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El hombre y su transcendencia en el antiguo Egipto y en los Textos Herméticos



Partes: 1, 2

  1. La
    Creación por el Espíritu
  2. El
    principio divino de la vida
  3. El
    nacimiento como mancha
  4. El
    combate con Apofis
  5. La
    Gran Transformación
  6. La
    religión de la Mente
  7. Textos
    Herméticos
  8. Kóre Kósmou
  9. Rebelión de las almas
  10. La
    redención de Osiris
  11. Libro
    de Asclepio
  12. El
    hombre y el cosmos
  13. Petosiris, modelo de piedad
  14. Bibliografía

Las fórmulas y rituales que se integran en el
"Libro de los Muertos" de los antiguos egipcios, conocido por
estos como "Libro de la Salida del Alma hacia la Plena Luz del
Día", ofrecen la creencia de que cuando el hombre fallece
su espíritu inicia un proceso de elevación que debe
culminar, tras ser liberado de las imperfecciones de la materia,
con su glorificación y transformación en un
espíritu luminoso (akh) asimilado al gran dios primigenio
que resplandece en el interior de las creencias religiosas de
este pueblo milenario.

A lo largo de sus distintos pasajes el libro nos narra
ese proceso de paulatina transformación del alma del
fallecido en un ser de Luz que llegará a desligarse
totalmente de la materia. La rúbrica final, en efecto, nos
dice que: "Este libro te enseñará las Metamorfosis
por las cuales pasa el Alma bajo los efectos de la Luz. En
verdad, este Libro es un misterio muy grande y muy profundo. No
lo dejes jamás entre las manos del primero que llegue o de
un ignorante".

La
Creación por el Espíritu

Los "Textos de las Pirámides", fechados en el
Imperio Antiguo, sostienen que en el principio de los tiempos
solamente existía el Nun. En esos momentos todavía
no existían el cielo ni la tierra, los dioses no
habían nacido y los hombres tampoco habían sido
creados. En aquellos tiempos remotos, en que ni siquiera
existía la muerte, solo estaba el Nun.

Según esas antiguas creencias que se remontan a
los primeros tiempos de la historia de Egipto el Nun
vendría a significar la materialización del caos
inicial que existía antes de la creación. El Nun
sería un inmenso abismo de aguas primordiales inertes en
las que estaría inmerso, diluido y sin conciencia, el
espíritu de Atum, el gran dios creador.

En el trasfondo de estos antiquísimos textos se
encuentra la creencia de que hubo un momento en que Atum, padre
de la creación, llegó a tomar conciencia de
sí mismo y se desdobló, gracias a su voluntad, en
dos partes de un mismo ser. De un lado, el propio Atum, el
espíritu creador, y de otro Ra, la conciencia de la
creación. En ese preciso instante fue cuando, según
los mitos egipcios, se habría iniciado el gran acto de la
creación. Fue entonces cuando se produjo el paso de la
no-existencia a la existencia. Destaca en estas creencias que los
egipcios, desde los primeros momentos del Imperio Antiguo,
pensaban que el mundo había surgido como una obra
consciente de Atum, es decir del espíritu, a través
de la cual este dios primigenio había puesto orden en la
materia inerte que hasta entonces el Nun había
significado. Desde esos primeros momentos de su historia, los
egipcios eran conscientes del dualismo que existe en el universo,
en el que continuamente se está produciendo el
enfrentamiento entre el espíritu, elemento creador, de un
lado, y la materia, elemento inerte, de otro.

El principio
divino de la vida

El hombre moderno es capaz de distinguir con claridad
dos elementos que conforman todo ser humano: de un lado, el
cuerpo (pura materia) y de otro el alma (espíritu). Los
antiguos egipcios, sin embargo, tenían la creencia de que
en el compuesto espiritual del hombre intervienen no uno sino dos
elementos, a los que denominaban ba y ka.

A la hora de intentar definir lo que el ka representaba
para los egipcios los estudiosos no suelen ponerse de acuerdo.
Dependiendo de los distintos autores es frecuente encontrar
concepciones diversas que intentan aproximarnos a esta idea, en
principio extraña a nuestra mentalidad moderna. En todo
caso, el concepto que los egipcios tenían del ka parece
estar relacionado con la existencia de un doble inmaterial del
cuerpo, en el que primaría, sobre todo, su componente
energético. El ka es esencialmente energía y
precisa que se le destinen ofrendas funerarias (alimentos) que
permitan que esa energía se renueve. La existencia del ka,
por otro lado, en cuanto doble inmaterial del cuerpo, hace que en
las tumbas se representen dos personajes, de un lado, al propio
fallecido, de otro, a su ka.

Si analizamos los viejos textos sapienciales egipcios,
por ejemplo la máxima número 26 de la
"Sabiduría de Ptahhotep" (Sobre la justa
utilización de la energía), pronto se confirma la
idea del intenso componente energético existente en la
noción de ka. De algún modo, a través del ka
los individuos estarían participando de la inmensa
energía del universo. Esa energía, o soplo divino,
era la que daba a la materia una forma concreta. Posiblemente el
ka de los seres venía a representar la
individualización en cada uno de ellos de la
energía del gran dios primordial. De algún modo, a
través del ka los seres participaban de la divinidad, con
la que podían llegar incluso a integrarse espiritualmente
en el curso de las iniciaciones que se celebraban en la Casa de
la Vida de los templos.

El hombre, en cuanto elemento individualizado,
surgía cuando se producía la unión de la
materia (cuerpo) y del ka, principio divino de la vida. Esa
unión daba origen al ba, es decir al alma o conciencia
propia de cada uno de los hombres. A modo de síntesis, en
el hombre habría dos seres que estarían habitando
en un mismo cuerpo: un ser material y otro espiritual (ka). La
combinación de ambos producía el nacimiento del ba,
es decir, del hombre dotado de un alma
individualizada.

Esas creencias son las que motivan que cuando los
egipcios representen a Khnum, el dios creador, en su
acción de modelar al hombre en su torno de alfarero, lo
hagan creando a dos figuras. Una de ellas es el cuerpo del
hombre, la otra es su ka, su doble inmaterial. Según estas
ideas, en suma, el hombre vendría a ser un ka viviente, es
decir, un ka encarnado en la materia, de modo que cuando llega el
momento de la muerte el ka, inexorablemente, deberá
abandonar el cuerpo en el que hasta entonces ha habitado. Los
"Textos de las Pirámides" nos hablan de esa inevitable
disociación que se produce cuando el hombre muere
afirmando que en ese momento "el espíritu es para el cielo
y el cuerpo para la tierra".

Pensaban también los egipcios que para conseguir
la inmortalidad del espíritu era imprescindible que cuando
falleciese la persona el ba y el ka permanecieran unidos. El alma
(ba) debía seguir vinculada al ka, es decir al principio
divino que le había dado su personalidad. En otro caso el
ba sería aniquilado, cosa que producía inmenso
temor a los egipcios.

El nacimiento
como mancha

Pensaban los egipcios que el espíritu de la
persona fallecida, una vez que quedaba liberado de las
imperfecciones de la materia y despojado de manchas y faltas,
llegaba a ser glorificado y se asimilaba en cuanto
espíritu luminoso (akh) con la divinidad primordial que
había creado el cosmos. Dentro de esa necesidad de liberar
de manchas al espíritu sobresale en los textos una
creencia antigua en la existencia de una falta que el hombre
arrastra por el solo hecho de nacer. En efecto, los egipcios
pensaban que el hombre, cuando nace, trae consigo una mancha que
ellos denominan en sus textos "pecados de los padres" o "pecado
de la madre". Veamos lo que en este sentido nos dice, por
ejemplo, el capítulo LXIV del "Libro de los
Muertos":

"He aquí que llego ante ti, ¡oh dios, cuya
voz resuena como un trueno en la vasta Región de los
Muertos! … Los pecados de mis padres, ¡que no me sean
imputados a mí!".

En este conjuro, el espíritu del fallecido pide
que no se le achaquen a él las faltas que se le puedan
imputar por el propio hecho de haber nacido. Posiblemente, en el
trasfondo de estas creencias se encuentre la idea de considerar
como algo oprobioso para el espíritu el hecho de que el ka
llegue a encarnarse en la materia. Esta idea, sin duda, no estuvo
generalizada entre todos los egipcios, pero si pudo ser
compartida por las mentes más preclaras de su
mística, es decir, por los sacerdotes que redactaron las
fórmulas mágicas que el "Libro de los Muertos" y
tantos otros textos similares contienen. Según estas
creencias, existían, en suma, dos tipos de faltas o
pecados que podían impedir que el espíritu se
transformase tras la muerte en un ser luminoso, de un lado las
faltas que se arrastran por el solo hecho de nacer, es decir, por
la encarnación; de otro, las cometidas por el fallecido a
lo largo de su existencia, que habrían de ser ponderadas
en lo que se conoce como "Juicio de Osiris".

El combate con
Apofis

En los textos sapienciales sobresale de manera reiterada
la idea de que el cuerpo del hombre, lo que los egipcios
denominaban "el vientre", es la residencia donde habitan los
instintos más viles y malvados. Tras la muerte el
espíritu inicia un proceso de liberación de la
materia en el que debe escapar de los ataques que representan las
apetencias materiales, que suelen simbolizarse como una
serpiente.

En los mitos egipcios, la serpiente Apofis, prototipo
del Mal, venía a ser el símbolo de la Tierra, de
las Tinieblas y de la Obscuridad. Ra, señor de la Luz,
tenía que enfrentarse a ella todas y cada una de las
noches cuando tras la puesta de sol se internaba en el mundo
subterráneo y tenebroso en el que Apofis reinaba. La
serpiente, pura materia y ausencia de Luz, intentaba cada noche
derrotar a Ra, con la finalidad de que al día siguiente no
se produjera el nacimiento del sol.

De igual modo que Ra se enfrentaba todas las noches con
Apofis, el "Libro de los Muertos" contiene diversos conjuros que
nos hablan de los enfrentamientos que se producen entre los
espíritus que pretenden elevarse y diversas serpientes a
las que deben vencer para, una vez victoriosos sobre la materia,
poder acceder a las regiones luminosas. Veamos la fórmula
contenida en el capítulo VII: "¡Oh tú,
nefasta criatura de cera (se refiere a la serpiente Apofis), que
vives para la destrucción de los débiles y de los
desamparados! ¡Aprende que yo no soy débil!
¡Que no soy un alma agotada y desfalleciente! ¡Que
tus venenos no podrán penetrar en mis miembros! Pues mi
cuerpo es ¡el cuerpo del propio Atum! Y de no sentirte tu
misma agonizar ¡tampoco las angustias de la agonía
podrán alcanzar mis miembros! ¡Porque yo soy Atum en
medio del Océano celeste (Nun)! Y en verdad, ¡todos
los dioses me protegen, eternamente!"

El "Libro de los Muertos" contiene otros conjuros
similares, así en el capítulo XXXIX: "¡Vete!
¡atrás! ¡largo de aquí, oh demonio
Apofis, o serás ahogado en lo profundo del Lago del Cielo,
allí donde tu Padre celeste había ordenado que
murieses…! ¡No te acerques al sitio donde nació
Ra! (En verdad, ¡lleno de miedo estás!)
¡Mírame! ¡yo soy Ra! ¡yo siembro el
terror! ¡retrocede!, pues, demonio ante las flechas de mi
luz …"

El espíritu, vencida la materia, habrá de
avanzar hacia la Morada del Rey de los dioses (capítulo
LXXVI) conducido por un espíritu alado. Otros
capítulos, así el LXXVII nos hablan de cómo
se produce una metamorfosis en halcón de oro y el alma
emprende el vuelo hacia el Cielo, planeando igual que un gran
halcón. El capítulo LXXX nos dice, por su parte,
cómo el espíritu, en el Cielo, será
transformado en un dios que iluminará las tinieblas. Otros
textos del "Libro de los Muertos" nos ofrecen diversos conjuros
que facilitarán el proceso de ascensión hacia la
Luz previa transformación del alma en diversos tipos de
aves: garza real (LXXXIV), golondrina (LXXXVI), etc.

La Gran
Transformación

Según las creencias egipcias que estamos
analizando el proceso que sigue a la muerte del hombre debe
culminar con lo que ellos denominaban "Salida del Alma hacia la
Plena Luz del Día". Los textos recogen multitud de
conjuros que deben permitir que el espíritu pueda acceder
a esa Luz plena, evitando los obstáculos que se le han de
oponer en las regiones del Mundo Inferior. Una vez en la Luz,
glorificado ya como dios, el espíritu se identifica con
Atum, el dios primordial: "Yo soy Hoy. Yo soy Ayer. Yo soy
Mañana -nos dice el capítulo LXIV-. A través
de mis numerosos nacimientos permanezco joven y vigoroso. Yo soy
el Alma divina y misteriosa que en otro tiempo creó a las
divinidades del Duat, del Amenti y del Cielo". El espíritu
del difunto, identificado con el Principio Creador (Atum) es ya
un ser de Luz, un espíritu luminoso, que ha quedado
despojado de la materia.

En otro capítulo del Libro (CLXXI) el difunto
pide a Atum y a otros dioses que le concedan un vestido de pureza
(es decir, de Luz) que destruya las imperfecciones que
todavía pueda tener: "¡Conceded a mi Espíritu
santificado este Vestido de Pureza! ¡Prestadme el vigor y
la potencia mediante la fuerza mágica de ese Vestido de
Pureza! ¡Destruid el Mal que se agarra a mi Alma! Con
objeto de que, cuando llegue el Juicio, a la faz de la Eternidad,
sea reconocido puro e inocente! ¡Oh dioses! ¡Destruid
el Mal que se agarra a mi persona!".

El estudio de diversos textos procedentes, sobre todo,
del "Libro de los Muertos" nos ha permitido profundizar en las
creencias que existían acerca de la naturaleza del hombre
y su transcendencia en el Egipto de los faraones. Destaca, en
principio, la visión pesimista que impregna el propio
hecho del nacimiento; en efecto, vimos que la encarnación
del alma se considera un pecado que el hombre arrastra por el
propio hecho de nacer. Esa visión pesimista del hombre y
de la carne (la materia) se confirma en los textos sapienciales
al afirmar en diversos momentos que el hombre en el que el
vientre prevalezca sobre el corazón no llegará a la
Luz.

Por contra, si los textos ofrecen una imagen pesimista
del hombre y de la materia, no es menos cierto que brindan una
visión optimista de la muerte y del más
allá. Si el hombre, a lo largo de su vida, ha actuado
conforme a lo que es justo, simbolizado por la diosa Maat,
será declarado "Justo de Voz" en el Juicio de Osiris y su
espíritu adaptará su vida eterna en el más
allá al propio destino del dios, con el que se
asimilará. En suma, el hombre participa de la naturaleza
divina a través de su ka y si su vida terrena se ajusta a
lo que los egipcios conocían como "vía del
corazón", es decir, si actúa de modo justo, tras su
muerte se producirá la Gran Transformación que
terminará convirtiéndole en dios. Al difunto, una
vez glorificado, se le manifestaba su akh, es decir, su inmensa
potencia espiritual fruto de la unión del ka y del ba.
Pasaba a ser, así, un ser de Luz, un Luminoso, un
Glorificado, un Dios, en suma.

El "Libro de los Muertos", alguno de cuyos
capítulos hemos ido mencionando, nos habla de ese proceso
de renacimiento y de transfiguración del fallecido,
gracias al cual, y a través de la muerte, el
espíritu alcanzaba otros mundos superiores en los que era
glorificado. Como dice su rúbrica final: "Este Libro trata
del perfeccionamiento del Espíritu santificado en el seno
de Ra, le confiere el dominio junto a Atum, le magnifica junto a
Osiris, le vuelve poderoso junto al Señor del Amenti y
digno de veneración junto a las Jerarquías
divinas".

La
religión de la Mente

Las ideas egipcias acerca del hombre, su naturaleza dual
y su transcendencia después de la muerte, que hemos venido
desarrollando en los epígrafes anteriores habrían
de impregnar en los tiempos del helenismo las posteriores
creencias de la denominada "religión de la Mente", es
decir, del Hermetismo. En las mismas se nos ofrecerán dos
visiones claramente diferenciadas acerca de la función del
hombre en el cosmos; de un lado, la que es propia del libro
denominado "Kóre Kósmou", que destaca por su
profundo pesimismo; de otro, la que se desarrolla en el "Libro de
Asclepio", que habría de ejercer una profunda influencia
en los tiempos del Renacimiento y en la que se afirma, en un tono
claramente optimista, que el hombre es el gran milagro de la
creación.

Tanto la visión pesimista como la optimista que
acerca del hombre se pueden detectar en el Hermetismo tienen
claros antecedentes en los textos que el antiguo Egipto nos ha
legado. A lo largo de su dilatada historia Egipto supo ir
asumiendo las creencias religiosas y espirituales que se
habían desarrollado en momentos anteriores al mismo tiempo
que las iba integrando en las nuevas ideas que iban surgiendo.
Ese dilatado proceso histórico de formación de las
creencias y esa negativa a olvidar todo aquello que en otros
tiempos había sido considerado sagrado es el motivo de que
en algunos capítulos del "Libro de los Muertos" se
ofrezcan ideas que parecen contradecir otras expuestas en otros
lugares del libro. En ese sentido, pensamos que las
contradicciones que existen en el Hermetismo acerca de la
naturaleza del hombre y de su función en el cosmos ya
estaban presentes muchos siglos antes en las creencias
espirituales del antiguo Egipto, de las que derivan aquellas. A
modo de ejemplo, en las "Instrucciones a Merikare" se nos ofrece
una visión claramente optimista sobre el hombre cuando su
autor nos dice que todo lo que existe ha sido hecho por dios para
que sirva al hombre. Por contra, ya vimos que en el "Libro de los
Muertos" se ofrece una visión negativa del hombre, en
cuanto encarnación del ka, al sostener que, por el solo
hecho de nacer, el hombre arrastra una mancha o
pecado.

En los "Textos Herméticos" se expresa la creencia
de que el papel del hombre, en síntesis, es el de rendir
culto a dios y cuidarse, a través de unos ritos
apropiados, del mantenimiento del orden del cosmos. Todo ello
coincide con los elementos que distinguen a la religión
egipcia, en la que jugaban un papel de gran transcendencia los
rituales diarios que habían de desarrollarse en los
templos en relación con el cuidado de los dioses y con el
orden y equilibrio del mundo creado, presidido todo por la idea
de justicia propia de la diosa Maat. Vimos antes que los antiguos
egipcios, o al menos las mentes más preclaras de su
mística, pensaban que existe en el hombre una
participación en la naturaleza divina y que el destino del
espíritu, tras la muerte, es integrarse con dios. Esas
mismas creencias veremos que son las propias del trasfondo
último del Hermetismo. En ambos casos, no obstante, debe
destacarse que esas creencias o conocimientos no eran ofrecidos a
todos sin más, sino que solo eran conocidas a
través de un procedimiento de iniciación en los
misterios que primero se vino desarrollando en la Casa de la Vida
de los templos y que luego fue igualmente practicado en los
reducidos círculos de iniciados en las enseñanzas
de Hermes. En ambos casos a esos conocimientos secretos solamente
se podía llegar a través de los ojos del
corazón. Los ojos de los hombres, por si mismos, no pueden
contemplar la Luz del Supremo. Es necesario seguir un proceso
iniciático que permita que despierte el componente divino
que está aprisionado en la materia del hombre.

Textos
Herméticos

Hermes Trimegisto (tres veces grande) es la
denominación que los filósofos griegos utilizaron
para referirse al antiguo dios egipcio Thot, señor del
conocimiento y de la sabiduría. En ese sentido, tenemos
constancia de que cuando Heródoto visitó Egipto ya
denominó templo de Hermes a un santuario consagrado a Thot
(II, 138).

Thot, gran dios de Hermópolis Magna, en el Alto
Egipto, era uno de los dioses primordiales egipcios, encabezando
una ogdóada de dioses que según antiquísima
creencia se habría asentado sobre la colina primigenia de
Hermópolis. Creador de las ciencias y de las artes
vinculadas a la escritura Thot era una divinidad que jugaba un
papel de gran transcendencia en las Casas de la Vida, en donde se
estudiaban los conocimientos que había legado al hombre,
vinculados con las creencias religiosas, la magia, la medicina,
la astrología y la alquimia.

Para los helenistas herméticos y posteriormente
para los pensadores humanistas del Renacimiento, desde Marsilio
Ficino a Giordano Bruno, Hermes (Thot) habría sido el gran
profeta de la humanidad. Él habría sido quien
enseñó sus conocimientos a otros hombres que como
Moisés u Orfeo habrían de jugar luego un papel
transcendental en la historia de las religiones.

En el siglo II a.C. diversos tratados egipcios
atribuidos a Hermes comenzaron a ser traducidos al griego. Se
trataba de unos textos que habrían de alcanzar un notable
éxito en la medida en que ofrecían esperanza y
certezas a la filosofía griega en un ámbito, la
religión, en el que los egipcios no tenían
rivales.

De manera paulatina habría de producirse una
influencia mutua de lo griego y de lo egipcio, de cuya
interacción iría surgiendo lo que hoy se conoce
como hermetismo filosófico que sobre el fondo que supone
el conglomerado religioso egipcio desarrollaría luego unas
concepciones que se sitúan en el marco teórico del
medioplatonismo (cubriendo el espacio existente entre el propio
Platón y la filosofía neoplatónica). En
palabras de Xavier Renau, el Hermetismo habría de elaborar
"una refinada espiritualidad basada en la piedad por medio del
conocimiento", o en definición del propio "Libro de
Asclepio", una religión de la mente.

En el Hermetismo pronto se aprecia que no existe una
clara unidad doctrinal. Fruto del flujo y reflujo de creencias se
puede afirmar que existen realmente dos hermetismos. De un lado,
tendríamos el Hermetismo pesimista, que acusa la
influencia egipcia y también de otras culturas orientales
(persa, judía y babilónica). Destaca por presentar
unas concepciones de marcado carácter dualista en las que
la materia se distingue, en esencia, por su maldad. El hombre es
concebido como cárcel del alma, estando revestido de una
túnica aborrecible que le impide reconocer la belleza de
la verdad y el bien que en ella reside (Tratado VII). El
Hermetismo pesimista habría de ejercer una notable
influencia sobre las doctrinas gnósticas.

Por otro lado, existe también el denominado
Hermetismo optimista, en el que también se acusa la
impronta egipcia, influenciada luego, además, por la
filosofía griega. La idea central de esta corriente es que
el hombre es un ser digno de admiración, en la medida en
que desarrolla una función fundamental para el
mantenimiento del orden del cosmos. El hombre, nos dice el "Libro
de Asclepio", es un gran milagro. Es un ser vivo digno de toda
veneración y honor.

Los "Textos Herméticos", sostiene Xavier Renau,
recogerían las enseñanzas religiosas y
filosóficas de una comunidad de hombres que no se limitaba
a la mera discusión teórica de las cuestiones sino
que buscaba vivir una experiencia que se iniciaba con el
diálogo, continuaba con la plegaria y terminaba con el
recogimiento místico (iluminación
divina).

Kóre
Kósmou

El libro conocido como "Kóre Kósmou" es
uno de los textos que se integran en la Antología de Juan
de Stobi, que habría vivido en Macedonia entre los siglos
V y VI d.C. En él se nos habla de la existencia de dos
mundos, el que está arriba (el cosmos) y el que
está abajo (nuestro mundo), afirmándose que
solamente a través de la revelación puede el hombre
llegar a conocer el modo en que el mundo superior ha sido
ordenado. Isis y Osiris habrían instituido en la tierra
unos misterios o funciones sagradas que, en suma, vendrían
a significar la prolongación en nuestro mundo de los
misterios del cosmos o mundo superior.

La revelación de los secretos del cosmos es algo
que solo es accesible a los iniciados en los misterios. Hermes,
que lo conoció todo, habría grabado esos misterios
en libros sagrados que quedaron luego silenciados y ocultos,
constituyéndose desde entonces en objeto de
búsqueda por parte de las generaciones que habrían
de ir naciendo.

El "Kóre Kósmou" nos dice que a Hermes "le
vino a la mente la precisa decisión de depositar los
sagrados símbolos de los elementos cósmicos cerca
de los secretos de Osiris". Luego habría ascendido a los
cielos, exclamando antes: "Oh, libros sagrados, que fuisteis
creados por manos incorruptibles y ungidas con el filtro de la
inmortalidad, vosotros sobre quienes tengo poder, permaneced
incólumes e incorruptibles por el transcurso de toda la
eternidad haciéndoos incontemplables e indescifrables para
todo aquél que vaya a recorrer las llanuras de esta
tierra, hasta que el anciano cielo haya dado a luz sistemas
dignos de vosotros, que el creador denominó
almas".

Es decir, según las creencias herméticas,
Hermes habría conocido los secretos del cosmos en un
momento en que todavía no existían, siquiera, las
almas y, por tanto, menos aún los hombres. La
revelación de esos misterios solo podría ser
accesible para las almas una vez que estas fueran creadas por el
Supremo. El hombre, en cuanto compuesto de cuerpo y de alma, no
podrá acceder a esa revelación salvo que el alma
consiga aflorar y prevalezca sobre la materia del cuerpo. Desde
la pura materia, en las creencias herméticas, no es
posible acceder a la revelación. A través de la
iniciación solamente las almas más puras
podrán acceder al conocimiento sagrado.

Rebelión
de las almas

Afirma el "Kóre Kósmou" que hubo un
momento en que el Supremo deseó que el mundo superior no
estuviera inactivo, sino que decidió llenarlo de
espíritus, es decir de criaturas dotadas de pneuma divino
(almas-astros), buscando con ello el movimiento y la
acción en el cosmos. Hizo así nacer Dios
miríadas de almas, creando un total de 60 grados de ellas
(todas, eso sí, inmortales) cuyo destino sería
poblar las distintas regiones del cosmos, cada una de ellas en un
lugar concreto, adecuado a su propia naturaleza.

Insistió el Creador en que las almas
debían situarse en el lugar que él las había
asignado, advirtiéndolas que "si cometiereis algún
acto de rebeldía contra mis propias resoluciones os juro
por mi sagrado aliento que con la misma mezcla de la cual
habéis nacido y con mis mismas manos creadoras de almas,
fabricaré de inmediato cadenas y suplicios para
vosotras".

Desgraciadamente, las almas no tardaron en transgredir
las disposiciones divinas y dotadas de una audacia indiscreta e
impía, llenas de curiosidad, abandonaron sus propias
secciones y no permanecieron en los lugares que tenían
asignados. Ante esta situación, Dios no dudó en
castigar a las almas: resolvió crear al hombre para que en
él sufriesen castigo eterno las almas, que no
habían seguido sus deseos.

Sigue narrando el "Kóre Kósmou" que las
almas, cuando conocieron que su destino era el de ser
encarceladas en los cuerpos de los hombres comenzaron a gemir y
lamentarse de modo similar a como lo hacen los animales salvajes
cuando son obligados a vivir en cautiverio: "Sufrimos
-dirán- la terrible desgracia de ser separadas de todos
vosotros (el cielo y los astros) y, lo que es peor, tras ser
arrebatadas de las cosas grandes y luminosas, de lo sagrado
envolvente, de la opulenta bóveda celeste y de la
felicidad participada con los dioses, vamos a ser de este modo
encerradas en unos indignos y abyectos cuerpos. ¿Pero
qué acto tan vergonzoso hemos podido cometer, desgraciadas
de nosotras?".

Las almas eran conscientes de que habían quedado
atrapadas en unos cuerpos acuosos y rápidamente
disolubles, nos dice este texto hermético, a través
de los cuales ya solo podrían contemplar, en tamaño
ínfimo, a su progenitor el cielo. Con los ojos de los
hombres, las almas ya no podrían disfrutar contemplando la
Luz de Dios. Los ojos de los humanos, por si mismos, no la pueden
ver.

Atormentadas, las almas terminaron suplicando
perdón a Dios y este, finalmente, en su gran bondad,
decidió ofrecerlas un motivo de esperanza. En efecto, si
las almas, en su paso por la existencia humana, actuaban de una
manera virtuosa, sin cometer faltas graves, tras la muerte del
cuerpo que las aprisionaba se produciría su abandono del
lazo perecedero de la carne y podrían retornar, ya libres
de sollozos, a los cielos. Sin embargo, si cometían faltan
graves durante su vida como hombres las almas jamás
llegarían a alcanzar el cielo y en adelante ya ni siquiera
ocuparían cuerpos humanos, sino que pasarían el
resto de su existencia errantes entre los animales irracionales.
Estas creencias son similares a las que Platón, que
vivió parte de su vida en Egipto, exponía en su
obra "Timeo".

Según el "Kóre Kósmou", las almas
más justas, es decir las que experimentan más
profundamente el cambio hacia lo divino, son las que cuando
habitan los cuerpos humanos sobresalen como reyes justos,
filósofos, legisladores, profetas de los dioses,
músicos, astrónomos, etc.

La
redención de Osiris

A pesar de que el Supremo había ofrecido a las
almas una clara esperanza de redención, lo cierto es que
en un momento posterior habría de producirse lo que se
conoce como la segunda rebelión de las almas. Aprisionadas
en los cuerpos de los hombres por su primer acto impío
ocurrió ahora que las almas no podían soportar la
afrenta que el justo castigo de Dios les suponía. Con
nuevos actos de impiedad las almas buscaban ahora la disputa con
los dioses del cielo, utilizando los cuerpos de los hombres, los
únicos medios que poseían, para rebelarse de nuevo.
Como consecuencia de ello las guerras, las matanzas y el
salvajismo se hicieron los señores del mundo inferior:
"los más fuertes quemaban y mataban a los débiles y
arrojaban de lo alto de los templos tanto a los vivos como a los
cadáveres".

Presionado por los elementos (Fuego, Aire, Agua y
Tierra) el Supremo decidió manifestarse a los hombres para
acabar con esos actos de salvajismo y ofrecerles leyes y
esperanza en el futuro. Con esa finalidad, Osiris
(emanación de la voluntad de Dios) fue enviado a nuestro
mundo, en el que habría de jugar el inmenso papel de gran
dios civilizador, aportando la ayuda y el socorro divino a un
mundo necesitado de todo.

Hemos profundizado en la visión intensamente
negativa que el "Kóre Kósmou" ofrece acerca del
hombre y de su papel en el cosmos, que consiste, en suma, en ser
utilizado como castigo o prisión para las almas rebeldes.
Ese es el motivo, tanto en el antiguo Egipto como en el
Hermetismo, de que la materia sea considerada como algo que ahoga
la espiritualidad del alma. Existe una similitud entre las ideas
plasmadas en el "Kóre Kósmou" y las creencias
egipcias que expusimos anteriormente acerca de ese pecado o
mancha que el hombre arrastraría por el solo hecho de
nacer (los llamados pecados de los padres).

En ambos casos se piensa que es necesario que el hombre
actúe de manera justa a lo largo de su vida para que de
ese modo, tras la muerte, su espíritu pueda retornar a los
cielos. El hombre, cuando nace, arrastra un intenso componente
negativo. Su función en el cosmos es de castigo, si bien
puede redimirse a través de una vida virtuosa.

Las almas, en el "Kóre Kósmou", gimen
cuando son aprisionadas en el vestido de la carne. Los
espíritus, en el "Libro de los Muertos" piden un vestido
de Pureza que les libere de las imperfecciones y faltas de la
materia. Tras la muerte, tanto los egipcios como los iniciados en
el Hermetismo, serán juzgados. Solamente los puros, los
que no han cometido faltas graves, podrán ver como sus
almas se elevan hacia los reinos de Dios, transformadas, en ambos
casos, en espíritus puros (seres luminosos).

Libro de
Asclepio

Hemos analizado la visión pesimista que acerca
del hombre se encierra en el "Kóre Kósmou". Otros
textos herméticos, sobre todo el "Libro de Asclepio", se
distinguen, por contra, por ofrecer una visión claramente
optimista. En ellos se afirma que el hombre ha sido creado para
que se ocupe del cuidado del mundo inferior, así como para
atender a los cultos que se deben rendir al Supremo y al mundo
superior (el cosmos).

Esta visión optimista del hombre tiene
también sus antecedentes en Egipto, en donde los ritos
resultaban imprescindibles para el mantenimiento del orden del
mundo creado. En los templos egipcios, todos los días, los
sacerdotes seguían unos rituales muy concretos y llevaban
a cabo ofrendas a los dioses para conseguir, día tras
día, que la diosa Maat, símbolo del orden y de la
justicia, reinara triunfante en el cosmos.

El optimismo del "Libro de Asclepio" tienen
también claros antecedentes en las ideas desarrolladas por
la filosofía griega, sobre todo Platón (Timeo) y
sus seguidores. Según las creencias platónicas el
hombre habría sido creado ya que resulta imprescindible
para asegurar que el cosmos quede completo. Sin la presencia del
hombre el cosmos sería algo parcial e
imperfecto.

El "Libro de Asclepio", obra de los primeros siglos de
nuestra era y que ya es citado por el cristiano Lactancio a
principios del siglo IV, habría de convertirse en una de
las fuentes primordiales de la antigua sabiduría pagana,
ejerciendo profunda influencia en los posteriores momentos del
Renacimiento (Ficino, Bruno, Campanella, etc.). Es una obra que
nos habla de los grandes temas de la filosofía religiosa
del Hermetismo: el puesto del hombre en el cosmos, la naturaleza
de Dios y los principios en los que se asienta el orden del
cosmos.

El pavimento de la catedral de Siena nos ha dejado una
muestra evidente de la influencia de este libro en los hombres
del Renacimiento. En él se aprecia una
representación de Hermes Trimegisto que está
entregando los libros del conocimiento sagrado a dos personajes
que simbolizan a Oriente y a Occidente. La mano derecha de Hermes
reposa sobre una tabla que reproduce, precisamente, uno de los
textos del Asclepio.

El hombre y el
cosmos

Para las concepciones herméticas que se plasman
en el "Libro de Asclepio" el hombre es, en esencia, "un gran
milagro", un ser digno de veneración y honor, un ser que
conocedor del carácter divino que se integra en su
naturaleza no duda en despreciar el otro componente material, es
decir, su mera naturaleza humana. El hombre es digno de
admiración en la medida en que entre todos los seres vivos
es el único adornado con la cualidad del pensamiento.
Gracias a esa cualidad el hombre puede alzar su mirada al cielo y
tomar conocimiento del plan de Dios.

Según el libro, el Señor, hacedor de todas
las cosas, Dios, llegó un momento en que a partir de
sí mismo decidió crear un segundo dios, que fuese
visible y sensible, es decir, un dios que fuese perceptible por
los sentidos. Dios creó luego al hombre porque deseaba, en
su grandeza y bondad, que otros seres pudieran contemplar la
belleza de este dios (el cosmos) que había creado de
sí mismo. Existe una estrecha similitud de estas ideas con
las creencias egipcias sobre la creación del mundo. En
efecto, vimos antes que Atum, divinidad primigenia egipcia,
espíritu creador, decidió desdoblarse en dos partes
y dio origen a Ra, el sol, dios comprensible y visible por los
ojos de los hombres. De algún modo, tanto en Egipto como
en el Hermetismo se pensaba que el Creador se manifestaba a los
hombres a través del gran milagro del cosmos.

El papel del hombre en el cosmos se relaciona con la
dualidad de su naturaleza (materia y espíritu). El hombre
está dotado de una constitución que es en parte
mortal (el cuerpo) y en parte inmortal (el alma). La finalidad
del hombre, así compuesto, es la de admirar y adorar las
cosas del mundo superior, a la vez que habita y gobierna las
cosas del mundo inferior. El cosmos, en suma, habría sido
creado para que el hombre, a través de él, pudiese
contemplar al Supremo. En síntesis, para el "Libro de
Asclepio" todo existe para el hombre y el hombre existe para
Dios.

Esa idea ya fue plasmada en el Egipto de los faraones
por el autor de las "Instrucciones a Merikare", que nos
dejó escrito que "Dios ha hecho para los hombres el Cielo
y la Tierra, ha calmado para ellos la avidez de las aguas, ha
hecho el aire para dar aliento a sus narices, los ha creado a su
propia imagen, se eleva por ellos cada día en el Cielo.
Para los hombres hizo los vegetales, los pájaros y los
peces, para alimentarlos".

El hombre solamente puede encontrar su total plenitud
cuando a través de la contemplación de la divinidad
llega a ser capaz de despreciar su componente mortal, que le ha
sido incorporado a causa de su función de ocuparse del
cuidado de nuestro mundo. El hombre actúa de un modo justo
cuanto a través de una vida de piedad y de
dedicación al cuidado del mundo inferior consigue ser
grato al Creador. Entonces, cuando termine el tiempo de su
servicio en la tierra, una vez que sea descargado de la tarea de
custodia de nuestro mundo y libre igualmente de las ataduras de
lo mortal, habrá llegado el momento en que el hombre, puro
y santo -en palabras del Asclepio- será restituido a la
condición de su parte superior (divina): "Éste es
el premio que espera a los que viven en la piedad para con Dios y
atienden al mundo con diligencia", convertirse en dioses. Y todo
ello debido a que según nos indica este libro sagrado: "la
verdadera, pura y santa filosofía" no consiste sino "en
honrar a Dios con una mente y un alma sencillas, reverenciar sus
obras y dar gracias a la voluntad divina, la única
completamente llena de bondad".

Petosiris, modelo
de piedad

En los textos de la tumba de Petosiris, que fue Sumo
Sacerdote de Thot en Hermópolis en los tiempos previos a
la llegada de Alejandro Magno a Egipto, es decir, en los momentos
de la dominación del país del Nilo por los persas,
encontramos plasmadas las creencias que este hombre santo
tenía acerca del Supremo, de los caminos que conducen a
él y del destino del hombre cuando le llega la muerte. A
través de este singular personaje apreciamos que las
concepciones egipcias y herméticas sobre estos grandes
temas eran muy similares. Una breve exposición de las
inscripciones de la tumba de Petosiris nos permitirá
culminar el trabajo que nos ocupa.

Ante todo, para Petosiris el camino hacia Dios es seguir
en la vida la vía del corazón, es decir, la
vía de la piedad, no el camino del vientre (la materia).
Dice, en ese sentido, una de las inscripciones: "¡Oh,
vosotros que vivís sobre la tierra y vosotros que vais a
nacer, que vendréis a este desierto, que veréis
esta tumba y pasaréis ante ella: venid. Yo os
conduciré al camino de la vida, de forma que podáis
navegar con buen viento, sin que quedéis varados, para que
alcancéis la morada de las generaciones, sin llegar a la
aflicción.

Yo soy un difunto excelente, sin faltas -nos sigue
narrando la inscripción-. Si escucháis mis
palabras, si os unís a ellas, encontraréis su
excelencia. El buen camino es servir a dios. Bendito aquél
cuyo corazón le conduce a ello. Os hablo de lo que me
aconteció. Haré que conozcáis los designios
de dios. Haré que percibáis el conocimiento de su
poder.

He llegado aquí, a la ciudad de la eternidad,
porque realicé el bien sobre la tierra, porque
llené mi corazón con el camino del dios, desde mi
juventud hasta este día. Me tiendo con su poder en mi
corazón, me alzo haciendo lo que su ka desea.
Practiqué la justicia y aborrecí la falsedad,
sabedor de que él vive por ella, y en ella se
satisface".

Destaca como segundo aspecto de interés que
Petosiris era consciente de que después de su vida en la
tierra, tras su muerte, para poder integrarse con Dios
sería necesario que lograse superar un juicio en el que
sus actos serían pesados y valorados. Se trata de lo que
conocemos como "Juicio de Osiris", que permitía que los
justos que salieran victoriosos del mismo se transformasen en
dioses, asimilados a Osiris. Uno de los textos de la tumba nos
dice que: "Yo fui puro, como desea el ka de dios; no me
asocié con el que ignoraba el poder del dios,
apoyándome en aquel que le era fiel. No me apoderé
de los bienes de nadie, no hice mal alguno a nadie. Todos los
ciudadanos alaban a dios por mí. Yo hice esto pensando que
alcanzaría a dios tras la muerte, conocedor del día
de los señores de la justicia, cuando disciernen en el
juicio. Se alaba a dios por aquel que ama a dios; él
alcanzará su tumba sin aflicción".

Otra de las inscripciones asegura que: "Ningún
hombre alcanzará el Occidente a menos que su
corazón sea recto practicando la justicia. Allí el
pobre no se distingue del rico, sólo el que es encontrado
libre de falta por la balanza y el peso ante el señor de
la Eternidad. Ahí nadie está exento de ser
calibrado".

Partes: 1, 2

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