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Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

"No tengo "práctica de muerte"; sólo me he
limitado a pesquisar algunos de los crímenes del hombre:
el suyo, por ejemplo. El autor, un pobre muchacho desquiciado por
la violencia política, se suicidó,
colgándose, el mismo día de los hechos.-
Cortés.

Dejé el recado encima del escritorio, dentro del
sobre de lacre azul-celeste, suponiendo que en el mundo de lo
paranormal algunas de nuestras costumbres son conocidas, ya que
así, al menos, lo dejaba entrever la increíble
carta de Manuel.

Treinta días más tarde encontré
otra nota "del moscardón":

"Estoy jugando con los vientos del sur: separando nubes,
uniéndolas, bajándolas o elevándolas;
empujando barcos, anillando el humo de las chimeneas, desnudando
alerces. Ayer peinamos las playas de Pelluco y de tanto agitar
las aguas despertamos a las otras moradas de Chinquío.
Todas las tardes galopo sobre el caballo de la colina; a
más de un salmón-hembra he acompañado a
desovar en elevadas y frías aguas parlanchinas.
Según me explicó mi espectro-guía, otra vez
estoy en la infancia: soy algo así como un fantasma
recién nacido. ¿Qué le parece, inspector?
Cuando crezca en el hacer útil y orille la belleza y la
verdad, me asignarán un humano-creador y con él
viviré. Mi guía me ha mostrado a un hombre maduro,
fabricante de espuelas, y he visto a su espectro-ayudante
purificando plata derretida, obligando al viento a entrar en el
gastado fuelle, acentuando o atenuando los golpes del martillo;
otros espectros-niños trabajan con guitarreros,
volantineros, albañiles, carpinteros, campesinos; uno que
trabaja para una ordeñadora vieja, casi inválida,
va a buscar una vaca negra a los pastizales de Los Muermos y la
trae, a la oración, tocando, asordinadamente, su enorme
campana de leche. Los espectros adultos están unidos a
poetas, pintores, investigadores. Sueño con guiar manos de
un constructor de veleros.

"Gracias, inspector. Mi madre y mis tías me
recuerdan en viva voz y suelo meterme entre sus realidades y
esfuerzos sencillos. Todavía es poco lo que puedo hacer
por ellas.

"Vine en una nube desde Angelmó: es una nube
negra que me está esperando sobre el techo de su cuartel.
La vi nacer entre mariscos y lanchones, entre carretones
acuáticos y pintores. Tenía que dejarle este
recado, decirle que no podré -consejo de mi guía-
volver a comunicarme con Ud. ni con humano alguno, exceptuando
las 3 mujeres de mi sangre para las que no he muerto.

"Estoy estudiando Felicidad para humanos. Los espectros
tenemos una escuela en una isla chilota deshabitada. En la
última clase me enseñaron que no se encuentra en
los instintos ni en los sentidos: hay que buscarla en la
inteligencia y vestirla con el ánimo de humana utilidad.
Es un ramo alegre que vuela entre el juicio alto y la memoria.
Todo cambia, inspector, lo sé ahora, en el principio de
otra metamorfosis: lo eterno, tan huidizo para el humano,
está en todas partes. La peor vigilia no pasa de ser la
mala interpretación de un sueño con los ojos
abiertos. Alguien hizo a los espectros invisibles para que
pudiéramos ver.

"No quiero dejarlo triste en su vida entre
crímenes y criminales. Ayer, en la mañana, mi madre
dijo:

"-Dominga -se refería a la menor de mis
tías-, dile a Lucrecia -la mayor de las tres hermanas- que
ponga la taza de Manuel en la mesa y que la llene de chocolate
espeso y caliente, tostadas y un poco de dulce de manzanas
verdes, agridulces.

"-¿Crees, Rosa, que beberá o
comerá?

"-No; pero, de algún modo debemos decirle que lo
seguimos queriendo.

"-¿Por qué, hermana?

"-Ultimamente, desde hace un mes o algo así, otro
es el espíritu de nosotras: cantamos con frecuencia y nos
reímos del viento trajinante y bromista…

"Ay, inspector, sé que su vanidad lo hará
feliz: por su consejo ya no soy un espectro atormentado: soy un
recuerdo querido y lo sé: lo vivo. Es el amor, que no
ocupa lugar ni envejece, una buena ruta hasta para espectros.
Nadie puede perderse en ella: es la más tibia y luminosa
centella de todo tránsito vital. Con ellas -chispas
efímeras-, con la suma total de los que amaron y aman, se
está formando el sol íntimo de los humanos.
Adiós".

El 7 de Diamante

A Manuel Olivares, chico, gordito, jovial, le
decíamos, usando un argentinismo, que ya es nuestro, "El
Petiso". Blanco, de raleados cabellos oscuros; solterón.
Trasnochador enamorado de la noche, de la charla alegre, vivaz,
aguda: el cascabel hueco del verbo cortando sombras largas,
animando nuestro leve e inescrutable tránsito vital.
Político de partido, había postulado, sin
éxito, a una diputación por Santiago, donde era,
socialmente, un desconocido. Acuático: nacido y criado en
Valparaíso, que equivale a haber sido arrullado por la
Rosa de los Vientos, embrujado por luces y estrellas, mar de
sombras inquietas y cerros altos para que niños y poetas
-humanos de infancias largas- puedan encumbrar, noche a noche, la
vieja luna de los embrujos.

Por razones profesionales -era auditor- fue trasladado a
la capital.

Una noche apareció en el "Brunswick Recreation
Palace", el viejo club abierto, franco, cordial e inolvidable,
que funcionaba en calle Merced. Llegó solo. A los 10
minutos su risa, nueva y estridente, resonó en las salas
de juego: lo miramos. Advirtió nuestro asombro y
sonrió su rostro de niño envejecido, como
disculpándose. Nos acostumbramos a él y a su risa
de juglar que invertía el pequeño drama de las
pérdidas de los jugadores en alegría. Evidentemente
vivía de otro modo, tenía otro sentido
existencial.

Le gustaba el "telefunken" sin los ases de la pinta, el
que se juega con la carta inmediatamente superior al "espejo"
(carta que se da vuelta). No era un jugador que buscara la
ganancia, tampoco lo hacía para "matar el tiempo". Eso nos
quedó claro. Lo oscuro era: ¿para qué jugaba
si había descartado los principales y únicos
motivos del juego, de cualquier juego? Entendía de las
vitelas de los naipes (cartulinas rectangulares con figuras y
números pintados, grabados o impresos, en los cuatro palos
de las barajas); entendía de marcas, lavados y cortes.
Sabía que los juegos de naipes habían sido creados
por los orientales e introducidos en Europa por los
árabes. A las barajas inglesas, cuando era el "dador", las
"peinaba", las sobaba como si las amara. Ponía toda su
atención en el "espejo" y en los descartes de los
jugadores. Su mundo, al parecer, estaba centrado solamente en
naipes: durante horas se entretenía jugando solitarios
desconocidos para nosotros, en los que solía usar dos o
tres barajas. No tenía suerte en el juego; pero era un
perdedor alegre, chistoso: la condición más escasa
entre jugadores de cualquier nivel.

Un día, alborotado, nerviosísimo, se
echó encima de una mesa de la que era "mirón",
preguntando, con voz quebrada, angustiada:

-¿Quién barajó?
¿Quién cortó?

-Yo-dijo Mario Petric, dueño del club-¿Por
que, Manuel?

-Tonterías mías. ¿Cortó
Vargas?

-Sí-siguió Petric-. Le
correspondía. ¿Qué pasa?

-Ese 7 de diamante que salió de espejo es una
carta que rara vez aparece en esa posición.

-¡Estás loco! Cualquiera de las 104 cartas
tiene la misma posibilidad.

-Perdón, Mario-se había recuperado-. Es
una vieja y tonta idea mía.

Siguió mirando el juego. La mano la ganó
el sastre Ernesto Vargas. Un gordo bonachón,
altísimo, diciendo:

-Yo tenía "el caco", Manolito.

-Sí. Lo vi. Permítanme -revisó las
sobrantes, las del montón que no habían entrado en
juego. Encontró el otro 7 de diamante cerca del final.
Sacó una cuenta extrañísima: a quien le
hubiera correspondido. Miró largamente al "Turco Musa",
movió la cabeza y se fue.

Dos días después enterramos a Musa -ataque
al corazón-. Uno de los mejores hombres que he conocido:
generoso, pacífico, sano, culto, cuarentón. Todos
recordamos, durante el entierro, el 7 de diamante, tan bulliciosa
y dramáticamente señalado por Olivares.

EL DEL 7 VUELVE AL
CLUB

Seis meses después oí su risa y
salí a encontrarlo. Venía acompañado de un
artista árabe que se dedicaba a ilusionismo.

-Manuel, hablemos.

En una especie de reservado nos sentamos.

-Supongo, inspector, que me vas a interrogar sobre Musa.
¿Qué quieres saber?

-Lo del 7 de diamante. Tus ojos, esa noche, hablaron,
para mí, de muerte.

Bebió cerveza y fumando un cigarrillo negro por
fuera y por dentro, desconocido por mí, dijo:

-Soy cartomántico, Cortés. Adivino el
futuro por medio de naipes…

-En el caso de Musa sólo fuiste espectador de
telefunken.

-Cierto. La cartomancia es muy antigua, mucho más
lo es la adivinación: Tiresias, un tebano ciego, hace
más de 3 mil años, predecía. Guió a
Ulises en su retorno a Itaca…

-Sí, sí. Vamos a lo de Musa…

-Es que si voy a hablar de premoniciones, de
señas especiales, de mi vida de augur de esta
época, necesito saber si estás en condiciones de
entenderme. Lo sabré por tus respuestas a un
interrogatorio, perdón, señor policía,
brevísimo.

-Las cartas pueden servirte. ¡Echalas!

-Con ellas sólo podría llegar a saber lo
que va a ocurrirte. Lo que necesito, para aclarar tus dudas, es
saber lo que eres, y esto incluye tu pasado y tus esencias
íntimas, las raíces vivas de tu ser o lo que te
quede después de tantos años de oficio
policial.

Esa "baraja" oral no era de las que yo conocía.
Una inquietud imprecisa se estaba apoderando de mi ánimo.
Reflexioné de prisa, con temor a entrar en zonas
presagiosas. Ahora sé, entonces lo ignoraba, que no es
humano el DADOR de los destino. Dije:

-Adelante, Manuel. Contestaré lo que
sea.

-¿Sin apartarte de la verdad, inspector? Tu mente
está más entrenada que la mía en reacciones
provocadas por preguntas. ¿Dirás la
verdad?

-Sí.

-¿Crees en Dios?

-No veo la relación.

-¿Crees o no?

-¡Sí!

-¿Por qué crees en El?

-Porque vivo el temor a la muerte: soy humano,
débil, mortal.

-No todos los hombres le temen a la muerte, a lo
desconocido…

-¿Eres tú una de las
excepciones?

-No. Temo como tú; pero, temer no es creer.
¿Lo es?

-Así como lo planteas no parece ser lo
mismo.

-¿Crees en Dios?

Nunca me había hecho, despojado del miedo, la
pregunta de Manuel. Dudé. Una vaga idea, desconocida, fue
tomando cuerpo y tímidamente, sorprendido, me oí
diciendo:

-Algo o alguien rige este mundo y debe ser el que lo
creó.

-Si te lo has imaginado, ¿cómo es para
ti?

-Como el espíritu del cosmos. ¡Al caso,
Manuel!

Pareció no haber oído mi última
frase:

-¿Qué es espíritu para
ti?

Otra vez escuché el dictado celular, ajeno a
mí:

-Lo que verdaderamente nos mueve aun cuando la
inteligencia humana no logre, todavía, comprenderlo o
comprobarlo.

Pidió una baraja nueva, marca "Kem",
norteamericana, con caja. Sacó el 7 de diamante
diciendo:

-Los diamantes de la baraja inglesa corresponden a las
espadas de los naipes españoles. Debes saber que el As de
espada es considerado carta de mal agüero…

-Lo sé. El As de diamante sería el
reemplazante lógico.

-No. Cualquiera puede notar, durante el pinche, que se
trata del As.

-No entiendo.

-Este 7 debe venir con el rombo del centro hacia abajo
para significar muerte; antes debe haber salido, de espejo; el
otro 7, también con el rombo hacia abajo, debe quedar en
el montón del robo.

Miré la carta, miré todos los diamantes:
el 7 era el único cuyo rombo central está fuera del
medio. Comprendí que mi interlocutor había
observado un detalle curiosísimo.
Agregó:

-La marca "Kem" trae, como puedes ver, un gran diamante
central, abierto, sobre el frente de la caja negra, con otro
rombo dorado y bordes enlutados. El dibujo original fue hecho por
un asceta hindú. ¿De dónde sacó el
modelo?, fue una pregunta que me hizo viajar por muchas partes.
Alguien me dijo, en el Asia, que mirara una culebra venezolana,
porque en ningún serpentario las encontraría vivas.
Son rojas, negras y blancas; matan por matar. Están llenas
de rombitos rojos, el "carreau" de los franceses. No me fue
fácil llegar a ver una coral…

-¿Qué pasa con el pinche de las
cartas?

-Cada naipe mide 5 y medio centímetros de ancho
por 9 de largo. El rombo, cuando queda hacia abajo, aparece a los
2 y medio centímetros y el jugador, pinchando, ya ha visto
el 7 en la esquina izquierda. Cuando está hacia arriba, si
entiende de este asunto, la distancia es superior a los 5
centímetros, y el alivio que se siente no puedo
explicártelo: hay que vivirlo. Ese asceta era,
además, criptógrafo y nos dejó un claro
mensaje. Lo ocurrido con Musa me dejó muy mal, comprobaba,
fehacientemente, una teoría escalofriante: 104 cartas
barajadas, cortadas por un tercero, repartidas en grupos de 4
cartas hasta completar 12 para cada uno de los 6 jugadores; la
primera carta, después de la "dada general", y bien lo
sabes, telero viejo, va hacia atrás, nadie la ve; entonces
se da vuelta "el espejo" y tiene que ser…

-El 7 de diamante con el rombo hacia abajo.

-Sí. Hasta allí se han ocupado 74 cartas.
En las 28 restantes debe estar el otro 7 y ya lo sabes, a 2 y
medio centímetros de los dedos del jugador marcado. El
cálculo de probabilidades para que tal fenómeno
ocurra, es casi sideral, a menos que…

-¿Se necesitan, Manuel, condiciones especiales
para percibir el mensaje?

-Cualquier humano culto, que conozca lo que te he
confiado, puede y debe hacerlo. No te será muy
útil, pero te servirá para comprender que casi
todos los seres y cosas de este mundo se rigen de otro modo, es
cuando usamos la voz "azar" o sus sinónimos para
significar que seguimos sin comprender.

Nos despedimos. Me quedé mirando una partida de
ajedrez, viendo, en los caballos, rombos de coral y una
guadaña negra, silenciosa, misteriosa, en cada
alfil.

EL TELEFUNKEN DEL
CARTOMANTICO.

Más o menos al año de la inclasificable
entrevista con el cartomántico, Ernesto Vargas nos
comunicó que éste se encontraba en cama, enfermo de
un mal desconocido de los médicos. "Vengo -dijo- a jugar
por él con su dinero. Cree que hoy, martes 13, se le
darán los naipes". Completó una mesa. Le salieron
juegos hechos, pintaba uno o los dos "cacos", le daban la
"bajadora" o se la robaba del mazo.

Me acerqué atraído por la suerte
increíble del sastre:

-¿Está muy mal tu socio?

-Según sus palabras: vahídos,
alucinaciones, fiebres. Lo que si tiene hoy es una suerte
endemoniada.

Le tocó dar las cartas. "Quemó" la primera
y dio vuelta, de espejo, el 7 de diamante con el rombo hacia
abajo. Todos los jugadores se miraron, el propio Vargas
acusó nerviosidad de frente húmeda. El juego
siguió silenciosamente. A la vuelta siguiente el sastre se
robó el otro 7 de diamante: el rombito de las corales dio
la sensación de haberle quemado los dedos del pinche.
Vargas empezó a temblar y lo tiró en la mesa.
Petric detuvo el juego.

-Me voy -dijo Vargas-. Mi socio me ordenó que
jugara sólo hasta la medianoche.

Nadie quiso seguir jugando "tele": el fantasma del
"Turco Musa" se "veía" o presentía en todas las
mesas, yo, con mayor razón, porque sabía, con
alguna exactitud, lo que estaba ocurriendo u ocurrido.

Petric, cerca de las dos de la madrugada,
gritó:

Teléfono para ti, Cortés! "El
Petiso" te llama.

-Sí. Di.

-Vargas no ha llegado y quedó de levantarse de la
mesa antes de la medianoche.

-Bien sabes que no está aquí.

-Sí, no quiero engañarte. ¿Se
produjo?

-Debes saberlo. Pero él jugaba por ti, con tu
dinero. Tú ocupabas su lugar: demasiada suerte.
¿Qué has hecho, Manuel?

-Nada. El jugó, a él le toca. Yo
seguiré viviendo; óyelo bien: viviendo. Creo que
engañé a la parca.

Corté. Me negué a llamar a la
policía, a pesquisar el atraso inexplicable del sastre.
Confiaba en otra fuerza.

Vargas, con los ojos llenos de sangre -¿derrame?-
y la ropa manchada y rasgada, vacilando, entró muy
pálido, cerca de la madrugada, a la "Brunswick". Varios
nos apresuramos a sostenerlo. Bebió cognac. Miraba como si
estuviera regresando de otro mundo:

-Salí a tomar un taxi para ir al domicilio de
Manuel, vive en Lyon, una casita blanca, de 2 pisos, a la entrada
de Providencia. No vi vehículo alguno, las luces de la
calle se borraron. Perdí el conocimiento. Supongo que me
caí. Sé que me faltó el aire, que me
ahogué. Hace poco rato… volví a tener conciencia:
me vi los pies, las manos, edificios, luces y lleno de
alegría, regresé.

-Te llevaré a tu casa, Ernesto.

En Providencia giré hacia Lyon, como
dándole cumplimiento a una orden cuyo origen desconozco. A
la luz de los faroles del alumbrado público se veía
el vehículo negro de una funeraria. Dos hombres bajaban un
ataúd, una cruz y candelabros de bronce. En las ventanas
del 2º piso se veían dos sombras femeninas que iban,
apresuradamente, de uno a otro lado.

-¿Qué pasa, Cortés, en la casa de
Olivares?

-¿Cuántas personas viven
allí?

-Tres: él y sus dos hermanas. ¡Esas son
ellas! Están llorando. ¡Bajemos!
¡Para!

-No. Estás muy débil. Seguiremos de
largo.

-¿Por qué?

-Una coral embrujada, tramposa, trató de
engañar a la inengañable…

El aparecido de la calle Meiggs

De las memorias del Inspector Cortés

-Un anciano, pájaro u hombre, apareció en
la esquina de Meigss y Salvador Sanfuentes. La luz del farol le
dio en lo que llamamos cara, rostro; pero allí no
había nada: no tenía facciones. Vas a creer que
estoy loco.

El doctor Mario Rodriguez calló y cerró
los ojos. Apoyó las palmas de sus manos sobre sus
párpados. Temblaba.

El inspector Cortés aspiró hondamente el
humo de su cigarrillo y con voces ahumadas
ordenó:

-¡Descríbelo otra vez!

-Alto, delgadísimo. Sus ropas me siguen
pareciendo enlutadas. Esa aparición o lo que sea, no
tenía una sola mancha de color. Todo él
parecía tierra húmeda, un puñado de
raíces que olía a subsuelo…

-¿Cómo vestía?

-Una especie de mameluco vegetal, un kimono de sombras.
No lo sé.

Cortés sacudió su cabeza como si tratara
de sacarse las últimas palabras desde el fondo de sus
oídos. Ya era tarde: habían entrado a su
cerebro.

-Mario, has usado voces que desconciertan.
Ordenémonos: ¿estaba allí o lo viste
llegar?

-Lo ignoro. Lo vi.

-¿En qué pensabas?

-Creo que en lo de siempre: mi familia, el
hospital.

-No me refiero a generalidades. ¿Algo en
especial? ¿Algún asunto grave?

-No. Mi vida es sencilla: tú la
conoces.

-Yo conozco parte de tu hacer: tu sentir y pensar me son
ajenos.

-Trabajé años contigo en esta Brigada de
Homicidios; incluso he sido el médico de tus
úlceras.

-Sí, Mario. Volvamos a tu denuncia:
¿qué hora era?

-Las 21. Mi suegro, tú conoces a don Jaime,
hacía la caja de su negocio. Termina más o menos a
esa hora. Su auto estaba en panne y Anita, mi esposa, me
avisó para que fuera a buscarlo.

-¿Miraste el reloj?

-No y no dudes: yo entrego el turno a las 20,30.
Anoté, para la enfermera de noche, indicaciones para 2 de
mis operados: 10 minutos. Compré cigarrillos y el
periódico en la esquina de Independencia. Saqué el
auto y me dirigí a la calle Meiggs. Desde el Hospital J.
J. Aguirre hasta el negocio de don Jaime demoro 15 o 20 minutos.
¿Qué importancia tiene la hora?

-Las determinaciones del tiempo parecen indudables.
Tú eres un científico, Mario, con largos
años de Criminalística: el tiempo es una referencia
que los investigadores centramos en casos tan extraños
como el de tu denuncia. Resulta ser casi un pivote que
haré girar sobre abstracciones singularísimas. El
encuentro fue anoche, ¿cierto?

-Sí.

-Tenemos: jueves 13 de marzo. 21 horas. Meiggs. Una
esquina, farol. ¿Gente?

-No. La calle estaba vacía: luces en el lado de
la Estación Central y en la esquina de San Alfonso.
Algunos ruidos de vehículos. "El Dorado", negocio de
abarrotes que enfrenta a Meiggs, tenía las cortinas
bajas.

-Tú estabas…

-Afirmado en mi auto. Fumaba caminando en
círculos pequeños, un par de metros y volvía
a afirmarme.

-Curiosa forma de pasear.

-Sí. Se adquiere entre las camas de los
hospitales.

-Tu especialidad, como cirujano, es…

-Hernias, vesículas, apéndices,
úlceras como las tuyas.

-¿Algo más?

-No.

-¿Bebes?

-Vino en las comidas; en las fiestas whisky.

-¿Qué lees?

-¡Ah, caramba! Recurro a ti porque te conozco como
investigador, somos amigos y me interrogas como a un desconocido.
Olvida mi denuncia, Cortés.

–Estás en un error: ningún humano conoce
a otro. Te violentas con facilidad: a lo mejor trabajas demasiado
y bien pudiera ser que una lectura, común para normales,
te alterara. Estas zonas y bien lo sabes, llamadas intelectuales,
no nos son fáciles. ¿Qué lees?

Biología, Fisiología

Literatura, Mario.

-No leo sobre horrores ni fantasmas. ¡No tengo un
autor favorito!

-Bien. Baja el tono. ¿Tus relaciones
conyugales?

-Jamás han sido turbulentas.

-¿Y las otras?

-Una que otra amiga, al paso, enfermeras. Tú
sabes.

-¿Económicamente?

-Nadie anda bien en estos tiempos. No me sobra el dinero
ni me falta.

-¿Dolores de cabeza?
¿Angustias?

-Cortés, el médico soy yo.

-Sí. También eres el que vio a un hombre
sin rostro que vestía un mameluco vegetal o un kimono de
sombras; un pájaro alto. ¿Cómo era su
voz?

-Está bien, tienes razón. En un principio
me pareció normal. Todas las voces parecen serlo.
Después me sonaron inexpresivamente, metálicamente.
Parecían voces viejas, herrumbradas.

-¿Qué dijo?

-"Siento piedad por ti, por tu pequeña vida de
gusano con bisturí…"

Rodríguez calló y se mordió los
labios secos.

-¡Sigue!

-"Estás condenado a ser destruido y yo
seré tu destructor"

-¿Qué pasó
después?

El hombre o lo que fuera, atravesó la calle y
desapareció.

-¿Hacia dónde?

-Lo ignoro. No pude manejar, lo hizo mi suegro. Estoy
mal, no controlo mis nervios. No duermo. Supongo que ya tienes
todo el cuadro. ¡Ayúdame!

-¿Algo más?

-Sí. Habló de una tumba vecina a la calle
San José. Una tumba de tierra.

-¿Cómo lo dijo? Repite sus
palabras:

-No las memoricé: ya estaba como atontado. Mi
narración es fragmentaria. Debes comprender la anormalidad
de todo esto.

-Cálmate. Beberemos café. Tu relato me
puso algo más que nervioso.

Rodríguez abandonó la silla y se
alzó sobre su metro setenta:

-Vocales y consonantes parecían golpes de mazo
sobre yunque. No era humana esa voz, Cortés. No sé
si podré volver a operar: tengo el pulso malo y temores
inciertos: no es lo mismo defenderse de lo que uno conoce.
¿Qué harás?

-Pesquisar a tu aparecido.

-¿Cómo, Dios mío?

LA PESQUISA

-¿Cuántos son tus muertos?

Rodríguez miró a Cortés en el
centro mismo de los ojos, perforándolo,
atravesándolo. El inspector le pareció honesto,
humano, normal. Bajó la mirada:

-Cinco o seis.

-¿Tienes los nombres?

-En el hospital hay un registro.

-Vamos.

En el pabellón de cirugía Rodríguez
le entregó un libro:

-Este es.

Cortés lo revisó y
comentó:

-Los nombres que aquí aparecen son 8; tres
corresponden a mujeres, las descartaremos por voz, vestimenta,
altura. Debemos aceptar que los aparecidos conservan el sexo.
Este Juan Torrini, ¿qué recuerdas de
él?

-Era un italiano narigón, flaco. Ulcera al
duodeno. Corté una arteria y demoré en hacer los
ligados. Un franco error mío. Era bajito.

-¿Y este Guillermo Parada?

-Un viejo. Gastritis. Se hubiera muerto de todos modos:
estaba alcoholizado. Fue mi primer cadáver.

-Ah. Aquí hay un gigante: un metro noventa y 60
kilos, joven. Heliodoro Aguirre. Debió ser
flaquísimo. ¿Qué te pasa, Mario?

El doctor Rodríguez había perdido el
conocimiento. Cortés, tomándolo de la cintura,
había impedido su caída. Se repuso con lentitud.
Bebió agua.

-Sí -dijo-. Debe ser él. Era un joven
atleta, basquetbolista. Se le había declarado una
inflamación del peritoneo. Era nerviosísimo. Los
exámenes de laboratorio acusaron una poliura
(emisión exagerada de orina) de 3 mil a 4 mil c.c. por
día. Operé. Murió apenas lo
abrí.

-Según la fecha anotada en este libro de
"fallecidos" esta operación se efectuó hace… un
año y un día. Ayer. Creo que siempre has estado
pensando en su muerte, que te has juzgado a ti mismo y que tu
veredicto ha sido el de culpable. Visiones de tu conciencia,
Mario. ¿Es así?

-Un cirujano debe estudiar la razón de sus
errores, repasar los casos, revivirlos. Es la única manera
de evitarlos.

-¡No has contestado!

-Sí. He pensado en Heliodoro Aguirre
Guzmán más que en cualquier muerto. Anoche hasta
creí reconocerlo cuando me dio la espalda. Fue
compañero de estudios de mi hijo mayor. Era amigo de toda
mi familia. Quería salvarlo. Sé que apuré
demasiado la intervención. Tu endiablado oficio me ha
obligado a confesarte mi obsesión…

Cortés se acercó a la ventana y
miró hacia el norte, hacia los techos de las casas bajas
del barrio Independencia, hacia el cielo.

-Voy a ir al Cementerio General: quiero ver una tumba.
Conseguiré una orden de exhumación. Sostengo,
doctor Rodríguez, que tu conciencia creó un
fantasma…

-Iré contigo.

El juez del crimen, más o menos enterado de los
hechos, facultó a Cortés.

El sepulturero comentó:

-Parece que Ud. conoce el camino, inspector.

-No. Sé, de oídas, un aparecido se lo dijo
a un amigo, que la tumba que busco queda cerca o vecina a la
calle San José.

Tumba de tierra seca con yuyos viejos y raíces de
rosales. Reja de fierro pintada de verde oscuro. Una cruz de
madera y un nombre descascarado: Heliodoro Aguirre G.

-Cave con cuidado.

El sepulturero asintió. La pala tocó el
ataúd y se movió por la superficie con gran
destreza. Quedó limpio de tierra húmeda.

-Abralo Ud. mismo, por favor.

Levantó la tapa sin preocuparse del ruido sordo
que hicieron los clavos y un largo cadáver quedó al
descubierto. Todos los músculos faciales se habían
transformado en adipocira: el negro de la grasa humana
había casi borrado las facciones.

El doctor Rodríguez se echó a correr.
Cortés siguió observando los restos de
Aguirre.

-Ayúdeme a levantarlo, panteonero.
Sosténgalo.

Lo sentaron sobre el cajón. El traje era de un
negro lustroso, apergaminado, violeta a la luz del sol. Se
acercó a los zapatos y observó las suelas secas,
resquebrajadas, limpias. "No ha caminado mucho", pensó.
Abrió las ropas y dejó al descubierto los cortes
que en el estómago había hecho el doctor
Rodríguez.

-Está bien. Ciérrelo, amigo.
Gracias.

-Ud. no le tiene miedo a los cadáveres,
inspector; en cambio, su amigo… ¿Por qué seremos
tan diferentes, señor?

-Este es un caso extrañísimo, sepulturero,
y es mejor que tu mente siga en paz. Olvídalo, si
puedes.

En una llave se lavó las manos y salió a
la Plaza del Cementerio con el ánimo bajo. Alcanzó
a ver el entierro de un niño pobre: rostros llorosos y
mujeres enlutadas. Desde el auto vio un río de gente y
pensó en tumbas nuevas y hasta en el panteonero que le
cavaría el foso al panteonero que lo había ayudado.
Se negó a mirar hacia las nubes.

En su oficina bebió café y
garabateó hojas blancas. Su mente divagaba: "Pobre
Rodríguez, su aparecido no se había movido de su
tumba". Despachó los servicios nocturnos, cerró su
escritorio y empezó a caminar hacia la salida. La voz del
detective Roa lo detuvo:

-Teléfono, señor.

-Sí. ¡No! ¡Pobrecito! Iré
inmediatamente.

¿PAJARO CON
KIMONO?

La casa del doctor Rodríguez estaba llena de
gente. Mario, el hijo mayor, se acercó
llorando:

-Es inexplicable. Está en el baño del
2º piso. Le dejó este papel.

Decía, con letra manuscrita, tinta roja:
"Cortés, no creas en suicidio. Un médico como yo y
la locura no calzan. Tú sabes quién
fue".

Subió afirmándose en las barandas. El
cadáver del doctor Rodríguez colgaba de la
cañería de la ducha. Se volvió hacia el
muchacho:

-¿A que hora?

-Mi madre lo encontró hace unos 30 minutos.
Gritó y todos subimos. No la interrogue: está
shockeada.

-No. Llama a la Brigada de Homicidios. Dile a los
guardias lo que ha ocurrido para que se constituyan aquí.
Después quédate vigilando esta puerta para que
nadie golpee.

Cerró por dentro y se dedicó a mirar el
piso, las paredes, el fondo y los lados de la tina.
Ascendió desde los zapatos al cuello y volvió a
descender: no miraba, rezaba. Se detuvo en las limpias manos del
cadáver; en la lazada corta hecha con el cordón de
una bata de baño. No vio irregularidad alguna: el surco
del cuello correspondía al vínculo.
Rodríguez se había mordido la lengua. Sacó
su lupa y volvió a mirar esas largas manos de dedos finos:
"Ni un golpe, ni un rastro, ni un pequeño indicio del
pájaro enlutado". Dejó de pensar cuando lo llamaron
sus hombres a través de la puerta:

-Listos, inspector.

Abrió:

-Hagan lo de siempre sin economizar fotos.

El doctor Esquivel examinó el cadáver de
su colega con minuciosidad exagerada y respeto.
Preguntó:

-¿Qué crees, Cortés?

-Nada. Mi cerebro se niega a pensar. Parte de la vida
profesional de Rodríguez la atravesamos juntos; pero en
los últimos días y en especial durante su muerte,
se separó de todo lo que es humano.

-No te entiendo.

-El cordón que tiene atado al cuello es de lana,
¿cierto?

-Sí.

-En sus manos no hay una sola hebra. No tiene 40 minutos
de muerto y su rostro se parece al de un cadáver viejo,
cercano al año.

-Puede ser una cianosis precoz.

-En su estómago hay una raya blanca y larga,
parece cicatriz operatoria y Rodríguez jamás fue
operado.

-¡Tú sabes lo que pasó aquí!
¡Dímelo!

-¿Aquí? Es un adverbio demasiado grande
que incluye un hospital, una operación quirúrgica,
una esquina de la calle Meiggs, una tumba abierta hoy en el
Cementerio General y este suicidio incalificable. No me
interrogues, doctor, podría decirte que el homicida del
doctor Rodríguez, un pájaro con kimono, no lo
detendrá ningún policía de este
mundo…

-¡Estás loco! ¿Cómo puedes
suponer acto de tercero?

-Los muertos me están enseñando un
lenguaje que corresponde a otra realidad.

-Te afectó, Cortés, este suicidio
típico. Es natural: eran amigos.

-Sí, doctor, sí. Lee este papel: él
murió pensando como yo…

El asesinato del chofer Arenas

Al repasar este asesinato y su trama, reviviendo
cadáver y victimarios, el pequeño canal Santa Rosa
de Huechuraba, policías, jueces, periodistas, choferes y
dueños de automóviles de alquiler, curiosos, todo
ese pequeño mundo "actorial" adscrito al crimen, vivo una
extraña sensación de irrealidad. Alucinado pienso:
los conjuros y sortilegios rojos todavía tienen, como
estados colectivos, una peligrosa validez social permanentemente
embrujante.

La violencia máxima, matar, atrae,
mayoritariamente, a los humanos. La muerte sigue siendo el
imán mayor, la incógnita más
desesperantemente atractiva porque todos vivimos una muerte que
anhelamos prolongar. El asesinato sorprende, aterra, angustia. Un
asesino reiterativo modifica las costumbres de muchos de los
habitantes de cualquier ciudad: el asesino de santiaguinas
ancianas solitarias sigue siendo un ejemplo horroroso: la amenaza
cierta pesa sobre el ánimo de todos los que tenemos madres
ancianas: se cambian cerraduras, se instalan teléfonos, se
compran perros bravos, se las visita con más frecuencia,
aconsejamos, sabiendo que ninguna protección es
suficiente…

El otro imán del crimen es el victimario. Todos
quieren saber cómo es. Los científicos buscan las
características del arquetipo. Búsqueda que
empezó, inútilmente, el siglo pasado, el
médico italiano César Lombroso. No hay arquetipo.
Asesino es cualquier humano inteligente que llegando a la idea de
matar, realiza el acto. Siempre tienen la misma
motivación: dinero, joyas, bienes. Poseen la mayor falla
ética conocida.

Rara vez el interés de un caso criminal se centra
en la víctima: Alicia Bon, una bella adolescente, jugando
al amor, y Elianita Yévenez, una niña estrangulada
a la edad de las muñecas, son algunas excepciones. Becker
y "El Tucho", entre nosotros, son los inolvidables. Esta
sorprendente escala de valores, resulta, en la época que
vivimos, simultáneamente racional e irracional: los
pueblos tienen públicos actores y espectadores rojos; las
divisiones emocionales son mayoritariamente deficientes porque el
delito es sólo una gran falla social.

Los que parcialmente estudian el delito, como si el
crimen pudiera ser dividido: criminólogos (causas(?),
criminalísticos (efectos), legisladores (códigos
apellidados "penales"), médicos legistas (causas de
muerte), sociólogos (diferencias socio-económicas),
psicólogos (alma y conducta)), etc., poseen,
indudablemente, parte de la verdad histórica del
hombre-crimen; pero, el crimen sigue su marcha ascendente. Algo
falta en nuestras ciencias.

En el ya viejo y espeluznante juego de delito y
pesquisa, algunos investigadores, sin quererlo ni esperarlo, se
reecuentran con los mismos crímenes de ayer… y todo es
nuevo, y el hecho, siendo el mismo, es otro. El fenómeno
suele alcanzar a algunos victimarios francamente arrepentidos; a
jueces que, de ser posible, no sentenciarían en la misma
forma. Es indudable que los cambios se producen en la mente del
hombre. ¿Cómo? ¿Por qué?
Visión más amplia, abierta por otros
crímenes y por el paso del tiempo en la misma
función especializada, se parece mucho a lo que
denominamos "experiencia", a la que atribuimos,
inexplicablemente, el conocimiento. La experiencia es, en todo
caso, el resultado de la mejor intuición de los hechos.
"Intuición" resultaría un obstáculo
insalvable (Husser, en su moderna Fenomenología, la ubica
entre las esencias puras). Sí, indudablemente la
Inteligencia es esencial y sólo usando esta herramienta
-extrahumana- podrá el hombre, lo quiera o no, avanzar en
todo campo, incluyendo, por supuesto, el delito complejo,
anacrónico, regresivo.

En este caso, sin embargo, concurrieron otros elementos:
una rarísima alteración mental del principal autor,
genial y absurdo; la complicidad de su abúlico y
menoscabado hermano menor; un corrupto empleado de la
Municipalidad de Paine; burocracia inútil (Archivo de
Patentes de la Policía Civil) y una mentalidad de pesquisa
tradicional sujeta, como ocurre, en toda institución
policial latinoamericana, a la más rutinaria
expresión.

LOS HECHOS.

Los choferes nocturnos del paradero de taxis ubicado
frente a la Municipalidad de Santiago, comentaron que 3 elegantes
y corpulentos individuos ocuparon, la madrugada del 24 de abril
de 1947, el auto Ford, azul-negro, modelo 1938, patente EP-79,
después de despertar al chofer Juan Arenas Garrido
-casado, 52 años, enfermo de un mal desconocido-. "El auto
dobló por calle Puente" -fue la certera declaración
de un niño lustrabotas: el viaje se inició,
efectivamente, hacia el norte.

Tomás Biggs, propietario del vehículo, no
denunció. Los choferes no pasaron del chisme porque Arenas
solía "… perderse una o dos veces en el mes". Mercedes
Mugares, esposa de Arenas, no se enteró de la
desaparición de su marido porque éste vivía
con una mujer más joven. No tenían hijos. Pasaron
20 días y Juan Arenas ni siquiera llegó a la casa
de su amante.

La doble desaparición fue conocida por los
periodistas y la convirtieron en noticia de primera plana. La
policía empezó a moverse con lentitud de saurio
acuático, tropical. Los días parecían pasar
lentamente, entre murmullos. La noticia, repetida y comentada,
llegó a oído múltiples y saltó al
comentario airado y a la novelería popular: toda una trama
espesa y roja, variada, con mucho de puzzle macabro,
corrió por la ciudad capital y pronto alcanzó los
extremos del país. Las radios, parlantes nacionales,
hacían oír quejas, fantasías, verdades.
Ocurre que los choferes de arriendo, como gremio, tienen, entre
nosotros, el mayor número de víctimas a manos de
criminales. La epidermis nacional, tratándose de este
gremio, utilísimo y esforzado, es, explicablemente,
sensible.

A las 15 horas del 23 de mayo el detective Oliva vio que
algo parecido a una mano se asomaba sobre las aguas del canal
Santa Rosa de Huechuraba. Se acercó: la mano
correspondía al cadáver de un hombre semisumergido.
Lo atrajo, con un alambre, hasta la orilla. Tenía una
bufanda gris sobre el cuello y sobre la bufanda una cuerda de un
metro y 80 centímetros, media pulgada de diámetro.
Los ratones le habían comido gran parte del tórax,
lado izquierdo, dejando al descubierto moradas vísceras
putrefactas. Uno de los cabos del cordel estaba desflecado. En
los bolsillos encontró $1,40, dos pañuelos y un
llavero. Informó del hallazgo al retén de
Carabineros de Huechuraba, ubicado a 184 metros y a
Investigaciones.

Concurrió todo el mundo policial. Los choferes de
la plaza reconocieron, por el rostro y las ropas, al chofer
Arenas. Un olvido: a ese lugar no fueron llamados los expertos
del Laboratorio: no eran conocidos ni siquiera por los
detectives.

El caso entró en blandos terrenos verbales,
conjeturales. Se barajaron las mismas gastadas hipótesis:
"Venganza: Arenas guardaba un secreto terrible", "El auto
está en Argentina: los asesinos son contrabandistas en
automóviles", "Se suicidó porque su mal no
tenía remedio".

Los médicos legistas, por la putrefacción
avanzada, no señalaron, oficialmente, la causa de muerte.
El caso tomó vuelo de cóndor: el misterio del
chofer y el auto no iba a ser penetrado así como
así.

En julio de 1947, la Corte Suprema designó
Ministro en Visita a don Miguel González. A
petición de este ministro Investigaciones puso a su
disposición, tiempo completo, a 2 funcionarios
experimentados. El ministro pasó a ser el único
jefe de las pesquisas: rol que señala la ley.

En marzo de 1948 el ministro informó a la Corte:
"Se han revisado boxes, garajes y demás locales donde se
guardan y reparan automóviles; también se han
revisado los registros municipales en que se inscriben los
coches. La búsqueda del asesino del chofer Juan Arenas ha
sido infructuosa y si hasta hoy no se ha obtenido el resultado
favorable que se desea, se debe, principalmente, a lo
difícil del caso".

En agosto de 1948 fue asesinado el chofer Mario
Méndez, en el camino Lo Chena. "La opinión
pública" –prensa y radio– mostró un durísimo
rostro a la policía. El fresco "Caso Arenas" fue
reactualizado por los periodistas: "¿Qué pasa en la
policía? Asesinato del pintor Jorge Madge;
desaparición del bailarín Ignacio del Pedregal
-hasta hoy-, testigo del crimen del pintor; y las muertes de los
choferes Arenas y Méndez no han sido
esclarecidos".

El 18 de septiembre de 1949 el reo Gustavo Donoso, loco
y homicida, que se decía "compadre" del chofer Arenas,
acusó a 2 detectives como asesinos de Arenas. La
chismografía de Donoso fue judicialmente
considerada.

PARENTESIS SOBRE ASESINOS Y
CRIMINALISTICOS

Cuando 2 hombres caminan juntos, unidos por la idea del
asesinato y van -decidido el momento, lugar y cómo- hacia
el crimen, ni "Mandrake", el mago, puede saberlo. Externamente
son iguales a los millones de asesinos potenciales: iguales a
cualquier humano.

Atravesaron la plaza con cierta excitación
controlada; pero, a medianoche, flechas rojas sobre el
taxi-presa-chofer, elegido con anterioridad, sólo
parecían lo que no eran: 2 pasajeros con algún
apuro. Ocuparon el taxi de Arenas porque estaba bien cuidado y
porque el chofer era viejo, enfermizo. Lo seleccionaron
después de un largo examen: dos horas mirando
vehículos y choferes. Despertaron al chofer:

-¡Retén de Carabineros de Santa Rosa de
Huechuraba!

Una carrera larga, sin duda, la más larga de
todas.

Frente al retén la misma voz
ordenó:

-A la derecha, amigo. ¡Pare!

Camino de tierra: justo el inciso 12 del artículo
12 del Código Penal: "… de noche y en despoblado". Un
agravante más.

Lo estrangularon desde atrás… usando un cordel,
el mismo que vería el detective Oliva flotando sobre las
aguas. Le robaron 240 pesos y la documentación. Le ataron
una piedra al cuello y lo lanzaron a las aguas del canal. Los 2
asesinos conocían esas tierras: el padre había sido
administrador del fundo Santa Rosa, y por allí, entre
hondazos y pájaros muertos, habían estirado sus
primeros años. Con un desmontador sacaron, violentamente,
el taxímetro y también lo arrojaron al agua.
Cambiaron la patente por una nueva, del día, y regresaron
a Santiago. Los álamos, un sauce, 7 guarenes, algunas
estrellas y el agua lenta, no testificaron.

Uno de los asesinos recibió, del otro, 5 mil
pesos y se quedó entre los prostíbulos y la
madrugada del barrio Matadero. El otro, el jefe "generoso",
siguió hacia el sur: necesitaba el auto para su luna de
miel. Era técnico Agrícola y Presidente de la
Juventud Conservadora de Peumo. Poseía un camión.
Casó 48 horas después del crimen, sonriendo,
vestido de smoking y con una flor blanca en el ojal, con A. A.,
de 17 años de edad.

Un asesino excepcionalmente frío, hábil,
certero. Dueño de una idea global, clarísima, sobre
las debilidades del hombre y sus instituciones.

Entre el 21 y el 31 de octubre de 1947, en el taller
mecánico de la Casa Ford, San Martín 231, Rancagua,
ordenó reparar "su automóvil": cambió de
parabrisas, desabolladuras, funda para los respaldos, nuevos
pisos de gomas y pintura azul, completa. Pagó $ 9.956. El
Ford era otro.

En el tercer piso del Gabinete Central de
Identificación, en un ala pequeña, que da a la
calle General Mackenna, funcionaba, desde 1938, el Laboratorio de
Policía Técnica. Lo dirigía el doctor Luis
Sandoval Smart. Una docena de expertos en Criminalística,
corporativamente juramentados, eran -y son- asesores de los
jueces del crimen en el infinito, delicado y apasionante mundo de
las huellas, rastros e indicios del crimen. Bioquímicos,
ingenieros, abogados especializados en experticias documentales,
médicos, contadores, balísticos,
huellógrafos, etc., tenían obviamente otras
concepciones sobre delito y delincuente, policía y
pesquisa.

Sandoval, hematólogo forense de categoría
mundial, humilde y jovial, conversaba con su ayudante,
días después del hallazgo del cadáver de
Arenas. Su ayudante era un joven y testarudo profesor de
Criminalística -hecho por el propio Sandoval-, que
solía concurrir, de motu proprio, a los escenarios del
crimen, según decía: "A aprender a ver
mirando".

-¿Qué hay del caso Arenas?

-Chismes. Una revisión de los números de
los motores de los automóviles Ford 1938 permitiría
saber si el auto está aquí o no; de encontrarse se
sabría lo que verdaderamente pasó esa
noche.

-¿Cuántos son?

-Según la Ford Motor, exactamente 200.

-¿Crees en el asesinato?

-El cordel tiene desflecada la punta de uno de los
cabos, el opuesto al amarrado al cuello de la víctima.
Estuvo 30 días en el agua estirado por peso y
presión constante. Se cortó por tensión. En
ese canal debe haber una piedra o algo pesado que tiene el resto
del cordel. Hablé con el doctor Tobar del Instituto
Médico…

-¿Y?

-Estrangulación. Los asesinos sabían que
ese canal tiene poca agua y…

-¿Asesinos? ¿Por qué
plural?

-El auto fue ocupado, según testigos, por 3
hombres.

-Informa a Investigaciones.

-No me harán caso. Pesquisar un número de
motor les va s sonar a chino o broma.

-¿Qué harás?

-Tú sabes que debo viajar a USA. En Washington
veré el Laboratorio del FBI. En Nueva York, el "Homicide
Bureau". Aquí está haciendo falta pesquisar los
crímenes de otra manera.

EPILOGO DE UN
ALUCINAMIENTO

El 23 de febrero de 1949 se creó la Brigada de
Homicidios, integrada por criminalísticos y detectives. Ya
era posible, en investigaciones criminales, pensar y actuar de
acuerdo con todas las ciencias y técnicas que se
interrelacionan con la pesquisa. Empezaron a usarse medidas
elementales de Criminalística: los investigadores ya no
superponían, en los sitios de los sucesos, sus propias
huellas sobre las huellas de criminales ni para caminar ni para
asir objetos; se inició el resguardo de los lugares; a
todo hecho criminal, contra personas, concurría un
médico examinador. Las huellas eran levantadas sin
deterioros. Se empezaba a comprender que un cabello puede ser
determinante de identidad.

César Gacitúa, uno de los grandes
policías de este país, se hizo cargo de la
Prefectura de Santiago. Con él los técnicos
podían hablar de estrellas indiciarias, de "huellas
calientes", de Poe.

En simple papel blanco engomado se confeccionaron 200
estampillas numeradas, timbradas, que llevaban la nerviosa firma
del ex oficial de Laboratorio de Policía Técnica.
Se dio comienzo a la revisión de los motores de los
automóviles en busca del numerado 184.444.313. Cuando se
revisaba el Nº 31, tercer día del ensayo, el
detective Celindo Fuentes, de la B. H., dijo,
telefónicamente a sus compañeros de
guardia:

-Aquí, Plaza Argentina, está el
automóvil de Arenas.

Todo empezó a deslizarse por un tobogán:
Onofre Quiroz, último chofer del taxi de la muerte,
indicó a Juan Palacios como dueño del taxi.
Palacios probó haberlo comprado a Luis Quinteros y
éste, documentadamente, estableció que el auto se
lo había vendido Fernando Jerez. El negocio se
había efectuado el 21 de noviembre de 1947, en Paine.
Quinteros le había pagado ochenta mil pesos a
Jerez.

En el libro de patentes, de la Municipalidad de Paine,
aparecían las anotaciones correspondientes a la
transferencia, el nombre completo del vendedor y su domicilio,
fundo Pencahue, Peumo. La anotación de la página
204 marcaba una fecha inolvidable para los policías
santiaguinos: 24 de abril de 1947: un tal José Montenegro
Ramírez, sin domicilio, vendía a Fernando Jerez, un
automóvil Ford, 1938. La fecha era un grito:
¡premeditación!, escrita con llamaradas y olor a
azufre. "Montenegro", una moneda de plomo.

El empleado que hizo las transferencias, Jorge Ulloa
Ortiz, contador titulado, inspector de patentes de esa
municipalidad, fue interrogado:

-Fernando Jerez me dio mil pesos, el mismo día
del crimen, para que le otorgara padrón y patente
ilegales.

César Gacitúa "entrevistó" a Jerez
-29 años, casado, 2 hijos, un metro ochenta y seis de
estatura, fuerte, sano.

-¿A quién compró Ud. el
automóvil que le vendió a Quinteros?

-A Jose Montenegro. Puedo probarlo.

El gato y el ratón:

-¿Cómo es Montenegro, si es que
vive?

El preguntador era una piedra facial con pequeños
ojos oscuros, de mirar controlado, fijo cortante. La voz: roncas
saetas aguzadas en un oficio duro, afiebrante.

No hubo respuesta oral: sólo nerviosidad,
tartamudeos.

-Ya hablamos con Jorge Ulloa. Vimos los libros.
¿Quién iba contigo cuando asesinaron al chofer
Arenas?

El gigante ya era un enano interno. Con voz de
niño, dijo:

-Mi hermano menor, Juan.

Aprehensor y detenido pasaron frente a la iglesia de
Peumo. Desde un grupo de gente sencilla salió una voz
campesina:

-Nosotros rezaremos, don Fernando, para que Dios lo
ayude a probar su inocencia…

El campanero de la muerte

De las Memorias del Inspector Cortés

Alguien había asesinado a un cabo del Regimiento
Andino, de Calama, de una sola y limpia puñalada en la
espalda. Crimen nocturno, perpetrado en el callejón
paralelo a la línea del ferrocarril. El cabo era soltero,
chillanejo. Según sus compañeros: "Andaba de farra
con el dinero de la venta de una montura de huaso".

El gordo y viejo detective 1º, Domingo Duque,
anotaba los datos civiles y militares del occiso, que le dictaba
el mayor Raúl Valdivieso, comandante del regimiento;
mientras el detective 3º, Carlos Cortés, observaba
cadáver y alrededores acurrucándose aquí y
allá: parecía un largo y musculoso moscardón
azul, de ojos pardos y cabellos oscuros, ensortijados. Casi a ras
del suelo soplaba el polvo fino haciendo aparecer, como los
magos, redondos y alargados "rubíes" sanguíneos. El
jefe, subinspector Julio Olea, lo miraba moviendo negativamente
la cabeza. Los curiosos, -en Calama los crímenes son
escasos-, en gran número, guardaban silencio, más
que por el muerto, por el extraño oficio de un hombre:
Cortés casi desnudó al occiso, le levantó la
guerrera y la camiseta de hilo blanco; le bajó los
pantalones, le revisó nariz, dientes, labios; le
tomó las manos y mirando los dedos índice y pulgar
izquierdo, gustó algo incoloro, impreciso.

-¿Qué busca Ud.? -preguntó el
mayor-. Hay que guardar algunas consideraciones con los
muertos.

-Sí, señor. Lo sé; pero mi oficio
es cazar criminales y trato de saber lo que aquí
ocurrió.

-¿Cómo? ¿Jugando con
cadáveres?

-Aprendiendo a atar estrellas con gusanos; desnudo los
hechos hasta quedarme con el espíritu invisible de la
verdad.

Le arregló, como pudo, las ropas "al fiambre", no
sin antes volver a examinar las suelas de los bototos.

-¿Y, Cortés? -inquirió el
subinspector.

-El homicida usaba ojetas, supongo que todavía
las usa; son viejas, las gomas están gastadas, casi lisas.
Diría, por la línea de marcha, que estaba ebrio,
enfermo, alteradísimo: pasos vacilantes…

-¿Cómo sabes que esas pisadas corresponden
al criminal?

-Hay pisadas con y sin sangre. En otras palabras:
tiempos anteriores al crimen, del crimen y posteriores. Algunas,
las del tramo sur, aparecen a la derecha y paralelas a las de los
bototos: diría que si víctima y victimario no eran
amigos, sí eran conocidos.

-Puede ser coincidencia, el tiempo se te
escapa.

-Las pisadas con y sin sangre, jefe, determinan lugar y
tiempo del delito. Aquí se juntaron en lucha que
terminó en muerte. En las pisadas del sur no existen
huellas superpuestas ni de bototos sobre ojotas ni de
éstas sobre aquellos. ¿No le parece raro desde su
punto de vista?

-¿Por qué soplaste?

-El polvo no adhiere en la sangre fresca. La hemoglobina
siempre espera por los investigadores que la conocen.

-Bien. Sigue -fraseo de jefe jerárquico a
subalterno inalcanzable.

-Las pisadas se pierden gradualmente en el asfalto. Se
dirigió hacia el oeste, hacia la ciudad. El arma es, por
los bordes de ropa y piel, una daga angosta, de filo mellado.
Penetró de arriba hacia abajo, 12 centímetros
aproximadamente en el pulmón derecho.

-¿Cómo sabes la profundidad?

-Introduje en la herida parte de esta huincha
metálica…

-¡Siempre te extralimitas!

-Sí, señor, porque los criminales llegan
aún más lejos. Este cadáver mide un metro
setenta, lo que permite concluir que el autor es alto, diestro y
fuerte. Es diestro, jefe, para evitarle preguntas, porque la
herida está inmediatamente debajo del omóplato
derecho, inclinada de izquierda a derecha. El cabo tenía
el brazo derecho en alto: el arma entró en la
cavidad.

-El asesino pudo atacarlo de frente…

-Sí, jefe. Así lo hizo. Pelearon. La
sangre que aparece sobre las pisadas no es del muerto y es la
misma que mancha el hombro izquierdo de la guerrera. Creo que el
homicida o asesino tiene rota la nariz: el goteo es alto, libre,
lo marcan las radiaciones. La nariz es un órgano rico en
vasos sanguíneos, que al ser rotos encuentran libremente
la gravedad. Está fuera del angulaje cautivo de los
otros…

El mayor Valdivieso rompió el "diálogo"
(?) policial:

-¿Qué cree Ud., señor
Cortés, que ocurrió aquí? Dígame lo
que sea. ¿Homosexualismo?

-No, mayor. No hay rastro de semen, materias fecales ni
siquiera de orines, que a veces concurren en las muertes
violentas. Cinturón, pantalones, camiseta, marrueco y
calzoncillos, estaban limpios y en orden. Creo en una
riña, señor. Riña de ebrios.

-Gracias. ¿Muerte rápida?

-El pulmón derecho perforado de arriba abajo,
probablemente atravesado, produce agonías
cortas.

El juez García Pica ordenó el
levantamiento del cadáver y examen. El doctor Glasinovich,
acuciosamente, señaló, como causa de muerte: "doble
perforación pulmonar derecha". El subinspector
ordenó rondas, más allá de la noche y de los
atardeceres, en prostíbulos, bares, pensiones, hoteles
baratos. Los cuatro detectives de la unidad calameña se
acostumbraron a conversar mirando pies.

Valdivieso fue varias veces al cuartel policial.
Seguía el rumbo de las pesquisas y le gustaba conversar
con Cortés y hasta solía acompañarlo,
vestido de civil, en la inútil búsqueda del
sospechoso de las ojotas gastadas. Se hicieron amigos. En un bar,
bebiendo cerveza, preguntó:

-¿Qué harías de ser tú el
jefe de esta pesquisa?

-¿Fuiste amigo del cabo Adolfo Rojas?

-No. Te vi trabajar ese sitio del
ferrocarril…

-¡Cuidado, mayor! Si te agarran los signos de la
Criminalística jamás te soltaran.

-¿Qué son? ¿Qué
es?

Señales de las causas…de los fenómenos
conductuales. Cualquier conducta, incluyendo la cerebral, la
astral, la microscópica. Una pequeña interciencia
que debe ser usada con frialdad de misionero tibetano y la
ética de Séneca.

-¡Ufa! ¡Contesta!

-Ya es tarde. Esa nariz está deshinchada, esas
ropas deben estar limpias de sangre. Además, Raúl,
tengo dudas: no sé si fue homicidio o asesinato el de tu
cabo. El dinero, fuerte suma, no fue tocado; el anillo de oro, el
reloj pulsera, todo estaba en su sitio; indicarían
riña; pero no calza con ojotas. Ojota es sur, campo,
valle.

-No, Carlos, también es norte y este:
Perú, Bolivia y Argentina.

-Sí, tienes razón geográfica,
fluvial; pero siempre hablan de pobreza, de necesidad. Daga y
ojota tampoco andan juntas: es una arma antigua, cara y no era
del cabo…

-¿Qué harías? ¡Dilo! El caso
te tiene agarrado…

-Con una foto ampliada de la cara del finado hubiera
recorrido todos los negocios de alcoholes, clandestinos o no,
cercanos a la estación. Un cabo y un ojotudo juntos forman
una pareja inolvidable.

-¿Por qué, Carlos?

-Ambos habían bebido vino y anís o
anisete…

-No se pueden diferenciar por el olor los…

-Yo no hablo de olores, hablo de manchas: el cabo, que
era zurdo, tenía pringosos y dulces los dedos
índice y pulgar izquierdos.

-Nada de esto dijiste en el callejón.

-Lo sé. No me llevo bien con mi jefe porque
sólo conoce reglamentos y el arte de pesquisar no admite
órdenes.

-Lo arreglaré, muchacho. Soy amigo de Olea y
él sabe que yo puedo llegar muy arriba.

LOS PESQUISAS VAN AL
DESIERTO.

Con la foto ampliada recorrieron, de noche, los lugares
donde el alcohol se consume con o sin permiso municipal. Un
boliviano recordó, "ayudado" por Cortés, a la
pareja de bebedores:

-¿Era boliviano el civil?

-¡No! ¡No! Blanco, chileno o argentino.
Hablaba lengua rara.

-¿Conoces el sur de Chile?

-¡No! Antofagasta no más…

-Habla, indiecito, porque no tienes permiso para vender.
¿Cómo era el civil?

-Saltaba. Saltaba como un mono y reía.
Reía y lloraba.

-¿Cómo era el trato con el
cabo?

-No te entiendo.

-¿De Ud. o de tú?

-Como toda la gente por estas tierras, de tú. El
cabo pagó todo.

-¿Es el indio más alto que yo, como el
mayor o como tú?

-Como yo. Tu eres alto y el mayor grande.

-¿Dientes? ¿Cómo eran? ¿La
piel?

El boliviano se rascó la cara. Temblaba de ira.
Dejó pasar su nublado mental y dijo:

-¡Blancos! ¡Blancos!

-¡La piel, indio! ¿La mía o la
tuya?

-No recuerdo. Saltaba. ¿Me dejarán
vender?

Salieron a la calle a pisar sombras, a ver estrellas
nítidas:

-Creo que es un boliviano mascador de coca.

-¿Por qué?

-Demasiada energía. El indio del chinchel lo
recuerda todo, menos el color de la piel de su compatriota. Lo
buscaremos en Chiuchiu, Toconce, San Pedro, Toconao. Un hombre
que salta y ríe, borracho, loco o drogado, debe ser
fácil de hallar. El sabe que aquí hay
policías y por eso descarté Chuqui, las oficinas
salitreras, Pisagua.

-Iremos en mi auto. Le avisaré a Olea. No me
gusta el desierto alto porque he hecho demasiadas maniobras en
las cumbres.

En horas de la mañana entraron en el reino del
silencio, donde los días tienen el rojo color del fuego
cercano y las noches el penetrante frío
montañés. La palabra extensión es corta para
abarcar la soledad: lomas azules, verdes, grises, ocres, llenas
de costras vítreas, duras; rocas fantasmales
desgarrándose sobre un suelo calcinado, salobre, azufrado,
áspero, cobrizo. Se siente el peso del cielo siempre azul
o lleno de estrellas de banderas. El hombre comprende que la vida
es un milagro.

No lo encontraron en San Pedro de Atacama y siguieron a
Toconao: un pueblo construido con piedras volcánicas
labradas, ladrillos, adobes; metido en un valle bajo rodeando un
río pequeño, de aguas claras, mago de la
vegetación y de la esperanza. Un camino para ir y volver.
Habitantes morenos, casi mudos, pobrísimos y perros
flacos. Una iglesia alta, centenaria, de crema seca, con
ventanales largos y desnudos por donde se cuelan el sol y el
viento a dorar y a tañer una campana visible, asomada a la
vida mínima.

EL ENCUENTRO.

Descendieron del auto haciendo preguntas raras. Un
vehículo en Toconao –principios de la década del
40- era un hecho no común. Los rostros oscuros se apilaban
a mirar a la veloz "llama" motorizada de los caminos. Un indio
joven, al oír "salta y ríe como loco", miró
hacia el campanario. Cortés siguió el rumbo de los
ojos negros. La figura de un hombre joven, delgado, que agitaba
las manos, era claramente visible.

-Es él, mayor. Nos vio. Creo que nos estaba
esperando.

Valdivieso manoteó su Mauser. El gentío
desapareció.

-¡No dispares! Sabe que no tiene escapatoria.
Acerquémonos.

La campana dio 2 toques seguidos de un tercero
espaciado. Otros dos y el tercero. Así siguió
durante minutos largos.

-¿A qué toca, mayor?

-A difunto.

El pueblo indio estaba arrodillado golpeándose el
pecho. Las frenéticas vibraciones del bronce iban y
venían del campanario al río, al cielo, al sol en
el ocaso.

-Me parece que está lleno de muerte, que la
está viviendo.

-No, policía. Sólo está asustado y
triste.

Se acercaron…

La figura del campanero, con el badajo en su mano
derecha, se alzó en el aire y cayó al vacío.
Se aplastó contra el suelo entre campanadas lentas,
suaves, también murientes.

A Valdivieso y Cortés les bastó una
mirada: tenía el cráneo destrozado. En el cinto le
encontraron una daga con manchas oscuras. Una de las ojotas, la
izquierda, se le había soltado.

-¿Qué harás con el cadáver,
Carlos?

El policía se volvió hacia la indiada y
preguntó lo que sabía:

-¿Quieren enterrarlo aquí?

Todas las gredas tibias movieron afirmativamente las
cabezas. Alguien dijo:

-Soy Juan Huispe, el subdelegado. Hace más de
diez días que Manuelito se encaramó a esa torre.
Decía: "Demoran. Demoran". Lo crío un cura
tucumano, el padre Manuel. Hace meses, en agosto, se cayó
o se tiró desde esa misma torre. El muchacho, enloquecido,
vagaba, saltaba, lloraba. Ese día tocó la campana
durante horas. ¿Por qué lo buscaban?

-En Calama mató, hace 14 días, de una
puñalada, a un cabo de mi regimiento. Lo hizo con esta
daga. ¿Bebía?

-Sólo después de esa muerte. Aquí
enseñó a leer a los niños.

Cerca del río la tierra blanda fue abierta por
indios graves.

En el camino de regreso el diálogo entre el
comandante y el joven detective se abrió con el
frío de la noche y un poco de pisco:

-¿Por qué crees, Carlos, que mató
al cabo?

-Lo ignoro. Estoy recién empezando este oficio:
todavía no llego a la media docena de crímenes.
Siempre he sido sorprendido por lo que los especialistas dicen
sobre motivaciones criminales. Perdóname.

-Ambos hemos pesquisado este caso, el primero y el
último de mi vida. Tengo, indudablemente, menos oficio que
tú y algo tendré que decirles a los jefes de
Antofagasta. Sé que no fue el robo; sé, ahora, que
no se conocían. Te parece bien ¿riña entre
ebrios?

-Muy bien, comandante. Será un informe normal.
Haré lo mismo con el señor Olea.
¿Cómo podría decirle que un indio nos
obligó a venir a presenciar su muerte?

-¿Estás loco?

-…Muerte de poeta rojo: la campana repiqueteando por
su propio campanero, que ya estaba en el umbral de la vida y la
muerte. ¿Cómo no lo comprendí antes, Dios
mío?

El caso de los pasteles envenenados

La noche del 21 de febrero de 1931 -a la hora de la
comida-, una bella mujer, de edad mediana, gritaba frente a su
casa, signada con el número 231, de Alameda de las
Delicias.

-¡Mon Dieu, mi marido se muere!
¡Ayúdenme!

Algunos transeúntes se detuvieron; se encendieron
luces de ventanas vecinas. La marea humana de la más ancha
arteria santiaguina, acalorada, llena de problemas existenciales,
entraba, directamente, en el primer capítulo
público de un crimen extraño, exótico,
oriental-europeo.

La quebrada voz seguía gimiendo: "Mon Dieu".
Lloraba, hacía girar sus delgados brazos inútiles y
se mesaba los cabellos rubios, ondulados. El galo acento
enronquecía…

El vecino, Aurelio Dagnino, se acercó a
socorrerla:

-Cálmese, señora Lucía. Vamos a ver
a Charles.

Vestido de azul y tendido sobre el piso, debajo de la
mesa-comedor, un hombre delgado, viejo, convulso, se
retorcía acusando dolores en el estómago; de su
boca salía abundante y espumosa saliva.

Dagnino salió a la avenida y corrió hacia
el poniente en busca del doctor Callejas, otro vecino y amigo. El
facultativo vio, de lejos, el torso de Charles curvado hacia
atrás y la cabeza casi pegada a la espalda; manos
empuñadas. Se acercó: la mandíbula estaba
apretada, el pulso era rápido y débil; pupilas
dilatadas.

-Está intoxicado. Creo que se trata de
estricnina.

Recetó un antídoto a base de carbonato de
bismuto, cloro y bromo. Agregó:

-Despachen esta receta.

A las 22,20 el doctor Callejas, a petición de
Dagnino, volvió a ver a Charles, que seguía tendido
sobre el piso del comedor.

-Se muere, doctor -susurró
Lucía.

Los síntomas de la intoxicación eran
otros: cualquier luz excitaba al enfermo, cualquier ruido lo
alteraba.

-¿Le dieron el antídoto?

-No, doctor. Todavía no. Lo haré ahora
mismo.

-Apúrese, señora: el tiempo de su esposo
se termina. Si se muere daré cuenta a las
autoridades.

A las 4 horas del día siguiente, Callejas
visitó nuevamente al enfermo y sólo encontró
un cadáver. En la Primera Comisaría denunció
el hecho y los policías informaron al juez de turno, don
Rosamel Ramos; éste llamó al comisario Ventura
Maturana -uno de los grandes policías chilenos- y lo
enteró del caso. Concurrían a la casa de Alameda a
ver y oír a la viuda, cuando Maturana propuso alterar el
orden la de la visita:

-Vamos a la morgue, juez. Veamos ese cadáver. Es
mejor tener algún conocimiento directo, sensorial, de los
hechos.

-Bien, comisario.

La pareja torció el rumbo. Sobre una fría
mesa de autopsias, desnudo, ningún muerto se parece a
otro. Nada en este mundo es igual porque la Naturaleza sigue
creando sin repetirse y hasta los gemelos univitelinos son,
criminalmente, distintos. El cadáver le dijo al
policía: morí hace más de 10 horas y de
espaldas; no tengo heridas externas; me bañaba todos los
días; pertenezco a la clase media y paso del medio siglo;
sí, mi físico es el de un enfermo de los pulmones.
Maturana habló con los médicos y revisó,
detenidamente, toda la ropa del occiso. En el auto, rumbo al
centro de la ciudad, le dijo al juez:

-Veremos, si no te parece mal, al doctor Callejas,
sólo porque lo vio intoxicado y cadáver.

-Sí, señores: la estricnina es un
alcaloide que se extrae de los vegetales que contienen
nitrógeno. Provoca enérgicos efectos
fisiológicos. Proviene de la nuez vómica o del haba
de San Ignacio; es rapidísima en su acción si se la
dosifica con exactitud. En este caso, la dosis fue muy alta.
¿Saben Uds. que esa mujer no le dio el antídoto que
yo recetara? Ese hombre ni siquiera fue levantado del piso.
¿Negligencia? ¿Intención? No quiero
prejuzgar.

-Gracias, doctor.

De la casa del médico salieron con indicios de
una verdad conductual grave.

-¿Y ahora, Ventura?

-Dagnino. Es el primer testigo… ajeno a la
familia.

-Conocía, como vecino, a los esposos De Wite.
Charles trabajaba en la Casa de Monedas como artista grabador.
Era francés y tenía, con el gobierno, un contrato
de 6 mil pesos mensuales. Era generoso y muy tranquilo. Llegaba
cansado de tanto grabar; su horario de trabajo era demasiado
largo. Lucía Cassenove, cuarentona, es bellísima,
encantadora y dueña de una amabilidad que
embruja.

LA VIUDA.

Alta, casi gordita, ojerosa. Una piel de almendra
cubierta por una transparente blusa oscura: Venus de luto. No
caminaba: se deslizaba. Sus brazos y sus manos siempre estaban
moviéndose con armonía, como siguiendo una
música interna y suave. Mientras el juez Ramos
hacía las preguntas de rigor, Maturana miraba paredes y
lámparas, cortinas y alfombras, muebles, buscando el viejo
espíritu que casi todos los muertos dejan en sus moradas.
Lo encontró entre dibujos de árboles enlutados, en
una acuarela gris de barcos lejanos; en grabados de caminos
abiertos, en la estilizada cabeza de su mujer dibujada con tinta
china… La voz del juez decía:

-¿Qué fue lo que comió su
esposo?

-Lo de siempre: ensalada, algo de pollo,
frutas.

-Algo que le causara la muerte, señora.
¡Ud. tiene que saberlo!

Pareció no oír. Movió la cabeza
como torcaza en manos de un rudo cazador. Vacilando,
dijo:

-Pasteles. Sí. Pasteles. Un "borrachito", de esos
que tienen crema…

-¿Le quedan?

-No. Pham se los llevó. Los había
comprado, así lo dijo, en "La Isleña". Los fue a
devolver porque tenían sabor amargo.

-¿Quién es Pham?

-Un amigo mío. Pham Van Loc. Trabaja en el
consulado de Francia.

Maturana dejó los grabados para
preguntar:

-¿Dónde vive su amigo?

-Al final de la Avenida Macul: un bungalow con
antejardín lleno de bambúes y cortinas
verdes.

-¿Sabe su amigo -siguió el magistrado- que
Charles murió?

Parecía no oír. Movió la cabeza y
secó sus lágrimas nuevas con un pañuelo
blanco, pequeño.

-¡Señora!

-No regresó y no ha venido.

-Ud. no hizo caso alguno a la receta urgente del doctor
Callejas. ¿Por qué?

-Estaba y estoy muy nerviosa, señor
juez…

Maturana se acercó diciendo:

-Háganos el favor de relatar los hechos ocurridos
ayer.

Lucía Cassenove miró a sus 2 espectadores
y tomó asiento:

-Cerca de las 19 horas llegó Pham, que
solía visitarnos con frecuencia. Días antes nos
había prometido traernos unos pasteles. Yo me encontraba
sentada en este sillón, leyendo. Charles dibujaba en el
cuaderno que Ud., comisario, examinó. Vi el pequeño
paquete blanco que traía nuestro amigo y por la forma
rectangular de la base supuse que eran los pasteles prometidos.
Pham abrió el paquete. Traje unos platillos, cucharitas y
serví una copa de licor. Repentinamente, mi esposo se
llevó las manos a la garganta diciéndome que se
sentía sofocado, que el pastel estaba amargo.
Pálido entró en convulsiones, y cayó
allí, al lado de la silla, casi debajo de la mesa del
comedor. Me asusté…

-¿Comió Ud.? ¿Comió
Pham?

-No. Yo no comí, comisario. Todo fue muy
rápido. Ignoro si el indochino comió o no. Recuerdo
que al ver a mi esposo en el suelo tomó los pasteles y
salió corriendo hacia la calle…

-¡Es una versión clásica de
asesinato!

-¡Cállate, Ventura! -gritó el juez-.
No adelantes juicios. Todavía no tenemos el informe de
autopsia.

-Perdona, juez. Te veré en el tribunal. Voy a
detener al indochino antes que escape.

PHAM

Pequeño, moreno azulado, ágil y
ceremonioso, el indochino recibió al comisario envuelto en
una larga túnica negra y zapatillas.

-Su visita se debe, señor, a que algo grave le ha
ocurrido a mi amigo Charles De Wite. Espéreme unos
minutos: necesito vestirme.

Maturana, sorprendido y sonriente, asintió: 3
hombres suyos vigilaban la entrada del bungalow. Gastó la
espera contemplando pequeños budas de jade, veleros de
marfil, plantas enanas; la foto de una bella mujer joven, de tipo
europeo. A los 15 minutos Maturana recorrió
rápidamente las silenciosas habitaciones y salió al
jardín: huellas de pisadas frescas, pequeñas,
largas, se dirigían hacia la alta pared del fondo que daba
a la calle… donde no había vigilancia. Desprendimientos
recientes de aristas de ladrillos hablaban de un escalamiento
acrobático, increíble. Llamó a sus
hombres:

-Uno se queda aquí por si el oriental regresa.
Este chino o lo que sea, acaba de darle un tirón a la soga
que ya tenía en el cuello.
¡Vámonos!

AUTOPSIA Y EXAMEN DE
VISCERAS.

La noche del 24 de febrero el juez Ramos recibió
el informe dado por los médicos del Instituto
Médico Legal sobre la necropsia practicada al
cadáver del grabador francés: "Tuberculosis en
último grado". Ni una sola palabra sobre estricnina.
Maturana, que seguía tras la pista del
escurridísimo indochino, porque tenía poderosas
razones criminalísticas para hacerlo, fue encarado por el
juez. Manifestó: "Nada impide que un tuberculoso sea
asesinado. El que no hayan aparecido demostraciones de
intoxicación en el organismo de De Wite, puede deberse a
que la estricnina no es un tóxico determinable con
facilidad. Los legistas -agregó- no han oído al
doctor Callejas, no conocen el sitio del hecho, no han visto ni
oído a Lucía; ni siquiera saben de la existencia de
Dagnino y de Pham tienen una idea leída".

Para aclarar dudas, el juez Ramos envió las
vísceras de De Wite al Instituto de Higiene para que los
expertos practicaran un examen expreso: búsqueda de
estricnina. El Departamento de Química informó:
"Las vísceras contienen estricnina en gran
cantidad".

Conocido el resultado pericial, Lucía Cassenove
declaró a los periodistas: "Mi esposo, apenas comió
el primer trozo de pastel, señaló a Pham Van Loc
como su envenenador. Se lo dije a todo el mundo: nadie me hizo
caso. Ese hombre, que logró fugarse desde las mismas manos
de la policía, es el asesino".

OPINION
PUBLICA.

A ningún policía le es fácil
opinar, profesionalmente, sobre "asesinatos" en
investigación, porque el juicio tiene que basarse en el
casi total de los hechos que son, en verdad, los "protagonistas y
antagonistas" auténticos. El investigador tiene que
"sentir" el caso –motivación enraizada con la verdad
universal de la criminalística-. En asesinatos no hay
opiniones ni pareceres ni conjeturas; hay huellas, rastros e
indicios que se van revelando paso a paso, conformando un todo.
Los asesinatos se denominan así, porque el factor tiempo,
de algunos actos criminales, antecede a la muerte. Se pesquisan
muertes "sospechosas" porque éstas pueden tener como
causa: vejez, enfermedad, accidente-error-casualidad o
intención.

"La opinión pública", sentir mayoritario,
no se había formado: estaba dividida porque Maturana
simplemente pesquisaba. Los chilenos y los extranjeros estaban
estremecidos con un caso que lo tenía todo: artista
francés envenenado en su propia casa y en presencia de su
bella esposa; un indochino que aparecía y
desaparecía; un juez hábil y serio y un
policía famoso por sus aciertos y real oficio. Santiago,
en la época, además, no soltaba sus anclas de aldea
grande: dormía o sisteaba casi conventualmente y
había sido sacudido por una muerte digna de Londres,
París, Berlín, New York o Saigón.

"Las Ultimas Noticias" llamó a Pham Van Loc
ofreciéndole sus páginas para que se defendiera de
los cargos que le había hecho la viuda. Contra cualquier
opinión, Pham contestó diciendo: "Doy mi palabra al
juez Rosamel Ramos que me presentaré ante él si me
cita con 24 horas de anticipación. La citación debe
hacerla en el diario "La Nación" para que pueda enterarme.
Espero la orden S.S. Pham".

En una segunda y última ocasión,
envió a los diarios santiaguinos el siguiente aviso:
"Ruego a las personas que hayan comido pasteles comprados en
"Ramis Clar", el sábado último, concurrir a
declarar al 2º Juzgado del Crimen. Se trata de salvar el
honor de una familia".

¿QUIEN ERA EL
INDOCHINO?

Había nacido en Saigón el año de
1902. Padres adinerados. Estudió humanidades en colegios
de Indochina y se licenció, Derecho e Historia, en La
Sorbona. Recorrió medio mundo sin cometer delito alguno
conocido. A los 26 años, casado con la bella Georgette
-joven parisiense- pasa por Chile y se queda como oficinista en
el Consulado de Francia, donde conoce a los recién
llegados esposos De Wite. El matrimonio Van Loc era amigo de los
placeres y de la vida fácil. Ambos matrimonios intimaron:
el indochino le debía a De Wite 2.300 pesos, suma
elevadísima para la época.

Días después de la muerte de Charles
llamó por teléfono al estudio jurídico de
los abogados Rosetti y Barros. El abogado Barros, un tanto
incrédulo, lo cita para el día 28 de febrero, en la
mañana. Promete ir y va: Compañía y
Morandé. Barros dijo a los periodistas que
recurriría de amparo en favor de su cliente Van Loc. Toda
la policía civil, encabezada por su jefe, comandante
Humberto Fuenzalida, estaba más que molesta con estos
hechos, menos el comisario Maturana. Un periodista lo
interrogó:

-¿Qué hay del indochino, comisario?
Amenazó presentarse al juzgado.

-Es capaz de hacerlo. Lo que a mí me interesa es
probarle el asesinato, en eso estoy.

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