Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne
La conciencia de pecado como fatalidad y como destino –
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La conciencia de pecado como fatalidad
y como destino
(Breves reflexiones en
torno a La letra escarlata, de Nathaniel
Hawthorne)
Escrita en 1849 y publicada en 1850, la
novela La letra escarlata (The Scarlett
Letter)[1], del estadounidense Nathaniel
Hawthorne (1804 – 1864), indaga de modo muy penetrante en
el concepto de pecado, en la conciencia de culpa y en los efectos
que el fanatismo religioso puede tener en las comunidades humanas
y en los individuos concretos. Mi intención es reflexionar
sobre estos aspectos a partir de la personalidad, el
carácter, el temperamento y la estructura anímica
de los tres principales protagonistas de la obra, Hester Prynne,
Arthur Dimmesdale y Roger Chillingworth, aunque también
haré especiales referencias a Pearl, la hija de Hester y
de Arthur, como contrapunto, sobre todo, de las atormentadas
existencias de sus padres.
El contexto histórico y el clima
religioso-espiritual en el que se desarrolla el relato tienen una
importancia más que notable en el desenvolvimiento de los
hechos y en la evolución de los personajes, cuyas vidas
transcurren en unas circunstancias históricas muy
específicas, perfectamente conocidas por el autor de la
novela. En primer término, el arco cronológico y el
lugar geográfico en el que suceden los hechos: en Boston,
en la colonia de Massachusetts, entre 1642 y 1649. Es decir, en
el territorio de Nueva Inglaterra.
El primer asentamiento estable de los
ingleses en Norteamérica tuvo lugar en 1607, en Jamestown,
de la mano de John Smith, al norte del cabo Hatteras,
llamándose Virginia a esa primera colonia, en honor de
Isabel I Tudor, la «reina virgen»[2].
En noviembre de 1620, los llamados Padres Peregrinos, a bordo del
Mayflower (Flor de mayo), y después de una
accidentada travesía que se había iniciado el 5 de
agosto desde el puerto inglés de Southampton, llegaron a
una zona situada junto al cabo Cod, al sureste de la actual
Boston, en lo que sería territorio de la colonia de
Massachusetts. En la primavera de 1630, junto con otros pueblos,
se fundó Boston, en la Bahía de Massachusetts. Los
102 integrantes del Mayflower eran calvinistas ingleses
que habían tenido que establecerse en Holanda por el
hostigamiento de que fueron objeto al negarse a reconocer la
supremacía eclesiástica del rey, Jacobo I Estuardo,
lo que conllevaba el querer establecer su propia Iglesia. Max
Weber afirma que «las discrepancias en la Iglesia anglicana
fueron insuperables desde el momento en que la Corona y el
puritanismo (en la época de Jacobo I) mantuvieron
diferencias dogmáticas justamente en torno» a la
doctrina de la predestinación; de modo general, tal
doctrina «fue considerada como el elemento antiestatal del
calvinismo, por lo que fue combatida oficialmente por las
autoridades»[3]. Los puritanos ingleses, es
decir, los calvinistas, fueron objeto de una auténtica
persecución entre 1628 y 1640, por lo tanto bajo el
reinado de Carlos I Estuardo. La disolución del Parlamento
por el rey, que gobernó sin él durante diez
años, disminuyendo notablemente las libertades inglesas,
impulsó la emigración hacia las colonias de la
costa este de lo que después serían los Estados
Unidos, marchándose unas veinte mil personas durante el
mencionado periodo, la inmensa mayoría de convicciones
profundas. Durante el periodo en el que transcurre el relato de
Hawthorne, esto es, desde el inicio de la guerra civil inglesa en
1642 hasta la ejecución de Carlos I Estuardo en 1649,
menguó, no obstante, la emigración
puritana.
Desde muy pronto surgió el
autogobierno en las colonias. La primera carta constitucional se
redactó en Virginia en 1619, y con ella se
pretendía que los colonos gozasen del sistema de
libertades por el que durante tanto tiempo se había
luchado en Inglaterra. Inmediatamente después llegó
el sistema representativo a la Bahía de Massachusetts, y,
por lo tanto, a Boston. Pero con una importante y decisiva
peculiaridad: que, desde el otoño de 1630, los nuevos
miembros admitidos en el cuerpo político de gobierno de la
colonia, debían necesariamente formar parte de alguna de
las Iglesias establecidas dentro de los límites de ese
cuerpo político. En la práctica, esto se
traducía en el establecimiento de una suerte de teocracia
o Iglesia-Estado. La concentración de los poderes
judiciales y legislativos en manos del gobernador de la
Bahía de Massachusetts, de sus asistentes y de los
pastores protestantes, supuso la creación de una
pequeña oligarquía en la colonia. Este sistema
oligárquico empezó a tambalearse en 1632, por la
protesta de los ciudadanos carentes de representación que
se negaron a pagar un nuevo impuesto destinado a garantizar la
defensa de la colonia. A partir de ese momento, comenzaron a
ponerse los cimientos de una auténtica legislatura
unicameral, en cuanto que el Gobernador y sus asistentes
empezaron a reunirse periódicamente con los representantes
o delegados de las distintas poblaciones. La Cámara
inició sus sesiones en 1634, teniendo plena autoridad
legislativa, aunque en 1644 escindióse en dos asambleas,
una alta, constituida por los asistentes, y otra baja, integrada
por los delegados de los pueblos. Durante medio siglo, la colonia
de la Bahía de Massachusetts continuó siendo una
república puritana, gobernada por sus propios
legisladores. La historia narrada por Hawthorne entra de lleno en
ese periodo de la colonia entendida como república
puritana[4]La inexistencia de un Gobierno
tiránico en las colonias no impide reconocer el
establecimiento de una teocracia en Nueva Inglaterra hasta el
último decenio del siglo XVII. Esta teocracia debe ser
matizada. Mientras que en Virginia y en otras colonias del sur,
«la Iglesia anglicana aceptó el auxilio del
Gobierno», aunque sin ejercer «el menor control sobre
el Estado», en cambio, «en Massachusetts y
Connecticut, la Iglesia puritana se identificó en gran
medida durante décadas con el Estado, ejerció un
fuerte control sobre el Gobierno, y, de hecho, mantuvo mucho
tiempo una suerte de despotismo
eclesiástico»[5]. Allan Nevins y
Henry Steele Commager afirman que «la razón
fundamental por la que los puritanos emigraron a Massachusetts
fue la de establecer una Iglesia-Estado y no la de encontrar
libertad religiosa. Los puritanos no eran religiosos radicales;
eran religiosos conservadores»[6]. Debe
aclararse que el propósito de hallar libertad religiosa no
puede ser desdeñado, pues resulta demostrado que sufrieron
persecución en Inglaterra desde 1628 aproximadamente. En
Inglaterra no les había satisfecho la preeminencia del rey
sobre la Iglesia, el residuo de formas católicas en el
culto y el relajamiento moral, parcela decisiva en la que eran
mucho más estrictos. El caso es que la Iglesia-Estado
calvinista triunfó en la Bahía de Massachusetts,
con lo que eso significaba tanto de establecimiento de una dura
disciplina, como de disolución del ideal de los Peregrinos
de que cada congregación se autogobernase. Nos interesa
particularmente recordar aquí los pasos que los dos
mencionados historiadores admiten en la creación de la
Iglesia-Estado en Massachusetts, una realidad notablemente
articulada ya en 1646. El primero de esos pasos fue que para que
un hombre pudiese votar o desempeñar un cargo en la
administración de la colonia, debía necesariamente
ser miembro de la Iglesia puritana. El segundo paso
consistió en que resultaba obligatorio asistir a los
oficios religiosos, medida que pretendía proteger a la
Iglesia puritana de los descreídos. El tercer paso
suponía que tanto la Iglesia calvinista como el Estado de
la colonia debían aprobar conjunta e inseparablemente el
establecimiento de una nueva Iglesia en el territorio de la
Bahía de Massachusetts. Ningún espíritu
religioso discrepante, pues, podía establecerse en todo el
territorio de Massachusetts. En cuarto y último lugar, que
el Estado debía subvenir al mantenimiento económico
de la Iglesia puritana, de tal modo que tanto el Estado como los
jefes de la Iglesia puritana actuaban juntos cuando se trataba de
castigar una infracción de la disciplina moral y
eclesiástica[7]Como descripción
complementaria a lo anteriormente expuesto, reproduzco las
palabras empleadas por el narrador de la novela para
pergeñar los rasgos de la comunidad en la que se
desenvuelven las peripecias de nuestros protagonistas:
«…una comunidad que debía tanto sus
orígenes como su progreso, y su actual estado de
desarrollo, no a los impulsos de la juventud, sino a las austeras
y controladas energías de la madurez, a la sombría
sagacidad de la experiencia, habiendo logrado tantas cosas
justamente porque habían imaginado y esperado tan
poco» (cap. 3).
En los últimos años de ese
turbulento periodo que comprende cronológicamente la
novela, surge en Inglaterra la poderosa figura de Oliverio
Cromwell, el único dirigente político inglés
cuyo poder se ha sustentado en el
Ejército[8]Cromwell era, en materia
religiosa, un puritano, esto es, un calvinista, aunque su
tolerancia fue mucho mayor que la que practicaban los habitantes
de las colonias inglesas a mediados del siglo XVII. De hecho, la
novela tiene como uno de sus principales propósitos
denunciar el fanatismo religioso de la sociedad puritana de las
colonias de la costa Este norteamericana, en concreto en
Massachusetts. Sobre los habitantes de Nueva Inglaterra en la
época en que transcurren los hechos, afirma el narrador,
pues la novela está contada en tercera persona, que
«estos pequeños puritanos [pertenecían] a la
generación más intolerante que jamás haya
pisado la tierra» (cap. 6).
La intolerancia que hemos descrito en Nueva
Inglaterra, fue documentada y analizada en el célebre
estudio del jurista alemán Georg Jellinek (1851 –
1911) titulado La declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano, publicado por vez primera en 1895.
En él se nos dice que, cuando en el año 1629, los
puritanos fundaron Salem, la segunda ciudad de Massachusetts
después de New Plymouth, olvidaron las persecuciones de
que habían sido objeto en su patria y «se
manifestaron intolerantes respecto de cuantos profesaban
principios religiosos distintos de los
suyos»[9]. Al desembarcar, en 1631, Roger
Williams en Massachusetts, la comunidad de Salem lo eligió
pronto como su pastor, pero las ideas tolerantes en cuestiones
religiosas de Williams terminarían convirtiéndolo
en un proscrito y un perseguido. Tuvo que abandonar Salem, y, en
1636, junto con otros seguidores, fundó la ciudad de
Providence, que se convertiría en un refugio para aquellos
que sufrieran persecución religiosa en los territorios
colindantes. Roger Williams era partidario de «la
separación de la Iglesia y del Estado, y reclamó
además una absoluta libertad religiosa, no sólo
para todos los cristianos, sino también para los
judíos, turcos y paganos, los cuales debían tener
en el Estado iguales derechos civiles y políticos que los
creyentes. La conciencia del hombre pertenece a él mismo,
no al Estado»[10].
Las libertades democráticas y la
tolerancia religiosa no se afianzaron en las colonias inglesas en
América precisamente de la mano de las comunidades
puritanas «calvinistas» establecidas en Nueva
Inglaterra, sino por influencia del Independientismo puritano,
cuya forma más primitiva es el Congregacionismo que se
articula en Holanda en torno a la figura de John Robinson, cuya
actividad transformó las ideas de Roberto Brown, quien a
fines del siglo XVI en Inglaterra estaba promoviendo una Iglesia
reformada, o, lo que es lo mismo, calvinista. Pero esta Iglesia
reformada de Robert Brown debía identificarse con la
comunidad de los creyentes en una forma superior de Comunidad,
mediante un pacto con Dios, comunidad de creyentes que
debía regirse por las decisiones de la mayoría.
Será John Robinson, pues, el que quiebre esta idea
originaria, ya que el Congregacionismo propugnaba la
separación de la Iglesia y del
Estado[11]Precisamente tales principios del
Congregacionismo, convertido ahora en Independientismo, a pesar
de sus orígenes puritanos, no cuajaron en el territorio de
Nueva Inglaterra, que como hemos explicado orientóse en
una dirección teocrática.
Basándose en Jellinek, el
historiador y sociólogo alemán de las religiones
Ernst Troeltsch (1865 – 1923), va a proporcionarnos una
explicación convincente del origen de la idea de los
derechos del hombre en las colonias inglesas de América,
idea que Jellinek deriva de las Constituciones de los Estados
norteamericanos, aunque tales Declaraciones de Derechos deriven a
su vez de principios religiosos puritanos. Ahora bien, ¿de
qué tipo de puritanismo están hablando Jellinek y
Troeltsch? Éste último subraya cómo Jellinek
establece una relación directa entre los principios
religiosos puritanos y las exigencias
político-democráticas que se contienen en las
Declaraciones de Derechos como formulaciones jurídicas. La
relación establecida por Jellinek, la resume así
Troeltsch: «Estaríamos, pues, en presencia de una
acción muy importante del protestantismo, que
habría introducido en la realidad estatal y en la vigencia
jurídica general una ley y un ideal fundamentales de
índole moderna»[12]. Pero, a
continuación, también admite Troeltsch una cierta
falta de precisión en Jellinek, pues ese protestantismo
puritano del que derivan para ambos las Declaraciones de
Derechos, no es precisamente «calvinista»,
«sino un entretejido de ideas baptistas, independientes y
espiritualistas subjetivas fundido con la vieja idea calvinista
de la invulnerabilidad de los derechos mayestáticos
divinos, combinación que desde un principio se halla muy
cerca del tránsito a una fundación racionalista.
Los Estados puritanos calvinistas norteamericanos han sido
democráticos, pero no sólo ignoraban por completo
la libertad de conciencia, sino que la rechazaron en calidad de
escepticismo ateo. Libertad de conciencia la hubo sólo en
Rhode Island, pero este Estado era baptista y odiado, por esta su
condición, por los Estados vecinos como sede de la
anarquía[13]su gran organizador, Roger
Williams, se pasó primero al baptismo y luego se
convirtió en un espiritualista sin confesión. E,
igualmente, el segundo hogar de la libertad de conciencia en
Norteamérica, el Estado cuáquero de Pensilvania, es
de origen baptista y espiritualista»[14].
Repárese en que esa «invulnerabilidad de los
derechos mayestáticos divinos» pasaría luego
a los derechos de la persona, en cuanto que
inalienables.
Lo que me interesa destacar aquí es
el alejamiento de la teocracia que se instala en la Bahía
de Massachusetts del espíritu de tolerancia religiosa y de
su escasa participación en la génesis de las
Declaraciones de Derechos en el marco de una sociedad
democrática, aunque, como ya se ha dicho, las cosas
cambian drásticamente allí desde finales del siglo
XVII. Sólo hay un problema, acerca del cual nada dicen ni
Jellinek ni Troeltsch. El problema es que, a pesar del grado de
intolerancia religiosa de Massachusetts, en el seno de los que
pertenecían a la «asamblea alta» de esta
república puritana, sí regía un
funcionamiento democrático. Salvando las distancias, y sin
ánimo de establecer comparaciones forzadas, también
en la Atenas de Pericles la democracia estaba bastante
desarrollada entre los ciudadanos varones libres, a pesar de la
exclusión de los esclavos, las mujeres y otros grupos
sociales. La democracia esclavista de la Atenas clásica
ofrece, por tanto, serias limitaciones, como también
estaba limitada la democracia en la colonia de Massachusetts
durante el siglo XVII, por mucho que funcionase en el seno de una
oligarquía de notables.
Por lo que se refiere a la opinión
del propio Nathaniel Hawthorne acerca de las convulsiones
revolucionarias en cuanto acontecimientos históricos, la
desliza parcialmente a través de la figura del narrador de
la novela, cuando éste compara irónicamente el
carácter del patíbulo en el que fue expuesta Hester
Prynne, «un factor tan importante en la formación de
buenos ciudadanos», con el papel de «la guillotina
entre los terroristas de Francia» (cap. 2). Aunque con
infinita mayor torpeza, me permito, del mismo modo que Herman
Melville en el capítulo cuatro de su genial relato
Billy Budd, marinero (escrito en 1889), hacer
aquí una digresión en relación a las
palabras que acabo de reproducir, en la que repito las
observaciones que ya hice, a propósito de un penetrante
juicio político-moral del personaje de Andrei
Petróvich Versílov sobre Juan-Jacobo Rousseau, en
mi ensayo de septiembre de 2013 sobre la novela El
adolescente (1876) de Dostoyevski. Naturalmente, Hawthorne
se está refiriendo al sanguinario periodo del Terror en
Francia, esto es, desde que Maximiliano Robespierre asumió
la dirección del Comité de Salud Pública en
agosto de 1793, omnipotente órgano de Poder en el que se
había integrado el 27 de julio, hasta el Golpe de Estado
de 9 de Termidor (27 de julio de 1794), que es cuando caen
Robespierre, Saint-Just y sus secuaces, si bien el Terror
continuó, pues sólo por la ley del Gran Terror de 9
de termidor fueron enviadas a la guillotina 1376 personas. Ya
hubo un Primer Terror entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792,
pocas semanas antes de la apertura de la Convención
republicana. También habría, junto a otros
execrables desmanes, una «forma larvada de Terror
blanco» en el invierno de 1794-1795 y en la
primavera-verano de 1795, bajo la Convención Termidoriana.
Por no hablar de las renovadas matanzas de sacerdotes (entre 1700
y 1800 individuos) durante el Segundo Directorio, como
consecuencia de las disposiciones adoptadas el 19 de fructidor de
1797 (5 de septiembre)[15].
Es importante destacar la
observación del narrador, pues la Revolución
norteamericana estuvo exenta de tales prácticas
terroristas, que, en el caso de Francia, ya fueron
proféticamente entrevistas, como consecuencia de un
riguroso análisis de los hechos, y no por ningún
don especial para la profecía, por el dublinés
Edmundo Burke en su famoso libro Reflexiones sobre la
Revolución en Francia, publicado a finales de 1790 y
probablemente el texto fundacional del pensamiento
político conservador en Europa, empleando aquí el
término «conservador» en su acepción
más noble, un libro cuyas premoniciones, a pesar de la
rápida respuesta en contra de Thomas Paine con su
Derechos del hombre (1791), se verían
desgraciadamente verificadas por los hechos, como el propio Burke
pudo constatar personalmente, pues murió en julio de 1797
(aunque no pudo conocer los masivos asesinatos de sacerdotes de
finales del verano de ese año). Y es que, como de modo
magistral e insuperable analizó y escribió la
pensadora judía de origen alemán Hannah Arendt en
Sobre la revolución (1963), la «voluntad
general» de Rousseau, que es la única que admite
Robespierre, es todavía esa «voluntad divina»
de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta
para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene
su fundamento y su explicación en la deificación
del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución
francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia
inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de
la misma fuente. La pretensión de la monarquía
absoluta de fundamentarse en un "derecho divino" había
modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez
omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del
Dios cuya Voluntad es la Ley»[16].
Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa
equivocación posterior de los revolucionarios franceses de
confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los
Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del
«arraigo espontáneo» del pueblo, pero la
fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna
región más elevada y trascendente. Es en el curso
de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo,
después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras
el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la
volonté générale de Rousseau
sustituirá definitivamente a la volonté de
tous del pensador ginebrino. La «voluntad de
todos» suponía el consentimiento individual de cada
uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del
proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por
esa otra abstracta «voluntad» que excluye la
confrontación de opiniones y es una e indivisible. La
república es, así, sustituida por le
peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba
que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a
ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho
pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del
pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular
como volonté générale era su
unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía
constantemente a la "opinión pública", se
refería a la unanimidad de la voluntad general; no
pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que
estuviese públicamente de acuerdo la
mayoría»[17]. La ventaja inmensa de
la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el
haber tenido como modelo a Charles Louis de Secondat,
barón de La Brède y de Montesquieu, es decir, el
principio de la división de poderes, mientras que la
desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido
como modelo a Jean-Jacques Rousseau, es decir, la dictadura de la
volonté générale, una pura
abstracción racional que asfixia la libertad. De
ahí el carácter mucho más violento y
sangriento de la Revolución francesa y el embrión
totalitario que se incubó en su seno. Quien sí que
supo apreciar la impagable actuación de los Padres
Fundadores y de los revolucionarios norteamericanos, fue el
marqués de Condorcet, en su breve pero extraordinario
ensayo Influencia de la Revolución de América
sobre Europa (1788), al que poco caso se hizo en Francia. El
propio Condorcet, que no votó a favor de la
ejecución de Luis XVI, pues era contrario a la pena de
muerte, tuvo que quitarse la vida, envenenándose, el 8 de
abril de 1794, pues, a pesar de su labor en la Convención,
a pesar de su espíritu de tolerancia y de sus ensayos,
folletos y opúsculos en pro de una libertad real, no
abstracta, fue detenido con el propósito
prácticamente seguro de enviarlo a la
guillotina[18]
*****
El personaje principal de la novela,
alrededor del cual gira todo, es Hester Prynne, una mujer joven y
bella, de sólidos principios morales, culta,
indómita y amante de la libertad, en una época en
que comenzaba a emanciparse el intelecto humano (cap. 13), pues
nos encontramos en plena revolución científica,
como consecuencia, sobre todo, de los hallazgos en el campo de la
astronomía del italiano Galileo Galilei († 1642) y
del alemán Johannes Kepler († 1630), quienes
impulsaron de manera decisiva el establecimiento del nuevo
método científico, delimitando nítidamente
las parcelas de la fe y de la ciencia, que, como argumentó
reiteradamente Galileo a partir de 1610, no tienen por qué
entrar en contradicción, siempre y cuando una y otra
permanezcan en sus respectivos campos, sin invadirse mutuamente.
Galileo, que era un creyente y católico convencido,
pretendía sinceramente, además, preservar a la
propia Iglesia, evitando que cayese en el ridículo frente
a los protestantes. Si las verdades de la ciencia, descubiertas a
través de la observación y del método
experimental, no pueden ser alteradas, pues eso sería
contravenir las leyes y los fenómenos evidentes de la
naturaleza, lo que deben hacer los teólogos es
reinterpretar la Sagrada Escritura, a fin de acomodarla a tales
verdades, lo que en ningún caso significa
subordinación de la fe a la ciencia, sino
delimitación estricta de sus respectivos campos de
actuación[19]No hace falta insistir que las
otras dos figuras fundamentales en los cambios que se
están produciendo en las ciencias matemáticas y en
la emancipación del intelecto humano respecto de los
prejuicios, de la ignorancia y del fanatismo, son los pensadores
franceses Renato Descartes († 1650) y Blas Pascal
(† 1662), si bien este último hará bien en
advertir del peligro del ensoberbecimiento del hombre, que
cometería un gravísimo error, como de hecho
ocurrirá más adelante, en creerse un dios y no ser
consciente de sus limitaciones.
En cuanto al carácter
indómito y al amor por la libertad de Hester Prynne, el
lector evoca de inmediato a la anticonvencional y apasionada
Catherine Earnshaw de Cumbres borrascosas (Wuthering
Heights), la inmortal novela de Emily Brontë publicada
en diciembre de 1847, tan sólo un año y medio antes
del comienzo de la redacción de La letra
escarlata. Aunque las circunstancias sean por completo
distintas en ambas novelas, y aunque Catherine se case con el
joven Edgar Linton, quién sabe si por atolondramiento de
la juventud o deslumbrada ante el refinamiento de la familia que
la acoge, si bien su corazón pertenece por entero
íntimamente a Heathcliff, el narrador de la novela de
Hawthorne hace una interesante observación en
relación a Hester: «Es curioso que las personas que
se atreven a dejar que su imaginación especule libremente
sean a menudo las que se amoldan con mayor tranquilidad a los
reglamentos externos de la sociedad» (cap. 13). La
razón de ello se encuentra, al menos en el caso de Hester,
tanto en la actividad del pensamiento, como en el hecho de que su
alma se mantiene completamente libre. Otra razón muy
poderosa es la compensación que halla en su plena
dedicación al cuidado y educación de su hija, la
pequeña Pearl. Será este conjunto de razones,
principalmente, el que la conduzca a aceptar el humillante
castigo impuesto por la comunidad en la que vive.
¿Cuál ha sido su pecado?
Según el gran lógico de la primera mitad del siglo
XII en el Occidente cristiano, Pedro Abelardo, «lo
característico del pecado es su consentimiento al
mal». Para Abelardo, «la causa de la
transgresión» es «un simple movimiento de
abandono»[20]. Pero, como vamos a ver en
seguida, en la acción de Hester Prynne ni puede hablarse
propiamente de maldad ni tampoco de «abandono», esto
es, de despreocupación o perezosa inconsciencia; en todo
caso, y tampoco podemos estar seguros, de irreflexivo impulso. Su
pecado, si puede llamársele así, es el único
desliz que ha cometido en su vida: mantener una fugaz
relación con el pastor protestante Arthur Dimmesdale,
fruto de la cual será su embarazo y el nacimiento de
Pearl. Los jueces, que podrían muy bien haberla condenado
a muerte si se hubiese tratado de un adulterio normal, es decir,
en el caso de haber mantenido relaciones extramaritales
engañando al esposo, la obligan a llevar permanentemente
una gran letra A de adúltera sobre su pecho, una letra que
ella misma bordará de manera exquisita, pues era una
excelente bordadora, con hilo de oro, sobre un fondo rojo. No
obstante la precisión sobre el concepto de pecado de Pedro
Abelardo que me ha parecido pertinente hacer, Hester Prynne
sí tendrá, efectivamente, conciencia de haber
cometido un pecado, aunque mayor será ese sentimiento de
culpa en Arthur, un personaje verdaderamente atormentado. La
educación recibida y el ambiente religioso opresivo en el
que viven, les predispone sin duda a tener esa conciencia. Pero
conviene reparar en una serie de circunstancias que Hawthorne ni
mucho menos consiente que sean las que rodeen el hecho por un
simple capricho de su imaginación creadora, sino
presentándolas, si puede decirse así, en cierto
modo como atenuantes, a la vez que las acompaña de una
decisión al menos que engrandece desde el punto de vista
moral a su valiente heroína. La primera es que Hester,
cuando se entrega a Arthur, está absolutamente convencida
de que su marido, Roger Chillingworth, está muerto,
sumergido para siempre en las profundidades del Atlántico,
al creer todos los habitantes del poblado que había
naufragado el barco que lo transportaba de Inglaterra a Boston,
pues Chillingworth, al objeto de resolver una serie de asuntos
pendientes, partió después que Hester. Insisto en
que no es que lo creyesen ella y Arthur, sino que lo pensaba toda
la población del pequeño Boston. Lo que no se le
perdona a Hester es que haya mantenido una relación, aun
estando casi con absoluta certeza viuda, con un hombre sin estar
casada.
Una segunda circunstancia es que un pastor
calvinista, como cualquier otro sacerdote protestante,
podía casarse, es decir que no estamos ante una rotunda
obligación de celibato, como la establecida por la Iglesia
católica para los sacerdotes, y más aún
después del Concilio de Trento, cuyas sesiones finalizaron
en diciembre de 1563. Naturalmente, un pastor calvinista,
así como cualquier otro protestante, no podía
mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, a pesar de que
los dos únicos auténticos sacramentos admitidos
finalmente por Martín Lutero serían el Bautismo y
la Eucaristía. Esas relaciones, en tales circunstancias,
sí eran un grave pecado, especialmente entre los puritanos
y otras confesiones de similar naturaleza, y, de ahí, en
buena medida, la honda conciencia de pecado que se
apoderará de ambos amantes. Conviene, además,
resaltar, que, aunque el celibato sólo regía para
los sacerdotes católicos, sin embargo, la intolerancia en
el seno de las confesiones protestantes en torno a estas
cuestiones relacionadas con el contacto carnal extramarital, era
mucho mayor, entonces también, que la que era común
en la Iglesia de Roma. Es muy probable que esa intolerancia
derivase en parte del profundo rechazo hacia el engaño y
la mentira entre las distintas Iglesias protestantes.
Una tercera circunstancia que no debe ser
olvidada es que tanto Hester como Arthur han mantenido su fugaz
relación como consecuencia de la atracción, tanto
física como espiritual, que sentían mutuamente,
afinidad que puede deducirse de la entrevista que ambos
mantendrán, siete años después de la
condena, en el interior del bosque, con la intención de
clarificar su futuro. Aunque el novelista no nos proporciona
ningún detalle relacionado con el contacto carnal entre
ambos, pues sumerge desde el principio mismo de la
narración al lector en medio del humillante
espectáculo de la condena pública de Hester, es
decir, lo sitúa in media res, en mitad mismo de
la historia[21]sin preámbulos preliminares
de ningún tipo, lo cierto es que la narración misma
se encarga de dejar claro en la apreciación del lector que
Hester no es precisamente una «cualquiera», una
mujerzuela de moral laxa, sino todo lo contrario, una mujer de
sólidos principios morales, de conducta intachable, que ha
sido una buena y paciente esposa durante el tiempo que ha durado
su matrimonio, a pesar del carácter del marido, y que por
nada del mundo se entregaría a un hombre por capricho de
la voluntad o para satisfacer meramente un apetito carnal. Si
Hester se ha entregado a Arthur es porque lo ama, porque se ha
dado cuenta inmediatamente que también él le
corresponde y que pueden construir juntos un porvenir. No cabe
pensar que Hester Prynne se haya entregado a un hombre voluble,
disoluto, a un hombre que sólo pretendiese aprovecharse de
ella. Ni Arthur es ese tipo de hombre, pues sus escrúpulos
morales son muy firmes, ni ella tampoco lo hubiese consentido.
Pero la conciencia de haber hecho algo prohibido?pues resulta
indiscutible que estaba prohibido por las leyes religiosas de la
comunidad en la que voluntariamente viven?es tan fuerte en ambos,
que los atenaza, les impide reconducir satisfactoriamente la
delicada situación a que los ha llevado su actitud
impulsiva. Más aún; muy cerca del poblado hay
tribus indias, y ella podría perfectamente haberse puesto
en contacto con alguna de ellas a fin de obtener un brebaje que
le interrumpiese el embarazo. No lo ha hecho; ni siquiera se le
ha pasado por la imaginación, y ello tiene tanto que ver
con sus firmes principios morales y religiosos como con la
percepción de que, si bien ha hecho algo prohibido, un
pecado a los ojos de los hombres, en el fondo no es algo que
pueda ser considerado absolutamente malo a los ojos de Dios. La
condena que se cierne sobre ella es una condena ejercida por los
hombres, por los censores y jueces humanos, no una condena
explícita del propio Dios. Pero, al ser plenamente
consciente de la falta cometida, acepta con todas sus
consecuencias el castigo impuesto, sin oponer la más
mínima resistencia, de igual modo que tampoco ha ocultado
ni el embarazo ni el nacimiento de su hijita.
Ahora bien, eso sí?y esta
sería una nueva circunstancia a tener en
consideración, o mejor dicho, un factor decisivo que pone
de relieve con prístina clarividencia la dignidad e
integridad moral de la heroína?, Hester se niega
reiteradamente, y así se mantendrá hasta el final
de la historia, a revelar el nombre de su amante, a pesar de que
éste, devorado por los remordimientos y por lo que ella
lleva padeciendo desde que la ingresaron en prisión, la
exhorta, delante del patíbulo donde transcurre su
humillación pública, a que diga el nombre de su
amante, a que lo pronuncie en voz alta, sin tapujos ni medias
palabras. Esta exhortación de Arthur es indudablemente
sincera. Constituye un deseo de expiación de su culpa.
Pero Hester no lo hace; precisamente porque ama a Arthur, porque
sabe que éste se ha conducido honestamente con ella, no
quiere perjudicarlo, arruinándole su carrera, pues ello
conllevaría a hacer con él lo que están
haciendo con ella, delante de todos sus feligreses, que lo tienen
por un hombre recto, honrado y virtuoso. De hecho lo es, e
incluso, en cuanto tenga oportunidad, intercederá valiente
y noblemente por Hester para que no le arrebaten a la
pequeña Pearl.
Hawthorne dibuja en Hester el personaje de
una mujer fuerte, que consigue sobreponerse a la adversidad,
concentrando toda su vida en el cuidado y educación de su
hija. Ya en el camino de la cárcel al patíbulo para
ser exhibida públicamente, Hester Prynne mantuvo una
actitud serena que sólo se explica por esa
condición de la naturaleza humana según la cual
«el que sufre no conoce la intensidad de lo que padece sino
por el dolor que sigue a ese momento» (cap. 2).
Sobrellevará con ejemplar dignidad la humillación a
la que es permanentemente sometida, pero acabará
ganándose la admiración de sus congéneres,
no sólo por su vida de recogimiento, de trabajo (ya he
dicho que es una estupenda bordadora) y de abnegación,
sino porque con total altruismo se dedicará a hacer el
bien a sus semejantes, ayudándoles de verdad en momentos
de tribulación, de enfermedad o de desgracia. El credo de
Hawthorne se expresa en las palabras del narrador, cuando dice
que la naturaleza humana, a no ser por la presencia del
egoísmo, está más predispuesta al amor que
al odio (cap. 13), a pesar de la delgada frontera que separa a
ambos. Hester Prynne es un vivo ejemplo de ello. A
continuación de esas palabras, se nos resume la
evolución espiritual de Hester después de su
condena, cómo no ha esperado que sus semejantes se
compadezcan de su sufrimiento, cómo se ha deslizado
sinceramente por la senda de la virtud, sin odio alguno hacia
quienes la han humillado tan espantosamente, sino aceptando el
castigo debido por su pecado y encauzando su vida por el camino
del bien (cap. 13).
Para Hawthorne, uno de los mayores enigmas
del mundo es «ese misterio que es el alma femenina, sagrado
incluso en su corrupción» (cap. 3), misterio al que
tendrá que dirigirse Arthur, impelido por sus superiores,
para que convenza a Hester a revelar el nombre de su amante. Ante
la negativa de la joven, Dimmesdale murmura para sí:
« ¡Portentosa fortaleza y generosidad del
corazón femenino!» (Cap. 3).
A pesar de la afrenta, la
humillación y la ignominia, Hester se niega a abandonar el
poblado. Esta gallarda y noble determinación,
también merece una reflexión por parte del
narrador: «Pero hay una fatalidad, una sensación que
casi invariablemente impulsa a los seres humanos a deambular y
penar como fantasmas alrededor del sitio donde algún
suceso grande e importante ha marcado sus vidas, y tanto
más irresistiblemente cuanto más oscura sea la
marca que les haya dejado» (cap. 5). La letra escarlata
parecía haberle otorgado un como sexto sentido, la
extraña adquisición de «una percepción
muy especial, llena de comprensión por los pecados
escondidos en otros corazones» (cap. 5). A veces
producíanse en ella momentáneas e intermitentes
pérdidas de la fe, que sólo cabía
interpretar como «una de las más tristes
consecuencias del pecado» (cap. 5). Pero estas tentaciones
del Maligno eran pasajeras, pues su fe era honda y se
robustecía cada vez más.
Tampoco había desaparecido en ella
la femineidad que le era consustancial; a pesar de la sobriedad
de su arreglo y de su esforzada labor cotidiana, de sus
privaciones y abnegaciones, la femineidad permanecía con
ella: «La que una vez fue mujer y dejó de serlo
puede en cualquier momento convertirse nuevamente en mujer;
depende sólo del toque mágico que logre efectuar la
transfiguración» (cap. 13). Más adelante,
cuando se entreviste con Arthur en el interior del bosque, lejos
de toda mirada malsanamente curiosa, aunque sin ningún
atisbo por parte de ambos de entregarse a su escondida
pasión, despertará de nuevo en ella, bien es verdad
que como una pura y efímera llama, aquella
femineidad.
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