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Los “nuevos” pobres, de los países ricos II (un relato trágico de la crisis) (página 5)




Enviado por Ricardo Lomoro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12

Otro riesgo de alto endeudamiento, como
sugieren Olivier Blanchard es el del equilibrio múltiple.
Cuando hay que refinanciar una cantidad sustanciosa de deuda
pública, hay un riesgo de pánico autoalimentado en
torno a esa deuda, empujando las primas a máximos
insostenibles.

En igualdad de condiciones, tener un
menor ratio de deuda y un menor riesgo de liquidez con deuda con
vencimiento más largo puede reducir el riesgo de este tipo
de mal equilibrio.

La solución para una crisis de
liquidez es la misma en el caso de los pánicos bancarios
que en el caso de un pánico sobre deuda soberana: un
prestamista de último recurso, esto es, un banco central
que puede suministrar liquidez a un soberano monetizando su
deuda. Esto es lo que sucedió en la Eurozona en el verano
de 2012, cuando los tipos de interés de la deuda italiana
crecieron hasta casi el 7% y los de la deuda española se
acercaron al 8%.

Así pues, ¿están
bajos los tipos en EEUU y Japón porque se presentan como
activos "refugios seguros" durante los periodos de
aversión al riesgo con elevado riesgo de cola? ¿O
son esos bajos tipos el resultado de la flexibilización
cuantitativa a gran escala, en la práctica una forma de
monetización de deuda que reduce el riesgo de
pánico en torno a la deuda pública y mantiene los
tipos a largo plazo más bajos que en caso
contrario?

El ejemplo griego. En los últimos años, Grecia
es el ejemplo más fácil de un país con una
política fiscal relajada e imprudente, que gestionó
déficits fiscales muy grandes e insostenibles hasta el
comienzo de la crisis de deuda en 2010. Los reguladores griegos
mintieron eficazmente sobre el verdadero tamaño del
déficit, que resultó ser el 15% del PIB. En el caso
de una política fiscal imprudente donde la sostenibilidad
de la deuda esté en riesgo, la austeridad fiscal -y
posiblemente las reestructuraciones de deuda- es la respuesta
política apropiada.

Sin embargo, mirando a la pasada década, muchas
de las crisis financieras que llevaron a un gran incremento de la
deuda pública y de los déficits empezaron con los
excesos financieros del sector privado, no del sector
público: burbujas de activos, de vivienda, de
crédito que finalmente pincharon, provocando un incremento
significativo en los déficits presupuestarios y la deuda
pública a medida que la recesión subsiguiente
indujo la entrada en funcionamiento de los estabilizadores
automáticos.

Siempre que una crisis financiera tiene
lugar, también existe el riesgo (como en 2008-09) de que
una Gran Recesión pueda transformarse en otra Gran
Depresión; la respuesta política óptima fue
un estímulo fiscal muy grande para contrarrestar el
hundimiento de la demanda privada. El coste fiscal de sanear,
rescatar y fortalecer el sistema financiero, o incluso las
corporaciones (rescates de General Motors, Chrysler) o los
hogares, implica que habrá un gran coste fiscal de dichos
rescates.

Mirando a estos últimos
años, Irlanda, Islandia, España, el Reino Unido, y
EEUU, así como mercados emergentes como Dubái, hay
excesos inducidos por el sector privado que llevaron a una
burbuja y, finalmente, un pinchazo, que acabó provocando
un aumento de la deuda pública y del
déficit.

Los multiplicadores fiscales. Una vez que los reguladores han
decidido implementar el estímulo fiscal, el foco se fija
en el tamaño de los multiplicadores fiscales; es decir,
¿aumenta una política fiscal expansiva el PIB? Hay
una hipótesis generalizada de que una consolidación
fiscal tendrá un efecto positivo de confianza en el
crecimiento económico; la visión es que reducir el
déficit fiscal aumentará la actividad
económica, incluso a corto plazo. Hay poca evidencia
empírica de esto. Más bien, como ha mostrado el
economista Roberto Perotti, tiende a tener efectos negativos en
la actividad económica, incluso en la Eurozona, donde la
consolidación fiscal puede ser necesaria con el tiempo
para evitar una crisis de deuda.

El trabajo que ha hecho el FMI
también es consistente con la visión de que la
austeridad fiscal es contractiva, al menos a corto plazo. Si se
suben los impuestos se reduce la renta disponible, mientras que
si se recorta el gasto público -incluso el gasto
público improductivo- se reduce la demanda agregada. Por
lo tanto, reducir la renta disponible y la demanda agregada
tendrá un efecto negativo en la actividad económica
a corto plazo.

Hasta 2012, la austeridad fiscal
estuvo limitada a la periferia de la Eurozona y al Reino Unido.
Pero en 2013, EEUU tendrá una presión fiscal
considerable y, bajo el Pacto Fiscal Europeo (fiscal
compact)
el centro de la zona euro aplicará la
austeridad. En una situación donde muchos países
están aplicando la austeridad al mismo tiempo, esos
multiplicadores fiscales podrían acabar siendo mayores que
cuando la austeridad fiscal está menos sincronizada
globalmente.

Hay en torno a una docena de estudios sobre el
estímulo fiscal de EEUU en 2009, la mayoría de los
cuales concluyen que dicho estímulo fiscal fue expansivo
para el PIB, con resultados significativos. Hay cada vez
más pruebas de que los multiplicadores fiscales son
mayores cuando se está en el límite de la
política de tipos de interés cero y cuando hay una
debilidad profunda en la economía: cuando se está
en recesión o creciendo muy lentamente.

Perotti ha argumentado que la respuesta óptima a
un alto déficit y deuda depende en parte de si el
país tiene "espacio fiscal" o no, es decir, si hay o no
"vigilantes de bonos" activos en los mercados que han elevado las
primas de los bonos soberanos del país y han llevado a una
pérdida de acceso al mercado. Se ha argumentado que en el
caso de la periferia de la eurozona no hubo una opción de
estímulo fiscal; que si los mercados están
castigando a un país y las primas son altas o están
creciendo, o si un país ha perdido el acceso al mercado,
la única opción es el ajuste fiscal.

El riesgo de dominación fiscal. En una
situación de grandes déficits presupuestarios y un
sesgo político hacia el recorte de déficit, siempre
existe el riesgo de dominación fiscal, en el que el banco
central básicamente es obligado a monetizar estos
déficits para prevenir una crisis de deuda. En un juego
del gallina entre las autoridades fiscal y monetaria, es esta
última la que pestañea si prevalece la
dominación fiscal.

En torno al asunto de la
dominación fiscal, el BCE y el Banco de Japón de
Masaaki Shirakawa están preocupados por el efecto de
dominación fiscal, mientras que la Fed y el Banco de
Japón de Haruhiko Kuroda no parecen inquietos. La Fed
parece sostener que un banco central en realidad no puede
intimidar a las autoridades fiscales para que apliquen una
disciplina fiscal; no puede denegar la flexibilización
monetaria necesaria como una forma de obligar al ajuste fiscal.
La Fed también sostiene que si el banco central intentara
intimidar a la autoridad fiscal, esto puede acabar en un
enfrentamiento político, con la posibilidad de que la
reacción consiguiente lleve a una pérdida formal de
la independencia del banco central.

El punto de vista alemán y del BCE sobre el
asunto de la dominación fiscal ha sido muy diferente. El
programa de bonos OMT del BCE se ha creado con unas condiciones
estructurales y fiscales estrictas, como una forma de limitar
activamente la dominación fiscal. En este caso, si no se
tiene respaldo oficial, el incentivo para aplicar esas reformas
será pequeño, frente al riesgo de una crisis de
deuda.

La contracción a corto plazo. Además, algunas de
las reformas estructurales necesarias son, como la austeridad
fiscal, contractivas a corto plazo. Supongamos que un país
hace más flexible su mercado laboral, y reduce los costes
de contratación y despido. El primer impacto de una
reforma así será un aumento de la tasa de
desempleo, ya que las empresas que no podían despedir a
los empleados que les sobraban ahora sí podrán
hacerlo. Ese pico en la tasa de desempleo es exactamente lo que
pasó en Alemania cuando aplicó sus reformas
estructurales a principios de la década de los 2000. Lo
que eso implica es que tiene que haber un equilibrio entre las
reformas estructurales y la austeridad fiscal, más que una
concentración recesiva y dañina de ambas al
principio. Si un país hace reformas estructurales
más rápido, que son recesivas a corto plazo,
debería dársele mayor flexibilidad fiscal, ya que
dicha reforma puede empeorar la recesión a corto
plazo.

Así pues, debe haber un
término medio entre la austeridad y las reformas. No se
pueden concentrar al principio tanto la austeridad como las
reformas estructurales: si se hace más en el apartado
estructural, debe darse mayor flexibilidad fiscal a corto plazo,
de otro modo es probable que la recesión se haga
más severa.

Una observación final sobre la
eurozona: no se está hablando en absoluto de una agenda de
crecimiento. Se habla de una unión bancaria, una
unión fiscal y una unión política. Pero si
no se va a tener crecimiento económico, habrá una
negativa social contra la austeridad.

– La pandemia de la austeridad (Project Syndicate –
14/6/13) Lectura recomendada

(Por Isabel Ortiz – Matthew Cummins)

Nueva York.- (…) La nuestra no debe ser una
época de austeridad; los gobiernos, incluso los de los
países más pobres, tienen opciones para fomentar
una recuperación económica que tenga en cuenta las
necesidades sociales. Éstas son, entre otras medidas, la
reestructuración de la deuda, el aumento de la
progresividad de la fiscalidad (del impuesto sobre la renta de
las personas físicas, del de bienes inmuebles y del de
sociedades, incluido el sector financiero) y poner freno a la
evasión fiscal, el recurso a paraísos fiscales y
las corrientes financieras ilícitas.

En última instancia, la
reducción de los salarios, los servicios públicos y
los ingresos de los hogares obstaculiza el desarrollo humano,
amenaza la estabilidad política, reduce la demanda y
retrasa la recuperación. En lugar de seguir
ateniéndose a las políticas que dañan
más que benefician, las autoridades deben examinar la
posibilidad de adoptar un planteamiento diferente y que
contribuya, en realidad, al progreso social y económico de
sus países.

B

El mayor riesgo de la
crisis económica es social

Monografias.com

Decíamos ayer… De "clase
media" a "nuevos pobres"

De mi Paper: La clase media y su proceso de movilidad
social descendente, publicado el 15/8/2007:

Dice un graffiti, a la entrada de una "villa miseria"
(barrios marginales de las grandes ciudades) en Buenos Aires:
"Bienvenida clase media".

Desigualdad y cambio

A principios de los años 70, un envejecido pero
aparentemente lúcido Franco se entrevistaba con un enviado
del gobierno estadounidense de Nixon, Vernon Walters (viejo
"conocido" de Latinoamérica), sobre el futuro de
España. La preocupación de "imperio" americano era
saber que pasaría en España después de la
muerte del dictador, y Franco se mostró accesible ante esa
pregunta: todo iría como los americanos, franceses e
ingleses querían, una democracia con el hasta entonces
príncipe como rey. Vernon Walters quiso saber el
porqué de tanta seguridad en sus palabras, a lo que Franco
contestó que su mejor creación era "la clase media
española". Diga a su presidente que confíe en el
buen sentido del pueblo español. No habrá otra
guerra civil".

El "caudillo" creó así una clase
económica y social fuertemente estructurada y organizada
en base a las economías medias y el bienestar
socio-económico que el estado subsidiario podía
brindarles. Una clase de contención tanto hacia abajo como
hacia arriba, una especie de clase vertical sobre la cual
reposaban y reposa la realidad política española.
Una clase contrarrevolucionaria, una pequeña apisonadora
de cambios, la merma desatomizada de la disidencia. La
contención pequeñoburguesa numéricamente
superior. Una clase y un estado, pero sobre todo una conciencia:
la burguesa.

Los análisis marxistas ya hablaron de la
proletarización de las clases medias, sobre todo en el
marco de crisis económica, en el capitalismo. Según
algunos autores, existen dos formas de proletarizar la clase
burguesa: la económica y la de conocimiento. La primera es
circunstancial y depende del estado económico, aunque en
su fase explosiva es más visceral y de éxtasis -y
exotismo- revolucionario. La segunda es más profunda y
lenta, pues depende de la conciencia de clase -clase trabajadora-
que cada individuo o colectividad adquiera.

Actualmente asistimos a una proletarización
parcial, pues es económica. Mientras la conciencia
mayoritaria es burguesa, conformista, consumista e
individualista; la situación socio-económica es
cada vez peor, un futuro nada halagüeño -más
bien paupérrimo en todos los sentidos– que
conformará, modulará y establecerá las
nuevas clases económicas. La ruptura de las clases medias
podría venir por el incremento de las desigualdades
sociales entre la propia clase media, lo que podría ser el
embrión de nuevos estados sociales que difícilmente
podrían convivir en un mismo sistema
político.

Algunos episodios históricos han demostrado que
la proletarización forzada por una crisis económica
ha servido para crear una conciencia comunitaria de lucha social
-y patriótica-. Sin embargo otros tantos episodios han
mostrado como una débil proletarización -nula
comunalización-, o incompleta, ha devenido es sistemas
nuevamente oligárquicos de nuevas clases dirigentes, con
la misma estructura que las anteriores situaciones injustas,
simplemente cambiando las personas -y los nombres- de las
instituciones.

La desigualdad económica ¿realmente se ha
incrementado en las últimas dos décadas, conocidas
como "la era de la globalización"? ¿Dónde y
cuánto? Y lo que es más importante, ¿por
qué? ¿Cuál es la relación, si
existiera, entre la desigualdad y el desarrollo económico?
¿Cuál es el efecto sobre la desigualdad de las
crisis económicas, las guerras, las revoluciones y los
golpes de Estado? ¿Cuál es el efecto sobre la
desigualdad de las turbulencias financieras en los países
en desarrollo y, más específicamente, sobre las
crisis de la deuda y los colapsos cambiarios? ¿Cuál
es el efecto de factores nacionales como las políticas
públicas y cuál es el efecto de factores globales
como el nivel internacional de los tipos de
interés?

En su libro, "Desigualdad y cambio industrial (Una
perspectiva global)", James K. Galbraith y Maureen Berner (Akal –
2004), dicen:

"Con seguridad, la desigualdad en la renta es "el
principal problema social de nuestro tiempo". Pero su desarrollo
es reciente. El incremento de la desigualdad de la renta en los
Estados Unidos de posguerra se remonta únicamente a 1970 y
la reaparición de la desigualdad como un problema social
data de finales de los años ochenta. Bajo el
estímulo del "reaganismo", con su celebración de la
diferenciación ostentosa, se volvió a despertar la
conciencia de clase en la vida política estadounidense.
Previamente, la atención se había centrado en
problemas diferentes durante casi sesenta
años…

El terreno de juego de estos debates sobre la
desigualdad es una cuestión de oferta y demanda.
¿Se debe el incremento en la desigualdad al aumento en la
demanda relativa de (léase un incremento en la
productividad física marginal de) los trabajadores
altamente cualificados? ¿O se debe a un incremento de la
oferta efectiva de trabajadores de baja cualificación,
mediante la inmigración o el comercio, que ha reducido su
salario (por ejemplo, en un esquema de productividad marginal
fijo)? En ambos casos, los argumentos se atienden completamente
al paradigma de la productividad marginal y el mecanismo de
mercado…

En un artículo reciente, Thurow (1998), citando
un estudio de Houseman, señala que, mientras la disparidad
salarial entre los grados universitarios y medios se
incrementó, los salarios reales de ambos grupos
descendieron; ¿qué tipo de progreso
tecnológico es éste?…

La expansión del modelo al sector exterior es
simple. En una economía avanzada, el sector de bienes K
predomina en las exportaciones y en el sector de bienes C domina
la competencia con las importaciones. Dado que el sector K es
hipermonopolístico, tiene pocos competidores en los
países en desarrollo. Las alteraciones en el tipo de
cambio (Norte-Sur) apenas le afectan. Pero estas alteraciones
minan la posición salarial relativa de los trabajadores
del sector C mediante el ajuste de los salarios relativos de su
competencia directa. Dado que los trabajadores del sector K se
encuentran en la cima de la estructura salarial, las
apreciaciones de la divisa tienden a incrementar la desigualdad
en los países avanzados y las depreciaciones tienden a
disminuirla. Igualmente, los incrementos en las exportaciones en
un país avanzado tienden a aumentar la desigualdad en la
estructura salarial, al igual que lo hacen los incrementos
subsiguientes en las importaciones…

Existe una interpretación extendida de que el
desempleo en Europa es atribuible a estructuras salariales
rígidas, salarios mínimos altos y sistemas de
bienestar social generosos. Sin embargo, de hecho, los
países que disfrutan de una desigualdad baja producida por
estos sistemas suelen experimentar menos desempleo que
aquéllos que padecen una desigualdad
alta…

La desigualdad y el desempleo están relacionados
positivamente en el continente europeo, dentro de cada
país, entre los distintos países y a lo largo del
tiempo. Las grandes desigualdades existentes entre los
países europeos también parecen agravar el problema
continental del desempleo, y hallamos evidencia de que, cuando
estas desigualdades se toman en cuenta, la desigualdad global en
los ingresos es mayor en Europa que en Estados Unidos. Por tanto,
sugerimos que la llave para la reducción del desempleo en
Europa consiste en medidas que reduzcan, y no incrementen, las
desigualdades en la estructura de remuneración -aplicadas
a nivel continental-. Ésta es una característica
duradera y a menudo ignorada de la política de bienestar
social en Estados Unidos…

¿Por qué son ricos los países
ricos? ¿Son ricos porqué tienen una
participación desproporcionada de trabajos de
productividad alta, porqué expulsan las actividades de
productividad baja e importan estos bienes y servicios, o
porqué se pasan sin ellos? O por el contrario, ¿son
ricos porqué la alta productividad en algunos sectores (y
quizá la renta de beneficios provenientes del extranjero)
les permite ofrecer niveles de vida altos tanto a los
trabajadores de productividad alta como a los trabajadores de
productividad baja, así como empleo directo en muchos
casos para los últimos?…

La productividad en la manufactura es mayor, por regla
general, que la productividad en otros sectores. Y los salarios
manufactureros suelen ser altos, al menos en relación a
los salarios en los servicios y la agricultura, en la
mayoría de los países. Los países con
participaciones altas de la manufactura en el empleo total
podrían considerarse, consecuentemente, como países
de productividad alta con las subsiguientes rentas altas; de
hecho, la estrategia de industrialización estuvo siempre
basada en la idea de que una base manufacturera fuerte era el eje
central de la estrategia para elevar las rentas
nacionales.

Pero ésta no es la situación en Europa en
la actualidad. Por regla general, no es cierto que los
países con las rentas más altas tengan una
participación mayor de la manufactura en la
composición del empleo… Hasta principios de los
años setenta, la relación era, de hecho, positiva y
bastante robusta. Pero en 1975 la relación comenzó
a deteriorarse, y en torno a 1981 ya no existía ninguna
relación significativa entre la participación
manufacturera en el empleo y el PIB per cápita en Europa.
A finales de los años ochenta, la correlación se
tornó "negativa", e, incluso, ha llegado a ser
significativamente negativa en los primeros años de la
década de los noventa. Donde una vez la división
entre las ocupaciones de productividad alta y baja era la que se
daba entre la manufactura y la agricultura, siendo los
países más pobres predominantemente rurales, hoy en
día, las ocupaciones no manufactureras -incluyendo el
sector público, por supuesto- están tan presentes
en los países ricos como en los pobres.

Por supuesto, todavía cabe la posibilidad de que
los países de rentas altas tengan una participación
particularmente rica de los sectores manufactureros de
productividad alta. ¿Se convierten en ricos los
países mediante la exclusión de la industria textil
y del procesamiento de alimentos, y concentrándose en la
informática y la aeronáutica junto con, por
ejemplo, una participación particularmente elevada de las
ocupaciones de productividad alta en el sector servicios (como el
sector bancario, la ingeniería, la arquitectura y la ley)?
Ésta es una pregunta algo más difícil de
contestar, dado que pueden existir muchos modelos diferentes de
especialización industrial en las economías
regionales multinacionales. La teoría de la ventaja
comparativa predice ciertamente esta especialización:
aquí un país químico, allí uno
aeronáutico, la informática y la maquinaria en
algún otro lugar…

Existen pocos países ricos moderadamente
especializados. Noruega es un ejemplo. Dinamarca es el
país rico más especializado de Europa. Suecia,
aunque diversificado, lo estaba menos en 1992 que en 1970. Y como
indican estos ejemplos, estar especializado no significa
necesariamente ser poco igualitario. El norte de Europa contiene
varios pequeños países especializados con niveles
bajos de desigualdad. En ellos, las grandes transferencias fluyen
desde un rango estrecho de manufacturas altamente productivas,
así como de las industrias extractivas y la agricultura
bien situada, al resto de la sociedad. Todos estos países
tienen, entre otras cosas, sectores públicos
considerablemente grandes y programas de bienestar
generosos…

Los países en desarrollo que se liberalizaron y
globalizaron han estado sometidos a mayores oscilaciones de la
desigualdad que los países que no lo hicieron; se puede
constatar en la India de los años ochenta, en Argentina
(que se liberalizó tras los golpes de Estado contra el
peronismo en los años setenta) o en Filipinas. En la
mayoría de los casos, las liberalizaciones más
reseñables fueron seguidas por un crecimiento de la
desigualdad salarial. Sólo unos pocos países
liberalizadores fueron capaces de compensar el incremento en los
diferenciales de los salarios brutos con incrementos mayores del
empleo de salarios relativos altos -Malasia e Indonesia parecen
ser los casos principales-, así como Corea desde la mitad
de los años ochenta hasta el final de la década,
aunque la desigualdad global se incrementó a principio de
los noventa. En casi todos los demás países, los
efectos de la liberalización parecen estar asociados al
incremento de la desigualdad, y la cuestión se limita a si
la nueva configuración de los puestos de trabajo
moderó o, de hecho, empeoró esta
tendencia.

Teniendo en cuenta que la desigualdad estaba creciendo
en todo el mundo, este resultado no puede sorprendernos: los
países liberalizadores se vieron forzados a adaptarse a la
pauta global. Esto nos conduce a una profunda reflexión.
Parece que la modernización basada en las exportaciones es
inherentemente un juego de suma cero para la distribución
de la renta en los países en desarrollo. Esto es, la
mejora de las distribuciones en el empleo en un país
conduce a una destrucción que no es especialmente creativa
y a un empeoramiento de la desigualdad en el resto de los
países, a través de la redistribución de los
puestos de trabajo. En una economía mundial liberalizada y
globalizada, sólo una compresión en las estructuras
de los ingresos puede crear un contexto adecuado para que la
igualación se imponga en la escena de desarrollo global.
Pero esta situación se desconoce en la economía
mundial desde los años setenta…

Aunque los países ricos y otros países
concretos logran mantener el control de sus estructuras
salariales, nuestro análisis muestra que la tendencia que
predomina en el mundo actual es hacia el aumento de la
desigualdad. Las liberalizaciones han provocado casi siempre un
empeoramiento y sólo unos pocos países en
desarrollo han escapado a este efecto mediante la mejora de sus
estructuras de empleo, lo cual es una proeza que sólo
algunos pueden lograr. La experiencia de los años sesenta
y principios de los setenta fue bastante diferente; en aquellos
años, un buen número de países redujeron su
desigualdad y muchos más mantuvieron estables sus
estructuras salariales…

No podemos responder la pregunta habitual de si la
igualdad es buena para el crecimiento. Sin embargo, la evidencia
nos permite, aunque no firmemente, ofrecer una respuesta a la
pregunta contraria. En la mayoría de los países, el
crecimiento es bueno para la igualdad; de hecho, el crecimiento
rápido parece ser un requisito indispensable para la
igualación salarial. Por el contrario, el crecimiento
débil en la mayoría de los países en
desarrollo en los años ochenta fue un desastre para la
igualdad.

No parece que importe en exceso si el crecimiento se
logra mediante la sustitución de las importaciones o
mediante el crecimiento rápido de los sectores
exportadores de salarios altos. El problema es que el crecimiento
rápido de estos sectores exportadores es una
solución a la desigualdad sólo al alcance de pocos
países. Por tanto, una reducción de la desigualdad
a nivel global requerirá una vuelta a la
sustitución de importaciones y unas estructuras salariales
con base nacional, o bien un ritmo de crecimiento
económico mundial, sustancialmente más
alto.

Y, con seguridad, el mayor crecimiento global
sólo puede lograrse si está liderado por las
naciones comparativamente exitosas, estables y ricas del centro
global, y por las instituciones financieras internacionales que
controlan. No se puede lograr a través de reformas
liberalizadoras en las pequeñas naciones de la
periferia"…

Hacia la "dualización" de las clases
medias

La teoría social ha acuñado varias
categorías para conceptualizar la sociedad en la
época de la globalización: "sociedad red" (M.
Castells), "modernidad tardía" (Giddens), "sociedad del
riesgo" (Beck) o "sociedad mundial" (Lhumann), entre ellas.
Más allá de las profundas diferencias
teóricas que encubren estas denominaciones, lo cierto es
que la mayoría de los autores coinciden en señalar
no sólo la profundidad de los cambios sino también
las grandes diferencias que es posible establecer entre la
más "temprana" modernidad y la sociedad actual. Para
todos, el nuevo tipo societal se caracteriza por la
difusión global de nuevas formas de organización
social y por la reestructuración de las relaciones
sociales; en fin, por un conjunto de cambios de orden
económico, tecnológico y social que apuntan al
desencastramiento de los marcos de regulación colectiva
desarrollados en la época anterior. Gran parte de los
debates actuales sobre la "cuestión social" giran en torno
a las consecuencias perversas de este proceso de mutación
estructural. A esto hay que añadir que dichas
consecuencias han resultado ser más desestructurantes en
la periferia globalizada que en los países del centro
altamente desarrollado, en donde los dispositivos de control
público y los mecanismos de regulación social
suelen ser más sólidos, así como los
márgenes de acción política, un tanto
más amplios.

A mediados de la década del noventa, la nueva
cartografía social ya revelaba una creciente
polarización entre los "ganadores" y los "perdedores" del
modelo. Con una virulencia nunca vista, el proceso de
dualización se manifestó al interior de las clases
medias. La profunda brecha que se instaló entre ganadores
y perdedores echó por tierra la representación de
una clase media fuerte y culturalmente homogénea, cuya
expansión a lo largo del siglo XX confirmaba su
armonización con los modelos económicos
implementados.

Los fuertes ajustes de los noventa, terminaron por
desmontar el anterior modelo de "integración", poniendo en
tela de juicio las representaciones de progreso y toda
pretensión de unidad cultural y social de los sectores
medios. La dimensión colectiva que tomó el proceso
movilidad social descendente arrojó del lado de los
"perdedores" a vastos grupos sociales, incluso del sector
público, anteriormente "protegidos", ahora empobrecidos,
en gran parte como consecuencia de las nuevas reformas encaradas
por el estado neo­liberal en el ámbito de la salud, de
la educación y las empresas públicas.
Acompañan a éstos, trabajadores autónomos y
comerciantes desconectados de las nuevas estructuras
comunicativas e informativas que privilegian el orden global. En
el costado de los "ganadores" se sitúan diversos grupos
sociales, compuestos por personal altamente calificado,
profesionales, gerentes, empresarios, asociados al ámbito
privado; en gran parte vinculados a los nuevos servicios, en fin,
caracterizados por un feliz acoplamiento con las nuevas
modalidades estructurales. Una franja que engloba, por encima de
las asimetrías, tanto a los sectores altos, como a los
sectores medios consolidados y en ascenso.

Clase de servicios

Entre aquéllos que realizaron aportes en este
terreno se destaca el sociólogo inglés Goldthorpe
quien, a comienzos de los ochenta, apoyándose en el fuerte
incremento registrado en el sector servicios, retomó la
categoría "clase de servicios", acuñada por el
marxista austriaco Karl Renner. Para Goldthorpe, la clase de
servicios se distingue de la clase obrera por realizar un trabajo
no productivo, aunque la diferencia más básica se
ve reflejada en la calidad del empleo. En efecto, se trata de un
trabajo donde se ejerce autoridad (directivos) o bien se controla
información privilegiada (expertos, profesionales).
Así, este tipo de trabajo otorga cierto margen de
discrecionalidad y autonomía al empleado, pero la
contrapartida resultante de esta situación es el
compromiso moral del trabajador con la organización,
dentro de un sistema claramente estructurado en torno a
recompensas y sanciones.

Al trabajo inicial de Goldthorpe siguió un debate
en los que participaron Urry, Giddens, Savage, Esping Andersen,
entre otros. Como señala R. Crompton, muchos de estos
autores reconocían la deuda que tenían para con "La
Distinción" (1979), sin duda el mejor texto de la
prolífica obra de P. Bourdieu. Allí, el
sociólogo francés no sólo trazaba el mapa de
los gustos de las diferentes clases y fracciones de clase, sino
que exploraba la asociación (causal) entre ocupaciones
emergentes y nuevas pautas de consumo. En efecto, Bourdieu
constataba el ascenso de un nuevo grupo social, tanto al interior
de la burguesía como de la pequeña
burguesía, que se correspondía con una
todavía indeterminada franja de nuevas profesiones;
básicamente intermediarios culturales (vendedores de
bienes y servicios simbólicos, patrones y ejecutivos de
turismo, periodistas, agentes de cine, moda, publicidad,
decoración, promoción inmobiliaria), cuyo rasgo
distintivo aparecía resumido en un nuevo estilo de vida,
más relajado, más hedonista, en contraste con la
vieja burguesía austera y con la crispada pequeña
burguesía consolidada. En fin, la descripción de
Bourdieu tenía puntos en común con aquélla
ofrecida ese mismo año por dos autores norteamericanos,
que denunciaban la emergencia de una "cultura del narcisismo" y
la disociación de ésta con la lógica
productivista del capitalismo; pero el tono estaba lejos de
constituir un llamado al sentido de la historicidad (Christopher
Lasch) o a la renovación moral (Daniel Bell).

Tres ejes mayores articularon los debates en torno a las
"clases de servicios": el primero, de corte analítico,
reportaba a la ya conocida dificultad de conceptualizar las
clases medias, cuyas fronteras sociales siempre han sido, por
definición, bastante vagas y fluidas. A esto había
que añadir la creciente heterogeneidad ocupacional de las
sociedades modernas. Por esta razón, Savage propuso
distinguir tres sectores de acuerdo a diferentes tipos de
calificación o capital: la propiedad (la clase media
adquisitiva, empresarial), la cultural (empleados profesionales)
y la organizacional (empleados jerárquicos o profesionales
con funciones administrativas).

El segundo eje se refiere específicamente a los
comportamientos políticos de la nueva clase media. Pese a
que el debate reeditaba un clásico sobre el tema de las
clases intermedias (la congénita vocación de
éstas por las coaliciones políticas, a raíz
de la ambigüedad de su posición en la estructura
social), la cuestión adquiría un nuevo sentido a la
luz del declive manifiesto de las clases trabajadoras. En este
contexto, la urgencia por detectar las preferencias
políticas de un actor que se revelaba como portador de un
nuevo estilo de vida, no constituía un dato menor. Lo
cierto es que, mientras algunos autores pensaron, con la mirada
puesta en las conductas radicales de los pasados 60, en la
posibilidad de una "cooperación" entre clase de servicios
y clase trabajadora; otros optaron por subrayar la tendencia de
aquella por buscar alianzas con los sectores altos de la
sociedad. El tercer eje remitía a la fragmentación
visible en el sector servicios, en vistas de la aparición
de un proletariado de servicios, ligados a tareas poco
calificadas, verdaderos servidores de la clase de servicios en
cuestión.

Para completar este cuadro, recordemos que la literatura
sobre los llamados Nuevos Movimientos Sociales de los años
60 y 70, coincidía en señalar el rol
protagónico de las nuevas clases medias (feministas,
estudiantes, ecologistas, regionalistas, movimientos por la paz,
entre otros), portadoras de los llamados valores
posmaterialistas, referidos a la calidad de vida. En este
período, analistas como Touraine y Melucci,
pondrían de manifiesto la relación entre la
creciente reflexividad de estos actores y la producción de
nuevas normas e identidades. Más aún, Melucci
aconsejaría centrar el análisis de las
transformaciones, no tanto en las acciones de protesta como en
los "marcos sumergidos" de la práctica
cotidiana.

Los diagnósticos, en gran parte optimistas,
fueron superados por la cruda realidad de los 80, signada por el
creciente proceso de desafección de la vida
pública, claramente acompañado por el pasaje de lo
colectivo a lo individual. Otra vez, las clases medias encarnaban
el ejemplo más acabado de este nuevo vaivén, a
través del deslizamiento de las exigencias de
autorrealización desde la esfera pública al
ámbito privado. En este ya no tan nuevo contexto, la
afinidad de estos grupos sociales con posiciones políticas
conservadoras (apelando a una seducción individualista de
nuevo cuño, como M. Thatcher, en Inglaterra, o Berlusconi,
en Italia) resultaba, pues, un corolario de esta
inflexión.

Por otro lado, las imágenes venían a
confirmar, de manera definitiva, la centralidad del
ciudadano­consumidor en detrimento de la figura del
productor. En este contexto, el proceso de fuerte
mercantilización de los valores posmaterialistas
aparecía como inevitable y, sus consecuencias,
impredecibles. Más aún, si tenemos en cuenta que la
estandarización y posterior condensación de estos
valores en nuevos "estilos de vida rurales" fue realizada en
consonancia con las pautas de integración y
exclusión del nuevo orden global. La ruralidad
idílica (la expresión es de J. Urry)
requería, por ello, la elección de un apropiado
contexto de seguridad.

Este proceso de segmentación social termina de
diluir la homogeneidad cultural de la antigua clase media. En
efecto, en las nuevas comunidades cercadas, la exitosa clase
media de servicios ahora sólo se codea con los ricos
globalizados. Desde allí comienza a "interiorizar" la
distancia social, desarrollando un creciente sentimiento de
pertenencia y desdibujando los márgenes confusos de una
culpa, como resabio de la antigua sociedad integrada. No
olvidemos que sus hijos ahora sólo comparten marcos de
socialización con niños de clase alta. Así,
mientras los colegios privados facilitan la llave de una
reproducción social futura, los espacios comunes de la
comunidad cercada contribuyen a "naturalizar" la distancia
social. De modo que, aunque la cuestión atente contra
cierta tradicional "pasión igualitaria" (J.C. Torre), hay
que reconocer que la fractura social desarticuló las
formas de sociabilidad que estaban en la base de una cultura
igualitaria, desplegando en su lugar una matriz social más
jerárquica y rígida. Las urbanizaciones privadas se
encuentran entre las expresiones más elocuentes de esta
fractura, pues asumen una configuración que afirma, de
entrada, la segmentación social (a partir de un acceso
diferencial y restringido), reforzada luego por los efectos
multiplicadores de la espacialización de las relaciones
sociales (constitución de fronteras sociales cada vez
más rígidas). En suma, todo parece indicar que,
pese las diferencias en términos de capital (sobre todo,
económico y social) y la antigüedad de clase, las
clases altas y una franja exitosa de las clases medias de
servicios, devienen partícipes comunes de una serie de
experiencias respecto de los patrones de consumo, de los estilos
residenciales; en algunos casos, de los contextos de trabajo; en
otras palabras, de los marcos culturales y sociales que dan
cuenta de un entramado relacional, que se halla en la base de
nuevas formas de sociabilidad. Consumada la fractura al interior
de las clases medias y asegurado el despegue social, los
"ganadores" mismos van descubriendo, día a día,
tras las primeras incongruencias de estatus, algo más que
una creciente afinidad electiva.

La insoportable "levedad" de las clases
medias

Las clases medias, siempre, en cualquier lugar del
mundo, en términos políticos son un fiasco, tontas,
banales.

Se mueven entre dos polos contradictorios,
antitéticos: no son propietarias de gran cosa, y tampoco
están en una situación de todo desposeimiento como
las clases más humildes, campesinos u obreros
industriales. Realmente están en el medio del
huracán de la lucha de clases. Estar en el medio es lo que
las torna, justamente, un producto indefinido: demasiado pobres
para sentirse aristócratas, demasiado ricos para sentirse
pueblo, para sentirse plebe. Su lugar social es casi imposible:
un poco de cada cosa, pero sin ser nada en definitiva.

Lugar trágico, incómodo,
patéticamente conmovedor. ¿Qué son realmente
las clases medias? Son un poco de cada cosa, y por tanto no son
nada definido. No pueden dejar de trabajar más de dos
meses seguido, pues si no, mueren de hambre; pero jamás
permitirían que se les diga "trabajadores" o se les ponga
en el mismo saco con "la chusma". Pero… ¿por
qué?

Profesionales, comerciantes, empleados de servicios,
cuadros medios en las empresas… la gama es amplia, y por
supuesto llena de matices. La pertenencia a las clases medias no
se da tanto por una cuestión de ingresos sino de
posición ideológica. Se definen, ante todo, por su
conciencia de clase -o, mejor dicho, por su falta de conciencia
de clase-.

Un propietario de medios de producción
-industrial o terrateniente- (o de capital financiero, acorde a
los tiempos del capitalismo dominante de este comienzo de siglo)
tiene mucho que perder ante una transformación social: sus
propiedades nada menos. Y un trabajador asalariado -o un
subocupado o precarizado, para decirlo también acorde a
los tiempos del capitalismo dominante de este comienzo de siglo,
figura cada vez más extendida en nuestra aldea global-
sigue sin "nada que perder más que sus cadenas", como
dijera el Manifiesto Comunista en 1848. ¿Qué
pierden las clases medias? Sin duda, nada; al contrario:
también se benefician con un cambio social general. Pero
es tal su terror ante la perspectiva de sentirse pobres, de
perder lo poco que atesoran (una casa, algún
vehículo, un mediano ingreso, la esperanza de un futuro
más próspero para sus hijos), que ese terror ante
el "comunismo" termina siendo tragicómico. La idea de
expropiación con que se mueven, aunque provoque risa, es
algo real en su cosmovisión cotidiana. Y definitivamente
les provoca horrores.

¿De dónde les viene esta "locura"
política, esta falta de comprensión tan irracional
en estos sectores sociales? Justamente de su particular anclaje
social: soñando ser lo que no son, aspirando
fantasiosamente un mundo de riqueza que, en lo real, les
está vedado, se espantan de perder lo que tienen, logrado
sin dudas con grandes esfuerzos. El fantasma que persigue por
siempre a las clases medias es la caída social, la
pobreza, pasar a ser aquello de lo que escapan eternamente. Muy
aleccionador es al respecto lo que en momentos de lo peor de la
crisis que golpeó a Argentina en estos últimos
años, podía verse en carteles en más de
alguna "villa miseria" (barrios marginales de las grandes
ciudades). Rezaba ahí, no sin una dosis de sarcasmo por
parte de los eternamente desposeídos que veían
empobrecerse más y más a toda la sociedad
argentina, y habitantes históricos de estos tugurios:
"bienvenida clase media".

A partir de esa situación tan particular de ser y
no ser, de ser pobres disfrazados de ricos, de ser pobres con
saco y corbata, de no querer sentirse asalariados –racismo
mediante-, su concepción política está
igualmente disociada. Si bien es cierto que las clases medias
tienen bastante acceso a la educación y comparativamente
están mucho más preparadas que los sectores
más humildes (esto es válido en cualquier
país del mundo), no menos cierto es también que su
conciencia política es raquítica, mucho más
que la de los obreros o los campesinos, los indígenas o
los desocupados.

Los grandes pensadores, políticos, analistas
sociales y cuadros intelectuales que trazan las políticas
de las naciones, en general provienen de las clases medias; los
sectores menos favorecidos no tienen acceso a educación
superior y están, por tanto, muy lejos de esos niveles de
decisión. Y los magnates no se dedican sino a gozar de las
rentas; para atender los asuntos de Estado o manejar las
empresas, para eso están los gerentes (presidentes
incluidos) que, en general, son de extracción
clasemediera. Así considerado, podría decirse que
las capas medias conocen mucho del tema político. Pero eso
es una ilusión: los profesionales preparados en la materia
política son de clase media, pero todo el sector, como
colectivo, tiene un muy bajo o casi nulo pensamiento
político-ideológico. Su vida política queda
subsumida por el eterno pago de la tarjeta de crédito; y
es en eso, prácticamente, como se va el esfuerzo de toda
una vida en estos sectores: gastar mucho, o mostrar que se gasta
mucho, y después ver cómo se cubren las deudas.
Pensar que se puede retroceder en la escala social y terminar en
una "villa miseria" merece el suicidio. Y es desde las clases
medias de donde surge el prejuicio respecto a que la
política es "sucia", que es "mejor no meterse en
política" y que los problemas sociales se deben a los
políticos profesionales, eternamente corruptos, omitiendo
así la lucha de clases como causa final.

Así, a partir de esas circunstancias, las clases
medias son el campo más fértil para que los grandes
poderes manipulen su conciencia y las transformen, además
de consumidores pasivos, en perfectos estúpidos en
términos políticos. Las pasadas décadas de
Guerra Fría y la furiosa campaña anticomunista que
barrió el planeta hicieron bien su trabajo: no hay
sectores más reaccionarios que las clases
medias.

Azuzando los fantasmas del comunismo ateo que se come a
los niños y pone a vivir a la fuerza una familia en la
sala de cada hogar de clase media, estos sectores repiten lo que
ha pasado en todo proceso popular (pensemos en Chile con Allende,
por ejemplo, o la manipulación de las recientes
"revoluciones" en Georgia o en Ucrania, por nombrar sólo
algunos casos): las clases medias son visceralmente manipuladas y
puestas siempre en la perspectiva más reaccionaria y
conservadora posible. A partir de sus temores irracionales a
perder lo poco que tienen, se transforman en blanco perfecto para
desarrollar sentimientos antipopulares, mezquinos,
individualistas.

Que un aristócrata sea falto de solidaridad,
reaccionario, conservador, si bien no es justificable, es
comprensible: cuida a muerte sus privilegios de clase. Las clases
medias no pueden -ni quieren- sentirse trabajadoras, asalariadas,
uno más como cualquier habitante de un barrio popular.
Pero ¿qué otra cosa son sino compañeros de
ruta de los humildes? ¿Por qué, entonces, esa falta
de solidaridad de clase, de empatía con los más
excluidos que vemos tan extendidamente en las capas medias en
todos los países?

La desvalorización del "capital
humano"

La crisis económica alcanza ahora, incluso en
Occidente, a amplias capas sociales, que hasta entonces se
habían librado. Por eso la cuestión social vuelve
en el discurso intelectual. Pero las interpretaciones
continúan adoleciendo de una notoria ligereza y parecen
francamente anacrónicas. La polarización entre
pobres y ricos, exacerbada de forma irresistible, no encuentra
todavía un nuevo concepto. Si el concepto marxista
tradicional de "clase" tiene una súbita coyuntura
favorable, eso es ante todo una señal de desamparo. En la
comprensión tradicional, la "clase obrera", que
producía la plusvalía, era explotada por la "clase
de los capitalistas" por medio de la "propiedad privada de los
medios de producción".

Ninguno de estos conceptos puede explicar con exactitud
los problemas actuales. La nueva pobreza no surge por cuenta de
la explotación en la producción, sino por la
exclusión de la producción. Quien todavía
está empleado en la producción capitalista regular
figura ya entre los relativamente privilegiados. La masa
problemática y "peligrosa" de la sociedad ya no se define
por su posición en el "proceso de producción", sino
por su posición en los ámbitos secundarios,
derivados de la circulación y de la distribución.
Se trata de desempleados permanentes, de receptores de
operaciones estatales de transferencia o de agentes de servicios
en los campos de la terciarización, hasta llegar a los
empresarios de la miseria, los vendedores ambulantes y los
rebuscadores de basura. Esas formas de reproducción son,
según criterios jurídicos, cada vez más
irregulares, inseguras y a menudo, ilegales; la ocupación
es irregular, y las ganancias transitan en el límite del
mínimo necesario para la existencia o incluso, caen por
debajo de esto.

Inversamente, tampoco la "clase de los capitalistas"
puede aún ser definida en el viejo sentido, según
los parámetros de la clásica "propiedad privada de
los medios de producción". En el cuerpo del aparato
estatal y de las infraestructuras así como en el cuerpo de
las grandes sociedades accionistas (hoy transnacionales) el
capital aparece en cierto modo como socializado y anonimizado; se
volvió abstracto, dejando la forma personalizable de toda
la sociedad. "El capital" ya no es un grupo de propietarios
legales, sino el principio común que determina la vida y
la acción de todos los miembros de la sociedad, no solo
exteriormente sino también en su propia
subjetividad.

En la crisis y a través de la crisis, se
efectúa una vez más una mutación estructural
de la sociedad capitalista, disolviendo las situaciones sociales
antiguas, aparentemente claras. El meollo de la crisis consiste
justamente en que las nuevas fuerzas productivas de la
microelectrónica funden el trabajo y, con él, la
sustancia del propio capital. Dada la reducción cada vez
mayor de la clase obrera industrial, se crea cada vez menos
plusvalía. El capital monetario huye rumbo a los mercados
financieros especulativos, visto que las inversiones en nuevas
fábricas se vuelven no-rentables. Mientras partes
crecientes de la sociedad fuera de la producción se
pauperizan o incluso caen en la miseria, por otro lado se realiza
tan sólo una acumulación simuladora del capital por
medio de burbujas financieras. Por lógica, eso no es nada
nuevo, pues ese desarrollo ya marca al capitalismo global hace
dos décadas. Pero lo que es nuevo es que ahora la clase
media en los países occidentales también sea
atropellada.

Barbara Ehrenreich (ensayista norteamericana)
había publicado ya en 1989 un libro sobre la "angustia de
la clase media ante la quiebra". Sin embargo el problema fue
aplazado enseguida por una década entera, ya que la
coyuntura basada en burbujas financieras de los años 90,
junto con el impulso de la tecnología de la
información y de la comercialización de Internet,
despertó una vez más nuevos sueños de
florescencia. El colapso de la nueva economía y la
explosión de las burbujas financieras en Asia, en Europa y
también, en parte, en los Estados Unidos, comienzan ahora,
desde el año 2000, a hacer efectiva de manera brutal la
quiebra de la clase media, ya temida anteriormente.

Se propagó el concepto del "Estado antisocial";
las asignaciones para formación y cultura, para el sistema
de salud y numerosas otras instituciones públicas fueron
cortadas; se iniciaba la demolición del Estado social.
También en las grandes empresas sectores enteros de
actividad calificada fueron víctimas de la
racionalización. Dado el desmoronamiento de la nueva
economía, hasta las mismas calificaciones de muchos
especialistas "high-tech" se vieron desvalorizadas. Hoy ya no se
puede ignorar que la ascensión de la nueva clase media no
tenía una base capitalista autónoma; por el
contrario, dependía de la redistribución social de
la plusvalía proveniente de los sectores industriales. De
la misma manera que la producción social real de
plusvalía entra en una crisis estructural debido a la
tercera revolución industrial, los sectores secundarios de
la nueva clase media van siendo sucesivamente privados de su
suelo fértil. El resultado no es solamente un desempleo
creciente de académicos.

La privatización y la terciarización
desvalorizan el "capital humano" de las calificaciones incluso en
el interior de la parcela empleada y degradada en su estatus.
Jornaleros intelectuales, trabajadores baratos y empresarios de
miseria como los free-lance en los medios de comunicación,
universidades privadas, despachos de abogados o clínicas
privadas no son ya excepciones, sino la regla. A pesar de esto, a
fin de cuentas tampoco Kautsky tuvo razón. Pues la nueva
clase media decayó, es verdad, pero no para convertirse en
el proletariado industrial clásico de los productores
directos, convertidos en una minoría que va desapareciendo
pausadamente. De forma paradójica, la
"proletarización" de las capas calificadas está
ligada a una "desproletarización" de la
producción.

Por otra parte la desvalorización de las
calificaciones corre pareja con una expansión objetiva del
concepto de "capital humano". Al revés de la decadencia de
la nueva clase media, se realiza en cierto modo un inédito
"pequeño-aburguesamiento" general de la sociedad, cuando
los recursos industriales e infra-estructurales aparecen
más como megaestructuras anónimas. El "medio de
producción independiente" se deteriora hasta llegar a la
piel de los individuos: todos se convierten en su propio "capital
humano", aunque sea simplemente el cuerpo desnudo. Surge una
relación inmediata entre las personas atomizadas y la
economía del valor, que se limita a reproducirse de manera
simulada, por medio de déficits y burbujas financieras.
Cuanto mayor se vuelven las diferencias entre el pobre y el rico,
más desaparecen las diferencias estructurales de las
clases en la estructuración del
capitalismo…

Bye bye middle class
(la ausencia de futuro)

En su libro, "El fin de la clase media y el nacimiento
de la sociedad de bajo coste", Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi
(Ed. Lengua de Trapo – 2006), sostienen:

Que la clase media está desapareciendo. Desde el
siglo XIX fue la clase social que mantuvo el dique
contrarrevolucionario y desempeñó un papel central
en el desarrollo y sostenimiento del crecimiento
económico. La clase media ha sido el caldo de cultivo de
los profesionales y de aquéllos que con su esfuerzo y sus
virtudes cívicas han contribuido al desarrollo de la
sociedad industrial. Señalan Máximo Gaggi,
subdirector del "Corriere della Sera", y Edoardo Narducci,
ensayista y empresario en el sector de la alta tecnología,
que el Estado moderno es fruto de la voluntad política de
la clase media. Dicha clase encarna el espíritu del Estado
de Bienestar cuyos primeros pasos son fruto del empeño de
Bismarck a finales del siglo XIX. Sin embargo, es a finales de la
Segunda Guerra Mundial cuando el gobierno conservador de Winston
Churchill se adhiere al Plan Beveridge y crea una red de
servicios sociales que van desde la educación a la sanidad
pasando por el subsidio de paro y las pensiones. Esta red
constituye el gran triunfo de una clase media que legitima el
espacio democrático para su desarrollo y una perspectiva
política que va más allá de los
nacionalismos y que prepara el terreno para lo que con los
años será la Unión Europea.

Tal como van mostrando Gaggi y Narducci a lo largo de
estas páginas, "en apenas medio siglo el mercado ha creado
una situación sustancialmente distinta". La presencia
ostentosa de nuevos ricos es cada vez mayor, y mayor es
también la sospecha de que su ingente dinero no es
únicamente fruto del funcionamiento del mercado sino
también de la evasión fiscal. A la par que aumenta
el número de millonarios se detecta un aumento de los
trabajadores no especializados y los pensionistas. Pero ni ricos
ni pobres son la causa del progresivo debilitamiento que
está sufriendo la clase media en Europa. El
fenómeno es más complejo, y para exponerlo al
lector, Gaggi y Naducci comienzan por trazar los cuatro rasgos
más característicos que jalonan la pérdida
de densidad de la clase media.

El primero de ellos se concreta en la aparición
de "una aristocracia muy patrimonializada y acaudalada". Gran
consumidora de bienes, sus miembros serían los vencedores
de la ruleta de la innovación capitalista. El segundo
rasgo radica en la consolidación de una elite de
tecnócratas del conocimiento con rentas altas y con una
notable capacidad de consumo. Dicha elite sería altamente
inestable, casi nunca alcanzaría a la aristocracia
acaudalada y con frecuencia caería hacia la clase baja. La
tercera característica del nuevo fenómeno social se
apreciaría en la aparición de "una sociedad
masificada de renta medio-baja", a la que los servicios de bajo
coste proporcionarían un acceso a bienes y servicios antes
reservados a clases más acomodadas. Ikea o los vuelos a
bajo coste ilustran a la perfección el consumo de esta
nueva sociedad masificada e indiferenciada. Por último, el
escenario de la desaparición de la clase media que
plantean Gaggi y Narducci se completa con una clase
"proletarizada" cuyo poder adquisitivo no iría más
allá de los bienes de primera necesidad. Maestros,
funcionarios de bajo nivel o divorciados formarían un
grupo cada vez más próximo a poblaciones emergentes
del Tercer Mundo.

La transformación social jalonada por las cuatro
señales que para los autores marcan el desleimiento de la
clase media, no sería, a pesar de todo, decisiva si no
fuera porque el doble papel que jugaba la clase media no se
hubiera ido al garete. Por un lado, su papel moderador, tanto del
comunismo como del capitalismo más brutal y competitivo.
Un capitalismo, añadamos nosotros, que ya no sería
el del modelo renano sino el de ciertas prácticas
anglosajonas. Por otra parte, habría que añadir la
incapacidad de la clase media para mantener un nivel
óptimo de demanda adicional de bienes de consumo capaces
de garantizar economías de escala. Desaparecida la lucha
de clases y globalizado el mercado, los productos se hacen
infinitos e interclasistas. De este modo las empresas pueden
recuperar en los mercados de Brasil o China las ventas perdidas
en Alemania o Italia

En opinión de Gaggi y Narducci, el contraste
entre una economía en plena expansión y la
expansión de amplias masas de gente empobrecida no
significa una contradicción sino una muestra más de
lo que está ocurriendo. Cada vez son más numerosas
las enfermeras a domicilio en Estados Unidos que cobran ocho
dólares a la hora o cocineros que ganan siete, lo que
viene a sumar mil o mil doscientos euros al mes. Cifra con la que
se puede sobrevivir si no se tienen hijos, se vive en una
población barata o se goza de una excelente salud que no
requiera, por ejemplo, gastos de dentista. (En Estados Unidos, el
número de personas sin cobertura sanitaria, excepto la
básica y gratuita asegurada por el servicio
público, sigue creciendo. En 2005 era de cuarenta y cinco
millones de ciudadanos). Si a ese sueldo le añadimos un
poco más, entonces ya se puede entrar en los servicios de
bajo coste. Skype, Wal-Mart o Ryanair ejemplifican las nuevas
empresas que coronan al consumidor de nueva generación y
que nada tiene que ver con el comprador de Ferrari, Bang and
Olufsen, Versace o Cartier.

El progresivo adelgazamiento de la clase media no ha
seguido, para nuestros autores, un proceso homogéneo. Su
transformación se ha adaptado a tres modelos. El primero
estaría representado por la sociedad norteamericana. Un
ámbito caracterizado por una considerable movilidad social
y por la polarización de rentas y patrimonios. El segundo
correspondería al modelo escandinavo. Alta calidad del
servicio público y formas de flexibilidad del mercado de
trabajo, en un ámbito social en el que la distancia entre
las rentas más altas y más bajas no resulta
desmesurada. El tercer modelo se incardina en las sociedades
asiáticas emergentes. Singapur, Taiwán y algunas
ciudades chinas ilustran espacios sociales caracterizados por sus
élites poderosas, tan bien descritas por Charles Wright
Mills, superpuestas a una clase "unificada y conforme" espacios
en los que las reglas se imponen desde arriba respetando, eso
sí, la tradición. Para los autores en ninguno de
estos tres contextos existe la clase media. El desarrollo
económico es intenso y va acompañado de una
reorientación de valores y de estilos de vida
nuevos.

Tras describir un mundo en el que la clase media se
derrumba -la Unión Europea resiste a la baja el
desmoronamiento de lo que fue su columna vertebral-, Gaggi y
Narducci tratan de plantear un boceto de lo que será el
gobierno de la sociedad posclase media. Tarea que ellos mismos
reconocen difícil porque con una realidad social cada vez
más magmática mejorar para todos las condiciones de
vida y la igualdad de oportunidades es de enorme complejidad. Lo
cierto es que tanto el consumidor como el elector se orientan
cada vez más en las sociedades occidentales por los deseos
de lo que los autores denominan las aspiraciones de la "clase de
masa", una amalgama en la que los intereses del votante son
móviles, abiertos y tienden a interpretar el presente y el
futuro a través de su propia agenda. En esta sociedad
"desclasificada", la sostenibilidad del llamado modelo social
europeo plantea una pregunta que este libro no acaba de
responder: ¿Durante cuánto tiempo se podrá
mantener un modelo que tiene una evidente dificultad para generar
desarrollo económico e innovación
tecnológica al ritmo que marcan China o Estados
Unidos?

Destacaré, a continuación, algunos
párrafos del libro mencionado, muy
significativos:

"Por todas partes aparecen nuevos ricos que ostentan su
opulencia; entre los trabajadores (en general los no
especializados) y pensionistas se detectan focos de pobreza
imprevistos; la clase media, en progresivo decrecimiento, pierde
renta y seguridad: la sociedad está inmersa en una
tempestad. Un fenómeno común a gran parte de las
democracias industriales de Occidente, pero que en Italia se ha
agudizado por el impacto de una paralización
económica más grave y duradera que en otros
mercados y por una difusión de la evasión fiscal
que hace difícil mirar a los nuevos ricos como el producto
de un mercado cada vez más despiadado -la "ruthless
economy" (economía despiadada) teorizada por Simon Head,
director de la Century Foundation- pero que en cualquier caso
funciona (Head, 2003).

Este terremoto, que altera profundamente los mecanismos
de distribución de la renta, acelera los procesos que
están llevando a la sustancial desaparición de la
"clase media" tal y como la hemos conocido en el siglo XX: poco a
poco ha perdido sus señas de identidad porque las
condiciones históricas que habían determinado su
éxito han desaparecido. Pero también se debe a
otros factores: sobre todo el fin de la era de las expectativas
crecientes, en la que quien no estaba ya "tocado" por el
bienestar se sentía, en cualquier caso, "en lista de
espera" y no excluido; el final de las seguridades ocupacionales
y también el impacto en la estructura social de mecanismos
de mercado cuyas señas de identidad se modifican
continuamente debido a la evolución
tecnológica.

En muchos países la difusión de la oferta
de productos y servicios "low cost" (de bajo coste), al aumentar
sensiblemente el poder adquisitivo de los salarios, empieza a
tener más peso que una reforma fiscal o que el "welfare"
(bienestar). Por lo tanto, tiende a sustituir las viejas
estratificaciones de intereses en torno a los mecanismos de
redistribución gestionados desde el gobierno por una masa
indiferenciada: una "clase que ya no es clase" compuesta por
sujetos que, cada vez más, piden ser tutelados como
consumidores, además de como contribuyentes y como
perceptores -actuales o potenciales- de pensiones, asistencia y
ayudas de distintos tipos. Este inmenso "milieu" social limita,
por abajo, con las "nuevas pobrezas" de los trabajadores no
especializados que se encuentran compitiendo con la mano de obra
de los países en vías de desarrollo y, por arriba,
con una gran clase acomodada compuesta por los ricos
"consolidados" y por la burguesía del
conocimiento.

El declive de la clase media no es ciertamente un
relámpago que llega sin avisar: en 1985 (Rosenthal, 1985),
el economista del departamento de estadística del
Ministerio de Trabajo estadounidense Neal H. Rosenthal se
preguntaba si ya se había iniciado -como lo habían
denunciado otros- una polarización de las rentas con la
consiguiente progresiva reducción de la clase media y la
creación, por un lado, de una gran masa de ricos y, por
otro, de un ejército de nuevos proletarios. Su
análisis lo llevaba a concluir que hasta ese momento no se
había verificado nada parecido. Añadía, sin
embargo, que los procesos de desindustrialización
-entonces apenas iniciados- y el desarrollo de las nuevas
tecnologías de alta rentabilidad podrían provocar
un fenómeno de este tipo a partir de la segunda mitad de
los años noventa.

Sus previsiones se han revelado bastante exactas, como
también la convicción -con visión de futuro,
puesto que en 1985 todavía estábamos en la era
pre-Internet, Microsoft era una pequeña empresa y Bill
Gates estaba empezando a monopolizar los ordenadores personales
mundiales con su nuevo sistema operativo– de que las industrias
"high tech" (alta tecnología) favorecerían una
polarización de las rentas.

Otras voces se han dejado oír en los
últimos años: precisamente a mediados de los
años noventa (julio de 1997), Rudi Dornbusch, economista
del Massachusetts Institute of Technology (MIT), célebre
por sus análisis mordaces y un lenguaje rudo y
socarrón, publicó "Bye bye middle class", un ensayo
en el que preveía la inminente desaparición del
"big government" (gran gobierno) (la tendencia de muchos
gobiernos a incluir en la esfera pública la mayoría
de los servicios dados a los ciudadanos y también una
porción considerable de las actividades productivas), del
"welfare state" (estado del bienestar) y de la propia "clase
media, acostumbrada a la comodidad, por no decir a la pereza".
Dornbusch era consciente de que la abolición del estado
del bienestar era un desafío que los gobiernos no
sabían cómo afrontar. Advertía, sin embargo,
que los políticos debían empezar a prepararse para
los tiempos difíciles, en los que la competición
entre sistemas y empresas, las privatizaciones y la
globalización, además de algunas innegables
ventajas económicas, producirían también
graves problemas sociales, empezando, precisamente, por una
reducción de las rentas del trabajador no especializado.
Un desafío políticamente difícil, sobre todo
para una Europa sacudida, por un lado, por las "inevitables
desigualdades y la coexistencia de millonarios enriquecidos
gracias a las tecnologías, mientras, por el otro, los
electores de la antigua clase media se sienten aislados".
Así pues, Dornbusch pronosticaba desde entonces una
navegación tempestuosa por democracias que se ven
obligadas a ajustar cuentas, al mismo tiempo, con un aumento de
las desigualdades y una difusa seguridad económica.
Veía sólo una luz en el horizonte: la inminente
llegada del euro como "oportunidad para una nueva y
dinámica visión de Europa". Si estuviese vivo
aún, quién sabe qué abrasivas ironías
reservaría a la Europa de hoy, en plena crisis
económica, institucional y de liderazgo
político…

De hecho, es un verdadero magma social. Un contexto en
continua ebullición en el que alguien sube y otro baja en
la jerarquía de la potencialidad de realización y
de vida, pero siempre dentro de un campo de acción
"delimitado" y compartido. En el magma conviven una, cien, mil y
ninguna clase: cada grupo tiende a distinguirse por detalles
más o menos pequeños, pero ninguno tiene las
características necesarias para que lo consagren como
clase media o nueva clase de referencia.

Nos deslizamos, así, casi sin enterarnos, mucho
más allá de la lógica -todavía
clasista- del estado del bienestar (pensiones modestas para la
siderurgia pero suntuosas para la telefónica; la
protección de la regulación de empleo para los
parados de la industria, pero no para los de servicios, etc.),
para dejar sitio a un universo humano flexible,
descontractualizado, deseoso de ampliar al máximo las
posibilidades de consumo. Un universo infraideologizado, decidido
a procurarse bienes y servicios en el proveedor mundial que
ofrece las condiciones más ventajosas, que pretende una
menor mediación por parte de las instituciones
tradicionales, religiosamente abierto, integrado en tiempo real
con todos los canales de comunicación o de
interacción y cada vez menos centrado en las tradicionales
agencias de socialización, empezando precisamente por la
familia…

Resulta muy difícil estar en sintonía con
una sociedad que, acabada la historia y la economía de la
materia, se libera de las limitaciones de la dimensión
"contrarrevolucionaria" y de la elección delegada para
hacerse preguntas sin límites, fluidas, segmentadas,
apolíticas o geopolíticas, simplificadas y
cínicas…

La clase media, aunque sin una razón de ser
política -su papel de contención de los empujes
revolucionarios de la clase obrera-, probablemente habría
sobrevivido al transcurrir del tiempo si la razón
económica que había favorecido su formación
no se hubiera desintegrado como la nieve al sol. La sociedad
intermedia representaba y representa el tipo ideal de consumidor
de última necesidad, preparado para comprar cualquier
producto que la oferta sea capaz de proponerle. Mejor si va
acompañado de cualquier mensaje
promocional…

El matrimonio era perfecto: la industria concebía
nuevos productos capaces de satisfacer necesidades a veces
reales, a veces solamente latentes, y los presentaba a la
voracidad de la clase media, preparada para representar el propio
papel de consumidor obediente y poco selectivo. Así las
empresas crecían y con ellas también la
potencialidad de adquisición de la clase media. Una
relación aparentemente indisoluble: por una parte, la
clase media, al ahorrar, ponía gran parte del capital
necesario a disposición de la industria material para
poder ampliar la oferta; por otra parte, al consumir a manos
llenas todo lo que podía, satisfacía sus deseos y
se realizaba en el plano de la identidad de clase.

Un sistema con su equilibrio, capaz también de
contener el empuje revolucionario de la minoría que estaba
llamada a hacer funcionar esas máquinas: obreros que
veían en cualquier caso crecer también su nivel de
bienestar y que empezaban a tener la fundada esperanza de subir
algún peldaño en la escala social, pasando de ser
obreros a ser empleados.

Este sistema funciona mientras el escenario de
acción e interacción permanece restringido al
ámbito nacional o poco más. Cuando algunos aspectos
de esta ecuación estallan o se ponen en entredicho en
cuanto a su utilidad "superior", entonces también la clase
media está obligada a encarar lo nuevo que avanza. Y en
este caso lo nuevo ha avanzado con dos máscaras: la del
triunfo de la economía de mercado y la del capitalismo sin
fronteras.

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