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Ensayo como forma literaria



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Monografía destacada

  1. Antecedentes
  2. De lo
    útil y de lo honroso
  3. Del
    arrepentimiento
  4. De
    tres comercios
  5. De la
    diversión
  6. Sobre
    unos versos de Virgilio
  7. De los
    vehículos
  8. De la
    incomodidad de la grandeza
  9. Del
    arte de platicar
  10. De la
    vanidad
  11. Gobierno de la voluntad
  12. De
    los cojos
  13. De la
    fisonomía
  14. De la
    experiencia

Antecedentes

Montaigne, Michel de
(1533-1592)

Escritor francés que introdujo por primera vez el
ensayo como forma literaria. Sus ensayos, que abarcan un amplio
abanico de temas, se caracterizan por un estilo discursivo, un
tono coloquial y el uso de numerosas citas de autores
clásicos. Montaigne nació el 28 de febrero de 1533,
en el Château de Montaigne (cerca de Libourne). Su familia
gozaba de una buena posición y Montaigne estudió en
Guyenne. Posteriormente cursó estudios de leyes
probablemente en Toulouse. Su primera empresa literaria fue una
traducción, publicada en 1569, de la Theologia Naturalis,
obra del teólogo español Raimundo de Sabunde. En
1571 Montaigne heredó las propiedades de la familia, entre
las que figuraba el Château de Montaigne. Allí
pasó el resto de su vida, entregado a las actividades
propias de un hacendado, estudiando a sus autores clásicos
favoritos y escribiendo los ensayos que constituyen su gran
colección Ensayos. Los dos primeros tomos de esta obra
vieron la luz en 1580. Posteriormente Montaigne viajó a
Alemania, Italia y Suiza. A su regreso fue alcalde de Burdeos
(1581-1585). Escribió un tercer tomo de ensayos que se
incluyó en la quinta edición de sus Ensayos en
1588. Los últimos años de su vida los pasó
recluido en su propiedad, con la excepción de algún
viaje ocasional a París y Ruán. La única
obra que escribió además de sus Ensayos es un
relato de sus viajes publicado en 1774. Como pensador, Montaigne
destaca por su análisis de las instituciones, opiniones y
costumbres, así como por su oposición a cualquier
forma de dogmatismo carente de una base racional. Montaigne
observaba la vida con escepticismo filosófico y puso de
relieve las contradicciones e incoherencias inherentes a la
naturaleza y la conducta humana. Sin embargo, su moral
tendía básicamente hacia el epicureísmo,
revelando las actitudes propias de un humanista que rechazaba la
esclavitud de las pasiones y los deseos. El más extenso de
sus ensayos, Apología de Raimundo de Sabunde, es un
estudio de la capacidad racional y las aspiraciones religiosas
del ser humano. En algunos momentos su visión del mundo es
conservadora. En literatura y filosofía admiraba a los
autores de la antigüedad, y en materia política
defendía la monarquía como la forma de gobierno
más adecuada para garantizar la paz y el orden. En lo que
respecta a la educación, Montaigne se interesó por
la formación del aristócrata y sostuvo la necesidad
de enseñar a los alumnos el arte de vivir. Este arte se
adquiere a través de la capacidad de observación y
conversación y a través de los viajes. La lectura
debería servir para ayudar a emitir juicios correctos y no
sólo para desarrollar la facultad de la memoria. Montaigne
insistió en la importancia de practicar con rigor y
asiduidad el ejercicio físico, como parte indisociable del
desarrollo integral de la persona.

ENSAYOS – LIBRO III – MICHEL DE
MONTAIGNE

LIBRO III –

Capítulo I –

De lo útil
y de lo honroso

Nadie está exento de decir
vaciedades; lo desdichado es proferirlas
presuntuosamente:

Nae iste magno conatu magnas nugas
dixerit.

Esto no va contigo: las mías se me escapan tan al
desaire como insignificantes son donde bien las acomoda.
Abandonarlas a poca costa, y no las compro ni las vendo sino por
lo que pesan y miden. Yo hablo al papel como al primero con quien
tropiezo.

¿Para quién no será abominable la
perfidia, puesto que Tiberio la rechaza costándole tan
caro? Anunciáronle de Alemania que si lo creía
bueno le aligerarían de Arminio por medio del veneno; era
este guerrero el más poderoso enemigo que los romanos
tuvieran, el que tan malamente los tratara bajo Varo, quien solo
impedía el crecimiento de la dominación romana en
aquellas regiones. El emperador respondió «que su
pueblo acostumbraba a vengarse de sus enemigos frente a frente,
con las armas en la mano, no por fraude y a escondidas»,
abandonando así lo útil por lo honroso. Cosa de
milagro es ésta en personas de su oficio, mas la
confesión de la virtud no dice menos bien en labios del
que la odia, puesto que la verdad se la arrancan forzosamente, y,
si no quiere recibirla en sí, al menos se cubre con
ella.

Llena está de imperfecciones nuestra contextura
pública y privada, mas en la naturaleza no hay nada
inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Nada se
ingirió en este universo que no ocupe su lugar oportuno.
Nuestro ser está cimentado por cualidades enfermizas: la
ambición, los celos, la envidia, la venganza, la
superstición y la desesperanza viven tan naturalmente
dentro de nosotros que la imagen de tales dolencias se reconoce
también en los animales; hasta la crueldad reside en
nosotros, pues dominados por la compasión experimentamos
interiormente como una punzada agridulce de voluptuosidad maligna
ante los sufrimientos de nuestros semejantes. Los niños
también la sienten:

Suave mari magno, turbantibus aequora ventis, e terra
magnum alterius spectare laborem:

Quien de aquellas cualidades arrancara las semillas en
el hombre acabaría con las condiciones fundamentales de
nuestra vida. De igual suerte hay en toda policía oficios
necesarios que son no solamente abyectos sino también
viciosos; los vicios ocupan su rango en nuestra naturaleza, y su
papel es el enlace de nuestra contextura, como los venenos sirven
a la conservación de nuestra salud. Pero si se truecan en
excusables, puesto que nos son necesarios y el menester
común borra su cualidad genuina, necesario es
también abandonar este papel a los ciudadanos más
vigorosos y menos pusilánimes, a los que sacrifican su
tranquilidad y conciencia a la salvación de su
país, como los antiguos sacrificaban su vida. Nosotros,
más débiles, desempeñamos un papel
más sencillo y menos arriesgado. El bien público
requiere que se traicione, que se mienta y que se degüelle:
resignemos esta comisión a gentes más obedientes y
flexibles.

A la verdad, yo experimenté frecuentes
desconsuelos al ver que los jueces atraen al criminal ayudados
por el fraude y falsas esperanzas de favor o de perdón
para descubrir su delito, empleando el engaño y la
impudicia. Bien serviría a la justicia y a Platón
también quien favoreciera la costumbre de procurar otros
medios más en armonía con mi naturaleza; es
aquélla una justicia maliciosa, y no la considero menos
nociva para sí misma que para los que sus efectos
experimentan. Confesé no ha mucho que apenas si
osaría traicionar al príncipe por el interés
de un particular, yo me entristecería de vender a un
particular en provecho del príncipe, pues no solamente
odio el engañar, sino el que a mí me
engañen; ni siquiera me resigno a procurar ocasión
para que la farsa se realice.

En las escasas negociaciones en que con nuestros
príncipes intervine con ocasión de estas divisiones
y subdivisiones que actualmente nos desgarran, evité
cuidadosamente infringirles perjuicio, y que se engañaran
con las apariencias de mi semblante. Las gentes del oficio se
mantienen encubiertas, mostrándose contrahechas cuanto con
mayor tino pueden; yo me ofrezco conforme a mis ideas más
vivas y conforme a la manera que me es más peculiar,
negociador flojo y novicio que prefiere mejor faltar a lo
negociado que a su persona. Y sin embargo hasta ahora las
desempeñé con tal fortuna (pues en verdad esta
diosa tuvo la parte principal) que pocas pasaron de una mano a
otra con menos sospecha, ni con mayor favor y privanza. Mis
maneras son abiertas, fáciles a la insinuación, y
alcanzan crédito con el primer contacto. En cualquier
siglo son oportunas y dignas de ser mostradas la ingenuidad y la
verdad puras y sin disfraz. Además la libertad es poco
sospechosa y todavía menos odiosa en boca de aquellos que
trabajan desinteresadamente, los cuales pueden en verdad servirse
de la respuesta que Hypérides dio a los atenienses que se
quejaban de la rudeza de su hablar, el cual se expresó
así: «No consideréis que yo sea demasiado
libre, reparad sólo si soy así para mi particular
provecho o para el mejoramiento de mis intereses.»
Descargome también mi libertad de toda sospecha de
fingimientos, por el cabal vigor de aquélla, que de nada
jamás hizo gracia por duro y, amargo que fuese (peor no
hubiera podido hablar en la ausencia), y por mostrarse
simplemente y al desgaire. Con el obrar no persigo otro fruto
ulterior, ni cuelgo a él consecuencias prolongadas; cada
acción cumple particularmente su juego; que el golpe
produzca efecto si lo tiene a bien.

Tampoco, por otra parte, me siento dominado por
pasión alguna de amor ni de odio hacia los grandes, ni mi
voluntad se siente agarrotada por obligación u ofensa
particular. Yo miro a nuestros reyes con afección
simplemente legítima y urbana, sin frialdad excesiva ni
extremo celo hijo de interés privado, lo cual me sirve de
congratulación. Tampoco me ata la causa común y
justa sino por manera moderada, exenta de fiebre, que no estoy
sujeto a esas hipocresías y compromisos íntimos y
penetrantes. La cólera y el odio trasponen los
límites a que la justicia debe mantenerse sujeta, y son
pasiones privativas de aquellos que no se mantienen firmes dentro
de los límites de la simple razón: Utatur motu
animi,qui uti ratione non potest. Todas las intenciones
legítimas y justas son por sí mismas equitativas y
templadas, convirtiéndose de lo contrario en sediciosas e
ilegítimas: este principio es el que hace en toda
ocasión que yo marche con la cabeza erguida, la mirada y
el corazón serenos. A la verdad, y no me embaraza el
confesarlo, en caso necesario yo encendería una vela a san
Miguel y otra al diablo, siguiendo el designio de la vieja;
seguiré el buen partido hasta el último
límite, más exclusivamente, si la cosa está
en mi mano: que Montaigne quede con la ruina pública
sumido en el abismo, si de ello hay necesidad, pero, si no la
hay, quedaré reconocido a la fortuna por mi
salvación; y tanto como la cuerda durar pueda la
emplearé en la conservación de mi individuo.
¿No fue Ático quien manteniéndose en el
partido de la justicia, en el partido que perdió,
logró salvarse por su moderación en aquel naufragio
universal del mundo entre tantas mutaciones diversas? A los
hombres privados, como él lo era, es más
fácil hallar la barca; y en tal suerte de tempestades creo
que puede uno a justo título no dejarse empujar por la
ambición en el ingerirse ni invitarse a sí
mismo.

El mantenerse oscilante y mestizo o guardar la
afección inmóvil sin inclinarse a uno ni a otro
lado en las revueltas de su país y en las públicas
divisiones no lo creo bueno ni honrado: Ea non media, sed nulla
via est, velut eventum exspectantium, quo fortunae consilia sua
applicent. Puede tal conducta consentirse en lo relativo a los
negocios del vecino; así Gelón, tirano de Siracusa,
guardó queda su inclinación en la guerra de los
bárbaros contra los griegos manteniendo un embajador en
Delfos para así permanecer cual vigilante centinela, ver
de qué lado la fortuna se inclinaba y tomar de ello
ocasión puntual para conciliarse con los vencedores. Pero
constituiría una traición declarada seguir conducta
análoga en los domésticos negocios, en los cuales
necesariamente hay que adoptar un partido por designio y de
hecho. Mas el no imponerse esta carga quien carezca de deber
expreso que a ello le obligue lo encuentro más excusable
(aunque en lo que a mí respecta no practique esta excusa)
que en las guerras extranjeras, por lo cual nuestras leyes no
eximen a quien se opone a tomar parte en ellas. Sin embargo aun
los que en absoluto se lanzan en la pelea pueden hacerlo con tal
orden y templanza que la tormenta se cierna sin ofensa por cima
de sus cabezas. ¡Razón tuvimos al esperarlo
así del difunto obispo de Orleáns, señor de
Morvilliers! Y yo conozco entre los que valerosamente trabajan a
la hora actual muchos hombres de costumbres tan dulces y
mesuradas que se hallan dispuestos a permanecer de pie,
cualquiera que sea la mutación y caída que el cielo
nos prepare. Yo creo que incumbe propiamente a los reyes el
esforzarse contra los reyes, y me burlo de los espíritus
espontáneamente se brindan a ser instrumentos de querellas
tan desproporcionadas. El hecho de marchar contra un
príncipe abierta y valerosamente por honor individual y
conforme al deber de cada uno no constituye una querella
particular con el mismo príncipe; mas si el soldado no ama
a éste, hace más todavía: tiene por
él estimación. Señaladamente, la causa de
las leyes y la defensa del antiguo Estado tienen de ventajoso que
aquellos mismos que por designio particular lo trastornan excusan
a los que lo defienden, si no los honran.

Pero no hay que llamar deber, como nosotros hacemos
todos los días, al agrior e intestina rudeza que nacen del
interés y la pasión privados, ni valor a la
conducta maliciosa y traidora; sólo nombran su
propensión hacia la malignidad y la violencia; y no es la
causa lo que les acalora, es el interés particular,
atizando la guerra no porque sea justa, sino porque es
guerra.

Nada se opone a que puedan sostenerse relaciones
armónicas y leales entre dos hombres enemigos el uno del
otro; conducíos con una afección, si no igual en
todo (pues ésta puede soportar medidas diferentes), al
menos templada, y que no os comprometa tanto a uno que todo lo
pueda exigir de vosotros; contentaos igualmente con media medida
de su gracia y con agitaros en el agua turbia sin echar la
caña.

La otra manera, o sea el brindarse con todas sus fuerzas
a los unos y a los otros, depende todavía menos de la
prudencia que de la conciencia. Aquel a quien servís de
instrumento para traicionar a una persona y de quien sois
igualmente bien conocido ¿no sabe de sobra que con
él haréis lo propio cuando le llegue el turno?
Reconoceos como hombre perverso, y sin embargo os oye, obtiene y
alcanza de vosotros el provecho merced a vuestra deslealtad; los
hombres dobles son inútiles en lo que procuran, pero es
preciso guardarse de que, sólo arranquen lo menos
posible.

Nada digo yo a uno que a otro confesar no pueda, la
ocasión llegada; el acento exclusivamente cambiará
un poco; yo no comunico de las cosas sino las que son
indiferentes o conocidas, o las que delante de todos pueden
formularse; ni hay utilidad humana que a mentirlas pueda
empujarme. Lo que a mi silencio se confiara guárdolo
religiosamente, pero me encargo de custodiar lo menos posible por
ser de un reservar importuno los secretos de los príncipes
a quien de ellos nada tiene que hacer. Yo me atendría de
buen grado a esta condición: que me encomienden poco, pero
que confíen resueltamente en lo que les muestro. Siempre
he sabido más de lo que he querido. Un hablar abierto y
franco descubre otro hablar y lo saca afuera, como hacen el vino
y el amor. Filipides, a mi ver, contestó prudentemente al
rey Lisímaco, que le decía:
«¿Qué quieres que de mis bienes te
comunique?» «Lo que te parezca, con tal de que no me
encomiendes ningún secreto.» Yo veo que todos se
sublevan cuando se les oculta el fondo de los negocios en que se
les emplea, y cuando se aparta de sus miradas el sentido
más remoto. Por lo que a mí toca, me contento con
que no se me diga más de lo que se quiere que manifieste,
y, no quiero que mi ciencia sobrepuje y contraiga mis palabras.
Si yo debo servir de instrumento al engaño, que al menos
sea dejando mi conciencia a salvo; no quiero ser tenido por
servidor tan afecto ni tan leal que se me reconozca apto para
vender a nadie; quien es infiel para consigo mismo lo es
también fácilmente para su dueño. Pero son
príncipes que no aceptan a los hombres a medias y que
menosprecian los servicios limitados y acondicionados. Así
pues, no hay remedio posible, y yo les declaro francamente mis
linderos, pues sólo de mi razón debo ser esclavo, y
aun a esto no me resigno fácilmente. También los
soberanos se engañan al exigir de un hombre libre una
sujeción y una obligación tales para su servicio
que aquel a quien elevaron y compraron tiene su fortuna
particularmente comprometida con la de ellos. Las leyes
quitáronme de encima un gran peso considerándome
como de un partido y habiéndonle dado un señor;
toda superioridad y obligación distintas deben con
ésta relacionarse y resolverla. Lo cual no significa que,
si mis afecciones me hicieran conducir de diferente modo, ya
cortara incontinenti por lo sano; la voluntad y los deseos se
procuran leyes por sí mismos; las acciones las reciben de
la pública ordenanza.

Este proceder mío se encuentra algo alejado de
nuestras usanzas, pero no serviría para producir grandes
efectos ni persistiría tampoco. La inocencia misma, no
podría en los momentos actuales ni negociar entre nosotros
sin disimulo, ni comerciar sin mentira, de suerte que en manera
alguna son de mi cuerda las ocupaciones públicas; lo que
mi estado requiere de éstas provéolo de la manera
más privada que me es dable. Cuando niño me
zambulleron en ellas hasta las orejas, y así
aconteció que me desprendí tan a los comienzos.
Después evité frecuentemente el inmiscuirme; rara
vez las acepté y no los solicité jamás;
viví con la espalda vuelta a la ambición, si no
como los remeros que avanzan de ese modo a reculones, de tal
suerte que de no haberme embarcado estoy menos reconocido a mi
resolución que a mi buena estrella, pues hay caminos menos
enemigos de mi gusto y más en armonía con mis
facultades, merced a los cuales si el destino me hubiera llamado
antaño al servicio público y a mi avanzamiento para
con el crédito del mundo, sé que hubiera traspuesto
la razón de mis discursos para seguirlos. Los que
comúnmente aseguran, contra mi dictamen, que lo que yo
llamo franqueza, simplicidad e ingenuidad en mis costumbres es
arte y refinamiento, y más bien prudencia que bondad,
industria que naturaleza, y buen sentido que sino dichoso,
suminístranme más honor del que me quitan; mas por
descontado llevan mi fineza a un gran extremo. A quien de cerca
me hubiera seguido y espiado daríale la razón, a
menos que no confesara serle imposible con todos los artificios
de la escuela a que pertenece, simular el movimiento natural que
distingue mi proceder, y mantener una apariencia de licencia y
libertad tan igual e inflexible por caminos tan torcidos y
diversos, por donde toda su atención y artificios no
acertaría a conducirle. La vía de la verdad es una
y simple; la del provecho particular y la de la comodidad de los
negocios que a cargo se tienen, doble desigual y fortuita. No son
nuevas para mi esas licencias artificiales y contrahechas que
casi nunca el éxito corona, las cuales muestran a las
claras la imagen del asno de Esopo, quien, por emulación
del perro, se lanzó alegremente con las patas delanteras
sobre los hombros de su amo; pero en vez de las prodigadas
caricias del can, el asno recibió paliza doble: id maxime
queinque decet, quod est cujusque suum maxime. Yo no quiero, sin
embargo, apartar a las malas artes del rango que les pertenece;
esto sería mal comprender el mundo; yo sé que el
engaño sirvió frecuentemente de provecho y que
mantiene y alimenta la mayor parte de los oficios de los hombres.
Vicios hay legítimos, como acciones buenas y excusables
ilegítimas.

La justicia en sí, la natural y universal,
está de otra manera ordenada, más noblemente que la
otra especial, nacional y sujeta a las necesidades de nuestras
policías: Veri juris germanaeque justitiae solidam et
expressam effigiem nullam tenemus; umbra et imaginibus utimur: de
tal suerte que el sabio Dandamys, oyendo relatar las vidas de
Sócrates, Pitágoras y Diógenes, juzgolos
como a grandes personajes en todo otro respecto, pero demasiado
apegados a la obediencia de las leyes, para autorizar y secundar
las cuales la virtud verdadera tiene mucho que aflojar su vigor
original; y no sólo las leyes consienten numerosas
acciones viciosas, sino que también las aprueban: ex
senatus consultis plebisquescitis scelera exercentur.Yo sigo el
lenguaje corriente, que establece diferencia entre las cosas
útiles y las honradas, de tal suerte que algunos actos
naturales, no solamente útiles sino necesarios, los nombra
deshonestos y puercos.

Pero continuemos nuestro ejemplo de la traición.
Dos pretendientes a la corona de Tracia sostenían rudo
debate sobre sus derechos respectivos, y el emperador Tiberio
pudo evitar que llegaran a las manos; mas uno de ellos, so
pretexto de pactar un convenio, propuso una entrevista a su
contrincante para festejarle en su casa, y le aprisionó y
mató. Requería la justicia que los romanos pidieran
cuenta estrecha de este crimen, mas la dificultad impedía
para ello las vías ordinarias; lo que no podían
llevar a cabo sin resolución ni riesgos, hiciéronlo
empleando la traición; ya que no honrada obraron
útilmente; para esta empresa se encontró propicio
un tal Pomponio Flaco, quien bajo fingidas palabras y seguridades
simuladas, atrajo al matador a sus redes, y en vez del honor y
favor que le prometía le envió a Roma atado de pies
y manos. Un traidor traicionó a otro, contra lo que
ordinariamente acontece, pues los tales viven llenos de
desconfianza y es difícil sorprenderlos echando mano de
sus propias artes, como prueba la dura experiencia de que
acabamos de ser testigos.

Ejerza de Pomonio Flaco quien lo tenga a bien; muchos
habrá que no lo rechacen; por lo que a mí toca, mi
palabra y mi fe son, como todo lo demás, piezas de este
común cuerpo; el mejor papel que pueden desempeñar
es el bien público; para mí en esto no hay duda
posible. Mas como al ordenarme que tomara a mi cargo el gobierno
de los tribunales y litigios respondería: «Soy lego
en la materia», si se me encargara el de capataz de peones
diría: «Me corresponde otro papel más
honorífico.» De la propia suerte, a quien quisiera
emplearme en mentir, traicionar y perjudicar en pro de
algún servicio señalado, y no digo ya asesinar y
envenenar, le respondería: «Si yo he rogado o
hurtado a alguien, que me envíen mejor a galeras»;
pues es lícito a un hombre de honor hablar como los
lacedemonios cuando vencidos por Antipáter repusieron a
las medidas de este: «Podéis echar sobre nuestros
hombros cuantas cargas aflictivas y perjudiciales os vengan en
ganas; mas en cuanto a la comisión de acciones vergonzosas
y deshonrosas perderéis vuestro tiempo
ordenándonoslas.» Cada cual debe jurarse a sí
mismo lo que los reyes de Egipto hacían jurar solemnemente
a sus jueces, o sea «que no se desviarían de su
conciencia frente a ninguna orden de aquéllos
recibida». Semejantes comisiones suponen signos evidentes
de ignominia y condenación; quien os las encomienda os
acusa y os las procura, si no sois ciegos para vuestra carga y
delito. Cuanto los negocios públicos mejoran por vuestra
acción, empeoran los vuestros; obráis tanto peor
cuanto con destreza mayor trabajáis, y no será
sorprendente, pero si algún tanto justiciero que ocasione
vuestra ruina el mismo que la traición os
encomendó.

Si ésta puede ser en algún caso excusable,
lo es exclusivamente cuando se emplea en castigar y vender la
traición misma. Constantemente se realizan perfidias no
solamente rechazadas, sino también castigadas por aquellos
mismos en favor de quienes fueron emprendidas.
¿Quién ignora la sentencia de Fabricio contra el
médico de Pirro?

Acontece más todavía en este sentido. Tal
hubo que ordenó una traición que luego la
vengó vigorosamente sobre el mismo que en ella empleara,
rechazando un crédito y un poder tan desenfrenados y
desaprobando una servidumbre y una obediencia tan abandonada y
tan cobarde. Jaropelc, duque ruso, ganó a un gentilhombre
de Hungría para vender al rey de Polonia Boleslao
haciéndolo morir o procurando a los rusos el medio de
inferirle algún grave daño. Condújose el
traidor en hombre hábil, consagrándose, con todas
sus fuerzas al servicio del rey y logrando figurar en su consejo
entre los más leales. Con semejantes ventajas y
aprovechando la ausencia del soberano, entregó a los rusos
a Vislieza, ciudad grande y rica, que fue enteramente, saqueada y
quenada con degollina general no sólo de sus habitantes,
de uno y otro sexo y edad, sino también de casi toda la
nobleza a quien había cerca congregado para este fin
Jaropolc. Aplacadas ya su cólera y venganza (que no
carecían de fundamento, pues Boleslao le había
duramente ofendido con una acción semejante), harto ya con
el fruto de la traición, como se pusiera a considerarla en
toda su fealdad desnuda y monda y a mirarla con vista sana y por
la pasión no perturbada, se dejó ganar tanto por
los remordimientos y el asco para quien la realizó, que le
hizo saltar los ojos y cortar la lengua y las partes
vergonzosas.

Antígono sobornó a los soldados
argiráspides para que le hicieran entrega de Eumenes,
general de aquéllos, mas apenas le hubo dado muerte, al
punto de comparecer ante su presencia deseó ser él
mismo ejecutor de la justicia divina para castigo de un crimen
tan odioso, y puso a los hacedores del mismo en manos del
gobernador de la provincia, con expresa orden de hacerlos perecer
de cualquier modo que fuese. Así aconteció en
efecto, pues de tan gran número como eran, ninguno
respiró después el aire de Macedonia. Cuanto mejor
había sido servido, con mayor maldad encontró que
lo fue y de modo más digno de expiación.

El esclavo que descubrió el escondrijo de Publio
Sulpicio fue puesto en libertad conforme a la promesa de la
prescripción de Sila, pero según el parecer del
público, libre y todo como ya se encontraba, se le
precipitó de lo alto de la roca Tarpeya.

Los que compran a los traidores los ahorcan luego con la
bolsa colgada al cuello; satisfechos ya sus instintos
secundarios, cumplen los primeros que la conciencia dicta, que
son los más sagrados.

Queriendo Mahomed II deshacerse de su hermano por
envidia de su poder, echó mano para ello, según la
costumbre de la raza, de uno de sus oficiales, el cual
sofocó a aquel y le ahogó haciéndole tragar
de golpe gran cantidad de agua. Muerto ya, el fratricida puso al
matador en manos de la madre del muerto, para expiación
del crimen, -pues no eran hermanos sino de padre-, quien le
abrió el pecho, y revolviendo con sus manos le
arrancó el corazón para pasto de los perros. Y
nuestro rey Clodoveo, en lugar de las doradas armas que les
prometiera, mandó ahorcar a los tres servidores de Canacre
en cuanto de él le hubieron hecho entrega, como se lo
había ordenado. Y aún a los mismos cuya conciencia
no peca de escrupulosa, les es dulce después de haber
recogido el fruto de una acción criminal poder realizar
algún rasgo de bondad y de justicia, como por
compensación y corrección de conciencia. Consideran
además a los ministros de tan horribles fechorías
como agentes que se las echan en cara, y con la muerte de ellos
buscan el medio de ahogar el conocimiento y testimonio de
acciones tan horrendas. Y si por acaso un malvado alcanza
recompensa para no frustrar la necesidad pública de este
último desesperado remedio, quien de él echa mano
no deja de consideraros, si no lo es él mismo, como un
hombre maldito y execrable, más traidor que aquel contra
quien obrasteis, pues tocará la malignidad de vuestro
valor que vuestras manos realizaron sin rechazarlo ni oponerse; y
de la propia suerte os emplea que a los hombres perdidos se
encomiendan las ejecuciones de la justicia, que es carga tan
necesaria como poco honrosa. A más de la vileza propia de
tales comisiones, suponen éstas la prostitución de
la conciencia. No pudiendo ser condenada a muerte la hija de
Sejano, por ser virgen, conforme a ciertas formalidades
jurídicas de Roma, fue, para aplicar la ley, forzada por
el verdugo antes de ser estrangulada. No ya sólo la mano
del traidor, también su alma es esclava de la comodidad
pública.

Cuando Amurat I para agravar el castigo contra sus
súbditos, que habían ayudado a la parricida
rebelión de su hijo contra él, ordenó que
sus parientes más cercanos coadyuvaran a su designio,
encuentro honradísimo que algunos de ellos prefirieran
mejor ser injustamente considerados como culpables del parricidio
ajeno, que no desempeñar la justicia con el parricida
auténtico; y cuando en mi tiempo, por algunas bicocas
asaltadas, he visto a ciertos cobardes para resguardar su pellejo
consentir buenamente en ahorcar a sus amigos y consortes, los he
considerado como de peor condición que a los ahorcados
mismos. Dícese que Witolde, príncipe de Lituania,
introdujo en su nación la costumbre de que un condenado a
muerte pudiera quitarse la vida, encontrando extraño que
un tercero, inocente de la falta, echara sobre sus hombros la
realización de un homicidio.

Cuando una circunstancia urgente o algún
accidente impetuoso e inopinado de las necesidades
públicas obligan al soberano a faltar a su palabra y a
violar su fe, o de cualquier otro modo le lanzan fuera de su
deber ordinario, debe atribuir esta necesidad a cosa de la
voluntad divina. Y en ello no puede haber vicio, pues
abandonó su razón por otra más universal y
poderosa; pero con todo no deja de ser desdicha. De tal suerte
así lo miro, que a cualquiera que me preguntara:
«¿Qué remedio?» «Ninguno,
respondería yo; si se vio realmente atormentado entre
aquellos dos extremos, sed videat, ne quaeratur latebra perjurio,
érale preciso obrar; mas si lo hizo sin duelo, si no se
siente apesadumbrado, si no es de que su conciencia está
enferma.» Aun cuando se encontrase alguien de conciencia
tan meticulosa y tierna, a quien ninguna curación
pareciera digna de tan penoso remedio, no por ello le
tendría yo en menor estima; de ningún modo
acertaría a perderse que fuera más excusable y
decoroso. Nosotros no lo podemos todo. Así como
así, precisamos frecuentemente como áncora de
salvación encomendar la última protección de
nuestra nave a la sola dirección del cielo. ¿Y para
qué necesidad más justa se reservaría este
recurso? ¿Ni qué le es menos posible cumplir que lo
que realizar no puede sino a expensas de su fe y honor, cosas que
a las veces deben serle más caras que su propia
salvación y la de su pueblo? Cuando con los brazos quedos
llame a Dios simplemente en su ayuda, ¿por qué no
ha de aguardar que la bondad divina no rechace el favor
sobrenatural de su mano a una mano pura y justiciera? Son
éstos peligrosos ejemplos, enfermizas y raras excepciones
en nuestras reglas naturales; preciso es ceder ante ellos, mas
con moderación y circunspección grandes: ninguna
utilidad privada puede haber tan digna para que infrinjamos este
esfuerzo a nuestra conciencia; la pública lo merece cuando
el caso es justo o importante la magnitud de lo que se
salva.

Timoleón se resguardó oportunamente de su
acción peregrina con las lágrimas que
derramó recordando que su mano fratricida había
acabado con el tirano. Espoleó justamente su conciencia la
necesidad de comprar el bienestar público a expensas de la
honradez de sus costumbres. El senado mismo, desligado de la
servidumbre por ese medio, no se atrevió redondamente a
decidir de un hecho tan capital y tan magno, desgarrado como se
sentía por los dos rudos y encontrados aspectos; mas como
los siracusanos solicitaran precisamente en aquel momento la
protección de los corintios y un jefe capaz de convertir
su ciudad a su dignidad primera limpiando a Sicilia de algunos
tiranuelos que la oprimían, eligieron a Timoleón
declarándole de una manera terminante «que
según se condujera bien o mal en su empresa, sería
absuelto o condenado como libertador de su país o como
asesino de su hermano». Esta singular conclusión
encuentra alguna excusa en el ejemplo e importancia de un hecho
tan extraño; y obraron con cordura los jueces
descargándole de la sentencia, o apoyándole, no en
la propia conciencia sino en consideraciones secundarias. Las
hazañas de Timoleón en este viaje hicieron muy
luego su causa más clara, ¡con tanta dignidad y
esfuerzo se condujo en todo! La dicha que le
acompañó en las contrariedades que tuvo que allanar
en tan noble liza, pareció serle enviada por los dioses,
conspiradores favorables de su justificación.

El fin de éste es perdonable si hay alguno que de
semejante índole pueda serlo, mas el beneficio del aumento
de las rentas públicas que sirvió de pretexto al
senado romano para realizar la asquerosa acción que voy a
recitar, no es suficientemente poderoso para llevar a cabo
semejante injusticia. Algunas ciudades se habían rescatado
por dinero y alcanzado la libertad con orden y consentimiento del
senado, del poder de Sila; mas como luego la cosa cayera de nuevo
en disquisición, el mismo senado condenolas de nuevo a
pagar impuestos como antaño los habían pagado y el
dinero que destinaran a rescatarse quedó perdido para
ellas. Las guerras civiles dan frecuentemente lugar a feos
ejemplos: castigamos a los particulares porque nos prestaron
crédito cuando éramos otros; un mismo magistrado
hace cargar la pena de su propia mutación a quien ya no
puede más; el maestro azota a su discípulo en
castigo a su docilidad, y lo mismo el clarividente al ciego.
¡Monstruosa imagen de la justicia!

La filosofía encierra preceptos falsos y
maleables. El ejemplo que se nos propone para que hagamos
prevalecer la autoridad privada y la fe prometida no recibe
suficiente peso por la circunstancia que algunos alegan; por
ejemplo: los ladrones os han atrapado, y al punto puesto en
libertad mediante el juramento del pago de cierta suma; pues
bien, es error el declarar que un hombre de bien cumplirá
con su fe escapando sin ajustar cuentas en cuanto se vea libre de
los malhechores. Lo que el temor me hizo querer una vez estoy
obligado a quererlo despojado de temor; y aun cuando el miedo no
hubiera forzado más que mi lengua, dejando libre la
voluntad, todavía estoy obligado a mantenerme firmemente
en mi palabra. Cuando ésta sobrepujó en mí
alguna vez inconsideradamente mi pensamiento, como caso de
conciencia consideré por lo mismo desaprobarla. A proceder
de otra suerte, paulatinamente iríamos aboliendo todo
derecho que un tercero fundamentara en nuestras promesas y
juramentos. Quasi vero forti viro vis possit adhiberi.
Sólo en el siguiente caso tiene fundamento el
interés privado para excusarnos de faltar a la promesa: si
ésta consiste en algo detestable e inicuo de suyo, pues
los fueros de la virtud deben prevalecer siempre sobre los de
nuestra obligación.

En otra ocasión acomodé a Epaminondas en
el primer rango entre los hombres relevantes, y de mi aserto no
me desdigo. ¿Hasta dónde no elevó la
consideración de su particular deber? Jamás
quitó la vida a ningún hombre a quien venciera, y
aun por el inestimable bien de procurar la libertad a su
país hacía caso de conciencia de asesinar al tirano
o a sus cómplices, sin emplear las formalidades de la
justicia; juzgaba perverso a un hombre, por eximio ciudadano que
fuera, si en la batalla no era humano con su amigo y con su
huésped. Alma de rica composición, casaba con las
acciones humanas más rudas y violentas la humanidad y la
bondad, hasta las más exquisitas que hallarse puedan en la
escuela de la filosofía. En medio de aquel vigor tan
magno, tan extremo y obstinado contra el dolor, la muerte y la
pobreza, ¿fueron la naturaleza o la reflexión lo
que le enternecieron hasta arrastrarle a una dulzura
increíble y a una bondad de complexión sin
límites? Sintiendo horror por el acero y la sangre, va
rompiendo y despedazando una nación invencible para todos
menos para él, y sumergido en tan tremenda liza evita el
encuentro de su amigo y de su huésped. En verdad él
solo dominaba bien la guerra, puesto que la hacía soportar
el freno de la benignidad en lo más ardiente e inflamado
de la refriega, toda espumante de matanzas y furor. Milagro es
juntar a tales acciones alguna imagen de justicia, mas
sólo a Epaminondas pertenece la rigidez de poder llevar a
ellas la dulzura y benignidad de las más blandas
costumbres, y hasta la pura inocencia: y donde el uno dice a los
mamertinos «que los estatutos no rezan con los hombres
armados», el otro al tribuno del pueblo «que el
tiempo de la justicia y de la guerra eran distintos», y el
tercero «que el ruido de las armas le imposibilitaba
oír la voz de las leyes», Epaminondas escuchaba
hasta los acentos de la civilidad y los de la pura
cortesía. ¿Había adoptado de sus enemigos la
costumbre de hacer ofrendas a las musas, camino de la guerra,
para templar con su dulzura y regocijo la furia ruda y marcial?
En presencia de las enseñanzas de un tal preceptor no
temamos el creer que hay algo de ilícito al obrar contra
nuestros mismos enemigos, y que el interés común no
debe requirirlo todo de todos contra el interés privado;
manente memoria, etiam in dissidio publicorum foederum, privati
juris; Et nulla potentia vires praestandi, ne quid peccet amicus,
habet; y que ni todas las cosas son laudables a un hombre de bien
por el servicio de su rey ni por la causa general de las leyes;
non enim patria proestat omnibus officiis… et ipsi conducit
pios habere cives in parentes. Instrucción es ésta
propia al tiempo en que vivimos: no tenemos necesidad de
endurecer nuestros ánimos con las hojas de las espadas;
basta que nuestros hombros sean resistentes; basta mojar nuestras
plumas en la tinta sin sumergirlas en la sangre. Si es grandeza
de alientos y efecto de una virtud rara y singular el
menospreciar la amistad, las obligaciones privadas, la palabra y
el parentesco en pro del bien común y obediencia del
magistrado, basta y sobra para que de ello nos excusemos
considerando que es una grandeza que no pudo tener cabida en la
magnitud de ánimo de un Epaminondas.

Yo abomino las rabiosas exhortaciones de esta alma
turbulenta:

. . .Deum tela micant, non vos pietatis imago ulla, nec
adversa conspecti fronti parentes commoveant; vultus gladio
turbate verendos.

Despojemos a los perversos, a los sanguinarios y a los
traidores de este pretexto de razón. Abandonemos esa
justicia atroz o insensata, y atengámonos a la conducta
humana. ¡Cuantísimo pueden para lograrlo el tiempo y
el ejemplo! En un encuentro de la guerra civil contra Cina un
soldado de Pompeyo mató a su hermano sin pensarlo, el cual
pertenecía al partido contrario, y el dolor junto con la
vergüenza le hicieron morir a su vez; años
después, en otra guerra civil de ese mismo pueblo, otro
soldado, por haber matado también a su hermano,
pidió una recompensa a sus capitanes.

Mal se argumenta el honor y la hermosura de una
acción pregonando su utilidad; y se concluye mal estimando
que todos a ella permanecen obligados, suponiendo que es honrada
en particular porque es útil en general:

Omnia non pariter rerum sum omnibus apta.

Elijamos la más necesaria y provechosa a la
humana sociedad; ésta será sin duda el matrimonio;
sin embargo, el parecer de los santos reconoce más
conveniente el partido contrario, excluyendo de aquel el vivir
más venerable de los hombres, como nosotros destinamos a
las yeguadas a los caballos de menor valía.

Capítulo II

Del
arrepentimiento

Los demás forman al hombre: yo lo recito como
representante de uno particular con tanta imperfección
formado que si tuviera que modelarle de nuevo le trocaría
en bien distinto de lo que es: pero al presente ya está
hecho. Los trazos de mi pintura no se contradicen, aun cuando
cambien y se diversifiquen. El mundo no es más que un
balanceo perenne, todo en él se agita sin cesar,
así las rocas del Cáucaso como las pirámides
de Egipto, con el movimiento general y con el suyo propio; el
reposo mismo no es sino un movimiento más lánguido.
Yo puedo asegurar mi objeto, el cual va alterándose y
haciendo eses merced a su natural claridad; tómolo en este
punto, conforme es en el instante que con él converso. Yo
no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio; y no lo
transitorio de una edad a otra, o como el pueblo dice, de siete
en siete años, sino de día en día, de minuto
en minuto: precisa que acomode mi historia a la hora misma en que
la refiero, pues podría cambiar un momento después;
y no por acaso, también intencionadamente. Es la
mía una fiscalización de diversos y movibles
accidentes, de fantasías irresueltas, y contradictorias,
cuando viene al caso, bien porque me convierta en otro yo mismo,
bien porque acoja los objetos por virtud de otras circunstancias
y consideraciones, es el echo que me contradigo
fácilmente, pero la verdad, como decía Demades,
jamás la adultero. Si mi alma pudiera tomar pie, no me
sentaría, me resolvería; mas constantemente se
mantiene en prueba y aprendizaje.

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