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Ensayo como forma literaria (página 3)



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La rudeza de mi mal de piedra me ha lanzado a veces en
dilatadas supresiones de orina de tres y cuatro días, y
tan adentro de la muerte, que hubiera sido locura pretender
evitarla, ni siquiera desear evitarla, en presencia de los
crueles tormentos que ese mal acarrea. Aquel dulce emperador que
hacía ligar las partes a los criminales para que muriesen
a falta de orinar, era maestro grande en la ciencia de los
verdugos. Encontrándome en situación semejante,
tuve ocasión de ver por cuán ligeras causas y
objetos la fantasía alimentaba en mí el sentimiento
de la vida, merced a qué átomos se edificaba en mi
alma la dificultad y el peso del desalojamiento, a cuántos
pensamientos frívolos dejamos lugar al dilucidarse un
negocio tan importante: un perro, un caballo, un libro, un vaso y
cuantísimos otros objetos de igual tenor, eran cosas
importantes en mi acabar. En el de los otros sus ambiciones, sus
ambiciosas esperanzas, su bolsa y su ciencia, no menos
estúpidamente, a mi entender. Yo contemplo
indiferentemente, la muerte cuando generalmente la considero como
fin de la vida. La desafío en general; individualmente me
aflige; las lágrimas de un criado, la distribución
de mis bienes, el contacto de una mano amiga, una
consolación común me desconsuelan y enternecen.
Así perturban nuestra alma los lamentos de las
fábulas, y los pesares de Dido y Ariadne apasionan hasta a
los mismos que no creen en ellos, en Virgilio y en Catulo.
Muestra es de un natural duro y obstinado el no experimentar
emoción alguna, cual de Polemón milagrosamente se
refiere, mas tampoco palideció ante la mordedura de un
perro hidrófobo que le arrancó una pantorrilla.
Ninguna cordura va tan allá que considerando la causa de
una tristeza, viva e íntegra por discernimiento, deje de
sufrir algún acceso por la presencia, cuando los ojos y
los oídos tienen en ella parte, los cuales no pueden ser
agitados sino por vanos accidentes.

¿Es razonable que las artes mismas se sirvan y
conviertan en su provecho nuestra debilidad y torpeza naturales?
El orador, dice la retórica, en ese artificio de su
peroración conmoverá merced al timbre de su voz y
ficticias agitaciones, y se dejará engañar por la
pasión que simula; imprimirá un duelo verdadero y
esencial valiéndose de la mojiganga que representa para
transmitirla a los jueces, a quienes todavía es más
indiferente. Así ocurre con las personas a quienes en los
funerales se alquila, para venir en ayuda de la ceremonia del
duelo; gentes que venden sus lágrimas a peso y medida, y
lo mismo su tristeza, pues aun cuando se conmueven por manera
prestada, acomodando, sin embargo, su continente, cierto es que
se dejan arrastrar en toda su integridad, recibiendo en sí
mismos una melancolía verdadera. Entre otros varios de sus
amigos asistí a la traslación a Soissons del
cadáver del señor Gramont desde el sitio de La
Fère en que fue muerto, y reparé que por todos los
sitios donde pasamos llenábamos al pueblo de lamentaciones
y lloros, con los cuales tropezábamos, con la sola muestra
y aparato de nuestro convoy, pues ni siquiera el nombre del
difunto era conocido. Quintiliano refiere haber visto comediantes
tan fuertemente identificados con sus papeles de duelo, que
lloraban hasta en su propio domicilio; y de sí mismo, que
habiendo tenido empeño en comunicar ciertos sentimientos a
un amigo, se halló por ellos ganado hasta el punto de
sorprenderse no sólo llorando, sino pálido el
semblante y con todas las muestras de un hombre desolado por el
dolor.

En una región cercana de nuestras montañas
las mujeres hacen el papel de Juan Palomo, pues a la vez que
engrandecen el sentimiento del esposo perdido, por el recuerdo de
las buenas y gratas cualidades que poseyera, recopilan y publican
sus imperfecciones, como para encontrar en sí mismas
alguna compensación, y pasar así de la piedad al
menosprecio. Más cuerdamente que nosotros proceden, pues
ante la pérdida del primer conocido, le prestamos
alabanzas nuevas y falsas y le trocamos en distinto de lo que era
tan luego como de vista le perdimos, y se nos antoja diferente de
cuando le veíamos, cual si fuera el sentimiento algo de
suyo instructivo, o como si las lágrimas, al lavar nuestro
entendimiento lo aclarasen. Yo renuncio desde ahora a los
favorables testimonios que quieran procurárseme, no porque
de ellos sea digno, sino porque estaré ya
muerto.

Quien preguntare a alguien: «¿Qué
interés os mueve a ocupar ese lugar?» «El
interés del ejemplo, le responderá, y la
común obediencia al príncipe; yo no aspiro a
beneficio alguno, y en cuanto a la gloria, bien se me alcanza la
parte ínfima que puede corresponder a un hombre de mi
categoría: en mi situación, no me mueven la
pasión ni la querella.» Vedle, sin embargo, al
día siguiente, todo cambiado, todo hirviente y encendido
de cólera, acomodado en su rango para acometer el asalto:
es el resplandor de tanto acero, y el fuego y el estrépito
de los cañones y los tambores lo que infundió vigor
nuevo y odio nuevo en sus venas. ¿Y cuál fue la
causa? Para agitar nuestra alma ninguna precisa; un
ensueño sin cuerpo ni fundamento la regenta y tambalea.
Que yo me lance a levantar castillos en el aire, mi
fantasía me forjará comodidades y placeres, con los
cuales mi alma se reconoce realmente cosquilleada y regocijada.
¡Cuántas veces embrollamos nuestro espíritu
con la cólera o la tristeza merced a tales sombras y nos,
sumergimos en pasiones fantásticas que trastornan nuestra
alma y nuestro cuerpo! ¡Qué gestos de espasmo, de
risa o confusión suscitan las soñaciones en
nuestros semblantes! ¡Qué sorpresas y agitaciones de
miembros y de voz! ¿No se diría de ese hombre solo
que experimenta falsas visiones ocasionadas por una multitud de
otros hombres con quienes negocia, o que algún demonio
interno le persigue? Inquirid dentro de vosotros mismos el origen
de semejante mutación: a excepción nuestra
¿hay algo en la naturaleza a quien la nada sustente ni
empuje? Cambises, por haber soñado que su hermano iba a
sentarse en el trono de Persia, le hizo morir; era un hermano a
quien amaba y de quien siempre se había fiado; Aristodemo,
rey de los mesenios, se mató, impelido por una
fantasía que consideró como de mal agüero y
por no sé qué aullidos de sus lebreles; el rey
Midas hizo lo mismo, molestado y trastornado por un sueño
ingrato que le asaltara. Es avalorar la vida en su justo precio
abandonarla por un dueño. Oíd, sin embargo, a
nuestra alma triunfar del cuerpo mísero y de su flaqueza
por estar siempre expuesto a toda suerte de ofensas y
alteraciones. En verdad la razón la acompaña al
expresarse así:

O prima infelix fingenti terra
Prometheo! Ille parum cauti pectoris egit opus. Corpora
disponens, mentem non vidi t in arte; recta animi primun debuit
esse via.

Capítulo V

Sobre unos versos
de Virgilio

A medida, que los pensamientos provechosos son
más plenos y fundamentales, van imposibilitándonos
y siéndonos onerosos. El vicio, la muerte, la pobreza, las
enfermedades, son cosas graves y que agravan. Es preciso mantener
el alma fortificada con los medios que la ayuden a combatir los
males, instruida con las reglas del bien vivir y del bien creer,
y frecuentemente despertarla y ejercitarla en este hermoso
estudio. Mas en una de contextura ordinaria menester es que la
lucha no sea ruda ni inmoderada, pues la tensión
continuada la enloquecería. Cuando joven, tenía yo
necesidad de advertirme y solicitarme para guardar el equilibrio;
el regocijo y la salud no van muy de acuerdo, a lo que dicen, con
esos discursos de cordura y seriedad: hoy mi situación ha
cambiado, y las condiciones de la vejez me amonestan de sobra,
formalizan y predican. Del exceso de alegría vine a dar en
la severidad superabundante, que es un estado más
desagradable, por lo cual ahora me dejo llevar adrede
algún tanto por el desorden, y deslizo alguna vez mi alma
hacia las ideas de juventud y regocijo, en las cuales se detiene
placentera. Al presente me siento dominado por el sosiego
excesivo y por la pesantez y la madurez en igual grado: la vejez
me alecciona todos los días de frialdad y de templanza.
Este débil cuerpo huye el desarreglo y lo teme;
tócale ahora encaminar el espíritu a la enmienda,
gobernar a su vez con mayor imperiosidad y rudeza, y no me deja
vagar ni siquiera a una hora, ni cuando duermo, ni cuando velo,
sin adoctrinarme con ideas de muerte, paciencia y penitencia. Me
defiendo contra la templanza como antaño me
defendía contra los goces, aquélla me echa muy
hacia atrás, hasta hacerme lindar con la estupidez. Y como
yo pongo todo mi conato en ser dueño de mí mismo en
todos sentidos, reconozco que la cordura tiene sus excesos y que
no ha menester menos que la locura de represión; de suerte
que, temeroso de mortificarme, agotarme y agravarme a fuerza de
prudencia, en los intervalos que mis males me lo permiten,
extravío con toda suavidad y aparto mi mirada de ese cielo
tempestuoso y nubloso que ante mí se extiende, el cual,
Dios sea loado, considero sin horror, mas no sin
contención ni estudio, y me voy distrayendo con la
recordación de la juventud pasada:

Mens intenta suis ne siet usque
malis; Animus quod perdidit, optat atque in praeterita se totus
imagine versat.

Que la infancia mire adelante y la vejez detrás,
tal era la significación de los dos semblantes de Jano.
Que los años me arrastren si a bien lo tienen, yo
procuraré que no lo logren sino a reculones; y en tanto
que mis ojos puedan reconocer aquella hermosa primavera fenecida,
a ella lo convierto a sacudidas: si de mis venas y de mi sangre
escapa, al menos no quiero desarraigar su imagen de la
memoria:

Hoc est vivere bis, vita posse
priore frui.

Platón ordena a los ancianos la asistencia a los
ejercicios, danzas y juegos de la juventud para regocijarse en
los demás con la flexibilidad y belleza del cuerpo, que en
ellos se desvaneció, y para llamar a su recuerdo la gracia
y beneficios de esa edad llena de verdor; y quiere el
filósofo que en las diversiones el honor de la victoria
sea otorgado al joven que más haya sorprendido y alegrado
a mayor número de ancianos. En el tiempo que fue marcaba
yo con piedra negra los días pesados y tenebrosos como
cosa extraordinaria y singular; ahora éstos son mi
ordinario alimento, los extraordinarios son los hermosos y
serenos, regocijándome como de un gran beneficio cuando
algún dolor no me aqueja. Sin violentarme no soy ya capaz
de arrancar una pobre sonrisa de este mezquino cuerpo;
sólo por fantasía y por soñación me
divierto para engañar así las amarguras de la edad,
cuando en realidad precisaría otro remedio diferente de un
sueño. ¡Débil lucha del arte contra la
naturaleza! Simpleza grande es dilatar y anticipar, como todos
hacen las incomodidades humanas. Yo prefiero ser viejo menos
tiempo a serlo con anticipación, y hasta las más
íntimas ocasiones de placer con que puedo tropezar las
amarro. Bien conozco de oídas algunas especies de
voluptuosidad, prudentes, fuertes y gloriosas, mas la
opinión común no tiene tanto imperio sobre
mí que lleguen a excitar mi apetito: no las ansío
tan magnánimas, magníficas y fastuosas como las
anhelo azucaradas, fáciles y prestas: A natura discedimus;
populo nos damus, nullius rei bono auctori. Mi filosofía
es toda acción, se aplica al uso natural y presente, y
deja estrecho campo a la fantasía. ¡Pluguiera a Dios
que me regocijara jugando a las avellanas y al trompo!

Non ponebat enim rumores ante
salutem.

Es el placer cosa modesta que por sí misma se
considera sobrado espléndida sin el aditamento del premio
que a la reputación acompaña y que a la sombra se
encuentra muy a su gusto. Debiera tratarse a latigazos al mozo
que yo entretuviese en hacer una selección de los
distintos placeres que al paladar suministran los vinos y las
salsas; nada hubo para mi menos reconocido ni apreciado: ahora es
cuando lo aprendo, y de ello me avergüenzo grandemente.
¿Pero qué remedio? Mayor despecho y desconsuelo me
producen las causas que a ello me empujan. A los ancianos
pertenece soñar y tontear; a los jóvenes,
mantenerse en la buena reputación y en el mejor designio:
ellos marchan hacia el crédito, camino del mundo, y
nosotros volvemos: Sibi arma, sibi equos, sibi hastas, sibi
clavam, sibi pilam, sibi natationes et cursus habeant; nobis
senibus, ex lusionibus multis, talos relinquant et tesseras: Las
leyes mismas nos envían a nuestro retiro. Yo no puedo
hacer menos en beneficio de esta mezquina condición, donde
mi edad me arrastra, que proveerla de juguetes y
niñerías como a la infancia se provee; por algo
recaemos en ella. La prudencia y la locura tendrán
ocupación sobrada con apuntalarme y socorrerme con sus
oficios alternados en esta edad calamitosa:

Misce stultitiam consiliis
brevem.

Huyo de la propia suerte los más ligeros
pinchazos, y los que antaño no me hubieran ocasionado ni
el arañazo más débil, actualmente me
atraviesan de parte a parte; ¡tan fácilmente mis
hábitos van con el mal plegándose! In fragili
corpore, odiosa omnis offensio est;

Mensque pati durum sustinet aegra
nihil.

Siempre fui quisquilloso y delicado ante las ofensas;
ahora todavía soy menos tolerante, y abierto estoy a ellas
por todas partes:

Et minimae vires frangere quassa
valent.

Mi discernimiento me impide rebelarme y gruñir
contra los inconvenientes cuyo sufrimiento naturaleza me ordena;
mas, en cambio, me consiente experimentarlos: yo
atravesaría el mundo de un extremo al otro buscando un
buen año de tranquilidad y plácido contento, puesto
que no persigo distinto fin que el de vivir y regocijarme. La
tranquilidad sombría y entorpecedora se encuentra de sobra
para mí, pero me adormece, haciendo que en ella me
obstine, de suerte que en nada me satisface. Si es que hay alguna
persona, o alguna buena compañía, en el campo o en
la ciudad, en Francia o en otra parte, que viva de asiento o que
sea amiga de los viajes, para quien mis humores sean gratos y de
quien los humores sean buenos para mí, no tiene más
que silbar en la palma de la mano: yo iré personalmente a
proveerla de Ensayos de carne y hueso.

Puesto que al espíritu pertenece el privilegio de
libertarse de la vejez, yo aconsejo al mío en cuanto
está en mi mano que así lo haga; que reverdezca y
que florezca, si puede, como el muérdago reverdece sobre
el árbol muerto. Temo mucho su traición: tan
estrechamente se ligó al cuerpo, que me abandona siempre
para seguir a éste en sus necesidades; yo le acaricio
aparte y le ejercito inútilmente; vanamente intento
apartarle de esa ligadura, presentándole a Séneca y
Catulo, las damas y danzas reales: cuando su compañero
padece el cólico, diríase que él
también lo sufre; las potencias mismas que le son propias
y peculiares no se pueden entonces levantar; denuncian
evidentemente la frialdad, y ningún regocijo muestran sus
manifestaciones cuando al cuerpo domina la modorra.

Los filósofos se engañan al buscar las
causas de los impulsos extraordinarios de nuestro espíritu
(aparte de los que atribuyen al arrobamiento divino, al amor, al
fuego bélico, a la poesía o al vino) allí
donde la salud no impera; una salud hirviente, vigorosa, plena,
desbordante, tal como en los pasados tiempos me la procuraban a
intervalos el verdor de los años y el sosiego, ese ardor
de regocijo suscita en el espíritu vivos relámpagos
y resplandores, muy por cima de nuestra claridad natural y entre
nuestros entusiasmos, los más gallardos, si no los
más locos. Por consiguiente, no es cosa peregrina el que
un estado contrario amortigüe mi espíritu,
clavándolo en tierra, alcanzando un efecto cabalmente
antitético.

Ad nullum consurgit opus, cum
corpore languet;

y, sin embargo, quiero todavía que de mí
dependa el que preste en mi persona mucho medios a ese
consentimiento, de lo que conforme al uso ayuda ordinariamente a
los demás hombres. Al menos, mientras nos quede tregua
para ello, expulsemos los males y los embarazos de nuestro
comercio:

Dum ficet, obducta solvatur fronte
senecti;

tetrica sum amaenanda jocularibus. Gusto yo de una
prudencia alegre y urbana, y huyo la rudeza de las costumbres
austeras, considerando como sospechoso todo semblante
avinagrado.

Tristemque vultus tetrici
arrogantiam; Et habet tristis quoque turba
cinaedos.

Creo a Platón de buena gana cuando dice que los
humores dóciles o ariscos están en armonía
cabal con la bondad o maldad del alma, del semblante de
Sócrates era invariable, pero sereno y riente, no
constante en la tristeza, como el del viejo Craso, a quien nunca
se vio reír. La virtud es cualidad alegre y grata. Bien se
me alcanza que muy pocas gentes pondrán el rostro
ceñudo ante la licencia de mis escritos que no tengan que
ponerlo más todavía ante la licencia de su
pensamiento: yo me conformo a maravilla con el ánimo de
ellas, pero ofendo sus castos ojos. ¡Humor bien ordenado es
el de pellizcar los escritos de Platón, y el deslizar
luego sus pretendidas negociaciones con Phedon, Dion, Stella y
Arqueanasa! Non pudeat dicere quod non pudet sentire. Yo detesto
los espíritus refunfuñones y tristes que se
deslizan por la superficie de los placeres de la vida y
empuñan los males nutriéndose con ellos, como las
moscas, que no pueden sostenerse contra un cuerpo bien
pulimentado y alisado y se agarran y reposan en los sitios
escabrosos y escarpados, y de la propia suerte que las ventosas,
que no absorben ni apetecen sino la sangre viciada y
corrompida.

En conclusión, yo me impuse el osar decir todo
cuanto me atrevo a hacer; y me disgustan hasta los pensamientos
mismos cuando son impublicables. La peor de mis acciones y
condiciones no me parece tan fea como encuentro horrible y
cobarde el no determinarme a revelarla. Todos son discretos en la
confesión, cuando debieran serlo en la acción: el
arrojo de pecar se ve en algún modo compensado y
embarazado por el atrevimiento de la confesión: quien se
obligara a decirlo todo, obligaríase igualmente a no hacer
nada de aquello que estuviera obligado a callar.

Quiera Dios que este exceso de mi licencia ponga a los
hombres camino de la libertad, haciéndoles atropellar las
virtudes cobardes y de aparato que de nuestras imperfecciones
emanan. Es necesario que cada cual vea su vicio y lo estudie para
recitarlo; los que al prójimo lo ocultan, ocúltanlo
ordinariamente a sí mismos, y no lo consideran bastante a
cubierto si lo ven; precísales además aminorarlo y
disfrazarlo conforme a su propia conciencia: quare vitia sua nemo
confitetur? quia etiam nunc in illis est: somnium narrare,
vigilantis est. Los males del cuerpo se esclarecen en aumentando;
así hallamos que era gota lo que llamábamos reuma o
torcedura: los males del alma se obscurecen al afianzarse, cuanto
más nos aquejan, menos los sentimos; por eso hay necesidad
de manosearlos, de sacarlos a la superficie con dureza y sin
miramientos, de abrirlos y arrancarlos de la cavidad de nuestro
pecho. Como en materia de buena, acciones acontece con las malas,
a veces satisface la sola confesión de las unas y de las
otras. ¿Existe en el pecado tal error que nos dispense
confesarlo? Yo sufro dolor grande simulándome, tanto que
evito almacenar los secretos ajenos por carecer del valor
necesario para negar mi ciencia; puedo callarla mas no negarla
sin esfuerzo y contrariedad: para ser hombre de secretos, la
naturaleza debe ayudarnos, no la obligación de retenerlos.
Y para ser apto al servicio de los príncipes no basta ser
excelente guardador, hay que saber mentir además. Aquel
que preguntaba a Thales si debía negar solemnemente haber
pecado contra el sexto mandamiento, si de mí se hubiera
informado, habríale respondido que no debía hacer
tal, pues el mentir me parece peor todavía que abusar de
la lujuria. Thales fue de opinión contraria y le dijo que
jurara para fortalecer lo mayor con lo menor; este consejo, sin
embargo no era tanto elección como multiplicación
de vicio; a propósito de lo cual digamos de pasada que se
allana el camino a un hombre de conciencia cuando se le propone
alguna dificultad a cambio de algún delito; pero cuando
entre dos vicios se le contrae, colócasele en
situación dura, como sucedió a Orígenes,
puesto en la alternativa de practicar la idolatría o gozar
carnalmente a un horrible etíope que le presentaron;
aquél apencó con la primera condición,
obrando mal, dicen algunos. Sin embargo no carecerían de
gusto, según su error, las que en nuestro tiempo hacen
protestas de preferir mejor cargar su conciencia con diez hombres
que con una sola misa.

Si es indiscreción publicar así sus
errores, al menos no hay grave riesgo de que la cosa se convierta
en ejemplo y uso, pues Alistón decía que los
vientos más temidos de los hombres son aquellos que los
descubren. Es preciso levantar ese torpe pingajo que tapa
nuestras costumbres: los hombres envían su conciencia al
lupanar mientras mantienen su continente en regla; hasta los
asesinos y los traidores adoptan las leyes de la ceremonia y a
ellas sujetan su deber. Así no es lícito a la
injusticia quejarse de la incivilidad, ni a la malicia de
indiscreción. Lástima que el hombre perverso no sea
también estúpido y que la decencia oculte su vicio:
tales incrustaciones no pertenecen sino a un muro sano y
resistente, que merezca ser conservado y jalbegado.

Siguiendo el proceder de los hugonotes, que censuran
nuestra confesión auricular y privada, yo me confieso en
público religiosa y abiertamente: san Agustín,
Orígenes e Hipócrates publicaron los errores de sus
opiniones; yo echo fuera los de mis costumbres. Me siento
hambriento de exteriorizarme, y nada me importa a qué
precio, siempre y cuando que me sea dado hacerlo por manera real
y verdadera; o por mejor decir, no tengo hambre de nada, pero
huyo mortalmente de ser tomado por quien no soy, de parte de
aquellos a quienes acontece conocer mi nombre. Quien todo lo hace
por el honor y por la gloria, ¿qué se propone ganar
presentándose ante el mundo enmascarado, y robando su
verdadero ser al conocimiento de las gentes? Alabad a un jorobado
por su hermosa estatura, y tomará el elogio como injuria;
si sois cobarde y como valiente os honran, ¿por ventura
hablan de vosotros? Es que os toman por quien no sois. Tanto
valdría que un hombre que formaba parte de una comitiva
creyera que a él iban encaminados los saludos dirigidos al
cabeza.

Como pasara por la calle Arquelao, rey de Macedonia,
alguien vertió agua sobre él, y los que lo vieron
dijéronle que debía castigarle: «Está
bien, dijo, pero no ha echado el agua sobre mí, sino sobre
el que pensaba que yo fuese.» Advirtiendo a Sócrates
que hablaban mal de él: «No hay tal, repuso, nada
hay en mí de lo que me achacan.» En cuanto a
mí, a quien me ensalzara como buen piloto o como hombre
honestísimo y castísimo, ningún
agradecimiento le debería; y análogamente quien me
llamara traidor, ladrón o borracho, en nada me
ofendería. Los que se desconocen pueden apacentarse con
falsas aprobaciones; no yo, que me veo y me investigo hasta el
fondo de las entrañas, y que sé bien lo que me
pertenece. Pláceme no ser alabado con tal de ser mejor
conocido: podría considerárseme como
cuerdísimo en tal condición de cordura, que yo como
torpeza considerara. Me apesadumbra que mis ENSAYOS sirvan a las
damas como de adorno y mueble de sala: este capítulo me
trasladará al gabinete. Yo gusto de su comercio un poco en
privado; el público carece de favor y sabor. En los
adioses y despedidas nos llenamos de ardor trasponiendo los
límites acostumbrados en la afección a las cosas
que abandonamos: yo me despido definitivamente de los juegos de
la tierra; éstos son nuestros abrazos
postreros.

Pero vengamos a mi tema. ¿Qué hizo la
acción genital a los hombres, tan natural, necesaria y
justa, para no osar hablar de ella sin avergonzarse, y para
excluirla de las conversaciones serias y morigeradas?
Resueltamente pronunciamos: matar, robar, traicionar, y aquello
no nos atreveríamos a proferirlo sino entre dientes.
¿No es declarar que, cuanto menos nos exhalamos en
palabras, abultamos más nuestro pensamiento? Porque
acontece que las menos usuales, menos escritas y mejor calladas
son las mejor sabidas, y más generalmente conocidas.
Ninguna edad ni ningún genero de vida las ignoran, como no
ignoran lo que pan significa: en todos se imprimen sin ser
expresadas, oídas ni pintadas, y el sexo que mejor las
sabe está en el deber de callarlas más. Bueno es
también que siendo una acción que colocamos bajo la
franquicia del silencio, de donde constituye un crimen
arrancarla, ni siquiera para acusarla y juzgarla, ni siquiera
osamos flagelarla sino es con perífrasis y en
imágenes. Gran favor sería para un criminal el
considerarlo tan execrable que la justicia estimara injusto el
tocarle y el verle, dejándole en salvo por virtud de la
enorme condena que merecería. ¿No ocurre en este
punto como en materia de libros, los cuales se truecan tanto
más venales y públicos cuanto más son
suprimidos? Por lo que a mí toca, seguiré a la
letra la opinión de Aristóteles, el cual afirma que
«el ser vergonzoso sirve de ornamento a la juventud y a la
vejez de defecto». Estos versos se predican en la escuela
antigua, a la cual me atengo mucho más que a la moderna:
las virtudes de aquélla me parecen más grandes y
sus vicios menores:

Ceulx qui par trop fuyant Venus
estrivent, faillent autant que ceulx qui trop la suyvent. Tu,
dea, tu rerum naturam sola gubernas, nec sine te quidquam dias in
luminis oras exoritur, neque fit laetum, nec amabile
quidquam.

Yo no sé quién pudo indisponer con Venus a
Palas y a las Musas enfriándolas con el amor; mas yo no
veo otras deidades que mejor se avengan ni que más se
deban. Quien de las Musas apartara las amorosas fantasías,
robaríalas el más hermoso encanto de que disponer
puedan y la parte más noble de su obra; y, quien al amor
hiciera perder la comunicación y servicio de la
poesía, debilitaríalo en sus mejores armas:
procediendo así se carga al dios de unión y
benevolencia y a las diosas protectoras de humanidad y de
justicia, de ingratitud, vicio y desconocimiento. No hace tanto
tiempo que me veo inutilizado para seguir a ese dios para que mi
memoria haya echado en olvido sus fuerzas y valores:

Agnosco veteris vertigia flammae;
algún resto de emoción y calor queda cuando la
fiebre pasa:

Nec mihi deficiat calor hic,
hiemantibus annis!

Por seco y aplomado que me sienta, experimento
aún algunos tibios restos de aquel ardor
pasado:

Qual l'alto Egeo, pèrche
Aquilone o Noto cessi, che tutto prima il volse e scosse, non
s'accheta egli però: ma'l suono e'l moto ritien dell'onde
anco agitate osse:

pero a lo que se me alcanza, el valor y las fuerzas de
ese dios se reconocen más vivos y animados en la pintura
de la poesía que en su propia esencia:

Et versus digitos
habet:

aquélla representa no sé qué
aspecto más amoroso que el amor mismo. Venus no es tan
hermosa por entero despojada de vestiduras, viva y palpitante,
como lo es aquí en Virgilio:

Dixerat; et niveis hinc atque hinc
diva lacertis cunctantem amplexu molli fovet. Ille
repente

accepit solitam flammam, notusque
medullas intravit calor, et labefacta per essa cucurrit: non
secus atque olim tonitru quum rupta corusco Ignea rima micans
percurrit lumine nimbos.

. . . . . . . . . . . . . . . .
.Ea verba locutus, optatos dedit amplexus, placidumque petivit
conjugis infusus gremio per membra soporem.

Me parece que la pinta algún tanto conmovida
tratándose de una Venus marital. En este prudente comercio
los apetitos no se muestran tan juguetones; son más bien
sombríos y mortecinos. El amor detesta el mantenerse por
otras causas diferentes de las que en él mismo encuentra,
y se mezcla flojamente en las uniones que bajo otro título
son enderezadas y alimentadas, como la de matrimonio: la alianza
y los medios pesan por razón tanto o más que las
gracias y la belleza. Dígase lo que se quiera, no se casa
uno por sí mismo; en igual grado ejecuta por la posteridad
y la familia; la costumbre y el interés del matrimonio
tocan a nuestro linaje bien lejos por cima de nosotros; por eso
me place el que sea gobernado mejor por tercera mano que con el
apoyo de las propias, y por el sentido ajeno mejor que por el
suyo. ¿Cuán distinto no es todo esto de los tratos
amorosos? De suerte que constituye una especie de incesto el ir
empleando en ese parentesco venerable y consagrado los esfuerzos
y extravagancias de la licencia amorosa, como me parece haber
dicho en otra parte. «Es preciso, dice Aristóteles,
tocar a la mujer propia con severidad y prudencia, no sea que
cosquilleándola con lascivia extremada el placer la eche
fuera de los linderos de la razón.» Lo que el
filósofo dice tocante a la conciencia, emítenlo los
médicos en beneficio de la salud corporal, sentando, que
un placer excesivamente caluroso, voluptuoso y asiduo, adultera
la semilla e imposibilita la concepción». Dicen,
además, «que en un enlace languidecedor, como el del
matrimonio lo es por naturaleza, para llenarlo de un calor
fértil y cabal, precisa practicarlo raramente y al cabo de
largos intervalos».

Quo rapiat sitiens Venerem,
interiusque recondat.

Yo no veo otros matrimonios que más temprano se
trastornen que los encaminados por la belleza y deseos amorosos.
Han menester, para su sostenimiento, de fundamentos más
sólidos y constantes y marchar con circunspección
suma: el entusiasmo hirviente los disgrega.

Los que creen honrar el matrimonio juntando a él
el amor, hacen a mi ver cosa parecida a la de aquellos que para
favorecer la virtud sostienen que la nobleza no es diferente a la
virtud. Cosas son que algún tanto se avecinan, pero entre
ellas hay diversidad grande, y a nada conduce el trastornar sus
nombres y sus títulos; confundiéndolas, se
perjudican una y otra. Es la nobleza una bella cualidad con
razón considerada como tal, mas como quiera que su
descendencia es ajena y puede además caer en un hombre
vicioso e insignificante, sus méritos quedan muy por bajo
de los que en la virtud se suponen. Si virtud es, un artificio
visible la preside, puesto que depende del tiempo y la fortuna;
según las regiones varía su forma, es viviente y
mortal; como el río Nilo carece de nacimiento; es
genealógica y común; de consecuencias y
símiles; de consecuencia sacada y de consecuencia bien
débil. La ciencia, la fuerza, la bondad, la riqueza, la
hermosura todas las demás buenas prendas están
sujetas a comunicación y comercio; ésta se consume
en sí misma y de ningún uso sirve el servicio
ajeno. Proponíase a uno de nuestros reyes la
elección entre dos competidores al mismo cargo, de los
cuales uno era gentilhombre y el otro no: el rey ordenó
que sin consideración de esa calidad se optara por el que
tuviese mayores méritos; pero que allí donde el
valor fuera idéntico, la nobleza se respetase. Con este
proceder se la colocaba en su verdadero rango. Antígono
contestó a un joven desconocido que le pedía el
cargo que su padre, hombre de valer, acababa por la muerte de
abandonar: «Amigo mío, repuso Antígono, en
estos beneficios no miro tanto la nobleza de mis soldados como
pongo a prueba sus merecimientos.» Y en verdad no debe
acontecer lo que con los oficiales de los reyes de Esparta
(trompetas, músicos, cocineros), a quienes sus hijos
sucedían en sus cargos, por ignorantes que fueran,
atropellando a los mejor experimentados en el oficio. Los
habitantes de Calcuta hacen de los nobles una especie por cima de
la humana: el matrimonio les está prohibido y toda otra
profesión que no sea la de las armas; pueden tener cuantas
concubinas apetezcan y lo mismo rufianes las mujeres, sin que los
contrincantes sientan celos los unos de los otros, pero
constituye un crimen capital e irremisible el acoplarse con
persona de distinta condición que la propia; y se
consideran ensuciados con ser solamente tocados al pasar por la
calle, y como su nobleza se sienta injuriada y mancillada hasta
el último límite, matan a los que un poco se les
acercan. De suerte que los villanos están obligados a
gritar andando, como los gondoleros de Venecia, al recorrer las
calles, para no entrechocarse con los nobles, los cuales les
ordenan recogerse en el barrio que quieren, con lo que
aquéllos evitan la ignominia que consideran como perpetua,
y éstos una muerte irremisible. Ni el transcurso de los
lustros, ni el favor del príncipe, ni ningún
género de profesión, virtud o riqueza, puede
convertir en noble a un plebeyo, lo cual contribuye la costumbre
de que los matrimonios están prohibidos entre gentes de
distinta profesión; un joven descendiente de zapateros no
puede casarse con la hija de un carpintero, y los padres
están obligados a encaminar a sus hijos a sus oficios
respectivos y no a otros, por donde todos mantienen la
distinción y conservación de su fortuna.

Un cumplido matrimonio, de existir, rechaza la
compañía y condiciones del amor y trata de
representar las de la amistad. Constituye una dulce sociedad de
vida, llena do constancia, de confianza y de un número
infinito de oficios, útiles y sólidos y de
obligaciones mutuas. Ninguna mujer que de semejante unión
saborea las delicias,

Optato quam junxit lumine
taeda,

quisiera ocupar el lugar de concubina para con su
marido. Aun en la afección de éste como mujer
está acomodada, lo está más honrosa y
seguramente. Aun cuando en otra parte se enternezca y debilite,
que se le pregunte entonces mismo «a quién
preferiría mejor que aconteciera una deshonra, de entre su
mujer o su amada, y de quien el infortunio más lo
afligiría, y para quién mayores bienandanzas
apetece». La respuesta de estas cuestiones no deja ninguna
duda en los matrimonios sanos.

El que tan pocos se vean buenos es signo de su valer y
elevado precio. Bien acondicionado y considerado, nada hay
más hermoso en la sociedad humana: de él no podemos
prescindir, pero sucesivamente vamos envileciéndolo.
Ocurre con el matrimonio lo que con los pájaros
enjaulados: a los que están por fuera aflige la idea de
meterse dentro, y los que están encerrados arden en deseos
de escapar. Preguntado Sócrates por lo que ofrecía
mayor ventaja, si tomar mujer o no tomarla: «Cualquiera de
los dos partidos, dijo, es causa de arrepentimiento.» Es un
convenio al que a maravilla cuadra la sentencia de Homo homini, o
deus o lupus; precisa el concurso de cualidades múltiples
para edificarlo. Y ocurre en los tiempos en que vivimos que mejor
se aviene con las almas sensibles y vulgares, las cuales los
deleites, la curiosidad y ociosidad no trastornan tanto como a
las otras. Los humores que cual el mío son desordenados,
los que detestan toda suerte de lazos y de obligación no
se acomodan tan bien;

Et mihi dulce magis resoluto
vivere collo.

Por inclinación natural hubiera huido de elegir
ni aun la Cordura misma por esposa, si la cordura lo hubiera
deseado; mas es inútil cuanto digamos: la costumbre y los
usos de la vida ordinaria nos arrastran. La mayor parte de mis
acciones se gobiernan por el ejemplo, no por deliberación;
francamente hablando yo no me convidé propiamente, me
invitaron, y fui empujado por ocasiones extrañas, pues no
ya las cosas incómodas, sino ninguna hay por fea, viciosa
y evitable que convertirse no pueda en normal, merced a alguna
condición y accidente: ¡hasta tal punto la humana
condición es endeble! Fui, como digo, llevado y peor
preparado entonces y de peor gana que al presente, después
de haberlo experimentado. Licencioso y todo como se me juzga, he
observado, sin embargo, con mayor severidad las leyes del
matrimonio, de lo que me había prometido y esperaba. No es
ya tiempo de cocear cuando uno se dejó uncir
voluntariamente: es preciso con toda prudencia gobernar su
libertad, y luego de sometidos a la obligación es preciso
mantenerse bajo las leyes del deber común, o esforzarse al
menos para cumplirlas. Los que contraen matrimonio para
menospreciar y odiar, proceden con injusticia e
incómodamente; este hermoso precepto que entre ellas veo
correr de boca en boca, a la manera o oráculo
sagrado:

Sers ton mary comme ton maistre,
et t'en garde comme d'un traistre,

que significa: «Condúcete con él con
reverencia forzada, enemiga y desconfiada», grito de guerra
y provocación, es semejantemente injurioso y
difícil. Yo soy demasiado blando para cumplir un designio
tan espinoso. A decir verdad, no he llegado a ese grado de
perfecta habilidad y de galantería de espíritu
necesarios para confundir la razón con la injusticia, y
para poner en ridículo todo orden y toda regla que no
concuerde con mis deseos: por odiar la superstición no me
lanzo incontinente en la irreligión. Si constantemente no
se cumple con los deberes, al meno precisa siempre amarlos y
acatarlos. Constituye una traición el casarse sin
compenetrarse. Pasemos adelante.

Representa nuestro poeta un matrimonio henchido de
armonía y bien avenido en el cual, sin embargo la lealtad
no abunda. ¿Quiso decir que no es imposible, entregarse en
brazos del amor y reservar al mismo tiempo algún deber
para con el matrimonio, y que puede herírsele sin llegar a
romperlo por completo? Tal criado estafa a su amo a quien por
ello no detesta. La belleza, la oportunidad, la fatalidad, pues
también aquí pone la mano,

Fatum est in partibus illis quas
sinus abscondit: nam, si tibi sidera cessent, nil faciet longi
mensura incognita nervi,

lanzáronla en brazos de un extraño, mas
acaso no tan enteramente que no pueda guardar algún lazo
por donde mantenerse unida a su marido. Son dos designios, que
tienen caminos distintos imposibles de confusión: una
mujer puede entregarse a un individuo de quien en modo alguno
hubiera querido ser esposa, y no ya por las condiciones de
fortuna, sino por la índole personal. Pocos se casaron con
amigas que no se hayan arrepentido luego; y hasta en el otro
mundo, ¡qué malas migas hicieron Júpiter y su
mujer, a quien aquél había practicado y disfrutado
de antemano por amores pasajeros! Esto es lo que se llama
ensuciarse en el cesto para después
encasquetárselo. En mi tiempo me he visto, y en
algún lugar privilegiado, curar vergonzosa y
deshonestamente el amor con el matrimonio: los procedimientos son
muy otros. Podemos amar sin ligarnos dos cosas diversas y que se
contrarían. Decía Isócrates que la ciudad de
Atenas gustaba a la manera de las damas a quienes se sirve por
amor; todos apetecían pasearse por ella para distraerse,
pero nadie la amaba para casarse, es decir, para habituarse y
domiciliarse. He visto con desconsuelo maridos que odiaban a sus
mujeres. Por el solo hecho de engañarlas; al menos no es
necesario quererlas menos por razón de nuestras culpas;
siquiera el arrepentimiento y la compasión deben en
más caras convertímoslas.

Fines son diferentes y sin embargo compatibles en
algún modo, dice el poeta: El matrimonio tiene de su parte
la utilidad, la justicia, el honor y la constancia es un placer
llano pero general: El amor se fundamenta únicamente en el
placer y en verdad lo posee más cosquilloso, vivo y agudo;
es un placer que la dificultad atiza; el amor ha menester de
abrasamientos picaduras, y ya no es tal si carece de flechas y de
fuego. La liberalidad de las damas es demasiado pródiga en
el matrimonio y embota el filo de la afección y el del
deseo: para huir este inconveniente ved el remedio que adoptaron
en sus leyes Platón y Licurgo.

Las mujeres no obran mal cuando rechazan las reglas de
la vida en la sociedad corrientes, puesto que son los hombres
quienes sin el concurso de ellas las forjaron. Entre ellas y
nosotros existen naturalmente querellas y dificultades: y hasta
la más íntima unión que con ellas nos sea
dable mantener es de índole tempestuosa y tumultuaria.
Según el parecer de nuestro autor, tratámoslas
inconsideradamente en este particular. Luego que venimos en
conocimiento de que son, sin comparación, más
capaces y ardientes que nosotros en los efectos del amor, como lo
testimonió aquel sacerdote de la antigüedad, que fue
unas veces mujer y hombre otras,

Venus huic erat utraque
nota;

y luego que supimos por propia confesión la
prueba que hicieron en lo antiguo, en diversos siglos, un
emperador y una emperatriz romanos, maestros consumados y famosos
en esta labor (él desdoncelló en una noche a diez
vírgenes sármatas, sus cautivas, pero ella,
proveyó cumplidamente, también en una noche, a
veinticinco sitiadores, cambiando de compañía
según sus necesidades y apetitos),

Adhuc ardens rigidae tentigine
vulvae, et lassata viris, nondum satiata,
recessit;

y que sobre la querella sobrevenida en Cataluña
entre una mujer que se quejaba de los empujes demasiado asiduos
de su marido, no tanto a mi ver por sentir desaliento (pues de
dos milagros sólo creo en los que la fe nos impone), como
por coartar con este pretexto y reprimir la libertad, en aquello
mismo que constituye la acción fundamental del matrimonio,
la autoridad de los maridos hacia sus mujeres, y para mostrarnos
que sus ojerizas y malignidades van más allá del
echo nupcial pisoteando las gracias y dulzuras de la misma Venus;
a la cual queja el marido, hombre verdaderamente brutal y
desnaturalizado, repuso que hasta en los días de ayuno no
era capaz de pasarse sin diez arremetidas. Intervino con motivo
del litigio el notable decreto de la reina de Aragón
según el cual, después de madura reflexión
del Consejo, esa buena soberana ordenó, como
límites razonables y necesarios, el número de seis
por día para dar así regla y ejemplo en todo tiempo
de la moderación y modestia requeridas en un cabal
matrimonio aflojando y descontando mucho de la necesidad y deseo,
de su sexo, «para dejar sentada, decía, una
solución fácil, y por consiguiente permanente e
inmutable»; por lo cual los doctores observaron:
«¡Cuáles no serán el apetito y la
concupiscencia femeninas, puesto que su razón, enmienda y
virtud se tasan en ese precio!» considerando la diversa
apreciación que nuestros apetitos les merecían.
Solón, patrón de la escuela legista, no admite
más que tres desahogos mensuales para no llegar al
hartazgo en la frecuentación conyugal. Después de
haber prestado crédito a todo esto y de haberlo igualmente
predicado, fuimos a aplicar a las mujeres la continencia como
patrimonio, y a castigar la falta de ella con las últimas
y extremas penas.

Ninguna pasión tan avasalladora como ésta,
a la cual queremos que resistan ellas solas, y no ya como a un
vicio de su medida, sino como a la abominación y a la
execración, más todavía que a la
irreligión y al parricidio, mientras los hombres nos
entregamos a ella sin escrúpulos ni reparos. Aquellos de
entre nosotros que intentaron calmarla confesaron de sobra la
dificultad, o más bien la imposibilidad que para ello
encontraron, usando de remedios materiales con que sofrenar,
debilitar y refrescar el cuerpo: nosotros, por el contrario, las
queremos sanas, vigorosas y en buen punto; bien nutridas y castas
juntamente, es decir, ardorosas y frías, pues el
matrimonio, que a nuestro dictamen tiene a cargo impedirlas
arder, las procura escaso refrescamiento dadas nuestras
costumbres; y si aciertan a dar con un hombre en quien el vigor
de la edad bulle todavía, ese mismo se gloriará de
esparcirlo por otra parte:

Sit tamdem pudor; aut eamus in
jus; multis rnentula millibus redempta, non est haec tua, Basse;
vendidisti;

Polemón el filósofo fue equitativamente
llevado ante la justicia por su esposa, por el motivo de ir
sembrando en terreno estéril el fruto debido al campo
genital; y no hablemos de los vejestorios que se unen con mujeres
jóvenes pues éstas en pleno matrimonio son de
condición peor que las vírgenes y las viudas.
Considerámoslas como bien provistas porque tienen un
hombre junto a ellas, como los romanos tuvieron por violada a la
vestal Clodia Laeta a quien Calígula se acercara, aun
cuando luego se probase que ni siquiera la había tocado.
Ocurre precisamente todo lo contrario, pues por aquel medio se
recarga su necesidad, por cuanto el rozamiento y
compañía del macho hacen despertar el calor que en
la soledad permanecería más sosegado; y
verosímilmente, por esta causa de que su castidad
recíproca fuera más meritoria, Boleslao, y Kinye,
su esposa, reyes de Polonia, hicieron de ella voto de
común acuerdo estando juntos en el lecho el día
mismo de sus bodas, manteniéndola en las barbas mismas de
los goces maritales.

Educámoslas desde la infancia para el juego del
amor: sus gracias, sus adornos, su ciencia, sus palabras, toda su
instrucción miran únicamente a ese fin. Sus
gobernantas no las imprimen cosa distinta del semblante amoroso
con sólo representárselo constantemente para que lo
odien. Mi hija (es todo cuanto poseo en punto a criaturas) se
encuentra en la edad en que las leyes consienten casarse a las
más ardientes; es de complexión tardía, fina
y delicada, y ha sido educada por su madre por el mismo tenor,
conforme a los principios de una vida retirada y encajonada,
tanto que apenas comienza ahora a desembobarse de la simpleza
infantil. Como leyera un día en mi presencia un libro
francés, tropezó con la palabra fouteau, nombre de
un árbol conocido, y la señora a cuyo cargo
está encomendada la detuvo de pronto con alguna
brusquedad, haciéndola deslizar por encima de este mal
paso. Yo no me hice cargo de la cosa por no trastornar sus
disciplinas, pues en manera alguna me inmiscuyo en esa receptiva:
el gobernamiento femenino sigue una marcha misteriosa que precisa
dejar a las mujeres encomendadas; pero si no me engaño,
diré que ni siquiera el comercio de seis meses
consecutivos con veinte lacayos juntos hubiera sabido imprimir en
su fantasía la inteligencia, el uso y todas las
consecuencias del sonido de esas sílabas criminales, como
lo hizo la buena anciana con su reprimenda y
prohibición.

Motus doceri gaudet Ionicos matura
virgo, et frangitur artubus jam nunc, et incestos
amores

de tenero meditatur
ungui.

Que las damas prescindan algún tanto de la
ceremonia; que sean libres en el hablar; nosotros somos unas
pobres criaturas comparadas con ellas en esta ciencia.
Oídlas representar nuestros perseguimientos y nuestras
conversaciones, y os harán creer, a no caber la menor
duda, que nosotros no las enseñamos nada que ya no
supieran y hubieran digerido sin nuestro concurso.
¿Será verdad lo que Platón afirma, o sea que
antes que mujeres fueron jóvenes desenfrenados? Mi
oído se encontró un día en lugar donde pudo
atrapar un poco de la charla que entre ellas sostienen cuando
creen que nadie las oye. ¡Que no pueda yo decir lo que
oí! ¡Santo Dios! (exclamé yo), vamos ahora a
estudiar las frases de Amadís y las de mis registros de
Bocaccio y el Aretino, para no quedar deslucidos. ¡Bonito
modo tenemos de emplear nuestro tiempo! No hay palabra, ni
ejemplo, ni acción que no conozcan mejor que nuestros
libros: es esta una ciencia que germina en sus venas,

Et mentem Venus ipsa
dedit,

y que esos buenos preceptores que se llaman naturaleza,
juventud y salud soplan constantemente en su alma; no tienen
necesidad de aprenderla, porque la engendran

Nec tantum niveo gavisea est ulla
columbo compar, vel si quid dicitur improbius, osenta mordenti
semper decerpere rostro, quantum praecipue multivola est
mulier.

Si no se detuviera algo sujeta esta natural violencia de
sus deseos por el temor y honor de que se las ha provisto, nos
difamarían. Todo el movimiento del universo se resuelve y
encamina a este acoplamiento; es una materia infusa por doquiera,
y un centro al cual todas las cosas convergen. Todavía se
ven ordenanzas de la antigua y prudente Roma, cuya misión
era reglamentar el amor; y los preceptos de Sócrates para
instrucción de las cortesanas:

Necnon libelli stoici inter sericos jacera
pulvillos anant:

Zenón entre sus leyes reglamentaba también
los esparrancamientos y sacudidas del desdoncellar.
¿Qué espíritu informaba el libro de la
conjunción carnal, del filósofo Estrato? ¿De
qué trataba Teotrasto en los que intituló, uno el
Amoroso y otro del Amor? ¿De qué Aristipo en el
suyo de las Antiguas Delicias? ¿Adónde van a parar
las descripciones tan amplias y vivientes que hace Platón
de los amores más arriesgados de su tiempo? ¿Y el
libro el Amoroso de Demetrio Falereo? ¿Y Clinias, o el
Amoroso forzado, de Heráclito Póntico? ¿Y
Antístenes en el procrear hijos o de las Bodas, y en otro
que llamó del Maestro, o del Amante? ¿Y el que
Aristo nombró de los Ejercicios amorosos? ¿Y, en
fin, los de Cleanto, uno del Amor y otro del Arte de amar; los
Decálogos amorosos, de Sfereo; la fábula de
Júpiter y Juno, de Crisipo, que llega al colmo de la
desvergüenza, y sus cinco epístolas impregnadas de
lascivia? Y todo esto, dejando a un lado los escritos de los
filósofos que siguieron la secta epicúrea,
protectora de los placeres. Cincuenta deidades fueron en lo
antiguo protectoras del oficio de desdoncellar, y nación
hubo donde para adormecer la concupiscencia de los devotos,
había prestas en las iglesias doncellas y muchachos para
ser disfrutados, siendo una parte de la ceremonia el servirse de
ellos antes de comenzar los oficios: nimirum propter continentiam
incontinentia necessaria est; incendium ignibus
exstinguitur.

Esta parte de nuestro cuerpo fue deidificada en casi
todo el mundo. En una misma provincia los unos se la desollaban
para ofrecer y consagrar un fragmento de ella; los otros
consagraban y ofrecían su semilla. En algunos sitios los
jóvenes se la atravesaban en público, oradaban
diversos puntos entre cuero y carne, y por estas aberturas
hacían asar palillos, los más gruesos y largos que
podían sufrir; luego encendían lumbre con ellos
para ofrenda a sus dioses, y eran considerados como flojos e
impuros si la fuerza de ese dolor cruento los transía. En
algunas regiones el magistrado más reverendo alcanzaba
dignidad sagrada por sus órganos, y en algunas ceremonias
la efigie era llevada pomposamente en honor de diversas
divinidades. Las damas egipcias en la fiesta de las Bacanales
llevaban colgado al cuello un falo de madera minuciosamente
trabajado, pesado y grande, cada una según su resistencia;
además la imagen de su dios ostentaba uno que sobrepujaba
en longitud el resto del cuerpo. Las mujeres casadas, no lejos de
mi comarca, forjan con su cofia una figura que cae sobre su
frente para gloriarse del placer que las procura, y en llegando a
la viudez a echan atrás enterrándola bajo su
peinado. En Roma las matronas más prudentes se honraban
ofreciendo flores y coronas a Priapo, y sobre las partes menos
honestas de este dios hacían sentar a las vírgenes
en la época de sus bodas. No estoy seguro, pero se me
figura haber visto en mi tiempo una ceremonia parecida.
¿Qué significaba esa ridícula pieza en los
calzones de nuestros padres, que todavía se ve en los
suizos de la guardia real? ¿Y la nuestra que aun en el
día presentamos con todos sus contornos, bajo nuestros
gregüescos, y lo que aún es más de lamentar,
que abultamos más allá de sus medidas por impostura
y falsedad? Ganas me dan de creer que esta suerte de vestidura
fue ideada en los mejores y más honrados siglos para no
engañar a las gentes; para que cada cual mostrase en
público lo que particularmente presentaba, y los pueblos
más sencillos en sus usos lo ostentan, todavía sin
aumentos. Entonces se enseñaba la ciencia de medir y
vestir este órgano, como hoy, miden, visten y calzan el
brazo y el pie. Aquel buen hombre que en mi juventud
castró tantas hermosas y antiguas estatuas en la gran
ciudad donde vivía para no corromper la vista de las
gentes, siguiendo el parecer de este otro antiguo hombre
bueno,

Flagitii principium est, nudare
inter cives corpora,

debió tener en cuenta que en los misterios de la
buena diosa toda apariencia masculina permanecía oculta, e
igualmente que con su cruenta medida nada conseguía si no
castraba igualmente a los caballos, a los asnos y, en fin, a la
naturaleza toda:

Omme adeo genus in terris,
hominumque, ferarumque, et genus aequoreum, pecudes, pictaeque
volucres, in furias ignemque ruunt.

Los dioses, dice Platón, nos proveyeron de un
órgano desobediente y tiránico que, como animal
furioso, se obstina por la violencia de sus apetitos en someterlo
todo a su imperio; lo propio acontece a las mujeres con el suyo:
cual animal glotón y ávido, si se le niegan los
alimentos en el momento en que los ha menester, se encoleriza por
no admitir espera, y exhalando su rabia espumante en el cuerpo de
aquélla, obstruye los conductos y detiene la
respiración, causando mil suertes de males, hasta que
habiendo absorbido el fruto de la sed común, fue regado
copiosamente y sembrado el fondo de su matriz.

De suerte que debió advertir también el
castrador de estatuas que acaso sea una más honesta y
fructuosa costumbre hacer a las mujeres tempranamente conocer el
natural a lo vivo, que dejarlas adivinarlo según la
libertad y el calor de su fantasía; en lugar de las partes
auténticas sustituyen ellas por deseo y esperanza otras
que son tres veces mayores; uno a quien yo conocí se
perdió por haber hecho el descubrimiento de las suyas
cuando no estaba todavía en posesión de ponerlas en
su uso más serio y conveniente. ¿Qué
trastornos no ocasionan esas enormes pinturas que los muchachos
van esparciendo por los pasillos y escaleras de las casas reales?
De aquí nace el cruel menosprecio con que miran nuestra
medida natural. ¿Quién sabe si Platón al
ordenar, siguiendo el ejemplo de otras repúblicas bien
instituidas, que hombres y mujeres, viejos y jóvenes, se
presentaran desnudos los unos delante de los otros en sus
gimnasios, tuvo presente lo que al principio dije? Las indias,
que ven a los hombres en pelota, refrescaron al menos el sentido
de la vista; y digan lo que quieran las mujeres del dilatado
reino del Pegu, las cuales por bajo de la cintura no tienen para
cubrirse sino una banda de lienzo hendida por delante, tan
estrecha, que por mucho decoro que quieran guardar a cada paso
muestran sus partes al descubierto, en punto a afirmar que esto
es una invención ideada con el fin de atraer los hombres y
acercarlas los machos, a los cuales ese país está
por completo abandonado, podría decirse que con semejante
vestidura pierden más que ganan, y que un hambre entera es
más ruda que la que se calmó al menos con los ojos.
Por eso Livia decía «que para una mujer de bien un
hombre desnudo en nada difiere de una imagen». Las
lacedemonias, más vírgenes que nuestras hijas,
veían a diario a los jóvenes de su ciudad
despojados de ropas en sus ejercicios; ellas mismas eran poco
minuciosas para cubrir sus muslos al andar,
considerándolos, como Platón dice, sobrado ocultos
con su virtud, sin cota ni malla. Pero aquellos otros, de quienes
habla san Agustín, que pusieron en duda si las mujeres el
día del juicio final resucitarán en su propio sexo
o más bien en el nuestro, para no tentarnos todavía
en aquel solemne momento, concedieron un maravilloso influjo de
tentación a la desnudez. Se las adiestra, en suma, y
encarniza por todos los medios imaginables; nosotros escaldamos e
incitamos su imaginación sin tregua ni reposo y luego
culpamos al vientre. Confesemos abiertamente la verdad; apenas
hay ninguno de entre nosotros que no temiera más la
deshonra que los vicios de su mujer le acarrean de lo que teme a
los suyos propios; que no cuide más (¡extraordinario
ejemplo de caridad!) de la conciencia de su buena esposa que de
la suya propia; que mejor no prefiera ser, ladrón y
sacrílego, y su mujer criminal y hereje, que el que ella
ni fuera más casta que su marido: ¡inicuo modo de
juzgar los vicio! Así ellas como nosotros somos capaces de
mil corrupciones más perversas y desnaturalizadas que la
lascivia; lo que ocurre es que cometemos y pesamos los vicios, no
según su naturaleza, sino conforme a nuestro
interés: por eso adoptan tantas formas
desiguales.

El ansia de nuestros deseos convierte la
aplicación de las mujeres a este vicio en más
áspera y enfermiza de lo que es realmente la naturaleza
misma de él, procurándole al par consecuencias
peores de las que nacen de su causa. Mejor ofrecerán las
damas ir a palacio a buscar fortuna y a la guerra
nombradía, que conservar en medio de la ociosidad y de las
delicias una cosa de tan difícil guardar. ¿No ven
ellas que no hay comerciante, ni procurador, ni soldado que no
abandonen su tarea para correr a esta otra, y al mozo de cordel y
al zapatero remendón, rendidos de fatiga y aliquebrados
por el trabajo y el hambre

Num tu, quae tenuit dives
Achremenes, aut pinguis Phrygiae Mygdonias opes, permutare velis
crine Licymniae, plenas aut Arabum domos, dum fragantia detorquet
ad oscula cervicem, aut facili saevitia negat, quae poscente
magis gaudeat eripi, interdum napere occupet?

Yo no sé si las hazañas de César y
Alejandro sobrepujan en rudeza la resolución de una joven
hermosa educada a nuestro modo, a la luz y comercio del mundo,
formada con el concurso de tantos ejemplos contrarios, y que se
mantiene entera en medio de mil continuos y vigorosos
perseguimientos. No hay quehacer tan espinoso como este no hacer,
ni tampoco más activo; creo más fácil llevar
coraza toda la vida que guardar la doncellez: y el voto de
castidad lo considero como el más noble de todos, por ser
el más penoso: Diaboli virtus in lumbis est, dice san
Jerónimo.

Efectivamente, el más arduo y vigoroso de los
humanos deberes encomendámoslo a las damas,
sustrayéndolas la gloria. Esto debe servirlas de singular
aguijón para obstinarse, y de magnífico punto de
apoyo para desafiarnos y pisotear la preeminencia vana de valer y
virtud que sobre ellas pretendernos poseer: siempre
encontrarán, si así lo quieren, la manera de ser,
no sólo más estimadas, sino también
más amadas. Un galán no abandona su empresa por ser
repelido, siempre y cuando que se trate, de un repelimiento de
castidad, no de elección. Inútil es que juremos,
que amenacemos y que nos quejemos: no hay golosina semejante a la
cordura cuando no es ruda ni huraña. Es estúpido y
cobarde el obstinarse contra el odio y el menosprecio, pero
ponerse frente a una resolución virtuosa y firme que va
mezclada con una, voluntad reconocida, es el ejercicio de un alma
noble y generosa. Pueden las damas reconocer nuestros servicios
hasta cierto límite y hacernos experimentar honestamente
que no nos menosprecian, pues esa ley que las ordena abominarnos
porque las adoramos y odiarnos porque las amamos es cruel, aun
cuando no sea más que por su dificultad. ¿Por
qué no han de oír nuestras ofertas y peticiones en
tanto que se mantengan dentro del deber y la modestia?
¿Qué importa el que se adivine que en su interior
experimentan algún sentido más libre? Una reina de
nuestro tiempo decía ingeniosamente «que rechazar
esos asedios es testimonio de flaqueza, y acusación de la
propia facilidad; y que una mujer no sitiada carecía de
derecho para encomiar su castidad». Los límites del
honor no son tan encajonados ni reducidos; pueden ensancharse y
procurarse alguna libertad sin incurrir en culpa: más
allá de sus fronteras se descubre una extensión
libre, indiferente y neutra. Quien pudo franquearla y sujetar con
la violencia hasta en su rincón y su fuerte, es un hombre
desmañado cuando no se satisface de su andanza: el valor
de la victoria se mide por la dificultad. Queréis saber el
efecto que en su corazón produjeron vuestra servidumbre y
vuestros méritos: tal puede más otorgar que se
queda corto. La obligación del beneficio se relaciona por
entero con la voluntad del que da; las otras circunstancias que
acompañan al bien obrar son mudas, muertas y casuales: ese
poco le cuesta más otorgarlo no todo a su
compañera. Si en algún caso la rareza sirve de
estimación, debe ser en el presente; no miréis lo
poco que es, sino lo poco que hay: el valor de la moneda cambia
según los sitios y lugares. Aunque el despecho y la
indignación de algunos puedan hacerlos murmurar movidos
por el exceso de su descontento, siempre la virtud y la verdad
ganan de nuevo el lugar merecido. Yo he visto algunas cuya
reputación fue largamente injuriada, colocarse en la
estimación general de los hombres por virtud de su propia
constancia, sin cuidados ni artificios; cada cual se arrepiente y
se desmiente de lo que creyera; damas que fueron un tanto
sospechosas ocupan luego el primer rango entre las de honor
más acrisolado. Como alguien dijera a Platón:
«Todo el mundo dice mal de vosotros.» «Dejadlos
decir, repuso, viviré de suerte que los haga cambiar de
manera de ver.» A pesar del temor de Dios y el premio de
una gloria tan rara, la corrupción secula las fuerza, y si
yo estuviera en su lugar nada haría menos que poner mi
reputación en manos tan peligrosas. En mi tiempo, el
placer de referir hazañas (cuya dulzura equivale al
realizarlas) sólo era consentido a aquellos que
tenían algún amigo fiel y único: al presente
las conversaciones ordinarias de las asambleas y las de sobremesa
constitúyenlas las jactancias de los favores recibidos y
la secreta cualidad de las damas. En verdad es abyecto y declara
bajeza de corazón el dejar así con altivez
perseguir, encenagar y destrozar esas ingratas, tan indiscretas y
tan sin seso.

Esta nuestra exasperación inmoderada e
ilegítima contra el vicio de que hablo, nace de la
más vana y tormentosa enfermedad que aflige a las humanas
almas, que son los celos.

Quis vetat apposit lumen do lumine
sumi? Dent licet assidue, nil tamen inde
perit.

Los celos y la envidia, hermana de ellos, se me antojan
las más absurdas de la comitiva. De la segunda apenas si
yo puedo decir nada: esa pasión que se pinta tan poderosa
y avasalladora, nunca ejerció, Dios sea loado, influencia
alguna sobre mí. En cuanto a la otra, de vista la conozco
al menos. Los animales la experimentan. Enamorado de una cabra el
pastor Cratis, el cabrón le sorprendió dormido, y
movido por los celos hizo chocar su cabeza contra la de su rival,
despachurrándosela. Nosotros hemos llegado al
último límite de esa fiebre, a imitación de
algunas naciones bárbaras: las mejor disciplinadas fueron
por los celos afectadas, lo cual es razonable, mas no
transportadas:

Ense maritali nemo confossus
adulter purpereo Stygias sanguine tinxit
aquas.

Luculo, César, Pompeyo, Catón, Marco
Antonio y otros hombres honrados fueron cornudos, y lo supieron,
sin que por ello excitasen ningún tumulto. Hacia la
época en que esos varones vivieron, sólo hubo un
individuo insulso, llamado Lépido, que sucumbió de
celosa angustia:

Ah!, tum te miserum maliqui fati,
quem attractis pedibus, patente porta, pecurrent raphanique
mugilesque.

Y el dios de nuestro poeta, cuando sorprendió con
su mujer a uno de sus compañeros, se contentó con
avergonzarle por su hazaña,

Atque aliquis de dis non tristibus
optat sic fieri turpis;

sin dejar, sin embargo, de encenderse por las blandas
caricias con que la dama al galán brindaba,
quejándose de que ella hubiera entrado en desconfianza de
su afección:

Quid causas petis ex alto?,
fiducia cessit quo tibi, diva, mei?

y hasta llega la dama a solicitar licencia para
engendrar un bastardo,

Arma rogo genitrix
nato.

que le es liberalmente concedida. Vulcano habla con
honor de Eneas,

Arma acri facienda
viro,

de una humanidad a la verdad más que humana,
exceso de bondad que yo consiento el que a los dioses se
arrebate:

Nec divis homines componier aequum
est.

Por lo que toca a la confusión de hijo si aparte
de que los legisladores más graves la aprueban y ordenan
en todas sus constituciones, es cosa que a las mujeres no
incumbe, en las cuales la pasión celosa es no sé
cómo más sosegada:

Saepe etiam Juno, maxima
caelicorum, cunjugis in culpa flagravit
quotidiana.

Cuando los celos se apoderan de las almas pobres,
débiles y sin resistencia, compasión inspira el ver
cómo las atormentan y tiranizan, y cuán cruelmente.
Insinúanse so color de amistad, mas luego que en
aquéllas prenden, las mismas causas que a la benevolencia
servían de fundamento forman la raíz del odio
capital. Entre todas las enfermedades del espíritu, es
ésta a la que más cosas alimentan y nutren y la que
menos remedios encuentra: la salud, la virtud, el mérito y
la reputación del marido son la incendiaria tea de su mal
talante y de su rabia:

Nullae sunt inimicitiae, nisi
amoris, acerbae.

Esta fiebre corrompe y afea cuanto las damas tienen de
hermoso y bueno; y de una mujer a quien los celos matan, por
casta y hacendosa que sea, no hay acción que no respire el
agrior y la importunidad; es una revolución rabiosa que
las lanza a una extremidad en todo contraria a la causa que
reconoce por origen; lo cual vemos bien comprobado por Octavio en
Roma, quien habiendo pernoctado con Poncia Postumia,
aumentó por el goce el amor que la profesaba y
frenéticamente abrazó la idea de casarse con
él; pero como no llegara a persuadirle ese amor extremo
precipitó al amante a la más cruel y mortal de las
enemistades, concluyendo por matarla. Análogamente los
síntomas ordinarios de esa otra enfermedad amorosa son los
odios intestinos, las cábalas y las conjuras:

Notumque furens quid femina
possit,

y una rabia que se corroe tanto más cuanto que se
ve sujeta a encubrirse con pretextos de benevolencia.

Ahora bien; el deber que la castidad impone es por
naturaleza amplísimo. ¿Es la voluntad lo que
queremos que contraigan?. Ésta es de nuestro mecanismo una
de las partes más flexibles y activas, poseedora de una
prontitud demasiado rápida para que sea dable contenerla.
¡Cómo poder embridarla si los sueños las
llevan a veces tan adentro que son ya incapaces de pararse? No
reside en ellas ni acaso tampoco en la castidad misma, puesto que
ésta es hembra, el defenderse contra las concupiscencias
del deseo. Si su voluntad sólo es lo que nos interesa,
¿adónde vamos a parar? Imaginad la cosecha enorme
que se procuraría quien tuviera el privilegio de ser
conducido resistentemente armado, sin ojos y sin lengua en las
manos de cada una que por amante le aceptara. Las mujeres de
Escitia saltaban los ojos a todos sus esclavos y prisioneros de
guerra para disfrutarlos, de una manera más libre y
encubierta. En este punto la oportunidad es una ventaja
inconmensurable. A quien me preguntara cuál es la primera
condición del amor, yo le respondería que el saber
acudir en tiempo oportuno; y lo mismo la segunda y la tercera:
ésta es una circunstancia que lo puede todo.
Frecuentemente, la fortuna dejó de serme favorable, mas
otras mi iniciativa fue escasa: Dios preserve de mal a quien de
ello es capaz de mofarse. En este siglo en que vivimos hay
escasez de arrojo, lo cual nuestras jóvenes excusan so
pretexto de calor ardiente, pero si de cerca lo consideraran,
encontrarían que proviene más bien de menosprecio.
Supersticiosamente temía yo inferir ofensa, pues respeto
de buen grado lo que amo; y por otra parte quien de este comercio
aleja la reverencia, borra a la par su lustre principal: yo gusto
que niñeemos un poco; que nos mostremos temerosos y
servidores rendidos. Si no por entero en este particular, por
respectos distintos me dominan algunos resquicios de la
vergüenza torpe de que habló Plutarco y por ella fui
herido y manchado durante el curso de mi vida, lo cual constituye
una cualidad que mal se aviene con mi común manera de ser.
Así nos hallamos formados de cualidades que se contradicen
y discrepan. Mis ojos son tan débiles para resistir un feo
como para planificarlo, y me cuesta tanto solicitar del
prójimo, que en las ocasiones en que el deber me
forzó a experimentar la voluntad de alguien en cosa dudosa
y de coste lo hice débilmente y de mala gana. Pero si a
mí particularmente toca la comisión, aunque con
verdad diga Homero «que para el indigente es torpe virtud
la vergüenza», ordinariamente encomiendo a un tercero
que enrojezca en mi lugar; y lo propio hago cuando alguno no
emplea en dificultad semejante, de tal suerte que a veces me
aconteció tener la voluntad de negar, mas la fuerza estuvo
ausente.

Es, pues, locura intentar la sujeción en las
mujeres de un deseo que las es tan hirviente y natural. Cuando
las oigo enaltecerse de tener su voluntad tan virgen y tan
fría, sonrío; ellas retroceden demasiado. Si se
trata de una vieja decrépita y desdentada, o de una joven
seca y ética, aunque del todo no sea creíble, al
menos motivos tienen para declararlo. Mas aquellas que se mueven
y todavía respiran empeoran la causa que defienden, por
cuanto las inconsideradas excusas sirven de acusación;
como sucedió a un gentilhombre de mi vecindad a quien de
impotencia se sospechaba,

Languidior tenera cui pendens
sicula beta nunquam se mediam sustulit ad
tunicam,

tres o cuatro días después de sus bodas
andaba jurando resueltamente que había efectuado veinte
viajes la noche precedente, por donde procuró armas para
que le convencieran de ignorancia supina, y para que le
descasaran. Debe además tenerse presente que con aquellas
bravatas nada se dice de consecuencia, pues no hay continencia ni
virtud sin la lucha que a ellas nos encaminan. Verdad es, preciso
es decirlo, mas yo no estoy presto a rendirme; los santos mismos
hablan del mismo modo. Entiéndase de las que se alaban a
ciencia cierta de frialdad e insensibilidad y quieren ser
creídas mostrando serio el semblante; pues cuando
éste es afectado, cuando los ojos desmienten las palabras
y la jerga profesional produce un efecto contrario al que se
apetece, la encuentro buena. Yo me inclino de buen grado ante la
ingenuidad y la libertad; mas no hay término medio
posible: cuando aquélla no es de todo en todo simplona e
infantil, es inepta y sienta mala a las damas en este comercio,
torciendo muy luego hacia la desvergüenza. Sus disfraces y
sus gestos no engañan sino a los tontos. El mentir reside
en lugar de honor: una vuelta es lo que nos conduce a la verdad
por la puerta falsa. Si ni siquiera nos es dable contener su
imaginación, ¿qué pretendemos de ella?
Bastantes hay que escapan a toda comunicación
extraña, por los cuales la castidad puede ser
corrompida;

Illud saepe facit, quod sine teste
facit:

y los que tememos menos son quizás los más
temibles; sus pecados mudos son de entre todos los
peores:

Offendor moecha simpliciere
minus.

Efectos hay que pueden hacer perder el pudor sin impudor
y, lo que es más singular todavía, sin que ellas
mismas lo conozcan: obstetrix, virginis cujusdam integritatem
manu cvelut explorans, sive malevolentia, sive inscitia, sive
casu, dum inspicit perdidit: tal extravió su virginidad
por haberla buscado; tal otra divirtiéndose la
mató. No podríamos puntualmente circunscribirlas
los actos que las prohibimos; es preciso que reciban nuestra ley
envuelta en palabras generales e inciertas: la idea misma que nos
forjamos de su castidad es ridícula, pues entre los
ejemplos más relevantes que conozco figura Fatua, mujer de
Fauno, quien no se dejó ver después de sus bodas de
ningún macho, y la de Hierón, que no echaba de ver
que a su marido le apestaba el aliento, considerando que
ésa era una circunstancia común a todos los
hombres: solicitamos que se conviertan en insensibles o
invisibles para satisfacernos.

Ahora bien, confesemos que el nudo del juzgar en lo que
con este deber toma reside principalmente en la voluntad. Maridos
hubo que sufrieron este percance, no sólo sin censurar ni
castigar a sus mujeres, sino con singular obligación y
recomendación de la virtud de ellas. Tal que
anteponía el honor a la vida prostituyó
aquél al apetito desenfrenado de un mortal enemigo por
salvar la existencia de su esposo, realizando por él lo
que en modo alguno por sí misma hubiera hecho. No es esto
lugar adecuado para esparcir ejemplos análogos; son
sobrado elevados, y ricos en demasía para representarlos
en el tenor como aquí escribo; guardémoslos para un
sitial más noble. Mas por lo que toca a casos de
significación menos grande, ¿no vemos a diario
entre nosotros que por la sola utilidad de sus maridos se
entregan? ¿y por orden y expresa intervención de
ellos? En la antigüedad Faulio, el argiense, ofreció
la suya al rey Filipo para saciar su ambición; y por
cortesanía Galba puso la propia en brazos de Mecenas a
quien éste había convidado a un festín:
viendo que su mujer y él comenzaban a conspirar mediante
ojeadas y señas, se dejó caer en el sofá
como un hombre ganado por el sueño para volver la espalda
a estos amores, lo cual confesó buenamente, pues habiendo
en el instante mismo un criado tenido el arrojo de poner la mano
en los vasos que en la mesa había, gritolo como si tal
cosa: «¿Cómo se entiende, bribón?
¿no ves que sólo para Mecenas duermo?» Tal
hay de costumbres desbordadas cuya voluntad es más
enmendada que la de otra que se conduce bajo ordenada apariencia.
Como vemos quienes se quejan de haber sido consagradas a la
castidad antes de la edad en que penetrar pudieran el alcance de
tal voto, encontramos también otras que se lamentan de
haber sido lanzadas a la prostitución antes de comprender
sus consecuencias. El vicio paternal puede ser la causa, o el
empuje de la necesidad, que es dura consejera. En las Indias
orientales la castidad era considerada como particularmente
recomendable; la costumbre, sin embargo, consentía que una
mujer casada pudiera abandonarse a quien la presentaba un
elefante, y a más se añadía a ello alguna
gloria por haber sido en tan alto precio estimada. Fedón,
el filósofo, hombre honrado, después de la toma de
su país de Elida, prostituyó y comerció con
la belleza de su juventud mientras se mantuvo verde, con quien
quiso, por dinero contante para procurarse medios de vivir. Y
Solón, dícese que fue el primero en Grecia que por
virtud de sus leyes concedió a las mujeres libertad a
expensas del pudor, para socorrer las necesidades de su vida,
costumbre que Herodoto dice haber sido recibida en algunas otras
naciones. Y después de todo, ¿qué fruto se
alcanza de la solicitud penosa que los celos nos acarrean? Por
justicia que en esta pasión haya, precisa sabor
además si útilmente nos conduce. ¿Hay
alguien, que merced a los esfuerzos de su industria se crea capaz
de tapiarlas?

Pone seram; cohibe: sed quis
custodiet ipsos custodes?, cauta est, et ab illis incipit
uxori:

¿qué artimaña no las basta en un
siglo tan competente?

La curiosidad es en todas las cosas instrumento vicioso,
mas en este particular es pernicioso por añadidura: es
locura querer darse cuenta de un mal para el cual remediar no hay
medicina que no lo empeore y reagrave, del cual la
vergüenza, se aumenta y publica principalmente por los
celos, cuya venganza hiere más a nuestros hijos de lo que
a nosotros nos alivia. Os secáis y morís en el
inquirimiento de una comprobación tan tenebrosa.
¡Cuán lastimosamente llegaron a ella aquellos de mis
conocidos que lograron tocarla! Si el advertidor no procura al
par que la noticia su remedio y su socorro, el advertimiento es
injurioso y merece mejor una puñalada que la
negación del delito. No es objeto de burlas menores quien
se encuentra apenado buscando la cansa de su deshonra que aquel
que de todo la ignora. El carácter de la cornamenta es
indeleble; a quien una vez le crecieron no se le caen
jamás: el castigo más que los efectos lo declara.
¡Bueno es eso de querer arrancar de la sombra y de la duda
nuestras desdichas privadas para trompetearlas en andamios
trágicos! Errado proceder si los hay, puesto que estos
males no punzan sino por la divulgación: buena esposa y
matrimonio bueno se dice, no de quienes realmente lo son, sino de
quienes las cualidades se callan. Es preciso ingeniárselas
de suerte que se evite este molesto e inútil conocimiento;
por eso los romanos acostumbraban al volver de viaje a enviar un
emisario a sus casas a fin de anunciar su llegada a las mujeres
para no sorprenderlas infraganti, y por eso en cierta
nación se ha introducido el uso de que el sacerdote abra
la senda a la desposada el día de sus bodas para apartar
del recién casado la duda y la curiosidad de investigar
este primer ensayo si la mujer viene virgen a sus manos o
encentada de un amor extraño.

Mas de ello el mundo hace su comidilla. Conozco cien
cornudos que son honradas gentes con indecencia escasa; un hombre
cabal es por ello compadecido, mas no desestimado. Haced que
vuestra virtud ahogue vuestra desdicha; que las gentes buenas la
maldigan; que el que os ofendió se estremezca solamente de
pensar en su delito. Y en último término,
¿de quién no se habla en este sentido, desde el
más chico al más grande?

Tot qui legionibus imperitavit, et
melior quam tu multis fui, improbe, rebus.

¿No ves cómo se zambulle en este
coronamiento en tu presencia a tantas gentes irreprochables?
Piensa, y harás cuerdamente, que tú no eres
excepción en otra parte. Pero, ¿qué
más? Hasta las damas se burlarán. ¿Y de
qué se mofan con más regocijo que de un hogar
tranquilo y bien avenido? Cada uno de vosotros hizo cornudo a
alguien, y sabido es que la naturaleza obra en todo de modo
semejante, así en sus compensaciones como en sus
vicisitudes. La frecuencia de este accidente debe desde ahora
modificar su agriura: pronto lo veremos cambiado en
costumbre.

¡Miserable pasión a cuyo amargor se junta
todavía el dolor de ser incomunicable!

Fors etiam nostris invidit
questibus aures:

pues ¿cuál será el amigo a quien
osaréis comunicar vuestro duelo que si de él no se
ríe no se sirva con palabras de encaminamiento e
instrucción para tomar él mismo su parte en el
botín? Así las dulzuras como los agriores del
matrimonio, las gentes prudentes los guardan secretos; y entre
las demás circunstancias importunas que le circundan,
ésta, para un hombre lenguaraz como yo soy, es de las
principales que la costumbre hizo indecorosa y de comunicar a
nadie; lo que de ella se sabe como lo que con ella se
siente.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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