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Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne




Enviado por Enrique Castaños



Partes: 1, 2


    La conciencia de pecado como fatalidad y como destino –
    Monografias.com

    La conciencia de pecado como fatalidad
    y como destino
    (Breves reflexiones en
    torno a La letra escarlata, de Nathaniel
    Hawthorne)

    Escrita en 1849 y publicada en 1850, la
    novela La letra escarlata (The Scarlett
    Letter
    )[1], del estadounidense Nathaniel
    Hawthorne (1804 – 1864), indaga de modo muy penetrante en
    el concepto de pecado, en la conciencia de culpa y en los efectos
    que el fanatismo religioso puede tener en las comunidades humanas
    y en los individuos concretos. Mi intención es reflexionar
    sobre estos aspectos a partir de la personalidad, el
    carácter, el temperamento y la estructura anímica
    de los tres principales protagonistas de la obra, Hester Prynne,
    Arthur Dimmesdale y Roger Chillingworth, aunque también
    haré especiales referencias a Pearl, la hija de Hester y
    de Arthur, como contrapunto, sobre todo, de las atormentadas
    existencias de sus padres.

    El contexto histórico y el clima
    religioso-espiritual en el que se desarrolla el relato tienen una
    importancia más que notable en el desenvolvimiento de los
    hechos y en la evolución de los personajes, cuyas vidas
    transcurren en unas circunstancias históricas muy
    específicas, perfectamente conocidas por el autor de la
    novela. En primer término, el arco cronológico y el
    lugar geográfico en el que suceden los hechos: en Boston,
    en la colonia de Massachusetts, entre 1642 y 1649. Es decir, en
    el territorio de Nueva Inglaterra.

    El primer asentamiento estable de los
    ingleses en Norteamérica tuvo lugar en 1607, en Jamestown,
    de la mano de John Smith, al norte del cabo Hatteras,
    llamándose Virginia a esa primera colonia, en honor de
    Isabel I Tudor, la «reina virgen»[2].
    En noviembre de 1620, los llamados Padres Peregrinos, a bordo del
    Mayflower (Flor de mayo), y después de una
    accidentada travesía que se había iniciado el 5 de
    agosto desde el puerto inglés de Southampton, llegaron a
    una zona situada junto al cabo Cod, al sureste de la actual
    Boston, en lo que sería territorio de la colonia de
    Massachusetts. En la primavera de 1630, junto con otros pueblos,
    se fundó Boston, en la Bahía de Massachusetts. Los
    102 integrantes del Mayflower eran calvinistas ingleses
    que habían tenido que establecerse en Holanda por el
    hostigamiento de que fueron objeto al negarse a reconocer la
    supremacía eclesiástica del rey, Jacobo I Estuardo,
    lo que conllevaba el querer establecer su propia Iglesia. Max
    Weber afirma que «las discrepancias en la Iglesia anglicana
    fueron insuperables desde el momento en que la Corona y el
    puritanismo (en la época de Jacobo I) mantuvieron
    diferencias dogmáticas justamente en torno» a la
    doctrina de la predestinación; de modo general, tal
    doctrina «fue considerada como el elemento antiestatal del
    calvinismo, por lo que fue combatida oficialmente por las
    autoridades»[3]. Los puritanos ingleses, es
    decir, los calvinistas, fueron objeto de una auténtica
    persecución entre 1628 y 1640, por lo tanto bajo el
    reinado de Carlos I Estuardo. La disolución del Parlamento
    por el rey, que gobernó sin él durante diez
    años, disminuyendo notablemente las libertades inglesas,
    impulsó la emigración hacia las colonias de la
    costa este de lo que después serían los Estados
    Unidos, marchándose unas veinte mil personas durante el
    mencionado periodo, la inmensa mayoría de convicciones
    profundas. Durante el periodo en el que transcurre el relato de
    Hawthorne, esto es, desde el inicio de la guerra civil inglesa en
    1642 hasta la ejecución de Carlos I Estuardo en 1649,
    menguó, no obstante, la emigración
    puritana.

    Desde muy pronto surgió el
    autogobierno en las colonias. La primera carta constitucional se
    redactó en Virginia en 1619, y con ella se
    pretendía que los colonos gozasen del sistema de
    libertades por el que durante tanto tiempo se había
    luchado en Inglaterra. Inmediatamente después llegó
    el sistema representativo a la Bahía de Massachusetts, y,
    por lo tanto, a Boston. Pero con una importante y decisiva
    peculiaridad: que, desde el otoño de 1630, los nuevos
    miembros admitidos en el cuerpo político de gobierno de la
    colonia, debían necesariamente formar parte de alguna de
    las Iglesias establecidas dentro de los límites de ese
    cuerpo político. En la práctica, esto se
    traducía en el establecimiento de una suerte de teocracia
    o Iglesia-Estado. La concentración de los poderes
    judiciales y legislativos en manos del gobernador de la
    Bahía de Massachusetts, de sus asistentes y de los
    pastores protestantes, supuso la creación de una
    pequeña oligarquía en la colonia. Este sistema
    oligárquico empezó a tambalearse en 1632, por la
    protesta de los ciudadanos carentes de representación que
    se negaron a pagar un nuevo impuesto destinado a garantizar la
    defensa de la colonia. A partir de ese momento, comenzaron a
    ponerse los cimientos de una auténtica legislatura
    unicameral, en cuanto que el Gobernador y sus asistentes
    empezaron a reunirse periódicamente con los representantes
    o delegados de las distintas poblaciones. La Cámara
    inició sus sesiones en 1634, teniendo plena autoridad
    legislativa, aunque en 1644 escindióse en dos asambleas,
    una alta, constituida por los asistentes, y otra baja, integrada
    por los delegados de los pueblos. Durante medio siglo, la colonia
    de la Bahía de Massachusetts continuó siendo una
    república puritana, gobernada por sus propios
    legisladores. La historia narrada por Hawthorne entra de lleno en
    ese periodo de la colonia entendida como república
    puritana[4]La inexistencia de un Gobierno
    tiránico en las colonias no impide reconocer el
    establecimiento de una teocracia en Nueva Inglaterra hasta el
    último decenio del siglo XVII. Esta teocracia debe ser
    matizada. Mientras que en Virginia y en otras colonias del sur,
    «la Iglesia anglicana aceptó el auxilio del
    Gobierno», aunque sin ejercer «el menor control sobre
    el Estado», en cambio, «en Massachusetts y
    Connecticut, la Iglesia puritana se identificó en gran
    medida durante décadas con el Estado, ejerció un
    fuerte control sobre el Gobierno, y, de hecho, mantuvo mucho
    tiempo una suerte de despotismo
    eclesiástico»[5]. Allan Nevins y
    Henry Steele Commager afirman que «la razón
    fundamental por la que los puritanos emigraron a Massachusetts
    fue la de establecer una Iglesia-Estado y no la de encontrar
    libertad religiosa. Los puritanos no eran religiosos radicales;
    eran religiosos conservadores»[6]. Debe
    aclararse que el propósito de hallar libertad religiosa no
    puede ser desdeñado, pues resulta demostrado que sufrieron
    persecución en Inglaterra desde 1628 aproximadamente. En
    Inglaterra no les había satisfecho la preeminencia del rey
    sobre la Iglesia, el residuo de formas católicas en el
    culto y el relajamiento moral, parcela decisiva en la que eran
    mucho más estrictos. El caso es que la Iglesia-Estado
    calvinista triunfó en la Bahía de Massachusetts,
    con lo que eso significaba tanto de establecimiento de una dura
    disciplina, como de disolución del ideal de los Peregrinos
    de que cada congregación se autogobernase. Nos interesa
    particularmente recordar aquí los pasos que los dos
    mencionados historiadores admiten en la creación de la
    Iglesia-Estado en Massachusetts, una realidad notablemente
    articulada ya en 1646. El primero de esos pasos fue que para que
    un hombre pudiese votar o desempeñar un cargo en la
    administración de la colonia, debía necesariamente
    ser miembro de la Iglesia puritana. El segundo paso
    consistió en que resultaba obligatorio asistir a los
    oficios religiosos, medida que pretendía proteger a la
    Iglesia puritana de los descreídos. El tercer paso
    suponía que tanto la Iglesia calvinista como el Estado de
    la colonia debían aprobar conjunta e inseparablemente el
    establecimiento de una nueva Iglesia en el territorio de la
    Bahía de Massachusetts. Ningún espíritu
    religioso discrepante, pues, podía establecerse en todo el
    territorio de Massachusetts. En cuarto y último lugar, que
    el Estado debía subvenir al mantenimiento económico
    de la Iglesia puritana, de tal modo que tanto el Estado como los
    jefes de la Iglesia puritana actuaban juntos cuando se trataba de
    castigar una infracción de la disciplina moral y
    eclesiástica[7]Como descripción
    complementaria a lo anteriormente expuesto, reproduzco las
    palabras empleadas por el narrador de la novela para
    pergeñar los rasgos de la comunidad en la que se
    desenvuelven las peripecias de nuestros protagonistas:
    «…una comunidad que debía tanto sus
    orígenes como su progreso, y su actual estado de
    desarrollo, no a los impulsos de la juventud, sino a las austeras
    y controladas energías de la madurez, a la sombría
    sagacidad de la experiencia, habiendo logrado tantas cosas
    justamente porque habían imaginado y esperado tan
    poco» (cap. 3).

    En los últimos años de ese
    turbulento periodo que comprende cronológicamente la
    novela, surge en Inglaterra la poderosa figura de Oliverio
    Cromwell, el único dirigente político inglés
    cuyo poder se ha sustentado en el
    Ejército[8]Cromwell era, en materia
    religiosa, un puritano, esto es, un calvinista, aunque su
    tolerancia fue mucho mayor que la que practicaban los habitantes
    de las colonias inglesas a mediados del siglo XVII. De hecho, la
    novela tiene como uno de sus principales propósitos
    denunciar el fanatismo religioso de la sociedad puritana de las
    colonias de la costa Este norteamericana, en concreto en
    Massachusetts. Sobre los habitantes de Nueva Inglaterra en la
    época en que transcurren los hechos, afirma el narrador,
    pues la novela está contada en tercera persona, que
    «estos pequeños puritanos [pertenecían] a la
    generación más intolerante que jamás haya
    pisado la tierra» (cap. 6).

    La intolerancia que hemos descrito en Nueva
    Inglaterra, fue documentada y analizada en el célebre
    estudio del jurista alemán Georg Jellinek (1851 –
    1911) titulado La declaración de los derechos del
    hombre y del ciudadano
    , publicado por vez primera en 1895.
    En él se nos dice que, cuando en el año 1629, los
    puritanos fundaron Salem, la segunda ciudad de Massachusetts
    después de New Plymouth, olvidaron las persecuciones de
    que habían sido objeto en su patria y «se
    manifestaron intolerantes respecto de cuantos profesaban
    principios religiosos distintos de los
    suyos»[9]. Al desembarcar, en 1631, Roger
    Williams en Massachusetts, la comunidad de Salem lo eligió
    pronto como su pastor, pero las ideas tolerantes en cuestiones
    religiosas de Williams terminarían convirtiéndolo
    en un proscrito y un perseguido. Tuvo que abandonar Salem, y, en
    1636, junto con otros seguidores, fundó la ciudad de
    Providence, que se convertiría en un refugio para aquellos
    que sufrieran persecución religiosa en los territorios
    colindantes. Roger Williams era partidario de «la
    separación de la Iglesia y del Estado, y reclamó
    además una absoluta libertad religiosa, no sólo
    para todos los cristianos, sino también para los
    judíos, turcos y paganos, los cuales debían tener
    en el Estado iguales derechos civiles y políticos que los
    creyentes. La conciencia del hombre pertenece a él mismo,
    no al Estado»[10].

    Las libertades democráticas y la
    tolerancia religiosa no se afianzaron en las colonias inglesas en
    América precisamente de la mano de las comunidades
    puritanas «calvinistas» establecidas en Nueva
    Inglaterra, sino por influencia del Independientismo puritano,
    cuya forma más primitiva es el Congregacionismo que se
    articula en Holanda en torno a la figura de John Robinson, cuya
    actividad transformó las ideas de Roberto Brown, quien a
    fines del siglo XVI en Inglaterra estaba promoviendo una Iglesia
    reformada, o, lo que es lo mismo, calvinista. Pero esta Iglesia
    reformada de Robert Brown debía identificarse con la
    comunidad de los creyentes en una forma superior de Comunidad,
    mediante un pacto con Dios, comunidad de creyentes que
    debía regirse por las decisiones de la mayoría.
    Será John Robinson, pues, el que quiebre esta idea
    originaria, ya que el Congregacionismo propugnaba la
    separación de la Iglesia y del
    Estado[11]Precisamente tales principios del
    Congregacionismo, convertido ahora en Independientismo, a pesar
    de sus orígenes puritanos, no cuajaron en el territorio de
    Nueva Inglaterra, que como hemos explicado orientóse en
    una dirección teocrática.

    Basándose en Jellinek, el
    historiador y sociólogo alemán de las religiones
    Ernst Troeltsch (1865 – 1923), va a proporcionarnos una
    explicación convincente del origen de la idea de los
    derechos del hombre en las colonias inglesas de América,
    idea que Jellinek deriva de las Constituciones de los Estados
    norteamericanos, aunque tales Declaraciones de Derechos deriven a
    su vez de principios religiosos puritanos. Ahora bien, ¿de
    qué tipo de puritanismo están hablando Jellinek y
    Troeltsch? Éste último subraya cómo Jellinek
    establece una relación directa entre los principios
    religiosos puritanos y las exigencias
    político-democráticas que se contienen en las
    Declaraciones de Derechos como formulaciones jurídicas. La
    relación establecida por Jellinek, la resume así
    Troeltsch: «Estaríamos, pues, en presencia de una
    acción muy importante del protestantismo, que
    habría introducido en la realidad estatal y en la vigencia
    jurídica general una ley y un ideal fundamentales de
    índole moderna»[12]. Pero, a
    continuación, también admite Troeltsch una cierta
    falta de precisión en Jellinek, pues ese protestantismo
    puritano del que derivan para ambos las Declaraciones de
    Derechos, no es precisamente «calvinista»,
    «sino un entretejido de ideas baptistas, independientes y
    espiritualistas subjetivas fundido con la vieja idea calvinista
    de la invulnerabilidad de los derechos mayestáticos
    divinos, combinación que desde un principio se halla muy
    cerca del tránsito a una fundación racionalista.
    Los Estados puritanos calvinistas norteamericanos han sido
    democráticos, pero no sólo ignoraban por completo
    la libertad de conciencia, sino que la rechazaron en calidad de
    escepticismo ateo. Libertad de conciencia la hubo sólo en
    Rhode Island, pero este Estado era baptista y odiado, por esta su
    condición, por los Estados vecinos como sede de la
    anarquía[13]su gran organizador, Roger
    Williams, se pasó primero al baptismo y luego se
    convirtió en un espiritualista sin confesión. E,
    igualmente, el segundo hogar de la libertad de conciencia en
    Norteamérica, el Estado cuáquero de Pensilvania, es
    de origen baptista y espiritualista»[14].
    Repárese en que esa «invulnerabilidad de los
    derechos mayestáticos divinos» pasaría luego
    a los derechos de la persona, en cuanto que
    inalienables.

    Lo que me interesa destacar aquí es
    el alejamiento de la teocracia que se instala en la Bahía
    de Massachusetts del espíritu de tolerancia religiosa y de
    su escasa participación en la génesis de las
    Declaraciones de Derechos en el marco de una sociedad
    democrática, aunque, como ya se ha dicho, las cosas
    cambian drásticamente allí desde finales del siglo
    XVII. Sólo hay un problema, acerca del cual nada dicen ni
    Jellinek ni Troeltsch. El problema es que, a pesar del grado de
    intolerancia religiosa de Massachusetts, en el seno de los que
    pertenecían a la «asamblea alta» de esta
    república puritana, sí regía un
    funcionamiento democrático. Salvando las distancias, y sin
    ánimo de establecer comparaciones forzadas, también
    en la Atenas de Pericles la democracia estaba bastante
    desarrollada entre los ciudadanos varones libres, a pesar de la
    exclusión de los esclavos, las mujeres y otros grupos
    sociales. La democracia esclavista de la Atenas clásica
    ofrece, por tanto, serias limitaciones, como también
    estaba limitada la democracia en la colonia de Massachusetts
    durante el siglo XVII, por mucho que funcionase en el seno de una
    oligarquía de notables.

    Por lo que se refiere a la opinión
    del propio Nathaniel Hawthorne acerca de las convulsiones
    revolucionarias en cuanto acontecimientos históricos, la
    desliza parcialmente a través de la figura del narrador de
    la novela, cuando éste compara irónicamente el
    carácter del patíbulo en el que fue expuesta Hester
    Prynne, «un factor tan importante en la formación de
    buenos ciudadanos», con el papel de «la guillotina
    entre los terroristas de Francia» (cap. 2). Aunque con
    infinita mayor torpeza, me permito, del mismo modo que Herman
    Melville en el capítulo cuatro de su genial relato
    Billy Budd, marinero (escrito en 1889), hacer
    aquí una digresión en relación a las
    palabras que acabo de reproducir, en la que repito las
    observaciones que ya hice, a propósito de un penetrante
    juicio político-moral del personaje de Andrei
    Petróvich Versílov sobre Juan-Jacobo Rousseau, en
    mi ensayo de septiembre de 2013 sobre la novela El
    adolescente
    (1876) de Dostoyevski. Naturalmente, Hawthorne
    se está refiriendo al sanguinario periodo del Terror en
    Francia, esto es, desde que Maximiliano Robespierre asumió
    la dirección del Comité de Salud Pública en
    agosto de 1793, omnipotente órgano de Poder en el que se
    había integrado el 27 de julio, hasta el Golpe de Estado
    de 9 de Termidor (27 de julio de 1794), que es cuando caen
    Robespierre, Saint-Just y sus secuaces, si bien el Terror
    continuó, pues sólo por la ley del Gran Terror de 9
    de termidor fueron enviadas a la guillotina 1376 personas. Ya
    hubo un Primer Terror entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792,
    pocas semanas antes de la apertura de la Convención
    republicana. También habría, junto a otros
    execrables desmanes, una «forma larvada de Terror
    blanco» en el invierno de 1794-1795 y en la
    primavera-verano de 1795, bajo la Convención Termidoriana.
    Por no hablar de las renovadas matanzas de sacerdotes (entre 1700
    y 1800 individuos) durante el Segundo Directorio, como
    consecuencia de las disposiciones adoptadas el 19 de fructidor de
    1797 (5 de septiembre)[15].

    Es importante destacar la
    observación del narrador, pues la Revolución
    norteamericana estuvo exenta de tales prácticas
    terroristas, que, en el caso de Francia, ya fueron
    proféticamente entrevistas, como consecuencia de un
    riguroso análisis de los hechos, y no por ningún
    don especial para la profecía, por el dublinés
    Edmundo Burke en su famoso libro Reflexiones sobre la
    Revolución en Francia
    , publicado a finales de 1790 y
    probablemente el texto fundacional del pensamiento
    político conservador en Europa, empleando aquí el
    término «conservador» en su acepción
    más noble, un libro cuyas premoniciones, a pesar de la
    rápida respuesta en contra de Thomas Paine con su
    Derechos del hombre (1791), se verían
    desgraciadamente verificadas por los hechos, como el propio Burke
    pudo constatar personalmente, pues murió en julio de 1797
    (aunque no pudo conocer los masivos asesinatos de sacerdotes de
    finales del verano de ese año). Y es que, como de modo
    magistral e insuperable analizó y escribió la
    pensadora judía de origen alemán Hannah Arendt en
    Sobre la revolución (1963), la «voluntad
    general» de Rousseau, que es la única que admite
    Robespierre, es todavía esa «voluntad divina»
    de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta
    para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene
    su fundamento y su explicación en la deificación
    del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución
    francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia
    inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de
    la misma fuente. La pretensión de la monarquía
    absoluta de fundamentarse en un "derecho divino" había
    modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez
    omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del
    Dios cuya Voluntad es la Ley»[16].
    Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa
    equivocación posterior de los revolucionarios franceses de
    confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los
    Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del
    «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la
    fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna
    región más elevada y trascendente. Es en el curso
    de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo,
    después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras
    el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la
    volonté générale de Rousseau
    sustituirá definitivamente a la volonté de
    tous
    del pensador ginebrino. La «voluntad de
    todos» suponía el consentimiento individual de cada
    uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del
    proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por
    esa otra abstracta «voluntad» que excluye la
    confrontación de opiniones y es una e indivisible. La
    república es, así, sustituida por le
    peuple
    , lo que, en palabras de Arendt, «significaba
    que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a
    ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho
    pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del
    pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular
    como volonté générale era su
    unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía
    constantemente a la "opinión pública", se
    refería a la unanimidad de la voluntad general; no
    pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que
    estuviese públicamente de acuerdo la
    mayoría»[17]. La ventaja inmensa de
    la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el
    haber tenido como modelo a Charles Louis de Secondat,
    barón de La Brède y de Montesquieu, es decir, el
    principio de la división de poderes, mientras que la
    desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido
    como modelo a Jean-Jacques Rousseau, es decir, la dictadura de la
    volonté générale, una pura
    abstracción racional que asfixia la libertad. De
    ahí el carácter mucho más violento y
    sangriento de la Revolución francesa y el embrión
    totalitario que se incubó en su seno. Quien sí que
    supo apreciar la impagable actuación de los Padres
    Fundadores y de los revolucionarios norteamericanos, fue el
    marqués de Condorcet, en su breve pero extraordinario
    ensayo Influencia de la Revolución de América
    sobre Europa
    (1788), al que poco caso se hizo en Francia. El
    propio Condorcet, que no votó a favor de la
    ejecución de Luis XVI, pues era contrario a la pena de
    muerte, tuvo que quitarse la vida, envenenándose, el 8 de
    abril de 1794, pues, a pesar de su labor en la Convención,
    a pesar de su espíritu de tolerancia y de sus ensayos,
    folletos y opúsculos en pro de una libertad real, no
    abstracta, fue detenido con el propósito
    prácticamente seguro de enviarlo a la
    guillotina[18]

    *****

    El personaje principal de la novela,
    alrededor del cual gira todo, es Hester Prynne, una mujer joven y
    bella, de sólidos principios morales, culta,
    indómita y amante de la libertad, en una época en
    que comenzaba a emanciparse el intelecto humano (cap. 13), pues
    nos encontramos en plena revolución científica,
    como consecuencia, sobre todo, de los hallazgos en el campo de la
    astronomía del italiano Galileo Galilei († 1642) y
    del alemán Johannes Kepler († 1630), quienes
    impulsaron de manera decisiva el establecimiento del nuevo
    método científico, delimitando nítidamente
    las parcelas de la fe y de la ciencia, que, como argumentó
    reiteradamente Galileo a partir de 1610, no tienen por qué
    entrar en contradicción, siempre y cuando una y otra
    permanezcan en sus respectivos campos, sin invadirse mutuamente.
    Galileo, que era un creyente y católico convencido,
    pretendía sinceramente, además, preservar a la
    propia Iglesia, evitando que cayese en el ridículo frente
    a los protestantes. Si las verdades de la ciencia, descubiertas a
    través de la observación y del método
    experimental, no pueden ser alteradas, pues eso sería
    contravenir las leyes y los fenómenos evidentes de la
    naturaleza, lo que deben hacer los teólogos es
    reinterpretar la Sagrada Escritura, a fin de acomodarla a tales
    verdades, lo que en ningún caso significa
    subordinación de la fe a la ciencia, sino
    delimitación estricta de sus respectivos campos de
    actuación[19]No hace falta insistir que las
    otras dos figuras fundamentales en los cambios que se
    están produciendo en las ciencias matemáticas y en
    la emancipación del intelecto humano respecto de los
    prejuicios, de la ignorancia y del fanatismo, son los pensadores
    franceses Renato Descartes († 1650) y Blas Pascal
    († 1662), si bien este último hará bien en
    advertir del peligro del ensoberbecimiento del hombre, que
    cometería un gravísimo error, como de hecho
    ocurrirá más adelante, en creerse un dios y no ser
    consciente de sus limitaciones.

    En cuanto al carácter
    indómito y al amor por la libertad de Hester Prynne, el
    lector evoca de inmediato a la anticonvencional y apasionada
    Catherine Earnshaw de Cumbres borrascosas (Wuthering
    Heights
    ), la inmortal novela de Emily Brontë publicada
    en diciembre de 1847, tan sólo un año y medio antes
    del comienzo de la redacción de La letra
    escarlata
    . Aunque las circunstancias sean por completo
    distintas en ambas novelas, y aunque Catherine se case con el
    joven Edgar Linton, quién sabe si por atolondramiento de
    la juventud o deslumbrada ante el refinamiento de la familia que
    la acoge, si bien su corazón pertenece por entero
    íntimamente a Heathcliff, el narrador de la novela de
    Hawthorne hace una interesante observación en
    relación a Hester: «Es curioso que las personas que
    se atreven a dejar que su imaginación especule libremente
    sean a menudo las que se amoldan con mayor tranquilidad a los
    reglamentos externos de la sociedad» (cap. 13). La
    razón de ello se encuentra, al menos en el caso de Hester,
    tanto en la actividad del pensamiento, como en el hecho de que su
    alma se mantiene completamente libre. Otra razón muy
    poderosa es la compensación que halla en su plena
    dedicación al cuidado y educación de su hija, la
    pequeña Pearl. Será este conjunto de razones,
    principalmente, el que la conduzca a aceptar el humillante
    castigo impuesto por la comunidad en la que vive.

    ¿Cuál ha sido su pecado?
    Según el gran lógico de la primera mitad del siglo
    XII en el Occidente cristiano, Pedro Abelardo, «lo
    característico del pecado es su consentimiento al
    mal». Para Abelardo, «la causa de la
    transgresión» es «un simple movimiento de
    abandono»[20]. Pero, como vamos a ver en
    seguida, en la acción de Hester Prynne ni puede hablarse
    propiamente de maldad ni tampoco de «abandono», esto
    es, de despreocupación o perezosa inconsciencia; en todo
    caso, y tampoco podemos estar seguros, de irreflexivo impulso. Su
    pecado, si puede llamársele así, es el único
    desliz que ha cometido en su vida: mantener una fugaz
    relación con el pastor protestante Arthur Dimmesdale,
    fruto de la cual será su embarazo y el nacimiento de
    Pearl. Los jueces, que podrían muy bien haberla condenado
    a muerte si se hubiese tratado de un adulterio normal, es decir,
    en el caso de haber mantenido relaciones extramaritales
    engañando al esposo, la obligan a llevar permanentemente
    una gran letra A de adúltera sobre su pecho, una letra que
    ella misma bordará de manera exquisita, pues era una
    excelente bordadora, con hilo de oro, sobre un fondo rojo. No
    obstante la precisión sobre el concepto de pecado de Pedro
    Abelardo que me ha parecido pertinente hacer, Hester Prynne
    sí tendrá, efectivamente, conciencia de haber
    cometido un pecado, aunque mayor será ese sentimiento de
    culpa en Arthur, un personaje verdaderamente atormentado. La
    educación recibida y el ambiente religioso opresivo en el
    que viven, les predispone sin duda a tener esa conciencia. Pero
    conviene reparar en una serie de circunstancias que Hawthorne ni
    mucho menos consiente que sean las que rodeen el hecho por un
    simple capricho de su imaginación creadora, sino
    presentándolas, si puede decirse así, en cierto
    modo como atenuantes, a la vez que las acompaña de una
    decisión al menos que engrandece desde el punto de vista
    moral a su valiente heroína. La primera es que Hester,
    cuando se entrega a Arthur, está absolutamente convencida
    de que su marido, Roger Chillingworth, está muerto,
    sumergido para siempre en las profundidades del Atlántico,
    al creer todos los habitantes del poblado que había
    naufragado el barco que lo transportaba de Inglaterra a Boston,
    pues Chillingworth, al objeto de resolver una serie de asuntos
    pendientes, partió después que Hester. Insisto en
    que no es que lo creyesen ella y Arthur, sino que lo pensaba toda
    la población del pequeño Boston. Lo que no se le
    perdona a Hester es que haya mantenido una relación, aun
    estando casi con absoluta certeza viuda, con un hombre sin estar
    casada.

    Una segunda circunstancia es que un pastor
    calvinista, como cualquier otro sacerdote protestante,
    podía casarse, es decir que no estamos ante una rotunda
    obligación de celibato, como la establecida por la Iglesia
    católica para los sacerdotes, y más aún
    después del Concilio de Trento, cuyas sesiones finalizaron
    en diciembre de 1563. Naturalmente, un pastor calvinista,
    así como cualquier otro protestante, no podía
    mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, a pesar de que
    los dos únicos auténticos sacramentos admitidos
    finalmente por Martín Lutero serían el Bautismo y
    la Eucaristía. Esas relaciones, en tales circunstancias,
    sí eran un grave pecado, especialmente entre los puritanos
    y otras confesiones de similar naturaleza, y, de ahí, en
    buena medida, la honda conciencia de pecado que se
    apoderará de ambos amantes. Conviene, además,
    resaltar, que, aunque el celibato sólo regía para
    los sacerdotes católicos, sin embargo, la intolerancia en
    el seno de las confesiones protestantes en torno a estas
    cuestiones relacionadas con el contacto carnal extramarital, era
    mucho mayor, entonces también, que la que era común
    en la Iglesia de Roma. Es muy probable que esa intolerancia
    derivase en parte del profundo rechazo hacia el engaño y
    la mentira entre las distintas Iglesias protestantes.

    Una tercera circunstancia que no debe ser
    olvidada es que tanto Hester como Arthur han mantenido su fugaz
    relación como consecuencia de la atracción, tanto
    física como espiritual, que sentían mutuamente,
    afinidad que puede deducirse de la entrevista que ambos
    mantendrán, siete años después de la
    condena, en el interior del bosque, con la intención de
    clarificar su futuro. Aunque el novelista no nos proporciona
    ningún detalle relacionado con el contacto carnal entre
    ambos, pues sumerge desde el principio mismo de la
    narración al lector en medio del humillante
    espectáculo de la condena pública de Hester, es
    decir, lo sitúa in media res, en mitad mismo de
    la historia[21]sin preámbulos preliminares
    de ningún tipo, lo cierto es que la narración misma
    se encarga de dejar claro en la apreciación del lector que
    Hester no es precisamente una «cualquiera», una
    mujerzuela de moral laxa, sino todo lo contrario, una mujer de
    sólidos principios morales, de conducta intachable, que ha
    sido una buena y paciente esposa durante el tiempo que ha durado
    su matrimonio, a pesar del carácter del marido, y que por
    nada del mundo se entregaría a un hombre por capricho de
    la voluntad o para satisfacer meramente un apetito carnal. Si
    Hester se ha entregado a Arthur es porque lo ama, porque se ha
    dado cuenta inmediatamente que también él le
    corresponde y que pueden construir juntos un porvenir. No cabe
    pensar que Hester Prynne se haya entregado a un hombre voluble,
    disoluto, a un hombre que sólo pretendiese aprovecharse de
    ella. Ni Arthur es ese tipo de hombre, pues sus escrúpulos
    morales son muy firmes, ni ella tampoco lo hubiese consentido.
    Pero la conciencia de haber hecho algo prohibido?pues resulta
    indiscutible que estaba prohibido por las leyes religiosas de la
    comunidad en la que voluntariamente viven?es tan fuerte en ambos,
    que los atenaza, les impide reconducir satisfactoriamente la
    delicada situación a que los ha llevado su actitud
    impulsiva. Más aún; muy cerca del poblado hay
    tribus indias, y ella podría perfectamente haberse puesto
    en contacto con alguna de ellas a fin de obtener un brebaje que
    le interrumpiese el embarazo. No lo ha hecho; ni siquiera se le
    ha pasado por la imaginación, y ello tiene tanto que ver
    con sus firmes principios morales y religiosos como con la
    percepción de que, si bien ha hecho algo prohibido, un
    pecado a los ojos de los hombres, en el fondo no es algo que
    pueda ser considerado absolutamente malo a los ojos de Dios. La
    condena que se cierne sobre ella es una condena ejercida por los
    hombres, por los censores y jueces humanos, no una condena
    explícita del propio Dios. Pero, al ser plenamente
    consciente de la falta cometida, acepta con todas sus
    consecuencias el castigo impuesto, sin oponer la más
    mínima resistencia, de igual modo que tampoco ha ocultado
    ni el embarazo ni el nacimiento de su hijita.

    Ahora bien, eso sí?y esta
    sería una nueva circunstancia a tener en
    consideración, o mejor dicho, un factor decisivo que pone
    de relieve con prístina clarividencia la dignidad e
    integridad moral de la heroína?, Hester se niega
    reiteradamente, y así se mantendrá hasta el final
    de la historia, a revelar el nombre de su amante, a pesar de que
    éste, devorado por los remordimientos y por lo que ella
    lleva padeciendo desde que la ingresaron en prisión, la
    exhorta, delante del patíbulo donde transcurre su
    humillación pública, a que diga el nombre de su
    amante, a que lo pronuncie en voz alta, sin tapujos ni medias
    palabras. Esta exhortación de Arthur es indudablemente
    sincera. Constituye un deseo de expiación de su culpa.
    Pero Hester no lo hace; precisamente porque ama a Arthur, porque
    sabe que éste se ha conducido honestamente con ella, no
    quiere perjudicarlo, arruinándole su carrera, pues ello
    conllevaría a hacer con él lo que están
    haciendo con ella, delante de todos sus feligreses, que lo tienen
    por un hombre recto, honrado y virtuoso. De hecho lo es, e
    incluso, en cuanto tenga oportunidad, intercederá valiente
    y noblemente por Hester para que no le arrebaten a la
    pequeña Pearl.

    Hawthorne dibuja en Hester el personaje de
    una mujer fuerte, que consigue sobreponerse a la adversidad,
    concentrando toda su vida en el cuidado y educación de su
    hija. Ya en el camino de la cárcel al patíbulo para
    ser exhibida públicamente, Hester Prynne mantuvo una
    actitud serena que sólo se explica por esa
    condición de la naturaleza humana según la cual
    «el que sufre no conoce la intensidad de lo que padece sino
    por el dolor que sigue a ese momento» (cap. 2).
    Sobrellevará con ejemplar dignidad la humillación a
    la que es permanentemente sometida, pero acabará
    ganándose la admiración de sus congéneres,
    no sólo por su vida de recogimiento, de trabajo (ya he
    dicho que es una estupenda bordadora) y de abnegación,
    sino porque con total altruismo se dedicará a hacer el
    bien a sus semejantes, ayudándoles de verdad en momentos
    de tribulación, de enfermedad o de desgracia. El credo de
    Hawthorne se expresa en las palabras del narrador, cuando dice
    que la naturaleza humana, a no ser por la presencia del
    egoísmo, está más predispuesta al amor que
    al odio (cap. 13), a pesar de la delgada frontera que separa a
    ambos. Hester Prynne es un vivo ejemplo de ello. A
    continuación de esas palabras, se nos resume la
    evolución espiritual de Hester después de su
    condena, cómo no ha esperado que sus semejantes se
    compadezcan de su sufrimiento, cómo se ha deslizado
    sinceramente por la senda de la virtud, sin odio alguno hacia
    quienes la han humillado tan espantosamente, sino aceptando el
    castigo debido por su pecado y encauzando su vida por el camino
    del bien (cap. 13).

    Para Hawthorne, uno de los mayores enigmas
    del mundo es «ese misterio que es el alma femenina, sagrado
    incluso en su corrupción» (cap. 3), misterio al que
    tendrá que dirigirse Arthur, impelido por sus superiores,
    para que convenza a Hester a revelar el nombre de su amante. Ante
    la negativa de la joven, Dimmesdale murmura para sí:
    « ¡Portentosa fortaleza y generosidad del
    corazón femenino!» (Cap. 3).

    A pesar de la afrenta, la
    humillación y la ignominia, Hester se niega a abandonar el
    poblado. Esta gallarda y noble determinación,
    también merece una reflexión por parte del
    narrador: «Pero hay una fatalidad, una sensación que
    casi invariablemente impulsa a los seres humanos a deambular y
    penar como fantasmas alrededor del sitio donde algún
    suceso grande e importante ha marcado sus vidas, y tanto
    más irresistiblemente cuanto más oscura sea la
    marca que les haya dejado» (cap. 5). La letra escarlata
    parecía haberle otorgado un como sexto sentido, la
    extraña adquisición de «una percepción
    muy especial, llena de comprensión por los pecados
    escondidos en otros corazones» (cap. 5). A veces
    producíanse en ella momentáneas e intermitentes
    pérdidas de la fe, que sólo cabía
    interpretar como «una de las más tristes
    consecuencias del pecado» (cap. 5). Pero estas tentaciones
    del Maligno eran pasajeras, pues su fe era honda y se
    robustecía cada vez más.

    Tampoco había desaparecido en ella
    la femineidad que le era consustancial; a pesar de la sobriedad
    de su arreglo y de su esforzada labor cotidiana, de sus
    privaciones y abnegaciones, la femineidad permanecía con
    ella: «La que una vez fue mujer y dejó de serlo
    puede en cualquier momento convertirse nuevamente en mujer;
    depende sólo del toque mágico que logre efectuar la
    transfiguración» (cap. 13). Más adelante,
    cuando se entreviste con Arthur en el interior del bosque, lejos
    de toda mirada malsanamente curiosa, aunque sin ningún
    atisbo por parte de ambos de entregarse a su escondida
    pasión, despertará de nuevo en ella, bien es verdad
    que como una pura y efímera llama, aquella
    femineidad.

    Partes: 1, 2

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