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Globalizacion (página 3)




Enviado por ruben80



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Con la mundialización del capital, la transnacionalización de las grandes empresas, los progresos en el transporte y las innovaciones en el campo de la informática y las comunicaciones, se está constituyendo en la actualidad un espacio económico único, donde las fronteras físicas y administrativas tienden a disolverse. El proceso de transnacionalización de las grandes empresas, que se inició después de la Segunda Guerra Mundial con la expansión del capital norteamericano y se aceleró, a partir de los setenta, con el desarrollo de las inversiones extranjeras directas, europeas y japonesas, está teniendo como consecuencia la constitución de un espacio único de competencia donde un número cada vez más reducido de grupos gigantescos tratarán de dominar los mercados y, a través de ellos, afirmar su poder económico y social.

Como lo analizamos anteriormente, los factores que propiciaron dicha expansión fueron el agotamiento del modo de crecimiento que había beneficiado al mundo occidental hasta la década de los setenta y la consecuente búsqueda, por parte de las empresas, de una ampliación de las fronteras del consumo y la adopción de modalidades de acumulación basadas en una nueva relación entre el capital y el trabajo. Este proceso fue promovido y respaldado, como lo subrayamos, por las políticas neoliberales diseñadas por ciertos círculos después de la Segunda Guerra Mundial, y que condujeron a una liberalización creciente de los movimientos de mercancías, servicios y capitales, asociada a una privatización sistemática de las economías y a un retroceso orquestado del papel del Estado.

Como resultado de este proceso se está conformando actualmente una economía oligopólica global, sustentada por inmensos grupos industriales y financieros cuasi monopólicos, detentores de tecnologías de punta o protegidas, quienes tienden, a través de alianzas y absorciones, a reforzar su dominación en sus respectivos campos de excelencia. Por lo tanto, se están constituyendo a escala planetaria varios campos de fuerza económicos ampliamente desterritorializados, los cuales se superponen a las relaciones interestatales y entrechocan con estas últimas.

Sería, sin embargo, prematuro anunciar el fin del Estado-nación y su sustitución por un Estado al servicio de las transnacionales, debido a que un número aún significativo de Estados con fuerte identidad nacional intentarán probablemente preservar su espacio de actuación y decisión, manteniendo o adaptando sus mecanismos de control y regulación.

No obstante, el escenario más probable es el del debilitamiento de muchos Estados, obligados a conceder ventajas fiscales, laborales y de otra índole cada vez mayores a los grupos transnacionales, y el de una convergencia creciente entre los intereses de dichos grupos y los de las capas dirigentes de sus Estados matrices, lo cual constituye un reflejo, a su vez, de las prevalecientes relaciones de dominación del mundo industrializado sobre el mundo subdesarrollado. Por lo tanto, el escenario más probable es el alineamiento creciente de los aparatos estatales de los países industrializados con los objetivos y ambiciones de los grupos transnacionales –como ya se puede observar en el caso de Estados Unidos, Japón y Europa occidental– así como una subordinación cada vez más acentuada de los países subdesarrollados a los intereses de dichos grupos.

Sería un error, sin embargo, limitar la esfera de los actores globales al grupo de las transnacionales. Mientras su presencia y poder se imponen a escala planetaria, en otras áreas emergen nuevas fuerzas con objetivos y características muy distintos.

Por un lado, nuevas organizaciones de carácter no gubernamental, con una visión y objetivos planetarios, conforman hoy lo que calificaríamos de ONG globales. Las características y las ambiciones de dichas ONG son, por supuesto, muy diferentes de las que caracterizan a las transnacionales, pues han surgido como respuesta a los grandes desafíos que enfrenta nuestro mundo a finales del segundo milenio en áreas como el medio ambiente, las emergencias complejas y los derechos humanos, para mencionar apenas las de mayor peso. El poder de las ONG globales deriva de su fuerza como proyección organizada de aspiraciones universales y de su capacidad de movilización de los individuos y de la opinión pública. Aunque disponen de recursos que en algunas son relativamente elevados, lo esencial de su poder radica en la movilización de fuerzas morales y aspiraciones universales que, sin actuar directamente sobre la esfera económica, crean obstáculos a la expansión incontrolada de las transnacionales.

En el extremo opuesto, organizaciones de carácter no gubernamental con proyecciones y ambiciones también planetarias, conforman lo que calificaríamos de redes globales, algunas con propósitos criminales y otras de carácter místico.

Entre las redes globales con propósitos criminales se encuentran las del tráfico de drogas y de armas –muchas veces vinculadas–, las del tráfico de las personas –que incluyen a inmigrantes y otras formas modernas de esclavitud–, y todas aquellas involucradas en tráficos ilícitos, como el de los órganos humanos, por ejemplo. Dichas redes, que se relacionan con el crimen organizado y cuya finalidad es lucrativa, pueden revestir, cuando alcanzan cierto grado de organización y de recursos, la forma de transnacionales virtuales. Muchas mantienen vínculos casi orgánicos con las transnacionales, por el canal de las finanzas, el comercio y la inversión, como lo ilustra la cuestión del lavado de dinero.

Entre las redes globales con propósitos místicos se encuentran, con frecuencia creciente, las sectas religiosas. La proliferación y la expansión de dichas sectas a escala mundial, aunque no constituye un fenómeno nuevo, llama hoy la atención. Si sus propósitos son supuestamente confesionales, la organización y modos de operar de muchas se basan en la manipulación de los espíritus o en la intimidación. Utilizan, por lo tanto, la fuerza del misticismo y de los recursos de sus adeptos, sirviendo a los intereses del círculo de sus dirigentes y hasta desarrollan proyectos con características que rondan la megalomanía y el crimen, como lo ilustró, recientemente, el caso de la secta Verdad Suprema en el Japón.

Finalmente, en la frontera entre la criminalidad y el misticismo se hallan los grupos armados y las organizaciones terroristas internacionales, que derivan su fuerza tanto de la fe en una causa y del rechazo al consumismo occidental y a sus símbolos culturales, como de la revuelta provocada y alimentada por la miseria. Si el propósito de dichos grupos es derribar por la violencia a los que perciben como opresores, y al modelo consumista propagado por las transnacionales y respaldado por la potencia norteamericana, sus métodos se asemejan a los de las redes criminales, con las cuales mantienen vínculos casi orgánicos.

Si la presencia y el peso de todos estos actores sobresale hoy a escala mundial, y marginaliza cada día más el papel del Estado como sujeto y actor de la escena internacional, sin embargo, poco se ha dicho o escrito sobre los nuevos dueños del poder, a los que calificaríamos como la nueva oligarquía planetaria. De hecho, una de las principales cuestiones planteadas por el llamado proceso de globalización, si no la principal y la menos percibida, es la redistribución del poder a escala global, más allá de los Estados y las respectivas sociedades, en lo que actualmente constituye el sistema mundial.

Una lectura socio-política del proceso de globalización que intentára profundizar más allá de sus fundamentos económicos y de sus manifestaciones culturales, mostraría que, en el fondo, lo que está sucediendo es la concentración creciente del poder en manos de ciertos grupos que, sin formar una clase social en el sentido que le daba Marx, constituyen una capa privilegiada y multifacética, aglutinada por intereses comunes y una visión convergente del universo, y portadora, por lo tanto, de una nueva ideología. Estos grupos no se sustentan en los medios de poder que respaldaron el ascenso de la burguesía mercantil, primero, y de la burguesía industrial, después, es decir la acumulación de capital y, a través de esta, el control del aparato del Estado.

El poder de la nueva oligarquía planetaria no se asienta sobre el capital, ni siquiera sobre las finanzas, sino sobre el control, el procesamiento y la manipulación de la información, que constituye actualmente, como lo analizaremos más adelante, el instrumento por excelencia del poder en su nueva configuración. Acceder a la información crítica, a su procesamiento estratégico y a su manipulación social supone, como primer requerimiento, haber tenido acceso a la educación superior, particularmente en aquellas escuelas y universidades con alto grado de selectividad social. También supone el apoyo y la complicidad de los grupos ya asentados en el poder, lo que, de entrada, limita ese acceso a una ínfima parte de la humanidad. Sin embargo, este mismo proceso de selección-cooptación no garantiza el acceso a posiciones privilegiadas ni al poder, donde se concentra, precisamente, la información estratégica. Requiere, como paso siguiente, la eliminación de los competidores, un proceso respaldado por el individualismo promovido por el núcleo norteamericano de la oligarquía planetaria y que redunda, en escala mundial, en un darwinismo social que justifica su legitimidad con la idea de que los ganadores son necesariamente los mejores y que los perdedores no merecen acceder a altas remuneraciones y a puestos de mando.

Bajo este manto ideológico, consonante con el proyecto neoliberal y con la expansión de las transnacionales, se constituyen hoy nuevas capas privilegiadas, detentoras del poder real, que se concentran en los puestos de mando de los sectores más estratégicos del nuevo orden planetario. Estos puestos permiten el control de la actividad de los grandes grupos oligopólicos, incluyendo los que directa o indirectamente influyen en las decisiones estratégicas, como, en particular, los mandatarios del capital financiero. En consonancia o en articulación con esos grupos, están los bancos, fondos y otras instituciones financieras, con sus respectivas cúpulas dirigentes. Y en respaldo e integración con las dos precedentes esferas, se encuentran las industrias de la prensa y las comunicaciones, y la recreativa y sus sustentos telemáticos, que dominan hoy los sistemas de control y manipulación de las mentes. Las oficinas de asesoramiento estratégico, que actúan en las esferas del derecho, el fisco y las finanzas, y los grupos de presión funcionales y estructurados, constituyen otras tantas agrupaciones estrechamente entrelazadas con las primeras.

Paralelamente con el mundo de los negocios, está la esfera del gobierno, con sus diferentes ramificaciones nacionales e internacionales. En esta esfera sólo ciertas posiciones dan acceso al poder y a remuneraciones virtualmente altas, a través de los puentes que se han tendido entre los altos cargos públicos y los puestos de mando del sector privado. El acceso a dichos cargos es severamente filtrado y sus funciones están estrechamente vinculadas al funcionamiento del capitalismo mundializado. Dichos cargos se localizan en las instituciones públicas más involucradas en el proceso de globalización, en particular, los ministerios de Finanzas y los Bancos Centrales, a escala nacional, y las instituciones de Bretton Woods y la recién creada Organización Mundial del Comercio, en la esfera internacional.

Finalmente, en simbiosis con los dos últimos conglomerados, están las funciones de intermediación entre los nuevos dueños del poder y la población en general. Esas funciones son hoy asumidas por la esfera política: dirigentes y mandatarios que, cada día más, desempeñan un papel de intermediación entre las exigencias del orden neoliberal y las reivindicaciones sociales, entre los intereses de la nueva oligarquía y los de las otras capas sociales, perdiendo, por lo tanto, su función de expresión organizada de las aspiraciones colectivas y de catalizadores de los compromisos sociales.

Al mismo tiempo, y con un protagonismo probablemente superior al de la esfera política, está el mundo de los medios masivos de difusión, constituido por los periodistas estrellas, los promotores de espectáculos y otros actores del universo de las diversiones, quienes cumplen a través de la televisión y de otros soportes, funciones de intermediación de carácter anestésico mediante la manipulación de la opinión pública y el control de los espíritus, a lo cual contribuyen diariamente.

Sería superfluo señalar que al poder al que acceden los beneficiarios del nuevo orden planetario, se añaden niveles elevadísimos de recursos, no solamente en términos de remuneraciones declaradas, sino también en cuanto a ventajas en especie, que se materializan en propiedades, yates y otras gratificaciones, y que contribuyen a la ampliación de la brecha social en proporciones ya alarmantes. Todo ello redunda en un aumento de la corrupción generalizada, como lo ilustra, desde hace algunos años, la multiplicación de los escándalos por malversación o abuso de bienes sociales en la mayoría de los países del mundo occidental.

El nuevo orden planetario sería políticamente insostenible para la oligarquía al mando, si no tuviese hoy los instrumentos que le permiten asentar su poder. Estos son, esencialmente, de tres tipos: el control de la información, el control de las sociedades y el control de los conflictos civiles.

Si bien es cierto, por un lado, que el desarrollo acelerado de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación han permitido un crecimiento exponencial de la información, y virtualmente del conocimiento, no se puede afirmar, sin embargo, como lo propagan ciertas corrientes, que se ha revolucionado el acceso a la información y hasta democratizado el uso que de ella se hace. Si en teoría la telemática ofrece perspectivas ilimitadas de acceso a la información, la realidad es –desde el punto de vista social y político– muy diferente.

De hecho, sólo acceden a las redes de información –y a la red global que constituye Internet— los países con infraestructuras de telecomunicaciones desarrolladas, lo que de entrada excluye a la inmensa mayoría de los países subdesarrollados. En el seno mismo de los países industrializados, sólo una fracción reducida de la población tiene por ahora acceso a dichas redes. Suponiendo que se produzca un amplio desarrollo de las nuevas herramientas telemáticas, nada garantiza que la densificación de los sistemas informáticos y de comunicaciones redunde en un mejor acceso de la población a la información. De hecho, lo importante en la información no es su abundancia, sino su relevancia y su criticidad, lo que ningún sistema podrá garantizar nunca. La información relevante y crítica no sale de los bien resguardados círculos del poder. Aunque éstos fuesen penetrados, sería aún necesario saber interpretar la información, lo que implica, necesariamente, formar parte de aquellos círculos habituados a manejarla.

Finalmente, si Marx hubiera analizado la estratificación social del mundo a finales de este siglo probablemente hubiera identificado el control de la información como el instrumento de la dominación. El capital, que constituyó por muchos siglos la base del poder de una burguesía ahora en vías de desaparición, quedó diluido en una nebulosa de formaciones jurídico-financieras, en las que ya no se puede relacionar capital con propiedad, ni identificar la propiedad de los medios de producción con su manejo y control, trátese de grupos productivos, comerciales o financieros, vinculados por una multitud de participaciones y de acuerdos estratégicos, operando cada vez más a escala global. Para todas estas entidades, la variable clave es la información. Ocurre de igual forma en los aparatos estatales y en los organismos internacionales, en los cuales la producción, el acceso, el manejo y la interpretación de la información, forman parte de las herramientas del poder, particularmente en aquellos sectores donde dicha información reviste dimensiones estratégicas.

La faceta opuesta de la información es su proyección y su manipulación, tanto bajo la forma de mensajes como bajo el manto de las imágenes. De hecho, el control de la opinión pública y de los individuos se ejerce hoy a través de dispositivos mediáticos cuya sofisticación y cobertura no dejan de crecer. Son incorporadas las tecnologías más avanzadas en la esfera de la informática y de las telecomunicaciones y se preparan ya la fusión en gran escala del teléfono con la computadora y el televisor. Paralelamente, las industrias de la información y de la distracción, controladas por inmensos grupos mayoritariamente norteamericanos, promueven el individualismo y el consumismo, que contribuyen a consolidar el poder de las transnacionales y el de la nueva oligarquía. Los valores y los comportamientos propagados hoy por la prensa, la televisión, las producciones cinematográficas, los grandes espectáculos y los multimedia reflejan de forma creciente los objetivos y la ideología de la nueva oligarquía, en un proceso que se agrava en la misma medida en que se expande la fusión-concentración de los grandes grupos mediáticos.

Al control de las mentes se añaden las herramientas de la represión y de la fuerza instrumentada, heredadas del Estado tradicional, a las cuales se va agregando la sofisticación tecnológica y lo que se pudiera calificar como ciencias del control social. Las llamadas prerogativas regaliennes (término francés en la historia del derecho que calificaba aquellas prerrogativas básicas del Estado monárquico) siguen presentes en las áreas de la policía, de la justicia y de la defensa, hasta con los mismos símbolos y la parafernalia que las caracterizaban en el pasado, y es probablemente en esta esfera que las funciones del Estado sean todavía las menos afectadas. No obstante, también, en esta área, las funciones del Estado son desafiadas, cada día más, tanto por organizaciones criminales o competidoras –como las mafias, las redes de traficantes o grupos armados con objetivos antagónicos–, como por el propio proceso de privatización promovido por el neoliberalismo, que redunda hoy en la constitución de milicias privadas, ejércitos mercenarios y hasta prisiones privadas.

El Estado, desafiado en sus funciones históricas más básicas — las de asegurar el orden, aplicar las leyes y defender el territorio–, sigue asumiendo en esta área su papel básico, pero adaptándolo a las exigencias del nuevo orden mundial, a los objetivos de la oligarquía emergente y a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Desde esta perspectiva, el control de la sociedad y de las revueltas sociales –individuales y colectivas—ya no se ejerce a través de la simple represión, sino de mecanismos sofisticados que van desde la identificación genética hasta el procesamiento informático de la vida privada y el control de las personas mediante sistemas electrónicos, a pesar de las resistencias ciudadanas, que todavía se manifiestan para poner coto legalmente a tales procesos.

Frente a la opresión que resulta, en varios grados y formas, de la exclusión social, del desempleo, de la miseria y otras formas de agresión económicas y sociales, los sistemas de control toleran hasta cierto punto las revueltas individuales, pero impiden las colectivas. El caso de la sociedad norteamericana es el más ilustrativo: el sistema incentiva la búsqueda de la huida individual, promueve la apología de la violencia y el darwinismo social, tolera el consumo de drogas y la proliferación de las sectas, mientras reprime a la pequeña delincuencia, encarcela a millones de individuos e impide cualquier resistencia o enfrentamiento al sistema social mediante el control combinado de la información pública y de los instrumentos de represión.

Sin embargo, los instrumentos del control social no permiten resolver los conflictos civiles que se han multiplicado como resultado de la desintegración de varios Estados, de la regresión de otros o del resurgimiento de las exigencias de autonomía en el ámbito de muchas comunidades. En esta esfera se ha impuesto de manera casi natural, la reconversión de las fuerzas armadas en instrumentos de regulación y control de los conflictos civiles, como lo ha ilustrado en los años recientes la multiplicación de las llamadas intervenciones humanitarias –sea bajo mandatos multilaterales, sea de forma unilateral– y de las intervenciones de carácter cuasi policial, en condiciones muchas veces controversiales.

También le han sido asignadas a las fuerzas armadas nuevas misiones de orden para-policial en áreas como la lucha contra el narcotráfico o contra el terrorismo, una orientación claramente perceptible en el caso de las fuerzas armadas norteamericanas.

Desde este punto de vista, la reorganización de muchos ejércitos nacionales y de alianzas y organizaciones militares –como la OTAN, en particular -, refleja no solamente el fin de la guerra fría y la necesidad de redefinir las misiones de las fuerzas armadas, sino también las presiones de los grupos militar-industriales para preservar sus intereses y el imperativo para las nuevas fuerzas emergentes, y en particular, para la oligarquía planetaria, de asegurar un mínimo de orden en los diferentes continentes frente a la proliferación de los conflictos étnicos y las agresiones de otra índole.

Merece señalar, a este respecto, la prepotencia absoluta de los Estados Unidos en esta esfera. Combinada con el dominio de los medios de información y comunicación –y de otros instrumentos del control social–, refleja el papel protagónico de los actores y de los intereses transnacionales con base en el sub-continente norteamericano, el cual refleja, a su vez, el liderazgo en esta esfera del núcleo norteamericano de la oligarquía planetaria, a pesar de las divergencias y de los conflictos de intereses que pudieran existir con sectores periféricos de dicha oligarquía en los planos económico, comercial y financiero.

I) DESAFÍOS PARA LAS FUTURAS GENERACIONES:

El tercer milenio será, sin duda, un período de enormes desafíos para las generaciones futuras. Los desequilibrios que han ido conformándose a lo largo de este siglo alcanzarán, según toda probabilidad, sus puntos culminantes en el siglo XXI, como fue pronosticado en el estudio realizado por el MIT para el Club de Roma y ha sido anunciado por los disturbios y las calamidades que ya azotan al planeta. El crecimiento exponencial de la población, y su envejecimiento ya previsible, plantean problemas considerables tanto para la satisfacción de sus necesidades básicas como para la preservación del medio ambiente. Las perturbaciones que van afectando el medio natural, como el cambio climático, la destrucción de la capa de ozono y la desertificación, ya provocan desastres naturales, violentos o silenciosos, en varias áreas del planeta. El agotamiento progresivo de los recursos naturales –incluyendo los más vitales, como el agua–, ya enfrenta a la humanidad con el desafío de su propia supervivencia. Mientras tanto, la miseria y la exclusión se propagan en todos los continentes, y la brecha social no cesa de ampliarse, con la concentración creciente de la riqueza en las manos de unos pocos y la expulsión de la clase media hacia los grupos marginados. En cuanto a la tecnología, de la cual se esperaban milagros, contribuye, por el contrario, a la marginalización de la gran mayoría de la humanidad y a la concentración de los ingresos y del poder en favor de una minoría de privilegiados.

Si el futuro de la humanidad depende básicamente de la sustentabilidad de su proceso de desarrollo y de su relación con el medio natural, su supervivencia exige, no obstante, respuestas adecuadas a los problemas sistémicos a los cuales se enfrenta. Todo ello representa un inmenso desafío a la gobernabilidad a escala global, en el preciso momento en el cual el Estado declina, dejando un gran vacío, tanto como marco organizado de la vida en sociedad como de proyección y soporte de las aspiraciones individuales y colectivas. Analizado bajo sus tres principales componentes, el problema de la gobernabilidad plantea los temas de la regulación global, del derecho a la identidad y a la participación ciudadana.

Ninguno de los desafíos globales a los que se enfrenta hoy la humanidad tiene soluciones simples y aisladas. Las razones son de dos órdenes: en primer lugar, porque se trata de problemas sistémicos y, en segundo lugar, porque son todos transfronterizos.

En años recientes, muchos autores han insistido en lo vanidoso de querer entender e, incluso, resolver los problemas a los cuales la humanidad debe dar respuesta con análisis de causalidades directas y con recetas lineales. Se habla mucho de pluri-disciplinaridad, enfoques holísticos y análisis sistémicos, pero muy pocos los practican. En el mundo real, la inmensa mayoría de quienes toman decisiones políticas aplican soluciones directas en las propias esferas de su campo de entendimiento y de actuación, sin tener en cuenta las múltiples interacciones y retroacciones que puedan existir entre un problema y su solución.

A este obstáculo se añade un segundo: la imposibilidad de resolver cualquiera de los referidos problemas a escala nacional, trátese del SIDA, el narcotráfico, la contaminación ambiental, las migraciones, la especulación monetaria o cualquier otro fenómeno con dimensiones globales. Sin embargo, la comunidad internacional ha venido buscando respuestas en la última década, con las recomendaciones surgidas de grandes conferencias internacionales y la adopción de convenciones marco en áreas como las medioambientales, del desarrollo social o de la alimentación, entre otras. Estos eventos han confiado a las Naciones Unidas y a su sistema de organizaciones el mandato de implementarlas, pero con muy pocos recursos y sin la autoridad que pudiera transformar aquellas intenciones en normas y programas que se impongan a todos.

En la esfera de la economía y de las finanzas, la situación es todavía peor. Poco o nada se ha hecho para controlar el proceso de relocalización del capital productivo a escala del planeta, para controlar la circulación del capital financiero y la especulación monetaria, para definir normas y reglas que civilicen el uso del capital humano, y para que se implementen políticas que apunten hacia un crecimiento menos depredatorio, un menor derroche de los recursos naturales y la promoción de la persona humana como sujeto activo de toda sociedad.

Los esfuerzos de las instituciones financieras internacionales y de los foros de coordinación de las políticas económicas y financieras, por el contrario, sólo han apoyado y amplificado las políticas neoliberales surgidas en los años ochenta, con su secuela de desreglamentaciones, privatizaciones, recortes sociales y de plantillas, acelerando así el desmantelamiento del Estado y dejando al mundo abierto a la expansión depredatoria de las grandes transnacionales. Ha llegado, por lo tanto, el momento en que la reconstrucción del Estado a escala global, es decir, mundial, se impone como una necesidad vital.

Reconstruir el Estado a escala global, pensar implícitamente en un gobierno mundial, no deja de ser un gigantesco desafío. En primer lugar, porque tal reto plantea problemas de estructuración y de funcionamiento que en sí mismos –y en tal escala– son considerables. Pero también, antes que todo, porque dicho reto plantea un problema de legitimidad, que precede a toda construcción jurídica. Como ya hemos recordado, el surgimiento del Estado-nación fue fruto de un largo proceso histórico, y sólo ganó legitimidad cuando los propios ciudadanos se reconocieron en él, a pesar de las luchas internas y de los conflictos sociales que sacudieron y acompañaron su formación. En el contexto de la crisis en que hoy vive el planeta, sólo se puede imaginar un grado similar de legitimidad frente a un gran peligro para la humanidad y frente a amenazas que llevarían a la mayoría de los ciudadanos del planeta a pensar, o esperar, una forma de organización del mundo que garantice la seguridad y la justicia para todos.

Este momento no ha llegado todavía, pero podría llegar en las primeras décadas del Tercer Milenio ante la inminencia del peligro. Y si ese fuera el caso, es muy probable que tal Estado sea confederado, debido no solamente al hecho de que la humanidad está todavía muy lejos de la homogeneidad que supondría un Estado unitario de tipo no autoritario, sino también, porque la reivindicación de la identidad propia se impone hoy más que nunca a todos, como lo analizaremos más adelante.

Llegar a una confederación mundial supondría también un acto fundador o, tal vez, una sucesión de acuerdos y compromisos que llevarían a su constitución. Se puede, en este sentido, imaginar un escenario donde las organizaciones internacionales –Naciones Unidas, en particular– pudiesen, en el contexto de una sucesión de acuerdos y de consensos, evolucionar, paulatinamente, hacia una forma más estructurada de gobierno mundial.

Quedarían, sin embargo, por precisar los campos de competencia de tal Estado confederado, los cuales habrían de incluir los llamados problemas globales –como la preservación del medio ambiente o la lucha contra la criminalidad transfronteriza, por ejemplo–, así como la prevención y la mediación de los conflictos civiles, cuestiones que ya forman parte del campo de actuación de las referidas organizaciones. A diferencia de las estructuras confederadas, no incluiría la defensa ni las relaciones internacionales, pues hasta ahora no existe evidencia de formas de vida inteligentes en el resto del universo, ni fundamentos para que tales funciones se instituyan a escala del planeta. Sin embargo, una estructura de este tipo no estaría completa si no incluyese las funciones claves del Estado-nación, tanto en sus dimensiones económicas como sociales, que hicieron de éste el promotor del desarrollo, el regulador de la actividad económica y el mediador de los conflictos sociales. Pensar y reconstruir el Estado a escala mundial y con forma confederada sería, por lo tanto, el paso necesario para regular la economía a escala global y garantizar la justicia social a nivel del planeta.

Una evolución tal debería, no obstante, respetar e integrar una de las revindicaciones más críticas del mundo contemporáneo: la del derecho a la identidad. Como lo hemos analizado, esa reivindicación deriva directamente del proceso de globalización. A medida que el Estado-nación ha venido perdiendo su papel tradicional y sus funciones socioeconómicas, y que el contrato social que respaldaba su legitimidad perdió fuerza, ha surgido el problema de la identificación del ciudadano con su propio Estado y una situación de desamparo como consecuencia de la confrontación de los individuos con el mundo globalizado. Al mismo tiempo, el individuo ha perdido sus raíces culturales y los mecanismos de solidaridad que garantizaban su seguridad.

Quedan todavía hoy, y quedarán probablemente mañana, Estados-naciones con fuerte identidad cultural y fuerte integración sociopolítica. Pero la tendencia y la norma son, sin embargo, la desintegración del Estado-nación, como la presenciamos actualmente en todos los continentes. Esta desintegración resulta tanto del cuestionamiento del contrato fundador, como del desmantelamiento de sus diversas funciones. De ella surge la inmensa aspiración de los individuos y los pueblos a reencontrar sus raíces culturales y a reconstruir los mecanismos de solidaridad que se habían delegado al propio Estado, lo cual desencadena, a su vez, procesos caóticos y muchas veces dramáticos, como lo ilustran los conflictos étnicos, religiosos o simplemente de identidad.

En otras palabras: a medida que el Estado-nación pierde su funcionalidad y su legitimidad –lo cual provoca que los problemas globales sean tratados en el ámbito mundial, en un marco institucional que todavía queda por definir–, se impone como un reto apremiante la necesidad de crear nuevamente espacios de solidaridad y de identificación intranacionales o transfronterizos. Tales espacios existen, pero fueron reprimidos en el transcurso de la formación de los Estados-naciones, dejando comunidades atrofiadas, despojadas de su identidad y de su capacidad organizativa. El resurgimiento de los conflictos que llamaríamos de identidad, resulta, por lo tanto, del renacimiento de las aspiraciones comunitarias frente a un mundo globalizado y a Estados-naciones cuestionados y despojados de gran parte de sus funciones. Este fenómeno no afecta aún a los Estados con fuerte identidad cultural, pero socava las bases de los Estados pluriétnicos y de las naciones artificiales, como lo ilustra, en gran escala, la multiplicación de los conflictos étnicos en el continente africano y los que estallaron en la desaparecida Unión Soviética y en la ex Yugoslavia.

Así pues, resulta necesario tomar en consideración la reivindicación de la identidad y reconocer el derecho a la identidad, implícito en la Carta de las Naciones Unidas, la cual reconoce el derecho de los pueblos a decidir por sí mismos. Este reconocimiento significaría la desaparición de muchos Estados tal y como se formaron en el transcurso de la historia contemporánea –en particular, los Estados artificiales heredados del colonialismo, que se superponen a las comunidades y a las culturas en el continente africano–, y el acceso a la autonomía –o al estatuto de Estado autónomo– de todos los pueblos que aspiran a auto-gobernarse, incluyendo los pueblos indígenas.

El resultado de este proceso sería la concesión de un estatuto de Estado autónomo a todos los pueblos que lo deseen y, en fin, la transformación de cada pueblo en nación, sin consideración de tamaño, creencia o tradiciones. Consistiría, en definitiva, en eliminar la dicotomía pueblo-nación, reconociendo a cada comunidad unida por lazos culturales y tradiciones antiguas, el derecho de organizarse y de administrar de forma autónoma las funciones que no se delegarían a la confederación mundial: la educación, la cultura, los servicios sociales básicos, la seguridad de los ciudadanos y la administración de la justicia.

Quedaría una cuestión compleja por resolver: la vinculación del pueblo con su tierra –o de la comunidad autónoma con el espacio que ésta administra — , una cuestión que tiene raíces lejanas, pero aun más complicada por los fenómenos migratorios que tienden, a escala global, a desarticular los lazos de las comunidades humanas con sus territorios. El reconocimiento del derecho a la identidad y, más aún, el derecho de cada pueblo a acceder a la autonomía, exigiría que se constituyeran nuevos Estados autónomos, con sus respectivos territorios y gobiernos. Este reconocimiento debería tener, como corolario, el principio del respeto a los derechos de las minorías, sin el cual la nueva arquitectura política y constitucional sería insostenible. La violencia a la cual asistimos hoy –tanto en ciertos Estados en vías de implosión (los de la ex–Yugoslavia), como dentro de muchos Estados receptores de inmigrantes, con el desarrollo del racismo y de la intolerancia–, ilustra la dificultad y la importancia de tal reto.

Mientras que la solución de las cuestiones globales quedaría en manos de una autoridad confederada, y mientras que se concedería a cada pueblo el derecho de constituirse en entidad autónoma — siempre que respetara los derechos de las minorías — sería también necesario promover y garantizar la participación ciudadana. Analizado en términos constitucionales, el principal problema sería el de asegurar la democracia a todos los niveles de gobierno y de administración, garantizando a cada ciudadano una participación efectiva en las decisiones políticas. El reto en esta esfera no sería tanto el de inventar nuevas formas de democracia, sino garantizar una armonía entre las aspiraciones globales y las de la comunidad, asegurar modos de participación efectiva en la vida política y proteger los derechos de las minorías, todo ello a niveles y a una escala sin precedentes en la historia de la humanidad.

Garantizar la satisfacción de las aspiraciones colectivas, a escala planetaria, requeriría, en primer lugar, un consenso sobre los principios a partir de los cuales se formularían las leyes y se designarían los responsables políticos. En un mundo donde ciertos pueblos representan una fracción considerable de la humanidad, y otros una ínfima minoría, no sería aceptable que la adopción de las leyes o la designación de los dirigentes se hiciera siguiendo el principio de la proporcionalidad (ice. número de voces o de representantes proporcional a la población de cada pueblo). Ello consagraría la supremacía de los grandes pueblos y acarrearía, de cierto modo, formas de dominación inaceptables para los pueblos minoritarios. A la inversa, el principio vigente según el cual cada Estado tiene el mismo peso en las instancias internacionales, y se concede la misma voz a grandes y a micro Estados –y hasta a Estados ficticios o folklóricos–, no es tampoco satisfactorio a escala universal, si se piensa en términos de aspiraciones globales y de equilibrio entre las expectativas de los diferentes pueblos. La solución deberá ser encontrada en un punto intermedio, mediante fórmulas de consenso, mayorías calificadas y minorías con derecho al veto que permitan, en su conjunto, la expresión de las aspiraciones de las mayorías sin oprimir a la minoría, y donde los Estados constituyentes conserven su personalidad y su función de canalización de las aspiraciones de cada pueblo.

En segundo lugar, para que el proyecto de confederación sea viable, y la asamblea de los pueblos –que lógicamente conformaría su órgano principal– no se transforme en un cuerpo ingobernable, habría probablemente que limitar el derecho a voz deliberativa a aquellos Estados con real representatividad. Paralelamente, y con el propósito de proteger los derechos de las minorías no representadas –tanto en el ámbito confederado, como en el de cada Estado constituyente–, habría que inscribir en los textos constitucionales las garantías necesarias. Todo indica que materializar este proyecto no será fácil, y dependerá del grado de consenso al que se pueda aspirar en el transcurso de las décadas venideras.

En la esfera no institucional, sino de las fuerzas políticas, y de un entorno social que permita una expresión real de las aspiraciones individuales y colectivas, habrá sin duda que fomentar nuevos modos de participación ciudadana, sobre todo a escala global, donde la complejidad de dicha participación revestirá dimensiones no comparables a las que pudieron existir –en el otro extremo y en otra época– para los ciudadanos de Atenas. El reto en esta esfera será de dos ordenes: constituir contrapesos a la influencia de las transnacionales y reconstruir la democracia sobre bases saneadas. Debido al peso y la influencia que han ganado las transnacionales, a la constitución en su seno y su entorno de una nueva capa dirigente y privilegiada y, finalmente, a la sofisticación cada vez mayor de las herramientas del poder, la constitución de contrapesos a escala global se impone como el camino más creíble para reconstituir espacios ciudadanos. En el mundo de hoy, el ciudadano aislado y limitado a su horizonte nacional carece de las condiciones que le permitirían evaluar las nuevas relaciones de fuerza o formular respuestas capaces de transformar dichas relaciones. Sólo una movilización colectiva y transfronteriza puede crear las condiciones para una respuesta global a cada uno de los retos que enfrenta hoy la humanidad. Sólo organizaciones globales, con agendas universales, pueden constituir contrapesos que impongan la negociación y abran el camino a soluciones alternativas.

La influencia de los Estados es cada día más limitada en lo que concierne a los asuntos globales, pues tienen que conciliar exigencias contradictorias y reflejar de manera creciente los intereses de las grandes transnacionales y de la nueva oligarquía planetaria. Las organizaciones internacionales, por su parte, reflejan las contradicciones y los conflictos de intereses de los Estados que las conforman. En ese sentido, las ofensivas lanzadas y el trabajo realizado por ciertas ONG globales –como Greenpeace, en lo que respecta a la protección del medio ambiente –, indican el camino a seguir. Actualmente se constituye una multitud de organizaciones con vocación global, aunque con diferentes niveles de peso e influencia, las cuales crean canales de expresión ciudadana en los más diversos sectores. Los movimientos y las protestas de los últimos tiempos contra las políticas neoliberales, y cuya proyección rebasa ya las fronteras–como ha sucedido frente a reuniones internacionales como las de la OMC, hasta de manera espectacular con el fracaso de la conferencia de Seattle–expresan las reacciones ciudadanas en esta área. Llama la atención, sin embargo, la debilidad del sindicalismo internacional frente al proceso de marginalización de la fuerza de trabajo, lo cual refleja el retroceso del movimiento sindical en el ámbito nacional y la precarización del trabajo que presenciamos hoy. No obstante, aparecen otros movimientos que asumen un liderazgo en el área laboral, como los que se enfrentan a los abusos a los niños y a las mujeres.

En muchas áreas se observa, pues, un proceso de reconquista del espacio ciudadano, con la formación de contrapesos a escala global. Sin embargo, dicha reconquista sería frágil e incompleta si no se reconstruyese la democracia sobre bases saneadas. En esta esfera, será necesario, sin duda, transformar la vida política para trasladarla del mundo del espectáculo y de los escándalos, al mundo del debate y de la responsabilidad. Como hemos mencionado, el mundo ha atravesado en estos últimos años un proceso de extrema mediatización de la política, transformada en producto comercial para la televisión, la prensa y las publicaciones, mientras los medios se utilizan para manipular a la opinión pública. El " monicagate", entre muchos otros casos, ilustra, claramente, esta tendencia. Paralelamente, los aparatos y los partidos políticos se han transformado, de canales de la expresión ciudadana que eran antes, en máquinas de la conquista del poder, y aún peor, en empresas proveedoras de empleos, con la profesionalización de los mandatos públicos a la que hemos llegado hoy. A la mediatización de la vida política y a la profesionalización del trabajo político se añaden la pérdida de visión y de capacidad analítica del mundo político y su creciente compromiso con el mundo de los negocios.

El desplome del socialismo real y la ofensiva del neoliberalismo han traído como consecuencia una crisis de las ideologías que ha incidido en toda la vida política. La incapacidad del propio mundo político para descifrar la nueva realidad, y, en particular, para identificar los retos fundamentales del mundo de mañana, ha imposibilitado hasta la fecha cualquier formulación de proyectos alternativos que no sean los de la gestión día a día de la crisis económica y financiera.

Pero, más grave que todo es la convivencia y la ósmosis creciente entre el mundo político, la alta administración y el mundo de los negocios, que han creado el humus en el cual se han multiplicado las malversaciones, la corrupción, el abuso de mandatos públicos y el de bienes sociales. La proliferación de los escándalos y de los enjuiciamientos judiciales en las referidas áreas ilustra abundantemente esta tendencia. Todo esto ha redundado en una desafección creciente del ciudadano hacia la política, que va del simple desinterés al disgusto, provocando su alejamiento de la vida política y el creciente abstencionismo en las elecciones, y reforzando la tendencia a la profesionalización y la corrupción del mundo político. Es, por lo tanto, vital, sanear la vida política, comenzando por la reanimación de la reflexión política y de la participación ciudadana, procesos ambos que sólo pueden darse en un marco global, en el cual el ciudadano y el Estado se habrán reconciliado con el propósito de enfrentar los desafíos del Tercer Milenio y de construir un mundo mejor.

 

 

Autor:

Rubén Mendoza

Partes: 1, 2, 3
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