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Ensayo como forma literaria (página 10)



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¿Quién no dirá que las glosas
aumentan las dudas y la ignorancia, puesto que no se ve
ningún libro humano ni divino, con el que el mundo se
ataree, cuya interpretación acabe con la dificultad? El
centésimo comentario se remite al que le sigue, que luego
es más espinoso y escabroso que el primero. Cuando
convenimos que un libro tiene bastantes, ¿nada hay ya que
decir sobre él? Esto de que voy hablando se ve más
patente en el pleiteo: otórgase autoridad legal a
innumerables doctores y decretos, así como a otras tantas
interpretaciones; ¿reconocemos, sin embargo, algún
fin o necesidad de interpretar? ¿Se echa de ver con ello
algún progreso y adelantamiento hacia la tranquilidad?
¿Nos precisan menos abogados y jueces que cuando este
promontorio jurídico permanecía todavía en
su primera infancia? Muy por el contrario, obscurecemos y
enterramos la inteligencia del mismo; ya no lo descubrimos sino a
merced de tantos muros y barreras. Desconocen los hombres la
enfermedad natural de su espíritu, el cual sólo se
ocupa en bromear y mendigar; va constantemente dando vueltas,
edificando y atascándose en su tarea, como los gusanos de
seda, para ahogarse; mus in pice: figúrase advertir de
lejos no sé qué apariencia de claridad y de verdad
imaginarias, pero mientras a ellas corro, son tantas las
dificultades que se atraviesan en su camino, tantos los
obstáculos y nuevas requisiciones, que éstos acaban
por extraviarle y trastornarle. No de otro modo aconteció
a los perros de Esopo, los cuales descubriendo en el mar algo que
flotaba semejante a un cuerpo muerto, y no pudiendo acercarse a
él, decidieron beber el agua para secar el paraje, y se
ahogaron. Con lo cual concuerda lo que Crates decía de los
escritos de Heráclito, o sea «que habrían
menester un lector que fuera buen nadador», a fin de que la
profundidad y el peso de su doctrina no lo tragaran y sofocaran.
Sólo la debilidad individual es lo que hace que nos
contentemos con lo que otros o nosotros mismos encontramos en
este perseguimiento de la verdad; uno más diestro no se
conformará, quedando siempre lugar para un tercero,
igualmente que para nosotros mismos, y camino por donde quiera.
Ningún fin hay en nuestros inquirimientos; el nuestro
está en el otro mundo. El que un espíritu se
satisfaga, es signo de cortedad o de cansancio. Ninguno que sea
generoso se detiene en cuanto emplea su propio esfuerzo; pretendo
siempre ir más allá, transponiendo sus fuerzas;
posee vuelos que exceden, que sobrepujan los efectos: cuando no
adelanta, ni se atormenta ni da en tierra, o no choca ni da
vueltas, no es vivo sino a medias; sus perseguimientos carecen de
término y de forma; su alimento se llama
admiración, erradumbre, ambigüedad. Lo cual
acreditaba de sobra Apolo hablándonos siempre con doble
sentido, obscura y oblicuamente; no saciándonos, sino
distrayéndonos y atareándonos. Es nuestro
espíritu un movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni
mira: sus invenciones se exaltan, se siguen y se engendran las
unas a las otras:

Ainsi veoid on, en un ruisseau
coulant, sans fin l'une eau aprez l'altre roulant; et tout le
reng, d'un eternel conduict, l'une suyt l'aultre, et l'une
l'aultre fuyt. par cetle cy celle la est poulsee, et cette cy par
l'aultre est devancee, tousjours l'eau va dans l'eau; et
tousjours est ce mesme ruisseau, et tousjours eau
diverse.

Da más quehacer interpretar las interpretaciones
que dilucidar las cosas; y más libros se compusieron sobre
los libros que sobre ningún otro asunto: no hacemos
más que entreglosarnos unos a otros. El mundo hormiguea en
comentadores; de autores hay gran carestía. El primordial
y más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste
en acertar a entender a los sabios? ¿no es éste el
fin común y último de todo estudio? Nuestras
opiniones se injertan unas sobre otras; la primera sirve de
sostén a la segunda, la segunda a la tercera; así,
de grado en grado, vamos escalonándolas, por donde
acontece que el que ascendió más alto
frecuentemente atesora mayor honor que mérito, pues no
ascendió sino en el espesor de un grano de mijo sobre los
hombros del penúltimo.

¡Cuán frecuente, y torpemente
quizás, amplifiqué yo mi libro hablando de
él mismo! Torpemente, aun cuando no fuera más que
por la sencilla razón que debiera moverme a acordarme de
lo que digo de aquellos que hacen otro tanto, o sea: «que
esas ojeadas tan frecuentes a su obra son testimonio de un
corazón estremecido de puro amor; y hasta las asperezas
del menosprecio con que la combaten, no son sino melindres y
afectaciones enconados de un sentimiento maternal»,
según Aristóteles, para quien avalorarse y
menospreciarse, nacen a veces de arrogancia semejante. La excusa
que yo presento de «que debo disfrutar en aquello mismo
libertad mayor que los demás, puesto que ex profeso
escribo de mí y de mis escritos, como de mis demás
acciones, y que mis argumentos se revelen contra mí
mismo», ignoro si alguien la tomará en
consideración para disculparme.

En Alemania he visto que Lutero ha dejado tantas
divisiones y altercaciones sobre la interpretación de sus
ideas, y más todavía de las que promovió
sobre la Santa Escritura. Nuestro cuestionar es puramente verbal:
yo pregunto, por ejemplo, lo que es Naturaleza, Voluptuosidad,
Círculo y Sustitución; la cosa no depende sino de
palabras, y con ellas se paga. Una piedra es un cuerpo: mas quien
apurase siguiendo, «y cuerpo ¿qué es? –
Sustancia.- ¿Y sustancia?», y así
sucesivamente, acorralaría por fin al que respondiera en
los confines de su calepino. Una palabra se cambia por otra, a
veces más desconocida que la primera; conozco mejor lo que
es Hombre, que no lo que es Animal, Mortal o Racional. Para
aclarar una duda se me propinan tres; es la cabeza de la hidra.
Sócrates preguntaba a Memnón:
«¿Qué era virtud?» -Hay, decía
Memnón, virtud de hombre y de mujer; de funcionario y de
hombre privado, de niño y de anciano. -¡Buena es
ésa! exclamó Sócrates, buscábamos una
virtud y nos presentas un enjambre.» Comunicamos una
cuestión, y se nos facilita una colmena. De la propia
suerte que ningún acontecimiento ni ninguna forma se
asemejan exactamente a otras, así ocurre que ninguna cosa
difiere de otra por completo: ¡ingeniosa mezcolanza de la
naturaleza! Si nuestras caras no fueran semejantes, no
podría discernirse el hombre de la bestia; si no fueran
desemejantes, tampoco se acertaría a distinguir, el hombre
del hombre; todas las cosas se ligan mediante alguna similitud;
todo ejemplo cojea, y la relación que por la experiencia
se alcanza, es siempre floja e imperfecta. Júntanse de
todos modos las comparaciones por algún cabo así
también las leyes se adaptan a nuestros negocios a
expensas de alguna interpretación apartada, obligada y
oblicua.

Puesto que las leyes morales, cuya mira es el deber
particular de cada uno en sí, son tan difíciles de
establecer como por experiencia tocamos, no es maravilla que las
que gobiernan el conjunto lo sean más aún.
Considerad la índole de esta justicia que nos rige, la
cual es un verdadero testimonio de la humana debilidad: tan
grande es la contradicción y el error que alberga. Lo que
nosotros creemos favor o rigor en la justicia, y reconocemos
tanto que no sé si con el término medio se tropieza
con igual frecuencia, no son sino partes enfermizas y miembros
injustos del cuerpo mismo y esencia de ella. Unos campesinos
acaban de advertirme apresuradamente que han dejado en un bosque
de mi pertenencia a un hombre acribillado de heridas, que
todavía respira, y que por piedad les ha pedido agua, y
socorro para que le levantaran: ellos dicen que ni siquiera
osaron acercarse a él, y han huido, temiendo que las
gentes de justicia los atraparan, y que como ocurre cuando se
encuentra a alguien junto a un muerto, los obligaran a dar cuenta
del sucedido para la cabal ruina de todos, puesto que carecen de
capacidad y dinero con que defender su inocencia.
¿Qué los hubiera yo repuesto? Es ciertísimo
que ese deber de humanidad les hubiera colocado en un
aprieto.

¿Cuántos inocentes no hemos descubierto
que fueron castigados hasta sin culpa de los jueces, y
cuántos más que no descubrimos? El hecho siguiente
ocurrió en mi tiempo. Algunos fueron condenados a muerte
por homicidio; la sentencia si no dictada fue al menos en
principio acordada. Así las cosas, ocurre que los jueces
son advertidos por los magistrados de mi tribunal subalterno
vecino, de que guardar algunos prisioneros, quienes confiesan
resueltamente el homicidio, llevando al proceso una claridad
indudable. Delibérase si a pesar de ello, se debe
interrumpir y diferir la ejecución de la sentencia emitida
contra los primeros; considérase la novedad del ejemplo, y
su consecuencia, para suspender los juicios; que la condena fue
jurídicamente sentada, y los jueces de arrepentimiento
exentos. En suma, aquellos pobres diablos, se sacrifican a las
fórmulas de la justicia. Filipo (o algún otro)
proveyó a un inconveniente parecido de la manera
siguiente: había condenado a un hombre a pagar a otro
recias multas, por virtud de un juicio bien determinado, y como
la verdad se hallara algún tiempo después, viose
que el juicio había sido injusto. De un lado estaba la
razón de la causa, de otro la razón de las formas
judiciales: el rey satisfizo en cierto modo a ambos, dejando la
sentencia en su primitivo estado y recompensado con su bolsillo
los perjuicios del lesionado. Pero este accidente era reparable;
los individuos de que hablo fueron irreparablemente ahorcados.
¡Cuántas condenas he visto más criminales que
el crimen mismo!

Esto trae a mi memoria aquellas opiniones antiguas:
«Que es fuerza ejecutar males particulares a quien quiere
obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas
pequeñas a quien pretende hacer justicia en las grandes;
que la justicia humana se formó o modeló con la
medicina, según la cual, todo cuanto es útil, es al
par justo y honrado: y me recuerda también lo que dicen
los estoicos, o sea que la naturaleza misma procede contra la
justicia en la mayor parte de sus obras; y lo que sientan los
cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las
costumbres y las leyes son las que forman la justicia; y lo que
afirman los teodorianos, quienes para el filósofo
encuentran justo el latrocinio, el sacrilegio y toda suerte de
lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos.» La cosa
es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y
jamás me presentaré, en cuanto de mi dependa, ante
ningún hombre que decida de mi cabeza, donde mi honor y mi
vida penden del cuidado e industria de mi procurador, más
que de mi inocencia. Arriesgaríame a semejante justicia
quien considerara el bien obrar y también el malo; donde
me cupiera tanta esperanza como temor: la indemnización no
es recompensa suficiente para un hombre cuya conducta supera al
no incurrir en falta. No nos muestra nuestra justicia más
que una de sus manos, y ésta ni siquiera es la derecha:
quien con ella se las ha, pierde seguramente.

En China, donde las leyes y las artes, sin mantener
comercio ni tener conocimiento de las nuestras, sobrepujan
nuestros ejemplos en muchas partes de excelencia, y cuya historia
me enseña cuánto más amplio es el mundo y
más diverso de lo que los antiguos y nosotros penetramos,
los oficiales comisionados por el príncipe para estudiar
la situación de sus provincias, de la propia suerte que
castigan a los malversadores del erario, también remuneran
con liberalidad cabal a los que se condujeron por cima de lo
ordinario y excedieron el deber que su cargo los imponía:
ante aquéllos se comparece no sólo para responder
de la misión encomendada, sino para adquirir con ella, ni
simplemente para ser remunerado, sino para ser gratificado. A
Dios gracias, ningún juez hasta ahora me habló como
tal, ni por negocio mío ni por el de un tercero, ni
criminal ni civilmente: ninguna prisión me recibió,
ni siquiera para por ella pasearme; la fantasía misma
muéstrame ingrata la vista de tales recintos. Tan loco
estoy de libertad, que si alguien me prohibiera el acceso de
algún rincón de las Indias, viviría en
algún modo contrariado; y mientras encontrara tierra o
aire libres por otras partes, no me estancaría en lugar
donde me fuera necesario ocultarme. Bien sabe Dios que yo
soportaría mal la condición en que veo a tantas
gentes, clavadas en un barrio de estos reinos, privadas de la
entrada en las principales ciudades y cortes y de la
frecuentación de los caminos públicos, por haber
infringido las leyes. Si aquellas a quienes sirvo me amenazaran,
siquiera fuera en lo que monta un grano de anís,
partiría incontinenti en busca de otras, donde quiera que
fuese. Toda mi insignificante prudencia en estas guerras civiles
en que vivimos, encaminada va a que no interrumpan mi libertad de
ir y venir.

Ahora bien, éstas se mantienen en crédito,
no porque sean justas, sino porque son leyes, tal es la piedra de
toque de su autoridad; de ninguna otra disponen que bien las
sirva. A veces fueron tontos quienes las hicieron, y con mayor
frecuencia gentes que en odio de la igualdad, despliegan falta de
equidad; pero siempre fueron hombres, vanos autores o
irresueltos. Nada hay tan grave, ni tan ampliamente sujeto a
error como en leyes, en ellos caen siempre de continuo. Quien las
obedece porque son justas, no lo hace precisamente por donde
seguirlas debe. Las nuestras, francesas, nos dan la mano en
algún modo, merced a su desbarajuste y deformidad para el
desorden y corrupción que vemos en su promulgación
y ejecución: la autoridad es tan turbia o inconstante que
excusa algún tanto la desobediencia, y el vicio de
interpretación en la administración y en la
observancia. Cualquiera que sea, pues, el fruto que de la
experiencia podamos alcanzar, apenas servirá gran cosa a
nuestro régimen el que sacamos de los ejemplos
extraños, si tan mal utilizamos el que de nosotros mismos
tenemos, el cual nos es más familiar y en verdad capaz de
instruirnos en lo que nos precisa. Yo me estudio más que
ningún otro asunto: soy mi física y mi
metafísica.

Qua Deus hauc mundi temperet arte
domum: qua venit exoriens, qua deficit, unde
coactis

cornibuss in plenum menstrua luna
redit; unde salo superant venti, quid flamine captet eurus, et in
nubes unde perennis aqua; sit ventura dies, mundi quae subruat
arces, quaerite, quos agitat mundi labor.

En esta universalidad me dejo ignorante y
negligentemente llevar por la ley general del mundo: de sobra la
sabré cuando la sienta; mi ciencia no puede hacerla mudar
de sendero: no se diversificará por mí; considero
que es locura esperarla y más grande aún apenarse
por ella, puesto que en todo es necesariamente semejante,
pública y común. La bondad y capacidad de
gobernador nos debe pura y plenamente descargo del cuidado del
gobierno: las inquisiciones y contemplaciones filosóficas
sólo sirven de alimento a nuestra curiosidad. Con harta
razón los filósofos nos remiten a los preceptos de
la naturaleza, pero éstos nada tienen que hacer con un
conocimiento tan sublime: ellos lo falsifican,
presentándonos disfrazado el semblante de aquéllos,
subido de color y sofístico en demasía, de donde
nacen tantos retratos diversos de un asunto tan uniforme. Como
nos proveyó de pies para andar, también nos
suministró prudencia para manejarnos en la vida, no tan
ingeniosa, robusta, ni pomposa como la que para nuestro uso
inventaron, sino fácil, queda y saludable; ésta
cumple a maravilla lo que la otra ordena en quien sabe emplearla
de una manera ingenua y ordenada, es decir, de una manera
natural. El más sencillo encomendarse a la naturaleza, es
el más prudente entregarse. ¡Oh, cuán dulce
almohada, blanda y sana es la ignorancia e incuriosidad, para el
reposo de una cabeza bien conformada!

Mejor preferiría entenderme bien conmigo mismo
que no con Cicerón. Con la experiencia que tengo de
mí propio en lo bastante con que hacerme prudente si fuera
buen escolar: quien ingiere en su memoria el exceso de su
cólera pasada y hasta dónde esta fiebre lo
llevó, ve toda la fealdad de esta pasión mejor que
en Aristóteles, y de ella concibe un odio más
justo; quien recuerda los males que lo atormentaron, los que le
amenazaron, las ligeras sacudidas que le cambiaron de un estado
en otro, con ello se prepara a las mutaciones futuras y al
reconocimiento de su condición. La vida de César no
es de mejor ejemplo que la nuestra para nosotros mismos;
emperadora o popular, siempre es una vida acechada por todos los
accidentes humanos. Ecuchémonos vivir, esto es todo cuanto
tenemos que hacer; nosotros nos decimos todo lo que
principalmente necesitamos; quien recuerda haberse
engañado tantas y tantas veces merced a su propio juicio,
¿no es un tonto de remate al no desconfiar de él
para siempre? Cuando por ajenas razones me convenzo de la
evidencia de una falsa opinión, no tanto veo lo que de
nuevo se me ha dicho (flaca adquisición sería),
como en general pienso en mi debilidad y en la traición de
mi entendimiento, de lo cual saco enseñanza para mi
corrección en conjunto. Con todos mis demás errores
hago lo propio, y experimento con esta regla utilidad grande para
la vida: no considero la especie ni el individuo como una piedra
donde haya tropezado, sino que aprendo a desconfiar en todo de
mis remedios, deteniéndome a mejorarlos. Los yerros en que
mi memoria me hizo caer con frecuencia tanta, hasta cuando estuvo
más segura de sí misma, no fueron cabalmente
perdidos: inútil es ahora que me jure y perjure afianzarse
para en adelante: hago con la cabeza la señal de quien
desconfía; el primer reparo que se presenta a su
testimonio me deja, suspenso y no osaría fiarme de ella en
cosa de alguna monta ni fundamentarla en autoridad ajena. Y si no
considerara que en el defecto en que yo incurro por falta de
memoria los otros caen con frecuencia mayor por falta de fe,
cogería, siempre la verdad de la boca del prójimo,
mejor que de la mía, tratándose de hechos. Si cada
cual expiara de cerca los efectos y circunstancias de las
pasiones que le regentan como yo hice con aquellas en que
caí, veríalas venir, procurando hacer un poco
más lenta la impetuosidad y la carrera de las mismas: no
saltan de una vez a nuestra garganta; muéstranse a veces
con gradaciones y amenazas:

Fluctus uti primo caepit quum
albescere vento, paniatim sese tollit mare, et altius undas
erigit, inde imo consurgit ad aethera fundo.

El juicio ocupa en mi un lugar primordial, o al menos
cuidadosamente se estuerza para ello; deja a mis apetitos amplio
campo, así al odio como a la amistad, hasta la que a
mí mismo me profeso, sin alterarlo ni corromperlo: si no
puede reformar las demás partes según él,
por lo menos no se deja deformar por ellas; cumple su
misión aislado.

El advertimiento común «De
conocerse», debe de ser de un importante efecto, puesto que
aquel Dios de ciencia y de luz lo hizo plantar al frente de su
templo como comprensivo de cuanto tenía que aconsejarnos:
Platón dice también que prudencia no es otra cosa
que la ejecución de esta enseñanza; y
Sócrates lo verifica por lo menudo en Jenofonte. Las
dificultades y obscuridades no se descubren en las ciencias sino
por aquellos que las penetraron, pues precisa todavía
algún grado de ver la ignorancia; para saber si una puerta
está cerrada, menester es empujarla; de donde nace esta
sutileza: «Ni los que saben necesitan inquirir, puesto que
saben; ni tampoco los que no saben, puesto que para informarse
precisa saber en lo que se trata de inquirir.» Así
en punto a, «Conocerse a sí mismo», lo de que
todos se muestren tan resueltos y satisfechos, y lo de que cada
cual crea hallarse suficientemente competente, significa que
nadie entiende jota, conforme Sócrates enseña a
Eutidemo. Yo que de otra cosa no hago profesión, en ello
encuentro una profundidad y variedad tan infinitas que en mi
aprendizaje no reconozco otro fruto que el de hacerme sentir
cuánto me queda por aprender. A mi debilidad, tantas veces
reconocida, debo mi inclinación a la modestia, la
sujeción a las creencias que no fueron prescritas, la
constante frialdad y moderación de opiniones, y el odio de
esa arrogancia importuna, y querellosa que en sí se cree,
y todo lo fía, y en sí todo lo confía,
capital enemiga de disciplina y de verdad. Oíd cómo
ejercen de maestros; para las primeras torpezas que anticipan
emplean el estilo de un profeta o el de un legislador. Nihil est
turpius, quam cognitioni et perceptioni assertionem
approbationemque praecurrere. Aristarco decía que
antiguamente apenas si se encontraron siete sabios en el mundo, y
que en su tiempo apenas se encontraban siete ignorantes;
¿no tendríamos nosotros mayor motivo de sentar lo
mismo de nuestro tiempo? La afirmación y testadurez son
signos expresos de torpeza. Quien ha caído de bruces en el
suelo cien veces en un día, vedle al instante sobre sus
espolones sustentado, tan resuelto y cabal como antes:
diríase que al punto le infundieron algún alma y
vigor de entendimiento nuevos y que le acontece lo propio que a
aquel antiguo hijo de la tierra, que alcanzaba nueva firmeza y se
reforzaba con su caída;

Cui quum tetigere parentem, jam
defecta vigent renovato robore membra:

ese indócil porfiado, ¿cree recuperar un
nuevo espíritu emprendiendo una nueva disputa? Por
experiencia propia acuso la humana ignorancia, que es a mi
entender el más serio partido de la mundanal escuela. Los
que en sí mismos no quieren reconocerla, valiéndose
de ejemplo tan vano como el mío, o como el suyo propio,
que la descubran por Sócrates, el maestro de los maestros;
pues Antístenes el filósofo decía a sus
discípulos: «Vamos todos a oírle; ante
él, seré yo discípulo con vosotros»; y
sentando el dogma de su secta estoica, según el cual,
«la virtud basta a hacer la vida plenamente dichosa sin
necesidad de ningún otro aditamento»,
añadía: «si no es de la fuerza de
Sócrates».

Esta dilatada atención que yo pongo en
considerarme me enseña también a juzgar
medianamente de los demás; y pocas cosas hay de que hable
de una manera más dichosa y admisible. Acontéceme
con frecuencia ver y distinguir más exactamente la
condición de mis amigos de lo que ellos la reconocen; a
alguno dejé admirado por la pertinencia de mi
descripción, y de sí mismo le advertí. Por
haberme acostumbrado desde mi infancia a mirar mi vida en la de
los otros adquirí una complexión estudiosa en este
punto, y cuando en ello me empleo, pocas cosas se me escapan en
mi derredor que dejen de ilustrarme: continente, humores,
razonamientos. Todo lo estudio, lo que me precisa fluir como lo
que he menester seguir. Así en mis amigos descubro por el
modo cómo se producen sus inclinaciones internas; y no
para ordenar tan infinita variedad de acciones, tan diversas y
tan recortadas, en ciertos géneros y capítulos, y
distribuir distintamente mis pareceres y divisiones en clases y
regiones conocidas

Sed neque quam multae species, et
nomina quae sint, est numerus.

Los doctos hablan, y denotan sus fantasías
más específicamente y a la menuda: yo que no veo en
ellas sino lo que el uso me informa, sin regla alguna, presento
las mías generalmente a tientas, como aquí formulo
mi sentencia mediante artículos descosidos, como cosa que
no se pueda decir en conjunto ni en montón: la
relación y conformidad no se encuentran en almas como las
nuestras, bajas y comunes. Es la prudencia un edificio
sólido y entero en el cual cada pieza ocupa su rango y
lleva su marca correspondiente: sola sapientia in se tota
conversa est. Yo dejo a los artífices (y no estoy muy
seguro de si logran su empeño en cosa tan complicada,
menuda y fortuita) el ordenar en categorías esta variedad
innumerable de aspectos, detener nuestra inconstancia y
disponerla en orden. No solamente considero difícil el
ligar nuestras acciones las unas a las otras, también
aisladas juzgo poco hacedero el designarlas propiamente, por
alguna cualidad principal: tan dobles son todas ellas y
abigarradas, según el cristal con que se miran. Lo que por
raro se advierte en Perseo, rey de Macedonia, o sea: «que
su espíritu a ninguna condición se sujetaba, sino
que iba errando por todos los géneros de vida y
representando costumbres tan libres en su vuelo y tan vagabundas
que ni él mismo ni los demás conocían
qué clase de hombre fuera», me parece
aproximadamente convenir a todo el mundo y por cima de todos he
visto algún otro de su medida a quien esta
conclusión podría aplicarse todavía
más propiamente, a mi ver. Ninguna posición media;
yendo a dar del uno al otro extremo por causas inadivinables;
ninguna clase de rumbo, sin experimentar contrariedad portentosa;
ninguna facultad completamente buena ni enteramente mala, de tal
suerte que lo más verosímilmente que algún
día pueda representársele será diciendo que
gustaba y estudiaba el darse a conocer por ser desconocido. Hay
que tener oídos bien resistentes para escuchar el juicio
franco de sí mismo; y porque son pocos los que pueden
sufrirlo sin mordedura, los que se determinan a emprenderlo de
nosotros nos muestran una amistad singular, pues es querer
raramente el tomar a su cargo el ofender y el herir para buscar
provecho. Duro es a mi entender el juzgar a aquel cuyas malas
condiciones sobrepujan a las buenas: Platón recomienda
tres cualidades a quien pretende examinar el alma ajena: ciencia,
benevolencia y resolución.

Alguna vez se me ha preguntado para qué me
hubiese reconocido yo apto en el caso de que a alguien se lo
hubiera ocurrido servirse de mí cuando de ello estaba en
edad;

Dum melior vires sanguis dabat,
aemula necdum temporibus geminjis canebat sparsa
senectus:

«A nada», contestaba yo: y me excuso de buen
grado de no saber hacer cosa que a otro me esclavice. Pero
habría dicho las verdades a mi maestro, y hubiera
fiscalizado sus costumbres si él lo hubiese deseado: no en
conjunto, por medio de lecciones escolásticas, que ignoro
por completo (y ninguna enmienda veo nacer en los que las
conocen), sino observándolas paso a paso, con toda
oportunidad, y juzgando a la vista, parte por parte, de manera
sencilla y natural; haciéndole ver quién es
conforme a la opinión común, oponiéndome a
sus cortesanos. Ninguno hay de entre nosotros que no valiera
menos que los reyes si fuera así, continuamente
corrompido, como ellos lo son, por esa canalla de gentes:
¿y cómo si hasta Alejandro, aquel gran monarca y
filósofo, no pudo de ellos libertarse? Yo hubiera
poseído fidelidad bastante y también
resolución de juicio para expresarme con desahogo.
Sería un cargo sin razón de ser en la casa de un
príncipe si así no se desempeñara, no
respondiendo al efecto para que se instituye, y es un papel que
no todos pueden indistintamente desempeñar, pues hasta la
verdad misma carece del privilegio de ser empleada a cada
instante, y en todas las cosas; tan noble como es su causa, tiene
sus circunscripciones y sus límites. Con frecuencia
ocurre, siendo el mundo como es, que se desliza en el oído
de un monarca, no solamente sin provecho, sino también
perjudicial e injustamente; y nadie podrá hacerme creer
que un santo advertimiento no pueda a veces ser viciosamente
aplicado, ni que el interés de la substancia no tenga que
inclinarse en ocasiones al de la fórmula.

Quisiera yo, para este oficio, un hombre contento de su
fortuna,

Quod sit, esse velit; nihilque
malit,

y nacido en situación mediana; con tanta
más razón cuanto que de una arte no temería
tocar viva y profundamente el corazón de su señor
por no desviarse con esta conducta del curso de su carrera; por
otro lado, siendo de aquella condición tendría
más fácil comunicación con toda suerte de
gentes. Quisiera también un solo hombre, pues extender a
varios el privilegio de esta libertad y privanza,
engendraría una perjudicial irreverencia; exigiría,
sobre todo, en el hombre de que hablo la fidelidad y la
reserva.

Un soberano no es de creer cuando se alaba de su firmeza
en aguardar el encuentro del enemigo para su gloria, si para su
provecho y mejoramiento no es capaz de soportar la libertad de
las palabras amigables, cuyo fin no es otro que el de pellizcarle
el oído (el complemento efectivo en su mano está).
Ahora bien; no hay ninguna condición humana que más
haya menester que los reyes de verdaderas y libres advertencias:
pública es su vida, y han de ser gratos a la
opinión de tantos espectadores, mas como se acostumbra a
callarlos cuanto puede apartarlos de la resolución que
formaran, cuando menos lo piensan se muestran sin sentirlo
entregados al odio y execración de sus pueblos por
circunstancias que acaso hubieran podido evitar sin detrimento de
placeres mismos, de haber sido avisados y, desde luego, bien
encaminados. Comúnmente los favoritos miran a sí
mismos más que al soberano y así no les va mal,
pues, a la verdad, casi todos los deberes de la amistad verdadera
se colocan cuando en aquél se emplean en prueba ruda y
peligrosa. De suerte que precisa para con ellos no solamente
mucha afección y franqueza, sino también la
entereza y el ánimo.

En fin, toda esta pepitoria que yo emborrono
aquí, no es más que un registro de las experiencias
de mi vida, la cual, por lo que a la salud interna toca, es
bastante ejemplar, no como un modelo que imitar, sino que evitar;
mas por lo que respecta a la salud corporal, nadie mejor que yo
puede poveer de experiencias más útiles, ni
presentarla pura, en ningún modo corrompida ni adulterada,
por parte ni opinión preconcebidos. En las cosas tocantes
a lo medicina, todo lo puede la experiencia, aun cuando la
razón impere. Decía Tiberio que quien había
vivido veinte años debía estar bien al cabo de las
cosas que le eran perjudiciales o favorables, y saber manejarse
libre de medicinas; lo cual acaso aprendiera en Sócrates,
quien cuidadosamente aconsejaba a sus discípulos como un
estudio principal el estudio de su salud, añadiendo que
era difícil para un hombre de entendimiento que pusiera
reparo en sus ejercicios, en comer y en beber, el no discernir
mejor que cualquier médico lo que era bueno o malo.
Así la medicina hace siempre profesión de mostrar
constantemente la experiencia como piedra de toque de sus
operaciones, y así Platón decía bien al
asegurar que para ser médico verdadero sería
necesario haber pasado por todas las enfermedades que han de
curarse por todas las circunstancias y accidentes de que un
facultativo debe juzgar. Es razón que padezcan el mal
venéreo si pretenden saber curarlo. En las manos de uno
así resolveríame yo encomendarme, pues los otros
nos guían a la manera de aquel artista que pintara los
mares, escollos y los puertos, tranquilamente sentado en su
gabinete, e hiciera pasear la figura de un navío con
seguridad cabal: lanzadle a la realidad, y no sabrá por
dónde se anda. Hacen igual descripción de nuestros
males que el pregonero de la ciudad, cuando grita la
pérdida de un caballo o la de un perro de tal color,
alzada u oreja, a quien, cuando el animal es presentado, le
desconoce por completo sabiendo sus señas puntuales.
¡Pluguiera a Dios que la medicina me procurase algún
día un evidente y buen socorro; entonces gritaría
con buena fe sus milagros,

Tandem efficaci do manus
scientiae!

Las artes que nos prometen mantener el cuerpo en salud y
lo mismo el alma, mucho es lo que nos prometen, así no hay
ningunas otras que más desencanten ni desilusionen. Y en
nuestro tiempo, los que entre nosotros las ejercen, muestran
menos los efectos que todos los demás hombres; puede
decirse de ellos, a lo sumo, que venden drogas medicinales, mas
que sean médicos no puede asegurarse. Yo he vivido
bastante tiempo para poder tener en cuenta el régimen que
tan largo me condujo: para quien quiera gustarlo me presento como
escanciador. He aquí algunos artículos tal como el
recuerdo me los muestra: ninguno de mis humores ha dejado de
cambiar a medida de los accidentes; registro sólo los
más ordinarios, los que me dominaron hasta el momento
actual.

Mi manera de vivir es la misma, cuando sano que cuando
enfermo: reposo en el mismo lecho y a horas idénticas,
tomo los mismos alimentos e igual bebida, y la única
diferencia consiste en la moderación del más o del
menos, según mis fuerzas y apetito. Consiste mi salud en
mantener sin trastorno mi natural estado. Yo veo que la
enfermedad me deja libre de un lado, y, si otorgo crédito
a los médicos me desvían del otro, de suerte que,
por acaso y por arte, héteme fuera de mi camino. Nada
más que esto creo con mayor certeza: que en manera alguna
podrán ocasionarme quebranto las cosas con que me
familiaricé de tan antiguo. La costumbre imprime norma a
nuestra vida, tal cual la place, y todo lo puede en este punto;
es el brebaje de Circe, que diversifica a su antojo nuestra
naturaleza. ¡Cuántas naciones, hasta las situadas a
cuatro pasos de nosotros, consideran ridículo el temor al
sereno, que nos hiere tan sensiblemente! Un alemán enferma
acostándose sobre un colchón, un italiano sobre la
pluma blanda y un francés sin cortinaje ni fuego. El
estómago de un español no soporta nuestra manera de
comer, ni el nuestro el beber a la suiza. Plugiéronme las
palabras de un alemán en Augsburgo el cual censuraba las
molestias de nuestros hogares con iguales argumentos a los de
ordinario por nosotros empleados para condenar sus estufas, pues
a la verdad ese calor estadizo, junto con el olor de la
substancia que las compone, recalentada, aturde a casi todos los
no habituados; a mi no me hace mella, pero por lo demás,
aun siendo el calor igual, constante y general, sin llama ni
humo, y sin el viento, que la abertura de nuestras chimeneas nos
procura, tiene por qué ser con el nuestro comparado.
¿Por qué no imitamos la arquitectura romana?
Dícese que en lo antiguo el fuego no se encendía en
las casas sino por fuera, y al fin de ellas, de donde el calor se
extendía al interior por medio de tubos practicados en el
recio de los muros, los cuales iban a dar a los lugares, que
debían ser calentados, cosa que he visto claramente
manifiesta en Séneca, no recuerdo en qué pasaje.
Como mi alemán me oyera encarecer las comodidades y
hermosura de su ciudad (y eran justas mis alabanzas),
empezó a compadecerme porque tenía que alejarme, y
entre las molestias primeras con que me brindó, figuraba
la pesantez de cabeza que me procurarían las chimeneas en
otras partes. De este mal había oído quejarse a
alguien y me colgaba a mí, privado como estaba por la
costumbre de advertirlo en su país. Todo calor proveniente
del fuego me debilita y amodorra; Eveno decía, sin
embargo, que el mejor condimento de la vida era el fuego: mejor
prefiero yo todo otro modo de escapar al frío.

Tenemos nosotros el vino cuando en los toneles queda
poco, los portugueses constituyen con él sus delicias, y
es entre ellos el brebaje de los príncipes. En
conclusión, cada pueblo tiene algunos usos y costumbre que
son no solamente desconocidos para los demás, sino
también milagros y repulsivos. ¿Qué hacer de
un pueblo que sólo acoge los testimonios impresos, que no
cree a los hombres sino a los libros, ni lo verdadero cuando su
edad no es competente? Dignificamos nuestras torpezas al meterlas
en el molde: para el común de las gentes es de mayor peso
decir: «Lo he leído» que si decís:
«Lo he oído decir.» Pero yo que creo lo mismo
en la boca que en la mano de los hombres; que sé que se
escribe tan indiscretamente como se habla, y que juzgo este siglo
de la propia suerte que cualesquiera otros de los que pasaron, lo
mismo traigo a cuento a un mi amigo que a Macrobio o Aulo Gelio,
y lo que vi como lo que éstos escribieron. Y del propio
modo que la virtud no es más grande por ser más
añeja, creo que la verdad por ser más vieja no es
más prudente. A veces me digo que es torpeza pura lo que
nos hace correr tras los ejemplos extraños y
escolásticos: la fertilidad de éstos es igual en
los momentos en que vivimos que en los tiempos de Homero y
Platón. ¿Mas no es cierto que buscamos más
bien el honor de la alegación que la verdad del
razonamiento? Como si no fuera lo mismo extraer nuestras pruebas
de las oficinas de Vascosan o Plantino que de lo que se ve en
nuestro lugar; o más bien ocurre que carecemos de
espíritu para escudriñar y hacer valer lo que pasa
ante nosotros, y juzgarlo vivamente para convertirlo en ejemplo;
pues si decimos que la autoridad nos falta para dar fe a nuestro
testimonio, expresámonos torcidamente, tanto más
cuanto que a mi entender de las más ordinarias cosas
comunes y conocidas, si a luz supiéramos sacarlas,
podrían formarse los prodigios más grandes de la
naturaleza y los ejemplos más maravillosos, principalmente
en lo tocante a las acciones humanas.

Ahora bien, para volver a mi asunto, y dejando a un lado
los ejemplos antiguos que sé por los libros, y lo que
Aristóteles refiere de Andrón el argiano, sobre que
atravesaba sin catar el agua los áridos desiertos de
Libia, diré que un gentilhombre, el cual
desempeñó dignamente algunos cargos, aseguraba en
mi presencia haber hecho el viaje de Madrid a Lisboa en pleno
estío sin beber gota; para los años que cuenta,
goza de salud vigorosa, y nada de extraordinario ofrece su
género de vida, sino el permanecer dos o tres meses, y a
veces hasta un año, sin probar el agua. Siente sed, pero
la deja pasar, considerando que es un apetito que
fácilmente por sí mismo languidece, y bebe
más bien por capricho que por necesidad o por
placer.

He aquí otro caso. No ha mucho tiempo que
encontré yo a uno de los hombres más sabios de
Francia, y de los que gozan de fortuna no mediocre, estudiando en
el rincón de una sala, al abrigo de un espeso cortinaje;
en derredor suyo los criados promovían un estrépito
lleno de licencia, y me dijo (Séneca casi decía
otro tanto de sí propio) que alcanzaba su provecho de la
barahúnda, cual si derrotado su espíritu por el
ruido se recogiera y encerrara más en sí mismo para
la contemplación, añadiendo que la tempestad de las
voces hacía repercutir sus pensamientos en su interior.
Siendo este señor escolar en Padua tuvo su estudio
instalado durante tanto tiempo en un cuarto que daba a la plaza,
donde nunca tenía fin el tumulto ni el estruendo de los
carruajes, y así se había hecho no sólo a
menospreciar, sino a apetecer el ruido para el provecho de sus
estudios. Sócrates contestó a Alcibíades,
quien se maravillaba de que pudiera soportar el continuo
machaqueo de la mala cabeza de su mujer: «Como los que se
familiarizan con el ruido ordinario de las norias», repuso
el filósofo. Mi manera de ser no es así; mi
espíritu es blando, y fácilmente toma vuelo, mas
cuando algún impedimento le tropieza, hasta el zumbido de
una mosca le asesina.

Séneca, siendo joven, como abrazara ardientemente
el ejemplo de Sextio, quien no comía cosa ninguna a que se
hubiera dado muerte, mantúvose así durante un
año, y muy a gusto, según dice, abandonando
solamente tal costumbre para que no oyeran que seguía los
preceptos de algunas religiones nuevas que lo sembraban. Al
propio tiempo siguió el ejemplo de Átalo, de no
acostarse muellemente en colchones de los que se hunden con el
peso del cuerpo, usando hasta la vejez los que no ceden al
tenderse. Lo que el uso de su tiempo consideraba como rudo, el
del nuestro lo convierte en voluptuoso.

Parad mientes en la diferencia que existe entre el vivir
de mis braceros y el mío; los escitas y los indios nada
tienen que más se aleje de mi fuerza y de mi forma de
vida. Ocurriome a veces arrancar a algunas criaturas de la
limosna para que me sirvieran, y bien pronto me dejaron, y mi
cocina y mi librea, sólo por convertirse a su existir
primero; uno encontré luego recogiendo almejas en medio
del arroyo para su comida, a quien ni por ruegos ni amenazas supe
distraer de lo sabroso y dulce que encontraba en la indigencia.
Tienen los pordioseros sus magnificencias y voluptuosidades, como
los ricos, y dícese que también cuentan con sus
dignidades y órdenes políticas. Estos son efectos
de la costumbre; la cual puede habituarnos no sólo a tal o
cual forma que la plazca (por eso dicen los filósofos que
debemos plantarnos en la mejor, pues al punto nos
facilitará el camino), sino también al cambio y a
la variación, que es el más noble y útil de
sus aprendizajes. La mejor de mis complexiones corporales
consiste en ser flexible y escasamente porfiado; algunas de mis
inclinaciones me son más propias y ordinarias y
también más agradables que otras, pero a costa de
poco esfuerzo las sacudo y me deslizo fácilmente a la
manera contraria. Para despertar su vigor debe un joven
trastornar sus reglas, evitando al par así que
aquél se enmohezca y apoltrone; ningún
género de vida tan tonto ni tan flojo como el de
conducirse por prescripción y disciplina;

Ad primum lapidem vectari quum
placet, hora sumitur ex libro; si prurit frictus ocelli angulus,
inspecta genesi, collyria quarit:

lanzarase con frecuencia hasta en los excesos mismos, si
me cree; de otra suerte el menor desorden ocasionará su
ruina; en la conversación truécase en desagradable
e incómodo. La cualidad más opuesta a la esencia
del hombre cumplido es la delicadeza y sujeción a cierto
hábito particular, y es particular cuando no es plegable y
flexible. Es vergonzoso dejar de hacer algo por impotencia o por
no atreverse a practicar lo que se ve hacer a los
compañeros: que gentes tales permanezcan en su cocina,
junto al fuego. Indecoroso es en todos, pero en un guerrero es
vicioso además e insoportable. Éste, como
decía Filopómeno, debe acostumbrarse a todas las
vidas, por desiguales y diversas que sean.

Aun cuando yo haya sido enderezado, tanto como fue
posible, a la libertad e indiferencia, como por incuria
envejeciendo me detuve en ciertos hábitos (mi edad
está ya libre de toda educación, y nada tiene que
considerar si no es la persistencia), la costumbre, sin darme
cuenta de ello imprimió tan maravillosamente en mí
su carácter en ciertas cosas, que llamo excesos al
desvíarme; y sin efecto sensible no puedo dormir durante
el día; ni tomar nada entre las comidas, ni desayunar, ni
acostarme sino pasado un largo intervalo, como de tres horas
largas, después de cenar; ni procrear sino antes del
sueño, ni de pie; ni soportar el sudor, ni beber agua pura
o vino puro, ni permanecer largo tiempo con la cabeza
descubierta, ni resistir que me afeiten después de comer;
tan difícilmente prescindiría de mis guantes como
de mi camisa; de lavarme al acabar de comer y al levantarme de la
cama y del dosel y cortinas de mi lecho, como de las cosas
más necesarias, no pondría ningún reparo en
comer sin mantel, pero a la alemana, sin servilleta blanca, lo
haría con incomodidad sobrada; más que ellos y que
los italianos las ensucio, ayudándome poco de tenedor y
cuchara. Siento que no se haya seguido una costumbre que yo he
visto iniciada, a ejemplo de los reyes, o sea que nos cambiaran
de servilleta, según los manjares, como de plato. De
Mario, aquel soldado rudo, sabemos que con la vejez trocose
delicado en el beber, y que sólo lo hacía en una
copa que llevaba consigo lo mismo me dejo yo cautivar por cierta
forma de vasos, y no bebo de buena gana, en los de vidrio
común; todo metal me disgusta comparado con una substancia
clara y transparente; quiero que mis ojos prueben las cosas en la
medida de lo posible. Algunos de entre tales regalos me los
procuró la costumbre. Naturaleza también me
favoreció con los suyos, como el no poder soportar ya dos
comidas fuertes en un mismo día sin recargar mi
estómago, ni la abstinencia cabal de una de las comidas
sin llenarme de vientos, tener la boca seca y perturbar mi
apetito. El sereno dilatado me hace daño, pues de algunos
años acá, en los quebrantos de la guerra, cuando
toda la noche se va de un lado a otro, como acontece
comúnmente, pasadas cinco o seis horas, mi estómago
empieza a removerse, procurándome vehemente dolor de
cabeza, y el día no llega sin que haya vomitado. Como los
demás van a tomar el desayuno, yo me voy a dormir, y
después del sueño me encuentro muy a gusto y bien
dispuesto. He considerado siempre que el sereno no se
extendía sino con el nacimiento de la noche, mas
frecuentando familiarmente en estos últimos años
durante largo tiempo a un señor imbuido en la creencia de
que es más rudo y perjudicial al declinar del sol, una o
dos horas antes de ponerse (el cual evita cuidadosamente
menospreciando el de la noche), faltome poco para que imprimiera
en mí, más que su razonamiento, su propia
sensación. ¿Qué decir de nosotros, puesto
que la duda misma y la investigación hieren nuestra
fantasía modificándonos? Los que
instantáneamente se inclinan ante esas pendientes, atraen
hacia sí la completa ruina. Yo compadezco a muchos
gentileshombres a quienes la torpeza de sus médicos hizo
languidecer, encerrándose en sus hogares en plena juventud
y con las fuerzas cabales: mejor sería sufrir un catarro
que perder para siempre por desacostumbrarse el comercio de la
vida común. ¡Desdichada ciencia, que nos avinagra
las horas más dulces de la jornada! Dilatemos nuestro
dominio echando mano hasta de los últimos medios:
comúnmente nos endurecemos al resistir al mal, corrigiendo
así la propia complexión, como César con el
epiléptico, a fuerza de menospreciarlo y descuidarlo.
Deben ponerse en práctica los preceptos mejores, mas no a
ellos esclavizarse, si no es a aquellos (si los hay) cuya
obligación y servidumbre sean cabalmente
provechosos.

Defecan los monarcas y los filósofos, y
también las damas: a ceremonia se debe la
reputación que envuelve las vidas públicas; la
mía, privada y obscura, goza de toda dispensa natural;
soldado y gascón son también cualidades algo
apartadas de lo discreto, por lo cual diré lo siguiente de
ese acto: Que precisa dejarlo para cierta hora determinada de la
noche, obligarse por costumbre y sujetarse, como yo hago; mas no
dejarse avasallar, como hice envejeciendo, por el cuidado de la
comodidad particular de lugar y sitio para esta operación,
convirtiéndola en molesta por dilatación y molicie.
Sin embargo, hasta en los más sucios quehaceres,
¿no es en algún modo excusable exigir algo de
miramiento y limpieza? Natura homo mundum et elegans animal est.
De todas las acciones naturales es ésta la en que peor de
mi grado soporto el ser interrumpido. Conocí muchas gentes
de guerra molestadas por el desorden su vientre: el mío y
yo nunca fallamos a nuestro señalamiento, que es al saltar
de la cama, si alguna apremiante ocupación o enfermedad no
nos perturban.

Juzgo, pues, como decía ha poco, que allí
donde los enfermos no puedan mejor ponerse al abrigo de
accidentes los mantengamos quietos, conforme al género de
vida ordinario, en el jugar donde se engendraron y prosperaron el
cambio, cualquiera, que sea, perturba y hiere. Resignaos a creer
que las castañas dañan a un perigordano o a un
luqués, y la leche o el queso a los que habitan en la
montaña. Va ordenándoseles, no solamente una nueva,
sino contraria forma de vida, modificación que ni siquiera
un hombre sano soportaría. Aconsejad el agua a un
bretón de setenta años; encerrad en una estufa a un
marino, prohibid el pasearse a un lacayo vasco: así
agarrotan a los enfermos, quitándolos por fin aire y
luz.

An vivere tanti
est?

Cogimur a suetis animum suspendere
rebus, atque, ut vivamus, vivere desinimus… Hos superesse reor,
quibus et spirabilis aer, et lux, qua regimur, redditur ipsa
gravis?

Y si no realizan otra buena obra, al menos logran la de
preparar a los pacientes tempranamente a la muerte,
minándoles poco a poco y cercenándoles el uso de la
vida.

Lo mismo sano que enfermo, déjeme
fácilmente llevar por los apetitos que me asaltaron. Yo
otorgo gran autoridad a mis deseos y propensiones: no gusto de
curar el mal por el mal mismo, y detesto los remedios que son
más importunos que la enfermedad. Encontrarme sujeto al
cólico e imposibilitado del placer de comer ostras, es
caer en dos males por evitar uno solo: el dolor nos pellizca por
un lado, el precepto por otro. Puesto que al riesgo de
engañarnos estamos abocados, expongámonos
más bien en seguimiento del placer. El mundo hace lo
contrario y nada cree útil que no sea doloroso; la
facilidad es para él sospechosísima. Mi apetito en
algunas cosas se acomodó bastante felizmente por sí
mismo, e inclinó a la salud de mi estómago; la
acrimonia y el picante de las salsas me agradaron cuando joven,
mi estómago se hastió después, el paladar le
siguió muy luego: el vino perjudica a los enfermos, es lo
primero con que mi boca se contraría con invencible
contrariedad. Todo lo desagradable me hace daño y nada me
ocasiona dolor de lo que tomo con apetito y contento. Nunca me
ocasionó perjuicio la acción que me fue muy grata,
de suerte que hice ceder siempre ampliamente en pro de mi placer
toda conclusión medicinal; y en mi juventud

Quem circumcursans huc atque huc
saepe Cupido fulgebat crocina splendidus in tunica, me,
presté tan licenciosa e inconsideradamente como cualquiera
otro al deseo que me amarraba:

Et militavi non sine
gloria;

más, sin embargo, que por arranques fuertes, por
continuidad y duración:

Sex me vix memini sustinuise
vices.

En verdad, es desdichado al par que sorprendente, el
confesar la edad débil en que vine a caer en esta
sujeción. El hecho fue casual de todo en todo, pues tuvo
mucho antes de los años en que la razón desenvuelta
ya conoce: mi recuerdo no remonta a tales lejanías y mi
fortuna, en este punto, puede hermanarse con la Cuartilla, quien
de su doncellez no guardaba memoria:

Inde tragus, celeresque piti,
mirandaque matri barba meae.

Ordinariamente pliegan los médicos con provecho
sus preceptos yendo contra la violación de los apetitos
rudos que asaltan a los enfermos; esos grandes deseos no pueden
considerarse tan extraños ni viciosos que naturaleza deje
de tener en ellos alguna parte. Además,
¿cuán avasalladora no es el ansia de aplacar la
fantasía? A mi entender esta facultad todo lo arrastra, o
a lo menos, predomina sobre todas las otras. Los más
dañosos y ordinarios males son aquellos que la mente nos
acarrea: este decir español me place por muchos motivos,
Defiéndame Dios de mí. Lamento, cuando estoy
enfermo, el no sentir algún deseo que me procure la
satisfacción de saciarlo; apenas si la medicina de ello me
apartaría. Hago lo mismo en cabal salud; o no descubro
cosa alguna sino el esperar y el querer. Es lastimoso languidecer
y debilitarse hasta el apetecer.

El arte médico no es tan evidente que a nosotros
nos deje de toda autoridad desposeídos, sea lo que fuere
lo que hagamos: se modifica según los climas y
según las lunas; según Fernel o Escalígero.
Si vuestro doctor no encuentra provechoso que durmáis ni
que uséis del vino o de cualquier manjar, nada os importe;
otro os encontraré que de su parecer no participe: la
diversidad de los argumentos y opiniones medicinales abarca toda
suerte de formas. Yo vi retorcerse y reventar de sed a un pobre
enfermo para curarse; otro facultativo que le visitó
después condenó tal régimen como
dañoso: ¿valió la pena su tormento?
Recientemente murió del mal de piedra un hombre de ese
oficio, el cual se había servido de la extrema abstinencia
para combatir su enfermedad: sus colegas afirman que debió
seguir un régimen contrario, porque el ayuno,
decían, secó y coció la arena en sus
riñones.

He advertido que en las heridas, y también en las
enfermedades, el hablar me perjudica y conmociona lo mismo que el
mayor descuido en que pudiera incurrir. La voz me cuesta esfuerzo
y fatiga, pues la tengo aguda y resistente; de tal modo que,
cuando hablé a los grandes al oído de negocios
importantes, tuvieron necesidad de que la moderase.

Este cuento merece detenerme. Alguien en cierta escuela
griega hablaba como yo, en voz alta; el maestro de ceremonias le
ordenó que bajara de tono: «Que me haga saber,
repuso el amonestado, el diapasón en que quiere, que me
exprese», y aquél replicó: «Que adopte
el tono del oído que le escucha.» La
observación era acertada siempre y cuando que se entienda:
«Hablad con arreglo a lo que tratéis con vuestro
oyente»; pues en el caso que quisiera decir: «Basta
con que os oiga, u ordenaos por él», no me parece
razonable. El tono y el movimiento de la voz, guardan alguna
expresión y significación de mi sentido; a
mí me incumbe el conducirlo para representarme: hay una
voz para instruir, otra para alabar o censurar. Yo quiero que la
mía, no solamente llegue a quien me escucha, sino
también acaso que le hiera y atraviese. Cuando yo
regaño a mi lacayo con tono agrio y duro, sería
bueno que me dijera «¡Mi amo, hablad con mayor
dulzura, que os oiga bien!» Est quaedam vox ad auditum
accommodata, non magnitudine, sed proprietate. La palabra
pertenece por mitad a quien habla y a quien escucha; éste
debe prepararse a recibirla, según el movimiento que ella
adopta: como en el juego de pelota el que recula y avanza lo
efectúa según los movimientos del contrario, y con
arreglo a la dirección que éste imprime a
aquella.

La experiencia me ha enseñado además esta
verdad: que la impaciencia nos pierde. Tienen los males su vida y
sus límites, su salud y su enfermedad. La
constitución de las dolencias está formada conforme
al patrón constitutivo de los animales; tienen su carrera
y sus días limitados desde la hora en que nacen: quien
imperiosamente intenta abreviarlas por la fuerza, al
través de su curso, las alarga y multiplica, y las
atormenta, en lugar de apaciguarlas. Mi parecer es el de
Crántor, o sea: «que no hay que oponerse
obstinadamente a los males de manera desatentada, ni sucumbir
ante ellos blandamente, sino que precisa cederlos el paso
según su condición y la nuestra». Debe
dejarse libre entrada a las enfermedades, y creo que en mí
se detienen menos porque las consiento obrar: despojeme de
aquellas que se consideran como más persistentes y
tenaces, por su propia decadencia, sin ayuda ni arte contra los
preceptos que las combaten. Dejemos trabajar un poco a la
naturaleza: ella entiende mejor que nosotros sus negocios.
«Pero, se me repondrá, fulano así
murió.» Vosotros haréis lo mismo, si no es de
este mal, de otro: ¿y cuántos no dejaron de morir
teniendo tres médicos en sus asentaderas? Es el ejemplo un
espejo vago, general y aplicable en todos sentidos. Si se trata
de una medicina deleitosa, aceptadla, puesto que en ello hay un
bien inmediato: yo no me detendré en el nombre ni en el
color; si es grato y apetecible, el placer es de las principales
especies de provecho. Yo he dejado envejecer en mí, de
muerte natural, catarros, fluxiones gotosas, relajaciones,
palpitaciones de corazón, dolores de cabeza y otros
accidentes, que perdí cuando a medias iba ya
acostumbrándome a soportarlos: mejor se los conjura por
cortesía que por altanería. Es preciso sufrir con
dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para
envejecer, para debilitarnos y para enfermar, a despecho de toda
medicina. Es la lección primera que los mejicanos
suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres
van así saludándolos: «Hijo, viniste al mundo
para pasar trabajos: resiste, sufre y calla.» Es injusto
dolerse porque haya acontecido a alguien lo que puede suceder a
todos: Indignare, si quid in te inique proprie constitutum
est.

Ved al anciano que pide a Dios que
le conserve su salud cabal y vigorosa, es decir, que de nuevo le
devuelva la juventud: Stulte, quid haec frustra votis puerilibus
optas?

¿no es estar loco de remate? su condición
se opone a tal floreciente estado. La gota, el mal de piedra y la
indigestión son síntomas de luengos años,
como de luengos viajes es proprio el soportar el calor, las
lluvias y los vientos. Platón no cree que Esculapio se
molestara en proveer el empleo de regímenes diversos a la
duración de la vida en un cuerpo estropeado y
débil, inútil a su país, inútil a su
profesión y a procrear hijos sanos y robustos; tampono
cree este cuidado en armonía con la justicia y prudencia
divinas que debe trocar en útiles todas las cosas.
¡Buen hombre! no hay remedio: es ya imposible de nuevo
enderezaros; se os revocará cuando más y
apuntalará un poco, alargando así en alguna hora
vuestra miseria:

Non secus instantem cupiens
fulcire ruinam, diversis contra nititur objicibus; donec certa
dies, omni compage soluta, ipsum cum rebus subruat
auxilium:

Es necesario aprender a sufrir lo que no se puede
evitar: nuestra vida está compuesta, como la
armonía del mundo, de cosas contrarias, y también
de diversos tonos, dulces y ásperos, agudos y llanos,
blandos y graves: el músico que no gustara más que
de una clase de diapasón, ¿qué podría
hacer de bueno? Es preciso que sepa servirse en común y
que acierte a continuarlos; así debemos hacer nosotros con
los bienes y los males consustanciales con nuestra vida: nuestro
ser no puede subsistir sin esta mezcla, y una de las dos
categorías no es menos necesaria que la otra. Intentar
revolverse contra la necesidad natural es representar a lo vivo
la locura de Ctesiphon, que quería luchar a
puntapiés con su mula.

Yo me consulto rara vez las alteraciones que
experimente, pues aquellas gentes tienen mucho terreno ganado
cuando dependemos de su misericordia: os aturden siempre los
oídos con sus pronósticos; como me sorprendieran
antaño debilitado por el mal, maltratáronme
injuriosamente con sus dogmas y continente magistrales;
amenazáronme tan pronto con grandes dolores, como de
muerte próxima. Sus palabras ni me abatieron ni tampoco me
sacaron de quicio, pero me chocaron y empujaron: si mi juicio no
se modificó ni alteró, imposibilitose por lo menos,
lo cual supone agitación y combate.

Trato yo a mi fantasía con la mayor dulzura que
me es dable, y la descargaría, si pudiera, de toda pena y
alteración; precisa socorrerla y acariciarla, y
engañarla cuando se pueda: mi espíritu es apto para
este oficio, y no le faltan recursos en nada; si cual predica
persuadiera dichosamente, dichosamente me socorrería.
¿Os place ver un ejemplo? Dice así: «Que por
mi bien padezco el mal de piedra: que las construcciones de mi
edad es natural que tengan alguna gotera; tiempo es ya de que
principien a resquebrajarse y a venirse abajo: cosa es
ésta perteneciente a la común necesidad, y no
había de realizarse para mí un nuevo milagro; Con
ello pago las costas por la vejez ocasionadas, y no podría
obtener economía mayor; Que la compañía debe
consolarme, habiendo caído en el accidente más
ordinario a los hombres de mis años; Por todas partes veo
afligidos del mismo mal, y es honrosa para mí su sociedad,
puesto que ordinariamente se pega a los grandes; su esencia es
noble y digna; Que entre los hombres que son víctimas de
esta dolencia pocos hay libres de molestias menores: cargan ellos
con las fatigas de someterse a un desagradable régimen, y
con la toma desastrosa y cotidiana de abundantes drogas
medicinales, mientras que yo debo el mío puramente a mi
buena estrella, pues con algunos cocimientos de cardo corredor y
hierba de turco, que dos o tres veces bebí en obsequio de
las damas (quienes más graciosamente que mi mal no es
agrio, me ofrecieron la mitad del suyo), me parecieron igualmente
fáciles de tomar que de eficacia inútil: tienen que
hacer efectivas mil promesas a Esculapio y otros tantos escudos a
su médico por el deslizarse de la arena que yo con
frecuencia logro por puro beneficio de naturaleza: la decencia
misma de mi parte, cuando estoy, en sociedad, ni siquiera es
alterada, y retengo mis aguas diez horas y por tan largo tiempo
como un hombre sano. El temor de este mal, dice mi
espíritu, te horrorizaba antaño, cuando lo
desconocías; los gritos y el desesperarse de quienes lo
agrian con su impaciencia, engendraban en ti el espanto. Al fin,
es un mal que te sacude por donde más pecaste. Tú
eres hombre de conciencia,

Quae venit indigne paena, dolenda
venit:

considera este castigo, y veras que comparado con otros
es dulcísimo y paternalmente favorable. Considera
cuánto es tardío; no ocupa ni trastorna sino la
época de tu vida que de todas suertes es ya en lo sucesivo
acabada y estéril, habiendo dejado lugar, como por
compensación, para la licencia y los placeres de tu
juventud. El temor y la compasión que al pueblo inspira
este mal, son para ti motivo de gloria; cosa de que si tu juicio
está purgado y tu razón curada, tus amigos, sin
embargo, encuentran algún tinte en tu complexión.
Experiméntase placer oyendo decir de sí mismo: Eso
es mantenerse fuerte y resignado. Se te ve sudar la gota gorda
palidecer, enrojecer, temblar, vomitar hasta echar sangre, sufrir
contracciones y convulsiones extrañas, derramar a veces
gruesas lágrimas, verter orines espesos, negros y
espantosos, o tenerlos detenidos por alguna piedra espinosa y
erizada y que te punza, desuella cruelmente el cuello de la
vejiga; y mientras tanto, hablar con los circunstantes con
ordinario continente, bromeando a intervalos con los tuyos,
expresándote con rígidos razonamientos, excusando
de palabras tu dolor y rebajando tu sufrimiento. ¿Te
acuerdas de aquellas gentes de los pasados siglos que buscaban
hambrientas los males a fin de mantener su virtud vigorosa,
ejercitándola constantemente? Pues imagínate el
caso de que naturaleza te empujó a esa gloriosa escuela,
en la cual tú no hubieras ingresado nunca de tu grado. Si
me dices que es un mal peligroso y mortal, considera que ninguno
hay que no lo sea, pues es una trampa medicinal el exceptuar
algunos de que los médicos dicen que no conducen derecho a
la muerte; pero ¿qué importa si a ella llevan por
modo casual o si se deslizan y tuercen fácilmente hacia el
lado que a ella nos lleva? Mas tú no mueres porque
estás enfermo, mueres porque eres vivo: la muerte te mata
admirablemente sin el socorro de la enfermedad, y a algunos los
males alargaron la vida alejándoles de la muerte, porque
les parecía ir muriéndose. Piensa además
que, como las heridas, hay enfermedades medicinales y saludables.
El cólico es a veces no menos duradero que nosotros:
hombres se ven en quienes habiendo comenzado en la infancia,
continuó luego hasta la vejez más caduca: y si no
se hubieran negado a mantenerse en su compañía, les
habría asistido aun más allá: le
matáis más bien que no él a vosotros. Aun
cuando la imagen de la muerte se te presentara cercana,
¿no es cosa excelente para un hombre de tus años el
ser llevado al pensamiento de su fin? Más aún,
tú no tienes para qué buscar el medio de curarte.
Así como así, el día más inopinado la
común necesidad te llama. Considera cuán magistral
y dulcemente te hastía de la vida el acabar,
desprendiéndote del mundo; no forzándote con
sujeción tiránica como tantos otros males que ves
en los ancianos, a quienes mantienen constantemente
imposibilitados, sin tregua ni descanso, con debilidades y
dolores, sino por advertimientos e instrucciones a intervalos
iniciados: entreverando largas pausas de reposo, como para darte
medio de meditar y repetir su lección a tu gusto. Para
procurarte manera de juzgar sanamente, y para que te determines
cual hombre animoso, te muestra el estado de tu condición
cabal, así en lo bueno como en lo malo, y en el mismo
día ya una vida llena de alegría, ya otra
insoportable. Si tú no abrazas la muerte, por lo menos la
tocas en la palma de la mano una vez al mes: por donde puedes
esperar que un día te atrapará sin amenazas; y
viéndote conducido hasta el puerto con frecuencia tanta,
fiándote de permanecer todavía dentro de los
límites acostumbrados, a ti y a tu confianza os
habrán hecho pasar el agua una mañana
inopinadamente. No debemos quejarnos de las enfermedades que
realmente comparten el tiempo con la salud.»

Obligado estoy a la fortuna de la frecuencia con que me
asalta con el mismo linaje de armas: por costumbre me acomoda, me
endereza por el uso y me endurece por hábito: ahora
sé ya, sobre poco más o menos, lo que
costará mi rescate. A falta de memoria natural, con el
papel la forjo, y cuando algún nuevo síntoma
sobreviene a mi mal, lo escribo; por donde acontece que ahora,
habiendo casi pasado por situaciones de todas suertes, si
algún espanto me amenaza, hojeando estas anotaciones
descosidas, cual sibilinas hojas, nunca dejo de encontrar
consuelo con algún pronóstico favorable sacado de
mi experiencia pasada. Socórreme también la
costumbre de esperar mejoría en lo porvenir, pues el
conducto de este vaciadero, como ha continuado tantos
años, de creer es que la naturaleza no interrumpirá
su curso, y no acontecerá otro peor accidente del que ya
experimento. Además, la condición de esta
enfermedad no se aviene mal con mi complexión, repentina y
pronta: cuando me asalta blandamente, me amedrenta, porque dura
largo tiempo; mas cuando naturalmente se permite excesos
vigorosos y robustos, me sacude hasta el límite, durante
un día o dos. Mis riñones han subsistido toda una
edad sin alteración; pronto hará otra que cambiaron
de estado; los males tienen su período, como los bienes;
acaso este acidente esté ya tocando a su fin. Los
años debilitan el calor de mi estómago, y su
digestión, al ser menos perfecta, envía esta
materia cruda a mis riñones: ¿por qué no
había de suceder, gracias a alguna revolución, que
se debilitara igualmente el calor de mis riñones de manera
que no pudieran ya petrificar mi flema y la naturaleza adoptara
alguna otra vía de purgación? Los años,
indudablemente, me agotaron algunos catarros, ¿por
qué no hicieron lo mismo con estos excrementos que proveen
de materia a la piedra? ¿Pero hay algo tan dulce como esa
repentina mutación y cuando de mi dolor extremo, vengo,
por la expulsión de mi piedra a recobrar, con la rapidez
del relámpago, la hermosa luz de la salud, tan libre y tan
plena, como al escapar a los más repentinos y rudos
cólicos? ¿Hay algo en este dolor sufrido que pueda
contrapesarse con el placer de un alivio tan repentino?
¡Cuánto más hermosa me parece la salud
después de la enfermedad, tan vecina tan contigua que
puedo reconocerlas en presencia una de otra y en el grado
más preeminente; cuando se oponen en competencia como para
hacerse frente y oposición!

Así como los estoicos dicen que los vicios
existen útilmente, para avalorar y apoyar a la virtud,
podemos nosotros decir con fundamento mayor y menos atrevida
conjetura, que la naturaleza procuronos el dolor para honor y
servicio de la voluptuosidad y la indolencia. Cuando
Sócrates, luego que le hubieron descargado de los hierros
que le atormentaban experimentó el regalo de la
picazón que su pesantez había ocasionado en sus
tobillos, regocijose al reflexionar en la estrecha alianza del
dolor y el placer, y al ver cómo están asociados
con necesario enlace, de tal suerte que sucesivamente se siguen y
engendran el uno al otro, pensando que el buen Esopo debiera
haberlo reparado para idear con ello una hermosa
fábula.

Lo peor que veo yo en las demás enfermedades es
que no son tan graves en sus efectos como en su desenlace: un
año entero transcurre para recobrarse, siempre lleno de
debilidad y temor. Hay tanto riesgo y tantos grados para de nuevo
ponerse en salvo, que nunca llegamos al término apetecido:
antes de que nos hayan libertado de una venda y luego de un
gorro; antes de que se os haya devuelto el disfrute del aire, el
del vino, el de vuestra mujer y el de los melones, cosa milagrosa
es si no habéis recaído en alguna nueva miseria.
Tiene ésta el privilegio de abandonarnos sin dejar ninguna
huella, mientras que las demás depositan siempre alguna
alteración o trastorno, convirtiendo el cuerpo en
susceptible de un mal nuevo, y haciendo que estos se den la mano
unos a otros. Entre los males son tolerables los que se conforman
con su dominio sobre nosotros, sin extender ni introducir su
quito. Mas son amables y corteses aquellos cuyo
tránsito nos procura alguna consecuencia provechosa. Desde
que padezco el cólico encuéntrome descargado de
otros accidentes y, a mi parecer, más que antes de
padecerlo: nunca la calentura me asaltó conjuntamente. Yo
entiendo que me purgan los vómitos extremos y frecuentes a
que estoy sujeto, de un lado, y de otro mis ascos; y los
dilatados ayunos que atravieso, los cuales destruyen mis malos
humores; también vacía en sus piedras lo que tiene
de dañoso y superfluo. Y no se me reponga que es
ésa una medicina dolorosamente comprada:
¿qué decir entonces de tantos pestíferos
brebajes, cauterios, incisiones, sudoríficos, sedales,
dietas y tantos otros remedios, que nos procuran a veces la
muerte por ser incapaces de resistir su importunidad y violencia?
De esta suerte, cuando el mal me coge, como medicina lo
considero, y cuando me deja de su mano, considérome
absolutamente libertado.

He aquí otro singular favor particular de mi
dolencia. Sobre poco más a menos hace su juego aparte,
dejándome hacer el mío; o si tal no acontece es por
escasez de ánimo; aun en sus más rudos empujes lo
mantuve diez horas a caballo. Si os limitáis a sufrir os
veréis imposibilitados de hacer cosa distinta; jugad,
comed, corred, haced esto o aquello, si podéis: vuestros
desórdenes os procurarán menos quebranto que
provecho: y otro tanto puede decirse a un galicoso, a un gotoso o
a un hernioso. Los otros males exigen más universales
obligaciones, contrarían mucho más nuestras
acciones, trastornan por completo nuestros hábitos y
comprometen la vida entera: éste no hace sino pellizcarnos
la epidermis, dejándonos dueños de entendimiento y
voluntad, lengua, pies y manos: más bien os despierta que
os amodorra. El alma está herida de calenturiento ardor,
aterrada por una epilepsia, dislocada por un rudo dolor de
cabeza, atolondrada, en fin, por todas las enfermedades que
lastiman la materia juntamente con las otras más nobles
partes: aquí ni siquiera se la ataca: si la va mal, suya
es la culpa; es que a sí misma se traiciona, abandona y
descompone. Sólo los locos se dejan convencer de que esta
materia dura y maciza que se cuece en nuestros riñones
puede disolverse con brebajes, por donde luego que se puso en
movimiento no hay sino dejarla paso, tan pronto como se
absorbió. Advierto aún esta particular comodidad:
es una enfermedad en la cual poco es lo que nos queda por
adivinar: dispensados somos en ella del trastorno en que las
demás nos lanzan por la incertidumbre de sus causas,
progresos y condición, que es un desorden infinitamente
penoso: aquí para nada nos sirven las consultaciones e
interpretaciones doctorales; los sentidos nos muestran lo que nos
duele y dónde nos duele.

Con tales argumentos, resistentes unos y endebles otros,
trata Cicerón de dulcificar los males de su vejez; yo con
ellos procuro adormecer y divertir mi imaginación, y
suavizar mis llagas. Si empeoran, mañana proveeremos con
otras escapatorias. Que así sea la verdad puedo probarlo
fácilmente: he aquí que de nuevo los movimientos
más leves exprimen sangre fuera de mis riñones.
¿qué hacer en tal estado? Yo no dejo de proceder
como si tal cosa ni de caminar con juvenil ardor audaz,
reconociendo dominar un tan importante accidente, el cual no me
cuesta sino una pesantez y alguna alteración en la parte
dolorida: es, quizá, una gruesa piedra que estruja y
consume la substancia de mis riñones, y mi vida
juntamente, que voy desalojando poco a poco, no sin cierta
dulzura natural, como una deyección en adelante molesta y
superflua. ¿Siento en mi algo que se derruye? Pues no
esperéis que vaya entreteniéndome en examinar mi
pulso y mis orines para tomar alguna providencia fatigosa:
sobrado tiempo me queda para soportar el mal sin necesidad de
dilatarlo con el miedo. Quien teme sufrir, sufre ya de lo que
teme. Además, la ignorancia y dubitación de los que
se mezclan en explicar los resortes de naturaleza y sus internos
progresos, suministrándonos tantos pronósticos
auxiliados por el arte que ejercen, debe persuadirnos de que las
obras de aquella son infinitamente desconocidas: hay
incertidumbre grande, variedad y obscuridad en lo que nos
prometen o amenazan. Salvo la vejez, que es indudable sigilo de
la proximidad de las cercanías de la muerte, en todos los
demás accidentes, contadas señales veo de lo
venidero, en las cuales podamos fundamentar nuestra
adivinación. Yo no me juzgo sino por
experimentación verdadera en este punto, nunca por
raciocinio: ¿y para qué me serviría, puesto
que no despliego sino paciencia y espera? ¿Queréis
saber las ventajas que mi proceder me procura? Mirad a los que
obran de distinto modo, a los que dependen de tan diversas
persuasiones y consejos; ¡cuántas veces la
fantasía los oprime sin que el cuerpo sufra para nada!
Procurome placer en muchas ocasiones, hallándome seguro y
libre de esos accidentes peligrosos, el anunciárselos a
sus médicos como nacientes en el momento en que los
hablaba, y soportaba la sentencia de sus horribles conclusiones
muy a mi gusto, permaneciendo reconocido a Dios por su divina
gracia, mejor instruido de la vanidad de ese arte.

Nada hay que deba tanto recomendarse a la juventud como
la actividad y la vigilancia: nuestra vida no es sino
acción y movimiento. Yo me muevo difícilmente, y en
todas las cosas soy tardío; en el levantarme, en el
acostarme y en mis comidas: a las siete de la mañana para
mí aún no amaneció, y allí donde yo
gobierno no se almuerza antes de las once, ni se cena hasta
después de las seis. Antaño atribuí la causa
de las calenturas y enfermedades en que he caído a la
pesadez y amodorramiento que el dilatado sueño me procura,
y siempre me arrepentí de entregarme a él al
despertar por la mañana. Platón prefiere el exceso
en el beber al exceso en el dormir. Yo gusto de acostarme en cama
dura, solo (ni siquiera con mujer), a la real usanza, y mejor
bien que mal cubierto. Mi lecho nunca lo calientan, mas la vejez
hizo que algunas veces me pusieran tibias las sábanas para
templar mis pies y mi estómago. Censurábase de
dormilón a Escipión el Grande, a mi ver simplemente
porque a todos contrariaba el que nada tuviera que mereciese
vituperio. Si alguna delicadeza exige mi cuidado, es más
bien al acostarme que en ninguna otra ocasión; mas, en
general, cedo y me acomodo a la necesidad como cualquiera otro.
El dormir ocupó buena parte de mi vida, y continúa
todavía, ocupándola en esta edad en que vivo
durante ocho o nueve horas consecutivas. Voy abandonando con
provecho esta perezosa propensión, con ello evidentemente
valgo más; algo, sin embargo, echo de ver el cambio; pero
al cabo de tres días ya me encuentro habituado. Apenas veo
quien con menos se conforme, cuando llega el caso, ni tampoco
quien constantemente resista, ni a quien los quebrantos pesen
menos. Mi cuerpo es capaz de una agitación resistente, mas
no vehemente y repentina. Huyo ya de los ejercicios violentos que
me llevan al sudor; mis miembros se rinden antes de templarse.
Manténgome en pie durante todo un día y el pasearme
no me cansa, mas no por el empedrado; desde mi primera edad
gusté de montar a caballo: a pie me embadurno hasta la
cintura; y las gentes pequeñas como yo, están
abocadas, yendo por esas calles de Dios, a empujones y codazos
por falta de apariencia. Cuando descanso, ya esté acostado
o sentado, pongo las piernas tanto o más altas que el
asiento.

Ninguna profesión tan grata como la militar,
noble en su ejercicio (pues la más elevada, generosa y
soberbia de todas las virtudes es el valor), y noble en su causa,
porque no hay ninguna utilidad más justa ni general que la
custodia del reposo y la grandeza de vuestro país.
Pláceos la compañía de tantos hombres
nobles, jóvenes, activos; la vista ordinaria de tantos
espectáculos trágicos; la libertad de esa
conversación de arte despojada; la manera de vivir,
varonil y sin ceremonia; la variedad de mil acciones diversas;
esa armonía vigorosa de la música guerrera, que
regocija vuestro oído y pone alientos en vuestra alma; el
honor del servicio que prestáis; su rudeza misma y
dificultad, de Platón tan poco consideradas, que en su
República hace que de ella participen las mujeres y los
niños: os convidáis a los azares y particulares
riesgos conforme juzgáis del brillo e importancia de
ellos, cual soldado voluntario. Ved cómo la vida en ello
exclusivamente se emplea,

Pulchrumque mori sucurrit in
armis.

El temer los comunes peligros peculiares a una tan gran
multitud; el no osar a lo que tantas suertes de hombres se
determinan, y también todo un pueblo, propio es de un
corazón blando y rastrero en demasía: la
compañía pone ánimo hasta en las criaturas.
Si en ciencia otros os sobrepujan, y en gracia, fuerza y fortuna,
podéis alegar alguna causa disculpable: si cedéis a
los demás en firmeza de alma, sólo vosotros sois
culpables. La muerte es más abyecta, lánguida y
dolorosa en el lecho que en el combate: las calenturas y los
catarros tan crueles y mortales como un arcabuzazo. Quien se
encuentre habituado a soportar valerosamente los ordinarios
accidentes de la vida común, no ha menester de engordar su
ánimo para convertirse en soldado. Vivere, mi Lucili,
militare est.

Nunca recuerdo haberme visto sarnoso; sin embargo el
rascarse es uno de los más dulces placeres naturales y
está siempre al alcance de nuestra mano; pero, en cambio,
la penitencia le sigue con importunidad vecina. Más bien
lo ejerzo en los oídos, que me pican interiormente de
cuando en cuando.

Yo nací con todos mis sentidos cabales casi hasta
la perfección. Mi estómago es cómodamente
bueno, como mi cabeza, y ordinariamente se mantienen firmes en
medio de mis calenturas, lo mismo que mi respiración.
Franqueé ya la edad que algunas naciones, no sin visos de
razón, prescribieran para el justo fin de la vida, la cual
no consentían sobrepujar. Sin embargo, experimento a veces
reposiciones, aunque inconstantes y poco duraderas, tan
íntegras y cabales que lindan con la salud y ausencia de
males de mi juventud. Y no hablo de alegría y vigor, que
razonablemente no trasponen sus linderos naturales;

Non hoc amplius est liminis, aut
aquae caelistes, patiens latus.

Mi semblante y mis ojos incontinenti me denuncian; todas
mis transformaciones comienzan por ellos; algo más fuertes
de lo que son en realidad. A veces inspiro lástima a mis
amigos antes de experimentar dolor. El mirarme al espejo no me
asusta, pues hasta en la juventud misma sucediome más de
una vez tener un color de mal augurio sin experimentar gran
malestar; de suerte que los médicos, al no encontrar una
causa interior que respondiera de la alteración externa,
la atribuían al espíritu y a alguna pasión
secreta que interiormente me royera, equivocándose. Si el
cuerpo se gobernara tan a mi albedrío como el alma,
caminaríamos algo más a nuestro sabor: en mis
verdes años la tenía, no ya exenta de trastornos,
sino henchida de satisfacción y fiesta, las cuales emanan,
ordinariamente, mitad de su complexión y por designio la
otra mitad:

Nec vitiam artus aegre contagia
mentis.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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