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La salvación, ¿cuándo?




    La salvación, ¿Cuándo? –
    Monografias.com

    La
    salvación y la ley

    La
    salvación, ¿para cuándo?

    El apóstol san Pablo en su primera carta a
    Timoteo (2, 4) afirma: "Dios, nuestro Salvador, quiere que
    todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
    verdad".

    La salvación y la
    ley

    Cuando se habla de la salvación, para la
    mayoría de los creyentes se hace presente la
    salvación final, la del último día. Todos
    refieren este término a la salvación eterna. Si
    preguntamos, además, qué es necesario para lograr
    esta salvación, muchos responderán que es necesario
    cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios. De este modo vemos
    como se establece una íntima relación entre la Ley
    y la salvación, de manera que para salvarse es necesario
    esforzarse para poner en práctica los Mandamientos de la
    Ley.

    Nosotros nos preguntamos, ¿fue esa la
    intención del Señor cuando en el Sinaí
    entregó a Moisés las tablas de piedra con los diez
    mandamientos grabados? Hay motivos para pensar que no. En primer
    lugar, para el pueblo hebreo, las Tablas no contenían
    mandamientos, sino que eran palabras de vida. Ha sido nuestra
    mentalidad occidental influenciada por el Derecho Romano, la que
    ha transformado las palabras de vida en leyes de obligado
    cumplimiento.

    ¿Por qué Dios ha entregado estas palabras
    de vida a los hombres? La razón es muy sencilla. Cada uno
    de nosotros por el estigma del pecado de origen, nos vemos
    inclinados sin remedio hacia el mal. No ignoramos lo que es el
    bien, pero estamos incapacitados para llevarlo a la
    práctica. Esta circunstancia la expresa san Pablo de una
    manera magistral en el capítulo 7 de la Carta a los
    Romanos. Dice así: «Sabemos, en efecto, que
    la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del
    pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo
    que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no
    quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad,
    ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí.
    Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es
    decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi
    alcance, mas no el realizarlo»
    (Rm
    7,14-18)

    Ante esta situación, el Señor viene en
    nuestra ayuda y nos muestra con las diez palabras de vida,
    cuál es el camino de la felicidad. Nos hace ver
    también cómo vivir de espaldas a estas palabras,
    conduce irremediablemente a la muerte. Como nuestra
    sabiduría es limitada, y nuestra libertad a causa del
    pecado está disminuida, necesitamos que la
    sabiduría divina nos dé a conocer el camino para
    desenvolvernos en la vida. Por otra parte, el maligno, enemigo
    acérrimo de Dios, padre de la mentira y mucho más
    inteligente que nosotros, no pudiendo hacerle a él
    directamente ningún daño, busca dañar a la
    criatura que Dios tanto ama, al hombre. Lo vemos en el
    capítulo 12 de Apocalipsis: «Entonces (el
    dragón) despechado contra la Mujer, se fue a hacer la
    guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de
    Dios y mantienen el testimonio de Jesús
    ».
    (Ap 12,17) Es necesario, pues, que el Señor alumbre
    mediante su Ley el camino de oscuridad de nuestra vida. El salmo
    119 lo pone de manifiesto cuando dice:
    «Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en
    mi sendero».

    Ahora podemos preguntarnos, ¿Es la
    salvación consecuencia del cumplimiento de la Ley? De
    ninguna manera. El hombre, como hemos visto en la carta a los
    Romanos, se encuentra con el dilema de que, aun sabiendo que en
    el cumplimiento de la ley está la vida, conoce por
    experiencia su incapacidad para observarla. ¿Por
    qué, podemos preguntarnos, se da esta circunstancia?
    ¿Cómo es posible que Dios promulgue una ley que
    desborda por completo la capacidad del hombre para cumplirla? La
    respuesta nos la da san Pablo en su carta a los Romanos:
    «Nadie será justificado ante él por
    las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del
    pecado»
    (Rm 3, 20). De esto se deduce que Dios no
    promulgó la ley para que el hombre la cumpliera, sino para
    que viendo su incapacidad, el hombre tuviera que recurrir
    necesariamente a Él. Si el hombre se pudiera justificar
    por la ley, la salvación dejaría de ser gratuita.
    Dios no podría manifestar al hombre su amor y su infinita
    misericordia. Precisamente por esto leemos en la carta a los
    Romanos que: «Dios encerró a todos los
    hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de
    misericordia».
    (Rm 11,32)

    En resumen, a través de la ley conocemos la
    verdad. Ella es la que impide que el maligno nos haga caer en el
    error, mostrándonos caminos falsos de felicidad. Ella al
    mismo tiempo, nos da conocimiento de nuestro pecado y nuestra
    debilidad, y hace que tengamos que recurrir a Aquel que no se
    escandaliza de nuestras flaquezas, sino que está siempre
    dispuesto a mirarnos con ojos de misericordia.

    Siendo la ley un rasgo del amor de Dios, un regalo que
    conduce a descubrir nuestro pecado y la necesidad que tenemos de
    ser salvados, durante muchos siglos los cristianos han pretendido
    con su cumplimiento hacerse acreedores de la salvación. De
    regalo, la ley ha pasado a ser maldición,
    convirtiéndose en una losa insoportable o un corsé
    que aprisiona la vida. La expresión "vivir en gracia" ha
    atormentado a muchos cristianos de buena voluntad durante gran
    parte su vida. No llegaron a descubrir que vivir en gracia era
    vivir en la gratuidad, teniendo la certeza de que Dios no se
    escandalizaba de ninguno de sus pecados. Vivir reconociendo sin
    miedo sus limitaciones y pecados, pero teniendo a la vez la
    certeza de que Dios es Padre, que, como dice el salmo 32,
    «Ha formado el corazón del hombre y comprende
    todas sus acciones».
    No llegaron a descubrir a
    Dios como al padre del Hijo Pródigo, que respeta hasta el
    extremo su libertad y permanece noche y día vigilante, con
    los brazos abiertos a la espera de su regreso. Y a su llegada no
    sale de su boca ni un solo reproche, todo lo contrario, ni
    siquiera deja que el hijo le presente sus excusas.

    Ese es nuestro Dios, el Dios que nos ha revelado el
    Señor Jesús. Un Dios, que si alguna
    limitación tiene, es la de ser incapaz de odiar. La de ser
    incapaz de sentir rencor hacia su criatura. Un Dios que como dice
    san Pablo en la primera carta a Timoteo, «Es nuestro
    Salvador, y quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
    conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4)

    Esta certeza del amor de Dios y su perdón, no
    debe llevarnos de ninguna manera a pecar, pensando que todo
    está perdonado. Ciertamente, todo está perdonado,
    pero quien obra así pensando aquello de "ancha es
    Castilla", no ha descubierto que el pecado no es algo bueno que
    la ley nos prohíbe realizar, sino todo lo contrario, la
    ley nos advierte, nos pone en guardia, ante una acción que
    irremediablemente nos acarreará un daño.

    La salvación, ¿para
    cuándo?

    Pero, esta salvación, ¿para cuándo?
    Podemos afirmar que hay dos momentos bien definidos en que se
    realiza la salvación. Por una parte, y es por la que tanto
    han tenido que sufrir muchos cristianos, está la
    salvación que tendrá lugar para cada hombre
    después de la muerte y que un día culminará
    con el Juicio Universal.

    Dios ha creado al hombre y después del don de la
    vida, el mayor regalo que ha podido hacerle es la libertad. Dios
    creó al hombre por amor y dispuso que solo en el amor,
    alcanzara la felicidad y la plenitud. Esta felicidad y esa
    plenitud radicaba en que el hombre, experimentado en su
    corazón el amor Dios, pudiera, en primer lugar,
    corresponder a es amor amando a su Creador con todo su ser, y a
    la vez pudiera también amar a sus semejantes. Crearlo a su
    imagen y semejanza, era crearlo libre y con capacidad de amar. Lo
    hizo libre, para que el hombre no se viera obligado a amarle a la
    fuerza, sino que correspondiera a su amor libremente.

    La historia ya la conocemos. La felicidad del hombre
    provocó la envidia del maligno, que siendo incapaz de
    hacerle daño a su Creador, y conociendo al mismo tiempo el
    amor que éste sentía hacia su criatura,
    consiguió a través de la mentira, romper los lazos
    de amor que les unían. Había aparecido el mal, el
    pecado, en el mundo.

    La acción del hombre y el mal uso de su libertad,
    dio al traste con la obra que Dios había diseñado
    para su criatura. Sin embargo, dice san Pablo,
    «donde abundó el pecado sobreabundó la
    gracia».
    El hombre estaba perdido, había
    saboreado la muerte, pero el amor de Dios hacia él, no
    había menguado en nada. Dios-Padre diseñó de
    inmediato un plan de salvación, que únicamente
    Él era capaz de concebir. Era necesario destruir el pecado
    y como consecuencia a la muerte que éste había
    engendrado. Para destruir la muerte era necesario penetrar en
    ella para de nuevo volver a la vida. Solo Dios tenía el
    poder de lograr esta victoria sobre la muerte, pero para ello era
    necesario revestirse previamente de una naturaleza
    mortal.

    La Segunda Persona de la Trinidad, el Señor
    Jesús, es el que asumió la tarea de redimir al
    hombre del pecado y liberarlo de las ataduras de la muerte. Esa
    era la voluntad del Padre. Encarnado en el seno de María
    Virgen, se rebajó hasta el punto de hacer semejantes a la
    criatura y al Creador. Al revestirse de la naturaleza humana
    aceptó pasar por lo que es inherente a esa naturaleza
    humana. Quiso experimentar en su cuerpo todo aquello que es
    propio de la vida de un hombre: alegrías, sufrimientos,
    enfermedades, cansancio, hambre, sed… nada de lo que
    tú y yo experimentamos cada día, fue extraño
    para él. Solo en un aspecto fue totalmente distinto: no
    conoció lo que era el pecado.

    Vino al mundo con una misión exclusiva: dar
    conocimiento al hombre del amor de Dios, a pesar de que
    éste le rechace mil veces por el pecado. Vino a decirnos a
    nosotros, pecadores, que El Padre no toma en cuenta nuestras
    infidelidades y pecados, sino que nos ama tiernamente en nuestra
    debilidad. Que Él, ama con locura al pecador y odia
    intensamente al pecado, porque nos hace daño a nosotros
    que somos sus hijos. Como el pecado es un veneno que mata, san
    Pablo dice que es «el aguijón de la
    muerte
    », por eso Él vino a librarnos de ese
    veneno cargándolo sobre su ser, y aceptando que ese veneno
    lo llevara a la muerte.

    La vida del hombre en el mundo ni es un castigo ni es un
    destierro. Dios al crearnos deseaba que nuestra vida terrena
    fuera una vida feliz, anticipo de aquella que nos reservaba por
    toda la eternidad en su presencia. Hemos sido nosotros los que al
    apartarnos de Él, aquello que estaba concebido como un
    edén, lo hemos convertido en un valle de lágrimas.
    Cuando Dios desaparece de nuestra vida por el pecado, en vez de
    regirnos por el amor, es el egoísmo el que nos impulsa a
    buscar todo aquello que sea capaz de llenar el hueco que el amor
    de Dios ha dejado en el corazón.

    Nuestro corazón ha sido creado para amar, siendo
    la fuente de este amor el mismo amor que Dios ha sembrado en
    él. Al desaparecer por el pecado el amor de Dios, la
    insatisfacción impulsa al hombre a buscar sustitutos al
    amor perdido. Los afectos, las riquezas, el poder, el sexo como
    fin y no como medio, etc., son los ídolos a los que el
    hombre pide la vida sin lograr alcanzarla, porque lo único
    que puede devolver al hombre la felicidad es tener de nuevo en su
    corazón el amor de Dios. San Agustín, que ha tenido
    experiencia de esta situación, exclama en el libro de las
    Confesiones: «Señor, nos ha hecho para ti y
    nuestro corazón no hallará descanso mientras no
    descanse en ti».

    Ahora podemos preguntarnos: ¿Ha pretendido el
    Señor al darnos la ley restaurar el orden primero?
    ¿Es la ley la que nos ha de salvar de la situación
    en que nos hemos quedado después del pecado? No, la ley no
    está puesta para que con su cumplimiento logremos alcanzar
    la salvación. Ya hemos visto lo que dice san Pablo al
    respecto: «Nadie será justificado ante
    Él, por las obras de la ley».

    La ley era necesaria, porque el hombre había
    perdido por completo el norte a causa del pecado. Vivía
    desorientado y solo se regía por su egoísmo.
    Había perdido la razón de su existencia. La ley
    pretendía que la vida de los hombres no fuera semejante a
    la de las fieras, que se devoran entre ellas pretendiendo dominar
    unas sobre otras. La ley quería arrojar luz en la
    existencia del hombre que vivía en las tinieblas, por
    haber expulsado a Dios de su vida. La ley no era un fin, la ley
    era un medio.

    La ley cumple también un cometido muy importante
    en la vida del hombre: le da conocimiento del pecado., lo dice
    san Pablo en la carta a los Romanos. Le ayuda, pues, a verse
    pecador y al propio tiempo le hace comprender el origen del
    sufrimiento y de la muerte en el mundo. Hoy mucha gente, ante
    acontecimientos negativos de la vida del hombre, enfermedades,
    sufrimientos de todo tipo, abusos a inocentes, guerras,
    extorsiones, etc., se interroga o blasfema de Dios como si
    él fuera el responsable de esas desgracias. No comprenden
    que el origen de esos males hay que buscarlo en la
    ambición y el egoísmo del hombre. Es el pecado el
    que convierte al hombre en enemigo del hombre. El sufrimiento y
    la muerte no son castigos de Dios, son el peaje que el hombre
    debe pagar a causa de su pecado.

    De esta situación es de la que el hombre necesita
    ser salvado en este mundo en primer lugar. Dios nos ha dado a
    través de Jesucristo conocimiento de la verdad, de manera
    que la fe en Él nos hace recuperar el sentido profundo de
    nuestra existencia. Abre ante nosotros la esperanza y nos
    anticipa ya aquí, la vida eterna. La vida terrena del
    hombre deja de ser un fin, para convertirse en un medio, un
    camino, que nos conduce a la vida eterna. Es decir, la
    salvación que Dios Padre nos ha concedido en su querido
    Hijo, no es solo aplicable a la salvación última, a
    la salvación del final de los tiempos. La salvación
    del Señor Jesús es una salvación actual, que
    podemos experimentar en el día a día. Hoy, para
    mí, es esa la salvación útil, la que me
    importa.

    Ciertamente, no hemos de perder de vista la
    salvación eterna. Ella ha de estar presente en el
    horizonte de nuestra vida, pero es hoy, precisamente hoy, cuando
    yo necesito del poder del Señor para ser salvo. Si hoy, en
    los sufrimientos y avatares de la vida, experimento que
    está presente, que está vivo y resucitado, que
    camina junto a mí, y que como a Pedro me hace andar por
    encima de las aguas turbulentas, no me cabrá la menor duda
    de que también en el momento final y decisivo de mi vida,
    estará a mi lado para salvarme.

    Experimentar ya ahora esta salvación es fruto de
    la fe, y san Pablo añadirá, independientemente de
    las obras de la ley. Pero ¿de qué fe estamos
    hablando? Por supuesto, no se trata de una fe meramente
    intelectual. No se trata de decir que creemos en Dios. Santiago
    dice que «también los demonios creen en Dios
    y tiemblan»
    (St 2, 19) Esa fe intelectual no es
    mala, pero no salva de nada. La única fe que salva es
    aquella que nace de la experiencia del encuentro personal con el
    Señor Resucitado. ¿Has experimentado en alguna
    ocasión la auténtica impotencia, la angustia, el
    ver el cielo totalmente cerrado, el no tener un asidero a
    dónde cogerte, y al invocar el nombre, el poder, del
    Señor Jesús, comprobar que lo humanamente
    imposible, se ha hecho de momento posible? ¿Has vivido
    esta experiencia? ¿Qué sacas en conclusión?
    Sin duda alguna te sirve para comprobar que el Señor
    Jesús está vivo, que está resucitado y que
    siempre está cercano a ti. Ésta es la fe
    experimental, ésta es la fe que salva. Este
    acontecimiento, este encuentro con el Señor, te
    impulsará a hacerlo presente en tu vida en otras muchas
    ocasiones, haciendo que crezca y se fortalezca tu fe.

    Esta fe es la que produce obras de vida eterna, porque,
    ¿es posible que tú después de encontrarte
    con el Señor sigas enemistado con tu hermano, o sigas
    negando tu ayuda al que te tiende la mano? Imposible. Si has
    experimentado lo bueno que el Señor ha sido contigo, sin
    duda, encontrarás fuerzas para serlo tú
    también con tu hermano. Estas son las obras de la fe a las
    que alude Santiago en su carta cuando dice: «
    ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien
    diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá
    salvarle la fe?»
    (St 2, 14).

    Todos estos hechos vividos, estos acontecimientos en los
    que se ha hecho presente el Señor, son prueba y hacen
    presente su salvación, hoy. Son los que transforman este
    valle de lágrimas fruto del pecado, en un esperanzado
    peregrinaje hacia la casa del Padre.

    Es lamentable que personas creyentes que se consideran
    cristianas, vivan su vida solo en función de la
    salvación última, desaprovechando la oportunidad de
    experimentar la presencia real del Señor Resucitado,
    siempre dispuesto a actuar en sus vidas si se le
    invoca.

    Si vivimos atormentados pensando en nuestra
    salvación o condenación última, es porque no
    hemos descubierto en Dios la figura de nuestro Padre, o porque
    todavía tenemos el convencimiento de que esa
    salvación depende de nuestro esfuerzo. "Dios,
    nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y
    lleguen al conocimiento de la verdad"
    (1Tm 2,
    4).

    Me atrevo a decir que nuestra salvación no
    está en las manos de Dios, sino en las nuestras. Me
    explico. Dios ya nos ha dado todo aquello que como padre
    podía darnos. Nos ha entregado a su Hijo, que en su
    Pasión Muerte y Resurrección, ha ganado para todos
    los hombres la salvación. Dice san Pablo: «El
    que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le
    entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
    dará con él graciosamente todas las cosas?
    ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios
    es quien justifica. ¿Quién condenará?
    »
    (Rm 8,32-34ª)

    Dios-Padre, pues, ya ha hecho por nosotros todo aquello
    que podía hacer. Ahora nos toca a nosotros aceptar o no,
    la salvación que nos ofrece. Decíamos al hablar del
    don de la libertad que el Señor nos había dado, que
    lo que pretendía era que fuéramos libres a la hora
    de amarlo. Del mismo modo, también en el tema de la
    salvación continúa respetando nuestra libertad.
    Dice san Agustín: «Aquel que te creó
    sin ti, no te salvará sin ti
    ». El que no te
    pidió permiso para crearte, no te salvará a la
    fuerza. O sea que, la salvación que nos ha ganado el
    Señor Jesús es universal, pero siempre queda
    supeditada a que cada uno de nosotros la aceptemos.

    Dios es nuestro Padre, no es un monstruo. No se complace
    en ponernos las cosas difíciles. Su voluntad es que nadie
    se pierda. Se conforma con que nosotros en su presencia
    reconozcamos nuestra pequeñez y nuestra indignidad, para
    de lo pequeño hacer algo grande y hacer digno lo indigno.
    Su complacencia radica en elevarnos de meras criaturas a la
    categoría de hijos de Dios, pero eso sí, siempre
    respetando nuestra libertad.

    Aquellos que con su ayuda han vivido según su
    voluntad, han obtenido como ganancia vivir la vida terrena con
    sabor a eternidad. Han adelantado en cierto modo el cielo y han
    sido sus colaboradores al arrojar luz sobre la vida de los
    demás. Han sido la sal que el mundo necesitaba y con su
    presencia han hecho presente la figura de Dios-Padre a todos los
    hombres, y han hecho que la salvación del Señor
    Jesús fuera universal, conocida por todos.

    Finalmente, la condición que el Señor pone
    a todos los hombres para que les alcance la salvación
    última, es que la deseen con todo su
    corazón.

     

     

    Autor:

    José Miguel Rubert Aymerich

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