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Recuerdos de mi pasado (Cuento)



  1. El
    Sepulcro
  2. Extraña
    atracción

Capítulo 1

El
Sepulcro

Al evocar las circunstancias que han conducido a mi
reclusión en este Hospital Psiquiátrico, me percato
que mi situación actual suscitará las naturales
dudas sobre la veracidad de mi relato. Es una verdadera pena que
la gran mayoría de la humanidad tenga una visión
mental tan limitada a la hora de sopesar con calma y con
inteligencia aquellos fenómenos aislados, vistos o
sentidos sólo por unas pocas personas psíquicamente
sensibles, que acontecen más allá de la experiencia
común. Los hombres entendidos y de más amplia
mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo
real y lo ficticio, así como que es muy estrecha la
línea entre la cordura y la locura.

Me llamo Albert Spínola, y desde mi más
precoz infancia he sido soñador y visionario. Dueño
de una pequeña fortuna comercial, pero temperamentalmente
incapaz de seguir unos estudios tradicionales y de gozar del
trato social de mis amistades, he vivido la mayor parte de mi
vida en regiones aisladas del mundo civilizado; he pasado mi
corta adolescencia y mi juventud inmerso en libros antiguos y
poco conocidos. He saciando mi sed de conocimiento en grandes
bibliotecas a lo largo de mis incontables viajes. Ahora me
limitaré a relatar los hechos sin analizar en profundidad
sus causas.

Ya les comenté que viví separado del mundo
visible, pero no habitaba solo. Ninguna criatura humana
sería capaz de tal cosa; porque la falta de
compañía de los vivos empuja a uno, como seres
sociales que somos, a buscar la de seres que no lo son, o ya no
están vivos. Cerca de mi hogar hay una amplia zona
boscosa, en cuyas profundidades pasaba yo la mayor parte de
tiempo: leyendo, pensando o soñando. Al pie de
sus musgosas laderas di mis primeros pasos, alrededor de sus
grotescos robles tejí mis primeras fantasías de
adolescente. Llegué a conocer bien a los duendes tutelares
de aquellos árboles y presencié, no pocas veces,
las danzas delirantes de aquellos fieles guardianes bajo el
resplandor solemne de la luna llena. Pero esto no es importante,
iré al grano, les hablaré únicamente de la
tumba solitaria e intrincada que se encontraba en la espesura de
la ladera.

Era la tumba abandonada de los Morgan, antigua y
eminente familia cuyo último descendiente directo
había sido depositado en sus negras cavidades bastantes
decenios antes que yo naciera. El panteón al que me
refiero es de exquisito mármol blanco, gastado por el paso
de los años y manchado por las brumas y humedades de
generaciones. Excavado en la falda del monte, la peculiar cripta
solo tiene visible la entrada. La puerta, una losa imponente (de
unos aproximados dos metros de altura) estaba sujeta por unas
enormes vigas de acero herrumbroso y permanecía
siniestramente entornada sólidamente con candados y toscas
cadenas de hierro a su alrededor.

Los habitantes más longevos de la región
cuentan con voz entrecortada sobre la noche en que una terrible
tormenta destruyó la ostentosa mansión de la
familia Morgan. Dicen que un potente rayo alcanzó la
edificación y rápidamente las llamas se extendieron
por todo el inmueble hasta reducirlo a tan solo cenizas, los
pocos vecinos del pueblito llamaron a este hecho el
«castigo divino». En el trágico incendio
pereció un hombre, el último del linaje de los
Morgan, sus escasos restos fueron depositados en la quietud del
panteón familiar. Ya nunca más nadie
depositaría flores ante ese pórtico de
mármol.

En mi mente quedó grabada la tarde en que
descubrí de forma fortuita esa semioculta morada de la
muerte. Fue a mediados del mes de marzo, cuando la alquimia de la
naturaleza transmuta el paisaje selvático en vívida
y casi homogénea masa de verde; cuando los sentidos se
embriagan con esas oleadas de húmedo verdor y de fragancia
sutilmente indefinible a tierra y a vegetación. En tal
ambiente, la razón pierde perspectiva; el tiempo y el
espacio se vuelven triviales e irreales, y los ecos de un pasado
prehistórico llama con insistencia a las puertas de la
conciencia cautivada.

Después de abrirme paso entre la tupida
vegetación encontré la entrada de la cripta, no
tenía ni remota idea de lo que había descubierto.
La puerta extrañamente entornada y los relieves funerarios
esculpidos en el arco, no suscitaron en mí ninguna
asociación dolorosa ni terrible. Yo sabía y
había imaginado muchas cosas acerca de las sepulturas y
las tumbas; pero debido a mi carácter especial, mi familia
me habían tenido apartado de todo contacto con cementerios
y lugares de enterramiento. Incitado por una voz que debió
de brotar del alma espantosa del bosque, decidí penetrar
en la atrayente oscuridad a pesar de las gruesas cadenas que me
cerraban el paso. A la luz débil del día,
sacudí los herrumbrosos obstáculos con objeto de
abrir más la pesada puerta de piedra, y traté de
deslizar mi cuerpo delgado por la angosta holgura; pero ninguno
de mis intentos tuvo éxito. Mi inicial curiosidad se
volvió ahora frenética; y cuando regresé a
casa en el creciente crepúsculo, había jurado que
algún día forzaría la entrada a esas
tenebrosas profundidades que parecían llamarme. El
médico de barba gris que entra a diario en mi
habitación me dijo que esta decisión marcó
el principio de una lamentable monomanía o idea fija; pero
dejaré que el juicio definitivo lo emitan ustedes los
lectores, cuando lo sepan todo.

Los días siguientes a mi descubrimiento los
pasé haciendo fallidos intentos de forzar el complicado
candado de la cripta y discretas averiguaciones sobre la
naturaleza e historia del recinto. Con el oído
tradicionalmente receptivo de los niños, me enteré
de muchas cosas, cosas como: que corrían rumores sobre
ritos misteriosos y profanas orgías que se habían
celebrado en épocas pasadas en la antigua residencia
despertaron en mí un poderoso interés por la tumba,
ante cuya puerta permanecía sentado a diario durante horas
y horas. Una de las veces arrojé una vela por la rendija
de la puerta, pero no conseguí ver nada, salvo un tramo de
húmedas escaleras de piedra que descendían. El olor
del lugar me producía repugnancia, y no obstante, me
fascinaba. Sentía que lo había percibido
anteriormente, en un pasado remoto más allá de todo
recuerdo; antes incluso de encarnarme en este cuerpo que ahora
poseo. Después de varios meses tratando de encontrar la
manera de penetrar en la cripta, vino a mí una
sensación de derrotismo y frustración. Mis largas
vigilancias junto a la húmeda entrada se volvieron menos
insistentes, y dediqué gran parte de mi tiempo a otras
ocupaciones, aunque para serles sinceros eran igualmente
extrañas.

Pero la idea de entrar en la tumba jamás se me
fue del pensamiento, hasta que me la reavivó efectivamente
el inesperado descubrimiento genealógico de que mis
propios antepasados maternos poseían un ligero
vínculo con la familia supuestamente extinguida de los
Morgan. Empecé a sentir que la tumba era mía, y a
pensar con ardiente ansiedad en el momento en que pudiera
traspasar el umbral de piedra y bajar a la oscuridad por aquella
escalera. Adopté entonces la costumbre de escuchar con
intensa atención en la puerta entornada eligiendo para
esta extraña vigilancia mis horas predilectas: la quietud
de la medianoche. Por la época en que llegué a
mayoría de edad, había hecho un pequeño
claro en los matorrales delante de la mohosa fachada de la
ladera. Este lugar era mi templo; la puerta encadenada, mi altar;
y aquí me tumbaba en el suelo musgoso, pensando
extraños pensamientos y soñando.

Una noche estrellada fue cuando tuve mi primera
revelación, escuché voces que provenían de
la cámara mortuoria de los Morgan. No quiero hablar de sus
tonos y acentos, ni referirme a su calidad; pero sí puedo
decir que noté extrañas peculiaridades en el
vocabulario, la pronunciación y el modo de vocalizar. De
lo poco que entendí de la conversación que
oí a través de la puerta de la cripta era acerca de
una llave que se encontraba en el interior de un cofre.
Consternado corrí a casa, al llegar a mi hogar,
sentí la inminente necesidad de subir al desván.
Revisando entre los objetos viejos y polvorientos de mis
antepasados encuentro un cofre carcomido. Al abrirlo allí
estaba una colosal llave dorada que al día siguiente
abrió con toda sencillez el obstáculo que durante
tanto tiempo había tratado de forzar en vano. No lo
podía creer.

Había una luz suave de atardecer, la primera vez
que entré en la cripta de la ladera abandonada. Me
sentía embargado por un hechizo, y el corazón me
saltaba con una exultación difícil de describir.
Cuando cerré la puerta detrás de mí, y
empecé a descender por los goteantes peldaños a la
luz de mi vela, tuve la impresión de que conocía el
camino; y aunque la vela chisporroteaba por el vaho sofocante del
lugar, me sentí extrañamente a gusto en aquel
ambiente estancado de pudridero. Al mirar a mí alrededor,
descubrí numerosas losas de granito sobre las que
descansaban ataúdes o restos de ataúdes. Algunos de
ellos estaban cerrados e intactos; otros casi habían
desaparecido, quedando sus asas de plata y sus placas aisladas
entre curiosos montones de polvo blanquecino. En una de las
placas leí el nombre de sir George Morgan, quien
había venido de York en 1640 y había muerto
aquí unos años más tarde.

En un nicho llamativo había un ataúd
bastante bien conservado y vacío, adornado con un simple
nombre que me hizo sonreír y estremecer a la vez. Un
inexplicable impulso me decidió a subir a la ancha losa,
apagar la vela, y tumbarme en el interior de la caja
vacía. Salí tambaleante de la cripta, a la luz del
amanecer, cerré la puerta y la cadena, detrás de
mí. Ya no me sentía joven, aunque sólo
veintiún inviernos habían enfriado mi envoltura
corporal. Los aldeanos madrugadores que me vieron regresar me
miraron con extrañeza, asombrados ante los signos de
obscena disipación que observaban en alguien cuya vida
tenía fama de austera y solitaria. No me presenté
ante mis padres hasta después de un sueño largo y
reparador en mi cálida cama.

A partir de ese día, acudía a la tumba
cada noche, viendo, oyendo y haciendo cosas que no debo recordar;
según dice mi psicoanalista. Mi modo de hablar fue lo
primero en sucumbir al cambio, y no tardaron en notar mi
arcaísmo de dicción tan súbitamente
adquirido. Después, apareció en mi comportamiento
un extraño descaro y una soltura, hasta que, de manera
inconsciente, asumí la actitud de un hombre de mundo. Mi
lengua, anteriormente reservada, se volvió voluble al
extremo que cuando hablaba consumía el alma de mis
oyentes. Exhibí una erudición singular, totalmente
distinta del saber fantástico y monacal que había
adquirido en mi niñez y juventud. Ahora las tormentas me
producían un horror indecible, y trataba de esconderme en
el último rincón de la casa cada vez que el cielo
amenazaba desencadenar una.

Mis padres, alarmados por el cambio operado en la
actitud y el aspecto de su único hijo, empezaron a ejercer
sobre todos mis movimientos un afectuoso espionaje que amenazaba
resultar catastrófico. No había hablado a nadie de
mis visitas a la tumba, y había guardado mi secreto
propósito con celo religioso desde mi niñez; pero
ahora me vi obligado a adoptar la precaución al recorrer
los laberintos de la hondonada boscosa, con el fin de despistar a
un posible perseguidor. Conservaba siempre la llave de la cripta
colgada del cuello con un cordón, procurando que nadie
conociese su existencia. Jamás saqué del sepulcro
nada de lo que encontré entre sus entrañas. Una
mañana, al salir de la húmeda tumba y cerrar la
cadena de la puerta con mano no muy firme, descubrí entre
unos arbustos la temida cara de un espía. Sin duda se
aproximaba el final, puesto que se había descubierto el
sepulcro y desvelado el objetivo de mis excursiones nocturnas.
Pero el hombre no me abordó, de modo que me
apresuré a regresar a casa, a fin de escuchar a escondidas
lo que le contara a mi preocupado padre. Al llegar a casa fui
directo a la habitación de mis progenitores a
confrontarlos, pero para mi asombro ellos no tenían
conocimiento de mis andanzas. Por alguna razón desconocida
el espía no me había delatado aún, ahora me
sentí convencido de que un agente sobrenatural me
protegía.

Fue cuando sucedió esto que les relataré a
continuación, que mis padres me trajeron a esta morada
maldita de monotonía y de dolor que es este manicomio. No
debí aventurarme a salir de casa aquella noche, ya que los
truenos corrompían las nubes y de la fétida
ciénaga del fondo de la hondonada se elevaba una infernal
fosforescencia. La llamada de los muertos era distinta
también esta vez. En vez de brotar de la cripta, me
llegó del sótano carbonizado de la mansión
de los Morgan, cuyo demonio tutelar me hacía señas
con sus dedos. Al salir de la arboleda a la planicie que rodea
las ruinas descubrí, al resplandor brumoso de la luna, que
la mansión que había desaparecido hacía unos
tres siglos, se alzaba de nuevo con solemne majestuosidad ante
mis ojos arrobados; cada ventana estaba iluminada con el
resplandor de numerosas velas. Por el largo camino subían
los coches y carruajes de la aristocracia, mientras que
acudía a pie un numeroso grupo de gentes exquisitamente
empolvadas de las mansiones vecinas. Me mezclé con esa
multitud, aunque sabía que yo debía estar entre los
anfitriones y no en el grupo de los invitados. En el salón
había música, risas y vino en cada mano.
Reconocí varias caras, aunque las habría reconocido
mucho mejor si las hubiese visto consumidas o devoradas por la
muerte y la descomposición; en medio de aquella multitud
desenfrenada e inconsciente, yo era el más violento y
atrevido. Mis labios proferían torrentes de alegres
blasfemias y en mis escandalosas ocurrencias no respetaba ninguna
ley humana, de la naturaleza o de Dios. De pronto, estalló
un trueno que se oyó incluso por encima del clamor de la
embrutecida orgía, hendió la misma techumbre e
impuso un sobrecogido silencio a la bulliciosa concurrencia.
Rojas lenguas de fuego y abrasadoras bocanadas de calor
envolvieron la casa; y los juerguistas, aterrados ante la
calamidad desencadenada, que parecía rebasar los
límites de la naturaleza, huyeron gritando y
desaparecieron en la noche. Sólo me quedé yo,
retenido en mi butaca por un miedo insuperable como no
había experimentado jamás. Y entonces, un segundo
horror se apoderó de mí: ¡Reducido en vida a
cenizas, esparcido mi cuerpo a los cuatro vientos, no puede
ser!

Al desvanecerse el fantasma de la casa incendiada, me
desperté gritando y forcejeando locamente en brazos de dos
hombres, uno de los cuales era el espía que me
había seguido hasta la tumba. Caía una lluvia
torrencial, y se veían alejarse hacia el horizonte sur los
relámpagos que poco antes habían pasado por encima
de nosotros. Mi padre, con el rostro contraído de
aflicción, permanecía inmóvil mientras yo
pedía a gritos que me dejasen descansar dentro de la
tumba, rogando con frecuencia a los que me sujetaban que me
tratasen con la mayor suavidad. Un círculo ennegrecido en
el suelo del sótano ruinoso revelaba el lugar donde
había caído un violento rayo del cielo; y en ese
mismo lugar unos cuantos aldeanos provistos de linternas
observaban curiosos una pequeña caja de antigua
artesanía que el rayo había sacado a la superficie.
Renunciando a mis vanos forcejeos, miré a los que
contemplaban el hallazgo y me permitieron compartir el
descubrimiento. La caja, cuyos cierres se habían roto por
el impacto que le había desenterrado, contenía
muchos papeles y objetos de valor; pero yo sólo tuve ojos
para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una
elegante peluca rizada, y las iniciales «A.S.Morgan.
» El rostro que tenía era tal, que era como
contemplar mi propia imagen en un espejo.

Al día siguiente me trajeron a esta
habitación de ventana enrejada; pero he seguido informado
de ciertas cosas gracias a un viejo mayordomo, por quien
sentí mucho cariño durante mi infancia, y el cual
tiene afición a los cementerios como yo. Lo que me he
atrevido a contar de mis experiencias en el interior de la cripta
no ha hecho sino despertar sonrisas compasivas. Mi padre, que me
visita con frecuencia, afirma que en ningún momento he
cruzado la puerta encadenada, y jura que el rústico
candado seguía intacto. Dice incluso que todo el pueblo
conocía mis excursiones a la tumba, y que me vigilaban
muchas veces, cuando me dormía en el frente de la
tétrica entrada, con los ojos semiabiertos y fijos en la
rendija que conduce al interior. No tengo ninguna prueba palpable
que alegar contra todas estas afirmaciones, ya que perdí
la llave en los forcejeos, aquella noche de horror. Mi
conocimiento de extrañas cosas del pasado, de las que me
fui enterando durante aquellas reuniones nocturnas con los
muertos, lo atribuyen, a mi constante y omnívoro huronear
entre los viejos volúmenes de la biblioteca de la familia.
De no ser por mi viejo criado Henry, a estas horas me
habrían convencido totalmente de mi locura.

Pero Henry, leal hasta el fin, ha conservado la fe en
mí, y ha hecho lo que ahora me impulsa a publicar al menos
parte de mi historia. Hace una semana, abrió violentamente
el cierre que mantenía la puerta de la tumba perpetuamente
entornada y descendió con una linterna a las profundidades
del sepulcro. Sobre la losa de uno de los tantos nichos,
encontró un ataúd viejo y vacío cuya placa
empañada ostenta un solo nombre: "Albert". En ese
ataúd, y en esa cripta, han prometido enterrarme. Por el
momento continúo buscando la manera de probar mi
historia.

Capítulo 2

Extraña
atracción

Todos los pueblos tienen un lugar embrujado o
polémico, mi pueblito no va a ser la excepción.
Generalmente estos lugares representan lo prohibido o desconocido
y son en sí, un ineludible misterio para cualquier
adolescente en busca de aventuras.

La casa que había en la localidad donde
crecí, se encontraba ubicada en las afueras del pueblo,
rodeada de un cercado de color marrón y con un
jardín poco vistoso que pedía a gritos un jardinero
que lo podara.

Recuerdo que desde que tengo uso de razón he
añorado entrar en la casa y explorarla, y adueñarme
de sus más oscuros secretos, pero nunca había
acumulado la dosis exacta de valor para llevarlo a cabo.
¡Qué emoción!, el sueño de toda mi
corta vida, ahora lo cumpliría…

Cogí mi bicicleta y pedalee enérgicamente
hasta las afueras del pueblo. Al llegar, me paré justo
delante de la casa, solo nos separaban unos escasos metros, a
ella de mí. Abrí cuidadosamente la chirriante
puerta oxidada de la entrada del jardín y me
desplacé por el caminito de piedras, el sendero estaba
cubierto de hojas secas, de color amarillento-rojizo, formando
una singular alfombra tornasolada y crujiente a mi paso. A mitad
de camino, se encontraba un viejo y frondoso árbol, debajo
de éste, había una deteriorada mesa de cemento con
trozos de azulejos negruzcos incrustados en ella, formando
arabescos que parecían pertenecientes a una cultura
extraña.

Mientras continuaba acercándome a la
insólita edificación, la cual era
parda-grisácea y de paredes rugosas, la atmósfera
que me rodeaba parecía cambiar de un momento a otro; me
parecía como si el aire se iba enviciando.

La casa era solemne, uno podía apreciar que la
mera presencia de uno, era un insulto al amargo espíritu
de la fortificación. Contemplo con placer la majestuosa
puerta de caoba, al abrirla lentamente, oigo un chirrido que es
semejante a un grito o a un alarido. Es como si la casa me
implorara que no penetre su santuario, que no ose entrar.
Igualmente lo hago, contradigo sus avisos porque no los
comprendo, ignoro ese idioma secreto y penetro el
umbral.

Entro al salón vacío, de pisos de madera
oscura y gastada. No se ven muebles en dicho lugar, lo que si hay
es una imponente escalera a unos pasos de mí. La escalera
es de tono grisáceo y de madera lustrosa, pero ha perdido
su esplendor por la gruesa capa de polvo que la recubre. El
salón parece muerto, pero no es así, la casa
está viva, la misma se transforma a cada paso que doy.
Siento como laten sus paredes, ¿O es mi agitado
corazón? No lo sé y no me importa, pues no puedo
evitar la atracción que ella ejerce sobre mí, es
como un imán.

Continúo desplazándome en sus
entrañas, subo poco a poco cada escalón, se
escuchan los ruidos secos que emite la madera al ceder ante mi
peso. El ambiente está tan húmedo que me cuesta
respirar. La humedad penetra en mis inmaduros pulmones, la puedo
sentir contaminando las finas paredes de los mismos y así
bloqueando mi respiración. El olor en el interior del
recinto es nauseabundo e insoportable; y el encierro de su
estructura, sofocante.

La casa es astuta, metódica, me observa, me
cataloga…decide mi destino. Al terminar la agotadora
subida que me condujo a una puerta pequeña con iniciales
grabadas (aunque ya ininteligibles). Recorro la estructura con
mis dedos, la madera es suave y lisa. Luego la empujo, no cede,
ejerzo más fuerza y logro abrirla, es entonces cuando un
olor medio dulzón llega a mí, no es nada agradable,
me recuerda a la muerte. El ambiente al que penetro es hostil, no
es de extrañar, los vidrios rotos de esta
habitación están por todos lados. Predomina un
color claro en las paredes descascaradas por el paso de los
años. El vitral de la única ventana del dormitorio,
asemeja a un rompecabezas al que le faltan tantas piezas que no
se puede distinguir el dibujo que se debe armar. Varias ramas
secas, pertenecientes a un árbol del jardín, han
roto segmentos de la endeble ventana e invaden la
habitación.

Mientras admiro el abstracto lugar, mi corazón
casi se detiene ¿No puede estar sucediendo? ¿No
puede ser verdad lo que escuchan mis oídos? Se escucha
como si alguien o algo este subiendo la débil escalera.
¿Será el fantasma de algún habitante de esta
tenebrosa casa que viene a llevarme, o peor aún, a
atraparme en esta estructura de vigas y madera para ya nunca
más pueda volver a mi mundo?

Con ojos desorbitados miro rápidamente a la
puerta, está cerrada. No recuerdo haberla cerrado.
¿O fue la casa quien lo hizo? De momento una sombra empuja
la puerta y penetra a la habitación. No puedo creer lo que
mis ojos ven, es un fantasma, el más horrendo y real que
vi en mi vida. Es entonces cuando habla con voz tímida e
infantil, diciendo: ¿Qué haces aquí
solo?

En ese justo momento desaparece el velo espiritual que
cubría mis ojos y puedo ver con claridad a mi mejor amigo,
al que yo le había comentado en más de una
ocasión mi interés inexplicable por el lugar.
Rogelio era su nombre, el me pregunta con voz
entrecortada-¿Te encuentras bien Albert? Estas tan
pálido que parece que has visto un fantasma. Yo solo
atiné a sonreír nerviosamente.

Abandono la casa en compañía de mi
compañero de clases, al contemplarla desde lejos la sigo
encontrando desafiante. Se ve tan pequeña desde afuera,
pero tan amplia y sin fin por dentro.

Esta inusual experiencia cambio mi manera de ver la
vida. Hoy en día, estoy casi convencido, que
volveré a visitar esta casa una vez más, lo
sé porque en ocasiones siento la necesidad de estar cerca
de ella…Han pasado quince años ya de aquel
fenómeno sin explicación, y aun cuando estoy en mi
cama mirando las estrellas desde mi ventana, la puedo
escuchar…lo juro, esa casa tiene vida y espera por
mí.

Estas dos historias solo son una bicoca con
relación a mi oscuro pasado.

 

 

Autor:

Jorge Alberto Vilches Sanchez

 

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