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La princesa del bosque (Cuento)




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    La princesa del bosque (Cuento) – Monografias.com

    La princesa del bosque (Cuento)

    Una carnita de rancho tiene ciertos atributos especiales
    que pocos citadinos podrían valorar ya que es casi como
    comer comida orgánica en la ciudad, negándose a
    entrarle a la hamburguesa, a la torta de tamal, la garnacha
    callejera y encontrarle un nuevo sabor a los frijoles y
    tortillas, actualizando su vigencia milenaria.

     Me dirán que qué encuentro en
    realizar el amor con una mujer que se baña en el mejor de
    los casos una vez por semana, que se dedica a labores pesadas y
    que por lo tanto la mayoría de las veces no huele a un
    agradable aroma de rosas, como casi cualquier citadina, sino a
    almizcle; que viste en forma descuidada, desactualizada o
    tradicional y en muchas veces aparenta sobriedad, recato y es
    ejemplo de la matapasiones, cuando lo que motiva a muchos es el
    uso de medias, tacones, lencería, perfumes, peinados,
    modales modernos y demás aportes de la
    civilización.

     Pero yo les diré que todos esos encantos se
    pulverizan a la hora de probar lo que hay dentro de esos vestidos
    pasados de moda y  recorriendo el  cuerpo duro y firme
    de una presa de rancho, establecer la diferencia. Como
    diría mi compadre Filemón en cierta ocasión
    en que me visitó y me hizo el desaire de no probar ni un
    bocado del pollito con papas que le invité: ese pollo no
    es de rancho luego luego se le ve en lo amarillo de la piel y lo
    blandito de la carne, por eso no lo pruebo ya que un buen caldo
    de gallina de rancho, tiene un sabor que no lo iguala
    ningún uso de condimentos de ciudad.

     Le pregunté que qué había de
    especial y me contestó que el pollo de rancho luego luego
    lo reconoce uno por la poca grasa, la dureza y lo correoso de la
    carne, ya que la gallina tiene que recorrer muchos
    kilómetros antes de llenar el buche y cuando lo llena,
    está repleto de semillas del monte y gusanos de tierra que
    le dan ese sabor tan rico a la carne y que se combina con su
    particular textura.

     En aquella primera ocasión no pude sino
    mover negativamente la cabeza y pensar en lo que el compadre con
    su actitud retrógrada y negada al cambio, se perdía
    de ésta vida de ciudad. Tuvo que pasar mucho tiempo para
    que finalmente como Filemón mi compadre, aprendiera a
    valorar las cosas que nos perdemos por la comodidad.

     El asunto comenzó con un incidente por
    demás molesto ya que yo viajaba normalmente de una ciudad
    a otra en un VW todo terreno, no porque así lo hubieran
    diseñado sus constructores sino porque no habiendo otra
    opción yo lo internaba en los lugares más
    insospechados a que me llevaba mi tarea de técnico en
    acuacultura, coyote comercializador y aprendiz de
    mago.

     No obstante mis cotidianas visitas al campo,
    acostumbraba llevar mi propia comida enlatada y agua, abreviar el
    tiempo de la estancia y finalmente arribar a  la ciudad
    más cercana al ocaso o a lo sumo a los dos o tres
    días, buscando como naufrago recién llegado de las
    islas solitarias, los satisfactores que ofrece: comida, descanso,
    sexo, recreación, seguridad, etc. Pero quiso la suerte que
    a pocos kilómetros del añorado oasis de cemento y
    asfalto, en montes inaccesibles, mi pobre carro diera sus
    últimos estertores ya que el agua de la batería se
    había secado y no existía forma de cargar con
    energía esas celdas muertas.

     No había un alma en el camino como era de
    esperarse y buscando algún rastro de civilización
    empecé a caminar por la terracería.
    Transcurrió el tiempo, tal vez horas y entonces
    empecé a notar que la tarde caía, y por lo tanto la
    luz era cada vez más tenue mientras yo trataba de avanzar
    lo más posible antes de la noche cerrada. Repentinamente,
    lejos ya de mi cucarachita alemana, la bruma envolvió el
    camino y para no caer  o resbalarme, prefería avanzar
    entre los árboles que bordeaban el camino por lo que poco
    después, en esa noche sin luna, ya no encontraba
    dónde estaba éste y sintiéndome perdido
    decidí  quedarme ahí hasta la luz del
    día y no agravar mi situación. Imperceptiblemente
    la preocupación, el miedo y el frío fueron
    sustituids por el sueño y debo confesar que por el
    cansancio, no hubo mejor noche que esta primera en el bosque
     ya que dormí profundamente no obstante lo incomodo
    del suelo húmedo y pelón y los rumores de algunos
    animales como los grillos y los búhos.

     Finalmente el frío que se venía
    acumulando durante la noche venció al sueño y 
    desperté por  el canto de un gallo, aunque era muy de
    mañana, tanto que supuse estar en la mitad de la noche.
    Escuchar ese canto me sorprendió, primero al pensar que se
    acercaba el amanecer y segundo porque significaba que en los
    alrededores se encontraba una casa, ya que no conocía que
    hubiera gallos silvestres. De cualquier forma, decidí
    esperar a la luz del sol para buscar el lugar desde donde supuse
    venía el canto, ya que mi presencia inesperada a deshoras
    de la madrugada no podría ser bien recibida.

     En tanto amanecía, a pesar de que se
    empezaba a vislumbrar el sol, el frío se acentuaba  y
    se colaba hasta calar hondo en los huesos junto con la bruma que
    ahora se hacia visible por lo que empecé a saltar y correr
    en pequeños círculos para calentarme,  y
    sólo a la plena salida del mismo, en algunos lugares con
    claros las cosas empezaron a cambiar. Inicié la marcha y
    estuve caminando un buen rato hacia donde creí oír
    el gallo durante la noche y como no encontrara nada,
     pensé que su canto llegó de atrás de
    las montañas y que no estaba cerca de ninguna casa o
    choza, por lo que tuve que subir la cuesta hasta dominar la parte
    alta de los árboles y sobre las copas distinguir un
    pequeño hilo de humo que me sirvió para trazar mi
    ruta hacia la pequeña ranchería.

     Era ya bien entrada la media mañana cuando
    finalmente mis esfuerzos me llevaron a las cercanías de la
    pequeña choza cuyo humo se había extinguido y en el
    patio que lo rodeaba, sólo un perro ladrador
    advertía escandalosamente mi presencia y cuyo
    gruñido y dientes hacían que se me enchinara el
    cuerpo con un miedo irracional por lo que tomando un palo y unas
    piedras, trataba de espantarlo mientras me acercaba saludando a
    los moradores de la choza.

     A los buenos días dichos por mí,
    primero con voz fuerte pero amistosa, siguieron gritos pero nadie
    respondía. No podía acercarme más a la casa
    y dudaba en alejarme de ella ya que no había huellas de
    otra cerca de ahí y recordando cómo me había
    perdido en mitad de la noche decidí esperar a sus
    moradores.

     Empezaba a atormentarme el hambre y pensé
    en buscar el nido de alguna de las gallinas esparcidas en los
    alrededores de la casa, donde habría algún huevo
    recién puesto, pero el perro vigilante me amenazaba en
    cuanto me veía moverme y dejé las cosas como
    estaban. Sería pasada la tarde cuando advertí dos
    figuras a lo lejos que se acercaban y hacia las cuales el perro
    salió disparado con un alegre retozar, ladridos amistosos
     y movimientos de cola y que luego acompañó
    con saltos y piruetas. Pensé en que al fin podría
    pedir auxilio, comida, agua, orientación y que mi salida
    de tan inhóspito lugar terminaría en breve ya que
    creía que mágicamente me podrían llevar
    hasta mi coche, repararlo y cargar la batería y
    demás.

     A lo lejos, veía dos figuras flacuchas que
    se acercaban y sólo estando más cerca pude
    distinguir que se trataba de dos mujeres. Mi miopía me
    había impedido ver que la figura del que yo suponía
    hombre, al mirarlo de cerca, tenía el cabello más
    largo de lo acostumbrado para un varón, aunque
    vestía como tal y que la que yo suponía su mujer en
    realidad era sólo una niña enclenque que arrastraba
    una pala. Volviendo a la mujer, no obstante el pantalón,
    el pequeño saco viejo y roto que había pertenecido
    a algún hombre-niño de la ciudad, se le notaba una
    buena traza en general ya que su ropa aunque holgada dejaba ver
    que tenía unos buenos muslos, una hermosa cadera que se
    ensanchaba pero que se hacía breve  en su cintura y
    que remataba en su pecho en  pequeñas frutas
    apetecibles, simulando en mucho a la figura de un envase de
    coca-cola.

     A nuestro encuentro y para suavizar el mismo,
    empecé por saludar en voz alta  y haciendo una breve
    reseña de mi situación, les pedí ayuda. Su
    mirada torva y su silencio persistente no eran buenas
    señales y pensé que  tal vez no hablaban
    español, aunque su piel tostada pero clara, y su pelo
    enredado pero ensortijado y rasgos finos, me decían que no
    eran indígenas y que el único indio en el lugar era
    yo, ya que por haber nacido en Oaxaca, mi sangre es
    zapoteca.

     Yo trataba de moverme lenta y amistosamente,
    acercándome pero tratando de evitar un mal entendido a fin
    de que no fuera a mal interpretar mi presencia y por lo tanto
    negarme su invaluable ayuda. Por fin estaban frente a mí y
    la niña se ocultaba tras de su mamá o hermana
    mientras la mujer  buscaba el refugio de su cabello sobre
    los ojos y de la entrada de la choza. Decidí ya no
    importunarlas y las dejé entrar a la casa que al poco,
    empezó a despedir un aroma a comida y un humo persistente.
    Me dije que ya no tardaría en venir el marido y
    podría entenderme mejor con él por lo que esperaba
    pacientemente bajo un árbol cercano.

     Sólo vi salir a la mujer y amarrar al perro
    mientras me dejaba junto a una piedra de la entrada, un plato de
    comida. Al menos eso había ganado en mi visita y aunque
    realmente estaba muy hambriento, me acerque lentamente en tanto
    ella nuevamente entraba dentro de la choza. Cayó la tarde
    y la noche pero nadie llegó. La luz de una vela
    parpadeante iluminó levemente el corazón de la casa
    y luego salió brevemente la joven mujer y dejó un
    jarro de café.

     Al poco tiempo, la luz se apago y yo me quede en
    la más completa oscuridad y pensando en el qué
    hacer y no habiendo nada sino contar estrellas, me entretuve un
    buen rato apreciando lo hermoso del cielo y explicarme al fin por
    qué a la vía láctea le dicen así, ya
    que en esa cerrada oscuridad sin luna, el cielo tachonado de
    estrellas en algunas zonas realmente se ve con bandas o grumos
    llenos de éstas que simulan leche derramada en medio del
    cielo oscuro. Fue una noche hasta cierto punto breve y en la cual
    tenía cierta idea de lo que vendría al otro
    día: tendría alimento si mantenía las cosas
    como hasta ahora y sólo cabría esperar la llegada
    del señor de estos lares, ya que supuse que en esas
    soledades sería impensable que no lo hubiera para cuidar a
    la linda presa de rancho que moraba ahí.

     En cuanto cantó el gallo me desperté
    y me hice el propósito de ser cortés con esta
    Malinche moderna, que más bien parecía una princesa
    castigada por una mala bruja envidiosa de su belleza o una
    naufraga francesa del siglo XVIII abandonada en islas
    solitarias,  que no es por nada pero que a pesar de las
    circunstancias se caía de buena no obstante su apariencia
    descuidada y hosca.

     El amanecer es amanecer para esta gente aún
    entrada la noche cerrada y el canto del gallo como dije, unos
    ladridos desganados y una tenue luz interior acompañada de
    cierto rumor de pasos y breves voces, dan por iniciadas las
    primeras actividades. Vi cómo salía la niña
    con un cántaro al hombro mientras la madre o hermana o
    amiga salía con una pala a la espalda. Se alejaron y me
    quedé en compañía del perro vigilante y
    cuando despuntaban los primeros rayos del sol, distinguía
    por el mismo lugar en que éste salía a las dos
    figuras caminado separadamente y acercándose a la
    casa.

     Les di los buenos días y me respondieron
    casi con un gruñido entre amistoso y tímido. La
    mujer entró a la choza y me pareció que
    prendió la lumbre tan rápido como si se tratara de
    una estufa de ciudad y no de un fogón ya que
    inmediatamente empezó a salir el rico humo de la
    leña que anunciaba que se preparaba el desayuno, por lo
    que con la mira en el almuerzo, creí conveniente hacerme
    el acomedido, y empecé a acarrear trozos leña que
    acercaba  a la puerta de la choza.  En silencio me
    dieron una taza de café y unas tortillas y las tomé
    y al terminar les di las gracias y les conté nuevamente mi
    problema.

     La mujer dijo que ésta era de las pocas
    casas a la redonda y que no me podía ayudar porque a parte
    de ver su milpa, no sabía nada de caminos y coches, que no
    los conocía sino sólo el viejo camión que
    vez en cuando aparecía entre las veredas para ofrecerles
    pacas de forraje a cambio de su maíz o de las pieles sin
    curtir de los animales cazados por lo escasos habitantes, y ya no
    quise insistir y me quedé ese día
    acompañándola en su milpa a la espera de su hombre.
    El trabajo en la parcela era duro, el ejercicio y el sol
    calentaban nuestros cuerpos y  ya sentía las manos
    ampolladas, la espalda lastimada, las piernas adormecidas y
    flaqueantes por tanto agacharse, cortar el zacate con la hoz y la
    guadaña, arrancar mazorcas, llenar costales y levantarlos,
    y estando concentrado en mis dolencias, no me di cuenta que
    cierto momento desapareció y yo un tanto perturbado al
    percatarme que estaba solo, intenté buscarla en la
    colindancia de la milpa cuando al mover unos arbustos pude ver
    que estaba en cuclillas con los pantalones abajo, de espaldas
    haciendo su mejor esfuerzo y pude apreciar cómo de esas
    nalgas duras y firmes, labradas a golpe de caminatas y duras
    tareas, en palabras de Filemón, salía de ese culo
    de reina, un trozo amarillo. Tuve una erección y
    pensé en acercarme lentamente y sorprenderla pero mi temor
    pudo más y retorné lentamente a la parcela sin
    hacer  ruido.

     Llegó la hora de comer y nos dirigimos a la
    casa y en el camino para romper el hielo, les hice el viejo truco
    de aparecer y desaparecer una piedra en la oreja de la
    niña que me sonreía sorprendida mientras  la
    mujer me miraba desconcertada. Comimos y al final tomé una
    piedrita del piso de tierra, me acerque a la mujer, le
    mostré mis manos con la piedra, la llevé frente a
    sus ojos y después a su oreja y la piedra
    desapareció y volvió a aparecer en mi otra mano
    junto a su otra oreja. Sólo se sonrió pero fue
    suficiente para prender mi calentura.

     Llegó la tarde y me invitaron a pasar a
    tomar café y tortillas y me arrinconé en una
    esquina preparándome a descanzar después de la
    agotadora jornada mientras mis anfitrionas hacían otro
    tanto en el otro extremo acomodándose la ropa bajo las
    cobijas tratando de esquivar mi mirada.

     Se apagó la luz danzarina de la
    pequeña vela y la verdad fue la noche más infernal
    que he pasado en mi vida por no poder conciliar el sueño,
    ya que no obstante el cansancio, aparte de ser
    tempranísimo para mí, me aquejaban pensamientos
    contradictorios sobre mi situación desafortunada y
    afortunada. Por un lado, mi parte racional y fría me
    decía que lo más sensato sería irme al otro
    día, pero mi yo imaginativo, juguetón y
    calenturiento, me hacía  visualizar ese par de nalgas
    rotundas y firmes mientras recordaba una y otra vez las palabras
    del compadre Filemón. No importaba las vueltas que diera,
    los borregos contados, si permanecía con los ojos cerrados
    o lo que hiciera, ya que apenas trataba de dormirme o tomar la
    decisión de irme al otro día, volvía a
    pensar en ese par de redondeces que estaban a sólo unos
    pasos de mi pene que pedía a gritos ser aprisionado por
    las nalgas mas bonitas que haya podido ver a lo largo de cuatro
    décadas, pero que al mismo tiempo sabía hasta el
    otro lado del mundo, como en otra dimensión.

     Tanto fue mi insomnio que tuve que salir a ver el
    cielo estrellado para distraerme y cansarme contando estrellas y
    poder decidir entre irme a resolver mi problema o planear
    cómo acercarme a la mujer. De pronto un bulto salió
    de la choza y se alejó entre la hierba y a su
    regreso  vi que era ella por lo que supuse que había
    salido a hacer pis.

     Al verme en la entrada se sorprendió pero
    le dije que no podía dormir y ella me contestó
    un  poco turbada que era extraño porque a ella le
    pasó lo mismo y en broma acerqué mi mano a su oreja
    y le dije que había desaparecido una piedra. Ella me dijo
    que era un  truco muy malo y conocido y que la piedra no
    desaparecía  en su oreja  ni salía de la
    otra y que si de eso se trataba, hasta ella podía imitar
    "la desaparición". A la luz de la luna pude ver una piedra
    pequeña en su mano y desaparecerla como yo, con un
    movimiento maestro. Sorprendido, le dije que no podía
    haber aprendido tan rápido y que yo creía que la
    había tirado y ella me aseguro que no era así y me
    retó a buscarla.

     Entendiendo de lo que se trataba, busqué en
    su pelo y nada y ella reía de mi tonta idea que la tuviera
    en un lugar tan evidente, por lo que con más confianza
    toqué ligeramente su camisa de dormir en busca de bolsas y
    nada,  sólo sentí al pasar suavemente mi mano
    por el frente, unos hermosos botones de carne dura que adornaban
    sus pechos firmes pero suaves, y que al rozarlos tan
    imperceptiblemente como puede hacerlo un colibrí,
    reaccionaban endureciéndose más aún, al
    tiempo que escuchaba un suave resuello de su dueña que se
    confundió con el rumor de los grillos de la noche,
    mientras se tensaba un poco. Aparentado desconcierto, bajé
    mis manos por su cintura y sentí cómo
    retraía ligeramente sus músculos abdominales, como
    presa de un temor o sensación no esperada, pero que no
    obstante, por una férrea voluntad interna, se
    mantenía firmemente plantada frente a mí como una
    estatua viviente, y sólo aceleraba un poco más su
    respiración. Al percibir ésta señal
    confirmatoria, creí oportuno bajar un poco más por
    sus nalgas y piernas duras  y apreciar en todo su esplendor
    sus formas firmes y tensas como de animal en guardia  y
    levantando sus enaguas, metí resulta y abiertamente mis
    manos en sus calzones que casi rompo al bajar mientras
    sentía latir apresurado a mi propio corazón e
    hincharse a mi amigo bajo los pantalones al tiempo que ella
    empezaba a despedir ese rico olor a almizcle de los animales del
    monte o de las flores como el "huele de noche" y de entre las
    piernas como diciendo aquí está vas bien, estas
    caliente te quemas,  de entre las piernas despedía un
    calor más que infernal que contrastaba con su piel que se
    enchinaba al paso de mis manos. En medio del triángulo
    peludo de las Bermudas  metí un dedo y luego dos y
     entré en sus humedades de volcán y ahí
    encontré la piedrita hermosa que saqué con mucho
    cuidado en tanto que desataba mi cinturón y sacaba mi arma
    que ella tomó y me estrujo en forma brusca y rica,
    apretándome la verga y las bolas.

     Pero qué hacer con la piedrita? Me dije y
    me la metí a la boca para juguetear con ella con lo que
    probé, por pura casualidad, que el olor y el sabor del
    almizcle de una mujer, son una sola y maravillosa cosa, al tiempo
    que recorría ese ser de formas firmes y de aroma
    enloquecedor, donde se tocan tanto lo agrio con el almizcle, el
    calor con la humedad y los susurros con la respiración
    entrecortada. Ahí de pie a la salida de la choza entre la
    oscuridad se acariciaban nuestros cuerpos y nos perdíamos
    uno en el otro. Apunté mi lanza y ahí de pié
    mi flor del ejido recibió mi cuervo poniéndose de
    puntitas para que yo me acomodara mejor mientras la tomaba por
    las caderas y ella me empezaba a abrazar con esas piernas
    poderosas y emprendía un mueve el chocolate conocedor de
    su oficio, disfrutando al fin de sus humedades, su calor interno
    y lo resbaladizo y apretadito del túnel de amor de la
    mujer más rica que he conocido hasta el
    momento.

     Poco a poco fuimos cambiando la posición y
    para evitar que se ensuciara la espalda y las nalgas, puse mi
    ropa debajo de ella mientras ahora emprendíamos un
    reconocimiento en forma horizontal. Lamí suave y
    lentamente sus tetas de diosa de la agricultura en busca del
    alimento divino, sus hermosos pezones paraditos no se si por el
    frío de la noche o porque así eran, pero aunque
    hacia frío, el calor de  nuestros cuerpos era cobija
    suficiente para ese momento. Y al tocar cada parte de su cuerpo,
    la sensación de frío y de calor era tan grata como
    la sensación de suave firmeza de ese cuerpo de mujer del
    campo, incluso cuando recorría sus muslos y piernas firmes
    y  tomaba sus talones en mis manos, sus callos resultaban el
    remate perfecto de ese cuerpo de diosa del arado y del
    metate.

     Abrí su boca y jugueteando con su lengua le
    entregué la piedra que se había escondido entre sus
    labios vaginales y le decía que el escondite que
    había encontrado para ella, era el perfecto pero que
    también se lo dejara habitar a mi cuervo, el cual empezaba
    nuevamente a penetrarla recorriendo placenteramente el
    túnel cálido y húmedo, resbaladizo y que a
    momentos sentía que se contraía aumentando mi
    placer y supongo que el suyo también.

     Entramos a la choza y los placenteros ronquidos de
    la nena nos dieron cierta confianza y  acurruqué a la
    mujer entre mis brazos en el rincón donde yo dormía
    y bajo las cobijas recomenzamos nuestro retozar, jugando con la
    piedrita que le pedí escondiera nuevamente entre sus
    pliegues mientras yo lamía suavemente sus ricos pechos y
    pezones, recorría su cuerpo de diosa con mis manos y mi
    pene, y lo reconocía. Y así, sintiendo el placer de
    degustar el platillo nuevo, reconociendo nuestras diferencias y
    comparando nuestras anteriores experiencias con la actual,
    comprendí porqué cuando dos mundos se enfrentaron
    hace 500 años, la Malinche se le entregó con tanto
    gusto al enemigo y cómo éste inmune a las armas de
    los aztecas, era vencido no por las flechas y los arcos, la honda
    y el cuchillo sino domesticado blandamente por un par de tetas y
    de nalgas.

     La mujer se paró muy de mañana y
    llegó el amanecer y un nuevo día de trabajo.
    Durante el desayuno me enteré que en la región casi
    no había varones por la emigración a Estados Unidos
    y que los que permanecían allí eran sólo las
    mujeres, los ancianos y los niños. Que ella esperaba a su
    esposo hacia ya casi un año y que si bien su marido
    sembró la tierra y en ella un hijo antes de partir, este
    año nuevamente sólo cosecharía maíz
    porque no prendió su hijo y que ahora tal vez con mi
    ayuda, el siguiente año la cosa sería
    diferente.  Que su regreso estaba en días. Le dije
    que a qué se debía que ella fuera güerita y me
    dijo que durante la invasión francesa, en la época
    de Juárez, un grupo de soldados regó la semilla y
    que ésta se diseminó en la región que
    entonces era muy próspera pues incluso algunos franceses
    ya no regresaron a su tierra, y que como ahora casi no
    había gentes en la redonda, las mezclas ya no eran
    frecuentes y que incluso, sus padres fueron primos hermanos y que
    también en su caso, su esposo además era su primo y
    con mas razón en su familia habían predominado los
    rasgos que veía.

     Entendí que debía retirarme del
    lugar antes de que regresara el marido-primo para las fiestas de
    la región, cargado de dólares y cosas de la ciudad
    y emprendí mi viaje de regreso al camino perdido. La
    piedrita la conservo y acostumbro juguetear con ella
    depositándola, cuando se puede, entre los pliegues de
    alguna amiga, dándole cuidadosas vueltas con mi lengua
    cerca de su clítoris, con lo que ha adquirido por el
    desgaste, la redondez de los guijarros de río.

     Pero a pesar del tiempo y el desgaste, creo que
    aún conserva cierto aroma de almizcle de esa mágica
    mujer, por lo que  me pongo a pensar que tal vez ella ya la
    llevaba sembrada entre las piernas muchos años antes de
    que yo llegara y de ahí que no supiera cómo pudo
    hacerla desaparecerla de sus manos y colocársela tan
    rápido ahí, en su rincón más
    húmedo y caliente. Por eso que no me explico y para volver
    a recordarla actualizada en nuevas versiones, la seguiré
    buscando en cada mujer, midiéndole a cada una, en vez de
    la consabida zapatilla, el guijarro entre sus pliegues, buscando
    cierto aroma, cierta textura, cierto sabor y calor, hasta
    encontrarla bajo los vestidos de alguna carnita de rancho
    recién importada a la gran ciudad.

     

     

    Autor:

    Enri

     

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