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Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

  1. Posiciones mágicas
  2. Posiciones éticas
  3. Posiciones estéticas
  4. Agonía y muerte
  5. Epílogo de un huérfano
    viejo
  6. Los
    antagonistas
  7. El
    pequeño pájaro de greda
  8. La
    calle de la luna
  9. El
    tambor mágico

"ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS
ALLÁ DEL CRIMEN DEL AUTOR: RENÉ
VERGARA"

Todavía ignoro qué fue lo primero de ella
que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios,
músculos, huesos? ¿La vida toda?
¿Cómo le dio tanta cuerda a mí, ahora,
corazón de viejo y puso en él algo de su piedad, de
su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su
geografía suave, tímida; a sus rosados y
prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí,
arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos
ávidas, nuevas: su voz girando, zumbando entre mis
tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los
primeros tonos del amor y mi llanto instintivo naciendo de sus
ausencias leves…

Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin
espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y
caminé.

Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es
anterior. Cabellos largos, negrísimos, sedosos, siempre
oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto,
cruzándole el moño alto. Manos de dedos
ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y
apio, tejiendo chombas azules, lavando, levantando panes en un
pequeño horno de barro, cosiendo ojales y pegando botones
blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante
nueve meses tibios formó y aprisionó en su vientre
acuático.

Su voz venía cantando desde Ñuble con
ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de las
pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a
tierra saludadora, agradecida; con vagidos de árboles
milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra,
zoomórfica – crecí mirando una "guitarrera" de
Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3 patas
cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos.
Más allá, la vieja sangre vasca perdida en el
tiempo cantábrico, montañoso, con invariables
posiciones éticas que me iba transmitiendo. Ese rebrote
genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia,
nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.

Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de
tanto mirar apios, berros y albahacas; pechos altos y un andar
urgente en dirección a las cosas simples de todos los
días.

A los 17 años casó, impelida por su padre,
con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro", gritón,
"mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo
había nacido.

"No hay esclavas de sangre vasca", decía.
Buscó la libertad. Aprendió a coser a
máquina y trabajó en una fábrica de
uniformes de la calle Salas; compró una máquina de
"aparar" y confeccionó guantes para hombres. Desafiada por
la vida dura, independiente, estiró las horas del
esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía
Dominga, una "ponedora" de botones y una "hojaladora". Su casa se
había transformado en taller, en una pequeña
fábrica de guantes. Conocí la suavidad de la badana
y la gamuza, las tijeras incansables conversadoras; las largas
trasnochadas de los viernes y la alegría de los
sábados con canastos llenos de frutas y descanso.
Habíamos abandonado la pobreza: conventillos,
cités, pasajes; la larga peregrinación por los
barrios santiaguinos había terminado en una casita de la
calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas
blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los ladridos de un
perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".

Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y
dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea, mis abuelos
maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía
Dominga se fue tras ellos; antes, se había ido mi delgada
tía Lucrecia.

Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era
suyo y yo con un "padre" que no era mío. A pesar de los
esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La
pequeña puerta de calle comunicaba, como todas, con los
caminos del hombre. Me despedí ansiando poner una larga
distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a
saltar países como si se tratara de charcas
pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le
escribí la primera carta lagrimal y seguí llorando
tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil,
Perú…Algunas de mis lágrimas fueron "publicadas".
Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer
entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje
más largo para llegar a hombre y regresar a verla!
Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve
separado de mi madre. Iba y volvía; ella envejecía
esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas,
solteronas, religiosas, envejecían junto a ella. Ya no
cosía por falta de vista suficiente: vendió las
máquinas. Su dedo índice derecho, con el que
apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a recuperar sus crestas
papilares.

Posiciones
mágicas

Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el
sexo, lo eligió ella que creía más en las
mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del
barrio Independencia, le pidió que criara un pichón
blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle
alimento y agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo.
¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el ave? No lo
sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el
palomo dejó de existir. Por primera y única vez fui
físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse,
dijo: "Este hijo tuyo te dará más problemas que el
pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión
, causa alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la
adultez incierta, seguirá provocándolas: el hombre
es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan
de lejos, decorativamente.

Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y
solemne, me quitó, con un vaso de agua, una gangrena
localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a
verlo porque, según el médico del barrio: "…si no
hay amputación perderá la vida". Sé muy bien
que esta zona es mágica, milagrera, increíble, pero
mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles.
Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años
acompañamos, mi esposa y yo, a doña Rosa Ramona a
ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos
celestes, uno con la visión semiperdida, y un vocabulario
de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia del
vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien
porque tienes un tumor en la matriz. Te ayudaré". Lo
tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por
un patio de tierra lleno de excrementos de gallina y de conejos,
mirando un sauce casero y escuchando el cercano ladrido de un
perro invisible.

"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando
se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te lo dieron
para que lo guardaras". Volví a escribir.

Cuando desempeñaba funciones policiales
jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De jefe, siempre
estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos,
cartománticos, quirománticos, "astrólogos",
faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe
dónde y cómo aparecerá el largo dedo de
Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.

Posiciones
éticas

La ciencia del buen vivir la aprendió,
doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió
doña Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden
de españoles. En las viejas frases está el
contenido razonable y limpio, decantado en siglos de
cultura:

Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los
muchachos.

¿También a ti?

Sí. Un día de estos le voy a devolver los
golpes.

¡No! Mañana le obsequiarás uno de
estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que
da.

Al tercer merengue éramos amigos de caras
embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron a regalarle
bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin
hermano, dejó de pelear y empezó a
sonreír.

No pidas, "aguántate". Yo siempre he
dado.

Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se
inclinaba ante los débiles.

Tuve que comerme una docena de plátanos por
haberle pedido uno al hijo del vecino.

No te acuestes en cama ajena porque
extrañarás la propia.

Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he
cumplido con esta norma y he dormido sin conocer el
insomnio.

Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del
humano, cuando es auténtico, es íntimo.

Posiciones
estéticas

Diálogo del 30 de agosto de 1975.

Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que
todos los años vienen a visitarme y traen el mismo olor
suave de mi niñez.

¿Qué ve en ellos?

Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis
ayeres siempre me encontraron cerrada en mí hasta que
tú naciste.

¿Y ahora, madre?

Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos,
desconocidos.

¿Qué sueña?

Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los
humanos tengan deseos de ver y oler flores, pájaros,
niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas
de agua cuelgan de las hojas del limonero! Ese gorrión
calmará su sed con espejitos redondos.

Agonía y
muerte

La mañana del once de junio de 1976,
último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la Gran
Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal
comía menos y ya no era la misma Rosa de siempre.
Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía
la muerte de Eliseo, su último esposo.

Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del
oeste. Me senté a su lado y tomé su cabeza entre
mis manos: se recogió. Estaba delgadísima,
deshidratada. Sostuvo mi mano derecha, con la que escribo, entre
las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos grises;
rascándola con suavidad:

¿Cómo es este día? No quiero abrir
los ojos porque me duelen con la luz y no deseo encortinar esa
ventana callejera, llena de vida.

Brillante. El sol despide al otoño; cielo de
paño azul marino; el aire es frío.

Callé.

¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas
en tu rostro, no lloran por la luz.

Tragué saliva salobre: el hombre llora por
dentro.

Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color
obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como
almidonados.

¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la
regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no
sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre
sola.

¿Quiere agua?

Si, tengo los labios secos.

Bebió sonriendo.

Iré a buscar al médico.

No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a
los tuyos que te necesitan más que yo.

Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12,
Irma, mi hermanastra, me llamó:

Acaba de morir y como estaba durmiendo sus
ojos….

La velaron en un templo adventista del barrio Matadero.
Al día siguiente, durante las honras fúnebres, un
negro estadounidense tocó el piano y cantó,
acompañado de un coro de niños: "Cuando nombren mi
nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida
ignoré la religión de mi madre. En el cementerio el
pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".

Ese día llovió tanto como la noche de su
muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la
enterráramos sin apuro.

Epílogo de
un huérfano viejo

Varias veces me he devuelto del Paradero 11 porque he
comprendido, tardíamente, que esa ruta no me lleva a sus
ojos, a su voz, a sus manos. En esa casa verde, llena de flores,
las cortinas de su dormitorio siguen sin impedir el paso de la
luz solar.

Su muerte se arrinconó junto a mi primer
recuerdo. Un día enterrarán mis huesos sobre sus
huesos. Rosa Ramona ya se encontró con los huesos molidos
de sus padres.

Parece que vivir es un ciclo que empieza y termina en
lágrimas. Ello no obstante, creo que algo hemos aprendido:
el tránsito vital, corto o largo, tiene un
propósito humano: llegar a comprender lo que somos para
mejor convivir entre "conmorientes".

La vieja sepultura familiar, de tierra esquinera, vecina
a robles nuevos y viejos, está llena de jacintos y
cinerarias, lágrimas de un huérfano
cincuentón, recuerdos de varias vidas, sonrisas escasas,
preguntas sin respuestas y la "Lucrecia" tardía,
trasplantada, obispal, que espero renazca en junio.

Los
antagonistas

René Vergara

En la calle Victoria, entre Arturo Prat y San Diego,
lado sur, está la modesta relojería "El Mundo". El
padre de Carlos Valenzuela – su actual propietario – , como buen
español, la denominó así en homenaje a
Colón y a los hispanos marinos peninsulares que lo
redondearon. Carlos, obviamente, creció entre relojes.
Aprendió a leer las horas antes que las letras. De
niño llevaba un redondo vidrio de aumento sobre el ojo
derecho para ver mejor tornillos y rubíes. La
relojería, con sus relojes de campanas y carillones,
cajitas de música y relojes de madera de los que
salían pajaritos a dar la hora, era la gran
atracción para los muchachos del barrio.

Todas las casitas de ese lado son de un piso, excepto la
de la esquina de San Diego. El propietario construyó una
larga muralla de adobes y la subdividió
simétricamente: 6 metros de frente para cada casa, una
puerta ancha para el local comercial, 3 piezas interiores, un
patio, servicio higiénico; y las vendió. Los
localcitos se transformaron en botica – esquina azul de Arturo
Prat – , pegada a una compra-venta de ropa usada,
cocinería, bar, la relojería, un taller reparador
de calzado, peluquería de un japonés, restaurante,
botillería…Uno de los locales era ocupado, como
casa-habitación, por un hombre flaco, viejo, orador
esquinero de los evangélicos del barrio Matadero; en las
tardes sabatinas, después de la puesta del sol,
salía con una guitarra enfundada en cretona verde. En las
mañanas compraba pan integral recién horneado;
leche, al pie de la vaca, en un establo de la calle Marina de
Gaete; frutas y verduras; de cuando en cuando se le veía
llegar con pescados y los gatos de la calle lo seguían a
carreritas y saltos. Usaba barba blanca, crespa –
"apóstol" de G. Doré – y un sombrero ancho, negro.
Nadie lo vio apurado, nervioso, enojado. Su traje color
café oscuro, viejísimo, le holgaba. Saludaba con
una venia corta y una sonrisa-rictus. Parecía no ver con
sus pequeños ojos semicerrados. Trabajaba como cuidador
nocturno en una funeraria. Lo conocíamos por "Don
Segundo".

En las veredas de la calle Victoria todavía
existen las pequeñas acacias que los podadores municipales
no han dejado crecer: niños y perros las rodean, marcan,
orinan. Ebrios, morados como el vino; rateros pálidos y
prostitutas flacas, tomaban el sol callejero; el invierno se los
tragaba a todos, incluyendo a los vendedores de perros nuevos y
cartilleros clandestinos. Allí me crié, entre
volantineros sesentones, rayueleros gordos, policías
ensombrerados y cabronas ociosas metidas en blusas de seda y
llenas de afeites, grasosas. Con la lluvia o el frío la
calle era nuestra; También eran "nuestros" los muertos y
los heridos, los vecinos libres o presos, "encaletados" o
prófugos. Una realidad espesa, negra, como para enlutecer
y aplastar a un rebaño de elefantes y un insignificante
fulgor interno: fe y esperanzas. Teníamos un club de
fútbol cuyo directorio funcionaba en plena calle,
esquivando ciclistas, peatones, perros en celo,
camiones.

Los humanos me estaban pareciendo distintos a lo que
eran o pretendían ser: para saberlo gasté algunas
suelas de zapatos entre el salón de billares de don
Santiago, el cojo de San Diego; la cafetería del "Chino
Chiang", panadería de los Ferrer, Cuarta Comisaría,
la Posta de la calle Maule. Límites, como los de cualquier
barrio santiaguino, de la existencia de cientos de personas. Una
frase aquí, un gesto allá; domingos, días de
trabajo, comprando o vendiendo, sobrios o ebrios, todos iban
conformando lo que eran: seres contradictorios. "Don Nola", por
ejemplo, era durísimo con los cogoteros que le
vendían ropas usadas y blando con los compradores de las
mismas: dos rostros, dos lenguajes; más tarde supe que
para sus hijos tenía otro rostro, otras frases y otras
entonaciones: Si alguien le pedía, al "Chino Chiang", un
café puro, arrugaba el ceño; si el pedido era: una
docena de sopaipillas y un café con leche: sonreía.
El boticario, siempre engominado, nos tiraba las aspirinas; con
las muchachas era un payaso generoso. Casi todos andaban a las
patadas con los perros vagos, sólo "Don Segundo" les daba
de comer, les acariciaba. Una gorda, dueña de un
prostíbulo, sentada en una silla de fierro, le daba
moneditas a los muchachos descalzos, como si les diera migas a
las palomas. El cura de la iglesia de la calle Chiloé nos
corría a manguerazos.

Vivíamos evadiéndonos de las familias y
del barrio, de la pobreza, del vicio y del delito.
Salíamos a buscar el aire limpio y libre del parque
Cousiño, que no tenía rejas; los recodos siempre
sorprendentes del Zanjón de la Aguada, el Ganges de mi
infancia y de miles de muchachos; las alturas verdes del San
Cristóbal o los pájaros anidados y empolvados de
los árboles del Camino de Ochagavía. A veces
íbamos a dar vueltas en el tren de carga que corría
desde la Estación San Diego a Santa Elena. Nos empujaba
una pregunta que todavía no tiene respuesta:
¿Qué habrá más allá? Entre los
12 y los 16 años la realidad parece misteriosa. Pasados
los 50 sigo pensando de la misma manera y puedo probar que lo es.
Desilusionados, cansados, acosados por el hambre,
regresábamos a nuestros hogares. Al atardecer nos
juntábamos en la relojería a conversar sobre
fútbol, box, muchachas y salones de baile. La
mayoría usaba pantalones largos…

En el invierno de 1935, agosto, cerca de las 20 horas,
voces graves, rápidas, incoherentes, venían desde
la calle: "¡Me mata! ¡Me matarán!
¡Sé!" No alcanzamos a salir porque un hombre gordo,
bien vestido, entró corriendo a la relojería.
Quedó en el centro del grupo de espantados muchachos, al
lado de "Don Segundo", cuyo reloj despertador arreglaba Carlos.
Transpiraba, acezaba. Voz chillona, temblor muscular y llanto,
transparentaban un miedo líquido no conocido por nosotros.
Nos asomamos a la calle para ver a su perseguidor o
perseguidores: estaba desierta. Por las esquinas de Arturo Prat y
San Diego pasaban paraguas rápidos, negros. Imaginé
un largo cuchillo lanzado por un fantasma y cerré los
ojos. El niño-relojero le dio un vaso de agua: lo
bebió lentamente. Su rostro pálido estaba
adquiriendo color y el agua del vaso ya no le mojaba la mano ni
el piso.

Raúl Reyes, "El Pato", capitán del equipo
juvenil "Defensores de Victoria", dijo de
frentón:

No hay nadie. No viene ni va persona alguna. Con esta
lluvia no hay ni perros.

"El Manchado", Alfredo Jiménez, le acercó
una silla. No recuerdo quién le pasó un cigarrillo
encendido. "Don Segundo", con voz suave, cálida,
penetrante, de persona acostumbrada a preguntar, nos
sorprendió:

– ¿Quién lo va a matar?
¿Cómo lo sabe?

El gordo desconocido, entrecortadamente,
respondió:

Me siguen. No lo sé. De noche escucho pasos
raros, voces amenazadoras.

¿Raros? – insistió "Don Segundo" –
Aclárelo, por favor.

– Son pasos distintos. Veloces, lentos, cercanos,
lejanos, huecos, duros…

¿Cómo son las voces?

Agrias, violentas, quejumbrosas. Parecen dardos,
puñales.

¿Tiene enemigos?

No. Lo que tengo es dinero. Demasiado
dinero…

Reyes, fuerte y realista, riéndose y en voz baja
aseguró:

* Debe ser "El Cojo Ramón" – un viejo que apenas
movía los pies, de voz chillona.

Soltamos las risas y empezaron las bromas: sin duda
habíamos atravesado la cortina del miedo.

No – dijo otro – Debe ser "El Coligüillo – un
tuberculoso flaquísimo, hijo de "La Peta", lavandera del
barrio.

Carlos se acercó al gordo del miedo
diciéndole:

Váyase, amigo. Nada le pasará. Creo que el
tinto que se bebió tenía azufre y
pólvora…mojada.

Azufre y demonio eran, en ese tiempo, para nosotros,
sinónimos. Volvimos a reírnos. "Don Segundo" se
echó el despertador en uno de sus bolsillos. Movió
la cabeza susurrándonos, casi sin abrir boca:

No se rían de él.

Lo miramos: mantenía cerrados sus
ojos.

¿Por qué no? – preguntó "El Pato"-.
Este borracho nos asustó.

Porque es cierto lo que dice: esta noche o en la
madrugada, morirá.

Palabras-guijarros para tímpanos nuevos que
siguieron sonando: campanadas de iglesia antigua, olvidada; agudo
sermón de santo espectral. Había abierto sus
párpados y dos luces largas perforaron nuestras mentes.
Volvió a cambiar el tono de su voz para decir:

Váyase. Nadie puede evitar la muerte. La vida es
la mentira, el hechizo.

El desconocido, como si hubiera recibido una orden
terminante, dejo la silla y con las manos sobre la cabeza,
salió corriendo y gritando:

¡Me matarán! ¡Me
matarán!

Seguí viendo….sus pasos idos…sobre la acera
iluminada por la luz de la relojería; sus huellas en fuga,
abrillantadas por la lluvia, todavía están en
mí. Carlos, estremecido, bajó la cortina dejando
entreabierta la pequeña puerta metálica central.
"Don Segundo" preguntó con voz normal:

¿Cuánto te debo, muchacho, por el arreglo
del reloj?

Nada. Nada. ¿Por qué asustó a ese
pobre loco?

No he asustado a nadie. Hay cosas, hijo, que nadie puede
explicar a un adolescente. El tiene su miedo, un miedo cultivado,
casi auténtico, que algo o alguien le metió en el
alma.

¿Por qué hoy o en la madrugada?
¿Cómo pretende saberlo?

Podría decirte que ese hombre llegó al
límite fisiológico y que morirá de un
síncope o shock y no te diría nada. Buenas
noches.

Espere, "Don Segundo" – siguió Carlos – , En el
barrio se dice que Ud. Es naturista, evangélico y medio
brujo.

Sí, lo soy. Me conocen 20 años.

También se dice que Ud. sale cerca de
medianoche…..

Saben que cuido una funeraria…

¡Ah! Por eso cree entender de muertos a
futuro…

Está bien, Carlitos. Lo buscaste. Estoy
acostumbrado a revelar pequeños misterios humanos,
tragedias de vida y muerte. Nada importante. Soy especialista en
finales, un lector de muertes en rostros vivos. ¿Quieres
saber cómo lo hago? ¿Cómo taso en tiempo
miradas, voces, lágrimas, parpadeos?

¡No!

Agachó su metro noventa y atravesó la
puerta de la cortina.

Nos quedamos jugando dominó, un dominó
lleno de errores, lento, interrumpido. Reyes compró media
docena de cervezas. Fumamos amurcielagadamente. El espanto, a
veces, se viste de uniforme. Sin duda existían palabras
raras, tonos extraños y conductas humanas que iban
más allá de las conocidas por nosotros.

Al día siguiente, desvelado, preocupado, de
regreso del liceo, un hombre me preguntó:

¿Viste, anoche, a un gordo que pedía
auxilio?

Contesté maquinalmente, porque lo seguía
viendo, reviendo:

Sí.

Ven.

En la sala de guardia de la Cuarta Comisaría
estaban todos mis amigos, incluso "Don Segundo". Mi aprehensor me
empujó hacia el grupo.

¿Qué pasa, Carlos?

El gordo apareció apuñalado en la esquina
de San Diego con Victoria. Están, así dicen,
investigando.

¿Murió?

Con 3 puñaladas en el hígado muere hasta
una estatua.

¿Quién dio nuestros nombres?

Las lenguas de la lluvia, el asfalto orejón.
¿Es que todavía ignoras, René, cómo
es la gente?

Sí. No me es fácil entenderla. ¿Fue
Ud. , señor?

No, muchacho – respondió "Don Segundo" -, Piensas
bien, pero has olvidado a la víctima: siguió
hablando y gritando su miedo por todos lados. Yo debo tener
culpa: debí calmarlo, acompañarlo; pero, creo que
hubiera sido inútil: nadie tiene más paciencia que
un asesino.

Nos tomaron declaraciones separadas. Un agente se
acercó a "Don Segundo":

los muchachos dijeron que Ud. vaticinó la muerte
del gordo. ¿Cómo? Aclare bien este asunto, porque
Ud. vive muy cerca del sitio del hecho.

Anoche la relojería era uno de los pocos negocios
abiertos, la luz da en la acera. Llovía. Creo que el
finado oyó nuestra charla y la risa de los
muchachos…

Todo eso lo sé. No trate de enseñarme mi
oficio. ¡Al grano!

Quería situarlo, inspector.

¿Cómo sabe mi grado?

Tiene edad, ademanes y hasta la impaciencia del
ambicioso recién ascendido..

¡Siga, abuelo bocón!

Sus ropas, finas, estaban manchadas con grasa y sangre
secas: unas más viejas que otras. Olía a pisco.
Creo que trabajaba en carnes, lo que no es raro en este barrio.
La piel blanca, de la primera falange del dedo anular izquierdo,
indicaba que sólo hacía horas se había
sacado un anillo o una argolla de compromiso…

¿En qué trabaja Ud.?

Cuido ataúdes, cirios, cruces de bronce: atiendo,
de noche, una funeraria.

¿Antes?

Fui jefe del servicio al que Ud. pertenece. Me
aburrí de pesquisar las máscaras del hombre y
renuncié. Como la verdad, soy porfiado, antagónico:
parece que ningún policía legítimo puede
serlo.

Otro fue el tono del inspector al preguntar:

¿Su nombre, señor, por favor?

Salvador Orellana.

El interrogador, inexplicablemente para nosotros,
palideció:

Le ruego disculparme. Puede llevarse a sus
muchachos.

Orgullosamente nos pusimos de pie. Desde la puerta "Don
Segundo" – el hombre con cualquier nombre o apodo sigue siendo el
mismo – dijo:

El asesino es zurdo y bajo: metió el cuchillo –
herida con lomo – desde abajo hacia arriba. No me pregunte como
lo sé, inspector: el asesino es cojo de la pierna
derecha.

En la calle rodeamos a "Don Segundo" como si hubiera
sido nuestro padre. Al despedirse, frente a la relojería,
confesó:

No soy brujo. Anoche, cuando iba hacia la funeraria, un
cojo pasó por mi lado. Miré hacia atrás y
oí un "ay" de muerte y vi la caída de un cuerpo de
sombra "gorda". Treinta años pesquisando asesinatos
conforman un oficio extraño: no elegí ser
policía. Sé que el crimen se me viene encima; por
eso soy antagonista de costumbres, "actitudes" y razonamientos
efectistas; y sé que no puedo ir contra ciertos "hechos"
porque nuestra especie desconoce las causas de su origen y de su
inexorable destino de muerte: Pero la vida tiene que tener un
significado. ¡Búsquenlo! Es pesquisa-desafío
para jóvenes.

El pequeño
pájaro de greda

René Vergara

Hace muchos años, cuando no usaba canas ni
arrugas ni voces agrias, subí, en la Estación
Central, a un tren que iba al sur. Quería conocer el
País del verde frío. Iba hacia lo que no viene: lo
desconocido. Así pensaba porque me estaba formando,
creciendo.

"Sur" ha sido, desde que tengo conciencia vital y
algún juicio, una de las voces más puras de mi
"embrujamiento"; siendo niño – 4 años – mi madre me
llevó a Chillán para "…que te conozcan y conozcas
a tus abuelos maternos". Dicen que, corriendo por una orilla del
río Maipón – Chillán Viejo – resbalé;
en la caída – apoyo en el suelo – mis manos se llenaron de
greda oscura que fue adquiriendo la forma de un pájaro:
que el pájaro de greda voló y que,
persiguiéndolo, caí en el río. Dicen que un
hombre, desconocido, de largos cabellos rubios, flaco, me
sacó del agua. Del pequeño pájaro de greda
me recuerdo. No he vuelto a "esculpir".

Para mí, santiaguino, no hay milagros si me
olvido de la luz – otra de mis voces brujas – que "nace" en los
techos de Apoquindo y "muere" un poco más allá de
la Pila del Ganso o detrás del "gasómetro".
Cualquier "mataderino" lo sabe y yo lo soy. Ese "paseo" diurno
del sol entre la montaña y el mar ¿es o no un arco?
Sí, lo es y todos los días está tirando
flechas amarillas sobre los robles altos, mañíos,
volcanes, lagos; sobre los 100 ríos ásperos, en el
corazón de las islas dormidas, deshaciendo las carreteras
de la escarcha, empollando huevos de pájaros y de
culebras, estirando rosas, cristalizando uvas, entibiando
sueños invernales y una que otra esperanza fantasmal,
sobresaltada.

Los invariables viajes de la luna hacia el noreste de
Santiago, las estrellas y sus eternas citas con la noche-luz, las
lluvias y sus comarcas señaladas, la alquimia celeste de
las semillas enterradas para fabricar perfumes, formas y colores,
los picaflores suspendidos en el aire y algún hombre
contemplando y comprendiendo, tampoco son milagros. Milagros,
según las adorables viejas de mi barrio, son: "La charla
molida de los muertos, Lázaro, caminando o, el mayor: que
un habitante "natural" de conventillo, salga de
pobre".

Cuando alcancé los 11 años mi padre me
llevó al norte – Antofagasta – En Calama y Chuquicamata
sentí sed de verde: mi memoria estaba herida por las ramas
sumergidas de los sauces de la laguna del Parque Cementerio
General, por las hojas bulliciosas de los álamos de La
Cisterna y San Bernardo. Más tarde comprendí que
los "nortinos" – sureños trasplantados – convertidos en
mineros por la obsesión subconsciente del verde,
arañaron el del carbonato del cobre natural para que
floreciera; antes, buscando nieve – la más bella forma del
agua – rascaron la tierra-plata en Chañarcillo y
después se engañaron con el salitre. Todo
aquél que haya vivido en los límites del
agua-tierra-luz solar sabe que el vegetal es el gran motor de lo
que llamamos nostalgia, porque sólo allí
está el aroma del terrateniente jazmín, la parcela
blanca de la magnolia enamorada, el copihue de sangre desnuda, la
malva tricolor horadando cielos y los pájaros pagando
peaje con trinos madrugadores.

Si no veo un árbol a la distancia ninguna ruta me
parece camino. Tengo alma de ave engredada, misteriosa,
soñadora, libre: antes de correr por la orilla del
Maipón había gateado en los santiaguinos
contrafuertes cordilleranos entre loicas y gusanos, un río
acunado por el silencio de los roqueríos, cóndores
enlutando el sol y un manchón verde que, según han
visto mis ojos de hombre, llega hasta el mismo Cabo de
Hornos.

Pasajero de tercera clase, leyendo letreros azules con
letras blancas, me llené la memoria de nombres
increíbles. Itahue, Panguilemu, Buli, Rucapequén
(cuna de mi madre), Pidima, Lipingüe, Purranque; de
árboles enfilados, corredores rápidos que
parecían despedir – Ayudados por el viento – a los
viajeros con sus largas y múltiples manos vegetales;
tordos voraces ocupando viñedos bajos; pueblitos con
patios enormes llenos de vacunos rumiando tréboles
frescos; pequeños caballos-centinelas en los lejanos
cerros morados; bandadas de patos en mi misma dirección;
cómodos pasajeros de un tren alado sin vendedores de
refrescos ni inspectores.

Han pasado 40 años y todavía ignoro lo que
quería, la razón de ese viaje al fondo del
sur.

Mi tiempo, plazo vital de todo lo que vive, está
exactamente medido: nadie puede "gastar" más o menos, ni
siquiera los suicidas, cuyas fechas de muerte están
marcadas con rojo en el íntimo calendario de la angustia.
Tal vez quería – orientación de pájaro
vestida de humana pretensión – ver y oler el nacimiento
del verde, jugar con la lluvia, asomarse a la patria de todos los
olores; pisar, tiritando, el territorio del
frío.

Casi todos, de una u otra manera, conformamos la memoria
con lo que nos rodea; sólo que algunos pueden – ignoro
cómo y las razones – alhajarlas con joyas extrañas
al común de las gentes y no nos conformamos con la esquina
de Victoria y Arturo Prat y tomamos la Avenida Matta sólo
como una calle ancha para los primeros entrenamientos
físicos y mentales: sortear tranvías, colgarse de
las góndolas, trajinar árboles, pelear por pelear,
atravesar el parque de noche, cazar guarenes… Quizá
presentía que, adulto, iba a ser otro prisionero de las
grandes ciudades y buscaba una ventana externa-interna para
asomarme, por vida, al asombro.

Intuición es una de las voces que usamos para
tratar de explicarnos este fenómeno esencial-conductual,
providencia es otra; sino, designio y destino que son sólo
palabras. Dios parece ser la clave: símbolo de la fuerza
de lo desconocido, del orden de los ciclos cósmicos, del
equilibrio natural; de una Inteligencia que, de cuando en cuando
y sin ningún antecedente humano alguno, aparece en el
maravilloso hacer de un hombre para que la especie avance; pero
la fe, donde terminan todas las facultades, sigue siendo
inevidente para muchos.

Iba hacia afuera con 16 años y una vieja maleta
de cartón piedra. Nadie, pariente o no, podría
ordenarme "¡Baja de esa roca! ¡Suelta esa rana!"
Así lo creía. Todos los sentidos aguzados por la
excitación del viaje hacia lo desconocido, miedo y una
sonrisa triste: evocación de los míos.

Descendí en Puerto Montt porque allí
terminaba y termina la ruta ferroviaria. Mis últimas
visiones fueron la de un cementerio de alerces desmochados y la
de un humo azul, con olor a pan fresco, que entró en el
carro. Conté le dinero: sí, con 520 pesos, los
ahorros de "toda mi vida", podría vivir, algún
tiempo, en la entonces capital de Llanquihue.
Atardecía.

Caminé hacia el mar. El viento de las islas
salió a mi encuentro: me tendió sus helados dedos
trajinantes, atravesó mis pantalones y mi chaqueta de
brin, se colgó de mi cara y de mi cuello como un
amigo.

En el muelle viejo, de maderas carcomidas, hasta los
niños pescaba pesados robalos de plata palpitante con
débiles anzuelos de gancho. La isla Tenglo, de alto verde
oscuro, estaba atravesando su propia noche. Alguien cantaba, en
voz baja, como llamándome con conocida voz de pastor de
estrellas. Desorientado comencé a mirar rostros sin ubicar
al cantor. Atravesé la costanera y me senté en un
banco de la plaza que tiene un costado abierto al mar.
Había buscado la soledad – así lo creía – y
la estaba encontrando: ningún rostro me era conocido,
ninguna palabra venía para mí, sólo ese
canto que no se separaba de mis tímpanos. Sabía que
toda sopa tendría que comprarla, la cama me sería
desconocida. Creo que allí, en esa primera
impresión de soledad, casi absoluta, empecé a
comprenderme.

La estación cercana me pareció un hangar
bocón que se había tragado mi tren y el bullicio,
ilusiones y emociones largas: la puerta de regreso hacia los
míos estaba silenciosa, cerrada, bajo un gran techo de
metal para la lluvia. Me pareció túnel-catedral del
viento, de las sombras y del misterio: sólo Dios, en el
confuso juego de mis autointerrogaciones, señalaría
mi ruta.

Abajo un pueblo orillando un doblado brazo de mar gris y
quieto. Casas bajas, blancas y altas casas coloreadas decorando
colinas todavía verdes. Nubes encimadas sobre los techos
curioseando fatigas. Una larga fila de carretas tiradas por
bueyes oscuros, con grandes canastos llenos de peces, goteando
agua y sangre diluida, pasó por mi lado. A metros, hacia
el suroeste – aún no se acababa – barcos y botes de
hinchadas barrigas de madera, collares de cholgas tiesas y piures
cargando el aire de yodo.

Busqué un hotel sólo para acostar
pesadillas: voces que no eran mías, todo lo visto
acomodándose celularmente en los llamados "recuerdos". No
fue mucho lo que dormí sabiendo a mi madre desvelada: ese
cordón umbilical jamás se corta: por fuera y por
vida está anudado, por dentro sigue manando ternura
tibia.

Desperté con hambre. Mis oídos acusaban el
ruido de las olas cercanas, el columpiarse del viento entre las
jarcias, voces de marineros y pescadores, la sirena de un barco y
el aletear de gaviotas y jotes. Desayuné en el mercado.
Después, como si Puerto Montt fuera un pequeño
bolsillo de esmeralda, lo di vuelta caminando, silbando,
cantando. En la tarde, cansado de vagar, volví a la plaza
y me saqué una fotografía. Se la envié a
doña Rosa. En el dorso escribí "No se preocupe, nos
hará bien empezar a saber que, además de ser su
hijo, soy un proyecto de hombre".

LA VISIÓN

Lo vi de lejos: rubio, cabellos largos y ondulados.
Delgado, ojos claros, pecoso, joven. Cuando pasé por su
lado lo encontré aún más flaco. Tendido en
la arena de Angelmó, con las palmas de las manos
aplastadas por su cabeza, sonrió – supongo – al verme en
traje de baño:

Te sigue gustando el agua: estás recién
llegado, no te ha tocado el sol y ya vienes a
buscarla.

Primera voz en el sur, primer diálogo.
Alegremente dije:

Sí, me gusta. A ti tampoco te ha quemado el
sol.

No. Tengo una piel a al que no parecen afectarle los
rayos solares.

Su voz, viniendo de tan cerca parecía lejana y
era distinta a todas las que conocía.

La caja de una guitarra le servía de almohada.
Vestía pantalón de baño amarillo y una blusa
celeste, de mangas anchas. Sandalias.

¿Qué haces por estos lados? Sólo
eres un muchacho.

Trato de crecer en un macetero natural. Es mi
raíz la que trata de encontrarse.

¿A qué le llamas raíz?

Al ansia, a la inquietud. A la terrible caza de
horizontes en fuga.

¿Dónde te perdiste?
¿Cuándo?

Lo ignoro. Creo que nací perdido.

Sonrió amistosamente. Se rascó la barbilla
rojiza y sin dejar de mirarme, dijo:

Conozco esa frase: la he oído hasta en…
arameo.

Se sentó, sacó la guitarra y tocó
con los ojos cerrados. De sus manos blancas parecían salir
luciérnagas sonoras que iban y venían de la arena
al mar estallando en el viento, sobre las rocas, al lado de las
algas. Música de cristales y burbujas. Su voz de piedra
eterna y lisa, cántaro de la atmósfera, fue
reconocida por mi memoria reciente: era la voz del principio de
la noche anterior:

Galopando el timbalero

se va, se va;

con el eco de mi infancia

se aleja ya;

cuando la noche te pierda

¿dónde estarás?

¿dónde estarás?

Todo camino es regreso.

¿Adonde vas?

¡Qué solo estás!

Se encogió mi alma. Con penoso esfuerzo
dije:

Gracias por el aviso. Adiós.

De nada, pasajero. Volveremos a vernos.

Inconscientemente me acerqué a los barcos: uno
zarparía al amanecer rumbo a Aisén: otra larga
franja de sur para calmar mis ansias de caminos nuevos.
Saqué pasaje. Los marineros ni siquiera me miraron,
ocupados en la descarga de vacunos y chanchos ruidosos, papas y
madera. A un sobrecargo le dejé la maleta y salí a
despedirme de Angelmó. Pasé toda la noche con los
pescadores, la luna, el mar, el silencio y las redes llenas de
peces saltones, desconocidos, aleteando en el aire la muerte
seca. Un sirenazo de llamada me hizo correr hacia el barco.
Levó anclas antes del amanecer: se movía como si
fuera un largo y alto cetáceo de semisombras
radiantes.

Me fui a la proa. Era mi primer viaje por mar y
quería ver nacer las estelas. ¡Por fin sobre el lomo
del potro azul del agua! Vi la mayor quebrazón de
estrellas líquidas. La proa se fue cortando lunas
reflejadas.

Con la luz del sol el verde vino del este: un verde
tímido, nuevo, frío, que tenía las dos
orillas del canal y el vientre del agua. En una silla de lona me
puse a dormir sueños de loro acuático. Me
despertó una música de guitarra conocida,
única: el rubio de la playa entonaba otra
canción:

Caminito del agua

que va hacia el mar,

las rosas que ha regado

lo vienen a aprisionar…

Me acerqué:

¿Qué hace aquí? Parece
persecución.

¡Vaya que pregunta! Vivo mi ocio.

¿Quién eres?

Me miró con la dulzura de mi madre
lejana.

El que se puede poner delante. ¿Qué
harás en Aisén, muchacho? Es una ciudad para
campesinos y criadores de animales. Otro es tu
destino.

¿Cuál?

Irás hacia tu interior día y noche, por
años, por vida.

¿Qué encontraré?

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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