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Ensayo como forma literaria (página 11)



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Creo yo que este templo suyo levantó muchas veces
el cuerpo de sus caídas: se ve abatido tan sobradas veces,
que si el alma no está regocijada, mantiénese, a lo
menos, tranquila y en reposo. Durante cuatro o cinco meses
padecí cuartanas; mi semblante se desencajó, mas el
espíritu anduvo siempre no sólo sosegado, sino
también alegre. Si el dolor reside fuera de mí, la
flojedad y languidez apenas me contristan: muchas debilidades
corporales veo, cuyo solo nombre pone espanto, las cuales
temería yo menos que mil ordinarias pasiones y agitaciones
de espíritu. Determinome a no correr (hago de sobra
arrastrándome), y no me quejo de la decadencia natural que
me tiene asido;

Quis tumidum guttur miratur in
Alpibus?

como tampoco me lamento de que mi duración no sea
tan dilatada y resistente cual la del roble.

No tengo por que quejarme de mi fantasía: durante
el transcurso de mi vida, pocos pensamientos me asaltaron que
perturbaran ni siquiera el curso de mi sueño, si no es
algunos de deseo, que me despertaron sin afligirme. Sueño
rara vez, y, cuando tal me acontece es con cosas
quiméricas y fantásticas, emanadas
comúnmente de pensamientos gratos, más bien
ridículos que tristes. Tengo por verdadero que los
sueños son intérpretes leales de nuestras
inclinaciones, pero por cosa de artificio el interpretarlos y el
descifrarlos:

Res que in vita usurpant homines,
cogitant, curant, vident, quaeque agunt vigilantes, agitantque,
ea si cui in somno accidunt, minus mirandum
est.

Platón va más allá, diciendo que es
deber de la prudencia el deducir de ellos adivinadoras
instrucciones para lo venidero: nada de esto se me alcanza, si no
es las maravillosas experiencias que Sócrates, Jenofonte y
Aristóteles, personajes todos de autoridad irreprochable,
nos refieren en este particular. Cuentan las historias que los
atlantes no sueñan nunca, y que tampoco corren nada que
haya la muerte recibido, lo cual apunto aquí por ser acaso
la razón de que dejen de soñar, pues sabemos que
Pitágoras designaba alimentos determinados para tener
sueños ex profeso. Los míos son blandos, y no me
procuran ninguna agitación corporal, ni me hacen hablar en
alta voz. Algunos vi quienes maravillosamente agitaban:
Teón, el filósofo, se paseaba soñando, y al
criado de Pericles le hacían encaramar los sueños
por los tejados y lo más prominente de la casa.

En la mesa apenas elijo, cayendo sobre la primera cosa
más vecina, y paso difícilmente de un gusto a otro.
La abundancia de platos y servicios me disgusta tanto como
cualquiera otra demasía: sencillamente me conformo con
pocos; aborrezco la opinión de Favorino, según el
cual precisa en los festines que os quiten los que os apetecen,
sustituyéndolos constantemente con otros nuevos,
considerando mezquina la cena en que no se hartó a los
asistentes con rabadillas de diversas aves, y que tan sólo
la papafigo merece comerse entero. Como ordinariamente las carnes
saladas; pero el pan me gusta más sin sal; mi panadero, en
mi casa, no lo elabora distinto para mi mesa, contra los usos del
país. En mi infancia tuvo principalmente que corregirse el
disgusto con que veía las rosas que comúnmente
mejor apetece esa edad, como pasteles, confituras y cosas
azucaradas. Mi preceptor combatía este odio de manjares
delicados como un exceso melindroso, de suerte que aquel disgusto
no es sino dificultad de paladar, sea cual fuere lo que no
acepte. Quien aparta de las criaturas cierta particular y
obstinada propensión al pan moreno, al tocino o al ajo,
las priva de una golosina. Hay quien alardea de paciente y
delicado, hasta el punto de echar de menos el buey y el
jamón entre las perdices: éstos hacen un papel
lucido, incurriendo en la delicadeza de las delicadezas; muestran
el gusto de una blanda fortuna, que se cansa de las cosas
ordinarias y acostumbradas; per quae luxuria divitiarum taedio
ludit. No considerar de una comida es buena porque otro como tal
la considere; desplegar un cuidado extremo en el régimen,
constituyen la esencia de ese vicio:

Si modica caenare times olu omne
patella.

Con la diferencia de que vale más sujetar el
propio deseo a las cosas fáciles de procurar; pero es
siempre vicio el obligarse; antaño llamaba yo delicado a
un pariente mío que en los viajes por mar había
olvidado el servirse de nuestras camas y el quitarse el vestido
para dormir.

Si yo tuviera hijos varones, de buen grado les deseara
mi condición. El buen padre que Dios me dio, de quien en
mí no se alberga sino el gallardo reconocimiento de su
bondad, me envió desde la cuna, para que me criara, a un
pobre lugar de los suyos, y allí me dejó mientras
estuvo en nodriza y aun después, acostumbrándome a
la manera de vivir más baja y común: magna pars
libertatis est bene moratus venter. No os encarguéis
nunca, y encargad todavía menos a vuestras mujeres el
criar a vuestros hijos, dejad que el acaso los forme; bajo leyes
populares naturales, dejad que la costumbre los enderece a la
frugalidad y austeridad: que más bien tengan que descender
de la rudeza que no subir hacia ella. Sus miras iban
además a otro fin encaminada; quería unirme con el
pueblo y con la condición humanas que necesita de nuestro
apoyo, y consideraba que más bien debía mirar hacia
quien me tiende los brazos que no a quien me vuelve la espalda;
también por eso en la pila bautismal me puso en manos de
personas de la más abyecta fortuna para que a ellas me
sujetara y obligara.

Su designio produjo excelente fruto: entrégome de
buen grado a los humildes, ya porque en ello hay mérito
mayor, ya por compasión natural, que todo lo puede en
mí. El partido que en nuestras guerras condenaré,
lo condenaré más rudamente floreciente y
próspero: con él me conciliaré en
algún modo cuando lo vea por tierra y desquiciado.
¡Con cuánto regocijo considero yo el hermoso rasgo
de Quelonis, hija y esposa de reyes de Esparta! Mientras en los
desórdenes de su ciudad Cleombroto, su marido, iba ganando
a Leónidas, su padre, cumplió como buena hija,
acompañando al autor de sus días en su destierro y
en su miseria, y oponiéndose al victorioso. Cuando la
fortuna cambió de parecer, ella no quiso seguirla,
colocándose valerosamente al lado de su marido, a quien
siguió donde quiera que sus desdichas lo llevaron, sin
otro móvil en su conducta, a mi entender, que el de
lanzarse al partido donde su presencia era necesaria, y donde
mejor mostrara su piedad. Más naturalmente me dejo llevar
por el ejemplo de Flaminio, quien se prestaba a los que de
él habían menester mejor que a quienes
podían prestarle ayuda, que no por el de Pirro, propio
sólo a humillarse ante los grandes y a enorgullecerse ante
los humildes.

Las mesas prolongadas me cansan y perjudican, pues ya
sea por haberme acostumbrado desde niño, ya por otra causa
cualquiera, no ceso de comer mientras sentado permanezco. Por eso
en mi casa, aun cuando las comidas sean breves, me instalo
después de los demás, a la manera de Augusto, bien
que no lo imite en lo de retirarse antes que los otros; por el
contrario, me gusta prolongar la sobremesa y el oír
contar, siempre y cuando que no sea yo el que relate, pues me
molesta y trastorna el hablar con el estómago lleno, tanto
como me agrada, gritar y cuestionar antes de la comida, como
ejercicio muy saludable y grato.

Los antiguos griegos y romanos procedían mejor
que nosotros al fijar para las comidas (que constituyen una de
las acciones principales de nuestra existencia) varias horas y la
mejor parte de la noche, si algún quehacer extraordinario
no los llamaba a otras ocupaciones. Comían y bebían
menos atropelladamente que nosotros, que ejecutamos a la carrera
todas nuestras necesidades, y dilataban este gusto natural
más placentera y habitualmente entreverándolo con
diversas conversaciones útiles y agradables.

Los que cuidan de mi persona podrían
fácilmente apartar de mis ojos lo que consideran como
perjudicial, pues en tales cosas jamás deseo nada, ni echo
de menos lo que no veo: mas por lo que toca a aquellas que tengo
a mi alcance, pierden su tiempo pregonándome la
abstinencia, de tal suerte que cuando quiero ayunar me precisa
comer aparte, que me presenten exactamente lo necesario para una
colación en regla; puesto en la mesa olvido mi
resolución. Cuando ordeno que algún plato de carne
se condimente de distinto modo, mis gentes saben que con ello
quiero significar la languidez de mi apetito y que ni siquiera lo
probaré.

En todas las carnes que lo soportan prefiérolas
ligeramente cocidas y me gustan tiernas hasta la
desaparición del olor en algunas; sólo la dureza
generalmente me contraría (todos los demás defectos
los soporto y paso por alto como el más pintado), de tal
modo que, contra el parecer común, hasta los pescados me
sucede encontrarlos sobrado frescos y resistentes, no a causa de
mis dientes, que siempre se mantuvieron buenos hasta la
excelencia, y que la edad sólo ahora comienza a amenazar;
desde mi infancia aprendí a frotarlos con la toalla por la
mañana y con la servilleta al retirarme de la mesa.
Congracia Dios a aquel a quien sustrae la vida por lo menudo: es
el único beneficio de la vejez; la última muerte
será tanto menos plena y dolorosa, pues no matará
sino medio o un cuarto de hombre. Aquí tengo un diente que
se me acaba de caer sin dolor, sin esfuerzo de mi parte; era el
término natural de su duración: este fragmento de
mi ser y algunos más están ya muertos, y medio
muertos otros, de los más activos, que ocuparon un rango
esencial durante mi edad vigorosa. Así voy
disolviéndome y escapando a mí mismo. ¿No
sería torpeza de mi entendimiento lamentar el salto de
esta caída, tan avanzada ya, cual si estuviera entera? No
creo yo que así suceda. En verdad experimento un consuelo
esencial ante la idea de la muerte, considerando que la
mía será de las justas y naturales, y pensando que
en lo sucesivo no puedo en este punto exigir ni esperar del
destino sino un favor extraordinario. Los hombres creen que en lo
antiguo tuvieron, como la estatura, la vida más dilatada,
pero se engañan: Solón, que pertenece al tiempo
remoto, calcula, sin embargo, la duración más
extrema en unos setenta años. Yo que tanto adoré
esa de las viejas edades y que como tan perfecta tuve la mediana
medida ¿aspiraré, a una vejez desmesurada, y
prodigiosa? Todo cuanto va contra el curso normal de la
naturaleza, puede ser perjudicial, mas lo que de ella procede ha
de ser siempre grato: omnia, quae secundum naturam fiunt, sunt
habenda in bonis: así Platón declara violenta la
muerte que las heridas o las enfermedades procuran, mas aquella a
que la vejez nos lleva, es entre todas, la más ligera y en
algún modo deliciosa. Vitam adolescentibus vis aufert,
senibus maturitas. La muerte va en nuestra existencia con todo
mezclada y confundida: el declinar de nuestras facultades
anticipa el momento en que debe negar, y va digiriéndose
en el curso de nuestro progreso mismo. Conservo mis retratos de
los veinticinco años y de los treinta y cinco, y cuando
con el actual los parangono, ¡cuántas veces
reconozco no ser el mismo, y cuantas la imagen mía se
muestra más alejada de aquéllos que de la muerte!
Es sobrado abusar de la naturaleza, el machacarla y zarandearla
tan dilatadamente que se vea precisada a abandonarnos, y
encomendar nuestra conducta, nuestros ojos, nuestros dientes,
nuestras piernas y todo lo demás a la merced de un socorro
extraño y mendigado, resignándonos por completo en
las manos del arte, ya cansada aquella de seguirnos.

No me muestro extremadamente deseoso de frutas ni de
ensaladas, algo sí de los melones: mi padre odiaba toda
clase de salsas, y a mí todas me gustan. El mucho comer me
molesta; mas por su calidad, no tengo aún noticia cierta
de que ninguna carne me siente mal, como tampoco advierto
diferencia entre la luna llena y el menguante, o entre el
otoño y la primavera. Hay en nosotros movimientos
inconstantes y desconocidos, pues los rábanos picantes,
por ejemplo, primeramente me gustaron, luego me disgustaron, y
ahora, de pronto, vuelven a saberme bien. En algunas cosas
advierto que mi estómago y mi apetito van así
diversificándose: del vino blanco pasé al clarete y
del clarete volví al blanco.

En punto a pescados, soy goloso; mis días de
vigilia los convierto en días de carne y los de carne en
vigilia, creo yo (y así hay quien dice) que el pescado es
de digestión más fácil que la carne. Del
propio modo que considero como caso de conciencia el comerla en
día de pescado, así también me ocurre lo
mismo en lo de mezclar el pescado con la carne; tal diversidad me
parece algo remota.

Desde mi juventud prescindí a veces de alguna
comida, bien para aguzar mi apetito al día siguiente (pues
así como Epicuro ayunaba y comía escasamente a fin
de acostumbrar la voluptuosidad a evitar la abundancia, yo
persigo el contrario móvil, o sea enderezar el placer para
su provecho, haciendo que encuentre regocijo en lo copioso), bien
por mantener entero mi vigor para el desempeño de alguna
acción corporal o espiritual, pues unas y otras se
amodorran en mí cruelmente, con la hartura. Detesto sobre
todo el acoplamiento torpe de una diosa, tan sana y alegre con
este dios diminuto, indigesto y eructador, todo hinchado con los
vapores del mosto. También ayuno para curar mi
estómago enfermo, o por carecer de adecuada
compañía, pues yo me digo, como Epicuro, que no hay
que mirar tanto lo que se come aquel con quien se come; y alabo
el proceder de Quilón, el cual no quiso prometer su
compañía en el festín de Periandro, antes de
que le informaran de los demás invitados. Para mí
no hay más dulce apresto ni salsa más apetitosa que
aquella que la sociedad procura. Tengo por más sano el
comer en buena compañía y en cantidad menor y comer
más a menudo, pero no experimentaría ningún
placer con arrastrar medicinalmente al día tres o cuatro
mezquinas comidas, así tasadas. ¿Quién me
asegurará que el apetito de la mañana
volveré a encontrarlo por la noche? Aprovechemos, los
viejos principalmente, la primera ocasión oportuna que se
nos brinda: dejemos a los hacedores de almanaques las esperanzas
y pronósticos. La voluptuosidad es el fruto extremo de mi
salud: lancémonos tras la primera, presente y conocida. Yo
evito la constancia en estas leyes del ayuno; quien quiere que
una sola fórmula le sirva de tasa, huya de continuarla:
así nosotros nos aguerrimos y nuestras fuerzas se
adormecen: seis meses después de seguir tal
régimen, os veréis con el estómago tan bien
acoquinado que vuestro fruto consistirá en haber perdido
la libertad de proceder sin daño distintamente.

Igual abrigo cubre mis muslos y mis pantorrillas en
invierno que en verano; con unas medias de seda tengo bastante.
Para el socorro de mis catarros consentí en mantener la
cabeza más caliente y el vientre para el de mis
cólicos: mis males luego a ello se habituaron,
menospreciando mis ordinarias precauciones; del casquete
pasé al gorro y del gorro a encasquetarme un sombrero bien
forrado. La borra de mi coleto no me sirve si no es para el
garbo, y tengo que añadir una piel de liebre o el
plumón de un buitre, y un solideo a mi cabeza. Seguid esta
gradación y marcharéis a buen paso: de buena gana
me apartaría de la conducta que observé si lo
osara. ¿Caéis en algún nuevo accidente? pues
ya los remedios para nada os sirven, os habéis
acostumbrado a ellos, buscad otros nuevos. Así se arruinan
los que se dejan acogotar por regímenes despóticos,
sujetándose a ellos supersticiosamente: precísanles
luego, después y siempre. Detenerse es
imposible.

Para nuestras ocupaciones y placeres es mucho más
ventajoso aplazar la cena, como los antiguos hacían,
dejándola para la hora de recogerse, sin interrumpir el
orden del día; así lo hice yo antaño. Mas
por lo que a la salud toca, por experiencia reconocí
después lo contrario: preferible es cenar; la
digestión se hace mejor velando. Soy poco propenso a la
sed, lo mismo sano que enfermo; en este estado fácilmente
se me pone seca la boca, pero ninguna sed experimento,
generalmente no me impulsa a beber sino el deseo que comiendo me
asalta, y ya bien entrada la comida. Para un hombre que por esta
cualidad no se distingue, bebo bastante bien: en verano,
tratándose de comidas apetitosas, ni siquiera excedo los
límites de Augusto, quien sólo bebía tres
veces, con toda puntualidad; mas por aquello de no ir contra el
precepto de Demócrito, el cual prohibía detenerse
en el número cuatro, considerándolo de mal
agüero, en caso necesario voy hasta el cinco: me basta,
próximamente, con tres medios cuartillos; los vasos
pequeños son mis favoritos, y me place variarlos, lo cual
algunos evitan como cosa censurable. Templo mi vino casi siempre
con la mitad de agua, a veces con un tercio, y cuando estoy en mi
casa, conforme a una usanza remota que su médico ordenaba
a mi padre, y a sí mismo, se mezcla el que me precisa en
la despensa, dos o tres horas antes de servir la mesa. Cuentan
que Cranao, rey de los atenienses, fue el inventor de esta
costumbre de aflojar el vino con agua: sobre su utilidad o
inconveniencia no falta quien cuestione. Juzgo más
decoroso, y también más sano, que los niños
no beban hasta los diez y seis o diez y ocho años
cumplidos. La manera de vivir más corriente y común
es la más hermosa: toda particularidad y capricho me
parecen dignos de evitarse, y odiaría tanto a un
alemán que bautizara el vino, como a un francés que
lo bebiera puro. Las costumbres públicas dan la ley en
tales cosas.

Temo el aire colado y huyo el humo mortalmente: los
primeros inconvenientes que remedié en mi hogar fueron el
de las chimeneas y el de los excusados, defectos tan
insoportables como frecuentes en las casas viejas. Entre las
dificultades de la guerra, incluyo las espesas polvaredas que en
lo más recio del calor nos circundan y nos entierran
durante todo un día. Mi respiración es libre y
fácil, y mis resfriados pasan ordinariamente sin atacar el
pulmón, ni ocasionar tos alguna. La rudeza del verano es
para mí más enemiga que la del invierno, pues
aparte de que la incomodidad del calor es menos remediable que la
del frío, y a más de que los rayos solares
trastornan mi cabeza, a mis ojos ofusca toda luz resplandeciente:
yo no sería capaz, a la edad que tengo, de comer frente a
un fuego ardiente y luminoso.

Para amortiguar la blancura del papel, en los tiempos en
que la lectura me fue más grata, acostumbraba a poner un
vidrio sobre las páginas, y así mi vista encontraba
alivio. Desconozco hasta el presente el uso de los anteojos, veo
tan de lejos como cuado más, y tanto como cualquiera otro:
verdad es que al declinar el día, mis ojos comienzan a
turbarse y que la lectura los debilita; este ejercicio fue para
mí siempre sensible, de noche sobre todo. He aquí,
un paso atrás, perceptible apenas: así
retrocederé de otro, y pasaré del segundo al
tercero y del tercero al cuarto, tan silenciosamente que me
precisará verme ciego por completo antes de advertir la
decadencia y vetustez de mis ojos: ¡con artificio tanto van
las parcas deshilando nuestra vida! Y, no obstante, aun ignoro si
mi oído va perdiendo su fuerza; y veréis que lo
habré perdido a medias, culpando la voz de las que me
hablan: necesario es sujetar el alma para hacerla sentir
cómo va deslizándose.

Mi andar es rápido y seguro, e ignoro
cuál, de entre el cuerpo y el espíritu,
acerté a detener con dificultad mayor en un momento dado.
Buen predicador es aquel de mis amigos que detiene mi
atención durante toda una plática. En los lugares
ceremoniosos, donde cada cual adopta tan violentado continente,
donde vi a las damas mantener los ojos tan inmóviles,
jamás logré cabalmente dominarme: aun cuando
sentado permanezca, no acierto a estar de asiento. Como la
doméstica del filósofo Crisipo decía de su
amo que sólo por las piernas se emborrachaba, pues
tenía la costumbre de moverlas en cualquiera
posición que se encontrase (y lo decía, cuando el
vino trastornando a sus compañeros, él
permanecía impávido), de mí pudo decirse
desde la infancia que mis pies estaban locos, o que tenía
en ellos mercurio, tanta es mi veleidad e inconstancia natural,
sea cual fuere el sitio donde los ponga.

Esta falta de decoro perjudica a la salud, y aun al
placer de comer vorazmente, cual yo acostumbro: a veces me muerdo
la lengua y otras los dedos por la premura. Como Diógenes
viera a un niño que comía así,
sacudió una bofetada a su preceptor. En Roma había
hombres que adiestraban en el mascar delicadamente, como en el
andar y en otras operaciones. Yo prescindo de la
distracción que el hablar procura (siendo en las mesas una
salsa tan gustosa), siempre y cuando que oiga cosas agradables y
ligeras.

Entre nuestros placeres hay celos y envidias; chocan
unos con otros, embarazándose: Alcibíades, hombre
competentísimo en la ciencia del bien tratarse, echaba a
un lado hasta la música de los banquetes, a fin de no
trastornar en ellos la dulzura de los coloquios, por las razones
que Platón le atribuye. Decía, «que es propio
de hombre comunes el recurrir en los festines a los tocadores de
instrumentos músicos y a los cantores a falta de buenos
discursos y diálogos agradables, con los cuales las gentes
de entendimiento saben entrefestejarse». Varrón
exige los requisitos siguientes en una mesa: «Que sean los
congregados personas de presencia grata y de amena
conversación, ni mudos ni habladores; nitidez y delicadeza
en los manjares, y el lugar y el tiempo despejados.» No
exige poco arte ni voluptuosidad escasa el buen trato de las
mesas: ni los eximios filósofos ni los guerreros de
memoria inmarcesible menospreciaron el uso, y ciencia de las
mismas. Mi fantasía dio a guardar tres a mi recuerdo, que
la buena fortuna hizo para mí de dulzura soberana, en
diversas épocas de mi edad florida. Apárteme de
tales fiestas mi situación actual, pues cada uno para
sí provee la gracia principal y el sabor, según el
buen temple de cuerpo y de espíritu en que a la
sazón se encuentra. Yo que camino siempre pedestremente,
detesto esa sapiencia inhumana que tiende a convertirnos en
menospreciadores enemigos del cultivo de nuestro cuerpo: tan
injusto considero el que los goces naturales como el buscarlos
sin medida. Jerjes era un fatuo, porque envuelto en todas las
humanas voluptuosidades, iba proponiendo un premio a quien se las
descubriera nuevas; pero no es menos torpe quien prescinde de
aquellas con que la naturaleza le brindara. Si bien no hay que
seguirlas, tampoco se debe huirlas, basta sólo recogerlas.
Yo las recibo con alguna mayor amplitud y delicadeza, y de mejor
grado me dejo llevar hacia la pendiente natural. No tenemos para
qué exagerar la vanidad de los placeres: de sobra se nos
muestra y aparece a cada paso, gracias a nuestro enfermizo
espíritu, extinguindor de alegrías, que nos las
hace repugnar como también a sí mismo. Trata esto
todo cuanto recibe como a sí mismo se trata, unas veces
más allá y otras más acá, conforme a
su ser insaciable, versátil y vagabundo:

Sincerum est nisi vas, quodecumque
infundis, acescit.

Yo, que me precio de abrazar tan atenta y
particularmente las comodidades todas de la vida, en ellas no
descubro sino viento cuando con intensidad las miro; pero el
viento, más prudente que nosotros, se complace con el
ruido y la agitación, conformándose con sus oficios
peculiares, sin desear estabilidad ni solidez, cualidades que en
modo alguno le pertenecen.

Dicen algunos que los placeres puros de la
fantasía y lo mismo los dolores, son los más
intensos, como mostraba la lanza de Critolao. Lo cual no es de
maravillar, pues aquella facultad a su albedrío los
elabora, teniendo para ello copiosa tela donde cortar: a diario
veo de esta verdad ejemplos insignes, y deseables acaso. Mas yo,
hombre de condición mixta y ordinaria, soy incapaz de
morder tan por completo a ese sencillo objeto sin que pesadamente
me deje llevar por los placeres presentes de la ley humana y
general, intelectualmente sensibles, sensiblemente intelectuales.
Quieren los filósofos cirenaicos que, como los dolores,
también los placeres corporales sean más poderosos,
como dobles y como de índole más justa. Gentes hay,
Aristóteles así lo dice, que con estupidez altiva
por ello se contrarían; otros conozco yo que por
ambición hacen lo mismo. ¿Por qué no
renuncian también al respirar? ¿Por qué de
lo propio no viven? y ¿por qué no rechazan
también la luz, en atención a que es gratuita, no
costándoles invención ni esfuerzo? Que para ver los
sustenten Marte, Palas o Mercurio, en lugar de Venus, Ceres y
Baco. ¿Buscarán, acaso, la cuadratura del
círculo tendidos encima de sus mujeres? Yo detesto el que
se nos ordene mantener el espíritu en las nubes, mientras
sentados a la mesa permanecemos: no quiero que el espíritu
remonte a regiones sobrenaturales, ni que se arrastre por el
lodo, anhelo solamente que a sí mismo se aplique y que en
sí mismo se recolecte, no que en si se tienda. Aristipo no
se ocupaba sino del cuerpo, como si no tuviéramos alma;
Zenón no comprendía sino el alma, cual si de cuerpo
careciéramos: ambos viciosamente aconsejaban. Cuentan que
Pitágoras practicó una filosofía puramente
contemplativa; la de Sócrates consistió en
costumbres y en acciones, en toda su integridad: Platón
halló un término medio entre las dos. Mas no lo
dicen sino por hablar. El temperamento verdadero en
Sócrates se reconoce: Platón es mucho más
socrático que pitagórico, y le sienta mejor. Cuando
yo bailo, bailo, y cuando duermo, duermo; hasta cuando me paseo
solitariamente por vergel ameno, si durante algún espacio
de tiempo mis pensamientos llenaron ocurrencias extrañas,
durante otro los vuelvo al aseo, al vergel, a la dulzura
solitaria, y a mí, en fin.

Cuidó maternalmente naturaleza de que las
acciones que para nuestras necesidades nos impuso, nos fueran al
par placenteras; a ellas nos convida, no solamente por
razón, sino también por apetito: es injusto
corromper sus reglas. Cuando veo a César y a Alejandro en
lo más rudo de sus labores gozar tan plenamente de los
placeres humanos y corporales, no digo que aflojan su alma, sino
que a la rigidez la encaminan, sometiendo por vigor de
ánimo a las comas de la vida ordinaria aquellas violentas
ocupaciones y laboriosos pensamientos: prudentes si hubieran
creído que ésta era su ordinaria ocupación y
aquélla la extraordinaria ¡Todos somos locos de
remate! «Ha pasado su vida en la ociosidad», decimos:
«Hoy nada hice.» ¡Pues qué! ¿no
habéis vivido? Ésta no es solamente la fundamental,
sino la más relevante de vuestras labores. «Si se me
hubiera adiestrado en el manejo de las empresas magnas, dicen
habría puesto de relieve de cuánto era
capaz.» ¿Habéis sabido meditar y gobernar
vuestra vida? pues realizasteis de entre todas la mayor de las
humanas obras; para que naturaleza se muestre y ejecute, el acaso
en nada tiene que intervenir; igualmente, aparece aquélla
en todos los estados sociales, y así tras el telón
como sin él. ¿Supisteis elaborar vuestras
costumbres? pues hicisteis más que quien libros
elaboró; ¿fuisteis diestro en el descansar? pues
realizasteis mayores hazañas que quien se apoderó
de imperios y ciudades.

La más eximia y gloriosa labor del hombre
consiste en vivir a propósito como Dios manda; todas las
demás cosas: reinar, atesorar, edificar y otras mil no son
sino apéndices y adminículos, cuando más. Me
complace el ver a un caudillo al pie de la brecha, que al punto
va a atacar, prestarse luego, íntegramente, a sus
necesidades ordinarias, al comer y al conversar entre sus amigos;
y a Bruto, conspirando contra él la tierra toda y
juntamente contra la libertad romana, reservar a sus revistas
nocturnas algunas horas para leer y compendiar a Polibio con
tranquilidad cabal. A las almas pequeñas, aniquiladas por
el peso de los negocios corresponde el ignorar diestramente
desenvolverse, y el no saber echarlos a un lado para luego volver
a la carga:

O fortes, pejoraque passi mecum
saepe viri nunc vino pellite curas: cras ingens iterabimus
aequor.

Ya sea broma o realidad lo de que el vino teologal y
sorbónico se haya trocado en proverbio, y lo mismo los
festines sorbónicos y teologales, considero yo razonable
que de él almuercen con tanta mayor comodidad y regocijo
cuanto más seria y útilmente ocuparon la
mañana en los ejercicios propios de su escuela: la
conciencia de haber empleado bien las demás horas
constituye un sabroso y justo condimento de las mesas. Así
vivieron los filósofos: y aquella virtud ardorosa que en
uno y otro Catón nos admira, aquel carácter severo
hasta la importunidad, se sometió blandamente, y se
complació a las leyes de la humana condición, a
Venus y, a Baco, conforme a los preceptos de la secta a que
pertenecían, que soliciten la perfección prudente,
tan experta y entendida en el ejercicio de los placeres naturales
como en todos los demás deberes de la vida: Cui cor
sapiat, ei et sapiat palatus.

La facilidad y el abandono sienta mejor, al par que
honran a maravilla, a las almas fuertes y generosas: no
creía Epaminondas que destruyera el honor de sus gloriosas
victorias ni las perfectas costumbres que le gobernaban el
mezclarse en las danzas de los muchachos de su ciudad, cantando y
tocando con ejemplar esmero. Entre tantas señaladas
acciones como llenaron la vida del primer Escipión,
personaje digno de ser considerado como de celestial estirpe,
ninguna le muestra con mayor encanto que el verle al desgaire e
infantilmente divertirse, cogiendo y escogiendo conchas y jugar
al recoveco con Lelio, a lo largo de la playa; y cuando el tiempo
no era grato entretenido y divertido con la representación
por escrito para el teatro de las acciones humanas más
vulgares y bajas: llena estaba mientras tanto su cabeza con
aquellas empresas grandiosas de Aníbal y de África,
al par que visitaba las escuelas de Sicilia y frecuentaba las
lecciones de la filosofía, hasta armar los dientes de la
ciega envidia de sus enemigos romanos. Admirable es en la vida de
Sócrates el que siendo ya viejo, encontrara razón
de que le instruyeran en las danzas y en el toque de instrumentos
músicos, considerando su tiempo como bien empleado. A este
filósofo se le vio extasiado, de pie durante todo un
día y una noche, frente al ejército griego,
sorprendido y encantado por algún profundo pensamiento:
entre tantos hombres valerosos como entre aquellos hombres
había, fue el primero en lanzarse al socorro de
Alcibíades, abrumado de enemigos, resguardándole
con su cuerpo y arrancándole del tumulto a mano armada; en
la batalla deliena se le vio levantar y salvar a Jenofonte,
lanzado de su caballo; y en medio del pueblo ateniense, ultrajado
como él de un tan indigno espectáculo, socorrer el
primero a Terameno, a quien los treinta tiranos conducían
a la muerte mediante sus satélites, no desistiendo de esta
arrojada empresa sino por la oposición de Terameno mismo,
aun cuando él no fuera acompañado en junto
más que de dos personas: viósele, asediado por una
belleza de quien estaba enamorado, mantenerse severamente
abstinente; viósele lanzado constantemente en los peligros
de la guerra, hollando el hielo con los pies desnudos; llevar el
mismo vestido en invierno que en verano, exceder a todos sus
compañeros en las fatigas del trabajo; comer con
frugalidad idéntica en el más suntuoso banquete que
en la humilde mesa de su casa; permanecer veintisiete años
con invariable semblante, soportando el hambre, la pobreza, la
indocilidad de sus hijos, las garras de su mujer, y, por fin, la
calumnia, la tiranía, la prisión y el veneno: Mas
si a este mismo hombre invitaban a beber copiosamente, por deber
de civilidad era también de entre los de la
compañía quien a todos sobrepujaba; ni rechazaba
tampoco el jugar a las tabas con los muchachos, ni el corretear
con ellos sobre un palo a guisa de caballo, con gracioso
continente; pues todas las acciones, dice la filosofía,
sientan igualmente bien y honran al filósofo. Es justo y
equitativo el que jamás deje de presentársenos la
imagen de este personaje en todos los modelos y formas de
perfección. Entre las vidas humanas hay pocos ejemplos tan
plenos y tan puros, y a nuestra instrucción se daña
proponiéndonos a diario los débiles y
raquíticos, buenos apenas para una sola enmienda, los
cuales nos echan hacia atrás, y son corruptores más
bien que correctores. El mundo vive engañado: con
facilidad mayor se camina por los bordes, donde la extremidad
sirve de límite, parada y guía, que por la senda de
en medio, amplia y abierta; es más cómodo proceder
conforme al arte que según naturaleza, pero también
es menos noble y menos recomendable.

La grandeza de alma no consiste tanto en tirar hacia lo
alto o en pugnar hacia adelante como en saber acomodarse y
circunscribirse; como grande considera todo cuanto es suficiente,
y muestra su elevación amando más bien las cosas
medianas que las eminentes. Nada es tan hermoso ni tan
legítimo cual desempeñar bien y debidamente el
papel de hombre, ni hay ciencia tan ardua como el vivir esta vida
de manera perfecta y natural. De nuestras enfermedades, la
más salvaje es el menosprecio de nuestro ser.

Quien pretenda echar a un lado su alma, que lo haga
resueltamente, si le es dable, cuando tenga el cuerpo enfermo a
fin de descargarla del contagio. Mas si esto no acontece proceda
contrariamente, asistiéndola y favoreciendola, y no la
niegue la participación de sus naturales placeres,
complaciéndose con aquél conyugalmente; obre con
moderación si es moderada, por el natural temor de que los
goces no se truequen en dolores. La destemplanza es peste de la
voluptuosidad, y la templanza no es su castigo, es su condimento:
Eudoxo, que en el extremo goce hacía consistir el soberano
bien, y sus compañeros, que le imprimieron tan gran
valía, saboreáronle en su dulzura mediante la
medida, que en ellos fue ejemplar y singular.

Yo ordeno a mi alma que contemple el dolor y el placer
con mirada igualmente moderada, eodem enim vitio est effusio
animi in laetitia, quo in dolore contractio, y con firmeza
idéntica, mas alegremente la una y severa la otra y en
tanto que aquella lo pueda procurar, tan cuidadosa de aminorar el
uno como de agrandar el otro. El ver sanamente los bienes acarrea
el ver los males del propio modo; el dolor tiene algo de
inevitable en su blando comenzar, y la voluptuosidad algo de
evitable en su fin excesivo. Platón los acopla, y quiere
que sea el fin común de la fortaleza combatir al par
contra el dolor y contra las encantadoras blanduras de los goces:
dos fuentes son en las cuales quien se aprovisiona cuando, como y
cuanto precisa, ya sea ciudad, hombre o bruto, es cabalmente
dichoso. Hay que tomar el primero como medicina y como cosa
necesaria; pero en cantidad muy nimia; el segundo como quien la
sed aplaca, pero no hasta la embriaguez. El dolor, el placer, el
amor y el odio, son las acometidas primeras que siente un
niño: si la razón naciente se aplica a gobernarlos,
la virtud se engendra.

Para mi uso particularísimo, tengo un
diccionario: cuando el tiempo es malo e incómodo, me
limito a pasarlo; cuando es bueno, no hago lo mismo, sino que lo
gusto y en él me detengo: es preciso correr por lo malo y
asentarse en lo bueno. Estos dichos familiares,
«Pasatiempo» y «Pasar el tiempo»,
significan la costumbre de esas gentes prudentes que no piensan
dar a la vida mejor empleo que el de deslizarla, huirla y
trasponerla, apartándose de su camino, y cuanto de sus
fuerzas depende ignorarla, huyendola como cosa de índole
enojosa y menospreciable; mas yo la conozco distinta, y la
encuentro cómoda y digna de recibo, hasta en su
último decurso, en el cual me encuentro; púsola
naturaleza en nuestra mano, provista de circunstancias tales y
tan favorables, que solamente de nosotros tenemos que quejarnos
si nos mete prisa, escapándosenos inútilmente;
stulti vita ingrata est, trepida est, tota in futurum fertur. Yo
me preparo, sin embargo, a perderla sin pesadumbre, mas como cosa
de condición perdible, y algo pesado e inoportuno; por eso
no sienta bien el condolerse de morir sino a aquellos que en el
vivir se complacieron. Hay moderación en el gozarla, y yo
la disfruto el doble, que los demás, pues la medida del
disfrute depende del más o el menos en la
aplicación que la procuramos. Ahora, principalmente, que
advierto la mía de duración tan breve, quiero
amplificarla en peso, quiero detener la rapidez de su huida con
la prontitud en el atraparla y, mediante el vigor del empleo,
compensar el apresuramiento de su pérdida: a medida que la
posesión del vivir es más corta, precísame
convertirla en más profunda y más plena.

Otros experimentan las dulzuras de la prosperidad y del
contentamiento: yo las siento como ellos, pero no de pasada y
deslizándome: es menester estudiarlas, saborearlas y
rumiarlas para gratificar dignamente a quien nos las otorga.
Gozan los demás placeres, como el del sueño, sin
conocerlos. Con este fin, de que ni aun el dormir siquiera me
escapase así torpemente, encontré bueno
antaño que me lo turbaran, a fin de entreverlo. Contento
conmigo mismo, lo medito; no lo desfloro, lo profundizo, y a mi
razón, mal humorada ya y asqueada, lo pliego para que lo
recoja. ¿Me encuentro en situación reposada?
¿algún deleite interior me cosquillea? pues no
consiento que los sentidos lo usurpen, y a mi estado asocio mi
alma, no para a él obligarla, sino para que con él
se regocije; no para que allí se pierda, sino para que
allí se encuentre; y por su parte la invito a que se
contemple en tan alto sitial y de él pese y estime la
dicha, amplificándola: así mide cuánto debe
a Dios, por hallarse en reposo con su conciencia y con otras
pasiones intestinas; por tener el cuerpo en su disposición
natural, gozando ordenada y competentemente de las funciones
blandas y halagadoras, por las cuales le place compensar con su
gracia los dolores con que su justicia nos castiga a su vez. El
alma mide cuánto la vale el estar alojada en tal punto que
donde quiera que dirija su mirada, en su derredor el cielo
permanece en calma; ningún deseo, ningún temor ni
duda que puedan perturbarla; ninguna dificultad pasada, presente
ni futura por cima de la cual su fantasía no pase sin
peligro. Reálzase esta consideración con el
parangón de condiciones diversas: así yo me
propongo bajo mil aspectos, cuantos el acaso y el propio error
humano agitan e incluyen; y también éstos de
mí más cercanos, que acogen su buena dicha con
flojedad tanta de curiosidad exenta: gentes son que, en verdad,
pasan su tiempo, sobrepujan el presente y cuanto está en
su mano por servir la esperanza, merced a las sombras y vanas
imágenes que la fantasía coloca ante sus
ojos,

Morte obita quales fama est
volitare figuras, aut quae sopitos deludunt somnia
sensus:

las cuales apresuran y alargan su huida al igual que se
las sigue: y el fruto y última mira de este perseguimiento
es simplemente perseguir, como Alejandro decía que el fin
de su tarea era de nuevo atarearse:

Nil actum credens, quum quid
superesset agendum.

Así, pues, yo amo la vida, y la cultivo tal como
a Dios plugo otorgámela. No voy lamentando el experimentar
la necesidad de comer o de beber, y me parecería errar de
un modo no menos inexcusable, apeteciendo sentirla doble; sapiens
divitiarum naturalium quaesitor aserrimus. Ni el que nos
alimentáramos metiendo simplemente en la boca un poco de
aquella droga con la cual Epiménides se privaba de
apetito, sustentándose; ni que estúpidamente se
procrearan hijos por medio de los dedos o los talones, sino
hablando con reverencia, que más bien se los produjera
voluptuosamente con los talones y los dedos. Ni de que al cuerpo
asalten cosquilleos: son todas éstas quejas ingratas e
injustas. Yo acojo de buen grado y con reconocimiento cuanto la
naturaleza hizo por mí; con ello me congratulo y, de ello
me alabo. Inferimos agravio a aquel grande Todopoderoso Donador,
rechazando su presente, anulándolo y
desfigurándolo: como es todo bondad, óptima es toda
su obra: omnia, quae secundum naturam sunt, aestimatione digna
sunt.

Entre las opiniones de la filosofía, abrazo de
mejor grado las más sólidas, es decir, las
más humanas y nuestras; mi discurso va de acuerdo con mis
costumbres, bajas y humildes: y, a mi ver, aquélla hace
una colosal niñada cuando se pone a gallear,
predicándonos que es una feroz alianza la de casar lo
divino con lo terreno, lo razonable con lo irracional, lo honesto
con lo deshonesto. Que la voluptuosidad es cosa de índole
brutal e indigna de ser por el filósofo gustada: Que el
único placer que éste alcanza con el goce de una
esposa hermosa y joven, es el mismo que su conciencia lo procura
al realizar una acción conforme al orden, como la de
calzarse los botines para emprender una provechosa
correría. ¡Así los que tal filosofía
predican no tuvieran más derecho, ni más nervios,
ni más jugo en el desdoncellar de sus mujeres que en los
principios que sientan!

No es ésa la doctrina de Sócrates, su
preceptor y el nuestro, el cual toma, como debe, la voluptuosidad
corporal, pero prefiriendo la del espíritu, como
más fuerte, constante, fácil y digna. Ésta,
en modo alguno, camina aislada según él (pues no es
tan visionario), es únicamente la primera; para él
la templanza es moderadora y no enemiga de los goces. Dulce
guía es naturaleza, pero no más dulce que prudente
y justa: intrandum est in rerum naturam, et penitus, quid ea
postulet, pervidendum. Yo sigo en todo sus huellas:
confundímosla nosotros con rasgos artificiales, y ese
soberano bien académico y peripatético, que
consiste en vivir «según ella», por esa
razón se convierte en difícil de limitar y
explicar; y asimismo el de los estoicos, vecino de aquél,
que consiste en «transigir con naturaleza».
¿No es error el considerar algunas acciones menos dignas
porque sean necesarias? No me quitarán de la cabeza que no
sea una convenientísima unión la del placer y la
necesidad: con la cual, dice un antiguo, los dioses conspiran
siempre. ¿Con qué mira desmembramos, a guisa de
divorcio, mi edificio cuya contextura y correspondencia
permanecen juntas y fraternales? Por el contrario,
anudémosle mediante oficios mutuos: hagamos que el
espíritu despierte y vivifique la pesantez del cuerpo, y
que el cuerpo detenga y fije la ligereza del espíritu.
Qui, velut summum bonum, laudat animae naturam, et, tanquam
malum, naturam carnis accusat, profecto et animam, carnaliter
appetit, et carnem carnaliter fugit; quoniam, id vanitate sentit
humana, non veritate divina? Ningún fragmento indigno de
nuestra solicitud en este presente que Dios nos hizo: de
él debemos cuenta estrictísima, hasta de un
cabello, y no es un quehacer de cumplido para el hombre el
gobernar al hombre, según su condición; es expreso,
ingenuo y principalísimo, y el Creador nos lo
confió seria y severamente. La autoridad puede sólo
contra los entendimientos comunes, y pesa más cuando va
envuelta en lenguaje peregrino. Recarguémosla en este
pasaje: Stultitiae proprium quis non dixerit ignave contumaciter
facere, quae facienda sunt; et alio corpus impellere, alio
animum; distrahique inter diversissimos motus. Ahora bien, para
experimentarlo haceos predicar las fantasías y
divertimientos que aquél ingiere en su cabeza, mediante
los cuales aparta su mente de una buena comida y lamenta la hora
que en reparar sus fuerzas emplea, y encontraréis
así que nada hay tan insípido en todos los platos
do vuestra mesa, cual esa hermosa plática de su alma
(valdríanos mejor, las más de las dormir por
completo que velar por las cosas que velamos);
reconoceréis que sus opiniones y razones son hasta
indignas de reprimenda. ¿Aun cuando se tratara de los
enajenamientos de Arquímedes?, ¿qué valen ni
que significan? Yo no toco aquí, ni tampoco mezclo sino a
la garrulería humana que nosotros formamos; la vanidad de
deseos y cogitaciones que nos extravían. De sobra
considero como estudio privilegiado el de esas almas venerables,
elevadas por ardor de devoción y de religión a la
meditación constante y concienzuda de las cosas divinas,
preocupadas por el esfuerzo de una esperanza vehemente y viva, a
fin de encaminarse al eterno sustento, última mira y
estación postrera de los cristianos anhelos, único
placer constante e incorruptible, menospreciando el detenerse en
nuestras comodidades miserables, fluidas y ambiguas, libertando
fácilmente el cuerpo de la postura temporal y usual. Entre
nosotros, las opiniones supercelestiales y las costumbres
subterrenales, son cosas que siempre vi singularmente
armonizadas.

Esopo, aquel grande hombre, viendo un día que su
amo orinaba paseándose: «¡Cómo! dijo,
habremos de hacer lo otro corriendo?» Empleemos bien el
tiempo, y todavía nos quedará mucho ocioso y
desocupado: acaso a nuestro espíritu no satisfagan otras
horas para llenar sus menesteres sin desasociarse del cuerpo en
lo poco que para su necesidad precisa. Quieren colocarse fiera de
sí y escapar al hombre; locura insigne, pues, en vez de
convertirse en ángeles, en brutos se convierten; en vez de
elevarse, se rebajan. Estos humores preeminentes me atemorizan
como los lugares elevados e inaccesibles; y en la vida de
Sócrates nada para mí es tan difícil de
digerir como sus éxtasis y demonierías; ni en
Platón se me antoja nada más humano que las razones
por las cuales se lo llama divino; y entre nuestras ciencias,
aquellas me parecen más terrenales y bajas que a mayor
altura se remontan; y nada encuentro tan humilde ni tan mortal en
la vida de Alejandro, como sus fantasías en derredor de su
deificación. Filotas le mordió diestramente con su
respuesta, pues habiéndose ante él congratulado por
escrito de que el oráculo de Júpiter, Ammón,
le había colocado entre los dioses, le dijo: «Por lo
que a ti respecta, recibo mucho contento; pero hay por qué
compadecer a los hombres que tengan que vivir con un hombre y
obedecerle, el cual sobrepuja y no se contenta con el nivel
humano»:

Dis te minorem quod geris,
imperas.

La gentil inscripción con que los atenienses
honraron la llegada de Pompeyo a su ciudad, se conforma con mi
sentido: «En tanto eres dios cuanto como hombre te
reconoces.»

Es una perfección absoluta, y como divina
«la de saber disfrutar lealmente de su ser». Buscamos
otras condiciones por no comprender el empleo de las nuestras, y
salimos fuera de nosotros, por ignorar lo que dentro pasa.
Inútil es que caminemos en zancos, pues así y todo,
tenemos que servirnos de nuestras piernas; y aun puestos en el
más elevado trono de este mundo, menester es que nos
sentemos sobre nuestro trasero. Las vidas más hermosas
son, a mi ver, aquellas que mejor se acomodan al modelo
común y humano, ordenadamente, sin milagro ni
extravagancia. Ahora bien, la vejez ha menester aún de
alguna mayor dulzura. Encomendémosla, pues, a ese dios de
salud y de prudencia, para que a más de prudente y sana,
nos la otorgue regocijada y sociable:

Frui paratis el valido mihi, latoe, dones, et, precor,
integra cum monte; nec turpem senectam degere, nec cithara
carentem.

FIN DE LOS ENSAYOS

Ensayos – Libro III Michel de
Montaigne

 

 

Autor:

Ing. +Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana

2014.

Monografias.com

Primera edición

2014

Título:

"ENSAYO COMO FORMA LITERARIA"

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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