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El bastardo de Marx Las hijas y el hijo ilegítimo de Karl Marx – Una novela documental (página 3)



Partes: 1, 2, 3

Marx era, ante todo, un revolucionario. Colaborar, de
este o de otro modo, al derrocamiento de la sociedad capitalista
y de las instituciones políticas creadas por ella,
contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a
quien él había infundido por primera vez la
conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la
conciencia de las condiciones de su emancipación: esa era
la verdadera misión de su vida. La lucha era su elemento.
Y batalló con una pasión, una tenacidad y un
éxito como pocos. Primera Gaceta Renana,
1842; Adelante de París,
1844; Gaceta Alemana de Bruselas,
1847; Nueva Gaceta Renana, 1848-1849; New
York Tribune
, 1852 a 1861; a todo lo cual hay que
añadir un montón de panfletos de lucha y el trabajo
en las organizaciones de París, Bruselas y Londres, hasta
que, por último, nació como remate de todo ello, la
gran Asociación Internacional de Trabajadores, que era, en
verdad, una obra de la que su autor podía estar orgulloso,
aunque no hubiera creado ninguna otra cosa. Por eso, Marx era el
hombre más odiado y más calumniado de su tiempo.
Los gobiernos, lo mismo los absolutistas que los republicanos, le
expulsaban. Los burgueses, lo mismo los conservadores que los
demócratas, competían en lanzar difamaciones contra
él. Marx apartaba todo esto a un lado como si fueran telas
de araña, no hacía caso de ello; sólo
contestaba cuando la necesidad más imperiosa lo
exigía. Y ha muerto venerado, querido, llorado por
millones de obreros de la causa revolucionaria, como él,
diseminados por toda Europa y América, desde las minas de
Siberia hasta California. Y puedo atreverme a decir que si pudo
tener muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal.
Su nombre vivirá a través de los siglos, y con
él su obra.

Un bello discurso, sin duda, pero que falta a la verdad
en muchos puntos; hay que reconocerlo. Me complace pensar que
sólo quisieron acudir a su entierro los amigos más
íntimos, pero lo cierto es que mi padre era un hombre
prácticamente olvidado en el momento de su muerte.
Hacía mucho que no escribía nada, muchos
años que se había clausurado la Internacional,
muchos años que no hacía política. Aun
así, el discurso del General fue muy emotivo, lo mismo que
los obituarios publicados por sus seguidores. Después de
morir mi padre, el General se implicó en la tarea de dar a
conocer su obra, de actualizarla, de hacerla más accesible
a la clase obrera, de reunir los apuntes que dejó para
publicar los siguientes volúmenes de El Capital y
de escribir libros que sirvieran para entender mejor los
principios fundamentales de sus teorías. Por decirlo en
pocas palabras, una vez muerto Marx, Engels estaba fundando el
marxismo.

También me dolió mucho la muerte, en 1890,
de la fiel Lenchen, nuestra segunda madre. Cuando murió mi
padre se mudó a la casa del General, y ya liberada de las
tareas domésticas, vivió mejor que nunca. No le
faltó de nada y por fin pudo ver con total libertad a su
hijo, esto es, cumpliendo las restricciones que mencioné
antes. Legó a su hijo Freddy todas sus posesiones, que
ascendían a noventa y cinco libras. Como era una
más de la familia, la enterramos junto a mis
padres.

De: Friedrich Engels

A: Friedrich Adolph Sorge

5 de noviembre de 1890

Hoy tengo tristes noticias que contar. Mi buena, querida
y leal Lenchen ha fallecido plácidamente después de
una enfermedad breve y prácticamente sin dolor. Hemos
vivido juntos siete felices años en esta casa. Hemos sido
los dos últimos de la vieja guardia, de antes de 1848.
Ahora estoy solo de nuevo. Si Marx, durante un largo
período de tiempo, y yo, durante los últimos siete
años, tuvimos tranquilidad mental para trabajar, fue en
esencia gracias a ella. No sé qué será de
mí ahora. También echaré dolorosamente de
menos sus discretos consejos respecto a los asuntos del
partido.

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Friedrich Engels

En cuanto al General, fue siempre quien mejor salud tuvo
de todos los miembros de la vieja guardia, y por eso mismo fue el
último en morir. Y si no hubiera sido por ese
cáncer de garganta, a saber cuántos años
más podría haber vivido, ya que por lo demás
se encontraba muy bien físicamente. Recuerdo con amargura
esos días, no sólo por su fallecimiento, sino
porque fue cuando descubrí el asunto de la paternidad de
Freddy, como ya he relatado.

Engels es ahora un setentón, pero lleva con
facilidad sus tres veces veinte años más diez.
Tanto física como intelectualmente se mantiene en forma.
Lleva con tanta familiaridad sus seis pies y algo más de
estatura, que uno no creería que fuera tan alto. Tiene
barba, que forma una extraña inclinación lateral, y
que ahora comienza a encanecer. Su cabello, por el contrario, se
mantiene castaño y sin una sola cana; por lo menos no he
podido descubrir ninguna después de un atento examen. En
lo relativo a su cabello resulta más joven que la
mayoría de nosotros. Pero si ya el aspecto externo de
Engels es joven, él todavía lo es mucho más
que su aspecto. Es realmente el hombre más joven que
conozco. Y por lo que puedo recordar, en estos últimos
veinte años no ha envejecido (…)

Todavía existe otro aspecto en Engels,
quizás el más esencial, que creo que merece
comentarse. En vida de Marx decía de sí mismo: "He
tocado el segundo violín y creo haber conseguido cierto
virtuosismo, y me he considerado condenadamente feliz de haber
podido contar con un primer violín tan bueno como Marx".
En la actualidad Engels dirige la orquesta, pero sigue siendo tan
modesto y sencillo como si, como él mismo dijo, tocara "el
segundo violín".

Eleanor Marx

De: Louise Freyberger

A: Eleanor Marx

5 de agosto de 1895

Querida Tussy:

El viejo y querido General cayó dormido
plácidamente y sin sufrimiento a las 10:30 del día
de hoy.

Salí de la habitación para cambiarme y
ponerme algo para la vigilancia nocturna, estuve fuera cinco
minutos, y cuando volví todo había
acabado.

Tuya

Louise

Cuando murió, hicimos incinerar su
cadáver, tal como había dejado encargado. Unos
días después, con Edward, Bernstein y Lessner,
llevamos la urna con sus cenizas a Eastbourn, el pueblo donde le
gustaba pasar sus días de vacaciones, alquilamos una
barca, nos adentramos en el mar y allí esparcimos sus
cenizas. Igual que durante toda su vida cedió la
primacía a mi padre y quiso mantenerse en un segundo plano
-aunque en realidad nunca lo estuvo-, no quiso que le enterraran,
para que los obreros de todas las épocas visiten la tumba
de mi padre, no la suya. Fue fiel a los Marx incluso
después de su muerte, ya que nos legó a Laura y a
mí, las dos supervivientes de la familia, una cantidad
más que respetable que nos permitió comprar
nuestras respectivas casas. En cuanto a Freddy, también le
ignoró en su testamento, pero nosotras dos y Longuet,
viudo de mi hermana Jenny, nos encargamos de hacerle llegar una
suma de dinero suficiente, si no para vivir desahogadamente,
sí al menos para solucionar sus problemas
económicos.

Obituario de Friedrich Engels, por Edward
Aveling:

Engels medía aproximadamente seis pies, y hasta
su última enfermedad era un hombre de porte erguido,
militar, que llevaba con facilidad la carga de sus más de
setenta años. Ese porte militar, y el paso rápido y
enérgico, guardan cierta relación con el nombre que
sus amigos íntimos le daban: el General
(…)

Engels podía hablar con cada persona en la lengua
materna de ésta. Al igual que Marx, hablaba y
escribía a la perfección alemán,
francés e inglés, y casi con la misma
perfección italiano, español y danés;
también sabía leer y hacerse entender en ruso,
polaco y rumano; por no mencionar lenguas no vivas como el
la-tín y el griego. Cada día, con cada correo,
llegaban cartas y periódi-cos escritos en todas las
lenguas europeas, y era sorprendente ver cómo,
además de ocuparse de todo su trabajo, tenía tiempo
de leerlas, ordenarlas y conservar lo más importante en su
memoria. Cuando alguno de sus escritos o de los de Marx se
traducía a otra lengua, los traductores le enviaban
siempre los trabajos para su revisión y corrección
(…)

Ahora bien, no sólo por su facilidad para los
idiomas, sino en otros muchos sentidos, era Engels un admirable
anfitrión. Era la hospitali-dad en persona y tenía
unos modales excelentes (…) Durante los días de la
se-mana vivía en la mayor sencillez, a menos que alguno de
nosotros fuera a visitarle, desayunar o comer con él. Pero
los domingos era una verdadera alegría contemplar
cómo le divertía homenajear a sus amigos con lo
mejor que podía encontrar (…)

Engels fue uno de los hombres más altruistas del
mundo. Su propia presencia ya resultaba
estimulante, y lo mismo cabía decir de su
valor y su optimismo (…) Él era el hombre
al cual se podía dirigir uno ante cual-quier dificultad
que se presentara, y siempre se podía seguir su consejo.
Su saber enciclopédico estaba en todo momento a
disposición de sus amigos. Incluso especialistas de
diferentes campos del saber tuvieron que admitir que Engels
conocía dicho campo mejor que ellos mis-mos. Así,
en las ciencias naturales siempre era capaz de aportar una nueva
idea, ayudar un poco más, cualquiera que fuera la rama o
el aspecto de un ámbito sobre el que se le hacía
alguna pregunta.

En cuanto a la política, ese campo por el que se
interesaban todos sus amigos, todos acudían a
él para recibir instrucción. No sólo
conocía las bases fundamentales, sino también
los más pequeños detalles de la evolu-ción
económica, histórica y política de cada
país (…)

Su vida fue hermosa, y él la amaba. A veces creo
que bien pudo ha-ber pensado, igual que Sócrates: "Cuando
toda razón haya pasado y la muerte sólo sea como un
profundo sueño sin ensueños, en el cual nos sumimos
a veces, qué deseable será entonces la muerte". Con
su saber, con su obra, su confianza en el futuro del movimiento,
su ejército de amigos -entre los que Marx era naturalmente
el primero y último, su todo-, con su enorme
alegría de vivir, tenía más razones
que otros muchos para aferrarse a la vida y estimarla. Ahora
bien, tampoco sentía el mínimo temor ante la
muerte.

3

Edward es un enfermo moral y yo he querido curarle. Pero
ya es tarde. Tarde para los dos; para él y para mí.
Hace tiempo que desistí de hacerle cambiar, y ahora lo
único que quiero es descansar de una vez. Ya no
habrá más discusiones ni más sufrimiento. Va
a salir a arreglar unos asuntos -eso me ha dicho; a saber con
qué sucia amante se va a encontrar-, y aprovecharé
para enviar a Gertrude a que compre en la botica el
fármaco liberador. Dentro de unas horas llegará el
sueño eterno, la falta de sensación, y con ella la
cesación del dolor. Porque, ¿qué otra cosa
es el dolor sino sensación dañina, ya sea
procedente del cuerpo o de la mente? ¿Y qué cosa es
la muerte sino la ausencia de sensación y de dolor? Cuando
el querido veneno detenga mi respiración, mi
corazón y mi cerebro, habré dejado de sufrir. Dicen
que el efecto del ácido prúsico -más
conocido como cianuro- es terrible y doloroso, pero
también muy rápido. Unos minutos de convulsiones,
rigidez muscular, pulso acelerado, dificultades para respirar y
sensación de quemazón por todo el cuerpo, y al
final el corazón deja de latir, los pulmones de respirar y
sobreviene el coma irreversible. El tradicional arsénico
es mucho peor, con largas horas de náuseas, dolores,
calambres, diarreas y vómitos. Además, con tanto
tiempo y esos síntomas tan notables corro el riesgo de que
llamen a un médico y me dé algún
antídoto, igual que pasó en aquella ocasión,
hace más de diez años, en que Edward me
humilló y yo tomé una buena cantidad de opio, pero
me descubrieron y lograron salvarme haciéndome ingerir
unos cuantos cafés bien cargados y no dejándome que
me quedara quieta.

Sólo espero que el color azulado que
mostrará mi cuerpo no deje un cadáver poco
estético de ver. Por algo voy a estar recién
bañada y me voy a poner un bonito pijama blanco. Ya que
voy a acabar con todo, que sea bien y no de cualquier forma. Va a
ser como Madame Bovary, pero sin el maldito arsénico. Al
final resultará que durante mi vida no he podido cumplir
mi gran sueño de ser actriz -después de que mi
querida profesora me dijera que no tenía el talento
suficiente-, pero pondré fin a mis días de un modo
novelesco. Sólo espero que la posteridad sea benevolente
conmigo.

Ansiamos vivir cuando nuestra vida está llena de
alegría y gozo. Nos aferramos a la vida cuando nos queda
algo por lo que luchar, o cuando siguen presentes algunos de los
placeres que le dan sentido. Pero, ¿qué sentido
tiene vivir cuando lo único que nos queda es dolor? Y no
hablo del dolor físico, ese que puede amortiguarse tomando
una píldora de opio. Hablo del dolor del corazón,
del dolor emocional, ese que necesitaría de altas dosis de
láudano, administradas de forma continua, varias veces al
día, día tras día. Ese que no tiene cura
porque su causa es una persona que actúa intencionalmente,
y que sabemos que nunca dejará de obrar así porque
no puede ser de otra forma. ¿Qué otra alternativa
tengo? ¿Matarle? No sería capaz de hacerlo, y
aunque pudiera lo peor no sería la cárcel, no, sino
el remordimiento durante toda la vida por haberlo hecho y el
dolor de haber acabado con la persona a la que yo quería,
a pesar de todo. ¿Irme de su lado, olvidarle? No
soportaría que tuviera una vida sin mí, que fuera
feliz sin mí. ¿Estar toda la vida sedada, bajo los
efectos del opio a grandes cantidades? Llegaría un momento
en que la dosis necesaria sería demasiado alta, y
además creo que la vida hay que vivirla con lucidez, no en
estado de sedación. No. La decisión que he tomado
es, sin duda, la más adecuada. Decía Epicuro que no
debemos temer a la muerte porque, cuando nosotros somos, la
muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos. Nunca
llegamos a sentir qué es la muerte, y el proceso de morir
no puede ser doloroso cuando es producido por un tóxico
como el ácido prúsico. No voy a sufrir, y en cambio
voy a poner fin a todos mis sufrimientos. Una decisión
correcta, por tanto.

———–

El 31 de marzo de 1898, por la mañana temprano,
Edward Aveling se vistió a duras penas para viajar a
Londres él solo. Eleanor le rogó que no fuera, no
sólo por su salud, sino porque no quería que se
viera con ninguna amante ni con aquella a la que había
convertido en su esposa. Edward no dijo nada, terminó de
vestirse y se marchó.

A las 10 de la mañana, Eleanor envió a la
criada, Gertrude Gentry, a la botica de George Dale, situada en
el número 92 de la calle Kirkdale, con una nota que
decía: "Por favor, entregue al portador cloroformo y una
pequeña cantidad de ácido prúsico para el
perro". La nota incluía las iniciales E.A., y una tarjeta
a nombre del doctor Edward Aveling. La criada regresó con
un paquete que contenía dos onzas (60 mililitros) de
cloroformo y un dracma (la octava parte de una onza, es decir,
3,75 mililitros) de ácido prúsico. También
trajo el libro de venenos. Eleanor lo firmó con sus
iniciales E.M.A. (Eleanor Marx Aveling), tras lo cual Gertrude
fue a devolver el libro al boticario. Cuando volvió a
casa, alrededor de las 10:45, subió a las habitaciones de
la parte superior de la casa y encontró a Eleanor tumbada
en la cama respirando con dificultad. Le preguntó
qué le ocurría, y al no recibir respuesta
corrió a la casa de la vecina, la señora Kell, para
pedir ayuda, y después a casa del médico. Cuando la
señora Kell entró en el dormitorio de Eleanor, el
veneno ya había cumplido su misión. Cuando
llegó el doctor Henry Shackleton, tras un examen del
cadáver, dedujo, por el color de la cara y por el
característico olor a almendras amargas, que la causa de
la muerte había sido un envenenamiento con
cianuro.

Eleanor había escrito dos notas de
despedida.

Una para Aveling:

Querido, muy pronto habrá terminado todo. Mi
última palabra para ti es la misma que te dije durante
todos estos largos y tristes años: Amor.

Otra para su sobrino favorito, Jean Longuet:

Mi queridísimo Johnny:

Mis últimas palabras son para ti. Intenta ser
digno de tu abuelo. Tu tía Tussy.

La muerte suscitó muchas reacciones. Hubo quien
dijo que había habido un pacto de suicidio entre Eleanor y
Edward, y que éste no cumplió su parte y la
dejó morir. También se dijo que él
conocía sus intenciones, que se marchó de casa para
no estar presente durante la muerte y que regresó cuando
estuvo seguro de que todo había acabado.

Bernstein escribió un artículo expresando
su opinión, "¿Qué llevó a Eleanor
Marx a la muerte?", publicado en alemán en Neue
Zeit
y en inglés en Justice:

(…) El doctor Aveling no ha intentado poner en
duda ni refutar lo expuesto, ni tampoco librarse de la sospecha
que todo esto arroja sobre él. La sospecha consiste en que
el doctor Aveling, cuando salió de casa el 31 de marzo,
sabía que Eleanor estaba decidida a acabar con su vida, y
también sabía que había conseguido veneno
para tal fin, y sabiendo esto, no obstante no hizo ningún
esfuerzo para evitar el suicidio.

Por tanto, que el doctor Aveling tenga, o no,
responsabilidad criminal en la prematura muerte de Eleanor Marx,
sólo puede decidirlo una investigación judicial. En
cuanto a su responsabilidad moral, lo siguiente servirá a
modo de aporte (…)

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Eduard Bernstein

En el artículo, Bernstein resumía los
últimos meses de vida en común de Eleanor y
Aveling, las llamadas de socorro a Freddy Demuth y la actitud de
Aveling la mañana del día del suicidio y cuando
volvió a la casa, con Eleanor ya muerta. Bernstein
afirmaba que, sin lugar a dudas, Aveling fue responsable moral de
la muerte de Eleanor Marx, y tal vez responsable judicial.
También Wilhelm Liebknecht, amigo de la familia, tuvo
sospechas.

De: Wilhelm Liebknecht

A: Laura Marx

9 de abril de 1898

Son terribles las cosas que la gente dice sobre Aveling.
No puedo creerlo todo, y espero las noticias que Paul y tú
me hagáis llegar. En cualquier caso, fue una
cobardía decir que Tussy pudo tener una tendencia
mórbida al suicidio. No es cierto (…)

Pero un juicio contra Aveling, como desea Bernstein, no
me parece muy razonable.

De: Eduard Bernstein

A: Laura Marx

Abril de 1898

(…) Se le ha visto en compañía de
una mujer en un restaurante de moda, riendo y haciendo bromas. Y
no hay duda de que vive con una mujer. No sé si te dije
que aquí corrió el rumor de que Aveling se
había casado en secreto y que enterarse de este asunto fue
lo que llevó a Eleanor a morir.

Al funeral, celebrado el 5 de abril en el cementerio de
Waterloo Station, acudió una gran multitud. Pronunciaron
discursos varios dirigentes; Bernstein, entre otros. Sobre el
ataúd había coronas de flores enviadas por la
Federación Socialdemócrata, el Partido
Socialdemócrata Alemán, numerosas agrupaciones de
trabajadores y redacciones de periódicos. Aveling
asistió, pero se limitó a pronunciar unas palabras
sin ningún sentimiento y sin lágrimas en los ojos.
El día anterior había ido a ver un partido de
fútbol. Según Bernstein, si no hubiera sido porque
no querían un escándalo público, la gente le
habría despedazado. El cuerpo fue incinerado y Aveling no
solicitó quedarse con las cenizas. Después de la
investigación judicial, no fue encontrado culpable de
ningún cargo.

Eleanor pudo descansar por fin en paz. Seguramente las
palabras de su amiga, la actriz Olive Schreiner, no fueron en
absoluto negativas: "Me siento muy contenta de que Eleanor
esté muerta. Es una gran suerte que por fin haya logrado
librarse de él".

Edward Aveling recibió mil novecientas libras de
la herencia, que se gastó en poco tiempo, en parte para
pagar sus numerosas deudas. De todas formas, no pudo disfrutar
demasiado porque murió cuatro meses después, de
enfermedad renal. Durante ese tiempo se le prohibió
asistir a las reuniones del partido y del sindicato.

La pequeña urna con las cenizas fue recogida por
Lessner, que depositó en su interior una tarjeta que
decía "Estas son las cenizas de Eleanor Marx". La
llevó a las dependencias de la Federación
Socialdemócrata, donde el secretario la colocó
sobre la estantería acristalada de un armario, donde
permaneció 23 años. Después de muchas
tribulaciones, en 1956 fue enterrada junto a los restos de Marx,
su mujer, su nieto Johnny y Helene Demuth, bajo el monumento a
Marx que hay en el Cementerio de Highgate, de Londres.

4

Mi hermana Eleanor fue, con mucho, la más
inteligente y mejor dotada de las tres. Ella heredó el
amor por el conocimiento que siempre tuvo nuestro padre, y el
hecho de querer ser siempre una mujer independiente le
permitió conseguir logros que a Jennychen y a mí
nos fueron ajenos. Sus apodos, aparte del conocido "Tussy",
fueron Quo-quo y el Enano Alberich. Tenía los ojos color
castaño oscuro, el cabello negro azabache y la nariz
gruesa de mi padre, y era la favorita de mi madre. Nunca fue lo
que se suele llamar très jolie, pero su
alegría y su fuerza de carácter resultaban
realmente atractivas. Fue la única de las tres que hablaba
y leía alemán con soltura. Haber nacido nueve
años antes que ella me permitió observar sus
progresos en todos los ámbitos, y he de decir que siempre
fue una niña sobresaliente, si bien es cierto que tuvo la
ventaja de no sufrir las penurias que sí pasamos las dos
hermanas mayores, especialmente el tiempo que vivimos en aquel
pequeño apartamento del Soho donde murieron tres de
nuestros hermanos, donde mi madre permanecía más
días encamada que levantada, y donde mon
père
tenía que trabajar sobre una mesa
carcomida, siempre que se lo permitían sus fuerzas, muy
mermadas por la mala alimentación, el excesivo consumo de
tabaco y el insomnio crónico, y cuando no se
retorcía por los dolores causados por sus llagas, sus
cólicos o sus hemorroides.

Mi padre fue excesivamente sobreprotector con Eleanor;
por eso tuvo ese débil carácter, y por eso mismo
necesitaba una figura paterna que la protegiese, aunque fuera el
malvado de Aveling, la causa de todos sus males en sus
últimos años de vida y el culpable de su
suicidio.

———————

Mi hermana Jennychen, conocida por la familia por
Emperador de China, Quiqui y Di, tenía los ojos negros y
el cabello color azabache, también como mi padre.
Físicamente era la más parecida a Möhme, y de
ella heredó no sólo el nombre, sino saber aguantar
el sufrimiento, ya que tuvo un matrimonio muy difícil con
el inepto de Charles Longuet, que tanto la hizo sufrir y tan poco
la ayudó a llevar la casa. Mi padre no pudo oponer
ningún reparo a la relación, ya que él
siempre se comportó correctamente y Jenny ya tenía
veintiocho años. Pero, igual que mi marido, Paul, Longuet
era proudoniano. El pobre Moro tuvo que soportar declararse
socialista científico y tener dos hijas casadas con dos
socialistas utópicos. Imagino que este hecho le
haría recordar sus viejas batallas dialécticas de
juventud contra Proudhon y su Miseria de la
filosofía
, que escribió en contestación
a la obra Filosofía de la miseria, de
aquél.

Antes de conocer a Longuet, con veinticuatro
años, Jennychen consiguió un empleo de profesora de
idiomas para ayudar económicamente a la familia, ante lo
cual el Moro se preocupó mucho porque temía que
trabajar todo el día pudiera perjudicar su frágil
salud.

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Jenny y Laura

Jennychen y Charles se conocieron cuando él
huyó a Londres huyendo de la represión contra los
comuneros de París y se casaron en 1872. Se mudaron a
Oxford, donde Longuet intentó establecerse como profesor,
pero no lo logró. Volvieron a Londres para buscar trabajo,
y en 1874 consiguieron colocarse como profesores. Entre los dos
se ganaban la vida pasando el día dando clase, ya que
tenían que complementar sus empleos con clases
particulares.

Longuet era también bastante delicado de salud y
lo único que supo hacer bien fue dejar a Jennychen
embarazada de seis hijos en ocho años, a los que ni
siquiera supo criar, razón por la que dos murieron muy
pronto y los otros cuatro -una vez fallecida ella- no
están recibiendo la educación que necesitan. Para
colmo de males, en 1877 él sufrió un brote de
fiebre tifoidea que le dejó con un carácter
irascible, casi histérico.

Con razón mi madre dudaba de que Longuet pudiera
hacerla feliz, a ella, siempre tan frágil.
¡Qué dolores tan terribles tuvo que sufrir la pobre
Jennychen durante sus últimos años de vida! Dado
que me duele hablar de ella, a modo de homenaje, prefiero
recordar el bello obituario que le dedicó el
General.

Obituario de Jenny Longuet, nacida Marx, por
Friedrich Engels

Jenny, la hija mayor de Karl Marx, ha muerto en
Argenteuil, cerca de París, el 11 de enero. Hace ocho
años se casó con Charles Longuet, antiguo miembro
de la Comuna de París y actual codirector de
Justice.

Jenny Marx nació el 1 de mayo de 1844, y
creció en medio del movimiento proletario internacional y
en estrecho contacto con él. A pesar de cierta reticencia
que se debía a su timidez, cuando era necesario
exhibía una presencia de ánimo y una energía
que muchos hombres envidiarían.

Cuando la prensa irlandesa desveló el infame
trato que los fenianos juzgados en 1866 tuvieron que sufrir en la
cárcel, y los periódicos ingleses ignoraron
obstinadamente las atrocidades; y cuando el gobierno de
Gladstone, a pesar de las promesas realizadas durante la
campaña electoral, rechazó amnistiarlos e incluso
mejorar sus condiciones, Jenny Marx encontró una forma
para que el piadoso señor Gladstone tomara medidas
inmediatamente. Escribió dos artículos para el
periódico Marsellesa, de Rochefort, describiendo
vívidamente cómo se trata a los prisioneros
políticos en la Inglaterra libre. La tarea surtió
efecto. La divulgación en un gran periódico
parisino fue irresistible. Unas semanas después, O"Donovan
Rosa y la mayoría de los demás estaban libres y de
camino a América.

En verano de 1871, Jenny, junto con su hermana menor,
visitaron a su cuñado, Lafargue, en Burdeos. Lafargue, su
mujer, su hijo enfermo y las dos chicas se trasladaron de
allí a Bagneres de Luchon, un balneario de los Pirineos.
Una mañana temprano, un caballero se presentó ante
Lafargue y le dijo: "Soy oficial de policía, pero
republicano; hemos recibido una orden de arresto contra usted; se
sabe que usted estuvo a cargo de la comunicaciones entre Burdeos
y la Comuna de París. Tiene usted una hora para cruzar la
frontera".

Lafargue, con su mujer y su hijo, lograron pasar la
frontera y entrar en España, por lo que la policía
se vengó arrestando a las dos chicas. Jenny tenía
en su bolsillo una carta de Gustave Flourens, el líder de
la Comuna que fue asesinado cerca de París; si se
descubría la carta, las dos hermanas tenían
asegurado el viaje a la cárcel. Cuando se encontró
un momento sola en la oficina de policía, Jenny
abrió un polvoriento y viejo libro de cuentas,
metió dentro la carta y volvió a cerrar el libro;
tal vez la carta siga aún allí. Cuando las dos
chicas fueron llevadas a la oficina, el prefecto, el conde de
Keratry, un famoso bonapartista, las interrogó. Pero la
astucia del antiguo diplomático y la brutalidad del
antiguo oficial de caballería sirvieron de poco al
enfrentarse a la tranquila prudencia de Jenny. Salió de la
sala en un ataque de ira por "la energía que parece propia
de las mujeres de esta familia". Después de enviar varios
mensajes a París y de recibir otros tantos, finalmente
tuvo que liberar a las dos, que habían sido tratadas de
manera realmente indigna durante su detención.

Estas dos historias son características de Jenny.
El proletariado con ella ha perdido una valiente luchadora. Pero
su padre, que se encuentra de luto, tiene al menos la
consolación de que cientos de miles de trabajadores de
Europa y América comparten su dolor.

————————

En cuanto a mí, nací el 26 de septiembre
de 1845 en Bruselas, cuando mi padre se encontraba en esa ciudad
conspirando contra las monarquías europeas. Mi familia y
mis amistades más cercanas, en lugar de llamarme por mi
nombre, Laura, me conocen por los apodos de Hotentote y Kakadou.
Tengo los ojos verdes y el cabello de color castaño claro,
siempre me han dicho que soy bonita, y en cuanto al temperamento
soy la más callada de las tres hermanas; incluso en
algunos momentos he tenido lo que podemos llamar ataques de
melancolía. Siempre fui la más hogareña y la
menos propensa a meterme en política, así que
supongo que estaba predestinada a casarme. De hecho, aunque Jenny
era mayor que yo, me casé antes. Tuve un pretendiente
llamado Charles Manning, que tenía bastante dinero y
parecía un hombre honesto. Me pidió que
entabláramos relación en numerosas ocasiones, pero
yo simplemente no sentía nada por él, a pesar de
que su hermana era una buena amiga mía.

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Laura Lafargue-Marx

Conocí a Paul en 1866, con 20 años, y
año y medio después me casé con él,
no sin que antes mi padre mostrara su preocupación y le
pidiera que probase que podía mantener sin problemas un
hogar. Paul comenzó a estudiar medicina en París,
pero sus ideas revolucionarios habían provocado su
expulsión. Por eso se trasladó a Londres, con la
idea de acabar allí la carrera. Como buen revolucionario,
empezó a visitar a mi padre para presentarle sus respetos,
pero pronto el objeto de su admiración fui yo, no el Moro.
Reconozco que al principio me mostré un poco fría
con él, pero así era mi carácter. Él,
en cambio, no dejaba de cortejarme y me acosaba con su fogosidad
antillana, que en aquel momento me incomodaba. Paul tenía
sangre francesa, judía, india caribeña y negra, a
partes iguales, y aunque de tez morena y cabellos ondulados,
tenía todo el aspecto de un joven francés de buena
familia. Su interés por mí fue pronto evidente, y
el Moro se preocupó como todo padre lo hace por el bien de
su petite fille y por el del futuro matrimonio.
Así que, además de rogarle que fuera menos
ardiente, escribió a su padre, para que le informara sobre
la situación económica de la familia.

De: Karl Marx

A: Paul Lafargue

13 de agosto de 1866

Me va a permitir usted hacerle las siguientes
observaciones:

1. Si quiere proseguir sus relaciones con mi hija,
tendrá usted que reconsiderar su modo de "hacer la corte".
Sabe que no hay compromiso definitivo, que todo es provisional;
incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no
debería olvidar que se trata de un asunto a largo plazo.
La intimidad excesiva está, por tanto, fuera de lugar, si
se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar la
misma ciudad durante un período necesariamente prolongado
de duras pruebas (…) A mi juicio, el amor verdadero se
manifiesta en la reserva, la modestia, e incluso la timidez del
amante ante su idolatrada, y no en la libertad de la
pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz.
Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer
mi razón entre ese temperamento y mi hija. Si en su
presencia es usted incapaz de amarla de un modo conforme a las
costumbres de Londres, tendrá que resignarse a quererla a
distancia. Estoy seguro de que entiende lo que le quiero
decir.

2. Antes de establecer definitivamente sus relaciones
con Laura, necesito serias explicaciones sobre su posición
económica. Mi hija supone que estoy al corriente de sus
asuntos, pero se equivoca. No he sacado a relucir esta
cuestión hasta ahora porque, a mi juicio, la iniciativa
debería haber provenido de usted. Sabe que he sacrificado
toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento, sin
embargo. Si tuviera que recomenzar mi vida, obraría de la
misma forma (…) Pero, en lo que esté en mis manos,
quiero salvar a mi hija de los problemas con los que se ha
encontrado su madre (…) En lo que respecta a su
posición en términos generales, sé que usted
aún es estudiante, que su carrera en Francia ha quedado
más o menos arruinada por cierto incidente, que aún
no domina el idioma, algo indispensable para su
aclimatación en Londres, y que su futuro es, como mucho,
enteramente problemático (…) Respecto a su familia,
no sé nada.

3. Para evitar toda mala interpretación de mi
carta, le puedo asegurar que si usted desea contraer matrimonio
en las circunstancias actuales, eso no sucedería. Mi hija
no consentiría (…)

4. Me gustaría que esta carta fuera un asunto
privado entre nosotros dos. Espero su respuesta.

Suyo,

Karl Marx

Posteriormente, Paul dejó testimonio escrito
sobre esos primeros contactos con mi padre. Nunca guardó
ningún resentimiento; al contrario, su admiración
por él fue constante. Mon cher mari puede tener
defectos, como todo el mundo, pero nunca ha albergado malos
sentimientos hacia nadie.

Fue en febrero de 1865 cuando vi por vez primera a Karl
Marx. La Internacional había sido fundada el 28 de
septiembre de 1864, en la asamblea celebrada en St. Martin's
Hall. Yo acudí desde París para llevarle noticias
de los progresos que la joven asociación había
logrado allí (…)

Por aquel entonces tenía yo veinticuatro
años, y toda mi vida recordaré la impresión
que me causó aquella primera visita. Marx estaba enfermo y
trabajaba en el primer volumen de El Capital, que no se
publicó hasta dos años más tarde, en 1867, y
que él temía no poder terminar. Le gustaba recibir
gente joven (…)

En aquel gabinete de trabajo de Maitland Park Road
-donde desde todas las partes del mundo civilizado
confluían los camaradas para consultar al maestro de la
causa socialista- no se me apareció como el incansable e
incomparable agitador socialista, sino como un erudito. Aquel
gabinete es histórico, y es necesario haberlo visto para
poder penetrar en la vida intelectual de Marx en su faceta
más íntima. Estaba situado en el primer piso, y la
amplia ventana que confería tanta luminosidad al cuarto
daba al parque. A ambos lados de la chimenea, y frente a la
ventana, las paredes estaban cubiertas de estanterías
repletas de libros, y cargadas hasta el techo de manuscritos y
paquetes de periódicos. Frente a la chimenea, y a un lado
de la ventana, había dos mesas cubiertas de papeles,
libros y diarios. En el centro de la habitación, donde la
luz era más favorable, estaba la pequeña y sencilla
mesa de trabajo (tres pies de largo por dos pies de ancho) y el
sillón de madera (…)

Marx no permitía que nadie ordenara, o más
bien desordenara, sus libros y papeles. Por otra parte, el
desorden reinante sólo era aparente: todo se encontraba en
el sitio preciso que él deseaba, y sin tener que buscar,
siempre cogía el libro o cuaderno que en aquel momento
necesitaba. Incluso en medio de una conversación se
interrumpía a menudo para demostrar con ayuda de un libro
alguna cita o cifra que acababa de utilizar. Formaba una unidad
con su gabinete de trabajo, cuyos libros y papeles le
obedecían como sus propios miembros (…)

Descansaba yendo de un lado a otro en su gabinete; desde
la puerta hasta la ventana la alfombra mostraba una franja
completamente gastada, tan claramente delimitada como un sendero
en un prado. De vez en cuando se tendía en el sofá
para leer alguna novela; en ocasiones leía dos o tres al
mismo tiempo (…)

Marx leía todas las lenguas europeas y
escribía tres: alemán, francés e
inglés, para admiración de todos quienes
conocían tales idiomas (…) Poseía un enorme
talento para las lenguas, que heredaron también sus hijas.
Contaba ya cincuenta años cuando se decidió a
aprender también el ruso, y a pesar de que esa lengua no
guarda relación etimológica próxima con
ninguna de las lenguas antiguas y modernas que él
conocía, al cabo de seis meses ya lo dominaba hasta el
extremo de poder recrearse en la lectura de los poetas y
novelistas rusos que más apreciaba: Pushkin, Gógol
y Schedrín. La razón por la cual aprendió
ruso era poder leer los documentos de las investigaciones
oficiales, que el gobierno mantenía en secreto debido a
sus terribles revelaciones; unos amigos devotos los habían
conseguido para Marx, que a buen seguro es el único
economista político de toda Europa Occidental que los
conoce (…)

La biblioteca de Marx, que contenía más de
mil volúmenes reunidos cuidadosamente en el curso de su
larga vida de investigaciones, no le bastaba. Así, durante
años fue un asiduo visitante del Museo Británico,
cuyo catálogo apreciaba en mucho. Incluso sus enemigos se
han visto obligados a reconocer su vasto y profundo saber, que no
sólo poseía en su propio campo, la economía
política, sino también en los campos de la
historia, la filosofía y la literatura de todos los
países (…)

El cerebro de Marx estaba repleto de una
increíble cantidad de hechos históricos y
científicos y de teorías filosóficas, y era
capaz de hacer un uso apropiado de todos esos conocimientos y
observaciones reunidos en largos trabajos intelectuales. Uno
podía preguntarle en cualquier momento y sobre cualquier
tema, y en todo momento daba la respuesta más completa que
se pudiera desear, acompañada siempre de reflexiones
filosóficas de carácter general. Su cerebro se
parecía a un buque de guerra anclado en el puerto y con
las máquinas a pleno vapor, dispuesto en todo momento a
zarpar en cualquier dirección del pensamiento. El
Capital
nos revela a buen seguro un intelecto de
sorprendente fuerza y altos conocimientos, pero ni para mí
ni para ninguno de quienes conocíamos de cerca a Marx,
El Capital u otra obra suya reflejaba toda la magnitud
de su genio y saber. Estaba muy por encima de sus obras
(…)

Pasaba horas enteras jugando con sus hijas, que
todavía hoy recuerdan las batallas navales y el incendio
de flotas enteras de barquitos de papel que Marx fabricaba para
ellas, colocándolos luego en una enorme tinaja llena de
agua y entregándolas a las llamas, para diversión
general de las chiquillas. Los domingos, sus hijas no le
permitían que trabajara; ese día les
pertenecía. Cuando hacía buen tiempo, toda la
familia hacía largas excursiones por el campo, parando en
sencillas fondas para refrescarse con cerveza de jengibre y comer
pan con queso. Cuando sus hijas todavía eran
pequeñas, les alegraba el camino contándoles
cuentos fantásticos de hadas que parecían no querer
acabar nunca, y que iba inventando a medida que caminaban y cuyos
enredos iba complicando y aumentando según la longitud del
camino, de modo que el interés de la narración
hiciera olvidar a las chiquillas su cansancio
(…)

Marx estaba orgulloso de Engels. Me enumeraba con
satisfacción todos los méritos morales e
intelectuales de su amigo; incluso viajó conmigo
expresamente a Manchester para presentármelo. Admiraba la
extraordinaria diversidad de sus conocimientos
científicos, y se preocupaba por los menores
acontecimientos que pudieran afectarle.

Paul Lafargue

El Moro escribió al padre de Paul, que
vivía en Burdeos, y éste le tranquilizó
diciéndole que la familia contaba con recursos, entre los
que se encontraban plantaciones de café en Cuba, y que
podían ofrecer a la joven pareja una renta para que
pudieran vivir holgadamente. El padre de Paul también
aprovechó para pedir mi mano. Nos casamos en 1868, nos
instalamos en Burdeos, con frecuentes viajes a España para
participar en la organización de la sección
española de la Internacional. Allí conocimos a
destacados socialistas de ese país, como Pablo Iglesias,
José Mesa y Anselmo Lorenzo, quien se hizo muy amigo de mi
marido y llegó a conocer a mi padre durante un viaje que
hizo a Londres.

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Paul Lafargue

Testimonio de Anselmo Lorenzo sobre Karl
Marx

Al cabo de poco rato paramos delante de una casa,
llamó el cochero y se me presentó un anciano que,
encuadrado en el marco de la puerta, recibiendo de frente la luz
de un candil, parecía la figura venerable de un patriarca
producida por la inspiración de un eminente artista. Me
acerqué con timidez y respeto, anunciándome como
delegado de la Federación Regional Española de la
Internacional, y aquel hombre me estrechó entre sus
brazos, me besó la frente, me dirigió palabras
afectuosas en español y me hizo entrar en su casa. Era
Karl Marx.

Su familia ya se había recogido, y él
mismo, con amabilidad exquisita, me sirvió un apetitoso
refrigerio; al final tomamos té y hablamos extensamente
sobre ideas revolucionarias, sobre la propaganda y sobre la
organización, y se mostró satisfecho de los
trabajos realizados en España, al valorar el resumen que
le hice de la memoria de que era portador para presentarla a la
conferencia. Agotado el tema, o más bien deseando dar
expansión a una inclinación especial, mi respetable
interlocutor me habló de literatura española, que
conocía detallada y profundamente, causándome
asombro todo lo que dijo de nuestro teatro antiguo cuya historia,
vicisitudes y progresos dominaba perfectamente. Calderón,
Lope de Vega, Tirso y demás grandes maestros, no ya del
teatro español, sino del teatro europeo, según
juicio suyo, fueron analizados en conciso y a mi parecer justo
resumen. En presencia de aquel gran hombre, ante las
manifestaciones de aquella inteligencia, me sentía
anonadado, y a pesar del inmenso gozo que experimentaba hubiera
preferido hallarme tranquilo en mi casa, donde, si bien no me
asaltarían sensaciones tan diversas, nada me
reprocharía no hallarme en armonía con la
situación ni con las personas.

No obstante, haciendo un esfuerzo casi heroico para no
dar triste idea de mi ignorancia, suscité la semejanza que
suele hacerse entre Shakespeare y Calderón y evoqué
el recuerdo de Cervantes. De todo ello habló Marx como
consumado experto, dedicando frases de admiración al
ingenioso hidalgo manchego.

He de advertir que la conversación fue sostenida
en español, que Marx hablaba regularmente, con buena
sintaxis, como sucede a muchos extranjeros ilustrados, aunque con
una pronunciación defectuosa, debido en parte a la dureza
de nuestras letras "c", "j" y "r".

Anselmo Lorenzo – Septiembre de 1871

——————-

También viajábamos a Londres para visitar
a mis padres. En 1871 tuvo lugar el apasionante episodio -con
terrible final- de la Commune de Paris. Paul
participó activamente, por lo que tras su caída y
la consecuente represión contra los comuneros, tuvimos que
trasladarnos a España, donde pasamos un par de
años. En 1873 nos fuimos a Londres, donde Paul quiso
dedicarse a la litografía, pero el negocio le salió
mal y el General tuvo que ayudarnos. He tenido tres hijos, pero
todos murieron a muy temprana edad, a pesar de los cuidados de
Paul. Precisamente fue eso lo que terminó de convencerle
de que debía abandonar la medicina, que siempre
había ejercido a regañadientes. Tras la
amnistía aprobada en Francia, volvimos allí y nos
establecimos, pero seguimos dependiendo del bueno de Engels, que
parece que nació para dedicar su vida a ayudar a la
familia Marx. La verdad es que no sé qué
habría sido de la familia sin él. Habríamos
perecido en la más absoluta miseria, así que espero
que la posteridad le reconozca este mérito, aparte de su
labor como organizador y, por supuesto, como autor de
artículos y libros. Paul colaboró en la
organización del partido socialista francés, con
algunos sobresaltos en forma de acoso policial, aunque ha tenido
el honor de ser el primer socialista en entrar al Parlamento.
Fuimos sobreviviendo, a veces bien, a veces mal, hasta que
murió el General, quien nos legó parte de sus
posesiones, tras lo cual compramos nuestra propia casa y hemos
tenido de sobra para vivir hasta ahora.

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Laura Lafargue-Marx

Paul también ha contribuido al movimiento
socialista con muchos artículos y algunos libros. El que
más éxito ha tenido ha sido El derecho a la
pereza
, que no gustó demasiado a mi padre, cuando
pudo leerlo en sus últimos meses de vida, ya muerta mi
madre y en un momento en que nada le hacía ilusión
ni parecía alegrarle. Al fin y al cabo, el Moro
decía en su juventud que el trabajo forma parte de la
esencia del hombre, así que poca gracia podía
hacerle que su yerno dijera que el trabajo es una
desgracia.

Paul Lafargue, El derecho a la
pereza

En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de
toda degeneración intelectual, de toda deformación
orgánica (…)

El proletariado, la gran clase de los productores de
todos los países, la clase que, emancipándose,
emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará
del animal humano un ser libre; también el proletariado,
traicionando sus instintos e ignorando su misión
histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del
trabajo. Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias
individuales y sociales son el fruto de su pasión por el
trabajo (…)

Nuestro siglo -dicen- es el siglo del trabajo. En
efecto, es el siglo del dolor, de la miseria y de la
corrupción. Y, sin embargo, los filósofos y
economistas burgueses, desde el penosamente confuso Augusto Comte
hasta el ridículamente claro Leroy-Beaulieu, los literatos
burgueses, desde el charlatanamente romántico
Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock,
todos han entonado horribles cánticos en honor del dios
Progreso, el hijo primogénito del Trabajo.

Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la
fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad,
trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres,
tengáis más razón de trabajar y de ser
miserables. Así es la ley implacable de la
producción capitalista.

Los proletarios, prestando atención a las falaces
palabras de los economistas, se han entregado en cuerpo y alma al
vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la
sociedad entera en esas crisis industriales de
sobreproducción que trastornan el organismo social. Dado
que hay abundancia de mercancías y escasez de compradores,
se cierran las fábricas, y el hambre azota a las
poblaciones obreras con su látigo de mil correas
(…)

Para que llegue a la conciencia de su fuerza es
necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de la moral
"cristiana", económica y librepensadora; es necesario que
vuelva a sus instintos naturales, que proclame los derechos a la
pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados
que los ridículos derechos del hombre, concebidos por los
abogados metafísicos de la revolución burguesa; que
se obligue a no trabajar más de tres horas diarias,
holgazaneando y gozando el resto del día y de la
noche.

5

Y así ha sido nuestra vida, que hemos dedicado a
lo que nos ha gustado y en la que nunca hemos ejercido
ningún empleo, excepción hecha de los
artículos que Paul ha escrito para diversas publicaciones.
Llevamos muchos años viviendo tranquilamente en nuestra
casa de Draveil, que compramos con la herencia del General. Nos
han visitado cientos de amigos, especialmente miembros de
partidos socialistas de todo el mundo. El año pasado, por
ejemplo, estuvieron aquí los rusos Vladímir Lenin y
Nadeshda Krúpskaya, que llegaron en bicicleta. Tomaron el
té con nosotros; Paul habló con él sobre
filosofía y yo paseé con ella por el
jardín.

En este momento, Paul con sesenta y nueve años y
yo con sesenta y seis, habiendo agotado las rentas que nos
quedaban de lo que nos legó Engels y de la herencia de los
padres de Paul, sin hijos -ya que todos murieron en la primera
niñez- y sintiendo cómo nuestros cuerpos van
envejeciendo y sufriendo cada vez más enfermedades, ha
llegado el momento de la liberación final.
¿Qué sentido tiene la vida cuando ya no hay nada
por lo que vivir, cuando la vejez impone su ley? Mi hermana
Eleonor se suicidó por desesperación, en un
arrebato, por dolor ante las traiciones procedentes de Aveling.
Sin embargo, Paul y yo vamos a acabar con nuestras vidas con toda
la placidez del mundo, después de una larga
deliberación y habiéndolo pensado mucho. El cianuro
será el veneno liberador, pero, para evitar la más
mínima agonía -que sin duda sufrió mi
hermana durante unos minutos-, nos inyectaremos la sustancia en
lugar de beberla, para que la muerte sea más
rápida. Me contaron que un fuerte aroma a almendras
amargas impregnaba el aire de la habitación en que mi
hermana se suicidó. Imagino que quien nos descubra muertos
mañana percibirá el mismo olor.

————–

Y cumplieron con lo proyectado. Paul y Laura no estaban
enfermos, con la salvedad de los achaques propios de la edad, si
bien tampoco eran unos ancianos. El 26 de noviembre de 1911, el
jardinero de la casa encontró a los dos sin vida,
completamente vestidos, sentados en sendos sillones de un
dormitorio. Sobre una mesa había una nota.

Sano de cuerpo y de mente, pongo fin a mis días
antes de que la penosa vejez, que me ha quitado los placeres y
alegrías uno tras otro, y que me ha quitado mi fuerza
física y mental, pueda paralizar mi energía y
acabar con mi fuerza de voluntad convirtiéndome en una
carga para mí mismo y para los demás. Durante
algunos años me había prometido no vivir más
allá de los setenta años de edad, y fijé el
año exacto de mi despedida de la vida. Preparé el
método para la ejecución de nuestro deseo, una
inyección hipodérmica de cianuro. Muero con la gran
alegría de saber que, en algún momento futuro,
triunfará la causa a la cual he dedicado cuarenta y cinco
años. ¡Larga vida al comunismo! ¡Larga vida a
la Segunda Internacional!

Paul Lafargue

Dejaron poco dinero a su muerte: lo justo para pagar el
funeral y algo para el jardinero. Parece evidente, por tanto, que
se les había acabado el que tenían y que
preferían no vivir pasando penurias. Lafargue fue toda su
vida un hedonista, y en la vejez no iba a ser distinto; su mujer,
Laura, le apoyó en su decisión final.

La lluviosa tarde del domingo 3 de diciembre, los
cuerpos de Paul y Laura fueron incinerados en el cementerio de
Pere-Lachaise. Una gran multitud acudió al funeral. Entre
los asistentes había destacados representantes de partidos
socialistas: Jaures por el francés, Kautsky por el
alemán y Lenin por el ruso, entre ellos. Algunos
ofrecieron discursos. Lenin, fuertemente impresionado por el
acontecimiento, afirmó que si un socialista ya no puede
hacer nada por la causa, puede afrontar la muerte y poner fin a
la vida.

Discurso de Lenin en el funeral por Laura Marx y
Paul Lafargue

Camaradas, tomo la palabra para expresar, en nombre
del Partido Socialdemócrata Ruso, nuestro profundo
dolor por la muerte de Paul y Laura Lafargue (…) Para los
obreros socialdemócratas rusos Lafargue era un
vínculo entre dos épocas: la época en que la
juventud revolucionaria de Francia y los obreros franceses se
lanzaban, en nombre de las ideas republicanas, al asalto
contra el Impe-rio, y la época en que el proletariado
francés, bajo la dirección de los marxistas, ha
desplegado la consiguiente lucha de clases contra todo el
régimen burgués, preparándose para
la guerra final contra la burguesía, por el
socialismo.        

Los socialdemócratas rusos, que sufrimos toda la
represión de un absolutismo impregnado de barbarie
asiática, y que hemos tenido la dicha de conocer en
forma directa, por las obras de Lafargue y de sus amigos, la
experiencia revolu-cionaria y el pensamiento revolucionario de
los obreros eu-ropeos, vemos hoy con particular claridad lo
rápidamente que se aproxima la época del triunfo de
la causa a cuya defensa consagró su vida Lafargue
(…) En Europa se multiplican los sínto-mas de que se
aproxima el fin de la época de dominación del
llamado parlamentarismo burgués pacífico, para dar
paso a una época de batallas revolucionarias del
proletariado organizado y educado en el espíritu de las
ideas del marxismo, y que ha de derrocar el dominio de la
burguesía e implantar el régimen
comunista.

Otros, en cambio, se sintieron molestos y ofendidos
porque la pareja hubiera tomado esa determinación. Por
ejemplo, un artículo publicado en el periódico
Le Populaire, decía:

¿Tenía derecho a traicionarnos y
abandonarnos? ¿Tenía derecho a no creer en
nosotros? No creyó que los camaradas no le dejarían
ser un indigente, no creyó que tendríamos recursos
suficientes para ofrecerle una vejez despreocupada. No
entendía lo que su presencia y la de la única hija
superviviente de Marx significaba para el partido.

Algunos socialistas españoles también les
rindieron tributo en forma de artículos.

La muerte de Paul Lafargue y Laura Marx, de
Juan José Morato

Publicado en La Palabra Libre, 1911

¿Qué catástrofe, qué dolor
pudo determinar al socialista francés Pablo Lafargue a
quitarse la vida? Una enfermedad -dice el telégrafo-. Y no
formulamos igual pregunta respecto de su esposa, Laura Marx,
porque el gran pensador hizo de sus hijas seres afectuosos, de
tanto corazón, de tan sensible y exquisita delicadeza, que
no podrían sobrevivir a un desengaño tremendo ni a
la pérdida del compañero que eligieran de por
vida.

Hace años, Eleanor Marx, la gentil muchacha que
hacía recitar a Anselmo Lorenzo los versos de
Calderón para apreciar de labios castellanos las bellezas
eufónicas de la poesía, se envenenaba con
ácido prúsico, y este trágico suceso
conmovía al mundo del socialismo internacional. Bien
acomodada por su esposo Aveling; enriquecida por el legado
paternal de Engels; alegre, risueña, sana de cuerpo y de
espíritu, nadie adivinaba los móviles siniestros de
la trágica resolución.

Liebcknecht hizo saber que el culpable de tal desgracia
era Aveling, que faltó a la fidelidad jurada a su
compañera.

Ahora parece que los padecimientos físicos
determinaron a Pablo Lafargue a concluir con ellos y con su vida;
Laura Marx le ha seguido.

Lafargue nació en Santiago de Cuba, de familia
rica; estudió mucho y se hizo médico. La
Comuna de París lo arrastró al socialismo, y la
caída de aquélla lo trajo emigrado a España,
donde ingresó en la Internacional. Fue decisiva su
presencia entre nosotros (…)

En España, Lafargue fue delegado al Congreso de
la Internacional celebrado en Zaragoza, y, si no mienten nuestros
informes, suyo es, en su mayor parte, el portentoso dictamen
acerca de la propiedad que aprobó el Congreso.De
España se trasladó a Londres, donde se unió
a Laura Marx, y volvió a Francia en 1878, cuando se
promulgó la amnistía para los condenados o los
comprometidos en los sucesos de la Comuna. Y allí
trabajó en la fundación del partido obrero
francés, juntamente con Guesde y Deville, y
colaboró en el programa del histórico Congreso de
Marsella, y después trabajó asiduamente en
L'Egalité.

En L'Egalité principalmente
publicó sus paradójicos trabajos, llenos de
erudición, desconcertantes y siempre graciosísimos,
"Pío IX en el Paraíso", "El derecho a la pereza",
"La religión del capital", y muchos más que
merecieron ser traducidos a todos los idiomas cultos y que andan
impresos en español (…)

Fue diputado por Lille, y quiso repudiársele por
haber nacido en Cuba; demostró que era francés, y
tuvo asiento en el Parlamento, pronunciando discursos dignos
hermanos de sus humorísticos escritos.

Conocía bien el castellano y era entusiasta de
nuestra literatura, como Marx y como Engels, y en sus trabajos no
faltan citas de autores castellanos, sobre todo el
Romancero.

Laura Marx, su esposa, también deja huellas de su
vida en la literatura socialista. Tradujo del alemán al
francés el Manifiesto comunista, una bella
traducción llena de primores literarios, por lo que
resulta un poco apartada de la fidelidad. Esta traducción
es la que sirvió para realizar la
española.

Los dos esposos trabajaron mucho y bien por el
proletariado militante. Éste recordará siempre sus
nombres, y se sentirá conmovido por esta romántica
desaparición de dos seres a los que unía
inextinguible cariño.

A la memoria de Paul Lafargue y Laura Marx, por
Anselmo Lorenzo

Publicado en La Palabra Libre, 1911

El doble, original y, digan lo que quieran los
rutinarios, hasta simpático suicidio de Paul Lafargue y
Laura Marx, que supieron y pudieron vivir unidos y amantes hasta
la muerte en la ancianidad, ha suscitado mis recuerdos, aquellos
recuerdos juveniles que representan la vivacidad y alegría
de la plenitud de la vida, tristemente comparados con la
actualidad.Conocí al matrimonio suicida en Madrid en 1872.
Él, de inteligencia poderosa y varonil, y afabilidad
femenina; ella soberanamente hermosa, infundía respeto y
admiración, tanto por su belleza como por su aspecto de
amable superioridad. Encargado por el Consejo federal de la
Federación española de la Internacional de redactar
un dictamen sobre la propiedad, para ser presentado al Congreso
regional de Zaragoza, fui a casa de Lafargue muchas veces
para consultarle, y con su conversación y amable trato
aprendí más que con todas mis lecturas anteriores y
muchas de las posteriores. Diría que mi personalidad se
formó allí y entonces, siendo lo que soy, y valga
lo que valga, formado por aquel filósofo
revolucionario.

Lafargue fue mi maestro. Su recuerdo es para mí
casi tan estimable como el de Fanelli. Se ha dicho de
mí que soy pesado, que soy el dómine de la
lección única, algo así como la destemplada
caja de música, que sólo produce una sonata.
Quizá sea verdad; yo no lo sé; pero si fuera
cierto, se debería a que aquel concepto de la propiedad,
tan magistralmente expuesto, me pareció de tanta
importancia, y vi después tanta inclinación a
desviar el proletariado de la vía emancipadora, que me
impuse, como objetivo de mi vida, la protesta contra aquellos de
quienes el código presume que son autores de todas las
obras, siembras y plantaciones, y el señalamiento de todo
conato de desviación. ¡Ojalá hubiera
producido el mismo efecto que a mí la amistad de Lafargue
a Pablo Iglesias y a Paco Mora! Quizá no andaría el
proletariado español tan dividido en anarquistas,
socialistas y masa neutra.

Porque en Lafargue había dos aspectos diferentes
que le hacían aparecer en constante contradicción:
afiliado al socialismo, era anarquista comunista por
íntima convicción, pero enemigo de Bakunin por
sugestión de Marx, procuró dañar al
anarquismo. Debido a esa manera de ser, producía diferente
efecto en quienes con él se relacionaban, según el
carácter propio de cada individuo; los sencillos se
confortaban; pero los tocados por pasiones deprimentes trocaban
la amistad en odio, produciendo cuestiones personales,
escisiones, y creaban organismos que, por vicio de origen,
darán siempre fruto amargo.

Pasó aquella época; no volví a ver
a Lafargue ni con él tuve correspondencia, y quizá
nada hubiera escrito sobro este triste asunto, si a ello no me
hubiera inducido la mención del citado dictamen, hecha por
mi amigo Morato, el simpático redactor obrero del
Heraldo de Madrid. En efecto, de aquel dictamen fue
Lafargue el autor principal, el que aportó la mayor parte
de las ideas, correspondiéndome la parte menor y la forma,
porque Lafargue, aunque hablaba español, no dominaba el
idioma para poder escribirlo (…)

Me complazco en unir este recuerdo a las honras
tributadas por los trabajadores de París a Paul Lafargue y
a Laura Marx, ante el horno crematorio del Pere
Lachaise.

6

Mi abuelo, Freddy Demuth, nunca llegó a saber de
quién era hijo, pero dudo que aceptara la historia de que
nació fruto de una relación de Friedrich Engels con
Helene Demuth, la criada de los Marx. Esa incertidumbre le
acompañó toda su vida, le indujo a ser
retraído, y su naturaleza tímida y su escasa
formación le impidieron investigar más al
respecto.

Yo supe la historia porque me la relató mi padre,
Harry Demuth, quien a su vez la conoció de labios de la
señora Louise Freyberger, testigo directo de los hechos,
presente en el momento en que Engels lo confesó todo;
después he investigado un poco por mi cuenta. Ella
consideró que era mejor que mi abuelo nunca conociera su
paternidad, y por eso nunca se lo contó, pero sí
quiso que mi padre la conociera, una vez muerto Freddy.
Además de ella, mi padre y yo, han conocido el secreto su
marido -el doctor Ludwig Freyberger-, Samuel Moore, Karl
Pfänder, August Bebel y Friedrich Lessner. También lo
supo Eleanor Marx, quien se lo contó a Edward Aveling y a
su hermana Laura. Dado que tanto Eleanor como Aveling murieron
hace mucho tiempo -en 1898-, que Laura y su marido se suicidaron
en 1911, que éstos no se lo confiaron a nadie más,
y que todos prometieron no decir nada, pocas personas han sabido
el secreto más oculto y terrible de Karl Marx.
Lamentablemente para la posteridad y para los historiadores, la
correspondencia de Marx, su mujer, sus hijas y Engels fue cribada
en varias ocasiones para evitar dejar testimonios excesivamente
comprometedores. Después de morir Marx, Engels se hizo
cargo de esta tarea, y después de morir éste
Eleanor y Laura tomaron el relevo censor. Un claro ejemplo de
ello es que Marx y Engels se escribían casi a diario, y
sin embargo hay un hueco en la correspondencia de las dos semanas
posteriores al nacimiento de Freddy. Parece que alguien no quiso
que se supiera de qué hablaron los protagonistas de los
acontecimientos.

Posiblemente algún día se sepa gracias a
algún documento que lo revele, pero confío en que
se difunda cuando se haga público este escrito que estoy
redactando ahora, suponiendo que la gente me crea. No soy
socialista ni comunista; tampoco tengo nada en contra de ellos ni
quiero dar argumentos a sus enemigos, pero sí deseo que se
conozca la verdad. Marx tuvo un hijo ilegítimo y la
historia debe saberlo.

————————

Mi abuelo Freddy, aun sin formación
académica, llegó a tener un buen empleo gracias a
que era un trabajador muy aplicado; de hecho, fue admitido en la
Sociedad de Trabajadores Especializados. Trabajaba como ajustador
y tornero, y gracias a su posición tenía derecho a
subsidio de desempleo y por enfermedad y a pensión de
jubilación. Se casó en 1873 con Ellen Murphy, en la
parroquia de St. George, en Hanover Square y vivieron
algún tiempo en Whitehorse Street, Piccadilly. Su hijo,
Harry -mi padre-, nació en 1882. Poco después
ocurrió el episodio más duro de su vida: su mujer
le abandonó por un soldado. Además, se llevó
una cantidad considerable de dinero que guardaba, perteneciente a
un fondo común de los empleados de la
fábrica.

Posteriormente vivió, junto con su hijo (mi
padre), durante mucho tiempo, en la Avenida Grandsden, una
pequeña callejuela llena de viviendas para obreros, en el
número 25, donde compartían casa con la familia
Clayton, formada por Henry, su mujer y sus tres hijos. Henry
Clayton y mi abuelo eran muy buenos amigos: tenían el
mismo trabajo, las mismas aficiones y los dos eran socialistas,
si bien no del ala revolucionaria, sino reformista. De hecho, mi
abuelo colaboró en la organización de una
sección del Partido Laborista.

Freddy era pequeño, tranquilo y con buen porte, y
llevaba mostacho. Era callado y de buenos modales, algo distante.
Era bondadoso y ayudaba a todo el que lo necesitaba.
Vestía muy bien y destacaba entre los demás obreros
por su aspecto. Su forma de hablar era correcta, con una voz
clara, aunque un poco aguda. No había recibido
educación formal, pero le gustaba instruirse y su estilo
de redacción no era del todo malo. Transcribo a
continuación la única carta que se conserva de
él.

De: Freddy Demuth

A: Laura Marx

10 de octubre de 1910

Mi querida Laura. Hace tanto tiempo que no sé
nada sobre ti que me tomo de nuevo la libertad de escribirte, lo
cual debí haber hecho antes, pero deseaba escribirte
noticias mejores sobre mí y sobre mi hijo y su familia, y
me complace decir que puedo hacerlo yo por mí mismo. Te
alegrará saber que estoy bien de salud.

Alrededor de 1905, los Clayton se mudaron a Rushmore
Road y mi abuelo alquiló un apartamento en los
sótanos de Dunlace Road. En 1914 cambió de trabajo,
y aunque tenía cincuenta y tres años, para que le
admitieran mintió sobre su edad y dijo que tenía
cuarenta y cinco. También en ese nuevo trabajo
destacó enseguida, los aprendices le consultaban los
problemas y cobraba algo más que los demás
mecánicos. Ahorraba todo el dinero que podía, e
incluso llegó a invertir algo.

En 1919 se mudó a otra casa, en la calle Reighton
Road. Le habían subido el sueldo y quería una
vivienda consecuente con su mejor posición social. En 1924
se jubiló y comenzó a recibir dos pensiones,
correspondientes a los dos empleos que había ejercido. Le
habría gustado no jubilarse, pero por su edad ya no era
capaz de trabajar correctamente.

Por aquel tiempo, mi abuelo era ya un anciano que
vivía con su ama de llaves, la señora Laura Ann
Payne. En 1926, buscando más comodidad, se trasladó
a la calle Stoke Newington Common, a una típica casa de
clase media, con tres pisos. Allí murió el 28 de
enero de 1929, de fallo cardíaco.

Tres días después incineraron el
cadáver en el crematorio de Golders Green y esparcieron
las cenizas por el jardín. En el testamento dejó la
décima parte a un amigo, un tal Jimmy Hill, la cuarta
parte a su ama de llaves, y el resto a su hijo, es decir, a Harry
Demuth, mi padre. Toda la herencia ascendía a mil
novecientas setenta y una libras, una cantidad muy elevada para
esos años y para un obrero, lo que podríamos llamar
una pequeña fortuna. Gracias a ella, mi padre y yo hemos
podido vivir desahogadamente, y ni él ni yo hemos tenido
que trabajar más de lo estrictamente necesario.

Mi abuelo nunca se interesó excesivamente por la
teoría política, aunque sí por temas
prácticos y sindicalistas. Nunca le interesaron las
doctrinas marxistas, sino que se declaraba reformista. Que yo
sepa, no leyó el Manifiesto Comunista ni El
Capital
, pero, a diferencia de su padre, Karl Marx, supo
vivir de su trabajo y dar la importancia que merece al dinero
ganado con esfuerzo.

————————

Para escribir lo que sigue a continuación he
tenido que molestarme en investigar; espero que el resultado
merezca la pena. La familia de Karl Marx tuvo descendientes,
procedentes del matrimonio entre Jennychen y Charles Longuet. La
pareja tuvo en 1873 un primer hijo, llamado Charles, que
murió con menos de un año. El segundo, nacido en
mayo de 1876, se llamaba Jean Laurent Frederick, y se le
conoció como Johnny. Marx adoraba a este niño, su
primer nieto. Johnny siguió los pasos de su padre y de su
abuelo y se convirtió en uno de los líderes del
Partido Socialista Francés. Murió en 1936, dejando
dos hijos, Robert (nacido en 1899), que fue abogado, y Karl
(nacido en 1904), que fue escultor.

El tercer hijo del matrimonio Longuet se llamó
Henry, conocido como Harry. Nació en 1878. Era delicado de
salud y retrasado mental. Murió en 1881. El cuarto hijo
nació el 18 de agosto de 1879, se le puso el nombre de
Edgar y se le conoció como Wolf. Se convirtió en
médico y fue miembro del Partido Socialista
Francés. En 1938 se afilió al Partido Comunista.
Murió en 1950, con 71 años, dejando tres hijos y
una hija, de nombres Charles (nacido en 1901), comerciante;
Frederic (nacido en 1904), pintor; Jenny (1906-1939); y Paul
(nacido en 1909), que fue agricultor en Madagascar.

En abril de 1881 nació el quinto hijo de
Jennychen y Longuet, Marcel. No participó en
política y murió en 1949. El 16 de septiembre de
1882 nació el sexto hijo, una niña, que
murió en 1952. Tuvo un hijo, Charles Jean Longuet, que fue
escultor y de quien se sabe que vivió en París con
su mujer Simone y sus dos hijas, Frederique y Anne.

Karl Marx siempre quiso tener un varón, pero
sólo tres hijas superaron la niñez. Tuvo un
varón que murió con ocho años, Edgar, y otro
con apenas unos meses, Guido. Pero tuvo otro que sí
llegó a adulto -mi abuelo, Freddy Demuth- y a quien nunca
aceptó como hijo, sino que quiso esconderlo a los ojos de
su tiempo y al registro de la posteridad. Si le hubiera
reconocido, su apellido se habría perpetuado; sin embargo,
después del suicidio de Laura, desapareció el
apellido Marx. Mi padre, Harry, hijo de Freddy, tuvo ocho hijos.
Yo soy uno de ellos, y me llamo David Demuth, no David Marx. Lo
que acabo de relatar -ahora que he llegado a la vejez y quiero
dejar constancia de mis recuerdos-, junto a las memorias de
Eleanor y Laura, ya forma parte de la historia, la historia de
las hijas y el bastardo de Karl Marx.

Londres, enero de 1975

Monografias.com

Freddy Demuth, el hijo ilegítimo
de Karl Marx

Bibliografía

  • Blumenberg, Werner, Marx. Editorial
    Salvat.

  • Buultjens, Ralph, The Secret of Karl Marx.
    Express Books.

  • Durand, Pierre, La vida amorosa de Marx.
    Libros Dogal.

  • Enzensberger, Hans, Conversaciones con Marx y
    Engels
    . Editorial Anagrama.

  • Evans, Faith (editor), The Daughters of Karl
    Marx
    . Penguin Books.

  • Giroud, Francoise, Jenny Marx o la mujer del
    diablo
    . Editorial Planeta.

  • Hunt, Tristam, El gentleman comunista.
    Editorial Anagrama.

  • Kapp, Yvonne, Eleanor Marx (dos
    volúmenes). Pantheon Books, New York.

  • Marxists Internet Archive
    (http://www.marxists.org).

  • Padover, Saul, Marx: An Intimate Biography.
    Mass Market Paperback.

  • Payne, Robert, El desconocido Karl Marx.
    Editorial Bruguera.

  • Payne, Robert, Marx, su vida y su leyenda.
    Editorial Bruguera.

  • Peters, H. F., Red Jenny – A life with
    Karl Marx
    . Allen & Unwin.

  • Rubel, Maximilien, Crónica de Marx.
    Editorial Anagrama.

  • Silveira, Maria José, Eleanor Marx, hija
    de Karl
    . Txalaparta.

  • Tsuzuki, Chushichi, Eleanor Marx – A
    Socialist Tragedy
    . Clarendon Press.

  • Wheen, Francis, Karl Marx. Editorial
    Debate.

 

 

Autor:

J. C. Ruiz Franco

[1] Edward Aveling, escritor y
político inglés. Fue la pareja de Eleanor Marx
durante quince años, sin casarse con ella.

[2] Freddy Demuth, el hijo ilegítimo
que Karl Marx tuvo con Helene Demuth, su criada.

[3] “General” es el apodo con el
que los amigos solían llamar a Friedrich Engels.

[4] “Moro” era el apodo con el
que la familia y los amigos solían llamar a Karl Marx.
Se debía a su tez morena.

[5] El “Nido” es la forma con que
Eleanor Marx se refería a su casa.

[6] “Nimmy” es uno de los apodos
con los que la familia y los amigos llamaban a Helene Demuth,
la criada de los Marx.

[7] “Möhme” es un diminutivo
de “madre”, en alemán. Era la forma con que
las hermanas Marx llamaban a su madre, Jenny Marx von
Westphalen.

[8] La mujer de Marx redactó este
escrito en 1865, con los recuerdos más destacables de su
vida y la de la familia.

[9] “Lenchen” es otro de los
apodos con los que la familia y los amigos conocían a
Helene Demuth.

[10] Barrio londinense que en el siglo XIX
era eminentemente obrero y habitado por la clase más
pobre de la ciudad.

[11] “Lupus” era el apodo de
Wilhelm Wolff, comunista y amigo de Marx que en numerosas
ocasiones le prestó dinero y que a su muerte le
dejó en herencia todos sus bienes, que ascendían
a una cantidad considerable.

[12] En Padover, Saul. Karl Marx: An Intimate
Biography. McGraw-Hill Book Company, 1978.

[13] S. Shuster, “The nature and
consequence of Karl Marx’s skin disease”, British
Journal of Dermatology, 2008, 158, pp1–3.

[14] Henry John Temple, vizconde de
Palmerston, fue secretario de asuntos exteriores de Gran
Bretaña desde 1846 a 1851, y primer ministro desde 1855
a 1865.

Partes: 1, 2, 3
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