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Goya




Enviado por latiniando




    Introducción

    Francisco de Goya nace en 1746 en un
    pequeño pueblo aragonés, Fuendetodos, y muere en
    Burdeos el 16 de abril de 1828. Cuando nace, ese mismo
    año, reina Fernando VI, segundo monarca de la
    dinastía borbónica; cuando muere, reina Fernando
    VII. Entre tanto han sucedido muchas cosas: primero se
    consolidó el despotismo ilustrado, se tensaron las
    relaciones entre los ilustrados y el viejo régimen,
    gobernó Godoy con Carlos IV, estalló el
    motín de Aranjuez, los franceses invadieron la
    Península, se proclamó la Constitución de Cádiz, volvió
    Fernando VII con el absolutismo,
    tuvo que aceptar el liberalismo -y
    bien a regañadientes que lo hizo-, volvió el
    absolutismo…
    Cuando murió Goya, España era
    muy distinta a la que le había visto nacer, y, con
    España,
    Europa: la
    Revolución
    Francesa, el imperio napoléonico, el desarrollo del
    nacionalismo… Goya vive en un período
    histórico en el que se han producido cambios fundamentales
    en la vida europea, cambios que todavía nos afectan, tanto
    de carácter político como cultural, social y
    económico. Suele decirse que es la época en que el
    Antiguo Régimen entra en crisis, pero
    la crisis lo es
    también de nacimiento de un régimen nuevo, de una
    época nueva: la contemporánea. Goya es el
    representante artístico de esa época, de las
    tensiones de ese nacimiento. Es, probablemente, el más
    próximo a nuestra sensibilidad de los pintores de su
    tiempo: sus
    grabados y dibujos
    parecen representar nuestro mundo, nuestras actitudes. A
    veces, parecen instantáneas de la prensa de
    actualidad.

    1.Goya antes de 1791

    Goya es un pintor de vida larga y de evolución lenta. Si hubiese muerto en 1791,
    cuando sufrió una enfermedad sobre la que se ha escrito
    mucho, le consideraríamos un magnífico pintor para
    su siglo, pero no el genio que ahora conocemos.

    Hay obras muy buenas, anteriores a esa fecha,
    cartones excelentes que pueden competir con la mejor pintura
    europea del momento, pero todo el complejo mundo de Goya
    aún no ha aparecido. No es que aparezca sólo a
    causa de su enfermedad, sino por la acumulación de
    acontecimientos muy diversos de naturaleza
    social, política, cultural, también personal…
    Después se hablará de ello; ahora sólo
    señalar que tan importante para explicar su sentido es
    atender a los posibles motivos biográficos como a nuestra
    actitud ante
    estas obras: no sólo las pintó Goya, nosotros las
    hemos valorado, las hemos aceptado, incluso nos hemos
    identificado con ellas. Así pues, podría trazarse
    una gran raya en la evolución de Goya: antes y después
    de 1791, antes y después de su enfermedad. Sin embargo,
    como se irá viendo, esta línea divisoria puede ser
    engañosa. Engañosa en cuanto que invita a pensar en
    una primera etapa homogénea hasta ese año, lo que
    no sucede; engañosa también si afirma una ruptura
    radical, pues algunas de las pinturas que realiza en los
    años inmediatamente posteriores se mueven en la estela de
    las que ha hecho poco antes: pinturas como La condesa duquesa
    de Benavente
    (1785, Mallorca, Fund. B. March), las que sobre
    San Francisco de Borja hace para la Catedral de Valencia,
    o cartones como Las floreras (1786, Madrid, P), La
    gallina ciega
    (1788, Madrid, Prado), etc., enlazan
    directamente con muchas de las posteriores a aquella
    fecha.

    Por todo ello, entre 1746 y 1791 nos parece
    adecuado distinguir al menos dos períodos. El primero es
    aquel en el que más propiamente podemos hablar de
    «Goya antes de Goya». El Goya que aprende, en
    ocasiones bajo la dirección de su cuñado Francisco
    Bayeu, el Goya que no tiene todavía reconocimiento
    público y que espera subir en el escalafón
    profesional y en el ámbito social. Es el Goya anterior a
    1776, cuando realiza sus primeras series de cartones para
    tapices.

    Después su carrera discurre con mayor
    rapidez. Académico en 1780, contará con el apoyo
    del Infante don Luis en 1783, recibirá encargos de los
    duques de Osuna y en 1789 recibirá el nombramiento de
    pintor de cámara. Si en el primer período ha
    aprendido, ahora es pintor de encargo, aunque bien especial, pues
    sabe siempre imprimir su marca personal,
    apartarse cada vez más de las convenciones y los
    tópicos, no dejarse Llevar por la rutina de los
    géneros. Anuncia ya mucho de lo que vendrá
    después.

    El aprendizaje de
    un pintor en el siglo XVIII estaba sometido a unas pautas y a un
    ritmo a los que Goya no será ajeno. En 1760 entra en el
    taller de José Luzán
    (1710-1785), en Zaragoza, un pintor mediocre que le enseña
    el oficio, un pintor que se mueve, estilísticamente
    hablando, en el ámbito del tardobarroco. Después,
    en 1763 y 1766 participa en el concurso de la Academia de San
    Fernando, en Madrid, sin obtener mayor
    reconocimiento.

    Son años en los que cambia la
    fisonomía artística en nuestro país. Estos
    cambios habían empezado a producirse a principios de
    siglo, cuando es otra la casa reinante y vienen de Francia e
    Italia numerosos
    artistas, pero ahora se intensifican con la llegada a España de
    los que en aquel momento eran considerados los dos pintores
    más importantes de Europa: A. R.
    Mengs (1728-1779) y Giambattista Tiepolo (1696-1770). Si el
    primero es el representante más riguroso de una
    posición neoclásica, el segundo puede inscribirse
    en el marco de un rococó que debe más a la gran
    pintura
    italiana que a la francesa. Se trata, por tanto, de dos
    posiciones diferentes, y en algunos momentos enfrentadas, que
    permiten reconocer el grado de eclecticismo que dominaba en el
    gusto cortesano. Y, si cabe pensar que la paleta de Tiepolo -ya
    sea directamente, ya a través de sus hijos, Giandomenico
    (1727-1804) y Lorenzo (1736 1778), especialmente aquél-
    influyó más que la de Mengs en Goya, fue el artista
    neoclásico el que, con el paso del tiempo,
    llamaría al aragonés a Madrid (en 1774) para
    realizar cartones que sirvieran de modelo a los
    tapices de la Real Fábrica.

    Antes de que esto sucediera, Goya
    desarrolló su carrera a través de lo que
    también era convencional: el viaje a Italia, la
    participación en pinturas decorativas, en concursos, etc.
    Su viaje a Italia coincide
    con la muerte de
    Tiepolo (1770) y durante el mismo participa en el concurso de la
    Academia de Parma con una obra que se ha recuperado y expuesto
    recientemente: Aníbal vencedor que por primera vez
    miró a Italia desde los
    Alpes
    (1771, Cudillero [Asturias], Fund. Selgas-Fagalde).
    Junto con los bocetos de otros cuadros pintados por estas fechas,
    éste revela a un Goya bastante convencional pero no
    completamente tradicional: su sentido del color, la viveza
    de la composición, el esfuerzo iconográfico, son
    todos rasgos que nos ponen ante un pintor ciertamente habilidoso.
    Para el gusto actual es su sentido cromático la nota
    más llamativa: utiliza una pincelada amplia, más de
    lo que era habitual, se inclina por tonalidades que ya empiezan a
    ser apasteladas, sabe representar las telas con energía y
    sencillez, huye de la minuciosidad en el detalle y prefiere
    apoyarse en la luz.

    Estos rasgos, todavía débiles,
    podían atribuirse a su juventud y
    achacarse a su inexperiencia, pero, como demostrará su
    evolución posterior, eran indicio de un
    pintor diferente, o al menos de un pintor que podía ser
    diferente. Trabaja en el Coreto del Pilar (1771) y poco
    después (1774) realiza once pinturas al óleo sobre
    yeso para la Cartuja de Aula Dei, cerca de Zaragoza. Mientras
    tanto se ha casado con Josefa Bayeu y ha emparentado así
    con una familia de
    pintores en la que el hermano mayor, Francisco (1734-1795), ocupa
    una posición destacada. Juntamente con Ramón
    Bayeu (1746-1793) recibe la protección de Francisco,
    incluso pinta bajo su dirección, aunque en algunos momentos se
    enfrenta a sus planteamientos y juicios.

    Las pinturas para el Aula Dei son el trabajo
    más importante de todos estos años. Siete son las
    que se conservan, algunas en mal estado y con
    restauración deficiente. Se trata de pinturas monumentales
    en las que narra la vida de la Virgen, entre las que destaca
    La Visitación. El procedimiento
    seguido por el artista aragonés para destacar la
    monumentalidad de las figuras es elemental pero efectivo: vistas
    desde abajo, ha situado las figuras, y la escena toda, sobre una
    especie de escalinata que acentúa su verticalidad y
    masividad. La simplicidad de los motivos arquitectónicos
    que hacen de fondo y su tratamiento perspectivo contribuyen a
    lograr esa monumentalidad. Con todo, no deja de ser una obra
    limitada y en un ámbito provinciano. Los cambios
    más efectivos se producen cuando marcha a Madrid con
    objeto de hacer cartones para tapices. A partir de 1774 su
    carrera parece discurrir ya por caminos diferentes y socialmente
    más fecundos. Goya era muy consciente de esta
    situación y así lo hace ver en las cartas que de
    él se conservan: pretendía Ilegar a ser un artista
    con una posición social destacada y anota todos y cada uno
    de sus éxitos, las atenciones que hacia su persona tienen
    algunos miembros de la corte, las expectativas que, a la luz de los
    progresos, cabe tener, etcétera.

    2. Costumbres, Fiestas,
    Diversiones

    La realización de cartones para tapices
    con destino a la Real Fábrica era, sin embargo, una tarea
    todavía menor. Se trataba de pinturas al óleo sobre
    tela -el nombre, "cartones", hace referencia a su destino, no al
    material sobre el que se pinta- que no estaban destinadas a
    mostrarse en salón alguno: sólo servían de
    patrones o modelos para
    tapices con los que decorar los sitios reales. La Real
    Fábrica proporcionaba trabajo a un número
    considerable de artistas, entre los que destacan, además
    de Goya y los Bayeu, José del Castillo (1737-1793),
    Antonio González Velázquez (¿1729?-1793),
    Ginés de Andrés Aguirre (1727¿1818?),
    Antonio Gonzalez Ruiz (1711-1788), etc. La Real Fábrica
    había tenido una existencia inicialmente precaria y
    sólo a partir de 1746 y con el reinado de Fernando VI se
    asistió a una cierta revitalización, más
    efectiva ya en tiempos de Carlos III. Los modelos
    seguidos eran inicialmente flamencos, a la manera de Teniers y
    Wouwermans, también algunos italianos, a la manera de
    Amiconi y Gianquinto. Los temas oscilaban entre las escenas de
    costumbres y los asuntos mitológicos, pues unos y otros se
    consideraban los más adecuados para la finalidad
    ornamental que tenían los tapices. Son los cartones y los
    tapices de género con escenas costumbristas los que
    más interés
    ofrecen para explicar la trayectoria de Goya. Si en un principio
    siguen modelos
    flamencos, con una iconografía que poco tiene que ver con
    la realidad peninsular, a partir de Carlos III se desarrolla la
    pretensión de una imaginen más
    «realista», es decir, más ligada a la
    representación de tipos, indumentarias, paisajes, escenas
    españoles.

    Es posible afirmar que este cambio se debe
    a la influencia de la ideología ilustrada, que desea tener
    un mejor conocimiento
    de la diversidad peninsular, de sus costumbres y fiestas. Buen
    testimonio de esta actitud son
    los viajes de,
    entre otros, Antonio Ponz y Gaspar Melchor de Jovellanos. Por
    otra parte, en un horizonte similar de intereses, es
    también en estos años cuando empiezan a realizarse
    estampas con tipos populares, entre las que destaca la serie de
    Trajes de España (1777 y ss.), de Juan de la Cruz
    Cano y Holmedilla. Estas colecciones de estampas, que alcanzaron
    un éxito considerable, contribuyeron a difundir el gusto
    por lo popular a la vez que la curiosidad del público.
    Otro factor importante en el desarrollo de
    este gusto lo constituye el teatro, que
    suministra en algunas ocasiones motivos y personajes para
    estampas que se pusieron por aquellos años y los
    siguientes a la venta. De este
    modo, así como los cartones para tapices eran obras hasta
    cierto punto privadas -todo lo privados que podían ser los
    tapices de los aposentos reales-, las estampas y las piezas
    teatrales eran de amplio consumo
    colectivo, un consumo que
    extraía su placer de la contemplación de las
    imágenes y las escenas.

    Los grandes cambios en el gusto de la
    época y las novedades más importantes en el lenguaje
    plástico, aquellas que van a conducir a la modernidad, se
    producen en estos géneros menores, no en los grandes
    géneros del retrato y la pintura
    religiosa y mitológica, que, sin embargo, continúa
    dominando la jerarquía académica y cortesana.
    Pintando cartones para tapices, Goya no dejaba de ser un artista
    menor, necesitado de otros apoyos y mecenas -como los que luego
    habrá de tener-, pero este artista menor creó obras
    muy superiores a las que otros artistas mayores estaban haciendo
    en este momento. Algo similar había sucedido a principios de
    siglo con un pintor francés, M.-A. Houasse (1680-1730),
    que fracasó en el retrato y la pintura
    religiosa pero hizo algunas obras magistrales en el paisaje. Goya
    tuvo en cuenta sus creaciones, tal como tendremos ocasión
    de ver más adelante.

    Francisco de Goya entregó su primera serie
    de cartones para tapices en mayo y octubre de 1775. Se
    componía de nueve obras destinadas al comedor de los
    Príncipes de Asturias en San Lorenzo de El Escorial y su
    tema era la caza. Fueron realizadas bajo la dirección de Francisco Bayeu, lo que
    resulta evidente tanto en los dibujos
    preparatorios como en los cartones definitivos. En la segunda
    serie (1776-1778), diez cartones para el comedor de los
    Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo,
    trabajó más libremente y puso de manifiesto las
    posibilidades de su pintura. Si
    tuviéramos que calificar estos cartones, de cualquiera de
    las dos series, no dudaríamos en cuanto al término:
    pintorescos. Pintoresco es concepto
    plenamente dieciochesco con el que se alude a la diversidad y el
    cambio que son
    propios de la realidad cotidiana, a lo interesante que en la
    misma puede surgir, ya sea a tenor de la indumentaria, las
    costumbres, las fiestas, el paisaje, etc. Esto implica la
    observación y una alta valoración de
    lo que es próximo e incluso cotidiano, lo que sitúa
    el agrado y la complacencia en el mundo cercano, más
    acá del idealismo que
    hasta ahora se había venido considerando norma de la
    belleza. Cuando Goya pinta sus primeros cartones, todavía
    sigue vigente un criterio jerárquico de los géneros
    pictóricos en el que costumbres y paisajismo,
    géneros éstos que podían ser atendidos por
    pintores menores pero que eran indignos de los «grandes
    pinceles» cortesanos, ocupan los últimos lugares.
    Sin embargo, puesto que los cartones servían de modelos para
    tapices destinados a la ornamentación de los sitios
    reales, empezaban a cobrar mayor importancia. Y, lo que es
    más relevante, puesto que se pretendía
    verosimilitud en la representación de escenas, tipos y
    lugares, dejaban de ser los motivos tradicionales -flamencos- y
    las normas
    compositivas de las grandes pinturas palaciegas y religiosas,
    demasiado enfáticas y retóricas para satisfacer las
    necesidades de estas nuevas imágenes.
    Dicho de otra manera: la tradición tardobarroca no era
    adecuada para estas escenas y la incipiente -y entre nosotros
    débil- tradición rococó resultaba en exceso
    afectada para el objeto deseado.

    Éste es el punto en el que Goya destaca
    por encima de todos los demás pintores de cartones,
    incluido su «maestro» Francisco Bayeu. Para
    comprobarlo es pertinente comparar los cartones de Goya con los
    que hicieron los restantes pintores o, puesto que eso no es
    aquí posible, los primeros que pintó el
    aragonés bajo la dirección de Bayeu y los que realizó
    después. Con ello no se pretende desmerecer a Francisco
    Bayeu, sólo señalar la superioridad de Goya, que
    rápidamente se aleja de su estela. Un cartón de la
    primera serie puede ser buen ejemplo: La caza de la
    codorniz (1775, Madrid, Prado). En él podemos ver, como en
    un escenario, los diversos momentos de la caza: a la derecha, un
    cazador y su perro ojean las codornices, a la izquierda dispara
    uno a la que dá, mientras el perro espera; detrás,
    en un segundo plano, varios a caballo, con perro corriendo tras
    una liebre sobre una loma; en un plano más retrasado, ya
    como fondo, un monte con una construcción que aparece acastillada se
    recorta en el cielo. Como puede apreciarse en tan somera
    descripción, son varios los asuntos que en la imagen se
    representan, de la misma manera que en la realidad son varios los
    acontecimientos que se producen simultáneamente. El
    pintor, si desea respetar la verosimilitud de lo real, debe ser
    capaz de representar esa diversidad temporal, evitar la
    unilateralidad, lograr vivacidad y movimiento…,
    ahora bien, todos estos rasgos no deben impedir la necesaria
    unidad compositiva de la imagen.

    Goya la ha resuelto aquí de modo poco
    satisfactorio. Ha dispuesto un espacio diferente para cada uno de
    los motivos, un espacio para el cazador que ojea a la derecha,
    otro para los que, ligeramente retrasados, están a la
    izquierda, otro diferente para los que van a caballo, a gran
    distancia de los anteriores, lo que le ha obligado a disponer un
    sistema de
    taludes y una vegetación que distinga los grupos
    (destacando el gran árbol de la derecha, que marca con
    violencia el
    contraste). Este sistema de talud
    le sirve también para "aislar" a los que van a caballo del
    paisaje del fondo. Es decir, el artista aragonés ha
    dividido el espacio general en un conjunto de espacios
    particulares, a la manera en que se hace en un escenario, y,
    también como en un escenario, ha dispuesto de motivos que
    separen o distingan a unos de otros. Si el resultado no es
    plenamente satisfactorio, ello se debe precisamente a su
    carácter en exceso teatral, algo de lo que también
    adolecían algunos cuadros de género de Houasse y la
    mayor parte de los cartones para tapices que hacen los restantes
    pintores de la Real Fábrica, incluidos José del
    Castillo y Ramón
    Bayeu o Ginés de Andrés Aguirre en obras de fecha
    posterior. Ya en algunos de los primeros cartones de Goya podemos
    encontrar soluciones
    más satisfactorias: así sucede en El paseo de
    Andalucía
    (1777, Madrid, Prado) o en El
    quitasol
    (1777, Madrid, Prado), dos de sus cartones
    más célebres pero es en series inmediatamente
    posteriores y en obras como Las lavanderas (1780, Madrid,
    Prado) donde encontramos un lenguaje mucho
    más depurado y feliz. En este cartón ha resuelto el
    problema de la unidad y la diversidad de una manera a primera
    vista muy sencilla -y tal sencillez forma parte del objetivo
    perseguido por el artista-. La escena mueve la mirada
    sesgadamente y de un solo golpe hacia el interior del espacio,
    hacia el fondo, destacando el interés
    tanto de las figuras populares y su actividad, como del paisaje
    en el que se sitúan.

    En 1791 realizó los últimos
    cartones para tapices, quizá porque estaba ya cansado de
    un género menor cuyo lenguaje
    dominaba perfectamente y que posiblemente consideraba inadecuado
    para su posición profesional y social. En 1780 fue
    nombrado académico, Subdirector de Pintura de la Academia
    en 1785, Pintor del Rey al año siguiente y Pintor de
    Cámara en 1789. Además había recibido
    encargos de cierta importancia y tenía un contacto fluido
    con algunos de los hombres poderosos del
    país.

    Es en esta época cuando se enfrenta con su
    cuñado Francisco, al no permitir a éste corregir su
    Virgen, Reina de los Mártires, un fresco de la
    basílica del Pilar.

    Una vez en Madrid, «quemado»
    todavía por el asunto del Pilar -«me quemo
    vivo», le escribe a Zapater-, recibe el encargo de ejecutar
    uno de los siete grandes cuadros que han de ornamentar San
    Francisco el Grande, en Madrid. La realización de estos
    siete cuadros se convierte, sin serlo, en un verdadero concurso.
    Goya deposita en él grandes esperanzas, pues pensaba que
    podría sacarle de la medianía social y profesional
    en la que hasta entonces se encontraba. El camino fue más
    difícil y lento de lo que pensaba, quizá porque,
    entre otras cosas, ninguna de las pinturas presentadas al
    concurso provocó excesivo entusiasmo. El tema representado
    por Goya fue San Bernardino predicando en presencia de Alfonso
    V de Aragón
    (1782-83, Madrid, San Francisco el
    Grande), una composición en la que es perceptible la
    influencia directa de Houasse, si bien, como han señalado
    todos los historiadores, Goya introduce un autorretrato que da
    originalidad al conjunto. Goya retrató posteriormente al
    Conde de Floridablanca (1783, Madrid, Banco de España) y
    fue protegido del Infante don Luis, de cuya familia hizo un
    retrato de grupo El
    Infante don Luis y su familia
    (1784, Corte di Mamiano
    [Parma], Fundación Magnani-Roca), uno de los más
    interesantes de este género en el ámbito de la
    pintura española y la obra más importante que
    había hecho el aragonés hasta el momento. Goya se
    autorretrató, declarando así su posición en
    relación con el Infante, su concepción de la figura
    del pintor e, implícitamente, sus esperanzas. Sin embargo,
    el apoyo del Infante don Luis tenía un efecto ambivalente:
    por una parte suponía ascender en la escala social,
    por otra significaba un cierto alejamiento.

    Fueron necesarios bastantes años, seis,
    hasta que logró su objetivo, ser
    Pintor de Cámara. Obtuvo este cargo en 1789 y ello le
    obligó a realizar los retratos reales; también le
    abrió la ouerta a una serie de encargos, especialmente
    retratos, en los que su pintura brilló con maestría
    inigualable. Su precedente directo está en obras como el
    retrato de La condesa duquesa de Benavente (1785,
    Mallorca, Fund. B. March), La marquesa de Pontejos (1786,
    Washington, National Gallery) o La familia de los
    duques de Osuna
    (1788, Madrid, Prado).

    Sin embargo, al poco de ser nombrado Pintor de
    Cámara, en 1792 sufre una fuerte enfermedad que parece
    cambiar el curso de su vida. La enfermedad de Goya ha suscitado
    toda suerte de hipótesis y polémicas. La
    historiografía romántica ha puesto especial
    énfasis en su eventual importancia, pero hoy día se
    tiende a considerarla en sus justos términos y se procura
    no convertirla -al igual que otras anécdotas en la vida
    del artista aragonés, por ejemplo sus relaciones con la
    duquesa de Alba- en clave para la comprensión de su
    arte: es un
    factor más, importante pero en modo alguno el
    único, entre los varios que afectan a su
    trayectoria.

    3. 1792-1808, pinturas, dibujos y
    estampas

    Es uno de los períodos más fecundos
    en la vida de Goya. Crea algunas de sus obras maestras, empieza a
    hacer dibujos y
    realiza la serie de los Caprichos. Goya no "repite" un
    estilo que domina, tampoco sigue moda alguna,
    investiga con rigor y alcanza una posición personal que no
    tiene igual en toda Europa. Es ahora
    cuando se convierte en "inclasificable" para los historiadores de
    los estilos, porque utiliza elementos rococó y
    neoclásicos, pero no es un pintor rococó,
    neoclásico o romántico.

    Tambien este período es muy agitado en la
    vida española. Los asuntos políticos ofrecen un
    panorama accidentado tanto en el interior como en el exterior.
    Manuel Godoy, favorito de los monarcas, levanta todo tipo de
    rechazos que se condensarán en el Motín de Aranjuez
    (1808), el derrocamiento del valido y la abdicación de
    Carlos IV. La política exterior
    tampoco favorece la estabilidad: guerra con
    Francia
    (1793), Guerra de las
    Naranjas en Portugal (1801), guerras con
    Inglaterra (1796
    y 1804), Trafalgar (1805) y, finalmente, la invasión
    francesa (1808).

    En esta situación de tensiones, la
    sátira política se introduce
    en el teatro, la
    literatura o la
    pintura. Por eso se ha intentado ver en la serie de los
    Caprichos representaciones de personajes de la vida
    pública de la época: la Reina, Godoy, la duquesa de
    Alba …Al mismo tiempo, existe un
    clima de
    desconfianza ante los desconocidos, de los que no se sabe
    cómo piensan y podrían ser enemigos
    ideológicos, por lo que la gente se reune en tertulias
    privadas. Puede que la casa de Goya fuera sede de una de esas
    tertulias, lo que influiría en sus pinturas privadas, a
    las que el artista de Fuendetodos parece ir concediendo cada vez
    más valor. Sigue
    realizando retratos y cumpliendo como Primer Pintor de
    Cámara, cargo para el que fue nombrado en 1799 y la mejor
    expresión de esta dedicación es La familia de Carlos
    IV
    (1800, Madrid, Prado). Pero junto a estas obligaciones
    oficiales, la pintura por gusto empieza a ocupar un espacio y
    tiempo
    considerables.

    La situación es, pues, compleja y la
    enfermedad de Goya no hace sino añadir nuevos problemas,
    ahora de carácter personal. No se
    conoce la naturaleza de
    dicha enfermedad, pero sí que le dejó como secuela
    una profunda sordera. Ni siquiera conocemos con exactitud el
    tiempo de su
    convalecencia, pues las cartas de Goya en
    las que habla de su estado
    más parecen destinadas a confundir que a aclarar las
    cosas.

    3.1 Retratos

    En 1792 se reponía en Cádiz, en
    casa de Sebastián Martínez, del que pinta un
    retrato excepcional –Sebastián Martinez (1792,
    Nueva York, Metropolitan)-. El amigo de Goya poseía una
    magistral biblioteca y una
    considerable colección de pinturas y grabados. Se supone
    que Goya vio allí algunas de las pinturas inglesas y
    muchos de los grabados cuya influencia puede rastrearse en su
    obra posterior. Es un buen ejemplo del tipo de amistades de Goya
    en este período, miembros de una burguesía culta e
    ilustrada, cosmopolita, que parece tienen muy poco que ver con la
    legendaria figura de un Goya bravucón, más
    aficionado a los toros que a otra cosa. Que Goya era aficionado a
    los toros no cabe dudarlo, lo dice en sus cartas y lo
    atestigua después la serie de estampas La
    Tauromaquia
    (1815-16); que ello implique una figura
    legendariamente romántica, ya es otro asunto. El retrato
    de Sebastián Martinez es una obra excepcional, bien poco
    habitual en el horizonte de la pintura española. Dominan
    las tonalidades verdes y amarillas que ningún otro pintor
    había utilizado, destaca la textura de la tela y de la
    carne, que se construyen con una pincelada suelta y luminosa,
    vibrante, alejada del acartonamiento que es propio del
    «realismo» tradicional español. El
    retratado, sentado, nos mira discretamente, sin vanidad pero con
    seguridad y
    concisión. Todo esto son elementos compositivos
    pictóricos, pero sirven para fijar el carácter de
    la persona y el
    papel social
    que ejerce.

    Sebastián Martinez es el primero de
    una serie de retratos masculinos que pueden mencionarse. Pedro
    Romero
    (1795-98, Fort Worth, Fundación Kimbell),
    Meléndez Valdés (1797, Barnard Castle, Bowes
    Museum), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, Madrid,
    Prado), Ferdinand Guillemard (1798, París, Louvre),
    el embajador francés en España,
    Bartolomé Sureda (1804-06, Washington, National
    Gallery. Con el que Goya adelanta un retrato casi
    romántico, mezclando el verismo con el "exibicionismo" del
    retratado, capaz de mostrar su personalidad
    .

    No son los únicos, pero sí de los
    más estimables. El más representativo es el de
    Gaspar Melchor de Jovellanos, en el que se representa al
    ilustrado sentado, con la mejilla apoyada sobre la mano izquierda
    y el brazo sobre la mesa, casi una estampa de la
    melancolía , en el que, de nuevo, son los elementos
    plásticos
    los que crean, más allá de la
    personalidad individual, la
    personalidad social. Tres años más tarde,
    Jovellanos sería desterrado al Castillo de Belver, en
    Mallorca, por lo que el cuadro parece representar todo el
    desencanto de la Ilustración
    española.

    El retrato históricamente más
    importante es el colectivo de La familia de Carlos
    IV
    , en el que Goya parece competir con Las Meninas de
    Velázquez. Goya se coloca a sí mismo pintando, a la
    izquierda, tras un lienzo que no vemos, dispone delante a
    la familia
    real, como si estuviera mirando el mismo modelo que
    Goya parece pintar, pero no deja tanto espacio como
    Velázquez, porque corta la escena en la parte posterior al
    colocar una pared que acerca a los personajes hacia el que los
    observa: los Reyes en el centro, con el Infante Francisco de
    Paula Antonio cogido de la mano de María Luisa, el Infante
    Carlos María Isidro a la izquierda, junto al
    Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, la hermana
    del Rey, María Isabel y, al lado de Carlos IV, hacia la
    derecha, el Infante Antonio Pascual, hermano del monarca, la
    Infanta Carlota Joaquina, Luis de Borbón, príncipe
    de Parma y su esposa la Infanta María Josefina, que lleva
    en brazos al pequeño Carlos Luis.

    Los retratos femeninos se han hecho con toda
    justicia
    famosos. La marquesa de la Solana (1794-95, París,
    Louvre) es el primero que debe ser mencionado. A
    continuación, los dos de La duquesa de Alba,
    pintado uno en 1795 (Madrid, colección Alba) y el otro en
    1797 (Nueva York, Hipanic Society) , con el ròtulo escrito
    en la pintura "Solo Goya", hacia el que señala el gesto de
    la duquesa, base de la leyenda de sus relaciones con el artista.
    En el primero, Goya hace un alarde del tratamiento de las telas y
    del blanco, mientras que en el segundo es el negro del luto de la
    duquesa por su esposo, y en los dos ese dominio firme de
    la figura, entonada en su contraste con el paisaje, plantada
    sobre el suelo; a la vez
    delicada y contenida, lejos del sentimentalismo o de la
    gesticulación. En estos retratos, como en el posterior de
    La condesa de Chinchón (1800, Madrid, col. Duques
    de Sueca), doña María Teresa de Borbón y
    Villabriga, casada con Manuel Godoy, se pone de manifiesto todo
    aquello que Goya ha aprendido de la pintura rococó, muy
    especialmente su capacidad para representar los valores de
    superficie, no sólo mediante la cuidadosa
    plasmación de las texturas, sino ante todo para destacar
    su condición gracias a la luz y al
    contraste, en una especie de vibración que atraviesa la
    superficie de los tejidos y de las
    carnes para volver de nuevo al primer plano. Es un tipo de
    pincelada que le aleja de las superficies nacaradas sobre las que
    se reflejaba la luz que fueron
    propias de El infante don Luis y su familia o La
    familia de los duques de Osuna,
    pinturas más apegadas
    ambas al rococó tradicional. Un tipo de pincelada que el
    artista aragonés continuará profundizando hasta
    alcanzar niveles, ya al final de su vida, que nunca serán
    igualados: Juan Bautista de Muguiro (1827, Madrid, Prado)
    es, en este sentido, un ejemplo excepcional. Tal como cabe
    esperar, también en los retratos femeninos se aprecia la
    misma evolución que en los masculinos, aunque la
    trayectoria no es por completo lineal: aunque no es propiamente
    hablando un retrato, La maja desnuda (1798-1805, Madrid,
    Prado) es una buena muestra de como
    Goya pintaba tanto las carnes como las telas e incluso el
    contraste entre ambas, y puede compararse, a su vez, con otra
    obra más plegada al neoclasicismo,
    La marquesa de Santa Cruz (1805, Madrid, Prado), donde
    predomina la superficie nacarada, la tersura propia de la
    tradición neoclásica que la escultura había
    difundido con éxito.

    Mucha es la distancia que separa a estos
    óleos de los que representan a Isabel de Porcel
    (1804-05, Londres, National Gallery) o a La mujer del
    librero
    (h. 1805-08, Washington, National Gallery), que
    pueden compararse con el ya citado Bartolomé Sureda, y
    que, como éste, eran un tipo de retrato nuevo, si se
    quiere más burgués, adelanto del que luego
    impondrá, más estático y minucioso, mucho
    más prolijo, la pintura francesa. No son los retratos las
    únicas obras de encargo que Goya realizó en estos
    años aunque sí quizá las más
    importantes. Otras tienen un sentido muy diferente:
    carácter religioso poseen las que pintó
    inmediatamente después de su enfermedad, y quizá
    durante su convalecencia, para la Santa Cueva gaditana,
    actualmente en muy mal estado; y casi
    no se puede decir que sea religiosa, a pesar de su tema, la
    decoración al fresco de San Antonio de la Florida, en
    Madrid, que inició el 1 de agosto de 1798 y terminó
    en ciento veinte días. Representa aquí El
    milagro de San Antonio de Padua
    en la cúpula y la
    Adoración de la Santísima Trinidad
    en las
    pechinas, pero no es una pintura especialmente piadosa ni incita
    al recogimiento. Lo que más llama la atención son
    los ángeles, más hermosas jóvenes -de
    «manolas» han sido calificados- que seres
    angélicos, y el grupo de
    mendigos y harapientos, el pueblo de Madrid, que rodea a San
    Antonio de Padua. El costumbrismo amable de los cartones ha
    perdido su razón de ser, pero no se ha olvidado por
    completo su espíritu y lo religioso se presenta como
    pintoresco. Además, la pintura muestra otro
    rasgo original: es el primer ensayo de una
    multitud concebida como un todo y no como una suma de singulares,
    una multitud que adquiere todo su protagonismo en las Pinturas
    negras
    y en las estampas de Los desastres de la guerra.

    Mas, como ya se ha dicho, Goya no es en estos
    años sólo un pintor de encargo, precisamente ahora
    que es cuando ha alcanzado una posición profesional
    más elevada y cuando más encargos recibe. Goya es
    también artista privado, por gusto, por capricho, artista
    que disfruta pintando y dibujando para sí y sus amigos, y
    que ofrece al público los resultados de esta
    actividad.

    En carta a Bernardo
    de Iriarte de 4 de enero de 1794 le comunica el envío de
    una serie de cuadros de gabinete con temas que se alejan de los
    más comunes, y serios, de un pintor académico:
    suertes de toros, cómicos ambulantes. un corral de locos.
    Diversiones populares son los asuntos de estas obras,
    próximas a otras que pinta inmediatamente
    después, La duquesa de Alba y su dueña y
    La dueña con dos niños (ambos de 1795, en
    Madrid Prado), óleos de pequeño tamaño que
    recuerdan en algún punto los que con temas teatrales
    había hecho años antes y que, sin embargo, parecen
    abrir un camino nuevo, el que se asentará de modo
    definitivo en los dibujos de los
    primeros álbumes y en las estampas de los Caprichos. Pero
    también, entre aquellos cuadros de gabinete, se halla un
    Corral de locos (1794, Dallas, Meadows Museum) que en modo
    alguno puede entenderse como diversion popular, pues si bien la
    descripción que del mismo hace Goya a Iriarte -en carta del 7 de
    enero de 1794 carece de dramatismo, no sucede lo mismo con la
    imagen.

    3.2 Primeros dibujos

    Al hablar antes de los retratos, masculinos y
    femeninos, se hace mención de la existencia de un cambio en el
    estilo de Goya, una pincelada cada vez más libre o, como
    se ha dicho tantas veces, más abocetada, un tratamiento de
    la luz original, que altera el cromatismo, que surge de la
    pincelada y de las cosas representadas, una luz que no se limita
    a caer y resbalar sobre ellas, o a reflejarse

    Los cuadros de gabinete que remite a Iriarte son
    un buen testimonio de la libertad que
    Goya se ha tomado con el lenguaje
    pictórico. La humildad con que se refiere a ellos no debe
    engañarnos: son cuadros estilísticamente
    originales, por encima no sólo de lo que habían
    hecho los pintores españoles, también muy por
    encima de lo que hacían los artistas europeos sometidos ya
    en este momento a los dictados del neoclasicismo.
    No obstante, estas pinturas resultan todavía
    convencionales en algún punto -en los encuadres, por
    ejemplo, en la composición de las escenas, aún
    tópica, excesivamente teatral-, como si Goya no fuera
    capaz de liberarse completamente de las convenciones del
    género. Los dibujos del llamado Álbum de
    Sanlúcar
    o Álbum A (1796-97), realizados
    durante su estancia en Sanlúcar tras la muerte del
    duque de Alba, suponen un paso importante: Goya
    «pinta» con tinta y agua. Capta
    escenas cotidianas, la siesta, una mujer joven en
    camisa -¿la Duquesa, una criada?- que se asoma al
    balcón y levanta los brazos, una
    «toilette»…, y prescinde de la minuciosidad en el
    detalle para ofrecernos aquellos elementos necesarios en la
    representación de la viveza que es propia de lo cotidiano.
    Así, por ejemplo, no dibuja el balcón al que se
    asoma la mujer, pero
    podemos imaginarlo en su postura, su inclinación, el modo
    de apoyarse sobre la baranda, etc. Simultáneamente, plasma
    también la luz que es propia del lugar y de todas las
    escenas concretas. Se ha dicho muchas veces que estos dibujos son
    testimonio de la felicidad del artista y del ambiente
    alegre y relajado en el que se encuentra. La luz es un componente
    fundamental de esta felicidad y de ese ambiente,
    ahora bien: ¿cómo la logra, cómo la dibuja?
    Para plasmar la luz, Goya recurre al blanco del papel. El
    papel no es
    soporte sobre el que se dibuja, el papel, su
    textura, su blancura forman parte del dibujo,
    contrastan con la tinta y el agua, con
    las «pinceladas» que construyen (abocetadamente) las
    formas. El blanco del papel es parte
    del cuerpo de la mujer que se
    asoma, del lecho en el que se hace la siesta, de las
    sábanas y sus arrugas, es parte de la atmósfera que
    configura las escenas. El blanco del papel es luz que puede
    graduarse, luz que interviene en los dibujos, que los compone,
    textura que se hace luz sin dejar de ser textura, que aparece
    «por debajo» de la aguada, que se valora,
    acentúa o disminuye cargando o diluyendo la aguada,
    intensificando su transparencia o reduciéndola, modulando
    mil matices luminosos.

    Si se pretende trasladar estos efectos a la
    pintura al óleo se deberá acentuar la libertad de la
    pincelada, su vibración lumínica, de tal forma que
    una capa no oculte a la otra cuando se superponga, no la
    emborrone tampoco y no la empaste. Toda la sabiduría
    pictórica de Goya se pone ahora al servicio de
    una técnica que será cada vez más
    «abocetada» y que algunos académicos han
    calificado de «descuidada». Nada más lejos del
    descuido que esta perfección en la transparencia y la
    vibración cromática y lumínica, algo que los
    pintores académicos nunca supieron hacer -si es que se
    dieron cuenta de lo que era-, razón por la que
    introdujeron a la pintura española decimonónica en
    el callejón sin salida del acartonamiento. A partir de
    estas fechas, Goya hace una considerable cantidad de dibujos que
    se han agrupado en álbumes Ya nos hemos referido al
    primero de ellos, tras él, el llamado Álbum de
    Madrid
    o Álbum B (1797), después
    siguiendo la cronología de P. Gassier, los Álbum
    D
    (1802-03) y E (h. 1806-12) (el Álbum C
    será cronológicamente posterior, en torno a 1814-23).
    También, en relación con el Álbum de
    Madrid
    , los dibujos preparatorios para las estampas de los
    Caprichos, cuya venta será
    anunciada en 1799, el mismo año en el que es nombrado
    Primer Pintor de Cámara.

    3.3 Los Caprichos

    No es la primera vez que Goya hace grabados. En
    1778 había realizado una serie de aguafuertes sobre temas
    velazqueños y una estampa, también al aguafuerte,
    con un tema sobrecogedor, El agarrotado (1778-80). Los
    Caprichos es serie mucho más ambiciosa, compuesta
    de ochenta estampas, realizada en tono crítico -tal como
    indica el anuncio de venta, que muchos
    historiadores creen redactado por Leandro Fernández de
    Moratín-; es la primera vez que un artista español
    se empeña en una obra de tal envergadura, capaz de
    competir, en tanto que serie, con las que se hacían en
    Francia y muy
    por encima de ellas en calidad,
    comparable en este punto a la obra grabada de Rembrandt. Las
    técnicas usadas por Goya son preferentemente el aguafuerte
    y el aguatinta, que utiliza especialmente para los fondos, aunque
    también las aplica matizadamente a las figuras. Los
    recursos
    técnicos son fundamentales para comprender las estampas,
    pues gracias a ellos alcanza un expresivo dramatismo en las
    figuras y crea una luz igualmente expresiva. El aguatinta
    introduce una nota de homogeneidad en el conjunto de las
    estampas: los fondos nocturnos de espacio indefinido contribuyen
    de manera poderosa a universalizar la anécdota. El
    aguatinta le permite crear superficies nodernas evitando el
    empaste de la tonalidad, de tal modo que la homogeneidad
    lumínica no se frustre en una superficie plana: los poros
    de la resina "animan" esa superficie y producen ese efecto de
    indefinición y oscuridad que permite hablar de un mundo de
    la noche, un mundo del sueño, más verdadero que el
    real, y no por monstruoso –El sueño de la razón
    produce monstruos
    , dice el paradigmático capricho
    número 43 menos verdadero y menos real. Dos son los temas
    dominantes de la colección: la relación amorosa y
    el mundo de la brujería; aquél domina en su primera
    parte, éste en la segunda. Con ambos, otros asuntos
    propios de la sátira del momento: el mundo al revés
    en las asnerías o en las sillas «sentadas»
    sobre las cabezas de las jóvenes, el anticlericalismo de
    algunas caricaturas de frailes, el matrimonio por
    conveniencia, la mentira y la inconstancia… Los asuntos se
    despliegan en series o variaciones, como si con ellas deseara el
    artista agotarlos, abordarlos desde puntos de vista diferentes.
    De tal manera que la condición de los protagonistas no
    varía en exceso: majas y prostitutas, lechuguinos,
    madamitas, brujos y brujas, frailes, asnos médicos y
    sabios, algún labriego, alguaciles…, un mundo que en
    modo alguno podemos reducir a Madrid o Cádiz, pero que
    sí es para Madrid o Cádiz, tanto como para
    París o Venecia.

    En esta sátira no encontramos un referente
    moral claro.
    Es indudable que critica a los eclesiásticos, pero no
    contrapone un modelo
    eclesial, y si habla del galanteo, parece que disfruta con
    él, no se inclina por el matrimonio
    virtuoso, aunque sí le interesa aquel que nada debe al
    amor, todo a
    la conveniencia. El mundo de la brujería despliega sus mil
    caracteres, pero no encontramos un requerimiento a la
    razón y el buen sentido, aunque puede argumentarse que
    razón y buen sentido se desprenden de tanto absurdo y
    sinsentido como en las estampas hay representado…, pero
    serán la razón y el buen sentido de cada uno, no
    los que encarnen institución alguna o moral
    institucional alguna, porque a éstas no se las
    menciona.

    Cabe preguntarse si tanto dislate no forma parte
    también de la naturaleza humana
    y, por tanto, si no hay que buscarle un acomodo en nuestra vida,
    a veces con la risa -una risa lúcida, como lúcido
    es el sueño-, otras con la sorna de quien sugiere
    más que representa: la realidad monstruosa que el
    sueño ha puesto en pie es la nuestra. De esta manera
    desborda Goya los límites que hasta el momento se
    había puesto a lo cómico, pues lo positivo de tanta
    negatividad no aparece por parte alguna. Como si el artista, y
    nosotros con él, disfrutáramos con esas brujas que
    acuden al aquelarre y con las madamas que gustan del cortejo,
    olvidando la moralización que hasta ahora las había
    legitimado. Que no todo lo real es racional me parece
    consecuencia inevitable de estas estampas, también lo
    monstruoso es real y nos pertenece. Que no todo en la Ilustración es racional y moralizante, que
    el proyecto
    ilustrado, el proyecto moderno,
    no puede olvidarse de la negatividad que anima nuestra naturaleza, como
    parte sustancial de ella, es cosa que las estampas de Goya ponen
    en primer plano. La «cara oculta del Siglo de las
    Luces» tiene en ellas su manifestación mejor y
    más rigurosa, aunque no la única. Es una
    «cara» que acompañará siempre a la
    modernidad que en
    estos momentos se inaugura, y que acompañará a la
    obra del aragonés como una de sus marcas
    fundamentales.

    4. Los desastres de la
    guerra

    En 1807 entraron las tropas francesas en
    España. En 1808 el motín de Aranjuez trajo consigo
    la abdicación de Carlos IV y el arresto de su favorito
    Manuel Godoy. El traslado de la familia
    real a Francia es la
    chispa que prende la llama de la Guerra de la
    Independencia.
    La vida en España se hace azarosa, también la de
    Goya. En cuanto pintor del rey, el aragonés estaba
    obligado a pintar retratos reales, en cuanto amigo de
    intelectuales afrancesados podrá ser considerado
    afrancesado el mismo, o al menos simpatizante de la nueva
    situación. Carecemos de datos que nos
    permitan aclarar con precisión cuál fue el sentir
    de Goya ante estos hechos concretos, pero disponemos de las obras
    que en estos años hizo, muchas y bien expresivas,
    así como los temores que le embargaron a la vuelta de
    Fernando VII, cuando la guerra
    había terminado. Es entonces cuando pinta los dos grandes
    cuadros sobre la resistencia en
    Madrid, realizados posiblemente con ánimo de eliminar
    suspicacias. La Guerra de la Independencia
    tuvo mucho de guerra civil y trajo consigo la ruina del
    régimen estamental, el hundimiento colonial y la
    aparición de un liberalismo
    tan radical en algunos momentos como débil en casi todos.
    Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 desmontaron sobre el
    papel el entramado de poder del
    viejo régimen, pero su desaparición real se produjo
    a lo largo de muchos años y casi, se podría decir,
    hasta el siglo presente. La libertad de
    expresión y de reunión no terminó con el
    poder del
    absolutismo y
    no fue suficiente para fortalecer en la medida de o necesario el
    liberalismo.
    La transformación económica del país fue
    lenta y llena de contradicciones, pero estaba determinada
    necesariamente por los cambios habidos en los mercados y en las
    fuentes de
    materias primas. Las heridas abiertas por la Guerra de la
    Independencia
    no se cerraron en los años de «paz», bien al
    contrario, se infectaron en la represión del absolutismo y
    en las reacciones de los liberales.

    La vida de Goya estuvo sometida a estos avatares
    en el tiempo que le corresponde. En 1808 pinta el Retrato
    ecuestre de Fernando VII
    (Madrid, Academia de San Fernando),
    pero ya serán pocos los retratos oficiales y de
    personalidades públicas, políticas
    y militares que haga, aunque hay algunos magníficos:
    Wellington (1812-14, Londres, National Gallery) y, en
    menor medida, el Retrato ecuestre de general Palafox
    (1814, Madrid, Prado). Cuando Fernando VII vuelve a España
    tiene que pintar su retrato, es tarea obligada del Primer Pintor
    de Cámara. Realiza entonces Fernando VII en un
    campamento
    y Fernando VII con manto real (ambos en
    1814, Madrid, Prado), pero ni el pintor parece muy satisfecho con
    el modelo, ni el
    modelo
    está contento con este tipo de pintura: prefiere una
    más untuosa y mediocre, acartonada, minuciosa, como la que
    puede hacerle Vicente López, su pintor
    preferido.

    Además Goya ha recibido una
    condecoración importante, la Orden Real de España,
    y ha pintado un cuadro que puede traerle problemas.
    Habrá de repintarlo y finalmente se convertirá en
    una Alegoría a la villa de Madrid (1810, Madrid,
    Ayuntamiento). Primero fue otra cosa: un retrato de José
    Bonaparte encargado por el Consejo Municipal de Madrid el 23 de
    diciembre de 1809; posteriormente, en 1812 se cubre el retrato
    con la inscripción «Constitución» pero se realiza un
    nuevo retrato a la vuelta del rey José, y se vuelve a
    borrar en 1813; en 1814 se pinta en el medallón el retrato
    del deseado Fernando VII. Tras la muerte de
    Goya, nuevos cambios: «El libro de la
    Constitución» y el actual «Dos
    de Mayo». Cuando estalla la Guerra de la Independencia
    el artista aragonés es un hombre mayor,
    tiene sesenta y dos años, una edad en la que otros
    pintores empiezan a repetirse. Goya no, continúa
    aprendiendo, todavía no ha terminado de hacer sus mejores
    obras. Podemos abrir un período en este años, 1808,
    y cerrarlo -o entornarlo- en 1819 cuando compra la quinta junto
    al Manzanares que será conocida como Quinta del Sordo y
    una grave enfermedad pone en peligro su vida. Lo que, unido a los
    acontecimientos, contribuye a aumentar, inmediatamente
    después, su aislamiento.

    No es un período homogéneo y no hay
    corte radical con el anterior ni con el siguiente, pero dos notas
    pueden caracterizarlo, una en su vida privada, otra en su
    pintura. En aquélla, la muerte de
    Josefa Bayeu y su relación, no enteramente esclarecida,
    con Leocadia, la mujer de
    Isidoro Weiss (con el que había roto en 1811), pero sobre
    todo la preocupación y el miedo -carecemos de datos para
    sospechar que Goya fuera un valiente- ante los acontecimientos,
    las persecuciones a liberales y afrancesados, el clima de terror
    impuesto por
    el monarca y sus secuaces, la presencia, otra vez, de la
    Inquisición que, restaurada en 1814, se interesa por
    él; en su pintura, la incidencia, no anecdótica, de
    la Guerra de la Independencia,
    que consolida y desarrolla aspectos de aquella que ya se
    habían puesto de manifiesto. A pesar de su edad y de los
    acontecimientos, es periodo de una gran actividad. De nuevo es
    preciso hablar de pinturas, dibujos y estampas. Entre las
    primeras se mencionaron ya algunos retratos, pero no son
    éstos los que marcan el pulso de esos años.
    Más significativas son obras quizá menos ambiciosas
    en el tamaño y en la jerarquía de los
    géneros, pero mucho más libres y
    personales.

    La Guerra de la Independencia es motivo de
    algunas pinturas narrativas como Fabricación de
    pólvora
    y Fabricación de balas (ambas h.
    1810-14, Madrid, Palacio Real), pero también de otras de
    carácter alegórico, como la muy célebre
    El coloso (h. 1808-12, Madrid, Prado), en la que un
    gigante cruza sobre las montañas provocando el
    pánico de todos los que hay debajo de él, con la
    excepción de un asno que permanece quieto,
    impávido. Se ha pensado en este coloso como símbolo
    de la guerra o de Napoleón, y, desde esta perspectiva,
    pondrá compararse con aquellos grabados y esculturas que
    representaron al Emperador como una figura colosal y gigantesca,
    un Marte Pacificador. Goya invertiría el sentido de estas
    composiciones destacando, precisamente, lo que de terrible y
    negativo hay en ese Marte. Otra interpretación relaciona
    esta pintura con un poema patriótico de Juan Bautista
    Arriaza publicado en 1808, Profecía de los
    Pirineos
    , en el que se habla de un gigante que,
    espíritu del pueblo español, es capaz de detener a
    Napoleón.

    Con el coloso del Museo del Prado puede
    relacionarse una estampa titulada asimismo El coloso (h.
    1810-18, Madrid, Biblioteca
    Nacional), en la que un gigante desnudo descansa sobre una
    superficie indefinida y levanta la mirada hacia el firmamento, un
    cielo nocturno con una luna en cuarto creciente. Tanto la figura
    del gigante como el «paisaje» en el que ha sido
    representado nos remiten a una imagen
    cósmica y bien poco anecdótica: nada narra Goya
    aquí, ni siquiera hay un acontecimiento que se pueda
    describir, razón por la que su intensidad dramática
    es superior a la que mostraba la pintura. Sobre su
    interpretación no existe consenso entre los historiadores
    puede pensarse en una nueva imagen
    saturniana, en una contraposición al Marte Pacificador,
    una nueva visión del Gigante que ya no es victorioso,
    espíritu angustiado por el derrotero que toma la historia de nuestro
    país… Como en alguna de las pinturas negras a la que
    luego me referiré, nos encontramos ante una imagen tan
    enigmática como fascinante. También es posible
    relacionar con la Guerra de la Independencia dos pinturas que
    hasta ahora habían sido consideradas costumbristas: La
    aguadora
    y El afilador (ambas 1808-12, Budapest,
    Szépmüvészeti Múzeum). Las dos
    podrían aludir a la resistencia de
    los españoles tanto mujeres como hombres, frente a los
    franceses. Sin embargo, no se debe enfatizar en exceso el
    presunto carácter heroico de ambas figuras; más da
    que pensar en la situación en la que se encuentra el
    pueblo durante los años de la Guerra, asunto que Goya
    representa en numerosas ocasiones.

    4. 1 Los desastres de la
    guerra

    La visión que tiene el artista
    aragonés de la guerra es, como puede apreciarse en la
    colección de 82 estampas titulada Los desastres de la
    guerra
    (1810-1823; editada en 1863; Madrid,
    Calcografía Nacional), bien distinta a la común de
    la pintura heroica. Goya no contempla la guerra como el marco de
    una actividad heroica, sino como el ámbito de la crueldad,
    la tortura, el hambre y la miseria, la violación… Ni
    siquiera se permite tomar partido por unos u otros. No hay buenos
    y malos, no son buenos los españoles que resisten a los
    franceses, tampoco los franceses que difunden las nuevas ideas.
    Si éstos matan y aniquilan a los patriotas por procedimientos
    bestiales -la horca, el fusilamiento, la mutilación…-,
    los españoles no les van a la zaga: arrastran y golpean a
    sus invasores hasta que mueren -Populacho (desastre núm.
    28)-, los empalan y mutilan, tal como se ve en la que
    quizá es una de las estampas más brutales de la
    colección, y una de las imágenes
    más violentas de la historia del
    arte moderno: Esto es peor (desastre núm. 37).
    Podemos tener dudas sobre la nacionalidad de este empalado, pero
    franceses son los mostachos de los mutilados y descuartizados en
    Grande hazaña! Con muertos! (desastre núm.
    39).

    Suele dividirse la colección de estampas
    en tres partes, las dos primeras constituyen los «desastres
    de la guerra» propiamente dichos, la tercera, denominada
    <<caprichos enfáticos», se prolonga como una
    reflexión política sobre las
    consecuencias de los acontecimientos. La primera representa
    escenas de violencia en
    el campo de batalla o en sus aledaños. La segunda gira en
    torno a un tema
    central: el hambre que se extendió en Madrid durante 1811
    y 1812 y sus consecuencias terribles entre la población civil. La tercera y
    última, de más difícil interpretación
    por el carácter enigmático de algunas estampas, es
    una reflexión crítica sobre el poder
    reaccionario de la Iglesia y del
    monarca absoluto. Cierran la colección cuatro estampas de
    muy dudosa interpretación: Murió la verdad
    (núm. 79), Si resucitará? (núm. 80),
    Fiero monstruo! (núm. 81) y Esto es lo
    verdadero
    (núm. 82). Si en la primera parece que nos
    encontramos ante una reflexión crítica sobre la
    situación venida tras la Guerra, en la segunda hay
    esperanza, pero ya no es tan clara la tercera, que admite
    múltiples interpretaciones -¿quién es ese
    monstruo que vomita una multitud de cadáveres?-, y la
    última resulta quizá en exceso ele mental para
    contrapesar la negatividad de toda la serie. La violencia y la
    crueldad no habían sido ignoradas por los pintores de la
    época, pero en todos los casos habían sido
    «legitimadas» de alguna manera, ya fuera recurriendo
    al héroe o a los ideales políticos e
    ideológicos que se afirmaban con la nueva época
    histórica. Los artistas revolucionarios, primero, y los
    napoleónicos, después, son los ejemplos más
    importantes a este respecto y David la figura principal entre
    todos. En sus Desastres elimina Goya tanto a los
    héroes como los ideales. No hay ningún equivalente
    del Marat davidiano. Si hasta ahora la negatividad había
    sido sublimada en aras de la felicidad, de la justicia y la
    libertad, en
    atención al Emperador, a la difusión del nuevo
    orden político y social, a la nación, etc., ahora
    abandona Goya cualquier tipo de sublimación para
    ofrecernos la negatividad sin contrapartida alguna. Una
    negatividad en los Desastres, que es absoluta y nuestra.
    Los autores de tanta violencia no
    son fuerzas cósmicas desatadas, ni fuerzas políticas
    de carácter universal, son hombres concretos, en los que
    todos podemos reconocernos. Goya produce este efecto evitando la
    distancia que hace de la violencia un
    espectáculo. La aproxima a nosotros de una manera tan
    cruel como magistral. Articula un verismo acentuado -que durante
    mucho tiempo ha impelido a buscar los correlatos concretos de
    estas escenas en acontecimientos singulares de la Guerra de la
    Independencia-, en el que las estampas serían a la manera
    de instantáneas, con una composición muy definida
    que le permite universalizar los motivos. Las escenas
    están vistas ligeramente desde abajo o desde arriba -nunca
    a la misma altura de nuestra mirada, a fin de evitar la
    frontalidad-, recurriendo a motivos naturales, taludes, Llanuras,
    arbustos, vegetación, y los protagonistas destacan sobre
    un fondo habitualmente nocturno que, como en los
    Caprichos, adquiere un sentido indefinido gracias al
    aguatinta y pierde la estricta determinación
    anecdótica.

    Las escenas no narran secuencialmente una
    historia sino que
    se componen como variaciones sobre temas: las distintas formas de
    la muerte, de
    la tortura o del hambre. El sentido heroico que en otros artistas
    posee la muerte se
    pierde aquí a la vez que el distanciamiento: los fusiles
    casi tocan al que va a ser fusilado, los verdugos
    acompañan al ahorcado, la mutilación o el
    empalamiento son acontecimientos próximos que han perdido
    cualquier grandeza. Al igual que carecen de ella los
    cadáveres destripados o los que, víctimas de las
    enfermedades y el
    hambre, son trasladados en carretones al cementerio No hay
    consuelo sentimental, como no lo hay ideológico, tampoco
    estético: la muerte, la
    guerra, el hambre no son un espectáculo. Goya está
    lejos de lo sublimemente terrorífico que han teorizado
    algunos autores ingleses -E. Burke es el más conocido
    entre todos- que han pintado artistas como Füssli y que
    pondrá en práctica la llamada «novela
    gótica». La suya no es una estética del
    consuelo sino de la lucidez. A la negatividad sin resquicios de
    la violencia se une la parodia de las actitudes e
    ideologías políticas
    de los «Caprichos enfáticos». El culto
    a las reliquias, la superstición, la burocracia de los
    leguleyos, la corrupción…, todo parece resolverse en
    una gigantesca pantomima que busca su sentido último en
    las cuatro estampas finales. Un mundo dislocado es el que
    representa también en algunos de los cuadros de la serie
    de los marqueses de la Romana, aunque la mayor parte de ellos no
    tenga que ver directamente con la Guerra de la Independencia. Son
    ocho óleos de pequeño tamaño con escenas de
    violencia –Bandido asesinando a una mujer, Fusilamiento
    en un campo militar
    , Bandido desnudando a una mujer
    (todos h. 1808-12, Madrid, Marqués de la Romana) -y un
    dramático Hospital de apestados (h. 1808-12,
    Madrid, Marqués de la Romana) que intensifica los efectos
    alcanzados antes con sus escenas de locura. En todas estas
    pinturas predomina una composición que sitúa la
    escena en la oscuridad -una cueva, un interior, la noche- y deja
    la luz como fondo, como si Goya deseara llamar la atención
    sobre la existencia de dos mundos, a la vez que sobre la
    condición oscura, nocturna, de aquel en el que tienen
    lugar los acontecimientos. Muy diferentes por los temas y
    matizadas en cuanto a su sentido son otras pinturas de la
    época que deben ser mencionadas. En primer lugar, una
    serie de bodegones realizados en torno a
    1810-1812, entre los que destaca el conservado por el Museo del
    Louvre: Trozos de carnero. Goya se adelanta aquí a lo que
    después será la tradición realista de la
    pintura europea y obtiene con su imagen una atmósfera de radical
    materialidad. Es importante llamar la atención sobre la
    calidad
    pictórica de estos bodegones, su modo de pintar las carnes
    y la forma de componer, la utilización de la luz, la
    densidad y
    transparencia material de los objetos, de los animales muertos,
    de los pedazos de carne o de las rodajas de salmón del
    bodegón que con ese título conserva la
    colección Reinhart (Winterthur).

    Un mundo completamente distinto es el que aparece
    en pinturas como Las viejas o El tiempo y Las
    jovenes o La
    carta
    (ambas h. 1810-12, Museo de Lille). Posiblemente se
    trata de dos cuadros que hacen juego, tanto
    por sus dimensiones y su estilo como por el asunto abordado,
    aunque nada es completamente seguro al
    respecto. El segundo de ellos es un buen ejemplo de la capacidad
    del artista para representar no sólo la juventud en su
    presencia magnífica, sino también un conjunto de
    figuras que parecen abocetadas y contrastes lumínicos que
    proporcionan a la escena toda la alegría de su
    viveza.

    4.2 Dibujos

    Durante todos estos años fueron muchos los
    dibujos que realizó Goya. Citaremos primero los que, con
    temas de prisioneros encadenados, hizo a la aguada, con sanguina
    y pluma en algún caso, preparatorios de tres aguafuertes
    de fecha indeterminada entre 1810 y 1820. Este motivo de los
    prisioneros aparecerá también en algunos dibujos de
    los álbumes realizados durante estos
    años.

    La cronología exacta de los álbumes
    de dibujos es difícil de precisar, aunque por el momento
    se acepta la establecida por Gassier: en torno a 1814-23
    para el Album C, el más importante de todos por el
    número de dibujos que contiene, con gran variedad en sus
    motivos; hacia 1801-03, el Álbum D, mucho
    más reducido que el anterior; hacia 1806-12, el
    Álbum E, que tiene la particularidad de que la
    mayoría de sus dibujos están enmarcados con un
    recuadro negro, sencillo o doble; en torno a 1812-23,
    el álbum F. Además, otros dibujos no
    encuadrados en álbum alguno. Por lo que se refiere a la
    técnica utilizada, predomina la aguada de tinta china o de
    sepia, a veces con resaltes de pluma o lápiz y en algunas
    ocasiones con leyendas
    explicativas a lápiz, especialmente en el Álbum
    C
    , que las tiene en casi todas sus hojas. Con una
    cronología tan amplia es natural que los motivos y los
    estilos varien mucho, no sólo de un álbum a otro
    sino dentro del mismo. Sin embargo, cabe destacar algunas
    líneas temáticas que refuerzan el sentido indicado
    a propósito de estampas y pinturas. Prisioneros y
    perseguidos por la justicia y la
    Inquisición es una de ellas, muy rica en el
    Álbum C y presente también en el F. La
    visión crítica de los frailes configura una
    línea que podemos calificar de anticlerical seguramente en
    relación con los avatares de la vida eclesial en los
    años de la Guerra e inmediatamente después. Se
    encuentran en ella referencias a la exclaustración, a la
    injusticia y la corrupción, a la superstición,
    también algunas imágenes
    que nos recuerdan los Caprichos. Esta línea
    está muy presente en el Álbum C con mayor
    abundancia que en los restantes, de los que, sin embargo, no
    está ausente. Otro grupo
    temático es el que podemos denominar escenas populares.
    Riñas y duelos, cazadores en la práctica de su
    afición, motivos de la vida cotidiana de los campesinos,
    tambien de los mendigos de las ciudades y del campo. En este
    último caso, no se pueden considerar figuras propias de
    escenas costumbristas, pues más parecen muchas veces
    motivos grotescos y caricaturescos, con abundante
    exhibición «cómica» de deformaciones y
    lacras físicas, mutilaciones, etc. En todos los
    álbumes encontramos muchos ejemplos de este grupo
    temático, quizá más en el F que en los
    restantes, y quizá más populares que
    cómicas. Próximas a éstas son las escenas
    grotescas, escenas en las que -con figuras que pueden
    identificarse socialmente o no- predominan la deformación
    y el absurdo: frailes y ancianos (o ancianas) que vuelan, bailan
    o patalean en el aire, personajes
    grotescos que rayan en la locura o están plenamente
    inmersos en ella, frailes que desfilan procesionalmente con unos
    calzones por estandarte, niños y personajes monstruosos,
    mujeres barbudas, pesadillas oníricas… En todos los
    álbumes dibuja escenas grotescas, pero se debe llamar la
    atención sobre los «voladores» del
    Álbum D y el «bailarín»
    del Álbum E, sobre los deformes y locos del
    C, sobre los glotones, viejos y viejas cantando,
    menesterosos, etc., del Álbum F.

    En líneas generales, si debemos resumir,
    un mundo abigarrado y descoyuntado en el que no están muy
    claras las líneas que separan unos grupos
    sociales de otros, la miseria de la deformidad, la
    irracionalidad de la ideología, la crueldad de la
    cotidianidad, un mundo en el que a veces es difícil
    averiguar el sexo de
    algunas personas -brujos, brujas, viejos, viejas, frailes…?-,
    mientras que en otras se ofrece deslumbrante -deseables mujeres
    jóvenes que Goya representó mejor que ningún
    otro artista de su tiempo, ingénuas y virginales algunas,
    conocedoras de su atractivo sexual, otras-. Un mundo, pues, en el
    que ha desaparecido tanto el orden que buscaban los ilustrados
    como aquel otro que establecía «naturalmente»
    el régimen estamental. Un mundo en el que todo parece
    posible, en el que reina la deformación y lo grotesco ha
    invertido los valores
    establecidos. Al igual que sucedía en los
    Caprichos, no parece que Goya muestre aquí afanes
    moralizadores. Es cierto que critica a los frailes y los fustiga,
    a veces literalmente con látigo que esgrime la
    Razón: Divina Razón/ No deges ninguno (Album
    C, Madrid, Prado)-, y que muchas veces resulta evidente su
    conmiseración por los encadenados y los encorozados por la
    Inquisición, pero no lo es menos que todos éstos
    forman parte de ese mundo descoyuntado, ese gran fresco en el que
    continuamente estalla la risa y en el que muchas veces «se
    ríe por no llorar», quizá porque parece un
    mundo sin salida, cerrado en su violencia y su agitación,
    sin otra salida que esa Razón que azota a los pajarracos
    negros o la Divina Libertad que la precede pocas hojas
    antes -(Álbum C, Madrid, Prado)-, únicos referentes
    luminosos de un mundo nocturno.

    4.3 Pinturas del 2 y el 3 de
    mayo

    Tambien cabe pensar en las pinturas que hizo con
    motivo de los acontecimientos del 2 y 3 de mayo de 1808 en
    Madrid. Aquí el referente luminoso sería el
    heroísmo de los patriotas.

    El 7 de mayo de 1814 Fernando VII entraba en
    Madrid. Antes (4 de mayo) se había abolido la Constitución de 1812 y se había
    promulgado un decreto contra los liberales. Inmediatamente
    después se restauraba la Inquisición (21 de julio).
    También se inició la
    «purificación» de los funcionarios de la Real
    Casa, el pintor aragonés entre ellos, y Goya era
    denunciado al Santo Tribunal por las «Majas».
    Fue citado para comparecer ante la Inquisición en 1815,
    aunque de todo esto es poco y confuso lo que se sabe. Mientras,
    había nacido la hija de Leocadia, María del Rosario
    Weiss, cuya paternidad atribuyen algunos a Goya, y éste
    pinta sus dos autorretratos (Madrid, Prado y Academia de
    San Fernando), además de varios retratos, entre ellos los
    ya citados de Fernando VII y del general Palafox. Además
    pinta los cuadros del 2 y 3 de mayo en Madrid.

    Los acontecimientos de estos días se
    convirtieron en motivo de exaltación del patriotismo y de
    la lucha contra el "opresor francés". En 1813 se
    habían impreso y vendido estampas de Tomás
    López Enguídanos que relataban los acontecimientos.
    Fueron copiadas con algunas variaciones por José Ribelles
    y Alejandro Blanco en 1814. Otras estampas con estos temas,
    alguna anónima, aparecieron en los años siguientes.
    También en 1813 se representó una tragedia en tres
    actos titulada El día dos de Mayo. Fue escenificada
    por Antera y Baus e Isidoro Máiquez, y posiblemente las
    primeras estampas sobre los acontecimientos tuvieran
    relación con esta obra. Las estampas representaban cuatro
    escenas: la marcha de la familia
    real ante Palacio y los intentos de los madrileños por
    evitarla, la muerte heroica
    de Daoíz y Velarde en el Parque de Artillería, los
    enfrentamientos en la Puerta del Sol y la represión en el
    Paseo del Prado. Goya pintó los enfrentamientos en la
    Puerta del Sol y los fusilamientos en la Montaña del
    Príncipe Pío. El primer cuadro es próximo a
    las estampas que representan el mismo asunto, no así el
    segundo, en el que, sin embargo, sí «utiliza»
    algunos de los detalles, además del espíritu
    general de la represión. Sobre la eventual
    realización de otros con los restantes temas de las
    estampas, mucho es lo que se ha escrito -como sobre los dos
    cuadros del Prado-, pero nada se sabe al respecto. Dada la
    situación política, Goya
    debía esmerarse en la representación de todos
    aquellos rasgos que alejaran de su persona cualquier
    sospecha de «afrancesamiento», pero no por ello
    olvida los que son ejes centrales de su arte. Frente a lo
    que es habitual -y quizá esperado-, Goya prescinde del
    héroe real, del príncipe, y representa al pueblo,
    especialmente al pueblo llano que protagonizó la resistencia.
    Ahora bien, las características heroicas de este pueblo
    son, cuando menos, peculiares. En el 2 de mayo de 1808, conocido
    también como La carga de los mamelucos (1814,
    Madrid, Prado), nos ofrece una imagen de los acontecimientos
    sucedidos en la Puerta del Sol, destacando el enfrentamiento de
    los madrileños con la caballería francesa, su
    fiereza así como la desigualdad de armamento. Goya
    sitúa la escena sobre un fondo de casas sesgadas que tiene
    la virtud de centrar todo el interés en
    el primer término, un fondo que actúa a la manera
    de un embudo, que intensifica el dramatismo de los sucesos y nos
    sitúa como espectadores privilegiados, casi como parte de
    ellos. Al eliminar la distancia que era propia de las estampas -y
    que es habitual en los cuadros de batallas de la pintura
    napoleónica- anula el sentido teatral; la lucha no es una
    escena distante que podemos contemplar plácidamente, sino
    un enfrentamiento en el que, por nuestra distancia,
    podríamos participar. A la proximidad de los combatientes
    corresponde nuestra proximidad. También nos son
    próximas las ejecuciones de El 3 de mayo de 1808,
    conocido también como Los fusilamientos de la
    Moncloa
    o Los fusilamientos en la montaña del
    Príncipe Pío
    (1814, Madrid, Prado). El artista
    ha recurrido a una composición que es habitual en los
    Desastres y que ya estuvo presente en algunos cartones
    para tapices: la escena se desarrolla en una ligera loma a la que
    nosotros tendríamos acceso por delante, desde el punto en
    que, como espectadores, la contemplamos. Ahí, bajo la
    iluminación de un farol que deja en la oscuridad a los
    soldados franceses e ilumina a los patriotas, tienen lugar los
    fusilamientos. Los que van a ser ejecutados suben por el otro
    lado de la loma. Detrás la noche y un paisaje
    madrileño. Los historiadores han destacado ante todo dos
    notas de esta pintura: en primer lugar, el diferente tratamiento
    de ejecutores y ejecutados; después, segundo, la
    diversidad de figuras, personalidades y actitudes de
    los que están siendo fusilados o van a serlo. Ha
    convertido a los soldados franceses en una anónima
    máquina de matar que permanece en la oscuridad; toda la
    luz ilumina a los patriotas, convertidos así en el centro
    de atención de la pintura.

    La luz ilumina la muerte en una
    atmósfera
    general sombría. A la vez, y ésta es la segunda
    característica, ante la muerte pueden
    adoptarse diferentes actitudes,
    desde la del patriota emblemático que levanta los brazos y
    ofrece su pecho a las balas, hasta el que se tapa los ojos porque
    no quiere ver, el que reza, el que grita insultante, el
    aterrorizado, el resignado…, y el muerto, un
    «pelele» trágico bañado en sangre, primero
    del montón que constituirán
    todos.

    La muerte es la gran protagonista de los
    fusilamientos, una muerte cuya falta de heroicidad resulta
    evidente a poco que la comparemos con la que aparece en los
    cuadros franceses e italianos, con los de David, Gros y restantes
    discípulos de aquél. A veces parece que los
    Fusilamientos constituyen una respuesta a un cuadro de Gros que
    se hizo célebre en aquellos tiempos: La
    rendición de Madrid
    (1810, Versalles, Museo Nacional
    del Castillo). También Gros pintó a un grupo de
    madrileños frente a los franceses, pero con un sentido por
    completo diferente: los españoles capitulan y rinden
    pleitesía al invasor francés, se arrodillan y unen
    las manos… Los personajes de Goya, dispuestos grupalmente de
    manera similar, invierten los gestos, y otro tanto hacen los
    franceses, convertidos en pelotón de ejecución y no
    en receptores de la capitulación. ¿Conocía
    Goya, directa o indirectamente, la pintura de Gros? No lo
    sabemos, pero son, en cualquier caso, imágenes
    opuestas: en una, la francesa, la «nobleza» de la
    guerra, en la otra su crueldad. También es muy distinta la
    pintura de Goya de las estampas que reflejaron este o similares
    acontecimientos. En las estampas predomina lo anecdótico,
    el sentido escenográfico que ofrece diversos motivos
    interesantes, en la pintura lo anecdótico es
    mínimo, la narración escasa, el énfasis
    trágico intenso.

    5. Últimos
    años

    En 1819 Goya cae enfermo. Una vez más, es
    poco lo que sabemos de esta enfermedad. Estuvo en peligro de
    muerte y fue curado por su médico, Eugenio García
    Arrieta, tal como indica en el cuadro que pintó a este
    propósito, Goya atendido por Arrieta (1820,
    Minneapolis Institute of Arts), en el que escribió:
    «Goya agradecido, á su amigo Arrieta: por el acierto
    y esmero con q: le salvó la vida en su aguda y-/ peligrosa
    enfermedad, padecida á fines del año 1810, a los
    setenta y tres años de su edad. Lo pintó en
    1820». La pintura recuerda una piedad laica, en la que el
    médico sujeta al artista por los hombros mientras le ayuda
    a tomar una medicina en un
    vaso. Detrás de ambos, en la oscuridad, figuras
    indefinidas que tanto podían representar a las Parcas
    -aunque carecen de trazo mitológico alguno (lo que, por
    otra parte, era habitual en Goya)- como a personas cercanas al
    pintor, entre ellas Leocadia Weiss. Retrato y autorretrato son
    prodigiosos en su contundencia dramática, trozos
    magníficos de pintura en la que Goya ha jugado con
    tonalidades grises, verdes y terrosas, con el rojo del primer
    término, la oscuridad del fondo y los efectos
    lumínicos en las ropas y las carnes. Pintura
    también ajena a cualquier énfasis heroico o a
    idealización legitimadora de la muerte. Todo el sobrio
    dramatismo de la muerte se concentra en esas dos figuras, en bata
    una, de indumentaria burguesa el médico, en lo contenido
    del gesto, el socorro médico, no espiritual (como hubiera
    sido propio de composiciones más
    tópicas).

    No es la única vez que en estos
    años aborda el tema de la muerte, pero sí la
    más contenida y, por ello mismo, la más
    contundente. En comparación con éste, un cuadro
    también magnífico, La última
    comunión de San José de Calasanz
    (1819, Madrid,
    Capilla de San Antón), resulta excesivamente expresivo y
    consolador. Con Cristo en el monte de los Olivos (1819,
    Madrid, Escuelas Pías), donado por el artista a esta
    comunidad, es
    la obra cumbre de Goya en el ámbito de la pintura
    religiosa. Muestra de una
    sensibilidad completamente alejada de lo que era habitual en el
    género, que prescinde de los aspectos retóricos del
    acto religioso y se concentra en la vivencia existencial del
    individuo, en este caso del santo. Una sensibilidad profundamente
    moderna, que destaca los rasgos individuales sobre los
    institucionales y eclesiales -y ello a pesar de que se trata de
    una imagen temáticamente eclesial-, y hace de la atmósfera
    expresión de los mismos.

    Goya pintó ambos cuadros antes de caer
    enfermo. También poco antes, el 27 de febrero de 1819,
    adquiere una propiedad con
    diez hectáreas de terreno a la orilla derecha del
    río Manzanares, desde la que se podrá ver el mismo
    paisaje que pintara en el boceto para cartón titulado
    La pradera de San Isidro (1788, Madrid, Prado). Goya
    encontró en esta quinta apartada -derribada años
    después- refugio y retiro. La situación
    política, su avanzada edad, su eventual relación
    íntima, y por tanto escandalosa, con Leocadia Weiss, las
    suspicacias de la Inquisición… son otras tantas razones
    para explicar ese retiro.

    Pero la situación no se solucionó.
    Nada sabemos de la vida privada de Goya en 1821 y 1822, bien poco
    lo que se refiere a 1823, año en el que dona (17 de
    septiembre) la Quinta a su hijo Mariano. Para esa fecha ya se
    había producido la invasión de «Los Cien Mil
    Hijos de San Luis» (7 de abril), que habían tomado
    Madrid (23 de mayo) y reinstaurado la monarquía absoluta
    de Fernando VII. Cádiz caera poco después, el 30 de
    septiembre, intensificándose la represión
    fernandina. Tras la ejecución de Rafael de Riego,
    «el Deseado» entra triunfalmente en Madrid el 13 de
    noviembre de 1823. Nunca una entrada real fue tan humillante y
    canallesca: recibido con los gritos de «Muera la
    Constitución», «Viva la
    Inquisición», el monarca extendió el terror
    más cruel por todo el reino. Goya temió por su
    seguridad y se
    refugió en casa de José Duaso y Latre a finales de
    enero de 1824, y en ella permaneció hasta mediados de
    abril, poco antes de que se promulgara un decreto de
    amnistía general (el 1 de mayo). No sabemos las razones
    que movieron al artista a ocultarse y algunos historiadores han
    sospechado que no temía tanto por sí mismo como por
    Leocadia, de conocidas convicciones antiabsolutistas, uno de
    cuyos hijos, Guillermo, había formado parte de la milicia
    de Madrid y había huido a Francia.

    Nada más promulgarse el decreto de
    amnistía, Goya solicita permiso para trasladarse a Francia
    con licencia de seis meses. El motivo: «tomar las aguas
    minerales de
    Plombières para mitigar las enfermedades y achaques que
    le molestan en su avanzada edad». Comoquiera que sea, el
    monarca accede a la petición y el 24 de junio el
    subprefecto de Bayona comunica al ministro del Interior el paso
    de Goya por esta ciudad camino de París. Se detiene tres
    días en Burdeos y marcha luego a la capital
    francesa, en la que permanece desde el 30 de junio al 31 de
    agosto. La policía está atenta a sus movimientos y
    hace informes que
    han permitido a los historiadores obtener los datos
    fundamentales. Quizá se deba esta vigilancia a la posible
    relación de Goya con los círculos de emigrados,
    entre ellos Joaquín María Ferrer, considerado en
    esos informes como
    un «temible revolucionario». Pinta su retrato
    Joaquín María Ferrer– y el de su esposa
    Manuela Álvarez Coiñas de Ferrer (ambos
    1824, Roma, Marquesa de
    la Gándara)- y hace algunos dibujos. Visita los monumentos
    y pasea por los lugares públicos, es posible que fuera al
    Louvre, pero no lo sabemos a ciencia cierta
    ni se ha encontrado referencia alguna a los grandes pintores
    franceses del Louvre y el Luxemburgo.

    El 1 de septiembre marcha a Burdeos, donde se
    instala con Leocadia Weiss y sus hijos hasta 1828, año en
    el que muere. En estos cuatro años logra renovar su
    licencia y hace dos viajes a
    Madrid (en 1826 y 1827), en el primero de los cuales obtiene su
    jubilación con todo el sueldo y es retratado por Vicente
    López. En Burdeos no sólo continúa pintando,
    dibujando y grabando al aguafuerte, también realiza
    litografías que imprime Cyprien-Charles-Marie-Nicolas
    Gaulon, que posiblemente fue también su maestro en esta
    técnica (Goya la había iniciado en Madrid en el
    taller litográfico de José M." Cardano, 1819) y del
    que hizo un soberbio retrato litográfico: Retrato de
    Gaulon
    (1824-25, Middletown, Davison Art Center).
    Litografías son también las series de Los toros
    de Burdeos
    (1825), que posiblemente hiciera temeroso de su
    situación económica y con el afán de
    remediarla.

    5.1 Las Pinturas negras

    Ya se ha señalado que Goya pintó en
    su Quinta, al óleo sobre yeso, una serie de pinturas, en
    número de catorce, que se conocen con el nombre de
    Pinturas negras (actualmente en el Museo del Prado, al que
    llegaron en 1881 después de diversas vicisitudes .Las
    pinturas estaban situadas en dos salas de la planta baja y el
    primer piso, respectivamente. En la planta baja se encontraban
    La Laocadia, El Gran Cabrón, Saturno, Judith y
    Holofernes, La romería de San Isidro, Dos viejos y Dos

    viejos comiendo; en el primer piso: Átropos o
    Las Parcas, Duelo a garrotazos, Hombres leyendo, Dos
    jóvenes burlándose de un hombre, Paseo
    del Santo Oficio, Asmodea y El perro.

    Las Pinturas negras han suscitado una abundante
    bibliografía sin que por el momento exista consenso entre
    los diferentes autores. Ni siquiera sobre los títulos hay
    acuerdo. La primera vez que se mencionan es en el inventario
    redactado por Antonio Brugada a la muerte del artista en 1828,
    pero ya algunos de sus títulos ofrecen inexactitudes:
    así, por ejemplo, Hombres leyendo se titula en el
    inventario
    «Dos hombres», Dos mujeres y un hombre,
    «Dos mujeres». La falta de precisión en los
    títulos responde a lo enigmático de los temas,
    tanto consideradas las obras individualmente como en su conjunto.
    Sánchez Cantón y Xavier de Salas, Folke
    Nordström, Nigel Glendinning, Pierre Gassier y Santiago
    Sebastián son algunos de los historiadores que más
    atentamente han estudiado las pinturas, pero no es éste el
    lugar adecuado para exponer sus interpretaciones y entrar en sus
    matices. Nos limitaremos a una visión general. La eventual
    realización de un programa unitario
    choca con la primera dificultad en los títulos. Algunos
    hacen referencia a asuntos que podemos considerar
    contemporáneos Duelo a garrotazos, La romería de
    San Isidro
    , Paseo del Santo Oficio-, otros, por el
    contrario, poseen un fuerte sentido mitológico –Atropos
    o Las Parcas, Asmodea, Satumo
    -, otros resultan de
    difícil adscripción: qué tipo de asunto es
    el de El perro, quizá la pintura más
    enigmática entre todas las de la Quinta y, probablemente,
    la más fascinante?, ¿Cuál es el tema de
    Dos jóvenes burlándose de un hombre o de
    Dos viejos corriendo y Hombres leyendo? qué
    viejos son esos Dos viejos?… Da la sensación de
    que Goya ha reunido motivos de muy diferente naturaleza, pero
    no cabe duda, a la vista de las pinturas, de que el conjunto
    ofrece un sentido unitario, y no es de extrañar que haya
    interpretaciones para todos los gustos, desde las que buscan una
    «férrea» unidad iconológica -como las
    de Nordström y Sebastián- hasta las que encuentran un
    hilo más laxo, como las de Salas y Sánchez
    Cantón o la de Gassier.

    Entre todas las Pinturas negras hay una
    que ha llamado siempre profundamente la atención: El
    perro
    . A pesar de la sencillez de la imagen no existe acuerdo
    sobre el título. Brugada la llamó Un perro,
    el Museo del Prado dice Perro semihundido, Gassier lo
    titula El perro. Nos encontramos ante una pintura de
    composición bien sencilla, posiblemente deteriorada por
    los traslados: la cabeza de un perro asoma tras una loma, mirando
    a la derecha, donde la loma se eleva ligeramente, ocupando la
    mayor parte del cuadro el fondo, cielo o lugar, espacio de
    naturaleza indeterminada. No sabemos qué sucede, no somos
    capaces de precisar cuál es el tema de la pintura:
    ¿el perro se hunde o se salva?, ¿se limita a
    aparecer tras la loma, por la que estaría subiendo?,
    ¿qué mira, si es que mira algo, pues su mirada
    más parece reflexiva que orientada hacia algún
    motivo (que, por otra parte, no está en la pintura)? Son
    preguntas de muy difícil contestación. Ante todo,
    el lector debe tener en cuenta que son preguntas motivadas por la
    imagen misma, por la pintura, no por el tema de la pintura. Si
    variamos la disposición de la cabeza, disponemos el morro
    del can en línea horizontal, las preguntas sobre el
    posible hundimiento dejan de tener sentido; si cambiamos la
    mirada, se precisará si es reflexiva o anecdótica;
    si alteramos el color del espacio
    o sus dimensiones, desaparecerá la sensación de
    indeterminación y aumentará el grado de
    narratividad. El perro es una pintura que depende
    estrictamente de los elementos plásticos,
    su grado de narratividad es mínimo, la posibilidad de
    traducir su sentido por escrito, muy
    pequeña.

    Es posible que este perro sea una figura
    mitológica o forme parte de un discurso
    narrativo, y no hay duda que averiguarlo contribuirá a
    esclarecer su significado. Pero ya ha producido, y produce, su
    efecto, ya podemos identificarnos con esta imagen, que habla
    directamente de nuestra situación y corrige el eventual
    optimismo de la modernidad. No
    sabemos si el perro se hunde o no, sólo podemos verle en
    el preciso momento en el que la ambigüedad domina la
    situación y por ninguna parte aparece terreno firme sobre
    el que apoyarse; levanta el morro y mira, y su mirada tanto se
    dirige hacia fuera -pero a ningún objeto concreto –
    como hacia dentro, es decir, es expresión de esa
    situación y, en este sentido, casi humana; el
    espacio-firmamento en el que se recorta no pertenece a lugar
    concreto
    alguno: como el de la estampa El coloso, pero ahora de
    forma más radical, posee una fisonomía
    cósmica. El perro es la representación
    más rigurosa de la soledad y la falta de seguridad, de la
    autoconciencia de esa situación, de su carácter
    absoluto. El perro presenta la negación de cualquier
    optimismo ilustrado o moderno, rechaza cualquier
    idealización de nuestra situación y,
    paradójicamente (dado lo hermético de su tema), nos
    devuelve a la tierra: su
    autoconciencia es la nuestra.

    5.2 Disparates

    Las Pinturas negras guardan estrecha
    relación con la serie de 22 estampas al aguafuerte y
    aguatinta conocida con el título de Los disparates o
    Los proverbios
    , que se supone realizó Goya entre
    1815-1816 y 1824, antes de partir para

    Burdeos, pero que no fueron publicadas hasta 1864.
    Los temas de pinturas y estampas son distintos, pero la
    relación entre ambos mundos parece evidente. Los
    disparates son de muy difícil interpretación, tanto
    por el carácter hermético de muchos de sus temas,
    como por la naturaleza de su conjunto. Esta dificultad aumenta
    por el hecho de que la serie no ha sido terminada, muchas de las
    estampas carecen de título y existen ocho dibujos
    preparatorios para grabados que no fueron realizados. En general,
    por lo que hace a los dibujos preparatorios, en ninguna otra
    serie son tan diferentes de las estampas definitivas como en
    ésta. ¿«Disparates» o
    «Proverbios»? La dificultad de encontrar el
    significado preciso de los temas ha conducido a interpretaciones
    que, en muchos casos se contraponen. Algunas de las estampas
    parecen realizadas a partir de proverbios, pero no todas
    satisfacen esta pretensión, mucho hay que forzarlas y
    mucho es lo que se ha forzado su disposición. Por otra
    parte, algunas de las pruebas
    conservadas llevan un pie con el título: Disparate
    Femenino, Disparate Ridículo, Disparate Volante
    , son,
    por ejemplo, algunos de los títulos que figuran en las
    pruebas
    conservadas en la Fundación Lázaro Galdiano de
    Madrid. En cualquier caso, aunque algunas de las imágenes
    correspondieran efectivamente a proverbios, las estampas poseen
    un sentido disparatado e incluso, como ha señalado
    Glendinning, carnavalesco. Al igual que sucede con las
    Pinturas negras nos encontramos en un mundo nocturno.
    Todos los acontecimientos, cualquiera que sea su asunto, se
    realizan en la oscuridad o la noche, sobre fondos oscuros
    indeterminados realizados al aguatinta. Incluso escenas que
    podríamos calificar de alegres o divertidas adquieren en
    las estampas ese cariz: el manteo de un pelele en Disparate
    Femenino
    , el susto de un gigantón en Disparate de
    bobo
    , el juego de los
    ensacados o entalegados en Disparate de entalegados, el
    baile de Disparate alegre, etc. La broma, la
    diversión -si de bromas y diversiones se trata-, adquiere
    en muchas estampas un aire tenebroso y
    siniestro. Cuando los motivos hacen referencia a la falsedad y la
    doblez –Disparate triple es un caso ejemplar a este
    respecto-, el ambiente
    creado intensifica la negatividad de lo
    expuesto.

    Algunos de los Disparates parecen poseer
    un marcado sentido satírico o crítico. Así
    sucede, por ejemplo, con la doblez en el mencionado Disparate
    triple,
    posible alusión a la infidelidad amorosa, o la
    reverencia ante imágenes de bobos plasmada en Disparate
    de bobo
    . En otras ocasiones el sentido satírico es
    más complejo: en Disparate desenfrenado, por
    ejemplo, Goya representa a un caballo que rapta a una mujer de gesto
    impreciso, lo que indica un tema de caracter sexual y
    una referencia directa al erotismo; ahora bien, el paisaje del
    fondo está constituido por dos montículos que, a
    poco que miremos atentamente, se descubren como lo que son: dos
    ratas gigantescas, una de las cuales (a la izquierda) devora a
    una mujer que
    literalmente se está introduciendo en su boca. A la vista
    de este «fondo», el motivo del primer plano adquiere
    un sentido más nítido: Goya nos ofrece dos
    imágenes de la relación amorosa y del placer
    sexual, contraponiendo la figura de la secuestrada por el
    majestuoso caballo, en el primer término, con el horror de
    la figura devorada por la rata gigantesca del segundo. Ratas que
    se confunden con montículos, escalas que no se respetan,
    iluminación que acentúa el carácter nocturno
    de los acontecimientos, paisaje que olvida su dimensión
    anecdótica para ofrecerse como parte de la naturaleza
    cósmica…

    Otros Disparates son, si cabe, más
    herméticos. No sabemos qué hacen ese conjunto de
    figuras femeninas -¿brujas?- subidas a la rama de un
    árbol que en el Disparate Ridículo cruza la
    imagen de un lado a otro. Posiblemente se trate de una escena de
    brujería, una reunión de brujas viejas y
    jóvenes, una iniciación, pero el efecto que produce
    en nosotros no depende tanto de la precisión narrativa del
    tema como de la condición misma de la imagen: la
    inexistencia de un espacio seguro sobre el
    que apoyarse, la rama que cruza el firmamento, la escala de las
    figuras, la indeterminación e inmensidad de ese firmamento
    tenebroso… Como en El perro, los motivos narrativos han
    sido claramente «superados» por los elementos
    más estrictamente plásticos.

    Un tercero servirá para que tomemos
    conciencia de la
    dificultad de esclarecer el sentido de los Disparates y, a
    la vez, para que, pese a ello, se advierta lo efectivo de estas
    imágenes. En Modo de volar representa a un conjunto
    de hombres que vuelan en el silencio de la noche; parece una
    alucinación de Leonardo y no sabemos si está
    parodiando algún invento de la época o si
    está haciendo una referencia moral. Al
    margen de estas posibilidades, y otras muchas que pueden
    mencionarse, si algo llama la atención en esta estampa es
    el silencio con el que esas figuras se deslizan en un paisaje
    sublime, el movimiento que
    imprimen a su vuelo, el caracter
    lúdico que posee, sin dirección alguna…

    5.3 Dibujos de Burdeos

    Algunos de los dibujos que Goya hizo en estos
    años o en los inmediatamente posteriores son
    próximos a Los Disparates y a las Pinturas
    negras
    , otros poseen un sentido más marcadamente
    grotesco. Todos ponen de relieve la
    evolución de Goya y llaman la
    atención por la profunda sensación de verosimilitud
    que de ellos se desprende. En Burdeos realizó dibujos que
    se agrupan en dos álbumes, G y H. Con una
    cantidad similar de dibujos, han sido realizados con lápiz
    litográfico y lápiz negro y nos ofrecen un amplio
    panorama de motivos en ocasiones callejeros, algunas veces
    fantásticos, otras alegóricos. El mundo de pinturas
    y estampas vuelve a estar aquí presente con una
    agitación carnavalesca y un verismo notables. Aunque el
    mundo nocturno es protagonista de algunos dibujos, buena parte de
    ellos representan personajes que el artista podía
    encontrar en las calles de Burdeos: mendigos, mutilados, figuras
    deformes, diversiones callejeras, locos (o algunos que se hacen
    locos), frailes y exclaustrados, beatas, refugiados, etc. Un
    mundo abigarrado en el que pueden entrar en pie de igualdad
    protagonistas del títere y la pantomima, como el Viejo
    columpiándose
    (1824-28, Nueva York, Hispanic Society)
    del Album H, o el mismo Goya, que se representa por un
    viejo barbado que se apoya en muletas, en un dibujo que se
    ha hecho célebre y en el que ha escrito:
    «Aún aprendo» (1824-28, Madrid, Prado;
    Álbum G).

    Aún aprendía. El artista
    aragonés, ya en las puertas de la muerte, continúa
    avanzando en su estilo, en su lenguaje, no
    repite lo que hasta entonces había hecho, no reproduce
    otra vez un mundo sabido, aprende e inventa. Continúa
    vivo. Si buscamos imágenes que cumplan aquellas notas que
    Baudelaire propone para lo moderno -ser testimonio de la
    temporalidad y, a la vez, destinadas a ser clásicas-,
    aquí las tenemos.

    5.4 Últimos retratos

    Las Pinturas negras no son las
    únicas de las que puede hablarse en esta ultima etapa de
    la vida de Goya. A pesar de su edad, continuó realizando
    retratos y óleos con figuras que muestran su capacidad.
    Vamos referirnos a tres de ellos: María Martinez de
    Puga
    (1824, Nueva York, col. Frick), La lechera de
    Burdeos
    (1825-27, Madrid, Prado) y Juan Bautista de
    Muguiro
    (1827, Madrid, Prado). De los tres, el óleo
    más conocido es el de La lechera de Burdeos, que
    suele mostrarse como ejemplo de la absoluta novedad en el lenguaje
    pictórico de Goya y un adelanto claro del impresionismo. No
    le van a la zaga los otros dos. En María Martinez de
    Puga
    se encuentran ya prefigurados los rasgos que hacen de
    Manet un pintor fundamental en el desarrollo de
    la pintura del siglo XIX y, en general, de la pintura moderna.
    Pero cuando se contempla en el Museo del Prado el retrato de
    Juan Bautista de Muguiro, que tras la muerte del artista
    compró La lechera de Burdeos a Leocadia Weiss,
    asombra la frescura del trazado y la luminosidad de la pincelada.
    Juan Bautista era hermano de José Francisco Muguiro,
    esposo a su vez de Manuela Goicoechea, hermana mayor de la nuera
    de Goya. Juan Bautista de Muguiro fue amigo de Goya en Burdeos y
    en su retrato escribió el artista: «D". Juan de
    Muguiro, por / su amigo Goya á los / 81 años, en
    Burdeos, / Mayo de 1827». Juan Bautista de Muguiro
    está representado de frente, ligeramente sesgado, sentado,
    mirándonos. Llama la atención, como han
    señalado muchos historiadores, la energía de este
    retrato realizado por un artistas que tiene ya 81 años
    pero lo que hay que destacar ahora es el modo en que han sido
    pintadas las telas, el traje y la camisa, el modo en que Goya
    pinta la carne, esa especial transparencia y densidad material
    de las mejillas, de la piel, el modo
    de pintar las manos. La levedad y, a la vez, la libertad de la
    pincelada, su desenfado, como si no hiciera falta esfuerzo
    alguno… Una vez más, el discurso se
    niega a dar cuenta de lo que sólo puede
    verse.

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