La salvación, ¿Cuándo? –
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El apóstol san Pablo en su primera carta a
Timoteo (2, 4) afirma: "Dios, nuestro Salvador, quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad".
La salvación y la
ley
Cuando se habla de la salvación, para la
mayoría de los creyentes se hace presente la
salvación final, la del último día. Todos
refieren este término a la salvación eterna. Si
preguntamos, además, qué es necesario para lograr
esta salvación, muchos responderán que es necesario
cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios. De este modo vemos
como se establece una íntima relación entre la Ley
y la salvación, de manera que para salvarse es necesario
esforzarse para poner en práctica los Mandamientos de la
Ley.
Nosotros nos preguntamos, ¿fue esa la
intención del Señor cuando en el Sinaí
entregó a Moisés las tablas de piedra con los diez
mandamientos grabados? Hay motivos para pensar que no. En primer
lugar, para el pueblo hebreo, las Tablas no contenían
mandamientos, sino que eran palabras de vida. Ha sido nuestra
mentalidad occidental influenciada por el Derecho Romano, la que
ha transformado las palabras de vida en leyes de obligado
cumplimiento.
¿Por qué Dios ha entregado estas palabras
de vida a los hombres? La razón es muy sencilla. Cada uno
de nosotros por el estigma del pecado de origen, nos vemos
inclinados sin remedio hacia el mal. No ignoramos lo que es el
bien, pero estamos incapacitados para llevarlo a la
práctica. Esta circunstancia la expresa san Pablo de una
manera magistral en el capítulo 7 de la Carta a los
Romanos. Dice así: «Sabemos, en efecto, que
la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del
pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo
que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no
quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad,
ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí.
Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es
decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi
alcance, mas no el realizarlo» (Rm
7,14-18)
Ante esta situación, el Señor viene en
nuestra ayuda y nos muestra con las diez palabras de vida,
cuál es el camino de la felicidad. Nos hace ver
también cómo vivir de espaldas a estas palabras,
conduce irremediablemente a la muerte. Como nuestra
sabiduría es limitada, y nuestra libertad a causa del
pecado está disminuida, necesitamos que la
sabiduría divina nos dé a conocer el camino para
desenvolvernos en la vida. Por otra parte, el maligno, enemigo
acérrimo de Dios, padre de la mentira y mucho más
inteligente que nosotros, no pudiendo hacerle a él
directamente ningún daño, busca dañar a la
criatura que Dios tanto ama, al hombre. Lo vemos en el
capítulo 12 de Apocalipsis: «Entonces (el
dragón) despechado contra la Mujer, se fue a hacer la
guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de
Dios y mantienen el testimonio de Jesús».
(Ap 12,17) Es necesario, pues, que el Señor alumbre
mediante su Ley el camino de oscuridad de nuestra vida. El salmo
119 lo pone de manifiesto cuando dice:
«Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en
mi sendero».
Ahora podemos preguntarnos, ¿Es la
salvación consecuencia del cumplimiento de la Ley? De
ninguna manera. El hombre, como hemos visto en la carta a los
Romanos, se encuentra con el dilema de que, aun sabiendo que en
el cumplimiento de la ley está la vida, conoce por
experiencia su incapacidad para observarla. ¿Por
qué, podemos preguntarnos, se da esta circunstancia?
¿Cómo es posible que Dios promulgue una ley que
desborda por completo la capacidad del hombre para cumplirla? La
respuesta nos la da san Pablo en su carta a los Romanos:
«Nadie será justificado ante él por
las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del
pecado» (Rm 3, 20). De esto se deduce que Dios no
promulgó la ley para que el hombre la cumpliera, sino para
que viendo su incapacidad, el hombre tuviera que recurrir
necesariamente a Él. Si el hombre se pudiera justificar
por la ley, la salvación dejaría de ser gratuita.
Dios no podría manifestar al hombre su amor y su infinita
misericordia. Precisamente por esto leemos en la carta a los
Romanos que: «Dios encerró a todos los
hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de
misericordia». (Rm 11,32)
En resumen, a través de la ley conocemos la
verdad. Ella es la que impide que el maligno nos haga caer en el
error, mostrándonos caminos falsos de felicidad. Ella al
mismo tiempo, nos da conocimiento de nuestro pecado y nuestra
debilidad, y hace que tengamos que recurrir a Aquel que no se
escandaliza de nuestras flaquezas, sino que está siempre
dispuesto a mirarnos con ojos de misericordia.
Siendo la ley un rasgo del amor de Dios, un regalo que
conduce a descubrir nuestro pecado y la necesidad que tenemos de
ser salvados, durante muchos siglos los cristianos han pretendido
con su cumplimiento hacerse acreedores de la salvación. De
regalo, la ley ha pasado a ser maldición,
convirtiéndose en una losa insoportable o un corsé
que aprisiona la vida. La expresión "vivir en gracia" ha
atormentado a muchos cristianos de buena voluntad durante gran
parte su vida. No llegaron a descubrir que vivir en gracia era
vivir en la gratuidad, teniendo la certeza de que Dios no se
escandalizaba de ninguno de sus pecados. Vivir reconociendo sin
miedo sus limitaciones y pecados, pero teniendo a la vez la
certeza de que Dios es Padre, que, como dice el salmo 32,
«Ha formado el corazón del hombre y comprende
todas sus acciones». No llegaron a descubrir a
Dios como al padre del Hijo Pródigo, que respeta hasta el
extremo su libertad y permanece noche y día vigilante, con
los brazos abiertos a la espera de su regreso. Y a su llegada no
sale de su boca ni un solo reproche, todo lo contrario, ni
siquiera deja que el hijo le presente sus excusas.
Ese es nuestro Dios, el Dios que nos ha revelado el
Señor Jesús. Un Dios, que si alguna
limitación tiene, es la de ser incapaz de odiar. La de ser
incapaz de sentir rencor hacia su criatura. Un Dios que como dice
san Pablo en la primera carta a Timoteo, «Es nuestro
Salvador, y quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4)
Esta certeza del amor de Dios y su perdón, no
debe llevarnos de ninguna manera a pecar, pensando que todo
está perdonado. Ciertamente, todo está perdonado,
pero quien obra así pensando aquello de "ancha es
Castilla", no ha descubierto que el pecado no es algo bueno que
la ley nos prohíbe realizar, sino todo lo contrario, la
ley nos advierte, nos pone en guardia, ante una acción que
irremediablemente nos acarreará un daño.
La salvación, ¿para
cuándo?
Pero, esta salvación, ¿para cuándo?
Podemos afirmar que hay dos momentos bien definidos en que se
realiza la salvación. Por una parte, y es por la que tanto
han tenido que sufrir muchos cristianos, está la
salvación que tendrá lugar para cada hombre
después de la muerte y que un día culminará
con el Juicio Universal.
Dios ha creado al hombre y después del don de la
vida, el mayor regalo que ha podido hacerle es la libertad. Dios
creó al hombre por amor y dispuso que solo en el amor,
alcanzara la felicidad y la plenitud. Esta felicidad y esa
plenitud radicaba en que el hombre, experimentado en su
corazón el amor Dios, pudiera, en primer lugar,
corresponder a es amor amando a su Creador con todo su ser, y a
la vez pudiera también amar a sus semejantes. Crearlo a su
imagen y semejanza, era crearlo libre y con capacidad de amar. Lo
hizo libre, para que el hombre no se viera obligado a amarle a la
fuerza, sino que correspondiera a su amor libremente.
La historia ya la conocemos. La felicidad del hombre
provocó la envidia del maligno, que siendo incapaz de
hacerle daño a su Creador, y conociendo al mismo tiempo el
amor que éste sentía hacia su criatura,
consiguió a través de la mentira, romper los lazos
de amor que les unían. Había aparecido el mal, el
pecado, en el mundo.
La acción del hombre y el mal uso de su libertad,
dio al traste con la obra que Dios había diseñado
para su criatura. Sin embargo, dice san Pablo,
«donde abundó el pecado sobreabundó la
gracia». El hombre estaba perdido, había
saboreado la muerte, pero el amor de Dios hacia él, no
había menguado en nada. Dios-Padre diseñó de
inmediato un plan de salvación, que únicamente
Él era capaz de concebir. Era necesario destruir el pecado
y como consecuencia a la muerte que éste había
engendrado. Para destruir la muerte era necesario penetrar en
ella para de nuevo volver a la vida. Solo Dios tenía el
poder de lograr esta victoria sobre la muerte, pero para ello era
necesario revestirse previamente de una naturaleza
mortal.
La Segunda Persona de la Trinidad, el Señor
Jesús, es el que asumió la tarea de redimir al
hombre del pecado y liberarlo de las ataduras de la muerte. Esa
era la voluntad del Padre. Encarnado en el seno de María
Virgen, se rebajó hasta el punto de hacer semejantes a la
criatura y al Creador. Al revestirse de la naturaleza humana
aceptó pasar por lo que es inherente a esa naturaleza
humana. Quiso experimentar en su cuerpo todo aquello que es
propio de la vida de un hombre: alegrías, sufrimientos,
enfermedades, cansancio, hambre, sed… nada de lo que
tú y yo experimentamos cada día, fue extraño
para él. Solo en un aspecto fue totalmente distinto: no
conoció lo que era el pecado.
Vino al mundo con una misión exclusiva: dar
conocimiento al hombre del amor de Dios, a pesar de que
éste le rechace mil veces por el pecado. Vino a decirnos a
nosotros, pecadores, que El Padre no toma en cuenta nuestras
infidelidades y pecados, sino que nos ama tiernamente en nuestra
debilidad. Que Él, ama con locura al pecador y odia
intensamente al pecado, porque nos hace daño a nosotros
que somos sus hijos. Como el pecado es un veneno que mata, san
Pablo dice que es «el aguijón de la
muerte», por eso Él vino a librarnos de ese
veneno cargándolo sobre su ser, y aceptando que ese veneno
lo llevara a la muerte.
La vida del hombre en el mundo ni es un castigo ni es un
destierro. Dios al crearnos deseaba que nuestra vida terrena
fuera una vida feliz, anticipo de aquella que nos reservaba por
toda la eternidad en su presencia. Hemos sido nosotros los que al
apartarnos de Él, aquello que estaba concebido como un
edén, lo hemos convertido en un valle de lágrimas.
Cuando Dios desaparece de nuestra vida por el pecado, en vez de
regirnos por el amor, es el egoísmo el que nos impulsa a
buscar todo aquello que sea capaz de llenar el hueco que el amor
de Dios ha dejado en el corazón.
Nuestro corazón ha sido creado para amar, siendo
la fuente de este amor el mismo amor que Dios ha sembrado en
él. Al desaparecer por el pecado el amor de Dios, la
insatisfacción impulsa al hombre a buscar sustitutos al
amor perdido. Los afectos, las riquezas, el poder, el sexo como
fin y no como medio, etc., son los ídolos a los que el
hombre pide la vida sin lograr alcanzarla, porque lo único
que puede devolver al hombre la felicidad es tener de nuevo en su
corazón el amor de Dios. San Agustín, que ha tenido
experiencia de esta situación, exclama en el libro de las
Confesiones: «Señor, nos ha hecho para ti y
nuestro corazón no hallará descanso mientras no
descanse en ti».
Ahora podemos preguntarnos: ¿Ha pretendido el
Señor al darnos la ley restaurar el orden primero?
¿Es la ley la que nos ha de salvar de la situación
en que nos hemos quedado después del pecado? No, la ley no
está puesta para que con su cumplimiento logremos alcanzar
la salvación. Ya hemos visto lo que dice san Pablo al
respecto: «Nadie será justificado ante
Él, por las obras de la ley».
La ley era necesaria, porque el hombre había
perdido por completo el norte a causa del pecado. Vivía
desorientado y solo se regía por su egoísmo.
Había perdido la razón de su existencia. La ley
pretendía que la vida de los hombres no fuera semejante a
la de las fieras, que se devoran entre ellas pretendiendo dominar
unas sobre otras. La ley quería arrojar luz en la
existencia del hombre que vivía en las tinieblas, por
haber expulsado a Dios de su vida. La ley no era un fin, la ley
era un medio.
La ley cumple también un cometido muy importante
en la vida del hombre: le da conocimiento del pecado., lo dice
san Pablo en la carta a los Romanos. Le ayuda, pues, a verse
pecador y al propio tiempo le hace comprender el origen del
sufrimiento y de la muerte en el mundo. Hoy mucha gente, ante
acontecimientos negativos de la vida del hombre, enfermedades,
sufrimientos de todo tipo, abusos a inocentes, guerras,
extorsiones, etc., se interroga o blasfema de Dios como si
él fuera el responsable de esas desgracias. No comprenden
que el origen de esos males hay que buscarlo en la
ambición y el egoísmo del hombre. Es el pecado el
que convierte al hombre en enemigo del hombre. El sufrimiento y
la muerte no son castigos de Dios, son el peaje que el hombre
debe pagar a causa de su pecado.
De esta situación es de la que el hombre necesita
ser salvado en este mundo en primer lugar. Dios nos ha dado a
través de Jesucristo conocimiento de la verdad, de manera
que la fe en Él nos hace recuperar el sentido profundo de
nuestra existencia. Abre ante nosotros la esperanza y nos
anticipa ya aquí, la vida eterna. La vida terrena del
hombre deja de ser un fin, para convertirse en un medio, un
camino, que nos conduce a la vida eterna. Es decir, la
salvación que Dios Padre nos ha concedido en su querido
Hijo, no es solo aplicable a la salvación última, a
la salvación del final de los tiempos. La salvación
del Señor Jesús es una salvación actual, que
podemos experimentar en el día a día. Hoy, para
mí, es esa la salvación útil, la que me
importa.
Ciertamente, no hemos de perder de vista la
salvación eterna. Ella ha de estar presente en el
horizonte de nuestra vida, pero es hoy, precisamente hoy, cuando
yo necesito del poder del Señor para ser salvo. Si hoy, en
los sufrimientos y avatares de la vida, experimento que
está presente, que está vivo y resucitado, que
camina junto a mí, y que como a Pedro me hace andar por
encima de las aguas turbulentas, no me cabrá la menor duda
de que también en el momento final y decisivo de mi vida,
estará a mi lado para salvarme.
Experimentar ya ahora esta salvación es fruto de
la fe, y san Pablo añadirá, independientemente de
las obras de la ley. Pero ¿de qué fe estamos
hablando? Por supuesto, no se trata de una fe meramente
intelectual. No se trata de decir que creemos en Dios. Santiago
dice que «también los demonios creen en Dios
y tiemblan» (St 2, 19) Esa fe intelectual no es
mala, pero no salva de nada. La única fe que salva es
aquella que nace de la experiencia del encuentro personal con el
Señor Resucitado. ¿Has experimentado en alguna
ocasión la auténtica impotencia, la angustia, el
ver el cielo totalmente cerrado, el no tener un asidero a
dónde cogerte, y al invocar el nombre, el poder, del
Señor Jesús, comprobar que lo humanamente
imposible, se ha hecho de momento posible? ¿Has vivido
esta experiencia? ¿Qué sacas en conclusión?
Sin duda alguna te sirve para comprobar que el Señor
Jesús está vivo, que está resucitado y que
siempre está cercano a ti. Ésta es la fe
experimental, ésta es la fe que salva. Este
acontecimiento, este encuentro con el Señor, te
impulsará a hacerlo presente en tu vida en otras muchas
ocasiones, haciendo que crezca y se fortalezca tu fe.
Esta fe es la que produce obras de vida eterna, porque,
¿es posible que tú después de encontrarte
con el Señor sigas enemistado con tu hermano, o sigas
negando tu ayuda al que te tiende la mano? Imposible. Si has
experimentado lo bueno que el Señor ha sido contigo, sin
duda, encontrarás fuerzas para serlo tú
también con tu hermano. Estas son las obras de la fe a las
que alude Santiago en su carta cuando dice: «
¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien
diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá
salvarle la fe?» (St 2, 14).
Todos estos hechos vividos, estos acontecimientos en los
que se ha hecho presente el Señor, son prueba y hacen
presente su salvación, hoy. Son los que transforman este
valle de lágrimas fruto del pecado, en un esperanzado
peregrinaje hacia la casa del Padre.
Es lamentable que personas creyentes que se consideran
cristianas, vivan su vida solo en función de la
salvación última, desaprovechando la oportunidad de
experimentar la presencia real del Señor Resucitado,
siempre dispuesto a actuar en sus vidas si se le
invoca.
Si vivimos atormentados pensando en nuestra
salvación o condenación última, es porque no
hemos descubierto en Dios la figura de nuestro Padre, o porque
todavía tenemos el convencimiento de que esa
salvación depende de nuestro esfuerzo. "Dios,
nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,
4).
Me atrevo a decir que nuestra salvación no
está en las manos de Dios, sino en las nuestras. Me
explico. Dios ya nos ha dado todo aquello que como padre
podía darnos. Nos ha entregado a su Hijo, que en su
Pasión Muerte y Resurrección, ha ganado para todos
los hombres la salvación. Dice san Pablo: «El
que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le
entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará con él graciosamente todas las cosas?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios
es quien justifica. ¿Quién condenará?
» (Rm 8,32-34ª)
Dios-Padre, pues, ya ha hecho por nosotros todo aquello
que podía hacer. Ahora nos toca a nosotros aceptar o no,
la salvación que nos ofrece. Decíamos al hablar del
don de la libertad que el Señor nos había dado, que
lo que pretendía era que fuéramos libres a la hora
de amarlo. Del mismo modo, también en el tema de la
salvación continúa respetando nuestra libertad.
Dice san Agustín: «Aquel que te creó
sin ti, no te salvará sin ti». El que no te
pidió permiso para crearte, no te salvará a la
fuerza. O sea que, la salvación que nos ha ganado el
Señor Jesús es universal, pero siempre queda
supeditada a que cada uno de nosotros la aceptemos.
Dios es nuestro Padre, no es un monstruo. No se complace
en ponernos las cosas difíciles. Su voluntad es que nadie
se pierda. Se conforma con que nosotros en su presencia
reconozcamos nuestra pequeñez y nuestra indignidad, para
de lo pequeño hacer algo grande y hacer digno lo indigno.
Su complacencia radica en elevarnos de meras criaturas a la
categoría de hijos de Dios, pero eso sí, siempre
respetando nuestra libertad.
Aquellos que con su ayuda han vivido según su
voluntad, han obtenido como ganancia vivir la vida terrena con
sabor a eternidad. Han adelantado en cierto modo el cielo y han
sido sus colaboradores al arrojar luz sobre la vida de los
demás. Han sido la sal que el mundo necesitaba y con su
presencia han hecho presente la figura de Dios-Padre a todos los
hombres, y han hecho que la salvación del Señor
Jesús fuera universal, conocida por todos.
Finalmente, la condición que el Señor pone
a todos los hombres para que les alcance la salvación
última, es que la deseen con todo su
corazón.
Autor:
José Miguel Rubert Aymerich