dedos que le danzan a las cuerdas de la guitarra. Es que Carriego
lo marca, que el
tango es baile que no se olvida, que es amplio como la pampa y
extenso como el cuerpo de la mujer que se
ama con pasión desmedida y notas de bandoneón. Y
con los pasos de dos que se cruzan los cuerpos.
Borges en el nuevo tango.
El tango de Piazzola y el que canta el polaco Goyeneche,
el de Colángelo y el que tirita en la voz de la Varela,
nombrada Adriana, el que suena bajo las manos maestras de Daniel
Barenmboim y el que se entreje en el violín de Menuhin y
en el Kremer, conducen inevitablemente a Borges, a lo
prostibulario y al mundo de las ideas, a la milonga de Jacinto
Chiclana y a la soledad de sus mujeres. Y que el tango es Buenos
Aires con sus inmigrantes criollos y gringos, que al inicio
fueron italianos y después fueron rusos y polacos,
árabes y judíos, todos aportándole letras e
instrumentos al tango. Y a la literatura de Borges, que se
nutrió del asombro de estas inmigraciones y de las de
él mismo por los pagos de Europa.
El nuevo tango es música que narra la
ciudad y sus fantasmas, sus delirios e ilusiones. Y en esta
narración de estaciones y milongas (la milonga es el sitio
donde se baila el tango) al son de los violines y el
bandoneón, el piano y el contrabajo, asumimos a Borges. Y
lo asumimos porque Borges, al igual que el tango, es Buenos
Aires. Y sólo desde Buenos Aires puede entenderse ese
tango que está en Borges, que gravita en él y sus
escritos, en la poesía
que describe a Spinoza y la cábala, en el humor y la
memoria. En
ese tango nuevo que se baila en la plaza Dorrego en San Telmo o
que dos muchachos ensayan en la Boca (en la república del
riachuelo), en el que silba un judío ortodoxo sin que lo
oigan los vecinos mientras se hace el que lee el Talmud,
está Borges con sus laberintos, sus tigres y sus espejos.
Y con sus burlas, que hacen firuletes y se lucen de esquina a
esquina en lo de Hansen, como en los viejos tiempos, en los del
farol y el chambergo, en los de la dama de todos y el cuchillo,
llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira,
si está en manos de alguno que corte carnes para el
asado.
El nuevo tango, ese que se exiló de San Juan y
Boedo, dejando atrás a Pugliese y a Canaro, sin la
traición del olvido, es el Borges del libro de arena
y el informe Brodie,
el de Funes el memorioso y la Fundación Mítica de
Buenos Aires. Tangos de bibliotecario ciego y de imaginador que
navega por las letras de lenguas tan perdidas como las diez
tribus de Israel, que se
presume que están al otro lado del Sambatión,
río misterioso que suena igual a la tecla 36 del
fuelle.
A Borges lo entiendo en el tango y oyendo tangos lo leo
y lo sueño en esa eternidad que carece de tiempo y por eso
permite que el baile sin inicio no termine nunca. Y ambos, tango
y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de
la memoria y a la
que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una
puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio. A su lado, un
babilónico que la mira pecando.
A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz
de gramófono de Gardel y deseando bailar una milonga,
bailándola con el corazón y
los dedos sobre la mesa. Era un tímido el Borges y, por
eso, un ansiador de tangos y de cuchillos, de guapos y de
milongas (milonga también es puta) trenzados al
compás del dos por cuatro. De no ser así, no
habitó Buenos Aires ni sus noches, tampoco las madrugadas
cuando los rezongos de un bandoneón levantan negros
montivedeanos y gringos que todavía no están
seguros de
haber atravesado el mar, tanto es el asombro que brota de la
ciudad donde se pierden y añoran.
Antes que ciego y delirante, Borges era un sentidor. Y
esto pudre a muchos que lo miran desde París y Ginebra,
Londres y Madrid. Y que les duelen los tigres y los espejos,
espacios donde sólo es posible ver a dos que bailan el
tango. Y que se acuchillan para sentirse la sangre y la vida.
También en esos espacios del tigre y el espejo,
está la dama que mira sin ser tocada y por eso se
desvanece mientras bebe un té. Y el sabio perdido que se
multiplica y en esta multiplicación se quiere devorar
porque sabe que no pierde más que una
proyección.
No hay que temer a Borges ni al tango. Los dos
comenzaron al mismo tiempo y los dos siguen en el tiempo. Y en el
tango de la vieja guardia vemos al Borges del abuelo que
luchó en Junín y hundió el puñal en
el tigre. Y en el nuevo, al Borges que habita el laberinto y la
biblioteca eterna
de Babel. No hay que temer a Borges ni al tango, los dos
están el uno en el otro, amándose y
odiándose, bailando entrepiernados, asimilando al fin los
caminos que se bifurcan.
Escrito en Medellín, oyendo tangos y a
María José que llora.
Carta de Un Lector
Estimado José Guillermo Ángel.
Después de haber leído su ensayo "De
Borges y el Tango" un desconcierto me embarga. En las primeras
páginas fui seducido por el espíritu del texto, y
apenas perturbado por algunos inexactos; pero sobre el final
errores que estimo gravísimos me motivaron estas
líneas.
Un ensayo que
plantea las raíces de Buenos Aires, y podríamos
decir del porteño no puede confundir ciertas cosas que
están muy arraigadas a esta cultura, y que
le deja a todo el ensayo un
sabor amorgo; amargo porque parece estar hecho desde el deseo de
conocer o de vivir (típico de Borges) pero ejecutado desde
la total ignorancia que podría tener cualquier
bibliotecario de las cosas del campo y de los suburbios, porque
está muy bien para alguien que no conoce y se le pretende
pintar una realidad pintoresca más que cierta.
Paso a exponer:
"En los de la dama de todos y el cuchillo, llámese
facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está
en manos de alguno que corte carnes para el asado."
De este párrafo de su texto se
desprende que para usted "facón, puñal, rebenque y
chaira" son sinónimos. Bueno, no. El rebenque es un palo
con una lonja de cuero que se usa para azotar a los caballos y a
los niños maleducados. La Chaira, más allá
de que en los diccionarios
encuentre que es una especie de navaja de zapatero, en Buenos
Aires es un fierro que se usa para afilar el cuchillo.
"Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que
no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien
vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una
mano por el pelo rubio."
¿Realmente usted se imagina a Buenos Aires como una mujer
rubia bien vestida? No sé que parte de Buenos Aires
recuerde, pero seguro no
concuerda con el sentimiento que intentó transmitir en su
ensayo.
Por último:
"A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de
gramófono de Gardel…"
Discúlpeme, pero Borges creía que Gardel era una
desgracia para el tango, que el tango en sí era una
desgracia, el tango conocido y reconocido como tal. El tango
sensiblero de Gardel era rechazado por un Borges que deseaba
morir bajo el cielo de la pampa en un sur lejano. Borges habla de
milonga, de milonga campera no de tango.
Espero no tome a mal estas líneas, es que realmente me
ofusco ver con que facilidad se habla de los que se desconoce.
Comparto su visión de Borges, pero no puedo permitir que
con toda liviandad y desde Medellín se parlotee sobre
cosas que no son, para hablar de facones y de asados sería
muy bueno pasar unos días en el campo, pero no en el campo
del abuelo, en el campo de los peones.
Marcelo Pablo Peláez
mppelaez[arroba]yahoo.com.ar
Buenos Aires, 23 de agosto de
2000
Autor:
Jose Guillermo Angel