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Pobreza y Humildad llevan al Cielo (Transformación del original de los hermanos Green)




    Pobreza y Humildad llevan al Cielo (Transformación
    del original de los hermanos Green) – Monografias.com

    Pobreza y Humildad llevan al Cielo

    (Transformación del original de los hermanos
    Green[1]

    Una mañana cualquiera me
    dirigía a la sinagoga como acostumbraba en los días
    de reposo. En el camino visualicé al hijo mayor del Rey.
    Nunca pensé que detendría su carruaje delante de
    mí. Uno de sus sirvientes salió y por
    petición del hijo del rey me hizo subir al carruaje. No
    podía creerlo, estaba montado en esa carroza con uno de
    los hijos de mi majestad. Lo más sorprendente era aquella
    mirada lánguida y triste que reflejaba en sus ojos. Me
    preguntó con vos hendida:

    –¿Hacia donde te
    diriges?

    — hacia la sinagoga, le respondí
    esperando despertar de aquella visión.

    Permaneció en un profundo silencio
    mirando los árboles frondosos por la ventana del carruaje
    y el sol diáfano que hablaba con su luz al corazón
    del inocente.

    — desde hace días he tenido una
    gran duda.

    — ¿cuál es?, le
    pregunté.

    — la semana pasada mientras dormía
    soñaba que moría. Al encuentro de mi alma
    veía espíritus de diversas formas: de
    muñecos y de animales. Uno de ellos tenía por
    ejemplo la cabeza de caballo, el cuerpo de león y las
    patas de cabra. Al otro extremo, vi varones de apariencias
    hermosísimas, cuyos rostros eran como el sol y sus
    cabellos tan blancos como la nieve. Sus vestiduras eran de lino
    finísimo, los cuales nunca había visto en la
    tierra, ni aun en los reyes más ricos de todos los reinos.
    De repente se abrió una puerta enorme y vi el cielo. Me
    sobrevino un inmenso asombro al contemplar la majestuosidad de
    ese lugar. Vi colores nunca percibidos en la tierra que no
    sabría explicar. Era extraordinariamente real, más
    real que nuestro mundo material. Uno de los varones me hizo
    señal y he aquí miré al otro extremo donde
    estaban los espíritus deformes y se abrió la puerta
    y en su interior observé reflejos de dolor, angustia,
    tristeza. Vi muchas personas lamentándose por estar en ese
    lugar tormentoso. Luego, escuché una voz cuyo origen era
    :

    –¿cuál crees que sea tu
    lugar? No hallaba respuesta a esa pregunta. Era consciente que no
    merecía el cielo porque siempre había sido un
    príncipe prepotente y áspero con el pueblo. Le
    dije: — señor, no lo sé. Él me
    dijo:

    –regresa y vive de acuerdo pienses
    sea apropiado para ganar el cielo. Desperté con el
    corazón sobresaltado, tanto así, que mi cadena de
    príncipe vibraba en mi pecho con aquellos
    latidos.

    Su sueño me turbó en gran
    manera. Lloré en silencio. Imploré el cielo que de
    súbito se tiñó de un verde virtuoso y
    perfecto como las turquesas más recónditas de los
    océanos.

    — ¿qué piensas de ese
    sueño?

    –No lo se, me respondió el
    príncipe.

    — pero desde que desperté de
    él no he vuelto a ser el mismo. He cambiado, porque temo
    ir al primer lugar. ¿Dígame por favor que debo
    hacer para no ir a allá, y en cambio, llegar al segundo,
    ese lugar solemne y hermoso?

    Al principio no sabía que responder.
    Luego de algunos minutos resolví decirle:

    –Debes renunciar a tu estatus social, a tu
    nobleza y a todo lo que tenga que ver con la vanagloria de esta
    vida y asociarte con los humildes de la sinagoga.

    El príncipe resolvió hacer
    como le indiqué y mandó a parar el
    carruaje.

    Nos quedamos debajo de un gran árbol
    y posteriormente descendimos camino arriba y llegamos juntos a la
    sinagoga. El príncipe cambió su vestidura real por
    unas comunes del pueblo.

    Pasaron siete años y el
    príncipe se había convertido en uno de los
    religiosos más reconocidos de todas las zonas gobernadas
    por el reino de su padre. Vivía muy feliz hablando de
    asuntos espirituales y enseñando el camino para llegar al
    cielo. Ciertamente se había convertido en un joven muy
    humilde y sabio.

    Un día cualquiera resolvió
    llegar al palacio del rey para encontrarse con sus padres y
    hermanos y compartirles acerca del sendero al cielo.

    Al llegar al palacio los guardias salieron
    a su encuentro. Éstos no lo conocían. El
    príncipe mandó a buscar a sus padres y hermanos
    para que le recibieran. Los guardias se burlaron de él.
    Sin embargo, uno de ellos fue a dar aviso.

    El rey al saber que se trataba de uno de
    los de la sinagoga se enfureció sobremanera y mandó
    a informar al joven que se retirara antes que se arrepintiera y
    lo mandara a la ahorca.

    El rey no consentía con los de la
    sinagoga porque consideraba que eran personas maniáticas
    que torcían la mente de la gente. Muchos de sus mejores
    sirvientes habían abandonado el reino para, según
    él, marchar detrás de esa locura. Además,
    desde años anteriores había tenido la
    intención de establecer un edicto donde constara la muerte
    de todos los que practicaran tal religión, pero por
    complacer a su esposa, quien no estaba de acuerdo, no lo
    implantó.

    El joven insistió en demostrar ser
    el hijo del Rey durante varios minutos. Uno de lo guardias
    entonces decidió dejarlo entrar en medio de la ira del Rey
    y sin observarlo bien ordenó que lo mandasen a la horca
    sin declarar palabra alguna.

    A la hora de la ejecución el rey
    disfrutaba de sus mejores manjares. Uno de sus sirvientes de
    confianza quien llevaba muchos años de trabajo en el
    palacio llegó ante él sollozando y
    manifestando:

    — Mi majestad, el hombre que usted
    ordenó ejecutar indubitablemente era su hijo, aquel que
    había desaparecido hacia siete años.

    El rey se levantó de prisa en
    dirección al lugar de ejecución. Le
    descubrió el rostro al joven y mirándolo
    meticulosamente comprobó que era su hijo Alfonso. El hijo
    de sus amores. Gimió tomándole su cabeza entre su
    pecho y sus brazos. Su quejar era inefable. Nunca en el reino,
    ningún sirviente o guardia habían escuchado y
    sentido tanta congoja en él.

    Ante tal situación el Rey
    decidió ocupar el lugar de su hijo en la sinagoga y
    cedió su reino a uno de sus hijos. Desde entonces, el Rey
    es uno de los anunciadores del camino al cielo y uno de los que
    más énfasis ha dejado a la memoria de su hijo
    Alfonso como el más grande líder espiritual en
    todas la historia de las sinagogas.

    SI TAN
    SÓLO…

    Todos los jóvenes en la iglesia
    hacíamos nuestras maletas para estar en el campamento.
    Recuerdo que mientras alistaba todo mi equipaje la noche
    anterior, mi corazón sobresaltaba de emoción al
    pensar que volvería a verla.

    Me incliné de rodillas y oré
    a Dios fervorosamente por aquel viaje y el encuentro con aquella
    doncella.

    Llegamos muy temprano de mañana a un
    lugar distante del campamento. Esperamos por más de dos
    horas hasta que un carro llegó y nos condujo hasta ese
    lugar.

    ¡Qué bello territorio
    deslumbraron nuestros ojos! Nunca imaginamos que sería una
    encopetada hacienda de encorbatados. Gracias a Dios nuestra
    estadía fue honrosa.

    Eran las tres de la tarde. Se tornó
    entre los árboles y nuestros sentidos un viento que
    llevaba consigo los perfumes de la esbelta naturaleza, entre
    ellos el de mi amada, a quien ansiaba divisar con todo el furor
    de mi alma.

    En esa espera sentí mi piel erizarse
    y mis fuerzas vulnerarse al sólo presentirla bajar de
    aquel vehículo. Observé mis manos, temblaban como
    si estuvieran a prueba de hielo. Acerqué mis ojos a un
    espejo y lloré sutilmente. Sabía que la amaba y que
    un año en el silencio más sombrío ataviado
    de amargura la amé sin medida, sin que ella lo supiera y
    tal vez, sin que me recordara. La amaba en mi secreto, me
    moría por ella y ella no lo sabía, no imaginaba que
    la esperaba con tanta ansiedad.

    Desvié mi mirada hacia el verde
    campo. Nunca antes había fijado vehementemente mis
    sentidos por completo a la imploración de la
    biósfera. Brotaban versos impolutos entre la
    armonía impetuosa del campo, las flores, los
    árboles, el cielo azul, la hierba, el sol y el paisaje de
    la silueta de Dayanis, el amor de mi vida.

    Siendo las cuatro de la tarde arribó
    el bus en el que ella llegaría. Sin pinchar mis ojos
    observé minuciosamente cada joven que bajaba del bus. De
    repente sentí frustración y me pregunté;
    ¿A caso no llegó? No había terminado de
    preguntarme cuando la vi descender de aquel vehículo toda
    inocente y pura. La naturaleza se quebrantó ante aquella
    presencia real, ante aquel presagio colmado de hermosura.
    Aprecié su piel morena y delicada, su mirada
    cándida entre rosas vírgenes, su ondulada cabellera
    como manada de estrellas adornando el firmamento y grave el
    sonido de sus pasos.

    –¡Dios mío!, –exclamé
    frenéticamente.

    –¿Qué hago ahora que la
    tengo tan cerca de mi?

    No me atrevía a
    aproximármele, temblaba mi voz, se agudizaban mis
    sentidos. Decidí hacerme el que dormía tal vez
    esperando que ella se arrimara a mí y me saludara. Pero no
    fue así, nunca lo hizo. Pensé que tal vez
    habría cambiado y se habría convertido en una de
    esas niñas creídas y sin
    escrúpulos.

    De un momento a otro recobré
    ánimos y la llamé, ¡Dios mío, se
    acercaba a mi! ¿Y ahora qué le digo?

    La saludé, ella me
    sonrió.

    Le hice algunas preguntas y ella
    amablemente me respondió. Luego de eso, se despidió
    con otra hermosa sonrisa.

    Me aparté de todos los
    jóvenes a un lugar solitario y lloré de
    alegría. Había estado frente a mi mayor
    ilusión, frente a mi más anhelado sueño,
    frente a mi más sagrada damisela.

    El día segundo del campamento
    llegó hasta mí y conversamos un rato agradable. Mis
    cuerdas vocales se declinaban y los sonidos de mi voz
    pretendían materializarse de forma entorpecida., no era
    para menos, estaba sumamente nervioso. No era capaz de mirar sus
    ojos porque sentía que en ellos había muchos
    tesoros y temía enredarme más y más en
    ellos.

    Fue el tercer día. No hablamos en
    todo el transcurso de la mañana y tampoco el de la tarde.
    La veía a lo lejos como encantada con otro joven. Le
    pregunté a Dios:

    –¡Dios mío!,
    ¿Será que tanto amor no será para
    mi?

    Al sentir que no correspondía a mis
    sentimientos me aislé de todos los jóvenes y
    lloré por tercera vez. A lo lejos, la admiraba y
    sollozaba, escribía versos con su figura, con sus cabellos
    que adornaban su frente, con sus ojos exaltados de brillo.
    Sentí una presión enorme en mi pecho, como si mi
    espíritu quisiera salir de mi cuerpo, mi
    respiración se debilitó y oraba a Dios para mitigar
    el dolor de mi bravura.

    El último día en la noche me
    nació el deseo irrefutable de expresarle cuánto la
    amaba. No era lo suficientemente capaz de enfrentarla. Le
    pregunté a un amigo de campamento si era prudente
    confesarle todo el amor que sentía por ella. Éste
    me aconsejó no hacerlo, pues, aseguraba llevarme una
    desilusión.

    Resolví no hacerlo y así
    guardarme este amor para mi solo, cerrar mis ojos para no ver el
    imposible de tenerla tan cerca y amarla con todas mis
    fuerzas.

    Pero mi amor por Dayanis era más que
    eso, mi amor por ella rompió todo paradigma. La
    llamé aparte, exhalé profundamente y
    mirándola a los ojos le expresé todo mi tierno
    amor. Ella quito de súbito su mirada. Fue extraño
    lo que descubrí. Miré la luna, mire luego sus ojos,
    ¡ay! Que hacía dúo de luz con la luna.
    ¡Que ojos, Dios mío! Juro, que la luz de sus ojos
    brillaban más que la luz de la luna. Su carita, tan
    candorosa, hermosísima, poseía una belleza
    exuberante. Imaginé Tomar sus manos, eran tan suaves como
    la brisa de la madrugada. No olvido sus palabras cargadas de
    dulzura y eso me abrió una esperanza.

    A la hora de la despedida del campamento,
    todos debíamos volver a nuestras casas. La abracé y
    le dije con palabras suaves que la quería. Me miró
    y sonrió.

    De regreso, en la noche, doblé mis
    rodillas ante el Dios todopoderoso y dejé todo en sus
    manos. Le dije:

    –Dios mío, si esto que siento por
    ella es o no es tuyo, quiero que se haga como tú quieras y
    no como yo quiera.

    Estaba muy triste, pues no estaba cerca de
    ella.

    La mañana siguiente recibí
    una llamada, era ella, Dayanis, mi amada. Que alegría
    sentí en mi corazón.

    Pasaron varios días y nuestra
    comunicación se extendía y así nuestra
    confianza.

    Llegó el momento y viajé a la
    capital a proseguir mis estudios de lengua.

    Mi relación con ella se
    fortalecía hasta el grado de decidir mutuamente ser
    novios. Era increíble para mí. De verdad, no
    podía creerlo. Pensaba por momentos que se trataba de un
    simple sueño, pero no, era real, era tan real como mi
    propia existencia.

    Siguió creciendo nuestra
    relación sentimental, nos amábamos con aquel amor
    inexpresable. Nunca había amado con tanto ardor como la
    amaba a ella. Vivimos juntos momentos inolvidables. Nos
    desbordamos de tanta pasión, de tanto cariño que
    parecía imposible un final para esta historia.

    Nuestras vidas eran de estrellitas, de
    corazoncitos, era algo que producía cosquillitas en
    nuestros corazones y estómagos. Era algo realmente
    inefable.

    Pasaron los meses, mi comportamiento
    empezó a cambiar y esto afectó a
    Dayanis.

    Mi padre tenía una amante y eso
    estaba dañando de forma progresiva la estabilidad tanto
    física como psicológica de mi hogar. Mi madre a
    raíz de una enfermedad desconocida se vio en la necesidad
    de abandonar su empleo. Mi padre la emprendía
    constantemente contra ella. Yo, impotente, sin poder mover un
    dedo desde la distancia, resistía todo el peso del dolor y
    la angustia al saber que mi hogar fenecía.

    Se apoderó de mí un gran
    resentimiento, un sufrimiento, un odio a la vida, a mi padre. Es
    de ser lógico, Dayanis fue aun más afectada por
    esto. Comencé a tratarla ásperamente, con
    despotismo, ya no la valoraba como al principio, no era
    romántico con ella como antes. Esto fue deteriorando
    nuestra relación. En el fondo era consiente de esto, pero
    por más que intentaba evitarlo ya tenía una herida
    en mi corazón, un daño casi irreversible, se
    trataba de mi hogar, de mi familia. Tantas veces me
    encerré en mi cuarto llorando porque quería
    cambiar. Era inútil. Pensé con todo el dolor de mi
    corazón dar por terminada mi relación con ella para
    no causarle perjuicio.

    Sin embargo, era tan fuerte esta
    pasión, que ella resistía a mi brusco cambió
    por amor, y permanecía a mi lado, amándome,
    correspondiéndome en lo necesario.

    La situación en mi hogar se
    debilitó aun más. Mi padre fue acusado de abuso
    sexual con menores de edad y fue enviado aun establecimiento
    penitenciario. Ante tal situación la enfermedad de mi
    madre aumentó.

    Era sumamente incapaz de verla casi como un
    cadáver, tendida en una cama con sus ojos hartados de
    sufrimiento y amargura. Su mirada proyectaba el dolor que
    sentía.

    La economía en mi casa empezó
    a derrumbarse. Los abogados que iniciaron el proceso se
    aprovecharon de nuestra precaria situación dilatando el
    proceso penal de mi padre y aminorando así nuestras
    finanzas.

    Mi madre parecía no resistir tanto
    padecimiento. Por instantes pensé que moriría. Ya
    había perdido parte de su habla por causa de la
    extraña enfermedad.

    Por mi parte, me era imposible dominar la
    situación y mi único consuelo era llorar y
    llorar.

    Que triste que era la vida en esos
    días. Sin embargo, mi consuelo para estar feliz era mi
    amada, el amor de mi vida, Dayanis. A su lado, mitigué
    este sufrimiento que entre otras cosas empeoró mi
    comportamiento. Empecé a sentir un odio fuerte por
    aquellas personas que atentaron contra la integridad de mi
    familia, tanto así, que deseaba en mi espíritu
    tomar venganza de muerte contra todos ellos.

    Las condiciones llegaron a un grado de
    decadencia, que nuestras posesiones y vienes se vieron
    amenazados.

    Ante tal realidad, yo había cambiado
    por completo, no era el mismo hombre que Dayanis conoció
    en aquel inolvidable campamento.

    Ella lloraba, sufría por mí.
    Yo la trataba negligentemente, bruscamente.

    Me sentía realmente infecundo y
    muchas veces me acerqué a Dios pidiéndole que me
    cambiara. Tantas veces le prometí a mi amada que lo
    haría, pero era inútil.

    Cansada de mi maltrato, de mi infructuoso
    comportamiento, decidió terminar con la relación.
    Su amor por mi desapareció, murió. Ya no me
    amaba.

    Pensé que tal vez eran unas de sus
    tantas rabietas, pero no, era muy en serio. Hasta hoy ella no ha
    vuelto conmigo y mi vida se ha inclinado hacia la
    angustia.

    Ahora eran tres los problemas que acababan
    con mi vida: mi padre preso, mi madre enferma y sin el amor de mi
    Dayanis.

    Una noche cualquiera miraba por la ventana
    de mi cuarto e invité a la soledad, mi fiel camarada en
    esos días taciturnos, para que me acompañara en
    medio de tanto dolor.

    La noche descendió aún
    más espesa y con ella la amargura, una ansiedad que
    recorría mis venas con el furor del que busca la muerte
    con desespero.

    Desde que se fue de mi, había
    perdido la calma. Intentaba por todos los medio porque ella
    volviera conmigo, pero no, ella ya amaba a otro. ¡Dios
    mío qué tristeza!

    Tomé un papel entre mis manos y
    dejé en mi cama bien tendida una carta a mis padres y
    hermanas donde les manifestaba que los amaba pero que
    había llegado el día en que debía partir.
    Dios altísimo es testigo que yo no podía resistir
    más este quejar tan inmenso que demolía mi vida
    paulatinamente.

    Tomé una cuerda, la suspendí
    contra el techo del patio, hice un nudo que enrollé en mi
    cuello, me subí en una silla y cuando me disponía a
    bajar de ella sentí una voz en mi corazón que
    decía que no lo hiciera porque me amaba. Era la voz de
    Dios.

    Entonces me tendí al suelo llorando.
    Quería correr, estaba angustiado. Mi madre me
    encontró en esa situación y lloró al verme
    así. Sollocé aun más al darme cuenta que el
    causaba más sufrimiento, sus ojos llenos de
    aflicción suplicaban que no me sintiera así, pero
    ¿Cómo no iba a hacerlo? ¡Si había
    perdido para siempre al amor de mi vida, al ser más
    preciado colmado de hermosura!

    Ahora que ha pasado el tiempo me
    reprocho:

    Si tan solo hubiera cambiado cuando ella me
    lo pidió.

    Si tan solo la hubiera tratado y valorado
    como ella lo merecía.

    Si tan solo le hubiera mostrado un poquito
    de cariño.

    Si tan solo…

     

     

    Autor:

    Alvaro Alberto Villacob
    Ochoa

     

    [1] ermanos Grimm

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