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Nuestra América, José Martí




Enviado por Ramón Guerra Díaz




    Nuestra AméricaMonografias.com

    Nuestra América

    José
    Martí

    Resumen

    En enero de 1891 José Martí
    publica en Nueva York este ensayo genital e imprescindible para
    la comprensión de la identidad latinoamericana, fruto de
    sus observaciones y comprensión del desarrollo social en
    los países hispanoamericanos independizados de
    España a principios del siglo XIX, pero sometidos desde su
    nacimiento a una gran presión política y
    económica por las potencias capitalistas europeas y la
    "nueva república americana" del norte, esa que él
    llamó "el norte revuelto y brutal que nos desprecia". Lo
    asombroso de este trabajo es su vigencia política y social
    y la comprobación de sus análisis en un ambiente
    político a más de un siglo de sus
    preocupaciones.

    * *

    Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su
    aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique
    al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la
    alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal,
    sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y
    le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en
    el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que
    quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos
    no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con
    las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos:
    las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas
    valen más que trincheras de piedra.

    No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea
    enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la
    bandera mística del juicio final, a un escuadrón de
    acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para
    conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se
    enseñan los puños, como hermanos celosos, que
    quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene
    envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una,
    las dos manos. Los que, al amparo de una tradición
    criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus
    mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano
    castigado más allá de sus culpas, si no quieren que
    les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al
    hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero,
    a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas,
    que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o
    zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la
    tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han
    de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete
    leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de
    andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de
    los Andes.

    A los sietemesinos sólo les faltará el
    valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete
    meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los
    demás. No les alcanza al árbol difícil el
    brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el
    brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede
    alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos
    insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los
    nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de
    faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de
    carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea
    carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se
    avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que
    los crió, y reniegan. ¡bribones!, de la madre
    enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues,
    ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la
    madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde
    no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el
    gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó,
    paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de
    papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de
    salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos
    desertores que piden fusil en los ejércitos de la
    América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios y va
    de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y
    no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que
    les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a
    vivir con los ingleses en los años, en que los veía
    venir contra su tierra propia? ¡Estos "increíbles"
    del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los
    increíbles de la Revolución francesa, danzando y
    relamiéndose, arrastraban las erres!

    Ni ¿en qué patria puede tener un hombre
    más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de
    América, levantadas entre las masas mudas de indios, al
    ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos
    sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan
    descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se
    han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio
    que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene
    la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz
    e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus
    selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso,
    guiando jacas de Persia y derramando champaña. La
    incapacidad no está en el país naciente, que pide
    formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que
    quieren regir pueblos originales, de composición singular
    y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de
    práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos
    de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se
    le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de
    Siryés no se desestanca la sangre cuajada de la raza
    india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que
    atender para gobernar bien; y el buen gobernante en
    América no es el que sabe cómo se gobierna el
    alemán o el francés, sino el que sabe con
    qué elementos está hecho su país, y
    cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por
    métodos e instituciones nacidas del país mismo, a
    aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y
    disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para
    todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con
    sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El
    espíritu del gobierno ha de ser el del país. La
    forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia
    del país. El gobierno no es más que el equilibrio
    de los elementos naturales del país.

    Por eso el libro importado ha sido vencido en
    América por el hombre natural. Los hombres naturales han
    vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono
    ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la
    civilización y la barbarie, sino entre la falsa
    erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y
    acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no
    se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende
    prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre
    natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien
    le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por
    esta conformidad con los elementos naturales desdeñados
    han subido los tiranos de América al poder; y han
    caído en cuanto les hicieron traición. Las
    repúblicas han purgado en las tiranías su
    incapacidad para conocer los elementos verdaderos del
    país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con
    ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir
    creador.

    En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos,
    los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y
    resolver las dudas con su mano: allí donde los cultos no
    aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y
    tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la
    gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y
    gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las
    universidades los gobernantes, si no hay universidad en
    América donde se enseñe lo rudimentario del arte
    del gobierno, que es el análisis de los elementos
    peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los
    jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y
    aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la
    política habría de negarse la entrada a los que
    desconocen los rudimentos de la política. El premio de los
    certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el
    mejor estudio de los factores del país en que se vive. En
    el periódico, en la cátedra, en la academia, debe
    llevarse adelante el estudio de los factores reales del
    país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el
    que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad,
    cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la
    negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el
    problema después de conocer sus elementos, es más
    fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el
    hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia
    acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo
    con las necesidades patentes del país. Conocer es
    resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al
    conocimiento, es el único modo de librarlo de
    tiranías. La universidad europea ha de ceder a la
    universidad americana. La historia de América, de los
    incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se
    enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es
    preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más
    necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a
    los políticos exóticos. Injértese en
    nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el
    de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no
    hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en
    nuestras dolorosas repúblicas americanas.

    Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo
    pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo de las
    naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista
    de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan
    en México la república, en hombros de los indios.
    Un canónigo español, a la sombra de su, capa,
    instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres
    magníficos, que ponen de jefe de Centro América
    contra España al general de España. Con los
    hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron
    a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos
    por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el
    continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande,
    volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es
    más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra;
    como al hombre le es más fácil morir con honra que
    pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y
    unánimes es más hacedero que dirigir,
    después de la pelea, los pensamientos diversos,
    arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes
    arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela
    felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que
    había izado, en las comarcas burdas y singulares de
    nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda
    y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de
    savia gobernante en la práctica continua de la
    razón y de la libertad ; como la constitución
    jerárquica de las colonias resistía la
    organización democrática de la República, o
    las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al
    campo de bota de potro, o los redentores bibliógenos no
    entendieron que la revolución que triunfó con el
    alma de la tierra, desatada -a la voz del salvador, con el alma
    de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin
    ella, entró a padecer América, y padece, de la
    fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y
    hostiles que heredó de un colonizador despótico y
    avieso, y las ideas y formas importadas que han venido
    retardando, por su falta de realidad local, el gobierno
    lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por
    un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su
    razón, entra, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes
    que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que
    tenía por base la razón; la razón de todos
    en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos
    sobre la razón campestre de otros. El problema de la
    independencia: no era el cambio de formas, sino el cambio de
    espíritu.

    Con los oprimidos había que hacer causa
    común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y
    hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del
    fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando
    llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir,
    sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa
    despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó
    viviendo en la república; y nuestra América se
    está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las
    ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos
    desdeñados, de la importación excesiva de las ideas
    y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e
    impolítico de la raza aborigen,- por la virtud superior,
    abonada con sangre necesaria, de la república que lucha
    contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada
    árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá; con las
    zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

    Pero "estos países se salvarán", como
    anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de
    finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni
    en el país que se ganó con lanzón se puede
    echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en
    la puerta del Congreso de Iturbide "a que le hagan emperador al
    rubio". Estos países se salvarán porque, con el
    genio de la moderación que parece imperar, por la
    armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la
    luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha
    sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se
    empapó la generación anterior, le está
    naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre
    real.

    Éramos una visión, con el pecho de atleta,
    las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos
    una mascara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco
    parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la
    montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas
    alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar
    sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música
    de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las
    fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de
    indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su
    criatura. Éramos charreteras y togas, en países que
    venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha
    en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad
    del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la
    vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al
    negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se
    alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el
    general, y el letrado, y el prebendado. La juventud
    angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo,
    para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de
    nubes, El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba,
    ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni
    el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se
    probó el odio, y los países venían cada
    año a menos. Cansados del odio inútil, de la
    resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra
    el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de
    las, castas urbanas divididas sobre la nación natural,
    tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el
    amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan.
    "¿Cómo somos?" se preguntan; y unos a otros se van
    diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un
    problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las
    levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento
    empieza a ser de América. Los jóvenes de
    América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la
    masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se
    imita demasiado, y que la salvación está en crear.
    Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino,
    de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se
    entiende que las formas de gobierno de un país han de
    acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas,
    para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas
    relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser
    sincera y plena; que si la república no abre los brazos a
    todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre
    de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El
    general sujeta en la marcha la caballería al paso de los
    infantes. 0 si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el
    enemigo la caballería. Estrategia es política. Los
    pueblos han de vivir criticándose, porque la critica es la
    salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse
    hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego
    del corazón deshelar la América coagulada!
    ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre
    natural del país! En pie, con los ojos alegres de los
    trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos
    americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo
    de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los
    economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los
    oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los
    caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas
    viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga
    del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa,
    centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en
    las repúblicas de indios, aprenden indio.

    De todos sus peligros se va salvando América.
    Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo.
    Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a
    recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras,
    olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen
    coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo
    venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre
    la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu
    épico de la independencia amenazada, el carácter
    viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino,
    la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre,
    acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino
    de la diferencia de orígenes, métodos e intereses
    entre los dos factores continentales, y es la hora próxima
    en que se le acerque, demandando relaciones intimas, un pueblo
    emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y
    como los pueblos viriles, que se han hecho de si propios, con la
    escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos
    viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que
    acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su
    sangre, la América del Norte, o en que pudieran lanzarla
    sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de
    conquista y el interés de un caudillo hábil, no
    esta tan cercana aún a los ojos del más
    espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez,
    continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla;
    como su decoro de república pone a la América del
    Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le
    ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia
    ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el
    deber urgente de nuestra América es enseñarse como
    es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado
    sofocante, manchada sólo con la sangre de abono que
    arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas
    que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén
    del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de
    nuestra América; y urge, porque el día de la visita
    está próximo, que el vecino la conozca, la conozca
    pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia
    llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el
    respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las
    manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de
    lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para
    que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor
    "prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les
    azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a
    tiempo la verdad.

    No hay odio de razas, porque no hay razas. Los
    pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y
    recalientan las razas de librería, que el viajero justo y
    el observador cordial buscan en vano en la justicia de la
    Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito
    turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana,
    igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca
    contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición
    y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se
    condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos,
    caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de
    ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del
    estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un
    periodo de desorden interno o de precipitación del
    carácter acumulado del país, trocarse en amenaza
    grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el
    país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es
    servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una
    maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente,
    porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la
    vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son
    diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres
    biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su
    eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la
    Historia, suben a tramos heroicos la vía de las
    repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del
    problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el
    estudio oportuno y la unión tacita y urgente del alma
    continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la
    generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado
    por los padrea sublimes, la América trabajadora; del Bravo
    a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó
    el Gran Semí, por las naciones románticas del
    continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la
    América nueva!

    Publicado por primera vez en La
    Revista Ilustrada de Nueva York, el primero de enero de 1991 y
    luego el periódico El Partido Liberal, de México el
    30 de enero de ese mismo año.

     

     

    Autor:

    Ramón Guerra Díaz

     

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