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Estancias, mansiones y fantasmas: La Estancia Montelen



Partes: 1, 2

  1. Introducción
  2. De "La
    Matilde" a la estancia del analgésico
    (1872-1974)
  3. Abandono, rumores, fantasmas y misteriosas
    desapariciones
  4. Lo que
    el viento se llevó

La Estancia
Montelen

Salaberry, Partido de Bragado,
Pcia. de Buenos Aires

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Introducción

La historia de la actual Estancia Montelen
hunde sus raíces en una Argentina que empezaba a
organizarse como Estado. Un país que tomaba forma
después de muchas décadas de guerra civil y
empezaba a dirigir sus cañones hacia los indios con el
propósito no sólo de inculcarles la
"civilización" (frente a la "barbarie",
que según el pensamiento de la época, esos pueblos
encarnaban), sino también para expoliarlos de sus tierras
en una operación inmobiliaria sin precedentes, que
culminaría con la conquista del desierto (1879) de Julio
A. Roca y la conformación de la Argentina conservadora y
ganadera de fines del siglo XIX y principios del XX; cuya
influencia cultural, económica y social, puede detectarse
aún hoy en día.

Para la historiografía liberal de entonces, fue
aquella una época de gestas patrióticas. De
sacrificios en pos de una nación que empezaba a
inventarse. De hombres probos y desinteresados que, merced a su
trabajo y compromiso infatigables, terminaron
convirtiéndose en los primeros retoños de frondosos
árboles genealógicos de familias consideradas
"patricias" y que, a la postre, terminaron
creyéndose que el país les pertenecía. Era
una época de "fundadores" y esa idea, difundida y
arraigada desde el Estado que ellos mismos organizaron, tuvo una
larga vigencia que aún persiste, especialmente en aquellas
mentes elitistas de la vernácula y nostalgiosa derecha
argentina.

Tal vez por todo esto, la historia de estas estancias
primigenias están tan llenas de nombres propios y
apellidos compuestos, de casamientos negociados, divorcios,
herencias y conflictos familiares. Un mero catálogo de
personajes, fechas y lugares que, aunque importantes a la hora de
reconstruir intelectualmente el pasado, no deberían agotar
el oficio del historiador.

Por eso, en el fondo, es ésta una historia un
tanto difícil ya que se funda en la
retención de individualidades, de lazos humanos guiados
por el interés económico y pasiones
egoístas, tan propias del ser humano. Un pasado apoyado en
genealogías muchas veces espurias, apócrifas, que
esconden miserias, traiciones y despilfarro. Un pasado sostenido
por "patrones" supuestamente siempre generosos y
emprendedores, en el que sus peones todavía se
reunían festejar sus cumpleaños; viendo en ellos a
verdaderos héroes. Personalidades eternamente impolutas y
poderosas. Millonarios que tenían sus ojos en Europa y
que, merced al poder del dinero, pudieron traer del Viejo
Mundo
no sólo tradiciones, costumbres y modas, sino
también mansiones, palacios, castillos enteros, parques y
estatuas, materiales de construcción, mobiliario y
estilos, que instalaron en el medio de una pampa, para ellos
desértica y salvaje. Eran, sin duda, los resabios de un
proceso de conquista que tenía su origen en la llegada de
los primeros españoles del siglo XVI y que se remozaba en
aquella era del imperialismo, tan propia de fines del
siglo XIX y principios del XX.

En ese contexto nació la estancia que nos
ocupa.

PARTE 1

De "La Matilde" a
la estancia del analgésico (1872-1974)

"La historia no es más que una perpetua
crisis,

una quiebra de la ingenuidad".

E.M. Cioran, Adiós a la
Filosofía
, p. 140.

A poco más de 20 kilómetros de la ciudad
de Bragado (provincia de Buenos Aires) se levanta una
pequeña localidad llamada Salaberry, más
conocida por el nombre de su estación ferroviaria,
"Máximo Fernández", erigida hacia 1892 y
que actualmente es un puesto abandonado y olvidado en medio de la
dilatada llanura bonaerense.

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Más de un viajero desprevenido habrá
pasado por el camino de tierra que atraviesa el otrora pueblo,
sin advertir ni sospechar que en ese lugar, hacia 1928, llegaron
a vivir, en una organización social cuasi feudal,
más de 1270 personas. Pero es lógico que eso
ocurra. Salaberry ya no es lo fue. Sus escasos cuatro habitantes
(según el censo de 2010) pueden dar testimonio de ello.
Pero si no llegaran a hacerlo, por estar durmiendo la consagrada
siesta provinciana, las ruinas de sus pocos edificios, carcomidos
por el tiempo e invadidos por la vegetación, solitarios y
mudos, son un claro ejemplo de cómo la pampa
indómita ha vuelto a reclamar como propios los terrenos
que el hombre creyó conquistados
definitivamente.

Según la tradición oral recopilada por
historiadores y vecinos de la ciudad de Bragado, la historia de
la actual estancia Montelen se inicia a mediados del siglo XIX
cuando un joven empleado del Juzgado de Paz de Cañuelas
(provincia de Buenos Aires) contrae matrimonio con la hija de un
turbio y acaudalado estanciero, quien les regala, como presente
de boda, una pequeña estancia a la que el joven le
dedicaría tiempo y esfuerzo, tras renunciar al mundo del
derecho.[1]

Con ese importante capital inicial y alguna que otra
inversión adicional, Máximo Fernández
consigue comprar, en 1872, seis leguas cuadradas en una
región ideal de la pampa húmeda, justo en la
frontera con el indio. La bautizó, como era costumbre por
entonces, con el nombre de su amada esposa. Nacía
así la estancia "La Matilde", un enorme complejo
agrícola-ganadero que en muy poco tiempo vio acrecentada
su superficie con 4 nuevas leguas, contiguas a la estancia
original.

Esas 25.000 hectáreas se convirtieron en el
universo privado de Máximo Fernández y el ex
empleado devenido en "patrón" dedicó
tiempo, dinero y trabajo hasta convertirlo en una de las
propiedades más descollantes que existían al oeste
de la ciudad de Buenos Aires.

Campos con árboles frutales, tierras dedicadas a
la agricultura, miles de cabezas de ganado vacuno, caballos,
potreros y mucho esfuerzo inicial dieron resultados, y a quince
años de haberse arremangado la camisa, Don Máximo
decidió tomarse varios años sabáticos, todos
juntos.

En 1882 vendió toda la hacienda que pastaba en
sus tierras y arrendó la propiedad. Después, con
dinero en el bolsillo y una suculenta renta mensual, se
mudó a Europa con toda la familia. Residió en
Barcelona, París, Bruselas y Berna, sucesivamente, hasta
1889, dedicándose a la vida social, al solaz y,
según las malas lenguas, a perseguir mucamas y prostitutas
finas, en tanto su mujer se distraía en los salones de la
alta sociedad europea (que para la mentalidad pacata de la
época era la más alta a la que se podía
aspirar).[2]

Sus tres hijos varones no se quedaron atrás.
Lejos de conseguir los títulos académicos que su
padre soñaba para ellos, los acaudalados muchachos se
pasaron el tiempo de fiesta en fiesta, compitiendo por ver quien
conseguía emborracharse más y mejor. Las dos hijas
mujeres, en tanto, fueron educadas y entrenadas para ser finas
figuras decorativas en los salones sociales de la
época.

De regreso a la Argentina en 1889, Don Máximo
volvió a su estancia, a la que modernizó con vacas
lecheras traídas de Suiza y la instalación de una
fábrica de quesos y crema.

Una vez más pobló el campo de hacienda
(especialmente ovejas, más de 4000) y se metió de
lleno en el mundo de la especulación financiera,
adquiriendo acciones de dos bancos muy importantes: el
Hipotecario y el Banco Constructor de La Plata.

"La Matilde" resucitaba.

Todo parecía indicar que su futuro iba a ser
indefinidamente venturoso. La nueva y moderna maquinaria
importada, la carpintería y el molino harinero que la
estancia ahora tenía, eran claros símbolos de esa
idea de Progreso que todavía latía en el clima de
la época.

Nadie auguraba nada malo. El futuro tenía como
único destino la felicidad de los hombres. El crecimiento,
decían, sería infinito y constante. Pero la
realidad familiar y los vaivenes de la economía nacional
le jugaron a Don Máximo una muy mala pasada.

Sus tres hijos (Raúl, Pepe y Maximillo) no
resultaron ser los administradores ideales. Ellos
pertenecían claramente a una nueva generación de la
burguesía ganadera, más proclive al gasto y al
despilfarro que al trabajo dedicado.

En poco tiempo, la cremería y la fábrica
de quesos dejó de dar ganancias y quebró. La
actividad agrícola-ganadera empezó a dar
pérdidas por una sencilla y matemática
razón: era siempre más el dinero que salía,
que el dinero que entraba.

Los enormes gastos se salieron de cauce. Las erogaciones
de dinero se volvieron excesivas, en tanto los "varones
Fernández", entre 1890 y 1901, se la pasaron de juerga
(orgías incluidas, según los
chismes).[3]

La gran vida y el escaso trabajo a conciencia, empezaron
a anunciar una época de vacas flacas. Muy flacas. Por otro
lado, la crisis de 1890 sorprendió al propietario de
"La Matilde", con un desastre bursátil que
convirtió a las acciones, adquiridas al regresar de
Europa, en mero papel pintado, sin valor alguno.

Aquella depresión económica fue el
comienzo del fin.

Don Máximo se vio obligado a vender 4 leguas para
saldar deudas y cubrir los inmensos gastos, que no
disminuían. Las cosas no iban bien y, para colmo de males,
la estancia se quedó sin el Alma Mater que le
había dado su nombre: doña Matilde, alejada de la
vida de campo y acostumbrada a la dispendiosa vida citadina, se
negó a volver y permaneció en Montevideo, donde el
cotilleo, las reuniones de sociedad y los salones de la leudante
burguesía ganadera rioplatense, mantenían cierto
parecido al que había disfrutado en las grandes ciudades
europeas (arquetipo siempre soñado e idealizado por la
oligarquía terrateniente argentina).

En tanto, Don Máximo, triste en la estancia de
Bragado, se jugó su última carta. Para atraer a su
esposa, mandó a construir una mansión enorme, de
una sola planta, estilo italiano, dotándola de todo lo
necesario para el confort en pleno desierto.

Pero Matilde no regresó. Se negó incluso a
volver a la Argentina.

Cansado, Fernández, tomó una medida
radical. Dividió el campo entre sus hijos (una legua a
cada uno) y vendió todo. Corría el año 1904.
Después se embarcó en el primer vapor
trasatlántico que encontró y se marchó a
Barcelona, lejos de los inconvenientes familiares.

Tranquilo, supuestamente relajado y si perder sus
mañas de mujeriego, disfrutó del capital que le
quedaba hasta el día de su muerte, acaecida en 1916, a los
65 años de edad.[4]

De esta manera terminaba la primera etapa de la historia
de la estancia. Pero aún faltaban otras
dos.[5] Serían las que, con el tiempo,
darían paso a las leyendas y creencias que hoy circulan
por la zona.

((

Durante los siguientes 38 años, entre 1904 y
1942, la estancia (que mantuvo su nombre original) pasó a
ser propiedad de una acaudalada familia: los
Salaberry.

Sus nuevos dueños, Juan Francisco Salaberry y
doña Matilde Bercetche, pertenecían a la crema y
nata de la oligarquía vernácula. Poderosos, y con
relaciones entre la "gente conocida" de entonces, los
Salaberry supieron construir una de las fortunas aparentemente
más sólidas del país, a través de la
compra-venta de productos agrícola-ganaderos.

Con la intervención de don Juan Francisco y sus
millones, "La Matilde" salió del pozo, volviendo
a ser el pujante emprendimiento que antes había sido. La
empresa se diversificó y, junto a la tradicional actividad
ganadera, se agregaron otras tareas productivas como lo fue una
planta de procesamiento de tomate en conserva (Tomatoy),
varios tambos, un renovado molino harinero, una criadero de aves,
carpintería, herrería, un aserradero mecanizado
para la venta de leña, carnicería propia,
panadería y un vivero inmenso, que proveyó de
árboles y demás plantas al resto del país.
Todo esto alimentado por una usina propia, que abastecía
de energía eléctrica al complejo
agro-industrial.

"La Matilde" se reconvirtió y
transformada en una verdadera mina de oro, la estancia
incrementó la mano de obra contratada que, según
sindica un antiguo trabajador en la Revista Historias para
ser Contadas
, llegó a ser de 250 empleados
permanentes, hacia 1928.

Pero eso no es todo. Amén de esos empleados,
otras mil almas se habían instalado a la vera de la
estación ferroviaria que se levantaba en el seno mismo de
la estancia. Ante esa circunstancia, Don Juan decidió
lotear esos terrenos dando origen a un asentamiento que,
ensalzando la natural dosis ególatra del patrón,
tomó como nombre su apellido. Surgía así el
pueblo de Salaberry. Tal vez el retoño más
importante que "La Matilde" había dado y
daría.

((

Los Salaberry pertenecieron a una generación de
la élite argentina (para algunos, oligarquía) en la
que las costumbres cambiaban considerablemente. Muy lejos estaba
la sencillez de la vida de campo que caracterizara a los primeros
terratenientes de principios del siglo XIX. El nuevo siglo XX los
mostraba ahora exhibiendo sus fortunas de forma descarada,
perdiendo la espontaneidad de los actos y teatralizando los
gestos más de lo que hasta entonces se estilaba. Y, como
es lógico, a mayor teatralidad y boato, más grande
e imponente la escenografía.

El consumo se volvió más
"elegante" y las tertulias europeizaron lo que
empezó a ser denominado "el buen gusto".
También el autocontrol, la rigidez de las posturas y el
"estiramiento" terminaron imponiéndose, no solo
en el ámbito de lo público, sino especialmente en
la vida privada (machista, sexista y autoritariamente
paternalista); alcanzando ribetes (hoy) ridículos cuando
se salía a pasear y a exhibirse.

Un marcado crecimiento de la ostentación
implicó, entre otras cosas, un cambio en la
conceptualización del ocio y también del consumo.
El mate quedó atrás. También la comida
criolla fue reemplazada por la gastronomía extranjera, en
especial la francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en
los ambientes llamados "chetos", se caracterizó
no sólo por la calidad sino también por la
cantidad. Todavía no se había instalado la idea que
distanciaba la elegancia de lo abundante. El banquete
pantagruélico se convirtió en signo de pertenencia
(en especial masculina) de la "alta sociedad"; frente a un
país que, en gran parte, pasaba hambre o vivía en
la miseria (como lo indican las huelgas y protestas populares que
la elite no deseaba ver, ni atender).

La principal preocupación "aristocrática"
era mostrarse.

Como bien dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el
mundo de la alta burguesía occidental, "el
hábito hace al monje
". Lo importante no era
sólo "ser", sino "mostrar/aparentar" que
se era. En ese contexto cultural, las residencias se convirtieron
en el mejor, más visible y grandilocuente ejemplo de
consumo conspicuo. Por aquel entonces (principios de la
década de 1910 y años subsiguientes) las
dimensiones de las viviendas de la elite aumentaron enormemente,
en especial las residencias suburbanas y rurales que, en su
mayoría, eran de ocupación estacional, nunca
permanente. La mansión del campo es entonces un ejemplo
elocuente de la estacionalidad del ocio
aristocrático
y de una nueva práctica: el
veraneo en las estancias (otra de las tantas pautas que el status
demandaba).

Ir al campo, "al palacio del Tata", se
convirtió en una costumbre que encumbraba al depositario
de ese privilegio. La vuelta al campo implicó, así,
revalorizar lo rural; pero no desde una óptica criolla,
autóctona o localista, sino a través de una mirada
claramente europeizante, importada del otro lado del
Atlántico, donde todos suponían estaba la
civilización y el progreso.

El mate fue suplantado por el five o´clock
tea
, imponiéndose también la producción
de ganado refinado, al amor por los caballos (pura sangre) y la
vida ociosa y distendida del campo, tal como se practicaba en
Inglaterra (de donde lo copiaban). Así, la búsqueda
de un status calcado de Europa se injertó en la llanura
pampeana, adoptando forma con ladrillos, tejas y columnas, de las
mansiones y palacetes del interior del
país.[6]

((

"La Matilde" de los Salaberry fue parte del
proceso que resumimos. Y ello se hace evidente cuando, viendo las
fotos que han quedado, o escuchando (leyendo) los testimonios de
viejos ocupantes del predio, advertimos los cambios que se
operaron en la propiedad.

Con don Juan y su esposa (coincidentemente llamada
también Matilde, como la mujer de Máximo
Fernández) el casco de la estancia experimentó
mejorías y ampliaciones.

"Apenas se hicieron cargo del establecimiento (los
Salaberry) introdujeron mejoras en el casco. La casona fue
agrandada y embellecida, agregándosele la parte superior.
El patio interior que era abierto fue cerrado y convertido,
merced a un hábil diseño arquitectónico, en
un gran salón de estar, con una inmensa cúpula
central que permitía la iluminación natural de todo
el ambiente. El mobiliario era de origen inglés y
holandés. Las arañas y la voyserie eran
especialmente importadas. (…) También se
hermoseó La Matilde con una parquización
insuperable".
[7]

Para esto último, se comenta que contrató
al paisajista francés que estaba de moda por entonces:
Carlos Thays (1849-1934), responsable de la remodelación
de los más importantes espacios verdes de la ciudad de
Buenos Aires y demás provincias del país,
amén de muchas propiedades privadas del
"patriciado" local.[8]

En "La Matilde", aparentemente Thays
diseñó un parque que tenía un lago
artificial, en cuyas márgenes los Salaberry construyeron
dos inmensas jaulas. Una hizo las veces de descomunal pajarera,
en la que habitaron las aves más exóticas que se
pudiera imaginar por entonces. La otra, sirvió como jaula
para… ¡leones!

Pero dejemos que sea quien mejor investigó este
tema, el historiador Juan Luján Caputo, el que nos relate
esta curiosidad:

"Amantes del lujo y la belleza, los Salaberry eran
propensos también a algunas excentricidades: además
del gran parque diseñado por Tays
(sic), a un
costado de este habían hecho construir una enorme jaula
para leones con las rejas que circundaron la residencia de los
Lezica en Buenos Aires. Cuando esta dejó de ser propiedad
particular para convertirse en "Parque Lezica"
(hoy Parque
Rivadavia), se retiraron las rejas, de exquisitos
diseños artísticos, y los Salaberry las compraron.
Con estas rejas se hicieron las jaulas que aún se
conservan semicubiertas por la vegetación que
inexorablemente avanzan sobre ellas.

"Pero no sólo leones y pumas hubo
allí. También fueron atracción una osa
africana y un oso polar, para el cual tuvieron que instalar
especialmente una fábrica de hielo. Esta trabajaba 24
horas diarias produciendo barras en forma constante para mantener
al oso en un ambiente medianamente acorde al de su hábitat
natural
".[9]

Osos, leones, pumas, pájaros extraños. Tal
vez no haya nada más exótico ni excéntrico
que un zoológico privado.

Desde la antigüedad más remota, tanto en el
Cercano Oriente como en el Antiguo Egipto, pasando por la
dieciochesca realeza europea y su pasión por acaparar, o
la obsesión de los poderosos narcotraficantes colombianos
de la década de 1980/90, la colección de animales
raros, ajenos al contexto circundante, ha sido una forma clara de
marcar diferencias; de señalar el poderío
económico de un grupo o personaje.

Símbolo de distinción, de gustos
cosmopolitas, incluso de snobismo y capacidad para el gasto
superfluo, los zoológicos privados han sido un ticket al
reconocimiento que sólo los más ricos pueden
comprar. Y cuando hay dinero, los compran; ya que nada vende
mejor ni atrae más la miradas que lo extraño. Pero
al asombro hay que pagarlo. Cuesta dinero. Y en el caso de los
Salaberry, todo parece indicar, que es lo que sobraba.

Aún así, esta historia tiene un
lado oscuro.

Los animales extraordinarios requieren de sucesos
extraordinarios. Y "La Matilda", aparentemente, los
tuvo.

Cuentan que, aproximadamente entre 1904 y 1912, un
terrible accidente azotó la paz de la
estancia.[10] El empleado encargado de cuidar la
jaula y los leones que estaban en ella (un macho y una hembra)
tenía un hija (otra versión habla de una nieta,
llamada Amalia) que siempre lo acompañaba a realizar esos
menesteres. Un desafortunado día, el hombre se distrajo,
la niña asomó su cabecita por entre las rejas y,
sorpresivamente, la leona de un solo zarpazo la
decapitó.

Tras inhumar su cuerpo en inmediaciones de una capilla
levantada dentro de la propiedad[11]los Salaberry
se vieron obligados a desembarazarse de los animales. Dicen que
la leona fue ajusticiada de una forma muy original: organizaron
un duelo con una mula, al que asistieron muchísimas
personas de la zona, en tanto que las demás bestias fueron
enviadas al zoológico de Buenos Aires.[12]
Sólo quedaron en el campo las inocentes aves
exóticas en la enorme pajarera de dos hectáreas de
largo.

Ya volveremos sobre esta cuestión más
adelante, cuando analicemos las leyendas y rumores que
actualmente circulan en lo que queda de la estancia. Por el
momento sólo resta decir que los Salaberry no sólo
erigieron jaulas, sino también una escuela (la
Número 2) y una capilla estilo neogótico que es la
que les dará a las historias posteriores el clima de
terror propio de las películas clase B del cine
ingles.

Hacia 1934, después de casi treinta años
de gastos desmedidos y algunas decisiones erróneas,
"La Matilde" entró una vez más en crisis.
Al menos esta rama de los Salaberry quebró. Sus
propiedades fueron embargadas, administradas durante un tiempo
por un consorcio de acreedores y finalmente vendida.

Se ponía fin a la segunda etapa en la historia de
la estancia, la que partir de 1942 cambió de nombre y de
dueños.

((

En 1927, mientras "La Matilde" crecía de
la mano de la familia Salaberry, un joven bioquímico
graduado en la UBA, patentaba el analgésico que lo
haría millonario y, en pocos años más, en
uno de los grandes terratenientes del país. Su nombre era
Francisco Martín Suárez Zabala y pasó a la
posteridad por ser el inventor del famoso GENIOL. Claro que por
aquel entonces carecía del capital suficiente para
levantar un laboratorio y producir a gran escala su "genial"
invento. Sólo después de contraer matrimonio con
una rica uruguaya, Elida Rodríguez Blanco, pudo montar su
empresa, a la que llamó Laboratorio Suarry S.A.,
y en el que asoció a un perfumista de origen
francés llamado Blas Dubarry. De la unión de ambos
apellidos salió el nombre de fantasía de la
empresa.

Ya para 1931 los pegadizos slogans de GENIOL
invadían los diarios, las revistas de moda y la radio a
ambos lados del Río de la Plata. Incluso el jingle
más famoso (en tiempo de milonga) fue interpretado,
dicen, por el mismísimo Carlos Gardel (aunque no
hay certeza absoluta de que eso sea cierto).

"Venga del viento o del
sol

Del vino o de la
cerveza

Cualquier dolor de
cabeza

Se corta con un
GENIOL".

La publicidad cantada acarreó problemas. La
fabrica de cerveza QUILMES le inició un juicio.
Aducía que perjudicaba sus ventas al asociar la ingesta de
cerveza con el dolor de cabeza. Finalmente, GENIOL ganó en
los tribunales y sus propietarios siguieron llenándose los
bolsillos de dinero. Cuando hacia 1934 la estancia de los
Salaberry empezó a caer en picada, Suárez Zabala le
puso el ojo a la propiedad y, en 1942, finalmente la
compró.

Una de las primeras medidas que tomó fue
cambiarle en nombre y rebautizarla "Montelen", un
injerto dedos palabras que identificaban muy bien a esos campos:
"monte" y "leña".

Por tercera vez la estancia resurgía de sus
cenizas.

Las tierras puestas a producir sumaron millones a la
fortuna ya sólida de Don Francisco. Colmenas y
especialmente ganadería de excelente calidad fueron sus
fuertes. La cabaña de vacas de "Montelen" produjo
muchos ejemplares campeones en la conservadora Sociedad
Rural
de Buenos Aires. Por otra parte, el vivero
incrementó su tamaño al punto de ser uno de los
más importantes del país.

Con un total de 160 empleados, "Montelen" se
hizo fuerte, pero a la larga tampoco puedo evitar la decadencia.
A lo largo de casi 32 años los síntomas de
ésta se hicieron notar. Esta vez no fue el despilfarro,
sino una combinación de factores impersonales los que
terminaron convirtiendo a la estancia en la tapera abandonada que
es hoy.

Las migraciones internas de fines de los "30 y
principios de los años "40, el proyecto industrialista del
primer peronismo (1946-1952) y la tecnificación de las
actividades rurales, contribuyeron a que la zona se fuera
despoblando y la mano de obra se hiciera cada vez más
escasa y cara. El pueblo de Salaberry se moría de a poco.
Se despoblaba. Y las casas abandonadas empezaron a aumentar. Por
último, y como si todo eso fuera poco, en enero de 1974 un
fuerte tornado de inusual potencia impacto en toda la zona,
destruyendo dos de las construcciones más
emblemáticas de "Montelen": la Escuela N°2 y
la capilla neogótica, construidas e inauguradas en 1914,
por los anteriores dueños. Tras sesenta años de
actividad educativa y confesional, ambos edificios yacían
prácticamente en el piso.

Poco tiempo después el patriarca de la estancia
murió. Su esposa piloteó la empresa como pudo, pero
"Montelen" ya no era la de antes. Perdió empuje y
cuando, finalmente, la señora Elida Rodríguez
Blanco de Suárez Zabala falleció, la estancia
quedó olvidada y a merced de los elementos hasta el
día de hoy (2014).

Casi 40 años de abandono.

PARTE 2

Abandono,
rumores,
fantasmas y misteriosas desapariciones

Las leyendas de la estancia
Montelen

"En la calle, la niebla se agarraba de las paredes y
la humedad

helada de la escarcha hacía ya invisible
cualquier rastro reciente

de pisadas. Un inmenso silencio llenaba todo el
pueblo, introducía

su larga lengua sucia hurgando en la penumbra de las
casas la

herrumbre del olvido y el polvo amontonado por los
años."

Julio Llamazares, La Lluvia Amarilla, p.
29

"Los fantasmas y los monstruos
son

fáciles de pintar porque nadie
nunca los ha visto."

Máxima de un antiguo cuento
chino

Desde hace algunos años tratamos de entender y
explicar la creencia en fantasmas en el imaginario de
Occidente desde una perspectiva histórico-cultural,
partiendo de lo que se ha dado en llamar historia de
mentalidades
.[13] Para ello analizamos
muchísimos relatos que todavía circulan, algunos de
las cuales (los más interesantes) están asociados
casi siempre a grandes construcciones, especialmente hoteles,
hospitales, castillos, cementerios y mansiones. También
inmensos barcos.[14] Y si están
abandonados, mucho mejor.

En un trabajo previo planteamos una larga serie de
reflexiones sobre los sitios abandonados.[15]
Acudiremos a esos escritos (y otros) para comprender qué
significan (al menos para nosotros) las ruinas olvidadas de la
estancia Montelen, y de qué modo, el contexto en el que
hoy se encuentran, contribuye a alimentar las modernas leyendas
de fantasmas que circulan por el lugar.

((

La temática del bosque (monte) embrujado
es antiquísima. Prácticamente nos viene
acompañando desde siempre, en especial desde la Edad
Media, y constituye la escenografía ideal para que
florezcan historias de fantasmas, brujas y
monstruos.[16] Claro que si al bosque le agregamos
ruinas neogóticas en un paraje abandonado, junto al casco
de una estancia olvidada que acarrea el rumor de sucesos
trágicos, resulta entendible que el imaginario local haga
referencia a la presencia de almas en pena en la zona.

Como pasa con los cuentos infantiles, cuyas
raíces se prolongan hasta la Europa del medioevo, y en
donde el bosque señoreaba impasible y todo el universo de
los seres humanos giraba en torno a él (muchos
historiadores llaman a la Edad Media la "Edad de la
Madera
"), la vegetación desbocada que hoy se extiende
por los predios de la vieja estancia Montelen, recrea ese espacio
mágico, y a la vez macabro, en que los límites de
la realidad objetiva y la más pura ficción se
desvanecen entre las densas sombras del follaje.

Y son, justamente, las sombras del antiguo vivero que la
estancia regenteaba las que hoy, en completa rebeldía,
guardan dos historias fascinantes que han crecido con el tiempo y
la transmisión oral. En ellas se mezcla la tragedia y la
muerte en igual dosis; accidentes, asesinatos y una supuesta
conspiración aristocrática para esconder un
aberrante acto de pedofilia ocurrido en 1938.

Convengamos que los ingredientes son ideales para
generar el caldo de cultivo perfecto en donde elucubrar de una
historia fantasmal. Un relato que ha llegado hasta los modernos
medios masivos de comunicación, generando un alud de
opiniones y explicaciones que, seguramente, producirán en
el futuro nuevas historias.

((

Según dice una antigua y ubicua tradición,
cuando el dolor, el sufrimiento, el miedo y la humillación
se concentran en un lugar determinado y el imaginario local, sus
crónicas y testimonios, pueden dar cuenta de todo ello, lo
más probable es que esa comunidad lo termine convirtiendo
y etiquetando como un "lugar encantado o
embrujado
".

Desde que nacemos historias de este tipo convocan
nuestro interés e imaginación; y tal vez sea el
miedo a la muerte y a lo desconocido lo que alimenta la
atención y la atracción por esos temas.
Antes, transmitidos de boca en boca en torno a un
fogón o a una sobremesa comunitaria. Hoy, frente
a la pantalla de una computadora conectada a Internet, reeditando
la vieja práctica, pero en una situación de
individualismo alienante, total y absoluto.

Claro que el temor por esos "sitios encantados"
es, como dijimos, inversamente proporcional a su tamaño.
Cuanto más grandes, más raros. Cuanto
más grandes, más miedo
. Característica
ésta que ha sido profusamente explotada por la literatura
y después por el cine de horror. Aunque hoy en día,
los cultores del misterio, que son legiones en el mundo de la
televisión, parecen haber reorientado su atención a
sitios más pequeños (departamentos, complejos
habitacionales de un solo ambiente, incluso casas de familia de
clase media y baja) en un intento por llevar ese horror tan
buscado a todos los sectores sociales (y ya no tan sólo a
la aristocracia, que parecía tener el monopolio,
especialmente durante el período victoriano). Claro que
todo esto fue en detrimento de su impacto dramático; o al
menos en un mayor esfuerzo literario por implantar lo
sobrenatural en espacios que, de por sí, no "meten
miedo
".

El escenario lo es todo. El contexto genera significado.
Ningún "paisaje" es neutro por completo. Son el
producto de nuestro propio imaginario. Una construcción
cultural. Por eso, los sitios abandonados, en ruinas, aislados e
inmensos, convocan a mayor cantidad de fantasmas; y todo esto se
constituye en un fenómeno cuyos tópicos ya los
encontramos delineados en el mundo antiguo, en donde griegos y
romanos trazaron para occidente sus primeras y más
perdurables líneas argumentales.

((

Los fantasmas son entidades muy conservadoras,
además de poco viajeras. Suelen aferrarse a un lugar de
manera permanente. Tan conservadores son que se niegan a
reconocer los cambios que se operan en sus escenarios
tradicionales, insistiendo atravesar puertas, ventanas y pasillos
sellados (o ya inexistente).

Reservorios de historias inciertas y sucesos no del todo
comprobados, los lugares encantados dejan siempre abiertas
cuestiones fundamentales de su devenir histórico. En ellos
nunca hay una sola versión de "los hechos".
Tienden a convertirse en escenarios confusos, imprecisos, mal
definidos; incluso en los aspectos más básicos de
sus historias (fechas, nombres, cantidad de residentes,
actividades que allí se practicaban, causas de los
acontecimientos dramáticos ocurrido, motivos del abandono,
etc.). Son verdaderos universos multisémicos, cambiantes y
susceptibles de múltiples interpretaciones, en las que
cada investigador agrega o quita según sus gustos o carga
dramática que pretenda darle al relato.

Pocas veces la razón se define claramente en este
tipo de historias. Es complicado, cuando no imposible, negar o
admitir algo rotundamente respecto de ellas; y son esas ideas
inacabadas las que alimentan el punto de partida de aquello que
se ha dado en llamar "superstición" (es decir,
un exceso tremendo de credulidad).

En ocasiones, historias apócrifas se convierten
en materia prima de leyendas que tienen como fundamento sucesos
tan falsos como una moneda de madera, originando rumores que
terminan "encantando" mansiones y palacios que, de
hecho, jamás lo estuvieron en el genuino imaginario del
lugar. Pero a veces, esas mentiras, a fuerza de repetirse una y
otra vez, se terminan instalando en el discurso de la gente y
pasan a formar parte del acervo "histórico" del
edificio. El aspecto del mismo (su estructura, estilo,
monumentalidad, señorío) contribuye a que esos
"dimes y diretes" se acoplen, naturalizándose, a
la historia del lugar.

Por lo general, las construcciones poco convencionales
atraen sucesos también poco convencionales. Y así,
una capilla neogótica, en medio de un bosque desbordado,
en pleno corazón de la pampa bonaerense, tal vez sea lo
más exótico que los vecinos tengan a mano para
fantasear.

En mi opinión, es lo que ocurre en
Montelen.

Vayamos, pues, a las dos historias que flotan sobre la
historia de la estancia y sus supuestos fantasmas.

((

Ya hemos hecho referencia al trágico episodio de
la leona decapitando a una niña, en época de los
Salaberry; y a los posible simbolismos de tener animales
exóticos fuera de su contexto natural y original. Pero
dejamos pendiente una historia divulgada no hace mucho por los
diarios y la televisión, acaecida alrededor del mes de
mayo de 2011.

Es ésa, una historia de
fantasmas
.

Según relata una vecina de la zona de Bragado,
mientras recorría las ruinas de la vieja capilla
neogótica del Sagrado Corazón (a él
había sido consagrada cuando se inauguro en 1914) se puso
a sacar una serie de fotografías que, al ser descargadas
en la computadora unos días después, revelaron lo
que muchos identifican es la figura de una niña, de pelo
largo, asomada por una de las derruidas ventanas ojivales del
templo.

Monografias.com

Las fotos recorrieron el país y ocuparon varios
minutos de noticieros locales y nacionales, denotando no
sólo el tipo de periodismo sensacionalista que hoy vende,
sino (y esto es lo más interesante) la inclinación
que muchas personas tienen a querer creer en esos
temas.

En otro momento nadie hubiera reparado en esa
"sombra extraña" del ventanal y, muy
probablemente, la pareidolia (que sostenemos que es)
hubiera pasado desapercibida.[17] Pero el contexto
en el que fue sacada la foto y la historia previa que circulaba
(al menos desde que fue publicada en 1999) contribuyeron a que la
niña "apareciera". Y no una vez, sino dos veces;
ya que a posteriori, otros visitantes del lugar (atraídos
por el relato) juraron haber visto, "sentido" y filmado
no sólo una, sino un par muchachas, vagando por el monte
que hoy devora a Montelen.

Lo que antes estaba a buen resguardo en dos
pequeños párrafos de un artículo, tomaba
ahora estado público y el irredento bosque de la estancia
tuvo sus quince minutos de fama.

Monografias.com

Cuando no hace muchos meses tuvimos conocimiento del
tema, en especial acerca de las jaulas y la leona
asesina
, se nos vino inmediatamente a la memoria un caso
investigado hace unos años, en el cual también
había felinos criminales involucrados. Nos
referimos a la historia (apócrifa) ocurrida en una
mansión de la elite porteña, perteneciente a otra
familia acaudalada de la oligarquía del siglo XIX. Me
refiero a los Díaz Vélez, propietarios de un
emblemático palacio en el barrio de Barracas (Buenos
Aires), conocido como la "Casa de los
Leones
".

Nos vamos a permitir a transcribir lo escrito por
entonces.

"Como todas las viejas mansiones de fines del siglo
XIX, la del barrio de Barracas, construida por un influyente
terrateniente bonaerense, don Eustoquio (con "o") Díaz
Vélez (h), despertó muchas suspicacias y rumores,
entre otros motivos a causa de la ingente cantidad de estatuas de
leones que decoraban su gigantesco parque
perimetral.

"Dicen que el millonario, amante obsesivo por ese
tipo de felinos grandes (después de un viaje a
África, allá por 1905 o 1906), se hizo traer de
Europa dos ejemplares semi-domesticados que instaló en una
"leonera" (jaula) en los fondos de su palacio (razón por
la cual la propiedad empezó a ser popularmente conocida
como la "Casa de los Leones").

"Cuenta la leyenda que los animales estaban bajo el
cuidado de un mulato portugués, que trabajó para la
familia durante algunos años, y que se movían
libremente por el parque de la casa, bajo la atenta mirada del
lusitano.

"Los años pasaron. Los leones crecieron,
igual que Manuela (otra tradición la nombra como
Mathilde), la hija de don Eustoquio, quien alcanzando la
mayoría de edad decidió comprometerse con un
acaudalado joven de la leudante oligarquía porteña,
un tal Juan Aristóbulo Pittamiglio.

"Como manda el protocolo, la familia organizó
una fastuosa fiesta en el palacio, a la que concurrieron miembros
de la aristocracia vernácula y europea. La reunión
se llevó a cabo en completa normalidad hasta que Nero, el
león macho, se escapó misteriosamente de la
jaula.

"Aristóbulo quiso hacer méritos y, con
una red, pretendió atrapar a la fiera. Pero no pudo. El
león se abalanzó sobre él y lo
mató.

"La tragedia no pudo ser mayor. Poco tiempo
después, la infortunada novia se enteró, por
chismes de viejas, que su prometido mantenía
amoríos con la cocinera de la mansión y que
ésta, despechada por la noticia del compromiso,
había liberado al león para arruinar la
fiesta.

"Al dolor se le sumó la humillación de
los cotilleos, que corrieron como reguero de pólvora por
toda la alta sociedad porteña. Eso fue demasiado y la
joven niña decidió quitarse la
vida.

"Destrozado, don Eustoquio se deshizo de los
animales. El macho (cuentan) fue muerto de un tiro en la cabeza
proveído por su dueño, y enterrado en alguna parte
del parque. La hembra, por su parte, regalada a un circo
ambulante llamado Gran Circo Atlas.

"Pero la obsesión de Eustoquio por los felino
no cesó y (dicen que dicen) mandó a construir
estatuas de leones, que ubicó en toda la casa, en especial
en aquellos lugares que habían sido escenario del drama.
Morboso el muchacho, ¿no?

"Años después, en 1927, tras su
muerte, el palacio pasó a manos de la famosa Casa Cuna y
luego, mucho más tarde, a la asociación VITRA, que
dispone del predio hasta el día de hoy.

"La tradición oral empezó (como
veremos no hace mucho) a hablar de fantasmas en el palacio. La
mansión trasmutó (era de esperarse) en otra de las
tanta casas encantadas de Buenos Aires; y cuenta la novel leyenda
que, aquellos que la habitaron tras la tragedia, experimentaron
por las noche extraños fenómenos: gritos de dolor,
sollozos de mujer, inquietantes sonidos semejantes a rugidos o
lucha entre animales y sombras fugaces recorriendo las
dependencias; siempre acompañadas por los débiles
deslices de garras sobre los pisos de madera
europea.

"El drama parecía reeditarse todas las
noches, como si fuera una maldición. Manuela, sufriendo
por el ingrato amor de su prometido, al que amaba. Éste
siendo devorado por el león. Y Nero (la bestia) buscando
infatigablemente a su víctima.

Partes: 1, 2

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