Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

-Eso que Ud. llama "libros" es el hombre y su vieja
tortura de conocer lo que es. El humano nace con el don de buscar
su verdad-especie: el rol que todos jugamos en este planeta
verde-azul. Usted debe conocerla porque es demasiado viejo.
¡Hable!

-Espero morir: estoy cansado. Ya no puedo con el peso de
mi memoria: dos milenios es una condena incomprensible… para
mortales.

-Hable, amigo mío, de la muerte.
¿Qué es?

-Obviamente justa. Conozco sus pasos silentes, su
murmullo íntimo de apagadora de almas. La carne, ¡oh
bendición!, empieza a descomponerse. El hombre de la cruz
me miró con ojos de agua y cielo: lágrimas eternas;
la muerte, que iba a su lado, se acercó a mí y se
quedó conmigo. La condena no fue sólo a no morir y
a vagar por el mundo, también fue la de entender la parte
más bella de la vida: morir es como entrar en un lago de
luz, es deshacerse en el aire. Conozco las orillas de ese lago y
los bordes de las burbujas luminosas. La muerte y yo somos, desde
ese día, inseparables. Cegadora ciega, sabe que no puede
morir ni matarme. A veces yo mismo soy su guadaña.
Sé que nadie puede juzgar lo que El juzgó; que soy
el símbolo evitado por los mejores hombres; el muro del
más allá. Gracias, inspector: Ud. me
permitió el descanso que yo negué. Usted no ve mi
cruz ni mi corona de espinas ni mis pies ni mis manos heridos.
Aquí está el camino y la noche eternos. Cuando
vuelva a ver arreboles sangrantes y bajos sabrá que sigo
agonizando y vagando cerca de Ud. y de todo humano.

-¿Siempre se deja ver?

-No. Mi rostro es visible para aquellos que van a la
ruta interior. Se necesitan ojos entrenados en gusanos y
estrellas, en raíces desnudas y carnes ateridas,
flageladas, y muecas rígidas. Mis espectadores,
escasísimos, no pueden tener el ánimo turbado
porque deben testificar, cada cierto tiempo, sobre mi
existencia.

Puso, al pasar, su mano derecha sobre mi hombro
izquierdo. Sentí removerse mis huesos y el alboroto de mi
sangre. Sombra en la sombra sus pasos pisaron todo el luto de la
noche nueva. Le dije, cerrando los ojos:

-Adiós, amigo Ahasvero.

El viento hizo orar a las hojas de los árboles.
¿El viento?

La nube partida

A los 44 años de edad me he olvidado de mirar al
cielo; sólo lo miro cuando la lluvia lo oscurece y lo
pone, húmedo, al alcance de mis manos.

Vivo, de mala gana, en rincones oscuros, en orillas de
muy pocos caminos: hacia adentro, solo.

No uso reloj, ¿para qué? Mi ya larga
permanencia entre humanos me permite saber la hora con los ojos
cerrados, porque siempre hay indicios: gritos, chirridos,
pitazos, sirenas, campanillas, graznidos, que van marcando los
horarios de los vivientes. Si abro los ojos puedo decir el
día de la semana que, según mi especie, estamos
viviendo (?).

He abandonado la vieja cama de mis pesadillas, de mis
vigilias largas: les pondré fin. Sólo me gustan dos
formas: colgarme de un sauce seco, crujiente, para llegar a ser
un péndulo de 80 kilos, o saltar al vacío desde una
roca áspera, de montaña: volar para estrellar, al
fin, todo mi miedo y lo que llamamos hastío. Hoy mismo
iré a los lugares que he elegido. No se encamina el hombre
inconscientemente a la muerte: los restos de mi estética
ordenarán mis últimos pasos.

Este Cerro Barón, mirador viejo, que me
permitió, durante años, conocer los vientos
invisibles y las cotidianas victorias del alba sobre los
rincones; que hasta me enseñó a descifrar
arreboles, sería un buen lugar para morir; pero, no soy
porteño aunque conozca el embrujo del mar-cielo, el
óleo azul-verdoso de las estelas, velámenes
grávidos, faros guiñadores, pescadores anfibios y
gaviotas acostumbradas a posar para fotógrafos y pintores.
El sitio está en Santiago: una vuelta del río para
el sauce, y, muy cerca, en los contrafuertes de la cordillera, la
roca; tengo que elegir entre agua y viento, péndulo o
pájaro breve. Hacia allá voy descendiendo el
Barón con pena leve, sin atreverme a volver la cabeza:
alguna torre, una cornisa, un balcón orejero de calle
estrecha o una esquina alada, decorada por nubes bajas.
Podría ser anzuelo, ancla o caleta para malvivir un tiempo
más. No, prefiero bajar hacia las aguas: despedirme de
todo en Muelle Prat. Nadie que ame al mar lo deja como a una
amante.

Me he puesto una camisa rosada, comprada en Buenos
Aires, porque para mí tiene aroma de cafés, charlas
de H. Manzi, caminatas por Paseo de Julio, frío, silbidos
lejanos y algo de la lluvia de Dársena Sur. Pantalones
lilas, irlandeses, dublineses: con ellos me abrigué en esa
comarca de los fantasmas, del alcohol dialogado, de la fe casi
perdida; blandos zapatos españoles, color amaranto, que
conmigo pisaron la Gran Vía, calle de la flor baja, y una
elegante chaqueta azul, puntarenense, con botones dorados, que
llevo colgada al brazo. Es tenida de muerte: lo mejor que
recogí en mi vida. También llevo un pañuelo
de seda amarilla, con pintas de añil, cruzado sobre el
cuello: es el regalo de una inglesa que vive en mí como un
espectro rubio, todavía obsesionante. Creo que parezco un
pájaro tropical. Vestirse para morir no es lo mismo que
vestirse para vivir: cada prenda pesa por los recuerdos. Esta es
la misma ropa con la que salía a vagar mi soledad, para
atravesar el puente sobre el río Aconcagua, en
Concón; para echarme en la arena a mirar garzas blancas, a
llorar tristezas. Un hombre, vestido o desnudo, no pasa de ser
una flecha disparada desde la vida a la muerte; el arquero,
certerísimo, prodigioso, cruel, jamás ha errado un
tiro. En el vuelo, siempre trágico, cualquiera que sea la
distancia en años, hay demasiada pena y solo gotas de
alegría.

Sí, es domingo y primavera. Todo está
cerrado, menos las fuentes de soda, bares, restaurantes y
pequeños negocios de chucherías para turistas. En
los bolsillos llevo billetes y monedas: algo voy a gastar
diciéndole adiós a los mariscos, al vino tinto, a
los postres de piña. Sé que me sobrará
dinero, es que deseo ser un cadáver adinerado: alguien, el
que me encuentre, puede tener el valor de trajinarme y hurtarme:
algo así como premiar la piedad o la osadía,
ambas.

Me pego a la Costanera porque el viento del oeste,
rizador menor, viene formando olas suaves, pequeñas.
Hincho mis pulmones y demoro el paso: una dirección de
muerte no tiene apuro. Los boteros vocean: "¡Al mar!
¿Una vuelta a la bahía, patrón?" Aún
no los veo y me los imagino de pie en las lanchas, mirando a la
muchedumbre dominguera; vendiéndoles un poco de mar.
Allí llego, allí estoy. Soy uno más entre
tantos: un futuro suicida que también anhela ser
balanceado por las olas: cuna oceánica llena de reflejos
luminosos, espesa, tibia, vocinglera, donde dicen que
nació la vida.

Un hombre con gorra se acerca
diciéndome:

-¿Una foto?

Baja la voz para murmurar en mis
oídos:

-Tengo una botella de whisky escocés y una de ron
jamaiquino.

Pago dos pesos y salto al vientre húmedo y oscuro
de una lancha. Me siento en proa y hundo las manos en el mar: es
un adiós secreto, íntimo: ningún futuro
suicida grita: "¡En horas me mataré!" Al contrario:
algo de solemnidad, extraña en mí, patina mis
actos.

Un niño, vestido de marinero, me aturde con su
pito. Una gorda joven devora un sandwich de jamón. En los
rostros hay alegría, esa que yo perdí en un recodo
de piel rosada, extranjera. Casi todos mis compañeros de
lancha están empezando a vivir o en la mitad del tiempo
vital: esperan y sueñan, hablan emocionalmente,
directamente.

En la lancha ha aparecido una cabellera roja y mis
recuerdos se van a Ginebra, al río Ródano que cruza
el lago Leman, un hotel viejo y senos pequeños. Esta
calorina, acabo de verle el rostro, es joven, bellísima:
disimuladamente me fotografía. Sonrío. Sus ojos le
dicen a los míos que el encuentro le ha sido grato. Debo
tener cara de cadáver próximo: un ser y no ser
extraño, confuso, notorio para un coleccionista de rostros
aberrados o para alguien muy sensible a pérdidas
insignificantes. Se acerca para pedirme fósforos. Le
enciendo el cigarrillo cubriendo con mis manos la llama
débil. Tiene los iris pardos como los míos. Viste
bien; sus voz es grata, cultivada:

-¿Porteño? Sólo los de aquí
saben encender fósforos a pesar del viento.

-No. Soy santiaguino. Nací en la maternidad del
Hospital San Borja.

-Curioso: nací en esa avenida: Alameda, al final,
cerca de Matucana.

Ya estábamos ligados por las voces, por el azar;
antes lo habían hecho las pupilas: adelantadas del juicio;
con anterioridad, los sexos que, a veces, se integran.
¡Pobrecita! Hace cálculos sentimentales con los
gastados y renovados mecanismos de la especie: una ley natural
que para mí ya no existe. Me pregunta si conozco
Valparaíso. Contesto moviendo afirmativamente la
cabeza.

"¡Valparaíso! Una tía
aristocrática me enseñó a gatear en la
subida Castillo del Cerro Cordillera: caminé
afirmándome en azucenas y geranios. A los 15 años,
disfrazado de Pierrot, me rechazó una Colombina, flaca y
trenzuda, en plena Plaza Victoria. En un barco de la Sudamericana
embarqué, antes de los veinte, rumbo a Estados Unidos, y
me fui orillando puertos del Pacífico que todavía
viven en mí: Tocopilla, Buenaventura: prostitutas morenas,
querendonas; niños ventrudos que desconocían las
manzanas rojas. En un barco italiano regresé de Europa:
esa noche me desvelé haciendo un mapa mental del puerto;
en la madrugada, entre la bruma, apareció el edificio,
casi barco, de la Aduana y las puntas de 40 cerros. Con un
pintor, "El Negro Valenzuela", profesor de paisajes secretos, lo
recorríamos desde Cerro Placeres hasta Playa Ancha:
él buscando la luz; yo, hembras jóvenes. Siempre
terminábamos las correrías bebiendo vino blanco en
"El Roland". De madrugada, bailando cuecas en lo alto de calle
Clave, vi tamborear a más de una estrella; algunos ebrios
usaron de pañuelos los cuernos de la luna. Con los
pescadores de la caleta "El Membrillo" aprendí a
silenciarme a la espera del alba chilena y tardía: blanca
gata montesa ronroneando y arañando sombras…"

La miré: mi compañera me dio la
sensación de haber oído mi monólogo sobre el
puerto.

El niño del pito descubrió un submarino y
agitó los brazos hacia la quieta ballena de acero oscuro.
Proas cabeceadoras, siesteras, invitando a cerrar los
párpados; lanchones de maderas hinchadas y podridas;
cuevas murmuradoras, y el viento, permanentista incansable,
encrespando olas, ensortijando espuma. De regreso al muelle ella
era Ana y yo Andrés. En un barquinazo la tomé de la
cintura: palpitaba, transmitía un mensaje de deseos.
Dejé las manos sobre su talle y su cabello, de cobre
oloroso, me hizo cosquillas en la barba y la nariz. Olía a
almendras, a leche fresca y lo sabía. Sé
quedó pegada a mí como una pluma tibia, larga,
elocuente.

-¡Mira! ¡Esa nube del norte, Andrés,
está sola en el medio de ese enorme cielo cóncavo!
¿Adónde irá?

Miré. ¡Dios mío, cuántos
años sin mirar hacia arriba! Me dolieron los ojos con la
luz. La delgada y blanca nube se abría en dos como si un
cuchillo invisible, celeste, mágico, alado, la estuviera
dividiendo:

-No está sola: ya tiene
compañía.

-¡No! ¡Mírala bien!

Las dos mitades se habían confundido. He dejado
de creer en signos misteriosos. Nos sentamos. Ana puso su mano
blanca entre las mías. Encendí un cigarrillo y
volví a mirar las aguas que nunca más vería.
Sabía que la mirada de Ana estaba clavada en mi cuello, en
mi piel, en una angustia nueva, recién nacida. Irritado,
dije:

-Tomaré el expreso de mediodía.

-¿Por qué, Andrés?

-Tengo miedo… de ti.

-No voy a devorarte. Acabo de llegar de Santiago y me
gustaría pasar mis cortas vacaciones contigo.
¿Qué vas a hacer a la capital?

¿Qué se dice? ¿Voy a suicidarme?
Callé.

La ayudé a desembarcar. Un fotógrafo nos
detuvo algunos minutos. Miré la foto: una pareja
más tomada del brazo. Ana era una cabeza más baja
que yo y la tenía inclinada sobre mi hombro derecho:
apoyaba su cabellera roja sobre mi chaqueta azul.
Pagué.

Toda fotografía detiene el tiempo, y es bastante:
un rectángulo de luz surtidor de recuerdos. Las fotos se
pueden poner unas sobre otras; también pueden ser
barajadas como naipes, al azar y uno puede verse, en segundos,
viejo, joven, triste o esperanzado. Esa era la última para
mí: las que tomaría el fotógrafo policial
serían de otra clase: ajenas, de pesquisa, para archivos
criminalísticos.

El humano es un desconocido que ni siquiera controla el
lenguaje, dije:

-Dejaré pasar el expreso. Ven, almorzaremos
aquí mismo. Desde ese restaurante se ve el mar.

Agradecida me besó: seguía oliendo a
almendras; de nuevo me hizo sonreír su cabello
eléctrico, encendido.

Leyó el menú y pidió caldillo de
congrio y congrio frito; preferí ostiones y jaibas.
Bebimos vino blanco; saboreamos piñas: seguía
despidiéndome.

Ana era una abogada que, como yo, no creía en el
derecho escrito ni en la justicia imposible de definir.
Inexplicablemente se mantenía soltera. Pregunté
disparando un dardo frío, acerado:

-¿Qué pasa con los hombres y
tú?

-¿Hombres? Jamás he pensado en ese plural.
Buscaba uno y lo encontré…

Miré sus ojos de cielo de invierno, de lluvia
limpia y cercana. La voz me salió baja,
visceral:

-Esperaste demasiado tiempo para equivocarte. Soy
sólo una sombra llamada Andrés. Una sombra que
está pasando por tu lado…

-Venías por la Costanera y te presentí: me
había negado a embarcarme en otras lanchas. Subí a
esperarte. Te vi desde lejos, gracias a tu camisa rosada. Tu
marcha era lenta, de fuga interna. Entraste al muelle mirando
horizontes cortos: el mar a tus pies y el viento en tu cara.
Saltaste a la lancha como niño criado entre espumas y
marejadas. No me viste. Durante minutos estuviste de pie,
siguiendo, inconscientemente, el vaivén de las aguas.
Jamás había visto a un hombre tan lejos y tan cerca
de mí. Te conozco, Andrés: tú eres el de mis
peinados, el que alisó mi piel en la espera, el de la voz
no oída; ahora me he limitado a llenar mis ensueños
con tus facciones, con tu estatura; al fin le he puesto cabellos,
ojos, boca, hombros y manos a mi espectro…

-Sólo eres una solterona con ganas de hacer el
amor. Nada más.

-¿Sí? Vienes de la soledad, de la sombra,
del insomnio, del dolor.

Se soltó el cabello y el sol laminó el
mismo rojo de mis atardeceres. Acercó su rostro al
mío susurrando como una bruja:

-No huyas de la vida…

Boceté una mueca bañada en
lágrimas, casi un rictus.

-No tengas miedo, Andrés, para que me quites el
mío. Tus manos hablaron en mi cintura; tu
respiración todavía tiene ansias…

-Es que voy a ….

-Dame la tarde, es lo único que pido.

Descendimos del restaurante y caminamos hacia su
pequeño automóvil:

-Yo guiaré, Ana, si no temes.

-No. Hazlo. Llévame, si lo deseas, al
infierno.

En Concón jugamos con el agua del río y
con la arena. En una pequeña isla fluvial nos tendimos a
ver el curso del sol. Ella, de espalda, era un cántaro
abierto, tibio, anhelante, que empezó a sangrar. A mis
oídos llegaron monosílabos largos, desconocidos.
Sus brazos ocuparon, en mi cuello, el lugar del pañuelo
amarillo. Estuve, sin tiempo, besándola más
allá de la puesta del sol. Nos dormimos con el mismo
cansancio de los primitivos habitantes de este mundo.

-Tengo frío, Andrés. Me
vestiré.

En mis brazos cruzó el río, la noche, el
amor, lo desconocido.

Estoy escribiendo de prisa: hoy iremos, con
Andrés, al muelle Prat: cumple su primer aniversario en
esta tierra. Anita lo vistió con un trajecito azul que yo
viera, por primera vez, a un aprendiz de marinero de cabellos
rojos. Tiene los ojos pardos y un andar vacilante, de ebrio
estrellado. Más de una vez lo hemos sorprendido mirando el
cielo, como si buscara una blanca y antigua nube
dividida…

Los gerentes del miedo

Una voz áspera, deformada por un largo oficio,
ordenó, en tono parejo:

-¡Véndenlo!

Quería mantener su rostro blanco -facciones
normales, europeas- al margen del "interrogatorio": ser
sólo, para el detenido, la voz que ordena. Un imposible:
la relación interna-externa del hombre es indestructible
hasta para los ciegos de nacimiento.

Quería cubrir su inseguridad: todos los
policías saben cómo se inicia un "interrogatorio":
ninguno puede vaticinar las alternativas ni el fin. Exito y
fracaso suelen girar alrededor del fallecimiento del
"interrogado", lesiones graves, proceso y condena de
policías. En todos los casos nacen fantasmas
concienciales: unos "enanos" traviesos que repiten voces, que
exhiben "diapositivas" en proyecciones íntimas,
retrospectivas, endurecidas por el tiempo; que arrugan facciones
jóvenes, que encanecen prematuramente el cabello de los
parietales; provocan olvidos, tartamudeos, fuga de ideas,
insomnios, temblores pulsátiles, pesadillas.

Sin embargo, de uno u otro modo, los humanos se
interrogan entre sí desde hace largos y dolorosos
milenios. Parece ser una necesidad social que siempre está
negando el progreso de la especie. Alguien, investido de
autoridad, pregunta; los "sospechosos" contestan.

En estos países nuestros, los de América
Latina, miles de "sospechosos" se han convertido en autoridades y
miles de autoridades han pasado a ser "sospechosos". El juego
rojo se repite y todos juegan al desquite.

Casi toda autoridad, más o menos legítima,
es un humano con ansia de poder. Todo humano tiene miedo -residuo
y anticipación de muerte-. Lo que anima a los
contendientes en los "interrogatorios" es: los que quieren el
poder o más poder y los que no quieren perderlo ni perder
la vida. En escala menor: la integridad física; más
abajo: los bienes mal avenidos. En interrogatorios propiamente
tales lo que se busca es la razón de una conducta criminal
para alcanzar una gran meta humana: la prevención del
delito por el real conocimiento de sus causas
(motivaciones).

Dos manos rozaron, desde atrás, las orejas del
detenido. Un paño negro y largo lo privó, en
segundos, de la vista.

-¡Siéntate, "Tucho"!

El gordo y bajo cincuentón -principal sospechoso
del asesinato de Demetrio Amar Abedrapo- palpó hacia los
lados y ocupó una silla alta. Sus piernas cortas quedaron
colgando. La silla había sido mandada a hacer, a su
medida, por el desaparecido gigante árabe: un metro y
noventa centímetros.

-¿Fuiste carnicero?

-Sí, señor.

La voz del interrogado sonó hueca, inconsistente:
voz de hombre desorientado, afligido, en lucha con lo
desconocido, tratando de sobrevivir; de orientarse vendado,
sentado, asustado.

-No se despresa a un hombre vivo como si fuera una res
muerta.

La silla rechinó porque "El Tucho" -100 kilos- se
había movido.

¿Dónde golpeó esa frase y
cómo para alterar un sistema nervioso central curtido en
durísimas sensopercepciones? ¿Qué se puede
decir apremiado por voces hondas y por el tiempo? Los humanos
creen que en "interrogatorios" policiales preguntas y respuestas
deben tener la velocidad de un partido de pim-pom. No cabe la
reflexión: hay peligro en la demora; mayor peligro hay en
lo que se puede decir urgido por las circunstancias. La facultad
de conocer, de comprender la esencia de los fenómenos de
culpabilidad y sus humanas manifestaciones, todavía
está en las zonas oscuras de la investigación
científica. Una intuición de verdad basta. El
razonamiento sigue esperando. "El Tucho" fue directamente a lo
suyo, a lo elemental:

-Yo no lo hice, señor.

-¿Quién, entonces? Tú eres el que
se beneficiará, teóricamente, con esa muerte. El
único con valor y oficio de carnicero macabro.
¿Usaste sierra o serrucho? Hay demasiada sangre en esta
trastienda: ese cadáver enorme se desangró
totalmente porque aquí fue descuartizado.

En la posición de negar, todo hombre se mantiene
hasta que la mente, enjuiciadora global, abre caminos
conductuales:

-No he asesinado a nadie.

El olvido de la coletilla, "señor", no
pasó por alto. Una "sonrisa" de refrigerador
señaló la omisión: la confianza amenazaba
derrumbarse. Había que insistir certeramente,
lógicamente, en el blanco que abrían las verdades
criminalísticas establecidas por los técnicos del
Laboratorio de Policía Científica:

-En tus ropas se encontraron salpicaduras de sangre
humana: eran del mismo grupo sanguíneo que la del "Turco".
Necesariamente tuviste que estar muy cerca de esa viva fuente
roja. En el mismo tiempo de la rotura de los vasos: no antes ni
después. ¡Amárrenlo a la silla!

Cuatro manos ágiles lo inmovilizaron con cordeles
y nudos firmes.

-Tengo que regresar a la cárcel. Ya es tarde.
Usted conoce los reglamentos carcelarios. Ud. dijo que me
regresaría al penal antes del cierre. Es tarde: ha
oscurecido.

Repeticiones: la mente del "Tucho" había entrado
en el baile del terror. Una sola idea instintiva, recuerdos
favorables, desorden. El comisario sonrió abiertamente,
fría, controladamente. Casi una morisqueta. Un detective
joven dejó oír su risa de miedo propio.

-¿A la cárcel? Vives entre errores.
Aquí nadie sabe lo que pasará. El tiempo carece de
valor. Para ti ha oscurecido y no sólo por la venda: tu
alma está negra, anochecida.

Alberto Hipómenes Caldera García, alias
"El Tucho", tragó saliva. 4 pares de ojos lo vieron, 8
oídos escucharon el paso de la saliva desde la faringe al
esófago, para decir, por última vez:

-No he asesinado a nadie. Hagan lo que
quieran.

-Eres vulnerable, "Tuchito", como todo hombre. Dentro de
ti está creciendo el miedo y nosotros haremos que te
inunde, que te ahogue. Tú mismo lo sentirás salir
por todos tus poros…

-Estoy siendo procesado por un tribunal. Un Ministro en
Visita lleva mi caso.

-¿Tu caso? Un proceso sin cadáver
caratulado "Presunta desgracia".

La voz del comisario se hizo metálica al
agregar:

-Es el caso de un árabe… amigo tuyo; y queremos
cambiar tan vaga denominación procesal por la de
"Homicidio calificado". Tú nos entregarás ese
cadáver o los restos. Este es el nudo rojo que de
cualquier manera desataremos.

Unos ojos claros, acerados, estaban clavados en
él, a la caza de los más leves movimientos
fisiológicos de la angustia. Las voces "cadáver" y
"restos" fueron martilladas. La frase "nudo rojo" fue pronunciada
con énfasis de sentencia.

El comisario hizo una seña extraña:
movió la mano derecha como dándole vuelta a una
manivela invisible.

Desde un maletín negro las manos de un inspector
largurucho sacaron un magneto pequeño: generador de
corriente eléctrica con imanes permanentes y un devanado
primario. Al hacer girar, a mano, la pequeña manilla de
bronce, la corriente pasa a 2 cables delgados, de cobre, con
terminales desnudos. Cualquier hombre normal puede resistir, sin
menoscabo alguno para su salud, la electricidad generada por los
magnetos policiales; pero la "mise en scene", el oficio de los
actores, la condición de culpable -cuando el interrogado
obviamente lo es- y el desconocimiento de la fuente
eléctrica y la suma legendaria de "las leyendas negras"
del hampa, hacen que los detenidos "vivan" descargas de corriente
"mortales".

Uno de los terminales le fue enrollado en el dedo medio
de la mano derecha; el otro, en un dedo de la mano
izquierda.

-¿Qué me están haciendo?
¿Por qué callan?

El miedo tiene raíz y puede ser estimulado, la
angustia no; pero en los síntomas se parecen. La angustia
se viste de terror cuando la normalidad desaparece, cuando una
mente humana ignora lo que otras están haciendo en su
contra.

-Vamos a probar tu resistencia, tu hombría.
Cuando quieras hablar levanta un dedo.

Le abrieron la boca y le pusieron, entre los dientes, un
paño, para que no se mordiera los labios y la
lengua.

El comisario movió la cabeza. Uno de los
policías hizo girar la manivela y "El Tucho" saltó
en la silla. Le dieron 2 vueltas más. Se oyó un
murmullo de voces procesionales: bajas, sordas, ininteligibles.
Transpiraba a chorros y movía la cabeza hacia los lados.
Chacal herido, levantó un dedo. Le sacaron la
mordaza:

-Me están matando. Nada sé.

El comisario señaló la oreja del detenido.
Uno de los terminales fue unido al pabellón de la oreja
derecha de "El Tucho". La mordaza volvió a la boca. 3
vueltas completas de la manilla. El detenido, acusando
dificultades respiratorias, levantó un dedo:

-Me estoy ahogando. Deme agua.

Los policías se miraron entre sí:
habían llegado a uno de los puntos críticos de todo
interrogatorio violento. ¿Qué se hace?
¿Cómo?

Dejaron solo al detenido y se consultaron en voz
baja:

-¿Qué cree Ud., doctor?

-Es demasiado gordo, comisario.

-Me parece que está haciendo "teatro".

-No. La transpiración es violenta. Muestra un
cuadro de sofocación. Creo que ya hay lesiones
congestivas.

-Cambiaremos de "modus operandi".
¡Tiéndanlo sobre el mostrador, muchachos! Ah, pero
"embarrilado".

Con vendas, grises por el uso, lo envolvieron como a una
momia. Sólo podía mover la cabeza y los dedos de
las manos.

"Embarrilado" lo corrieron para que la cabeza quedara un
poco más baja que el cuerpo. Una seña y el agua
empezó a caer sobre la nariz y la boca de "El Tucho". Agua
en chorro ininterrumpido, que obstaculizaba la
respiración.

-¡Paren! Cuando quieras hablar sacude la
cabeza.

Al "Tucho" le habría gustado cerrar las aletas de
su nariz. Trataba de compensar la falta de aire abriendo
desesperadamente la boca, pero allí también estaba
el agua. Aprovechó la pausa para llenarse los pulmones de
oxígeno.

-¡Sigan!

El agua volvió a caer lenta, gruesa, clara,
inundando labios, paladar, faringe, lengua, dientes; hasta la
úvula -lóbulo carnoso que pende de la parte
posterior del paladar- se ahogaba. Movió la cabeza con
desesperación: estaba rojo.

-¡Alto, aguador del infierno!

Cuando pudo hablar dijo:

-Confesaré. Lo diré todo. No aguanto
más, señor. Aquí mismo, al lado de este
mostrador… allí donde están las tablas quemadas,
lo… maté y lo corté en trozos…

-¿Dónde están los
restos?

-En "El Almendral", "Callejón de las Monjas". Los
enterré debajo de una pared. Me ayudó, por dinero,
Aníbal Chaparro, un campesino que vive en ese lugar. No me
flagelen más.

-Está bien. ¡Suéltenlo!

Habían transcurrido horas negras, rojas,
convulsas. Cada uno de los presentes había colgado su
propia alma del alma del "Tucho". En el mismo corazón del
miedo es la muerte casi visualizada, objetivándose, la que
nos hace comprender el error. Policías y técnicos
rezando es menos auténtico que hombres orando entre
dientes. El canto de un gallo lejano trajo un regalo de vida
natural, limpia, a esa trastienda del espanto y las mentes
volvieron a funcionar:

-Seguirás vendado. Siéntate.
Háblanos del crimen.

-Ya lo sabe todo.

-Sí, siempre lo supimos
¿Sólo?

-Sí.

-¿Tuviste miedo?

-Sí, pero por cosas que pasaron. Era muy viejo,
sesentón y demasiado rico. Yo fui su sirviente, un
sirviente adulador, sumiso. Tenía que ganarme su confianza
y todo lo que él hacía o decía yo lo
encontraba… perfecto. Vivía solo en esta casa y yo
solía quedarme para acompañarlo…

-¡El crimen, "Tucho"!

-La noche del 9 de mayo (1947) me acerqué a
él sigilosamente, por detrás, y le di un golpe en
la cabeza…

-¿Con qué?

-Con un martillo. Cayó. Metió un ruido
enorme en la caída. Lo creí muerto. Me
disponía a…

-¡Sigue! ¡No cambies la frase!

-… cortarle la cabeza. Abrió un ojo y
habló: "¿Por qué, "Tucho"?" Su voz era baja,
temblorosa. Lo miré, señor, y me pareció
muerto.

-¿Habías encendido la luz?

-No. El tenía una lampara de parafina, de luz
escasa, sobre el mostrador. Después del primer martillazo
yo puse la lámpara en el suelo. Tomé el martillo y
volvió a mirarme y a decirme: "No, "Tucho". No." El
tiritaba y yo también. Dejé caer el martillo sobre
su cabeza. En cada martillazo se recogía y se estiraba.
Cuando se quedó quieto, tieso, empecé a
cortarlo…

-Eres un carnicero asqueroso. Vamos a buscar los
restos.

Aún era de noche en San Felipe. Una noche
gelatinosa, blanda, pringosa. Con la excepción del gallo
madrugador, todos dormían, hasta los árboles de la
vieja plaza. El que había despertado para no dejar dormir
era el terror. Dormir es el puerto oscuro y misterioso del
hombre, en el que atracamos noche a noche, si la carga del
día es limpia, generosa; como si nos entrenáramos
para el sueño grande, ese que carece de
amaneceres.

Cortando sombras bajas el vehículo de los
policías llegó al "Callejón de la Monjas".
Aníbal Chaparro, gañan gigantesco, dormía en
el suelo de una pieza. Despertó a medias. Entre luces de
linternas vio al "Tucho" y comprendió todo ese largo
rosario: confesión, delación, detención,
proceso, careo, sentencia. El coautor-enterrador y el
asesino-descuartizador se dieron de golpes, acusándose,
recriminándose.

Dos palas y dos chuzos. Los criminales cavaron 2 metros
debajo de la pared medianera de un fundo. Con la madrugada vino
el hedor anunciando, en vehículo de aire puro, que algo
putrefacto había sido hallado. La mano de Chaparro, flor
del hoyo, puso una pierna negra, aceitosa, en la superficie;
pierna con fémur desnudo. La mano sacó un brazo,
otro, la pierna izquierda, trozos de tronco. Entre dos manos
salió, finalmente, la cabeza enorme de Demetrio
Amar.

Dos sacos paperos se llenaron con los restos.

El grupo policial, que había crecido con
Aníbal Chaparro y con el despedazado Demetrio, se
dirigió al hospital de San Felipe. Sobre una mesa para
necropsias, fría, un médico santiaguino
armó, anatómicamente, el hediondo puzzle
rojo.

Tres años y tres meses duró el proceso de
uno de los gerentes del miedo: en septiembre de 1950, Alberto
Hipómenes Caldera García fue fusilado. El otro
"gerente", nadie sabe cómo, todavía
vive.

Odette

Desde hace años -medida de tiempo del humano que
envejece-, de día o de noche, aquí o allá,
despierto o dormido, suelo viajar en un autobús azul. El
vehículo es siempre el mismo: un armatoste ruidoso,
destartalado, de asientos hundidos. La ruta blanca,
señalada por frondosos árboles viejos, parece
ascender hasta el mismo cielo de París: la luz combada,
ciudadana, suave, se quiebra en incontables y leves
lágrimas lejanas, inexplicables, azulinas, titilantes. Es
como viajar del amarillo tibio, claro, al negro noche; de la vida
plena a la locura de los fantasmas.

El humano nace y vive entre los efectos de luz y
oscuridad y hasta morimos entre medias tintas. Mi
sueño-recuerdo se está aclarando con lentitud de
agonizante terco:

El conductor, sin rostro, silba, carraspea, tose y fuma
pipa. Es real: veo el humo casi celeste y un cuello grueso,
inclinado sobre el volante del autobús, sujetando una
cabeza llena de caminos, paraderos, inspectores y pasajeros. Usa
una arrugada casaca de cuero color café.

Sobre el piso del vehículo, de gastada goma gris,
hay aplastadas colillas de cigarrillos. A mi lado va Odette:
rubia, ojos celestes, 20 años, casi flaca. Está
notoriamente embarazada. Ríe, mira por la ventanilla hacia
el paisaje de espuma verde, canta y me tiene tomada, entre las
suyas, tibias, la mano izquierda. No puedo dudar de mis sentidos
y de mi memoria: la sensación global, repetida cien veces,
es la misma. Destino: Vincennes -pequeña ciudad al este de
París; suburbio vegetal de la metrópoli enorme. No
hay otros pasajeros.

El autobús se detiene al lado de un hotel
blanco-amarillento antiguo: "Le ciel". Plata y oro engastados en
el follaje. Dos pisos-nidos de amores furtivos, raros; con
jardines y una fuente; pájaros silenciosos, dormidos en
ramas bajas, acostumbrados al autobús y al bullicio de los
pasajeros. Es el terminal. Bajamos. El chofer entra a la carrera,
a saltos; saluda al dueño del "cielo", un bretón
anciano, de barba espesa y gris, y pide, con voz altísima:
Cerveza helada!"

No llevamos maletas y ni siquiera escribimos nuestros
nombres en registro alguno. Pago 25 francos y el bretón,
sonriendo, me entrega una llave con un Nº 7, rojo, pintado
sobre una bolita de madera barnizada unida a la llave por una
corta cadena de metal. Odette sube alegremente los
peldaños alfombrados que llevan al 2º piso. La sigo.
En la habitación abre la ventana con la seguridad de
dueña de casa; y el viento entra a hacer bailar los
dorados flecos de una colcha, levanta la abierta falda de Odette
y mi cabello. Es un viento aromático, de atardecer
primaveral, libre.

Odette va a al baño y regresa descalza, con el
pelo suelto -hermosísima-, apenas cubierta con una
transparente enagua lila. Me besa. Su vientre acusa un volumen de
3 a 4 meses de embarazo. Su cuerpo gira en una danza
extraña, luciendo sus formas y sus ansias sin
inhibiciones. Es una piruetera de la excitación. Cansada,
laxa, con el rostro encendido, de dirige hacia la puerta, la
abre, abocina las manos sobre su boca y pide cerveza, sandwiches,
aceitunas, pickles. Un garzón joven, en una bandeja de
plata, nos trae, además, ají rojo y mostaza y dos
servilletas de género color crema. Me saluda como un viejo
conocido:

-Bon soir, monsieur Raúl.

Sin duda está equivocado. Contesto con un gesto.
Desde el primer piso sube una lenta música de organillo,
grata de oír.

En casi dos décadas estoy más que
acostumbrado a este fantasmagórico viaje en
autobús, a este extraño "recuerdo" y lo
"regaloneo". A veces empieza por la ventana abierta: semisombras
en fuga; por el camino tendido entre los bosques llenos de sol
reverberante, con flores tempraneras lanzando flechas del mejor
olor a las narices de los viajeros; casi siempre empieza por la
tristeza de Odette: desnudas pupilas celestes buscando verse
reflejadas en las oscuras pupilas de un hombre. Otras veces el
sueño-pesadilla empieza con mis pasos en fuga: yo
ignoraba, como casi todo humano joven, que algo parecido a lo
irreal, a lo fantástico, existe en el desconcertante
tránsito vital al que estamos inexorablemente
condenados.

EL ENCUENTRO.

El doctor Edmond Locard, el mejor de todos los
criminalísticos por mí conocido, dirigía,
después de la guerra, una escuela policial y un
pequeño laboratorio de policía científica en
Lyon. Allí, entre otros, estudió Harry Soderman, el
sueco maravilloso que escribiera "40 años de
Policía Internacional". Locard, maestro de la pesquisa
común -única razón de ser de toda
policía- nos recibía con cariño de padre
profesional. Comíamos y dormíamos en su
escuela-casa. Después de clases nos llevaba a dar vueltas
por el río Ródano o por el Sena, a teatros, museos,
fábricas o a ver viejos edificios celtas. Nos decía
que la práctica del arte era la única
compensación para el investigador criminal siempre
asfixiado por el antiestético delito: Locard
escribió "Tratado de Policía Técnica", 8
tomos; "Policías de novela y de la realidad"; obras de
teatro, poesía; pintó y esculpió.

Cualquier hombre joven, normal, tiene necesidades
imperiosas: hembra, por ejemplo. Locard lo sabía bien y
nos aconsejaba, defendiendo el prestigio de su
escuela:

-Esperen, París es la mejor solución:
nadie, si Uds. no lo quieren, podrá identificarlos como
policías.

24 semanas no pasan con rapidez aunque uno esté,
apasionadamente, escrutando poros, folículos pilosos,
indicios de pólvora o ampliando escrituras falsas: es casi
medio año y se echa de menos la familia, amigos y el
paisaje de siempre: aromos de la falda sureste del cerro San
Cristóbal, los sauces acuáticos del río
Mapocho, las acacias polvorientas del barrio Independencia, el
otoño del parque Forestal, "Lo Curro", el camino de "Los
Pajaritos", los árboles "arcos" de Nos y la vieja
cordillera gris, blanca, morada, azul, iridiscente, que a los
santiaguinos nos ata el alma a la piedra informe y a la luz
abierta, cambiante, enloquecida.

Mi francés era y es pobrísimo: no pasa de
un centenar de palabras técnicas, criminalísticas y
de algunas decenas de voces comunes. Locard enseñaba, a
los extranjeros, en inglés, idioma en el que me defiendo
un poco más. Al fin del curso Soderman y yo nos fuimos a
París, ciudad que ambos conocíamos. El sueco
siguió a una inglesa hasta El Havre: me había
quedado solo. No sirvo para vagar entre estatuas y columnas,
entre monumentos y paredes. Busqué, como animal en
libertad, las orillas abiertas del Sena. Los parisienses
sentían como yo y tendidos sobre kilométricos
céspedes blandos, hacían el amor, crecían o
envejecían mirando, pescando, navegando o simplemente
jugando con el agua viajera de los ciclos eternos: ex lluvia o
nieve, vapor, mar. Más de una vez les oí cantar
borrachos de sol y oxigeno. Arboles: estaciones verdes para
pájaros cansados y bulliciosos; pintores comiendo chorizos
crudos y bebiendo vino mientras aprisionaban la luz en
óleo húmedo, lento, brillante; nurses "galanteadas"
por policías uniformados; mendigos alegres de vivir de la
caridad de los "encadenados"; bandadas de niños jugando a
ser; prostitutas enamoradas…

Todavía ignoro si Odette vino a mí, si yo
fui a ella o si OTRO, más alto que cualquiera,
provocó el encuentro. En esa época yo usaba un
largo y ancho bigote y sonreía con más frecuencia
que hoy. Miraba, como siempre, hacia abajo: pasto y gusanos,
tierra molida, agua minúscula, en gotas. En mi
ángulo entraron las puntas de un par de zapatos bermejos,
pequeños; dos piernas desnudas, blancas, provocadoramente
limpias, torneadas y una falda escocesa, corta, cubriendo apenas
dos rosados o marfileños muslos unidos, excitantes.
Alcé la vista poco a poco: delgada cintura de jarro, final
de una blusa amarilla, de seda; senos altos, duros; cuello largo,
un mentón fino y una boca carnosa, semiabierta, jugosa,
sonriente. Miré hacia 2 cielos… cubiertos de
pestañas. Dijo algo que no entendí y siguió
sonriendo. Sus pequeñas manos blancas, de muñeca
alborozada, señalaron un barco y su suave voz de aparecida
gritó asordinadamente:

-¡Un bateau!

Del barco otras parejas nos hicieron señales
amistosas. Odette contestaba con las manos diciendo:

-¡Bon voyage!

Nos sentamos en un banco a ver la vida de otros y el
río, a comunicarnos, de alguna manera, lo que
éramos y lo que cada uno necesitaba del otro.
Rápidamente comprendió que hablábamos
idiomas distintos: escribió su nombre en un papel y yo
escribí el mío. Caminamos, fuimos a un cine,
comimos chocolates y helados con frutas. Diez veces la
sorprendí mirándome manos y facciones. Más
de una vez la oí nombrarme "Raúl": rectificaba
sonriendo y besándome. Al atardecer subimos al
autobús azul.

HOTEL "LE
CIEL"

Todo humano está montado en instintos puros
porque nuestra alma es simultáneamente vital-irracional:
la zona de la intuición. Desde esa estructura se levanta,
a veces, el espíritu lógico, impersonal, objetivo.
Es una ascendente-descendente excursión interna,
disciplinada, rígida, severa. No me agrada vivir entre
abstracciones porque me atrae, como a todos, lo simple, lo
cálido. Uno se deja guiar por la vida auténtica y
vive de verdad; pero, tampoco es posible, cuando se ha alcanzado
cierta práctica, dejar las preguntas de lado:
¿Qué era Odette? ¿Prostituta?
¿Quién era el hombre que la había
embarazado? ¿Dónde estaba?

Bebió cerveza y mascando una cebollita
escabechada tomó su bolso rojo y sacó la
fotografía de la cara de un hombre que se parecía a
mí y la besó. De paso me besó a mí…
o siguió besando al otro. Algo se quebró en mi
ánimo: como compañera de paseos y entretenciones me
había llenado el gusto. Sabía muy bien lo de su
embarazo mucho antes que quedara luciendo su cuerpo a
través de su enagua lila e iba a pasar tan duro
obstáculo. ¿Qué me pasó? El bolso
seguía abierto y yo ya no era el mismo. Creí
advertir la presencia de algo o alguien que extraño en la
habitación. Me alarmé porque lo que estaba
presintiendo no era normal. Bebí cerveza y el vaso
bailó en mi mano.

Odette se tendió en la cama y se desnudó:
sus blancos y redondos brazos me llamaban; sus pechos erguidos
palpitaban. La pieza se estaba llenando de olor a hembra
excitada. Me acerqué a la ventana y encendí,
temblorosamente, un cigarrillo. Aspiré el humo con
desesperación de macho acorralado. Entre la ventana y la
cama había un espacio de 2 metros escasos; luz baja, de
velador, con pantalla de cartulina aceitada y el dibujo de un
cisne de cuello negro. Con el rabillo del ojo izquierdo vi cuando
la colcha iba en el aire y caía sobre el cuerpo desnudo de
Odette. Sentí frío, miedo. El cigarrillo me
quemó los dedos. Uno o dos minutos estatuarios: mi
espíritu había enloquecido.

El instinto me llevó a encender la luz central.
Odette lloraba, silenciosamente, debajo de la colcha, y entre
lágrimas y sollozos empezó a vestirse con el recato
de una monja. Cuando terminó de abotonarse la blusa
amarilla sólo era una envejecida mujer triste que
había entrado en un silencio de piedra: sus
lágrimas duras, brillantes, detenidas, eran
horrorosas.

Vacié el bolso de Odette: la foto había
desaparecido.

Bajé las escaleras y tomé, a la carrera,
el camino de París, el camino de la normalidad, con olor a
hierba. Arriba, en el cielo, las viejas estrellas de otro mundo
lucían casi iguales a las de mi infancia.

Un autobús celeste

Un obeso cincuentón sonriente, medio calvo,
descendió de su destartalado taxi en un garaje de la calle
San Alfonso; cerró la puerta delantera izquierda y
apagó las luces. Empezó a caminar hacia la Alameda
esquivando las pozas de agua de la vereda, orines tibios,
mitos y las franjas multicolores de los avisos luminosos
que coloreaban sombras, lluvia.

La noche nueva de la ciudad vieja del barrio
Estación siempre es un claroscuro largo, de agonía
mayor. En el Portal Edwards -edificio fantasmal, con voces de
coristas difuntas, actores desaparecidos y magos chinos
olvidados, del teatro Politeama, hoy "Estadio Chile"-, se detuvo
a comer, de pie, apoyando los antebrazos en el mostrador
pringoso, dos salchichas con mayonesa, mal tragadas con
pequeños sorbos de cerveza. Eructó, escupió
y se limpió la boca, desdentada, con la manga derecha de
su gastado chaquetón de cuero negro. Pidió otra
cerveza y mirando el líquido amarillo-espumoso,
cerró los párpados, cabeceó su cansancio. Un
ruido con olor a pachulí lo hizo abrir un ojo y vio, sobre
la espuma en baja, el rostro sonriente de una mujer joven,
morena, de largo cabello ondulado, teñido de malva. Se
alzó sobre su metro ochenta y sacó pecho
mirándole los senos túrgidos, la delgada cintura y
las piernas blancas, gordas. Los párpados de la hembra
tenían un tono azul-verdoso y los labios, delgados,
parecían gruesísimos por la abundante pintura lila.
La invitó a beber y a comer salchichas. En la tercera
cerveza estaban de acuerdo en pasar la noche juntos en un hotel
de la calle San Diego:

-No puedo cobrarte menos de 100 pesos porque
mañana debo ir a Rancagua y el viaje es caro…

-Es más de lo que he ganado en 14 horas de
trabajo paseando viejos y viejas por toda esta ciudad de locos.
¿A qué vas a Rancagua?

-Mi marido baja de Sewell todos los primeros de mes y
debo tenerle la casita limpia, ordenada.

-¡Ah! ¿Tienes hijos?

-No. ¿Tú?

-Dos; pero son grandes: se ganan la vida como cargadores
de la Vega.

-¿Qué le dirás mañana a tu
mujer?

-Ya no le intereso…

Del brazo, casi ebrios, cruzaron la calle:

-Cualquiera de esos autobuses nos
servirá.

El gordo hizo una seña y un enorme autobús
celeste se detuvo, silenciosamente, frente a la pareja. El
conductor, borroso e informe, usó una voz metálica,
fría y lejana, para decir:

-No paguen. Me voy a guardar y es mejor viajar
acompañado. ¡Ah usted es taxista! Pedro
González, el primero de mi lista. Su taxi es un Chevrolet
51.

-Sí. Lo soy. ¿Quién es Ud.? No le
veo la cara.

-Un buen fisonomista y la mejor memoria para viajes
diurnos y nocturnos.

Pedro González alzó los hombros;
tiró a su compañera en un asiento del medio y
hundió su rostro entre los senos altos. El autobús
siguió su marcha lenta hacia el este.

Margarita López, viuda, 65 años, apenas
caminaba: había lavado y planchado ropa ajena durante todo
el día; le dolía la espalda, brazos y piernas;
sentía frío, tenía hambre, sed,
sueño. Seguía pensando en su nieto rubio, de 6
años, y en la sonrisa nueva, limpia, que la
recibiría a milímetros de su ajado
rostro.

Llegó a la esquina de Avenida España y
Alameda empapada por la lluvia y asustada por los
relámpagos bajos. Levantó su delgada y arrugada
mano para que el autobús se detuviera. Desató uno
de los nudos de su pañuelo y sacó 2 monedas,
mientras el vehículo se detenía a sus pies como una
alfombra alta, iluminada. Una mano larga y fría,
serpiente, cuerda o guadaña, la ayudó a
subir:

-Adelante, doña Margarita. Ha trabajado
demasiado. Guarde sus monedas, de nada van a servirle.

Extenuada y agradecida, ató los níqueles
junto a los otros de su pañuelo. Se sentó cerca de
una pareja abrazada que olía a cerveza y tabaco.
Dijo:

-Me avisa en San Diego, por favor. Puedo quedarme
dormida…

Alfonso Venturelli, bajo, rubio, nervioso,
cuarentón, seguía pensando en sus clases de
literatura y recién había abandonado el pupitre:
"Los genios siguen viviendo en el corazón de los pueblos
porque pudieron captar la esencia de lo bello aunque nunca hayan
podido explicarla. Tal es el caso de Homero, Cervantes,
Calderón, García Lorca y nuestro Neruda".
Contó su dinero y separó monedas; miró el
reloj: "No, no iré a oír a Sánchez hablar
sobre "Los escritores vascos": es demasiado tarde". Se acercaba a
la esquina de San Ignacio y Alameda. Un autobús nuevo,
reluciente, casi una oblonga estrella gigante, se detuvo frente a
él:

-Adelante, profesor. Aún le quedan minutos.
Pasaré por Seminario.

Venturelli sonrió: su fama literaria había
crecido. Miró hacia el fondo del vehículo: una
pareja unida por los labios y una vieja somnolienta. Tomó
asiento al final: quería volver a saltar como lo
hacía de niño. Vio sólo 3 nucas: la del
conductor era una sombra.

Un joven estudiante, un vendedor de maní, una
gorda ojerosa y empapada, un ciego y 3 parejas subieron en
Nataniel; una de las mujeres estaba embarazada. Por afinidad
secreta, el muchacho, de unos 16 años, fue a sentarse al
lado del profesor. El autobús empezó a
correr.

-¡Eh! -gritó el taxista-. ¡Pare en
San Diego!.

Arturo Prat, Serrano, San Francisco. Más y
más velocidad. El autobús volaba. Todos los
pasajeros se habían pegado a los asientos. La
transpiración del miedo les mojaba. Venturelli
corrió hacia adelante: el asiento del conductor estaba
vacío. Pestañeó, tragó saliva. Apenas
pudo decir:

-¡La máquina está sola! ¡Nos
mataremos!

Pedro González saltó sobre el volante, se
sentó y metió el pie derecho en el freno:
bombeó el pedal inútilmente. El estudiante
señaló los techos negros de las casas y las luces
bajas:

-¡Miren! ¡Estamos volando!

-¡Dios mío, perdón! -rezaba el
ciego.

Una acampanada voz de cobre viejo, de radio invisible,
dijo:

-Este es el único viaje del humano. No se
extrañen: así como hay barcos de muerte, aviones,
trenes, también existe este autobús…

-¿Por qué? -gritó la gorda ojerosa,
llorando, convulsa.

-Todos Uds. cumplen sus plazos vitales a la misma hora,
en minutos más. Deben alegrarse: morirán
acompañados…

-¿Quién lo ordena? -preguntó la
pálida rancaguina-. ¿Dios?

-No. La muerte no es religiosa, es un hecho -repuso la
voz.

-¿Quién eres tú? -preguntó
nerviosamente el ciego.

-El antagonista de la vida, el revisor del tiempo vital.
Algo de mí hay en toda conciencia.

-¡Es injusto! ¡Yo sólo soy un
niño! ¡Un niño!

-Sí, estudiante, lo sé. La mujer de la
última pareja que subió en calle Nataniel, lleva
una criatura en sus entrañas. ¿No es más
injusto?

-¡No ha nacido! ¡No sabe lo que es empezar a
vivir! ¡Tengo 16 años! ¡A mí me
quieren! ¡Yo he querido! ¡Carezco de olvidos!
¡Dios!

El autobús empezó a descender sobre la
Plaza Italia; casi tocó el suelo con sus ruedas aladas y
muertas:

-Tienes razón. ¡Salta! No temas,
vivirás. Alteraré tu plazo.

Los pasajeros, con la excepción del ciego y
Margarita, se estrellaban frente a la salida. El autobús
empezó a elevarse. Vieron cuando el muchacho, arrodillado,
sacudía sus ropas, recogía cuadernos y libros.
Miró hacia el autobús lleno de ojos abiertos,
lagrimeantes, ansiosos, envidiosos de vida, desesperados. El
ciego preguntó con voz partida:

-¿Le pasó algo al muchacho?

-No -repuso Venturelli-. Acaba de levantarse y agita una
mano para nosotros.

El ciego se encaminó hacia la puerta
diciendo:

-¡Yo también saltaré! No soporto
este viaje cruel, esta locura desesperante.

-Espera -dijo la voz-. Tu caso es distinto: tienes 46
años y perdiste la vista, hace 20, al caer desde el
balcón de la casa de tu amante, esposa de otro. Si saltas
sufrirás una larga agonía. Aquí
morirás sin dolor…

-¿Y yo? -interrogó la joven embarazada-.
Mi hijo, por el sólo hecho de existir en mí, tiene
derecho a la vida… Le ruego…

-Sí. Lo acepto.

-Gracias. Pero, ¿qué haré sin mi
marido? Ambos lo necesitamos para seguir viviendo…

El autobús descendió tocando el suelo de
la calle M. Montt.

-¡Salten! Todas las noches lluviosas me ablandan,
me humanizan. La lluvia es para humanos y enemiga de la
muerte.

La pareja cayó blandamente. Se alzaron
tocándose los huesos; ella se sobaba el vientre hinchado.
El autobús volvió a alcanzar las copas de los
árboles.

-No alteraré ningún destino más.
Ahora sólo quedan los del viaje…

-¡No! -vociferó Margarita López,
sonándose mocos y lágrimas-. He trabajado para mis
padres, para mi marido y para mis hijos. Ahora lo hago para un
nieto que hasta va a la escuela. A nadie le he hecho mal.
¿Qué diferencia existe entre un muchacho de 16
años y el nieto mío de 6? El mío es rubio y
crespo, cariñoso…

-Bájese, abuela. Tendrá mucha suerte con
el muchacho.

Cayó, como una pluma antigua, en Lyon. Se
levantó y cruzó Providencia. Sacó el
pañuelo y se lo pasó por los ojos. El
autobús ya era un cometa o una estrella.

-Señor o lo que sea -dijo la voz emocionada de un
hombre-. Yo sólo tengo ilusiones y esta joven mujer, mi
novia, también las tiene. Soñamos con un hijo. Nos
hemos querido y nos queremos acariciando ese sueño. Todo
hombre o mujer fue antes una ilusión misteriosa, tibia;
las ansias, los anhelos no pueden llorar porque no tienen ojos
para mirar a la muerte sin cara, que todo lo troncha. Ud. tiene
que saberlo.

-Está bien. Bajen cerca del canal. Cuidado con el
agua.

Los ojos, pegados a los vidrios, vieron cuando el macho
sacaba a su hembra de las aguas oscuras. Ambos sonreían,
se abrazaban; con las manos agitadas, temblorosas,
despedían a los viajeros definitivos.

-Para nosotros -dijo Venturelli-, este viaje de muerte
también es injusto. Tú has hecho excepciones por
amor a los niños, porque la lluvia te hechiza, porque ya
comprendes lo que realmente somos: indefensos ante cualquier
guadaña. Yo enseño a niños. Alguien tiene
que mostrarles la belleza creada por el hombre. El arte lo
aprendimos del viento azul correteando nubes en los cielos de
nuestras infancias; en los peces vimos el primer
árbol-barco; en los pájaros, un vehículo
para surcar el aire; del sol, arrancamos las valiosas y
únicas monedas: el trigo; del inmenso arco iris
subterráneo, que pinta toda flor en el silencio de la
tierra humedecida, copiamos el color para vestirnos y adornarnos;
del olor del jazmín, lo trascendente para llegar al alma;
de las rocas, el corazón de nuestras catedrales;
escuchando a las cañas de los bosques hicimos nuestras
flautas. Cierto, muerte blanda, somos transitorios y por ello
emocionales: vamos desde la lágrima a la risa porque nos
es difícil crecer, endurecidos, entre los sepultados seres
que nos quisieron y que todavía amamos. Sin embargo, no
obstante tu guadaña insaciable, vivimos esperanzados y
amamos para multiplicarnos: una pareja nuestra aquí, en la
tierra, o allá, en el espacio infinito, será
inmortal. Altera nuestros plazos así como alteraste los
otros. Si lo haces tendremos una idea más humana de la
muerte. Regrésanos al principio; haz el viaje al
revés. Creo que mejoraremos, que seremos
distintos…

-¡Sí! Yo me iría a mi casa: no me
gustan las patinadoras casadas.

-A mí tampoco me agradan los viejos enamorados
sólo de piernas gordas.

Un coro de "síes" se alzó desde todos los
asientos. El manicero gritó:

-Queremos vivir con más limpieza, con alguna
dignidad y algo menos de miedo a morir, con menos
llanto…

Suavemente el autobús empezó a girar y
descendió: el motor marcaba el oeste. Al tocar la tierra
la lluvia cesó. Apareció la luna entre nubes que se
fueron blanqueando como si una brocha de viento alegre fuera
descolorando negros y grises. Millones de estrellas aparecieron
en el firmamento. Se detuvo, con chirrido de frenos, frente a
Seminario y descendió el profesor apretando sus libros con
su brazo derecho. Sus pasos leves y rápidos, fueron
aplaudidos por el resto de los pasajeros del regreso. Dos parejas
descendieron en San Antonio y ayudaron al ciego a ponerse en
marcha con su ruidoso bastón de madera de nogal. Frente a
Estado el autobús quedó casi vacío. Pedro
González bajó en Bandera y se fue a la calle a ver
el autobús rumbo a la Estación Central. Le
pareció que se elevaba y se convertía en una
estrella más entre incontables "autobuses" celestes.
Entró a un bar y pidió una pilsener
helada.

-¿Sabe -le dijo al mozo- de dónde
vengo?

-No, señor.

-Desde un autobús que volaba manejado por la
muerte.

-Sí, seguro; pero, como vamos a cerrar,
tendrá que ir a otro lado.

-¿No me cree? Venga, salga a la calle para que lo
vea: el conductor es amigo de los niños: es ese que me
hace guiños desde el cielo…

RESUMEN DE ESTA
NOVELA

Todavía ignoro qué fue lo primero de ella
que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios,
músculos, huesos? ¿La vida toda?
¿Cómo le dio tanta cuerda a mi, ahora,
corazón de viejo y puso en él algo de su piedad, de
su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su
geografía suave, tímida; a sus rosados y
prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí,
arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos
ávidas, nuevas: su voz girando, zumbando entre mis
tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los
primeros tonos del amor y mi llanto instintivo naciendo de sus
ausencias leves…

Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin
espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y
caminé.

Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es
anterior. Cabellos largos, negrísimos, sedosos, siempre
oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto,
cruzándole el moño alto. Manos de dedos
ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y
apio, tejiendo chombas azules, lavando, levantando panes en un
pequeño horno de barro, cosiendo ojales y pegando botones
blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante
nueve meses tibios formó y aprisionó en su vientre
acuático.

Su voz venía cantando desde Ñuble con
ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de las
pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a
tierra saludadora, agradecida; con vagidos de árboles
milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra,
zoomórfica – crecí mirando una "guitarrera" de
Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3 patas
cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos .
Más allá, la vieja sangre vasca perdida en el
tiempo cantábrico, montañoso, con invariables
posiciones éticas que me iba transmitiendo. Ese rebrote
genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia,
nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.

Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de
tanto mirar apios, berros y albahacas; pechos altos y un andar
urgente en dirección a las cosas simples de todos los
días.

A los 17 años casó, impelida por su padre,
con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro", gritón,
"mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo
había nacido.

"No hay esclavas de sangre vasca", decía.
Buscó la libertad. Aprendió a coser a
máquina y trabajó en una fábrica de
uniformes de la calle Salas; compró una máquina de
"aparar" y confeccionó guantes para hombres. Desafiada por
la vida dura, independiente, estiró las horas del
esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía
Dominga, una "ponedora" de botones y una "hojaladora". Su casa se
había transformado en taller, en una pequeña
fábrica de guantes. Conocí la suavidad de la badana
y la gamuza, las tijeras incansables conversadoras; las largas
trasnochadas de los viernes y la alegría de los
sábados con canastos llenos de frutas y descanso.
Habíamos abandonado la pobreza: conventillos,
cités, pasajes; la larga peregrinación por los
barrios santiaguinos había terminado en una casita de la
calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas
blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los ladridos de un
perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".

Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y
dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea, mis abuelos
maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía
Dominga se fue tras ellos; antes, se había ido mi delgada
tía Lucrecia.

Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era
suyo y yo con un "padre" que no era mío. A pesar de los
esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La
pequeña puerta de calle comunicaba, como todas, con los
caminos del hombre. Me despedí ansiando poner una larga
distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a
saltar países como si se tratara de charcas
pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le
escribí la primera carta lagrimal y seguí llorando
tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil,
Perú…Algunas de mis lágrimas fueron "publicadas".
Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer
entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje
más largo para llegar a hombre y regresar a verla!
Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve
separado de mi madre. Iba y volvía; ella envejecía
esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas,
solteronas, religiosas, envejecían junto a ella. Ya no
cosía por falta de vista suficiente: vendió las
máquinas. Su dedo índice derecho, con el que
apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a recuperar sus crestas
papilares.

POSICIONES
MÁGICAS

Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el
sexo, lo eligió ella que creía más en las
mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del
barrio Independencia, le pidió que criara un pichón
blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle
alimento y agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo.
¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el ave? No lo
sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el
palomo dejó de existir. Por primera y única vez fui
físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse,
dijo: "Este hijo tuyo te dará más problemas que el
pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión
, causa alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la
adultez incierta, seguirá provocándolas: el hombre
es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan
de lejos, decorativamente.

Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y
solemne, me quitó, con un vaso de agua, una gangrena
localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a
verlo porque, según el médico del barrio: "…si no
hay amputación perderá la vida". Sé muy bien
que esta zona es mágica, milagrera, increíble, pero
mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles.
Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años
acompañamos, mi esposa y yo, a doña Rosa Ramona a
ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos
celestes, uno con la visión semiperdida, y un vocabulario
de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia del
vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien
porque tienes un tumor en la matriz. Te ayudaré". Lo
tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por
un patio de tierra lleno de excrementos de gallina y de conejos,
mirando un sauce casero y escuchando el cercano ladrido de un
perro invisible.

"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando
se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te lo dieron
para que lo guardaras". Volví a escribir.

Cuando desempeñaba funciones policiales
jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De jefe, siempre
estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos,
cartománticos, quirománticos, "astrólogos",
faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe
dónde y cómo aparecerá el largo dedo de
Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.

POSICIONES ÉTICAS.

La ciencia del buen vivir la aprendió,
doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió
doña Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden
de españoles. En las viejas frases está el
contenido razonable y limpio, decantado en siglos de
cultura:

Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los
muchachos.

¿También a ti?

Sí. Un día de estos le voy a devolver los
golpes.

¡No! Mañana le obsequiarás uno de
estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que
da.

Al tercer merengue éramos amigos de caras
embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron a regalarle
bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin
hermano, dejó de pelear y empezó a
sonreír.

No pidas, "aguántate". Yo siempre he
dado.

Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se
inclinaba ante los débiles.

Tuve que comerme una docena de plátanos por
haberle pedido uno al hijo del vecino.

No te acuestes en cama ajena porque
extrañarás la propia.

Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he
cumplido con esta norma y he dormido sin conocer el
insomnio.

Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del
humano, cuando es auténtico, es íntimo.

POSICIONES
ESTÉTICAS

Diálogo del 30 de agosto de 1975.

Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que
todos los años vienen a visitarme y traen el mismo olor
suave de mi niñez.

¿Qué ve en ellos?

Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis
ayeres siempre me encontraron cerrada en mí hasta que
tú naciste.

¿Y ahora, madre?

Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos,
desconocidos.

¿Qué sueña?

Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los
humanos tengan deseos de ver y oler flores, pájaros,
niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas
de agua cuelgan de las hojas del limonero! Ese gorrión
calmará su sed con espejitos redondos.

AGONÍA Y
MUERTE

La mañana del once de junio de 1976,
último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la Gran
Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal
comía menos y ya no era la misma Rosa de siempre.
Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía
la muerte de Eliseo, su último esposo.

Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del
oeste. Me senté a su lado y tomé su cabeza entre
mis manos: se recogió. Estaba delgadísima,
deshidratada. Sostuvo mi mano derecha, con la que escribo, entre
las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos grises;
rascándola con suavidad:

¿Cómo es este día? No quiero abrir
los ojos porque me duelen con la luz y no deseo encortinar esa
ventana callejera, llena de vida.

Brillante. El sol despide al otoño; cielo de
paño azul marino; el aire es frío.

Callé.

¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas
en tu rostro, no lloran por la luz.

Tragué saliva salobre: el hombre llora por
dentro.

Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color
obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como
almidonados.

¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la
regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no
sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre
sola.

¿Quiere agua?

Si, tengo los labios secos.

Bebió sonriendo.

Iré a buscar al médico.

No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a
los tuyos que te necesitan más que yo.

Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12,
Irma, mi hermanastra, me llamó:

Acaba de morir y como estaba durmiendo sus
ojos….

La velaron en un templo adventista del barrio Matadero.
Al día siguiente, durante las honras fúnebres, un
negro estadounidense tocó el piano y cantó,
acompañado de un coro de niños: "Cuando nombren mi
nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida
ignoré la religión de mi madre. En el cementerio el
pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".

Ese día llovió tanto como la noche de su
muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la
enterráramos sin apuro.

EPÍLOGO DE UN
HUÉRFANO VIEJO

Varias veces me he devuelto del Paradero 11 porque he
comprendido, tardíamente, que esa ruta no me lleva a sus
ojos, a su voz, a sus manos. En esa casa verde, llena de flores,
las cortinas de su dormitorio siguen sin impedir el paso de la
luz solar.

Su muerte se arrinconó junto a mi primer
recuerdo. Un día enterrarán mis huesos sobre sus
huesos. Rosa Ramona ya se encontró con los huesos molidos
de sus padres.

Parece que vivir es un ciclo que empieza y termina en
lágrimas. Ello no obstante, creo que algo hemos aprendido:
el tránsito vital, corto o largo, tiene un
propósito humano: llegar a comprender lo que somos para
mejor convivir entre "conmorientes".

La vieja sepultura familiar, de tierra esquinera, vecina
a robles nuevos y viejos, está llena de jacintos y
cinerarias, lágrimas de un huérfano
cincuentón, recuerdos de varias vidas, sonrisas escasas,
preguntas sin respuestas y la "Lucrecia" tardía,
trasplantada, obispal, que espero renazca en junio.

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

Santiago de los Caballeros,
República Dominicana

2014.

Monografias.com

Primera edición

2014

Título:

"ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS
ALLÁ DEL CRIMEN"

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter