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Cuentos del Incongruente




Enviado por Mauricio Uribe



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. Prólogo
  2. Cuentos
    Biográficos con Variaciones
    Alucinatorias
  3. Sensación de
    Escalofrío
  4. Cuentos de
    Esperanza Anónima
  5. Figuraciones de
    Epístolas Sagradas
  6. Revolución
    de las Flowers
  7. Celestial
    Imposición
  8. Transeúnte
    del Deber
  9. Sofisticación del
    Pintor
  10. Fin del
    Incongruente

Prólogo

Estos cuentos; los primeros específicamente; los
escribí hace muchísimos años. Habré
de comenzar una colección. Espero compadecer ante el
cadalso por "cuentero".

Escribo porque me agrada, sin pretensión. No
escribo para la posteridad; escribo para mi solaz. Los
"Biográficos" tienen más de quince años.
Pero hoy, lunes veintitrés de abril del dos mil doce, les
doy forma definitiva. Son pocos cuentos, que, imaginé y no
pude concluir.

Ahora me dedico a la novelística y a la
poética. Este es mi primer libro de cuentos; Y es una
aventura que deseo compartir.

Mauricio Uribe

Cuentos
Biográficos con Variaciones
Alucinatorias

Abismo y Escucha
Telefónica

Telefónicamente; ella patea mis costillas. No me
insulta. Su voz es cálida. «Estoy enamorada pero no
de ti». Recuerdo un cuento chino. Mis cuerdas vocales son
ásperas: "Un fuego silencioso en la cabaña;
mientras T'ao Yüan-ming ejecuta posturas corporales. Una vez
concluido el "acto", los amantes se despiden. El marido entra en
la habitación. Ts'ai Yen le mira calmadamente.
«¿Has crecido o has aprendido nuevas formas de
amar?» La respuesta es afirmativa. El marido prepara
entonces los alimentos. Conejo ahumado con arroz imperial".
Verónica me dice que los chinos están a mil
años luz. Mis palabras no son una despedida:
Telefónicamente; el tiempo es un recurso monetario.
Balbuceo frases hipnóticas, platonismo, frases manidas.
"Que el cosmos, que la lluvia. Que el amor es destrabar puertas y
ventanas". En fin. El auricular de pronto culmina en un estallido
mecánico. No más monedas, no más
poética. Mi garganta es un nudo de víboras. Trago
saliva. La dependiente me mira de reojo. El boliche es anguloso.
Trepo a mi bicicleta como un "payaso". "Total. Nadie sabe
qué lloro…"
Es de noche. Estoy solo. Mi mujer
y mis hijos están de compras. "Verónica; ah; ya
se imaginarán lo que Verónica significa para
mí…"
No quiero regresar a casa. Deambulo por
calles iluminadas con el sabor del auricular. Mantengo un
monólogo mientras pedaleo: «Perder. ¿Por
qué siempre tengo que perder, oh, Dios?,
¿dime?» Obviamente, no hay respuesta. Me canso de
tanta palabrería inútil. Verónica es de
otro. Debo regresar a casa. Me duele el trasero.
«¡Maldito asiento!, ¡maldito
Dios!»

Mis hijos no han regresado. Estoy triste; más
bien angustiado. Busco en mi "habitación
escritorio"
mi guitarra. La bicicleta la he dejado apoyada
en la pared, sin candado. "Qué se la roben", he
pensando, "al diablo con todo". Intento cantar pero
apenas mis dedos carraspean las cuerdas plásticas. Quiero
componer una canción pero no puedo; Recostado sobre la
alfombra del living: ejecuto sonidos que nacen del alma; sonidos
eufóricos. El sistema estomacal me juega una treta. Pienso
en los grandes Maestros de la música. En Beethoven, en
Mahler componiendo sus obras inmortales. Miro el techo de mi
casa, que yo mismo he pintado de color marfil. Espero que la
"fetidez" aclare mi mente. Es un chiste, de mal gusto, que me
cuento a mí mismo. Verónica ha murmurado: «No
te amo, estoy enamorada de un tipo que mide cómo dos
metros». «Yo te amo», le respondí,
«mi amor es puro; Usa "condón", yo te
esperaré. A los siete meses: quedarás embarazada; y
el "tipejo" te abandonará…» El auricular es
un tótem que utilizaba como profeta de pacotilla.
«Me conoces», dije, «puedo intuir el
futuro». Ahora estoy mirando las costras mal pintadas de mi
techo. "Esa última frase", me digo, "fue
maldita
". Verónica piensa que soy un "genio", una
especie de "Santo". "Qué va", me digo,
"maldita ramera". Dejo de pensar. Me siento
extraño. Estoy de espaldas mirando el color marfil del
techo de mi casa. Estoy angustiado. Mis ojos permanecen quietos
como arañas. De pronto, tres figuras imagino, allá
arriba. Un hombre altísimo ocupa el centro. "Ese es el
"tipejo"; el hijo de perra
", pienso. Al lado derecho, una
mujer de rostro difuminado; Y del otro, un hombre. "Um,
¿ése seré yo
?", me pregunto. "Y
ésa; Verónica; coqueteando con el
¡maldito!"
Una duda entonces me asalta. La sombra que,
supuestamente, me personaliza, no es más grande ni
más baja que Verónica. "Qué
extraño
", me digo. "¿Qué
significado tendrá todo esto? ¿Será acaso el
"hijo" que le profeticé… de mala leche?"

Mis ojos han permanecido quietos por mucho tiempo. El
trío de figuras, en el techo, comienza a deslizarse
horizontalmente. La imagen es un plato, muy; pero muy ovaloide.
"Esto es raro", me digo, "rarísimo". La
pictografía es tridimensional. Sólo aquella "cosa"
movilizándose como una marea; proyectándose y
expulsándose hacia su propio centro. El resto del techo,
permanece paralizado; pero ya no es un techo común; es un
techo como de ¡infierno!; pero sin "maldad"; son como
figuras; poéticamente dantescas. De la angustia amorosa:
mi corazón enardece con el plato ovaloide; serpenteando
por el techo; yendo y viniendo infinitamente. "Esto es un
milagro
", me digo, "por fin un
milagro…"

Escucho golpes en la puerta. El techo retrocede a su
realidad. Los goznes giran: es mi mujer y mis hijos. Me recuesto
sin hablar sobre la alfombra. Fijo los ojos; y aparecen las tres
figuras; nuevamente; pero no tan rugosas ni tan
armónicamente movilizándose. Mi voz resuena
entonces místicamente: «Un milagro, he visto un
milagro…» Mi mujer me mira incrédula. Ella
está preocupada por mí. «¿Te has
tomado los medicamentos?», me pregunta. «Sí,
los he tomado; pero no estoy alucinando; es un milagro»,
replico; lenta pero muy lentamente…

Necesito ducharme. Mi cuerpo arde con la visión.
Estoy completamente excitado pero no es un sentimiento carnal. Me
desnudo. Las mil gotitas difuminándose, erizan mi piel;
como si estallara en un "orgasmo" cósmico. Colmo la tina
de agua; Y me arrodillo a esperar que las gotitas apacigüen
mis sentidos. Mi mujer quiere el baño. Yo no quiero entrar
en "pánico". «Abre la puerta con un cuchillo»,
le digo. Ella intenta pero no puede. ¡La odio!, ¡la
odio verdaderamente! "Es una torpe". No pienso. No debo
de pensar. La crisis de "pánico" está
envolviéndome con sus redes de Circe. «Con un
cuchillo en la ranura de abajo». «Ahhh»,
responde, con voz ahuecada, «yo pensé que era por
este otro lado».

Mi mujer "orina". Estoy hasta el cuello en agua. Ella
abre la cortina de la bañera. «¿Estás
bien?», me pregunta. «Quiero ducharme», me
dice. «Ven entonces. Estemos aquí un rato; los dos
conversando». Se desnuda. Nos entrelazamos cara a cara.
«Son las pastillas», me dice, «las pastillas
son las que te provocan alucinaciones». Yo enfurezco.
«Un milagro. Fue un ¡maldito
milagro!»

Me siento mal. Ella sabe, perfectamente, cómo
calmarme. Entonces, tan buenamente, acaricia mis entrepiernas.
«Oh, qué rico, oh, qué extraño».
Después son mis brazos, mi rostro, mis hombros, mis dedos,
mi pecho. Pero el sentido no es genital; sino, de aturdimiento;
de mística. Ella es buenísima. No quiere "escapar"
corriendo al "manicomio". «Esto es maravilloso», le
digo. «Y piensa, qué todavía no te he
mordisqueados los dedos de los pies». «Ah, qué
delicia, qué grandioso». Mis talones los recorre
lentamente, con los dientes. «Oh, qué maravilla,
qué carnalidad». Me excita. Me altera el flujo
sanguíneo. Su lengua en mi dedo gordo; su boca y sus
dientes.

Estoy enardecido. Estamos de pie. Intento penetrarla.
Ella sabe que el "orgasmo" evita las crisis de "pánico".
Estamos en la ducha. Una y otra vez intentamos acabar; pero no
culminamos. «Tengo miedo», le digo, «miedo de
que las pastillas me vuelvan
impotente».

La voz de mi hija de pronto irrumpe: «El
niño se ha quedado dormido».
«Vístete», le digo a mi mujer. Es la excusa
que necesitamos. Ella está inquieta. La abrazo fuertemente
al tiempo que murmuro: «Te quiero. No sabes lo mucho
qué te quiero».

Me quedo en soledad en la bañera; retozando como
un pez. Salpicado de entrañas en un canasto
plástico. Abro la llave de la ducha a su máxima
potencia. La lluvia golpea entonces mi pecho. Una y otra vez. Una
y otra vez; las mil gotitas difuminándose. Me acuesto de
costado, estoy exhausto. Un sentimiento indescriptible me
embarga. Parezco un Cristo con un brazo fuera de la tina…;
¡pensando…!; ¡pensando! en…
¿Verónica?, ¿en el supuesto milagro?; o,
¿en mi eventual impotencia? Destapo la
bañera: El sonido de terremoto me irrita. Un millón
de gotitas sobre mi cabeza, sobre mis ojos, sobre mi frente.
Tengo el cuello cansado. Cierro la llave de la ducha; Y,
nuevamente, tapono el cañón de la bañera. Me
quedo pensando. Me falta oxígeno. No puedo respirar. Abro
las ventanillas que dan al patio. Estoy de costado. "Voy a
regresar al vientre materno
", me digo. Me sumerjo. Algo de
líquido ha quedado. Lo suficiente; como para penetrar mi
organismo. La tos es de perro; pero es una tos distinta; una tos,
que yo llamaría "milagrosa". De pronto me ilumino y
comprendo la visión de las tres figuras esculpidas en el
plato acuoso; movilizándose como un
péndulo en mitad de una soledad compartida por millones de
almas en pena. Descubro el sentido del misterio. Un pavor
místico se apodera de mí. El momento preciso,
esperado por toda mi vida. "El hombre alto", me digo,
"es el Padre; la mujer, la Madre; el otro, el Hijo; Y la
membrana ovaloide, el Espíritu Santo. La sumatoria
es…"

No acabo de comprender la visión. Pero estoy
feliz. He descubierto la quintaesencia del universo. No
hay "infierno" sino ausencia de Dios.

Me envuelvo en toallas. Una, cubre mi cintura; la otra,
mi cabeza. Me voy a mi "recámara". Mi hijo de tres
años duerme junto a mí. Una voz maldita, desde
dentro, gime: «¡Asesínalo!» Me niego. Le
hablo al "Maligno" en su idioma. Imito el sonido de la serpiente:
"Pzzzzzzz". Mi mujer entra en la habitación. No enciende
la luz. Es de noche. Ella está preocupadísima. La
llamo con el dedo; pero no advierte el guiño. Deja la
puerta entreabierta. El sonido del televisor me irrita. No quiero
levantarme. Ordeno a la puerta con mi dedo en alto:
«¡Ciérrate! Yo lo mando». Obviamente, no
obedece mi estúpida alucinación. Con todas mis
fuerzas me levanto, no para cumplir el mandato "psíquico";
sino para contarle a mi mujer el significado de las tres figuras
movilizándose en el techo de mi casa. Ella está en
la cocina preparando viandas. La abrazo tiernamente.
«¿Quieres comer algo por mientras?», me
pregunta. Yo, como un monje, le respondo: «Ya sé el
significado de la cábala… ¡Es Dios…! El
pobre está completamente solo. Nos necesita
ardientemente».

«Las pastillas, querido, son las pastillas»,
me dice. «No te preocupes. La ambulancia ya viene en
camino».

Enero del 2004/

Santiago de Chile

Benito Padilla

Benito Padilla empuña la palanca de cambio:
primera, segunda, tercera, embriaga, frena, corta boletos. Rostro
de piedra carcomido por victorias y derrotas en el
cuadrilátero. Un corte en la mejilla. Dedos acerados y la
sonrisa pícara. Curvas y semáforos en la ciudad.
Curvas y un vestido ceñido al cuerpo de una muchacha por
el retrovisor. Un bocinazo. Gritos histéricos en la
ciudad: "Hijo de p…, quién m… te
regaló la licencia de…" Por el retrovisor los
abultados senos de la muchacha con un bebé entre sus
brazos. La máquina frena bruscamente. El pezón
acalla el llanto. Benito Padilla suspira. Mentalmente corta
boletos, engancha la máquina, aspira el humo del recuerdo.
"Noche de machos, noche de triunfadores. Cardenio González
de pantaloncillo negro. Benito Padilla, campeón
panamericano, vestido con los colores patrios". El furor en las
graderías. Es un recuerdo, un instante. Los contrincantes
se auscultan con matemático salvajismo. La piel sudoroso,
abrazados como amantes, pero en realidad odiándose a
muerte. Un gancho izquierdo, una recta al mentón. La
sangre excita a Cardenio. Benito Padilla intenta esquivar un
derechazo tremendo. Trastabilla. Dos, tres, cuatro goles en el
vientre. El árbitro intervine. "La campana", dicen los
comentaristas, "salva al campeón". Con las manos crispadas
en la palanca de cambio, Benito Padilla recuerda el cabezazo de
"Cardenio". "Hijo de puta", se dice, "grandísimo hijo de
perra". Los pechos abultados de leche por el retrovisor. Cabello
castaño, ojos almendrados. Tal vez quince o
dieciséis años. La muchacha se siente observada. Se
acomoda de tal manera, que unas magníficas piernas quedan
al descubierto. Los hombres no se atreven al voyeurismo
"descarado". Los pasajeros buscan objetos o gentes invisibles en
la ciudad. Benito Padilla recuerda esos muslos; o cree
reconocerlos. "Son idénticos", se dice, "a las piernazas
de Carlota". Monedas y billetes mugrientos recibe. Corta boletos.
Se embriaga mientras por el retrovisor la muchacha inyecta de
sangre la cremallera de Benito Padilla.

-¿Qué sucede, campeón? -pregunta el
manager-, ese marica no puede ganar. Concéntrate en el
gancho izquierdo de Cardenio. Pareces un degenerado. No mires a
Carlota. Es una puta. Lo sabes. ¡Una puta! Vamos a perder
la corona. Estamos en el séptimo round…
¡Benito!, ¿lo recuerdas?… ¡El séptimo
round!

La cabeza del púgil es una vorágine.
Alcohol, drogas, mujeres, pero también están sus
hijos y la madre de sus hijos. "Concéntrate en el gancho
izquierdo de Cardenio". Benito Padilla ya no reconoce la
realidad. El séptimo round es como estar realmente en el
séptimo cielo. Rodeado de perfumes, rodeado de un escote
tan rojo como la sangre. Un beso apasionado en una cama de un
motel perdido entre las calles de Santiago. Las manos en las
caderas y los dedos jugueteando con la carne. Carlota, desnuda,
con los pechos abultados como de parturienta. Benito Padilla
succiona oníricamente los pezones de Carlota.
"¡Concéntrate, hijo de puta!", grita el manager.
"¡Concéntrate!" Ágilmente Cardenio embiste
como un toro. Entreabre las piernas, la puta gime: "hazme reina
del combate de mañana y soy toda tuya, pero hazme reina".
Los poderosos brazos del campeón arremeten, sinuosamente,
permitiendo a su cuerpo adentrarse en el misterio del goce. "Eres
mía, Carlota, completamente mía". Un ojo hinchado
nubla la visión de Benito. Ha perdido la agilidad que lo
caracteriza. Cardenio es más joven, es cierto, pero
Padilla un campeón. Un cigarrillo, vaguedades
después de un coito brutal. El humo espeso y el sabor
amoroso no impiden a Benito intentar un derechazo. Cardenio
esquiva el golpe. Aire, sólo aire es la destreza del
campeón. "Hazme reina", repite Carlota, "los perdedores me
asquean". Entrelazados como amantes, los púgiles intentan
coronarse victoriosos. Inauditamente, Padilla asesta un
izquierdazo en la nariz de Cardenio. El nortino se tambalea.
Benito está cegado: humo, un acerado humo abarrota su
mente. Las bragas de Carlota, recuerda, la espesura del "pubis"
saturada de saliva. Y la boca de la exótica "anunciadora"
conteniendo la "espermatozoica" locura del
campeón.

Cardenio se resiste al knockout. Las piernas y los
brazos y las caderas y los codos enredados en las cuerdas del
cuadrilátero. Carlota sonríe lascivamente
preparándose para coronarse "reina del certamen". El
vestido color sangre ceñido a su figura y la cabellera
castaña y los ojos almendrados. El griterío es
indescriptible. Ya no se puede distinguir entre vítores o
cantos obscenos. "Mijita rica, te chuparía hasta
los…" "Pégale, mátalo. Es un marica de
m…" El árbitro con histérica pantomima
está preparándose para dar la victoria a Benito
Padilla. Carlota curva sus "piernazas" dos escalones,
arrimándose al cuadrilátero. Los párpados
inmóviles, esperando que "su Benito Padilla" acabe.
Carlota restriega los muslos contra las barras de
contención. Unas diminutas bragas incrustadas en sus
nalgas. Está excitadísima. La boca ardorosa, los
dientes apretados. La corona y el cinturón de oro en sus
manos. Puedo presentir el "pubis" humedeciéndose. Puedo
imaginar la carne ansiosa de "sexo" y de poder. "Hazme reina del
certamen", murmura Carlota. "Por la cresta, Benito,
¡acábalo!" Treinta segundo para culminar el
séptimo round. El árbitro parpadea. El tiempo
pareciera detenerse. Una fotografía de Padilla con los
pantaloncillos con la bandera patria. Incluida la estrellita
entre las piernas. "Esta foto es tuya, carlota. Tuya". Una
trazado rápido de las manos duras como la piedra: Un
beso de amor para la mujer más bella del mundo.

Padilla empuña la palanca de cambio: primera, segunda,
tercera, embriaga, frena, corta boletos. Veintiocho segundo,
veinticinco, quince. El espacio ni el tiempo son
estáticos. El llanto de un niño nos provoca a lo
real. Un semáforo en rojo, una brusca frenada. "Qué
no sabes conducir, carajo". Benito Padilla enmudece. La muchacha
le mira fijamente. Acomoda su vestido. Los tacones tintados de
negro, una cartera de cuero sintética y un bebé
llorando. La vieja herida del "campeón" está
sangrando. Gotas de recuerdo en su mejilla. La muchacha se
sorprende. Busca en su cartera. El llanto de la criatura es como
el espeso humo de un motel perdido en los vericuetos de la
memoria. Un beso de amor para la mujer más bella del
mundo. B. P.

Cardenio González se resiste al knockout. Las
piernas y los brazos y las caderas embistiendo en un instante,
tan fugaz, que apenas puedo comprender. Un tajo tremendo en el
rostro del campeón. El hombrecito calvo petrificado.
Incomprensiblemente parpadea mientras enmudece el gentío.
Un eco infinito alternándose en la pupila entrecerrada de
Benito Padilla. "Uno, dos, tres, cuatro, cinco, siete, nueve". Y
de pronto la algarabía y el cuerpo sedoso de Carlota
apretando sensualmente a Cardenio González. Y su boca
besadora jugueteando con el joven campeón.

Las manos aferradas de Benito Padilla. El volante, los
frenos, el embriague, esperando arremeter como un toro por las
mugrientas calles de Santiago. La sangre ya no tiene importancia
para Benito. Es, simplemente, el sofocamiento, el recuerdo. La
muchacha sensualmente avanza hasta el conductor. Los hombres le
miran descaradamente. A la muchacha nada le importa. Ella es
huérfana. Ni padre ni madre. Sólo un gustoso cuerpo
para sobrevivir. Los dedos como de piedra devuelven el boleto a
Padilla. El "campeón" le mira lujuriosamente. Esos
pechos
(piensa Benito). Si no tuviera cuarenta le
escribiría un verso de amor. Qué mierda estoy
pensando. La llevaría a un motel de cinco estrellas.
Conversaríamos sobre boxeo. Beberíamos un licor
suave. Le mentiría quizá, diciéndole:
"Seré el padre de tus hijos. Eres la mujer más
bella qué he visto en mi vida". Después la
abrazaría con delicadeza, para no asustarla. Unos quince o
dieciséis años tendrá, pero tiene un cuerpo
maravilloso. Qué estoy pensando. Le desgarraría
como perro furioso, el vestido. Con los dientes le
arrancaría el sostén y los "calzones". Y
metería mi nariz hasta… hasta… hasta…
pero qué manos tan ¿fuertes? Y qué ojos tan
extraños. Y qué cicatriz tan ¿horrenda? en
su mejilla.
"Esta foto me la heredó mi madre", dice
la muchacha. "Consérvela por favor". Ni la luz verde del
semáforo, ni los insultos de los pasajeros logran
despertar a Benito Padilla. Allí está él,
vestido con pantaloncillos cortos y con la bandera patria.
Incluida una frase fugazmente escrita con rouge, como
retrocediendo en el tiempo: Un beso de amor para el padre,
que tal vez pudo ser. C. P.

7 de enero del 2005/Santiago de
Chile

Nocturno

23:30, domingo, pero tal vez martes o jueves. 23:30,
Cárter González en la calle. Es un hombre delgado.
Siempre está allí. Pienso en su parentesco. Con
lluvia o con sol, siempre está allí. Me saluda.
Jamás nos hemos mirado. Es un extraño.
Cárter González ha gritado. Yo he caminado
presurosamente sin responder. Es una calle con sabor asesino. Dos
o tres hombres a veces; y una mujer de rostro enjuto. La suciedad
es bienquerida. Yo soy un empleaducho, un perdedor. Cárter
González tal vez un traficante. Su rostro es tan enjuto
como el rostro de la mujer. ¿Qué vida habita en
esos corazones? Es un enigma para mí. Mi rostro es ovalado
como pera. Me siento morir de aburrimiento a veces. Me da
pánico la calle, pero me adentro en los vericuetos. Ellos
me conocen. "Pascual", me dicen, "el viejo Pascual". 23:31, me
han detenido para preguntarme nimiedades. He salido a la calle.
He querido saber. Soy un empleado obediente, cordial, sereno.
"Pascual", ha dicho Cárter González, "Eres un tipo
extraño". Yo he callado. He sentido pánico.
"Ustedes me llaman Pascual, pero no es mi nombre". He dicho esta
frase temiendo horribles consecuencias. "Eres valiente, eso nos
gusta". Cárter González ha mirado a los otros
hombres. Es un tipo raro. Las noches a veces son
compañeras esenciales de los vivos; Esta noche es de los
muertos. 23:35, he demorado en responder. Hace frío. He
salido a la calle por curiosidad. Tres años llevan mis
vecinos ocupando un destartalado terraplén. Llueve. Yo con
sombrero y paraguas; ellos, descalzos.

-Eres un hombre valiente. Eres un…

"He tenido curiosidad nada más", he
pensado.

23:40, un taxis se detiene de manera provocativa. Dos
hombres de contextura gruesa descienden. Cárter
González empuña una daga. Los acontecimientos son
difusos y raudos. Un disparo, dos disparos.

-Eres un hombre valiente -dice González-. Eres
un…

La daga en sus manos. Los hombres me miran. Apuntan con
sus pistolas mi pecho. Ajuste de cuentas ¿entre
traficantes? "Eres un hombre valiente", se repite la voz de
Cárter González.

Me orino en los pantalones. 23:45, mala noche para la
llovizna y la sangre.

Hotel "Paradiso"

Fumando en la oscuridad: hotel "Paradiso", un
pucho quemando la yema de los recuerdos mientras cabellos
teñidos de rubio, en una cama mugrienta, yacen como
cadáveres. ¿Importan acaso los pensamientos o las
locuras del alma? ¿Importan las pastillas o los hombres
disolviéndose en volutas de pestilente cigarrillo? Hotel
"Paradiso", "cinco lucas por una hora o
quizá dos". Escaleras arriba, habitación con
murallas carcomidas: "amor eterno", "orgasmos entre oficinistas,
proxenetas y prostitutas". Hotel "Paradiso", "once mil
pesos, dos noches y un día". Un tocadiscos que distorsiona
la respuesta de Fernanda Oliveira. "¡Once lucas!,
estás loco". La respuesta conlleva en sí una
aceptación. Valparaíso, allá afuera; y la
oscuridad en hotel "Paradiso" con volutas de cuello
frágil, ojos magros de cuerpo ampuloso y tacones
resquebrajados. "Dos noches y un día; o te clavo este
corvo y te rajo las "tetas"". Hotel "Paradiso", Fernanda
Oliveira no responde: cinco centavos o quinientos pesos, o
quizá el olvido. Me llaman "El Loco Peralta", pero mi
nombre es Antonio Salazar.

El cigarrillo quema mis dedos, no hay dolor, sólo
recuerdos. De soldado estuve dos años en Bolivia, a un
sargento asesiné de un garrotazo, y la identidad de Pedro
Chamorro suplanté; pero soy chileno y juré defender
la constitución y morir por mi bandera. En Cochabamba me
torturaron, a dos mil quinientos sesenta metros de altitud. Mis
órdenes eran perentorias: "arsenal enemigo, rutas
estratégicas, preparación logística,
acondicionamiento doctrinal". Soporté dos semanas de
catres eléctricos, de comer excremento, de insomnio, de
lealtad a mi patria. "Soy boliviano", repetía con boca
sarmentosa, "mis padres son Evaristo Chamorro y mi madre Eva
Martínez". Hotel "Paradiso", ni mi lengua
declaró la verdad ni fue hallado el cadáver de
Pedro Chamorro. Dos años y un día estuve soportando
las pesadillas de un fantasma. Rencor no tengo, tampoco
cicatrices, sólo un dedo quemado por un cigarrillo
consumiendo mis recuerdos. Ni condecorado ni cantos pringosos.
"Todo un hombre, este "Loco Peralta", todo un hombre". De
Cochabamba me quedan la sangre, las aguas del río Rocha y
unos cuantos bastardos diseminados entre montañas y
pertrechos militares en papel sepia.

Hotel "Paradiso", sofocamiento, sopor, mi
cuerpo arde, "dos noches y un día", murmura Fernanda
Oliveira, "trato hecho". Desnuda, sonríe, esperando una
caricia o quizá un tiempo extra de vida. Mugrientas las
murallas, mugriento el tipejo del tocadiscos. "La madre
qué te parió", aúllo. Risas compungidas,
helicópteros, bocinazos, muchedumbre, cámaras
fotográficas, periodistas, imagino civiles, pero
también quizá a otro "Loco Peralta" como yo,
informando nombres y detalles, oculto entre las sombras. Hotel
"Paradiso". Me sacudo la modorra de dos noches y un
día. Los dedos en los visillos de la ventana, el "sexo"
como un colgajo, volutas de espeso hedor transfigurando las
sábanas, el wáter, las vejigas y los
riñones, el rouge, la luz del velador, la delgadez de las
murallas, los gritos, la miseria, las "orgías" y los
asesinatos. "A estos hijos de puta, le machacas los dedos con
este martillo. Y con este alicate, las uñas de regalo
navideño". "Otro Peralta" cumple órdenes, no yo. Un
hilillo de baba y la lumbre de una bombilla eléctrica me
llenan de angustia: mis hijos, mi mujer y mi madre
esperándome en el aeropuerto. Una sonrisa, la colilla de
un cigarro y un beso en la frente, "te queremos, papá", la
pestilencia de la carne quemada, las yagas concéntricas,
las preguntas vacuas y un abrazo fraternal, "yo también
los quiero". A veces violábamos a mujeres embarazadas, yo
no, sólo recibía órdenes; de catorce o
quince años tal vez; de preferencia rubias: de Cochabamba
me queda el hastío por las indias. "Que Negro Chamorro por
aquí, que Negro Chamorro por allá". "Bolivianos
descerebrados", gritaba silenciosamente. "Mande, pues sargento,
¿un whiskycito?" De un garrotazo, con dos cables
eléctricos y una tina llena de agua, en Cochabamba,
mandé al puerco del sargento al Infierno. "Accidente",
determinaron los peritos. Me había sorprendido
fotografiando planos en la oficina del coronel. Dos años y
un día persiguiendo fantasmas, recopilando
información. Ingresé como boliviano y escapé
como chileno. "A trabajar de carnicero, poco trabajo pero buen
sueldo". "Mande usted, mi capitán". Ni condecoraciones ni
saludos a la bandera: un perro amaestrado, un martillo, un
alicate, los puños, los codos, los bototos acerados y
mucha, pero mucha paciencia. A veces la corriente
eléctrica los reventaba. De Washington trajeron a
"Satanás". Qué perro tan inteligente, no
había mujer que resistiera. "Sí, sí,
sí", gritaban, "¡basta!, lo confieso, soy comunista,
guerrillera y lesbiana". A veces las destripábamos y con
rieles del ferrocarril las arrojábamos al océano
Pacífico. De las astas del helicóptero, recuerdo
los cuerpos devorados por el olvido. Órdenes, como soldado
recibía, pero con Fernanda Oliveira me sacudía del
tronar de los motores de los helicópteros de la muerte.
"¿Qué te pasa, Negrito?, ¿encontraron
pasajeros sin boleto nuevamente?" Reíamos abrazados como
locos en un "orgasmo" por dos mil pesos la hora. Hotel
"Paradiso", afuera los reporteros y quizá otro
"Loco Peralta" espiando nombres y detalles. Presos están
el capitán y mi coronel, sólo yo estoy
prófugo, aspirando el perfume de la muerte por dos
días y una noche en una habitación saturada de
recuerdos y de corvos y de periodistas y de fantasmas y de
cuerpos desnudos y de tripas teñidas de sangre en Hotel
"Paradiso".

Hípica

Hoy he ido a la hípica de mentira, de
televisión, digo. Los apostadores en las sillas
metálicas. Lo confieso: soy adicto. Apenas gano para
comer, pero siempre está allí la posibilidad de
ganar. Un caballo, un enano de jinete, el número exacto.
En vivo no me gusta, prefiero la calma de la televisión.
En mi juventud estudié filosofía, estuve casado, me
abandonaron por ludópata. Arthur Schopenhauer es mi
favorito. Me afligía la esencia del juego en un idealismo
que no concierne al ganador, sino que, al perdedor. No he tenido
amores. Me he dedicado al juego, a comprar ticket, a pensar, a
pagar a mi ex mujer lo que el juez dictaminó:

-La mitad de su sueldo. Ah. Y le queda estrictamente
prohibido acercarse a sus hijos. El mundo como voluntad es lo que
usted necesita, no como representación de un azar, que,
digámoslo claramente, es una promiscuidad y una
pérdida de tiempo. ¿Entiende?

He mirado a su Señoría con
desdén.

-Usted es un cínico. Los alemanes perdieron las
dos últimas guerras a consecuencia del vicio que se
esconde en la mentalidad saturada de malignidad del pueblo
judío. Eso es y no otra cosa. Han perdido porque
yanquilandia ha comprado sus conciencias.

El juez me ha mirado con ojos irresolutos. Ha bebido un
poco de agua.

-Usted está loco -ha dicho-. Prohibición
absoluta de ver a sus hijos.

Ha pasado mucho tiempo. Mis hijos están grandes.
La mitad del sueldo por culpa de los caballos y de Arthur
Schopenhauer. Ahora estoy en la cancillería, más
tarde estaré en la hípica de mentira. No gano poco,
pero mi ex mujer me exprime. No tengo casa, ni automóvil,
pero mis hijos están bien alimentados, y mi mujer,
besuqueada por sus amantes. De Schopenhauer me ha quedado la duda
metafísica: "¿Jugar hasta el final?" La vida del
erudito contrasta con la del ludópata. Yo estoy en medio,
entre Kant y Budas. Conozco a un monje y a un loco que practica
budismo, pero es un sicótico creyéndose un enviado.
El monje le permite entrar a su casa; Y el loco, como le llamo
cordialmente, intenta besar a la hija del monje. Eso es budismo.
No pensar en nada, estar sentados meditando; el tiempo entonces
transcurre, el ser se desdobla. Apuesto (eso sí qué
me gusta) que este sábado el caballo ganador será
"El Alemán".

Me voy caminando a la hípica. Vivo en un barrio
bravo, en una pieza. Mi mujer, en cambio, en un barrio acomodado.
Los "patos malos" no admiran la filosofía
idealista, ellos son marxistas.

-El pobre debe de morir -me dice un "pato
malo
"- para que el rico tenga. Cuando cogoteo me
siento que el libre mercado cumple su fin.

-A callar -digo-. Mira que ha comenzado la
carrera.

Mi caballo favorito pierde la partida. Mala salida. Se
esfuma el tiempo. El televisor, con sus puntitos
entregándonos el atontamiento, me permite observar el gran
juego. Retumban los parlantes. Saturada está la sala con
apostadores. Los caballos por tierra derecha, los jinetes, la
expectación. Puedo imaginar el sudor del equino. El mundo
como voluntad y representación. "El Alemán" corre
raudamente. He apostado mi sueldo. El hombre, que como buen
marxista cogotea sin recriminación, habla sin
control.

-Hay que matar la "chancha" si queremos
organizarnos, es un fraude la democracia, los pillos
gobiernan mientras los… ¡El Alemán!,
asombroso… ¡ha ganado…!

Escucho el murmullo de sorpresa de los apostadores. El
caballo ha tenido una mala partida, pero a pesar de todo evento,
ha ganado por una cabeza. Me felicito. Se me pega, como la grasa
al cuerpo, el cogotero marxista.

-¿A quién apostaste?

-¿Yo? -he dicho- A nadie…

Intento zafarme. Cobrar mi premio. Es mucho el dinero.
Tengo el boleto ganador. Pienso en Arthur, en Budas (en Cristo
no; Él fue un perdedor). La introspección entonces
viene a mí: "¿Podré recobrar a mi familia?
He ganado. Es una fortuna". El bicharraco cogotero nota
algo raro en mí. No me conoce pero intuye.

-¿Has apostado? -repite nuevamente.

-No, hombre, ya te dije…

Intento largarme para poder cobrar el premio otro
día.

No me despido, me marcho. La oscuridad de las calles,
las putas, los ebrios, es un mal barrio. Schopenhauer
¿habrá tenido que caminar en lugares tan pobres
como éste? Es una pregunta retórica, ya lo creo.
Con el dinero de la apuesta tal vez me pueda arrendar una casa
decente.

Estoy por llegar a mi hogar. Hace frío, pero voy
contento. En mi bolsillo el boleto ganador.

Abro la puerta de mi casa. Una voz (ebria, pienso) me
paraliza:

-¿Qué traes en el bolsillo?

Reconozco al marxista.

-Entrega el boleto, eres un perdedor, no un
ganador.

El cuchillo en mi garganta. Pienso en la
dialéctica, en Alemania, en la guerra, en los
judíos.

-¿Qué?

-No te hagas el "gil".

De un zarpazo mi boleto ganador se va de mi bolsillo.
Intento forcejear. Todo intento es inútil. El atorrante
ganador se esfuma ebriamente por las calles mal alumbradas. Todo
mi sueldo, una casa nueva, la ex mujer por reconquistar. Pienso
en Arthur, en Marx, en Hegel, en Spinoza, en Platón. Me
encojo de hombros, el proletariado necesita su pan para
sobrevivir.

Justo en el preciso momento, en que el "pato
malo"
dobla la esquina, diviso una patrulla policial. Les
hago señas, pero no se detienen. Mala suerte, me digo. Tal
vez el próximo sábado en la hípica pueda
ganar esta vez.

Sensación
de Escalofrío

Lunes, 23 de abril de 2012, domingo, 14 de
julio de 2013/

Santiago de Chile

Manifestación de Hipocresía

Un niño se desviste. Su madre le ama. No tienen
pan, tampoco agua. El niño muere de hambre pero sus
órganos cuestan dinero.

Hay un viento cálido.

La madre asiste al funeral colmada de dinero en los
bolsillos.

El niño ha muerto; Y sus órganos son
invertidos en Nueva York.

El viento continúa hasta la cúspide de los
rascacielos.

España

Una rubia camina por un murallón: las siluetas se
desvanecen en un sol de artificio; esta rubia es proxeneta; es
hombre pero en España impera el derecho Romano.
¿Cómo es que, ahora, en la actualidad, hay
proxenetas cantando en el Guadalquivir?

Hay mucha gente que no está viviendo de manera
correcta.

Unos hombres se acercan. La rubia es famosa, fue obrera
de la construcción cuando era varón pero ahora es
proxeneta.

Los hombres se le acercan, la rubia canta canciones de
Bosé.

-Ey, ¿cómo la vida?

La proxeneta observa con terror, son nazis que
atestiguan el pasado franquista de España.

Bosé canta y se disfraza de prostituta al tiempo
que en España las gentes se desangran.

-¿Me van a matar?

-Sí.

Las hembras están en casa, preparándose
para una noche de trabajo. Como obrero ganaba mil euros, como
proxeneta gana cinco mil dólares la noche.

La rubia lleva un estoque. Pero no tiene tiempo;
desangrándose queda en la España que desconocemos
pero que el Rey debería ajusticiar.

¿Qué es lo que desea Dios?
¿Asesinato?, ¿prostitución?

La rubia asesina también. Un muchacho de quince
años con el rostro petrificado por el terror. Franco ha
resucitado.

Ha llovido antes de la estación de la
muerte…

Llovizna

Llueve. Y la inclemencia del sol es rauda. Llueve. Y la
vida de Franco William es funesta. Se ha derivado desde el
aquí hasta el allá en una consolidación
abismal.

Franco William es fonoaudiólogo; el deseo de su
vida es conocer Madrid. Franco William es peruano. Vive
confortablemente en un poblado selvático, trabaja para el
ejército, es antichileno pero le encanta Santiago de
Chile, estudió en aquel país.

Franco William ha decidido reunir dinero y viajar. Sus
sueños deben de cumplirse. Hay ataques de "Sendero
Luminoso", pero William se siente feliz. "Sendero" está
siendo destruido. Hay rebeldes todavía pero ser rebeldes
en Perú es sinónimo de corrupción. Un
Presidente japonés preso y los japoneses queriendo
conquistar el país; pero William es
antichileno.

Hay un profundo malestar en todo Perú. Sus
intelectuales odian a sus gentes y Mario Vargas Llosa ya no es
peruano. ¿Qué es lo que sucede en
Perú?

"Sendero Luminoso" ataca y William es asesinado; Al
llegar al purgatorio: William se confunde, hay ángeles de
rostro seráfico. William no concuerda su misticismo con su
antichilenismo. Recuerda la facultad de la Universidad de Chile y
su beca de intercambio, estudió gratis.

Un ángel habla:

-William…

-Dime…

-¿Dónde estás?

-En Madrid.

-¿Por qué asesinaste en Chile a
chilenos?

-Yo no he asesinado a nadie.

-Pero te dieron tu amistad y tú,
¿cómo has pagado?

-¿Dónde estoy? -pregunta William
asustando.

No hay respuesta para William, sólo
silencio.

-¿Estoy en Madrid?

-Sí.

-Ahora sí que puedo gritar: ¡qué se
mueran esos malparidos chilenos!

Franco William, permanece en el purgatorio, dos mil
años; "Sendero Luminoso" gana la guerra; pero, cómo
peruanos odian a los chilenos. Enfrentan una guerra cruenta; el
ganador es un símbolo porque todos pierden; son más
diestros en degollamientos los de "Sendero"; pero el pueblo de
Chile es austero; no pierden la batalla pero tampoco la guerra.
Recobran el Morro de Arica los peruanos pero…

-¿Dónde estás, William?

-En Madrid…

Las voces de la guerra no culminan en
América

Desiderata de Festín

Riquelme se desviste, su lengua cacarea chismes,
Riquelme es un delincuente de áspera viveza. Riquelme
sonríe. De pie, con un estoque, mata. Nada importa,
sólo la sangre.

Riquelme roba un crucifijo de oro macizo. El robo es con
muerto. ¿Qué es lo que sucede con nosotros?
¿De qué modo nos afecta la violencia?

Riquelme lleva el crucifijo a su casa. Nada le
opondrá entre el bien y el mal. Ha matado por ganar algo
de dinero. ¿Cuántos muertos?, yo no
sé.

Riquelme enciende el televisor. Dan la noticia del
asesinato. No hay motivo, no hay investigación. El
cadáver yace de cubito en la morgue, sin
identificación.

-¿Qué es lo que tienes para
darme?

-No soy un hombre, soy un ángel.

-Si no eres hombre, no tienes ¡nada!

-Absolutamente nada.

-Los ángeles no existen.

-Yo sí, te lo puedo comprobar.

El ángel se conmueve, morirá.

-¿Qué tienes allí?

-Un crucifijo.

-No puedo.

El ángel es asesinado.

-Oh, éste no tiene sangre…

Riquelme duerme con el crucifico enroscado a sus manos.
El ángel será cremado y Dios rezará
fervorosamente por su espíritu. Era un ángel
humanizado.

Irás al la tierra y ayudarás a los
pobres…

El ángel asienta y se humaniza.

Riquelme siente dolores estomacales, se resiste, no
muere, vende el crucifico por dos panes.

Anomalía

Yo tengo sed y tengo hambre: soy forastero y en este
pueblo todos son fantasmas. No me agradan pero,
¿qué hacer?, tengo sed y tengo hambre.
Podría morir y convertirme en conviviente de una
mujerzuela, he observado a varias y muchas son hermosas. Mi
nombre no importa pero tengo nombre.

-¡Sánchez! -el grito es estertóreo-,
llevas demasiado tiempo entre los vivos, tienes que morir, este
es un pueblo de muerte… ¡Muere!

Me duele la garganta y me intoxico.

-No quiero morir, denme agua, la sed
me…

Un ataque múltiple a mi organismo: la vida sucede
raudamente, se paraliza el corazón y la asfixia es atroz,
la lengua se traba, me están asesinando,
¿qué?, ¿nadie hay para salvarme?

Me desplomo. Mis últimas palabras son:

-Tengo hambre y sed.

En Nueva York así se vive…

Sentimiento de Amor en Afganistán

-He matado gente, estoy obligado, ¡los
árabes!

Un soldado norteamericano huye por las
campiñas.

El muerto fue orinado, no son "cascos azules de la
otán"; ¡soldados degenerados que asesinan a
talibanes! Hay vida en las tumbas, hay concavidad en ¿los
asesinatos? Yo creo que no. Esto sucede hoy. 2012. Año del
Exterminio.

-Tengo que matar y torturar -el sargento habla, ha
enloquecido. La tropa de soldados norteamericanos lleva
años destruyendo Afganistán.

-Tranquilo -un soldado moteja un cadáver. Se
orina.

-¡Saca fotografías…!

"Dios se paraliza por la odiosidad de los yanquis. El
demonio de la destrucción es total en Afganistán.
Es verdad, los talibanes actúan mal; sin embargo: orinar
cadáveres es degeneramiento; estos yanquis son
nazis".

He observado, estupefacto, Guntánamo.
¡Cuba!, cadáver de la revolución
castrista.

Fidel ha traiciona a Mao; Y, venerado, es Mao en el
mundo del consumo

Partes: 1, 2, 3, 4

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