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Ensayo como forma literaria (página 4)



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Aconsejarías a ellas de igual modo para
apartarlas de los celos sería tiempo perdido: su esencia
nativa está tan impregnada de sospecha, de vanidad y de
curiosidad que no hay que esperar el curarlas por vía
legítima. Frecuentemente se enmiendan de este
inconveniente por medio de una curación mucho más
de temer que la enfermedad misma; pues así como hay
encantamientos que no aciertan a desarraigar el mal sino
echándolo sobre el prójimo, ellas lanzan
fácilmente de la propia suerte esta liebre sobre sus
maridos cuando la pierden. De todos modos, y a decir verdad,
ignoro si de ellas puede sufrirse dolencia peor que el mal de
celos: ésta es la más dañina de sus
condiciones como de sus miembros la cabeza. Decía Pitaco
«que cada cual tenía su motivo de trastorno; que la
causa del suyo residía en la mala cabeza de su mujer: y
que aparte de este mal se consideraría dichoso de todo en
todo». Este es un inconveniente bien pesado merced al cual
un personaje tan justo, prudente y valeroso sentía toda su
vida enturbiada: ¿cómo no ha de agravarnos a
nosotros, hombrecillos insignificantes como somos? El senado de
Marsella obró cuerdamente al aplazar la aprobación
a un individuo que solicitaba permiso de matarse para eximirse de
las tormentas de su mujer, pues es un mal que jamás se
desaloja sin arrancar el pedazo, y para el cual no hay otro
remedio eficaz que la huida o la resinación aunque ambos
sean difíciles. Aquél hablaba sabiamente que
decía «que ni buen matrimonio se aderezará
con la unión de una mujer ciega y un marido
sordo».

Consideremos, además, que esta grande y violenta
rudeza de obligación que las exigimos puede producir dos
efectos contrarios a nuestro fin, a saber: el aguzar a los
perseguidores y el trocar a las mujeres en más
fáciles de entregarse; pues por lo que toca al primer
punto, elevando el valor de la plaza ensalzamos igualmente el
valor y el deseo de la conquista. ¿No será Venus
misma quien haya así finalmente subido el precio de su
mercancía por virtud del rufianismo de las leyes,
conociendo cuán torpe diversión sería el
amor si no se le hiciera valer por fantasía y
carestía? En resumidas cuentas todo es carne de puerco que
la salsa diversifica, como decía el huésped de
Flaminio. Cupido es un dios traidor; su juego consiste en luchar
contra la devoción y la justicia: su gloria estriba en que
su poder vaya contra toda otra potencia y en que todas las
demás reglas cedan el paso a las suyas;

Materiam culpae prosequiturque
suae.

Y por lo que toca al segundo punto,
¿seríamos menos cornudos si temiéramos menos
el serlo? según la complexión de las mujeres, pues
la prohibición las incita y convida:

Ubi velis, nolunt: ubi nolis,
volunt ultro: Concessa pudet ire via.

¿Qué mejor interpretación
encontraremos del caso de Mesalina? En los comienzos hizo cornudo
a su marido de tapadillo, como se acostumbra ordinariamente; mas
como manejara sus intrigas con facilidad sobrada por la estupidez
ingénita de su esposo, menospreció de pronto su
táctica; vedla entregarse al descubierto, confesar sus
servidores, conversar con ellos y favorecerlos ante los ojos de
todos: quería de este modo que su esposo lo advirtiera.
Este animal, no acertando a despertarse con semejante
estrépito, y convirtiéndola sus placeres en
insípidos y blandos, merced a esa floja facilidad por la
cual parecía autorizarlos y legitimarlos,
¿qué hizo ella? Mujer de un emperador vivo y
rozagante, residiendo en Roma, teatro del mundo, en pleno medio
día, mientras se celebraba una suntuosa fiesta
pública, hallándose en compañía de
Silio, de quien había disfrutado largo tiempo antes los
favores, se casó un día que su marido se encontraba
ausente de la ciudad. ¿No parece que se encaminaba hacia
la castidad a causa de la indiferencia de su esposo? ¿O
también que buscara otro marido que aguzara su apetito con
sus celos y que resistiéndola le incitara? Mas la primera
dificultad que encontró fue también la postrera:
aquella bestia se despertó sobresaltada. Frecuentemente
son más de temer estos sordos adormecidos: yo he visto por
experiencia que este extremo sufrimiento, cuando viene a
desatarse, ocasiona venganzas más rudas, pues
incendiándose, de repente, la cólera y el furor se
amontonan y confunden y todos sus esfuerzos estallan a la primera
descarga,

Irarumque omnes effundit
habenas:

hízola morir y a gran número de los que
con ella habían vivido en inteligencia, hasta a alguno que
no pudiendo más ella había convidado a visitar su
lecho a correazos.

Lo que Virgilio dice de Venus y de Vulcano, Lucrecio lo
había escrito mas adecuadamente de un goce a hurtadillas
entre, aquella y el dios Marte:

Belli fera maenera Mavors
armipotens regit, in gremium qui saepe tuum se rejici, aeterno
devictus vulnere amoris; . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . .pascit amore avidos inhians in te, dea,
visus,

eque tuo pendet resupini spiritus
ore: hunc tu, diva, tuo recubantem corpore sancto circumfusa
super, suaveis ex ore loquelas funde.

Cuando yo rumio estos vocablos: rejicit, pascit,
inhians, molli, fovet, medullas, labefacta, pendet, percurrit, y
esta noble circumfusa, madre del gallardo infusus, menosprecio
los menudos picotazos y alusiones verbales que nacieron luego.
Aquellas buenas gentes no habían menester de quid pro quos
agudos y sutiles: su lenguaje es todo lleno y robusto, de un
vigor natural y constante: todos enteros son epigrama: no la cola
solamente, sino la cabeza, el pecho y los pies. Nada hay en ellos
de forzado, nada de lánguido; todo camina con tenor
homogéneo: contextus virilis est; non sunt circa flosculos
occupati. No es la suya una elocuencia blanda, solamente dulce y
afluente, sino nerviosa y sólida. No place tanto como
llena y arrebata más los espíritus más
fuertes. Cuando yo veo esas valientes formas de explicarse, tan
vivas y profundas no digo que eso sea bien decir, digo que es
bien pensar. Es la gallardía de imaginación la que
eleva y abulta las palabras: pectos est, quod disertum facit:
nuestras gentes llaman juicio al lenguaje y expresiones hermosas
a las concepciones plenas. Esa pintura es querida no tanto por la
destreza de la mano, como por estar el objeto más
vivamente grabado en el alma. Galo habla sencillamente porque
concibe sencillamente; Horacio no se contenta con una
expresión superficial, que le traicionaría: ve con
claridad mayor y se interna más en las cosas; su
espíritu abre y huronea todo el almacén de palabras
y de figuras para representarse, y le precisan diferentes de lo
ordinario, de la propia suerte que su concepción es
distinta de lo ordinario. Plutarco dice que vio la lengua latina
por las cosas: aquí acontece lo mismo: el sentido aclara y
produce las palabras, no ahuecadas por el viento, sino formadas
de carne y hueso, de manera que significan más de lo que
dicen. Hasta los flacos de espíritu reconocen algún
asomo de lo que digo, pues en Italia acertaba yo a expresar lo
que me venía en ganas en términos comunes, mas en
las conversaciones tendidas no hubiera osado fiarme en un idioma
que yo era incapaz de plegar y perfilar de manera distinta a la
ordinaria: quiero que en mis palabras haya algo que me
pertenezca.

El manejo y el empleo de los buenos escritores avalora
la lengua, no tanto innovándola como proveyéndola
de más vigorosos y varios servicios, estirándola y
plegándola. Si bien no traen palabras nuevas, enriquecen
las propias, macizando y ahondando su significación, uso,
enseñándole giros desacostumbrados, mas siempre de
manera prudente e ingeniosa. Y cuan poco este ejercicio sea dado
a todos, vese considerando tantos y tantos escritores franceses
del Siglo en que vivimos, los cuales son suficientemente
arrojados y desdeñosos para apartarse del camino hollado,
pero la falta de invención y de discreción los
pierde, y no vemos sino una miserable afectación de
singularidad, disfraces fríos y absurdos que en lugar de
elevar echan por tierra el asunto: siempre y cuando que acierten
a poner el pie en la novedad, poco les importa o que con ella van
ganando; por agarrar una palabra nueva, sueltan la ordinaria,
más fuerte y más nerviosa.

En nuestra habla francesa encuentro material bastante,
pero una poca escasez de giros, pues nada hay que no pudiera
hacerse con la jerga de nuestras cazas, de nuestra guerra,
fértil terreno y generoso del cual podrían
obtenerse, cosechas excelentes. Las maneras de hablar, como las
plantas, se enmiendan y fortifican mudándolas de lugar. Yo
tengo nuestro idioma por suficientemente abundante, no por
suficientemente vigoroso y manejable. Ordinariamente sucumbo ante
una concepción poderosa: si camináis en una
disposición tendida, sentís siempre que languidece
bajo vosotros y se doblega. En su defecto, el latín se
presenta a vuestro socorro, el griego a otros. De algunas de las
palabras que acabo de escoger, advertimos más
difícilmente la energía porque el uso y la
frecuencia de las mismas las envilecieron en algún modo y
trocaron en vulgar su gracia; de la propia suerte que en nuestro
uso común tropezamos con frases y metáforas
excelentes, cuya belleza se empaña y envejece y cuyo color
se deslustra por el demasiado ordinario manejo. Pero esta
circunstancia no hace que su exquisitez se pierda para los que
tienen buen olfato, ni tampoco quita nada a la gloria de los
antiguos autores que, como es verosímil, acreditaron los
primeros esas frases.

Las ciencias tratan de las cosas con fineza demasiada,
por modo artificial y diferente al común y natural. Mi
paje se siente enamorado y se da cuenta de su pasión.
Leedle a León Hebreo y a Ficin; de él se habla en
esos libros, de sus pensamientos y acciones y, sin embargo, no
entiende jota. Yo no encuentro en Aristóteles la mayor
parte de mis anímicos movimientos ordinarios; allí
se los cubrió y revistió con otro traje para el uso
de la escuela: ¡quiera Dios que así hayan obrado
cuerdamente los filósofos! Si yo perteneciera al oficio,
naturalizaría el arte tanto como ellos artificializaron la
naturaleza. Dejemos en calma a Bembo y
Equícola.

Cuando yo escribo dejo a un lado la
compañía y el recuerdo de los libros, temiendo que
interrumpan mis ideas, pues me acontece que los buenos autores
abaten demasiado mis fuerzas, quebrantando el vigor de que
dispongo: imito gustoso el proceder de aquel pintor que, habiendo
miserablemente representado unos gallos, prohibía a sus
muchachos que dejaran acercarse a su taller ningún gallo
natural. Mas bien habría yo menester, para entonarme un
poco, echar mano de la invención del músico
Antigénides, el cual, cuando ejecutaba, daba orden para
que ante él o a sus espaldas, el auditorio fuera abrevado
con la faena de cantores detestables. Mas de Plutarco me deshago
difícilmente: es tan universal, tan cabal y tan cumplido,
que en cualquiera ocasión, sea cual fuere el asunto
extravagante que traigáis entre las manos, se ingiere en
vuestra labor tendiéndoos una liberal e inagotable de
riquezas y embellecimientos. Me contraría el que se vea
tan expuesto al saqueo de los que le frecuentan, y, por poco que
yo me acerque, no le dejo sin arrancarle muslo o ala.

Para realizar el cumplimiento de mi designio escribo en
mi casa, en país salvaje, donde nadie me ayuda ni enmienda
mis yerros, donde comúnmente no frecuento ningún
hombre que entienda el latín de su paternóster y
del francés algo menos. Mejor lo habría hecho en
otra parte, pero entonces la labor hubiera sido menos mía,
y el fin de ésta y su perfección principal
consisten en que puntualmente mee pertenezca. Corregiría,
sí, un error accidental, de los cuales estoy lleno, como
quien escribe corriendo e inadvertidamente; mas las
imperfecciones que son en mí ordinarias y constantes,
sería traición el extirparlas. Cuando se me dice, o
cuando yo mismo me digo: «Eres sobrado espeso en figuras;
he aquí una palabra del terruño gascón; he
aquí otra arriesgada (yo no huyo ninguna de las que se
emplean en medio de las calles francesas; los que con las armas
de la gramática quieren combatir su uso, se equivocan); he
aquí un ignorante razonamiento, u otro paradojal, u otro
sin pies ni cabeza, tú te burlas con frecuencia demasiada:
se creerá que dices a derechas lo que simuladamente
expresas.» En efecto, repongo, pero yo corrijo los defectos
de inadvertencia, no los que me son habituales. ¿No es
así como hablo generalmente? ¿Acierto de este modo
a representarme con viveza? Esto me basta. Hice lo que me
propuse: todo el mundo que reconoce en mi libro y a mi libro en
mí.

Ahora bien; mi condición nativa es remedadora e
imitatriz. Cuando yo me empleaba en componer versos (siempre los
hice latinos), acusaban evidentemente el poeta a quien acababa
últimamente de leer, y entre mis primeros Ensayos, algunos
apestan un poco a lo extraño: en París hablo un
lenguaje en algún modo distinto del que en Montaigne me
sirvo. Quienquiera, a quien con atención considere, me
imprime fácilmente algo suyo; aquello sobre lo que
reflexiono lo usurpo: un continente torpe, un gesto desagradable,
una manera de hablar inoportuna y ridícula. Los vicios
más me trastornan; cuanto más me circundan,
más se cuelgan en mí y no se alejan sin sacudida.
Con mayor frecuencia se me ha visto jurar por similitud que por
complexión: imitación mortal comparable a la de los
horribles monazos, en grandeza y en fuerzas, que el rey Alejandro
encontró en cierta región de las Indias, con los
cuales hubiera sido difícil de otro modo acabar: mas ellos
mismos procuraron el medio merced a esta inclinación de
remedar cuanto veían hacer, por donde los cazadores
determinaron calzarse con zapatos a su vista, con muchos nudos
que los sujetaban, y cubrirse de pies a la cabeza con lazos
corredizos y hacer con lo que untaban sus ojos con liga.
Así perdió imprudentemente a estos pobres animales
su condición remedadora, y todos fueron
enyeseándose, enredándose y agarrotándose.
Esa otra facultad de representar ingeniosamente los ajenos gestos
y palabras, por propio designio, que a las veces procura placer y
admiración, no reside en mí, que en esta habilidad
soy comparable a un cepo. Cuando yo juro de mío, digo
solamente ¡por Dios! que es el más derecho de todos
los juramentos. Cuentan que Sócrates juraba por el perro;
Zenón, con la interjección misma que emplean ahora
los italianos que es cáppari; Pitágoras por el agua
y el aire. Yo soy tan propenso a recibir sin pensarlo aquellas
impresiones superficiales, que cuando tres días seguidos
tengo en los labios la palabra Sire o Alteza, ocho días
después se me escapan por las de Excelencia o
Señoría; y lo que el día anterior dije por
broma o divertimiento, lo repetiré al día siguiente
con toda la seriedad posible. Por lo cual al escribir acojo de
peor gana los argumentos trillados, temiendo tratarlos a expensa
ajena. Toda razón es para mí igualmente fecunda; a
acogerlas me impulsa el vuelo de una mosca, ¡y quiera Dios
que ésta que aquí traigo entre manos no haya sido
por mí adoptada por el ordenamiento de una voluntad tan
inconsistente y volandera! Que yo comience por lo que me plazca,
pues las materias se sostienen todas encadenadas las unas a las
otras.

Pero mi alma me contraría porque ordinariamente
engendra sus ensueños más profundos, más
locos y que son más de mi agrado de una manera imprevista
y cuando yo menos los busco; luego se desvanecen de repente, como
no tengo donde sujetarlos. Asáltanme a caballo, en la
mesa, en el lecho, pero con mayor frecuencia a caballo, pues en
esta postura son más dilatados mis soliloquios. Mi hablar
es un tanto delicadamente celoso de atención y de silencio
cuando tengo necesidad de decir algo; quien me interrumpe me
detiene. Cuando viajo, la necesidad misma de los caminos
interrumpe la conversación; aparte de que en mis
expediciones casi nunca voy con compañía adecuada a
un hablar continuado, por donde me queda el vagar necesario para
conversar conmigo mismo. Con estos soliloquios me sucede lo con
los sueños: soñando los encomiendo a mi memoria
(pues frecuentemente sueño que estoy soñando), mas
al día siguiente, si bien me represento el color que
mostraban como realmente era, alegre, triste o singular, no
acierto a recordar cómo eran en lo demás, y cuanto
más ahondo para descubrirlo, más lo incrusto en
olvido. Lo propio me ocurre con las ideas fortuitas que me vienen
a las mientes; de ellas no me queda en la memoria sino una
vaporosa imagen: lo indispensablemente necesario para roerme y
despecharme inútilmente en su perseguimiento.

Así, pues, dejando los libros a un lado, y
hablando material y sencillamente, reconozco, después de
todo, que el amor no es otra cosa sino la sed de ese goce en un
objeto deseado; ni Venus cosa distinta que el placer de descargar
los propios vasos, como el placer que la naturaleza nos procura
en el desalojar los otros conductos, que se trueca en vicioso por
inmoderación e indiscreción. Para Sócrates
el amor es el apetito de generación por el intermedio de
la belleza. Y muchas veces considerando la ridícula
titilación de este placer; los absurdos movimientos locos
y aturdidos con que agita a Zenón y a Cratipo; la rabia
sin medida, el rostro inflamado de furor y crueldad ante el
más dulce efecto del amor, y luego la tiesura grave,
severa y estática en una acción tan loca; el que se
hayan en el mismo lugar colocado confundidas nuestras delicias
nuestras basuras, y el que la voluptuosidad suprema tenga, como
el dolor, algo de transido y quejumbroso; al reflexionar sobre
todo esto, creo que es verdad lo que Platón dice, o sea
que el hombre por los dioses creado para servirles de
juguete,

Quaenam ista jocandi
saevitia!

y que para mofarse de nosotros naturaleza nos ha dejado
la más alborotada de nuestras acciones, la más
común, para igualarnos a las bestias y aparejarnos locos y
cuerdos, hombres y animales. El más contemplativo y
prudente de los hombres, cuando lo imagino en esta postura,
considérolo como un farsante al alardear de prudente y
contemplativo: las patas del pavo real son las que abaten su
orgullo.

Ridentem dicere verum, quid
vetat?

Los que en medio de los juicos rechazan las opiniones
serias, hacen al decir de alguien, como quien teme adorar la
imagen desnuda de un santo. Nosotros, comemos y bebemos como los
animales, pero ésas no son acciones que imposibilitan los
oficios de nuestra alma; en ellas guardamos nuestra
supremacía sobre los demás seres. Aquella coloca
todo otro pensamiento bajo el yugo; embrutece y bestializa por su
autoridad imperiosa toda la teología y filosofía
que residen en Platón, y sin embargo éste no se
queja por ello. En todo lo demás posible es guardar
algún decoro; todas las otras operaciones capaces son de
someterse a los preceptos de honestidad; ésta no se puede
ni siquiera imaginar sino envuelta en el vicio o en la ridiculez:
buscad para verlo un proceder discreto y prudente. Alejandro
decía reconocerse, principalmente como mortal, por la
necesidad de este acto y por el de dormir. El sueño sofoca
y suprime las facultades de nuestra alma: la tarea las absorbe y
disipa del propio modo. En verdad que la de que hablo es una
marca no sólo de nuestra corrupción original, sino
también de nuestra vanidad y disconformidad.

Por una parte naturaleza a ella nos empuja, habiendo
juntado con este deseo la más noble, útil y grata
de todas sus funciones, mientras nos consiente, por otra parte,
acusarla y huirla como insolente y deshonesta, avergonzarnos de
ella y recomendar el abstenernos. ¿No somos brutos en
grado superlativo al llamar brutal a la operación que nos
engendra? Los diversos pueblos, en lo tocante a religiones,
coincidieron en diferentes prácticas como sacrificios,
iluminaciones, incensamientos, ayunos, ofrendas y, entre otras
ideas, en la condenación del acto amoroso: todas las
opiniones coinciden en este particular, sin contar con el
extendido uso de las circuncisiones, que es su castigo. Acaso
seamos razonables al acusarnos de engendrar una cosa tan torpe
como el hombre, al llamar acción vergonzosa y vergonzosas
a las partes que a ello sirven (y en verdad que las mías
son ahora vergonzosas y penosas). Los esenios (de los cuales
habla Plinio) se mantuvieron sin nodriza ni mantillas durante
algunos siglos gracias a los extranjeros, quienes, admirando su
felicidad, acudían continuamente junto a ellos: todo un
pueblo se expuso así a desaparecer mejor que frecuentar a
las mujeres, y a perder la semilla humana antes que forjar un
solo hombre.

Cuentan que Zenón no tuvo tratos con mujeres
más que una sola vez en su vida y que fue sólo por
pura cortesía, a fin de no dar a entender que
menospreciaba el sexo con obstinación empeñada.
Todos huyen la vista del nacimiento del hombre; todos corren para
verle morir; para destruirle se busca un campo espacioso, en
plena luz; para construirle un rincón, en un hueco
tenebroso, lo más recogido que es dable hallarlo: es un
deber ocultarse y avergonzarse para procrearle; es una gloria, y
de ella emanan virtudes varias, exterminarle; lo uno es injuria,
favor lo otro. Aristóteles afirma que bonificar a alguno
vale tanto como matarle en cierto hablar de su país. Los
atenienses, para colocar a igual nivel la desventaja de esas dos
naciones, teniendo que purificar la isla de Delos y a la vez
justificarse con Apolo, prohibieron que en el recinto de ella
juntamente se enterrara y procreara. Nostri nosmet
poenitet.

Hay naciones que se tapan al comer. Yo sé de una
dama, de las de condición más relevante,
también de esta manera de ser: opina que el mascar muestra
un aspecto ingrato que rebaja mucho la gracia y belleza
femeninas, y de buen grado no se presenta en público con
ganas de comer. Sé de un hombre que no puede soportar el
ver comer ni el que lo vean, y que huye de mejor gana toda
compañía cuando se llena que cuando se
vacía. En el imperio del turco se ven muchas gentes que
para sobresalir sobre los demás no se dejan ver nunca en
sus comidas. Los hay que no hacen más que una a la semana:
que se rajan y cortan la faz y los miembros; que no hablan
jamás a nadie; gentes fanáticas que creen rendir
culto a su propia naturaleza desnaturalizándose, que se
enamoran de su menosprecio y se enmiendan empeorando.
¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza,
para quien sus placeres son dura carga! Hay quien oculta su
vida,

Exsilioque domos et dulcia limina
mutant,

apartándola de la vista de los demás
hombres; quien evita el contento y la salud, como cosas
perjudiciales y enemigas. No ya sólo muchas sectas, sino
también muchos pueblos maldicen la hora de su nacimiento y
bendicen la de su muerte: los hay que abominan la luz solar y
adoran las tinieblas. No somos ingeniosos sino para maltratarnos.
¡Este es el verdadero fuerte de nuestro espíritu:
instrumento útil para toda suerte de desórdenes y
desarreglos!

O miseri!, quorum gaudia crimen
habent.

¡Ah, pobre hombre! ¿No te basta con las
incomodidades necesarias sin aumentarlas con el auxilio de tu
propia invención? ¿Tu condición no es de
sobra miserable por sí misma sin aumentarla con el apoyo
del arte? Tienes sobradas fealdades reales y esenciales sin
necesidad de forjarlas imaginarias. ¿Acaso te encuentras
demasiado a gusto, puesto que la mitad de tu bienestar te
incomoda? ¿Acaso consideras cumplidos todos los oficios
necesarios a que naturaleza te obliga reconociendo que
ésta permanece en ti falta y ociosa si no te lanzas a
compromisos nuevos? Nada temes ofender sus leyes, universales e
indudables, amarrándote a las tuyas, estrambóticas
y falsas. Y cuanto éstas son inciertas y particulares y
más contradichas, tú mantienes para con ellas tu
esfuerzo. Las ordenanzas positivas de tu parroquia te ocupan y
sujetan; la de Dios y la del mundo no te importan nada. Medita un
poco sobre los ejemplos de esta consideración; tu vida
está dentro de ellos comprendida.

Los versos de esos dos poetas tratan así,
reservada y discretamente, de la lascivia, y tal como la tratan
me parece que la descubren y aclaran más de cerca. Las
damas cubren sus senos con una redecilla, los sacerdotes muchas
cosas sagradas, los pintores solubrean su obra para comunicarla
más lustre. Y dícese que el rayo de sol y la
ráfaga de viento son de mayor efecto por reflexión
que cuando sobre los objetos obran en derechura. El egipcio
respondió prudentemente a quien le preguntaba:
«¿Qué llevas ahí oculto bajo tu
túnica?» «Lo llevo así a fin de que no
sepas lo que es.» Pero hay ciertas cosas que se guardan
para mejor mostrarlas. Oíd a éste, que es
más abierto,

Et nudam pressi corpus ad usque
meum:

paréceme que me castra. Que Marcial realce a
Venus cuando guste, y no alcanzará a mostrarla tan cabal:
quien todo lo dice nos sacia y nos asquea. Quien se expresa con
cautela nos encamina a pensar en más de lo que dice; hay
traición en esta especie de modestia, principalmente
cuando, como éstos hacen, entreabren a la
imaginación una hermosa senda. La acción y la
pintura deben denunciar el resto.

El amor de los españoles y el de los italianos,
más respetuoso y temeroso, más mirado y encubierto,
es de mi gusto. Yo no sé quien, en lo antiguo, deseaba la
garganta alargada como el cuello de las grullas, para saborear lo
que tragaba más dilatadamente. Este deseo está
más en su lugar en esta voluptuosidad apresurada y
precipitada, hasta para las naturalezas como la mía, que
no se distinguen por la prontitud. Para detener su huida y
extenderla en preámbulos entre ellos, todo sirve de favor
y recompensa: una ojeada, una inclinación, una
sílaba, un signo. Quien pudiera cenar con el humo del
asado, ¿no haría una preciosa economía? Es
ésta una pasión que mezcla a bien poca cosa de
esencia sólida una cantidad mucho mayor de vanidad y
ensueño febriles: preciso es servirla y pagarla en la
misma moneda. Enseñemos a las damas a hacerse valer, a
estimarse, a que nos entretengan y a que nos engañen.
Echamos el resto a las primeras de cambio, y en ello siempre va
envuelta la franca impetuosidad. Haciendo hilas por lo menudo sus
favores y esparciéndolos en detalle, cada cual, hasta la
vejez más enteca, puede encontrar algo positivo conforme a
su valor y a sus méritos. A quien no experimenta goce sino
en el goce mismo, quien no gana, sino con el fin, quien
sólo gusta de la caza cuando algo apresa, en nada le
incumbe internarse en nuestra escuela: cuantas más gradas
hay y más escalones, mayor alteza y honor mayor se
encuentran al llegar al último peldaño.
Deberíamos complacernos en ser conducidos como en los
palacios magníficos se acostumbra, por diversos
pórticos y pasajes, gratos y prolongados, por
galerías y recodos. Esta economía en nuestros
placeres trocaríase en ventaja propia; así nos
detendríamos y nos amaríamos durante más
largo tiempo: sin esperanza ni deseo caminamos y presto tocamos
con la indiferencia. Nuestro señorío y
posesión cabal las es temible a más no poder; en
cuanto por completo se rinden a merced de nuestra fe y
constancia, vienen a dar en una situación peligrosa. Son
estas virtudes raras y difíciles: desde el instante en que
nos pertenecen, nosotros ya no las pertenecemos;

Postquam cupidae mentis satiata
libido est, verba nihil metuere, nihil perjuria
curant;

y Trasónidas, joven griego, se mostró tan
enamorado de su amor, que rechazó, habiendo ganado el
corazón de una amiga, el gozar de sus favores para no
amortiguar, saciar ni languidecer con el ejercicio del placer, el
ardor inquieto con que se glorificaba y complacía. La
carestía procura gusto a la carne: ved cuánto la
usanza de las salutaciones, particular en nuestro país,
bastardea por su facilidad la gracia de los besos, que
Sócrates consideraba tan poderosa y peligrosa para robar
nuestros corazones. Es una costumbre ingrata e injuriosa
además para las damas, la de tener que verse obligadas a
prestar sus labios a quienquiera que lleve tres criados en su
quito, por desagradable que sea,

Cujus livida naribus caninis
dependet glaces, rigetque barba… Centum ocurrere malo
culilingis:

y con ello nosotros mismos nada ganamos, pues conforme
el mundo se ve repartido, por cada tres hermosas nos precisa,
besar cincuenta feas, y para un estómago delicado, como
los de mi edad suelen serlo, cada mal beso paga con usuras uno
bueno.

Los italianos ofician de perseguidores y se muestran
transidos hasta con aquellas mismas que se encuentran en venta, y
defienden su manera de obrar diciendo: «Que hay grados en
el placer, y que a cambio de servicios quieren para ellos
alcanzar el más entero: ellas no venden sino el cuerpo; la
voluntad no puede ser a subasta tasada, por ser demasiado libre
al par que demasiado suya.» Así éstos dicen
ser la voluntad lo que sitian, y tienen razón: la voluntad
es lo que precisa servir y ganar mediante prácticas
hábiles. Me horroriza el considerar como mío un
cuerpo privado de afección, y me represento este furor
avecinando al de aquel mozo que asaltó por amor la hermosa
imagen de Venus que Praxíteles hizo; o bien al de aquel
furioso egipcio, ardoroso de los restos de una muerta que
embalsamaba y cubría con el sudario, el cual dio
ocasión a la ley, que luego estuvo en vigor en Egipto, que
ordenaba que los cuerpos de las mujeres hermosas y
jóvenes, así como las de buena casa, serían
guardados tres días, antes de ponerlos en manos de los que
tenían a su cargo enterrarlos. Periandro fue más
allá todavía, llevando la afección conyugal
(más ordenada y legítima) a disfrutar de Melisa, su
esposa, hallándose muerta. ¿No semeja un amor
lunático el de la luna, que no pudiendo gozar de
Endimión, su mimado, le adormeció por espacio de
algunos meses y se satisfizo disfrutando a un mozo que
sólo en sueños se agitaba? Yo digo semejantemente,
que se ama un cuerpo sin alma o sin sentimiento, cuando se ama un
cuerpo y el consentimiento y el deseo están lejanos. No
todos los goces son unos; los hay éticos y
languidecedores: mil otras causas diferentes de la benevolencia
pueden hacernos conquistar este beneficio de las damas; aquella
no es testimonio suficiente de afección, y puede, como en
otras, con ella ir la traición envuelta. A las veces no
coadyuvan más que con una sola asentadera:

Tanquam thura merumque parent…
Absentem, marmoreamve putes.

Sé de algunas que prefieren mejor prestarse que
prestar su coche, y que sólo por ahí se comunican.
Es preciso considerar si vuestra compañía las es
grata por algún otro fin ajeno, o exclusivamente por el
del acto, como las placería igualmente la de un robusto
mozo de cuadra; en qué rango y a qué precio
estáis acomodados.

Tibi si datur uni; quo lapide illa
diem candidiore notet.

¿Y qué decir si la dama come vuestro pan
aliñado con la salsa de una más agradable
fantasía?

Te tenet, absentes alios suspirat
amores.

¡Pues qué! ¿acaso no hemos visto en
nuestros días alguien que se sirvió de esta
acción para alcanzar una horrible venganza, para envenenar
y matar, como lo hizo a una mujer honrada?

Los que conocen Italia no se sorprenderán si
hablando de este asunto no busco ejemplos en otra parte, pues
esta nación puede nombrarse regente del mundo en la
materia. Se cuentan allí más comúnmente las
mujeres hermosas que las feas, mejor que entre nosotros; pero en
lo tocante a bellezas raras y excelentes, considero que vamos a
la par. Otro tanto juzgo de los espíritus: de los
ordinarios tienen muchos más, evidentemente; la brutalidad
es, sin comparación, más rara: en almas singulares,
del rango más preeminente, nada tenemos que envidiarles.
Si tuviera que simplificar este símil pareceríame
poder decir del valor lo contrario, esto es, que comparado con el
de ellos, es entre nosotros cualidad popular y natural. Mas a las
veces vese en sus manos tan pleno y tan vigoroso, que sobrepuja
los más rígidos ejemplos que conozcamos. Los
matrimonios de aquel país cojean en este punto: las
costumbres hacen comúnmente a ley tan dura para las
mujeres y tan sierva, que el más remoto arrimo con
extraño las es tan capital como el más vecino. Esta
ley hace no todos los contactos se truequen necesariamente en
substanciales; y puesto que todo las trae la misma cuenta, la
elección es facilísima: en cuanto rompen los
cerrojos, hacen fuego inmediatamente. Luxuria ipsi s vinculis,
sicut fera bestia, irritata, deinde emissa. Precisa soltarlas un
poco las riendas:

Vidi ego nuper equum, contra sua
frena tenacem, ore reluctanti fulminis ire modo
:

languidécese el deseo de la
compañía procurándole alguna libertad.
Nosotros corremos, sobre poco más o menos, igual fortuna;
ellos son extremados en la sujeción; nosotros en la
licencia. Es una buena usanza de nuestra nación el que en
las buenas casas nuestros hijos sean recibidos para ser en ellas
educados y habituados como pajes en noble escuela; y es
descortesía, dicen, o injuria, censurar por ello a un
gentilhombre. He advertido (pues tantos hogares y otros tantos
estilos y formas diversas) que las damas que pretendieron
comunicar a las jóvenes de su séquito las reglas
más austeras, no tuvieron mejor ventura. Precisa la
moderación y dejar una buena parte de su conducta a su
discreción exclusiva, pues, así como así, no
hay disciplina que baste en todos los respectos a contenerlas. Y
es muy cierto que a la que escapó de las procelosas ondas
de un aprendizaje libre, acompaña más confianza en
sí misma que a la que sale sana y salva de una escuela
severa y esclava.

Nuestros padres enderezaban el continente de sus hijas
hacia la vergüenza y el temor (y no por ello las damas
tenían menos alientos ni deseos menores); nosotros a la
seguridad las encaminamos, en lo cual nos equivocamos de medio a
medio. Cuadra bien este proceder a las sármatas, quienes
no pueden acostarse con varón sin que con sus propias
manos hayan muerto a otro en la guerra. A mí, que no tengo
más derecho que el que sus oídos quieran
concederme, basta que me retengan por su consejo, según el
privilegio de mi edad. Así, pues, yo las
aconsejaría, y a nosotros también, la abstinencia;
pero si este siglo es de ella enemigo, al menos la
discreción y la modestia, pues como reza el cuento de
Aristipo, hablando a unos jóvenes que se avergonzaban de
verlo entrar en la vivienda de una cortesana: «El vicio
consiste en no salir de ella, y no en entrar»: quien no
quiere libertar su conciencia, que exente siquiera su nombre; si
el fondo nada vale, que la apariencia se muestre
buena.

Alabo la gradación y la dilatación en el
dispensarnos sus favores. Platón muestra que en toda
suerte de amor la facilidad y prontitud está prohibida a
los mantenedores del mismo. Es éste un rasgo de
glotonería que las damas deben encubrir con todo el arte
de que sean capaces, el entregarse así de una manera
temeraria, en gordo y tumultuariamente: conduciéndose en
la dispensación de sus favores ordenada y mesuradamente,
engañan mucho mejor nuestro deseo y ocultan el suyo. Huyan
siempre ante nosotros, hasta aquellas mismas que han de dejarse
atrapar, pues nos derrotan mejor huyendo, como los escitas. Y en
verdad, conforme a la ley que naturaleza las otorga, no es
propiamente a ellas a quienes incumbe querer y desear; su papel
es sufrir, obedecer, consentir. Por lo cual aquella sabia maestra
procurolas una capacidad perpetua; a nosotros nos la
concedió rara e incierta: ellas tienen siempre su hora
propicia, a fin de encontrarse prestas cuando la nuestra llega,
pati natae: y donde quiso que nuestros apetitos ejercieran
muestra y declaración prominentes, hizo que los suyos
fuesen ocultos e intestinos provoyéndolas de piezas
impropias a la ostentación; simplemente las tienen para la
defensiva. Menester es dejar a la licencia amazoniana los rasgos
parecidos a éste: Pasando Alejandro por la Hircania,
Talestris, reina de las amazonas, le salió al encuentro en
compañía de trescientos soldados de su sexo,
caballeros y bien armados, habiendo dejado el resto del numeroso
ejército que la seguía del otro lado de las vecinas
montañas, y le dirigió en alta voz y
públicamente las siguientes palabras: «Que el
estruendo de sus victorias y el de su valor la había
llevado allí, para verle y ofrecerle sus propios medios y
poderío para socorrer sus empresas; y que
encontrándole tan hermoso, joven y vigoroso, ella, que se
reconocía perfecta en todas sus cualidades, le aconsejaba
que se acostaran juntos a fin de que naciera de la más
valiente mujer del mundo y del hombre más valeroso que en
aquel tiempo vivía algo de grande y de raro para el
porvenir.» Alejandro la dio gracias por lo primero, mas
para dejar lugar al cumplimiento de su última
petición, se detuvo trece días en aquel reino, los
cuales festejó lo más alegremente que pudo en
beneficio de una princesa tan animosa.

Nosotros somos, casi en todo, injustos jueces de sus
acciones, como ellas lo son de las nuestras: yo confieso siempre
la verdad, lo mismo cuando me perjudico, que cuando me sirve de
provecho. Es un desorden censurable y feo lo que las empuja a
cambiar con frecuencia tanta, impidiéndolas detener y
afirmar su afección en un hombre determinado, como se ve
en aquella diosa en quien se suponen tantas variaciones y amigos.
Mas hay que reconocer que va contra la naturaleza del autor el
que no sea violento, y, contra la naturaleza de la violencia si
es constante. Los que de aquella enfermedad se pasman, se
admiran, gritan y buscan las causas, considerándola como
desnaturalizada e increíble, ¿por qué no ven
cuán frecuentemente la albergan y reciben en ellos sin
espanto ni milagro? Acaso fuera más extraño ver la
afección estancada; no es una pasión simplemente
corporal cuando no busca la necesidad de la ambición y la
avaricia, y entonces tampoco hay deseos punzantes; vive
todavía después de la saciedad y no pueden
prescribirsela ni satisfacción constante, ni fin: camina
siempre más allá de su posesión. Y si la
inconstancia las es acaso en cierto modo más perdonable
que a nosotros, como nosotros pueden ellas alegar la
inclinación, que nos es común, hacia la variedad y
novedad, y en segundo lugar, pueden alegar sobre nosotros lo de
comprar el gato en el saco. Juana, reina de Nápoles, hizo
estrangular a Andreaso, su primer marido, en la reja de su
ventana, con un lazo de oro y seda trenzado por su propia mano,
porque en las faenas matrimoniales encontró que ni las
partes ni los esfuerzos correspondían suficientemente a la
esperanza que ella concibiera al ver la estatura, belleza,
juventud y gallardía por donde se vio prendada y
engañada; pueden también las damas decir en su
abono que la acción es más fuerte que la
pasión; y así por lo que a ellas toca, siempre
están en disposición óptima, mientras que a
nosotros pueden ocurrirnos accidentes de otra suerte. Por eso
Platón establece en sus leyes prudentemente que antes de
efectuarse el matrimonio, para decidir de su oportunidad, los
jueces vean a los mozos que pretenden contraerlo completamente
desnudo, y a las jóvenes descubiertas hasta la cintura
solamente. Examinándonos así, pudiera suceder que
acaso no nos encontraran dignos de elección:

Experta latus, madidoque simillima
loro inguina, nec lassa stare coacta mano, deserit imbelles
thalamos.

No todo consiste en que la voluntad ruede a derechas; la
debilidad e incapacidad rompen legítimamente los lazos de
un matrimonio,

Et quaerendum aliunde foret
nervosius illud, quod posset zonam solvere
virgineam:

¿por qué no? y con arreglo a su medida,
una inteligencia amorosa, más licenciosa y más
activa,

Si blando nequeat superesse
labori.

¿Y no es imprudencia grande el llevar nuestras
imperfecciones y debilidades al lugar que deseamos complacer y en
él dejar buena estima y recomendación propia? Por
lo poco que en la hora actual me precisa,

Ad unum mollis
opus,

no quisiera yo importunar a una persona a quien
reverencie y tema:

Fuge suspicari cujus undenum
trepidavit aetas claudere lustrum.

Naturaleza debiera conformarse, con haber trocado
miserable esta edad sin convertirla al par en ridícula.
Detesto el verlo, por una pulgada de vigor raquítico que
le acalora tres veces a la semana, aprestarse y armarse con
rudeza igual, cual si en el vientre albergara alguna jornada
grande y legítima; verdadero fuego de estopa, cuyo aparato
admiro tan vivo y tan bullicioso, y en un momento tan pesadamente
congelado y extinto. Este apetito no debiera pertenecer sino a la
flor de una juventud hermosa: confiad en él para ver;
tratad de secundar ese ardor infatigable, pleno, constante y
magnánimo que en vosotros reside, y en verdad que os
dejará en hermoso camino. Enviadlo mejor, resueltamente,
hacia una infancia tierna, admirada o ignorante, que
todavía tiembla bajo la vara y enrojece;

Indum sanguineo veluti violaverit
ostro si quis ebur, vel mixta rubent ubi lilia multa alba
rosa.

Quien puede esperar al día siguiente, sin morir
de vergüenza, el menosprecio de unos hermosos ojos testigos
de su cobardía e impertinencia,

Et taciti fecere tamen convicia
vultus,

no sintió jamás el contentamiento ni la
altivez de haberlos vencido y empañado por el vigoroso
ejercicio de una noche activa y oficiosa. Cuando vi a alguna
hastiarse de mí no acusé al punto su ligereza, sino
que puse en duda si la razón residía más
bien en mi naturaleza: y en verdad que ésta me
trató de ilegítima e incivilmente,

Si non tenga satis, si non bene
mentula crassa: Nimirum sapiunt, videntque parvam matrone quoque
mentulam illibenter;

infiriéndome una lesión enormísima.
Cada una de las piezas que me forman es igualmente mía
como cualesquiera otras, y ninguna mejor que ésta que hace
más propiamente hombre.

Yo debo al público mi retrato general. La
prudencia de mi lección lo es en verdad en libertad y en
esencia cabales; menosprecia colocar en el número de sus
deberes esas insignificantes reglas; simuladas, casuales y
locales; natural toda ella, constante y universal, de quien son
hijas, aunque bastardas, la civilidad y la ceremonia. Nos
despojaremos fácilmente de los vicios, que no lo son sino
en apariencia, cuando tengamos vicios reales y esenciales. Cuando
de éstos nos libramos, corremos a los otros si reconocemos
que correr es preciso pues hay peligros que nosotros fantaseamos
y deberes nuevos para excusar nuestra negligencia hacia los
naturales y para confundir los unos con los otros. Que así
sea en realidad se ve considerando que allí donde las
culpas son crímenes, los crímenes no son más
que culpas; que en las naciones donde las leyes del bien
producirse son raras y liberales, las primitivas de la
razón común se ven mejor observadas: la multitud
innumerable de tantos deberes sofoca nuestro cuidado,
languideciéndolo y disipándolo. La
aplicación a las cosas ligeras nos aparta de las justas.
¡Cuán fácil y plausible es la ruta que eligen
esos hombres superficiales (cuya virtud sólo lo es en
apariencia), comparada con la nuestra! Las nuestras son veredas
sombrías con que nos cubrimos y entregamos, pero no
pagamos en realidad sino que recargamos nuestra deuda ante ese
gran juez que levanta nuestras vestiduras y pingajos de en
derredor de nuestras partes vergonzosas, y no se oculta para
vernos por todas partes, hasta en nuestras íntimas y
más secretas basuras; útil decencia sería la
de nuestro virginal pudor si fuera capaz de impedir este
descubrimiento. En fin, quien desasnara al hombre de una tan
escrupulosa superstición verbal, no procuraría gran
pérdida al mundo. Nuestra vida se compone de locura y
prudencia; quien de ella no escribe sino con reverencia y
regularidad, se deja atrás más de la mitad. Yo no
me excuso para conmigo, y si lo hiciera sería más
bien de mis excusas de lo que me disculparía, mejor que de
otra cualquiera falta; me excuso para con ciertos humores que
juzgo más fuertes en número que los que militan a
mi lado. En beneficio suyo diré todavía esto (pues
deseo contentar a todos, cosa, sin embargo, dificilísima,
esse unum hominem accommodatum ad tantam morum ac sermonum et
voluntatum varietatem): que no deben habérselas conmigo
propiamente por lo que hago decir a las autoridades recibidas y
aprobadas de muchos siglos, y que no es razonable el que por
falta de ritmo me nieguen la dispensa que hasta los
eclesiásticos entre nosotros, y de los más
encopetados, gozan en nuestros días: he aquí
dos:

Rimula, dispeream, ni monogramma
tua est. Un vit d'amy la contente et bien
traicte.

¿Y qué decir de tantos otros? Yo gusto de
la modestia, y no por discernimiento elegí esta suerte de
hablar escandaloso: naturaleza es la que lo escogió por
mí. No lo alabo como tampoco ensalzo todas las formas
contrarias al uso recibido; pero le dejo el paso franco, y por
circunstancias generales y particulares aligero la
acusación.

Sigamos. Análogamente, ¿de dónde
puede provenir esa usurpación de autoridad soberana que os
permitís sobre las que a sus expensas os
favorecen,

Si furtiva dedit nigra munuscula
nocte,

que usurpéis al punto el interés y la
frialdad de una autoridad marital? La cosa es sólo una
convención libre: ¿para qué no
observáis una conducta recíproca? Sobre las cosas
voluntarias la prescripción no puede existir. A pesar de
ir contra la costumbre, es lo cierto, sin embargo, que en mi
tiempo mantuve este comercio, como su naturaleza puede
consentirlo, con tanta conciencia como otro cualquiera y
también con cierto aire de justicia,
testimoniándolas de afección sólo la que
hacia ellas sentía, y representando de manera ingenua la
decadencia, vigor y nacimiento, los accesos y las intermitencias,
pues no siempre camina con intensidad igual. Con tanta
economía en el prometer obré, que creo haber
más cumplido que prometido ni debido. Encontraron ellas la
fidelidad hasta el servicio de su inconstancia, y hablo de
inconstancia reconocida a veces multiplicada. Nunca rompí
mientras algo a ellas me inclinaba, siquiera fuese tenerse como
de un cabello; y cualesquiera que fuesen las ocasiones que me
procurarán, jamás corté por lo sano hasta el
menosprecio y el odio, pues tales privanzas, hasta cuando se
adquieren mediante las más vergonzosas convenciones,
todavía obligan a alguna benevolencia. En punto a
cólera e impaciencia algo indiscreta en el momento de sus
arterías y evasivas, y en el de nuestros altercados, se
las hice ver a veces, pues me reconozco por complexión
sujeto a emociones bruscas que frecuentemente perjudican a mis
contratos, aun cuando sean ligeras y cortas. Si ellas quisieron
experimentar la libertad de mi manera de ser, nunca me opuse a
darlas consejos paternales y mordaces, y a pellizcarlas donde les
dolía. Si las dejé motivo de queja, fue más
bien por haber profesado un amor, comparado con la moderna
usanza, torpemente concienzudo: observé mi palabra en las
cosas en que fácilmente se me hubiera dispensado; entonces
se rendían a veces con reputación y bajo
capitulaciones, las cuales soportaban ver luego falseadas por el
vencedor: instigado por el interés de su honor,
prescindí del placer en todo su apogeo: más de una
vez, y allí donde la razón me oprimía, las
armé contra mí, de tal suerte que se
conducían con mayor severidad y seguridad con el auxilio
de mis reglas, cuando estaban ya francamente remisas, de lo que
lo hubieran hecho por sus propios medios. Cuanto estuvo en mi
mano eché sobre mis hombros el azar de las asignaciones
para de él descargarlas, y encaminé siempre
nuestras partidas por el camino más áspero e
inopinado, por ser al que menos sigue la sospecha y,
además, a mi entender el más accesible:
están abiertos principalmente por los lugares que
comúnmente se tienen por cubiertos; las cosas menos
temidas son menos prohibidas y observadas; puede osarse con
facilidad mayor lo que nadie piensa que pondréis en
práctica, lo cual se trueca en fácil por su misma
dificultad. Jamás hombre alguno tuvo más que yo los
contactos más impertinentemente genitales. Esta manera de
amar de que voy hablando se aproxima más a la disciplina,
pero en cambio cuán ridícula aparece a los ojos de
nuestras gentes, y cuán poco practicable:
¿quién lo sabe mejor que yo? Sin embargo, de mi
bien obrar nunca me arrepentiré: no tengo ya nada que
perder:

Me tabula sacer votiva paries indicat
uvida suspendisse potente vestimenta maris deu.

Hora es ya de hablar abiertamente. Mas de la propia
suerte, que a cualquiera otro, me digo a mí mismo:
«Amigo mio, tú sueñas; el amor en el tiempo
en que vives tiene escaso comercio con la buena fe y con la
hombría de bien.»

Haec si tu postules ratione certa
facere, nihilo plus agas, quam si des operam, ut cum ratione
insanias:

así que, por el contrario, si en mi mano
estuviera el comenzar de nuevo, seguiría de fijo el mismo
camino y por gradaciones idénticas, por infructuoso que
pudiera serme. La insuficiencia y la torpeza son laudables en una
acción indigna de alabanza: cuanto me aparto en aquello
del parecer de los que viven en mi época, otro tanto me
acerco del mío. Por lo demás, en este comercio yo
no me dejaba llevar por completo; si bien en él me
complacía, no por ello me olvidaba: reservaba en su
totalidad este poco de sentido y discreción que la
naturaleza me dio para su servicio y para el mío;
sentía un asomo de emoción, pero ningún
ensueño me ganaba. Mi conciencia se honraba también
hasta el desorden y la disolución, mas no hasta la
ingratitud, la traición, la malignidad y la crueldad. No
compraba yo a su precio más alto el placer que este vicio
procura; contentábame con pagar su propio y simple coste:
Nullum intra se vitium est. Odio casi en igual grado una
ociosidad estancada y adormecida y un atareamiento espinoso y
penoso; el uno me pellizca, y el otro me aturde; pero tanto
montan las heridas como los golpes, y los pinchazos como los
magullamientos. Encontré en este comercio, cuando era
más apto para ejercitarlo, una moderación justa
entre esas dos extremidades. El amor es una agitación
despierta, viva y alegre; yo no me reconocía ni
trastornado ni afligido, sino acalorado y un poco alterado:
preciso es detenerse en este punto; esta pasión no
daña más que a los locos. Preguntaba un joven al
filósofo Panecio si sería prudente sentirse
enamorado: «Dejemos queda la prudencia, respondió;
para ti y para mí que carecemos de esa cualidad, no nos
lancemos en cosa que acarrea tanta conmoción y violencia,
que nos esclaviza a otro y nos trueca en satisfechos de nosotros
mismos.» Y decía verdad, que no hay que fiar cosa de
suyo tan peligrosa a un alma que no tenga con qué hacer
frente a las avenidas, ni con qué echar por tierra el
dicho de Agesilao, el cual reza, que la prudencia y el amor no se
albergan bajo igual techumbre. Es una ocupación vana, es
verdad, inadecuada, vergonzosa e ilegítima; pero
gobernándola como yo expongo, considérola
saludable, propia a despejar un espíritu y un cuerpo
adormecidos; y si yo fuera médico, se la ordenaría
a un hombre de mi carácter y condición, de tan
buena gana como cualquiera otra receta, para despertar cuando nos
internamos en los años, y retardar el influjo de las
fuerzas de la vejez. Cuando solamente nos encontramos en los
contornos y el pulso late todavía,

Dum nova canities, dum prima et
recta senectus, dum superest Lachesi quod torqueat, et pedibus
me

porto meis, nullo dextrann
subeunte bacillo;

tenemos necesidad de ser solicitados y cosquilleados por
alguna agitación mordedora como ésta. Ved
cuánta juventud comunicó, vigor y alegría,
al prudente Anacreonte: y Sócrates, más viejo que
yo, hablando de un objeto amoroso, se expresa así:
«Habiéndome apoyado en su hombro y acercado mi
cabeza a la suya, como recorriéramos juntos la
página de un libro, sentí de pronto, sin mentir,
una picadura en el lugar del contacto, cual la de una mordedura
de animal; y cinco días eran pasados y me hormigueaba
todavía, y hacia mi corazón se escurría una
comezón continua.» ¡Un simple tocamiento,
casual y con un hombre efectuado, acaloró y
trastornó un alma fría ya y enervada por la edad, y
la primera entre todas las humanas en perfeccionamientos!
¿Y por qué no? Sócrates era hombre y no
quería parecer cosa distinta. La filosofía no lucha
contra los goces naturales, siempre y cuando que el justo medio
vaya unido; predica la moderación, no la huía; el
esfuerzo de su resistencia se emplea contra los que son
extraños y bastardos; declara que los apetitos corporales
no deben ser aumentados por el espíritu, y nos
enseña ingeniosamente a no despertar nuestra hambre por la
saciedad; a no querer embutir, en vez de llenar el vientre; a
evitar todo placer que nos aboca a la penuria y toda comida y
bebida que nos procuran hambre y sed: como en el ejercicio del
amor nos ordena el tomar un objeto que satisfaga simplemente las
necesidades del cuerpo y que no conmueva el alma, la cual no debe
coadyuvar, sino sólo seguir y asistir a aquél.
¿Pero no me asiste la razón al considerar que estos
preceptos, que por otra parte, a mi entender, son un tanto
vigorosos, miran a un organismo que desempeña bien sus
funciones, y que al ya abatido, como al estómago postrado,
es excusable calentarlo y por arte sostenerlo por el intermedio
de la fantasía, haciéndole ganar el apetito y el
contento, puesto que por sí mismo los
perdió

¿No podemos decir que nada hay en nosotros
durante esta prisión terrena que sea puramente corporal o
espiritual; y que injuriosamente desmembramos un hombre vivo; y
que razonablemente, podría sentarse que nos conducimos en
punto al uso del placer tan favorablemente a lo menos como en lo
tocante al del dolor? Este era (por ejemplo) vehemente hasta la
perfección en el alma de los santos, mediante la
penitencia. El cuerpo tenía naturalmente parte, en
razón a la unión íntima de ambos y sin
embargo, podía tomar una parte escasa en la causa, por lo
cual no se contentaban aquéllos con que desnudamente
siguiera y asistiera al alma afligida, sino que lo atormentaban
con penas atroces y adecuadas, a fin de que a competencia el uno
de la otra, el espíritu y la materia, sumergieran al
hombre en el dolor más saludable cuanto más rudo.
En semejante caso, tratándose de los placeres corporales,
¿no es injusto enfriar el alma y asegurar que es preciso
arrastrarla como a una obligación y necesidad forzada y
servil? Corresponde más bien al alma incubarlos y
fomentarlos, mostrarse e invitar a ellos, puesto que el cargo de
regirlos la pertenece; como también a ella incumbe, a mi
entender, y a los placeres que la son propios, el inspirar e
infundir al cuerpo el resentimiento cabal que lleva su
condición, y estudiarse para que le sean dulces y
saludables. Bien razonable es, como dicen, que el cuerpo no siga
sus apetitos en perjuicio del espíritu; mas ¿por
qué no ha de serlo igualmente que el espíritu no
siga los suyos en daño de la materia?

Yo no tengo otra pasión que me mantenga en vigor:
el papel que la avaricia, la ambición, las querellas y los
procesos desempeñan para los que como yo carecen de
profesión determinada, el amor los representaría
más cómodamente; procuraríame la vigilancia,
la sobriedad, la gracia y el cuidado de mi persona;
calmaría mi continencia a fin de que las muecas de la
vejez, esas muecas deformes y lastimosas no vinieran a
corromperla; me echaría de nuevo en brazos de los estudios
sanos y prudentes por donde pudiera trocarme en más
estimado y amado, arrancando de mi espíritu la
desesperanza de sí mismo y de su empleo, y
uniéndolo consigo mismo; me apartaría de mil
pensamientos dolorosos, de mil pesares melancólicos con
que la ociosidad nos favorece en tal edad, junta con el mal
estado de nuestra salud; templaría, al menos en
sueños, esta sangre que naturaleza abandona;
sostendría erguida la barba y dilataría un poco los
nervios y el vigor y contento de la vida a este pobre hombre que
camina derechamente a su ruina. Mas bien se me alcanza que es
ésta una ventaja dificilísima de recobrar: por
debilidad y experiencia dilatada nuestro gusto se
convirtió en más tierno y delicado; solicitamos
más cuando con menos contribuimos; queremos elegir lo
más cuando menos merecemos ser aceptados, como tales
reconociéndonos, somos menos atrevidos y más
desconfiados; nada puede asegurarnos de ser amados, vista nuestra
condición y la suya. Me avergüenzo de encontrarme
entre esa verde y bulliciosa juventud,

Cujus in indomito constantior
inguine nervus, quam nova collibus arbor
inhaeret.

¿A qué viene presentar nuestra miseria en
medio de ese regocijo,

Possint ut juvenes visere fervidi,
multo non sine risu, dilapsam in cineres
facem?

La fuerza y la razón los acompañan;
hagámosles lugar, nada tenemos ya que hacer: ese germen de
belleza naciente no se deja zarandear por manos yertas, ni
practicar por medios puramente materiales, pues como
respondió aquel antiguo filósofo quien de él
se burlaba porque no había sabido conquistar las gracias
de un pimpollito a quien perseguía: «Amigo
mío, el anzuelo no prende en un queso tan fresco.»
En suma, es éste un comercio que ha menester de
relación y correspondencia; los demás placeres que
recibimos pueden reconocerse por recompensas de naturaleza
diversa; pero éste no se paga con la misma suerte de
moneda. En verdad, en este negocio las delicias que yo procuro
cosquillean más dulcemente mi imaginación que las
que experimento, y nada tiene de generoso quien puede recibir
placer donde no lo da; es por el contrario un alma vil que
pretende deberlo todo y que se place en mantener comercio con
personas a quienes es dura carga: no hay belleza, ni gracia, ni
privanza, por delicadas que sean, que un hombre cumplido deba
desear a ese precio. Si ellas no pueden procurarnos bien
más que por piedad, yo prefiero mejor no vivir, que vivir
de limosna. Quisiera yo tener derecho de pedirlas en estos
términos, conforme al estilo en que la caridad se implora
en Italia. Fate ben per voi; o a la manera como Ciro exhortaba a
sus soldados, cuando les decía: «Quien se quiera,
bien que no siga.» Uníos, se me dirá, a las
de vuestra condición, y así el concurso de fortuna
idéntica os colocará al gusto de uno y otro
¡mezcla insípida y torpe si las hay!

Nolo barbam vellere mortuo
leoni:

Jenofonte emplea como argumento de objeción y
censura para reprender a Menón, el que en sus amores
echara, mano de objetos ya agostados. Mayor goce me procura
solamente el ver la mezcla dulce y justa de dos bellezas,
jóvenes o el imaginarla simplemente, que hacer yo el papel
de segundo en una coyunda informe y triste: resigno este apetito
fantástico al emperador Galba, que no se consagraba sino a
las carnes duras y rancias, y a ese otro pobre
miserable,

O ego di faciant talem te cernere
possim, caraque mutatis oscula ferre comis, amplectique meis
corpus non pingue lacertis!

Y entre las primordiales fealdades incluyo las bellezas
artificiales y forzadas. Emonez, muchacho joven de Chio, ideando
con los adornos alcanzar la belleza que naturaleza la llegaba,
presentose al filósofo Arcesilao preguntándole si
un varón fuerte podía sentirse enamorado:
«¡Ya lo creo! contestó el otro, mas siempre y
cuando que no sea de una belleza acicalada y sofística
como la tuya.» La fealdad de una vejez reconocida es menos
vieja y menos fea a mi ver, que otra pintada y pulimentada.
¿Osaré decirlo? (y no vaya a atrapárseme por
el pescuezo el amor para mí nunca está en
época más natural y cabal que en la edad vecina de
la infancia:

Quem si puellarum insereres choro,
mire sagaces falleret hospites discrimen obscurum,
solutis

crinibus, ambiguoque
vultu:

y lo mismo la belleza; pues lo de que Homero la dilate
hasta que la barba comienza a sombrear, el mismo Platón lo
señaló como peregrino. Notoria es además la
causa por la cual tan ingeniosamente el sofista Bión
llamaba a los cabellos locuelos de la adolescencia Aristogitones
y Harmodiones: en la edad viril encuéntrolo ya
algún tanto fuera de su lugar y con mayor razón en
la vejez;

Importunus enim transvolat aridas
quercus.

Margarita, reina de Navarra, prolonga como mujer
demasiado lejos la ventaja de las damas, considerando que es
todavía tiempo a los treinta años para que cambien
el dictado de hermosas en el de buenas. Cuanto más corta
es la dominación que sobre nuestra vida otorgamos al amor,
mayor es nuestro valer. Considerad su porte: es un semblante
pueril. ¿Quién no sabe que en su escuela se procede
a la inversa de todo orden y disciplina? El estudio, la
ejercitación y el uso en él, a la insuficiencia nos
encaminan; los novicios son regentes: Amor ordinem nescit. En
verdad su conducta tiene más garbo cuando la forman la
inadvertencia y el desorden; las faltas y los reveses comunican
la salsa y la gracia. Con que el amor sea hambriento y rudo, poco
importa que la prudencia no parezca: ved cómo marcha con
paso incierto, chocando y loqueando; se le mete en el cepo cuando
se le guía por arte y prudencia; se ponen trabas a su
divina libertad cuando se lo somete a estas manos peludas y
callosas.

Yo veo frecuentemente pintar esta inteligencia como cosa
puramente espiritual, y menospreciar el papel que los sentidos
desempeñan: todo a ella coadyuva y contribuye, y puedo
decir haber visto muchas veces que excusamos en las mujeres la
debilidad de sus espíritus en favor de sus bellezas
corporales; pero en cambio nunca vi que en beneficio de las
bellezas de un espíritu, por sesudo y maduro que fuera, se
resignaran ellas a prestar la mano a un cuerpo que cae en
decadencia por poco que caiga. ¡Lástima grande que
alguna no entre en ganas de llevar a cabo este noble trueque
socrático, adquiriendo a cambio de sus muslos una
inteligencia generadora, filosófica y espiritual del valor
más relevante que conseguirse pudiera! Ordena
Platón en sus leyes que el que haya realizado alguna
acción notable y útil en la guerra, no pueda
durante sus expediciones ser rechazado, sin que nada importen si
fealdad o senectud, si pretende besar o alcanzar cualquiera otro
favor amoroso de la persona que guste. Lo que el filósofo
encuentra tan equitativo en recomendación del valor
militar, ¿por qué no habría de reconocerlo
igualmente en alabanza de otra virtud cualquiera? ¿Por
qué no había de ocurrírsele a una dama el
apoderarse antes que sus compañeras de la gloria de este
casto amor? Casto digo, y no digo mal:

Nam si quando ad praelia ventum
est, ut quondam in stipulis magnus sine viribus
ignis

incassum
furit:

los vicios que se ahogan en el pensamiento no son los
peores que albergamos.

Para acabar este copioso comentario, que se me
escapó de un flujo palabrístico, impetuoso a veces
y dañino,

Ut missum sponsi furtivo munere
malum procurrit casto virginis e gremio, quod miserae oblitae
molli sub veste loratum, dum adventu matris prosilit, excutitur,
atque illud prono praeceps agitur decursu: Huic manat tristi
conscius ore rubor,

diré que los machos y las hembras están
vaciados en el mismo molde; salvo la educación y
costumbres, la diferencia es exigua. Platón llama
indistintamente a los unos y a las otras a la
frecuentación de idénticos estudios, ejercicios,
cargos y profesiones guerreras y pacíficas, en su
República; y el filósofo Antístenes
prescindía de toda distinción entre la virtud de
ellas y la nuestra. Es mucho más fácil acusar a un
sexo que excusar al otro: es lo que dice aquel proverbio:
«Dijo la sartén al cazo…»

Capítulo VI

De los
vehículos

Bien fácil es el verificar que los grandes
autores, al escribir sobre las causas de las cosas, no solamente
se sirven de las que juzgan verdaderas, sino también de
aquellas otras de cuyo fundamento dudan, siempre y cuando que
tengan algo de lucidas: hablan con verdad y utilidad bastantes,
expresándose ingeniosamente. Nosotros somos incapaces de
asegurarnos de la causa primordial, y amontonamos muchas para ver
si por casualidad aquella figura entre ellas,

Namque unam dicere causam non
satis est, verum plures, unde una tamen sit.

¿Me preguntáis de dónde proviene
esa costumbre de bendecir a los que estornudan? Nosotros
producimos tres suertes de vientos: el que sale por abajo es
demasiado puerco; el que exhala nuestra boca lleva consigo
algún reproche de glotonería; el tercero es el
estornudo; y porque viene de la cabeza y no es acreedor a
censura, le tributamos honroso acogimiento. No os burléis
de esta sutileza, de la cual, según se dice,
Aristóteles es el padre.

Paréceme haber visto en Plutarco (que es entre
todos los autores que conozco el que mezcló mejor el arte
y la naturaleza, y la sensatez con la ciencia), explicando la
causa del levantamiento del estómago que experimentan los
que viajan por mar, que la cosa les sucede por temor, luego de
haber encontrado algún viso de razón mediante el
cual demuestra que el temor puede ocasionar semejante efecto. Yo,
que soy muy propenso a este accidente, sé muy bien que
esta causa no obra en mí para nada, y lo sé, no por
argumentos, sino por experiencia necesaria. Sin alegar lo que he
oído asegurar, o sea que acontece lo propio a los
animales, particularmente al puerco, que por completo desconoce
el peligro, ni lo que un sujeto de mi conocimiento me
testimonió de sí mismo, el cual, estando a
él fuertemente sujeto, las ganas se le habían
pasado en dos o tres ocasiones hallándose oprimido por el
terror en una tormenta, como a aquel antiguo, pejus vexabar, quam
ut periculum mihi sucurreret: nunca tuve miedo en el agua, como
tampoco en lugar alguno (y sin embargo, bastantes veces se me
ofrecieron causas justamente temibles, si es que la muerte puede
serlo) me trastorné ni deslumbré. Nace a veces el
temor de falta de discernimiento, y de escasez de ánimo
otra. Cuantos peligros he visto, presencielos con los ojos
abiertos y la mirada serena, cabal y entera: hasta para temer el
ánimo. La serenidad sirviome antaño, a falta de
otras mejores prendas, para gobernar mi huida y mantenerla
ordenada; para que fuese, si no de temor desnuda sin horror, sin
embargo, y sin espasmos: fue una marcha conmovida, mas no
aturdida ni perdida. Las almas grandes van más
allá, representando huidas no ya sólo tranquilas y
sanas, sino altivas. Relatemos la que Alcibíades refiere
de Sócrates, su compañero de armas:
«Encontrele, dice, después de la derrota de nuestro
ejército junto con Láchez, y eran ambos de los
últimos fugitivos; le consideré despacio, a mi
sabor, ya en seguridad, pues yo iba montado en un buen caballo y
él a pie; así habíamos combatido.
Advertí primeramente cuánto más avisado y
resuelto se mostraba, con Láchez comparado; luego, la
altivez de su andadura en nada distinta de la ordinaria; su
mirada firme y normal, juzgando y considerando lo que
acontecía en su derredor, contemplando ya a los unos, ya a
los otros, amigos y enemigos, de una manera que a los unos
animaba y significaba a los otros que estaba dispuesto a vender
su sangre bien cara, y lo mismo su vida a quien
arrancársela intentara, y así se salvaron, pues a
éstos no se les ataca fácilmente,
persiguiéndose a los atemorizados.» He aquí
el testimonio de ese gran capitán, que nos enseña
lo que todos los días aprendemos, o sea que nada nos lanza
más en los peligros cual el hambre inconsiderada de
escaparlos: quo timoris minus est, eo minus ferme periculi est.
Nuestro pueblo se engaña al decir: «Ese teme a la
muerte», cuando con ello quiere dar a entender que alguien
piensa en ella y que la prevé. La previsión
conviene igualmente a cuanto con nosotros se relaciona en bien o
en mal: considerar y juzgar el peligro es en algún modo lo
contrario de amedrentarse. Y no me siento suficientemente fuerte
para resistir el golpe e impetuosidad de esta pasión del
miedo ni de otra cualquiera que por su vehemencia se la asemeje:
si me sintiera un poco vencido y por tierra, ya no me
levantaría jamás enteramente; quien hiciera que mi
alma perdiera pie, no la colocaría nunca en su lugar
verdadero, derecha y en su asiento, pues se ensaya e investiga
con profundidad y viveza demasiadas, por lo cual no
dejaría resolver y consolidar la herida que la hubiere
atravesado. Fortuna ha sido la mía de que ninguna
enfermedad me la haya trastornado: a cada recargo que me
sorprende hago frente y me opongo con todas mis fuerzas,
así que la primera que me solicitara me dejaría sin
recursos. Soy incapaz de resistir por dos lados: cualquiera que
sea el lugar por donde el destrozo forzase la calzada que me
defiende, héteme al descubierto y sin remedio ahogado.
Epicuro dice que el sabio no puede pasar de un estado al opuesto;
yo soy del parecer contrario a esta sentencia, y creo que quien
haya estado una vez bien loco, ninguna otra será ya muy
cuerdo. Dios me da el frío según la ropa, y me
procura, las pasiones según los medios de que dispongo
para resistirlas; naturaleza, habiéndome descubierto de un
lado, me cubrió del otro; como por fuerza me desarmara, me
armó de insensibilidad y de una aprehensión
ordenada o desaguzada.

Me acontece que no puedo soportar durante largo tiempo
(y menos todavía los soportaba cuando era joven) coche,
litera ni barco, y detesto todo otro vehículo distinto del
caballo, así en la ciudad como en el campo. Menos
todavía transijo con la litera que con el coche, y por la
misma razón me acomodo con mayor facilidad a una sacudida
fuerte en el agua, de donde el miedo surge, que al movimiento que
se experimenta en tiempo apacible. Merced a esa ligera sacudida
que los remos producen, desviando de nosotros la
sustentación, siento revueltos, sin saber cómo,
cabeza y estómago, no pudiendo resistir bajo mi planta un
lugar que se mueve. Cuando las velas y el curso del agua nos
arrastran por igual, o se nos llevan a remolque, semejante
agitación unida en manera alguna me impresiona; lo que si
me trastorna es el movimiento interrumpido, y todavía en
mayor grado cuando es languidecedor. No podría explicar el
efecto de otro modo. Los médicos me ordenaron que me
ciñera y sujetara con una faja la parte inferior del
vientre para poner remedio al mal, recomendación que yo no
he puesto en práctica teniendo por costumbre luchar con
las debilidades propias que en mí residen y domarlas con
mis propias fuerzas.

Si estuviera mi memoria suficientemente informada, no
consideraría aquí como perdido el tiempo necesario
para enumerar la variedad infinita que las historias nos
presentan en el empleo de los carruajes al servicio de la guerra.
Diversos según las naciones y según los siglos,
fueron siempre a mi entender de gran efecto y necesidad, y tanto,
que maravilla, que de ella hayamos perdido toda noción.
Diré sólo aquí que recientemente, en tiempo
de nuestros padres, los húngaros utilizáronlos muy
provechosamente contra los turcos, colocando en cada uno un
soldado con rodela, un mosquetero, bastantes arcabuces, bien
colocados, prestos y cargados, todo empavesado a la manera de un
galeón. Disponían el frente de la batalla con tres
mil de estos vehículos, y tan luego como el
cañón había entrado en juego, los
hacían marchar y tragar al enemigo antes de encentar el
resto, lo cual no era un ligero avance; o bien lanzaban los
carros contra los escuadrones para romperlos y abrirse paso, a
más del socorro que de ellos alcanzaban para guarnecer en
lugar peligroso, las tropas que marchaban al campo, o a tomar una
posición a la carrera y fortificarla. En mi tiempo un
gentilhombre, que se hallaba en una de nuestras fronteras
imposibilitado por su propia persona, y no encontrando caballo
capaz de su peso, por haber tenido una disputa, marchaba por los
campos en un carruaje lo mismo que el descrito y se encontraba
muy a gusto. Pero dejemos estos carros guerreros.

Cual si su holganza no fuera conocida por más
eficaces causas, los últimos reyes de nuestra primera
dinastía viajaban en un carro tirado por cuatro bueyes.
Marco Antonio fue el primero que se hizo conducir a Roma en
unión de una mozuela por varios leones uncidos a un coche.
Heliogábalo hizo después lo propio,
nombrándose Cibeles, madre de los dioses y también
fue llevado por tigres, parodiando al dios Baco: unció
además en ocasiones dos ciervos a su coche, en otra cuatro
perros, y en otra cuatro mocetonas desnudas, yendo así en
pompa también de ropas aligerado. Firmo el emperador hizo
arrastrar su carruaje por dos avestruces de maravilloso volumen y
altura, de suerte que mejor que rodar hubiérase dicho que
volaba.

La singularidad de estas invenciones trae a mi
magín esta otra fantasía: Entiendo que constituye
una especie de pusilanimidad en los monarcas, y un testimonio de
que en verdad no sienten lo que son, el esforzarse en hacer valer
y parecer mediante gastos excesivos. Sería ésta
excusable costumbre en países extranjeros, mas no entre
los propios súbditos donde los reyes lo pueden todo
alcanzar, de su dignidad hasta tocar en el grado de honor
más relevante: del propio modo que me parece superfluo en
un gentilhombre el que suntuosamente se vista en su privado; su
casa, su séquito y su cocina responden por él de
sobra. El consejo que daba Isócrates a su rey no me parece
irrazonable: «Que sea espléndido en el uso de
utensilios y muebles, puesto que éstos constituyen un
gasto de duración que pasa a sus sucesores, y que huya
toda magnificencia que al momento escapa del uso y de la
memoria.» Cuando yo era menor de edad gustaba de adornarme,
a falta de mejor ornamento, y me sentaban bien los perifollos:
hay hombres en quienes los trajes hermosos lloran. Cuentos
maravillosos nos refieren de la frugalidad de nuestros reyes en
derredor de sus personas y en sus dones; fueron reyes grandes en
crédito, valor y fortuna. Demóstenes combate hasta
la violencia la ley de su ciudad que asignaba los públicos
recursos a las pompas de juegos y fiestas; quiere que la grandeza
de su país se muestre en profusión de naves bien
equipadas y en óptimos ejércitos bien provistos. Se
censura con razón a Teofrasto, que en su libro de las
riquezas sienta un parecer contrario y sostiene que tal suerte de
dispendios es el fruto verdadero de la opulencia: esos son
placeres, dice Aristóteles que sólo incumben a la
más baja clase y común, que del recuerdo se
desvanecen, después del hartazgo y de los cuales
ningún hombre juicioso y grave puede hacer motivo de
estima. Los dispendios me parecen mucho más dignos de la
realeza como también mucho más útiles,
justos y durables construyendo puertos, ensenadas,
fortificaciones, murallas, suntuosos edificios, hospitales,
colegios, mejoramiento de calles y caminos, en todo lo cual el
Pontífice Gregorio XIII dejará memoria recomendable
y duradera, y también nuestra reina Catalina
testimoniaría por largos años su natural
liberalidad y munificencia si sus medios fueran de par con su
voluntad: el acaso me contrarió grandemente al ver
interrumpida la hermosa estructura del nuevo puente de nuestra
ciudad populosa y al quitarme la esperanza de verlo antes de
morir prestando servicios al público.

A más de estas razones paréceles a los
súbditos, simples espectadores de los triunfos de los
soberanos, que de ese modo se les muestran sus propias riquezas,
y que a sus propias expensas se les festeja, pues los pueblos
presumen fácilmente de soberanos, como nosotros con las
gentes que nos sirven, quienes deben poner cuidado en aprestarnos
abundantemente cuanto nos precisa, pero en modo alguno coger su
parte, por lo cual el emperador Galba, como recibiera placer
oyendo a un músico mientras comía, hizo que le
llevaran su caja y entregó con su propia mano al que la
tocaba un puñado de escudos, que éste cogió
añadiendo estas palabras. «Esto no pertenece al
público, sino a mí.» Tan cierto es que
acontece normalmente tener el pueblo razón, y que se
regala sus ojos con lo que había de regalar su
vientre.

Ni la misma liberalidad está en su verdadero
lugar en mano soberana; los particulares tienen a ella más
derecho, pues, cuerdamente considerado, un rey nada tiene que
propiamente le pertenezca; su persona misma se debe a los
demás: no se entrega la jurisdicción en favor del
jurista, sino en favor del jurisdiciado. Elévase a un
superior, mas nunca para su provecho, sino para provecho del
inferior: a un médico se le llama para que auxilie al
enfermo y no a sí propio. Toda magistratura como todo arte
tienen su esfera fuera de ellos, nulla ars in se versatur; por
eso los gobernadores de la infancia de los príncipes que
se precian de imprimirles esta virtud de largueza,
predicándoles que ningún favor rechacen y que nada
consideren mejor empleado que los presentes que hagan
(instrucción que en mi tiempo he visto muy en
crédito), o miran más bien a su provecho que al de
su amo o mal comprenden con quien hablan. Es muy fácil
inculcar la liberalidad en quien tiene con qué proveer
tanto como le plazca a expensas ajenas, y como quiera que la
estimación se pondere, no conforme a la medida del
presente, sino con arreglo a los medios del que la ejerce, viene
a ser nula en manos de los poderosos, quienes antes que liberales
se reconocen pródigos. Por eso es de recomendación
escasa comparada con otras virtudes de la realeza, y la sola como
decía Dionisio el tirano que sea compatible con la
tiranía misma. Mejor recitaría yo a un
príncipe este proverbio del labrador antiguo: , , o sea
«que a quien pretende sacar provecho precisa sembrar con la
mano y no verter con el saco». Es necesario esparcir la
semilla, no extenderla: y habiendo que dar, o por mejor decir,
que pagar y entregar a tantas gentes conforme hayan servido, debe
ser el monarca avisado y leal dispensador. Si la liberalidad de
un príncipe carece de discreción y medida, le
prefiero mejor avaro.

Parece consistir en la justicia la virtud más
propia de la realeza: y de todas las partes de la justicia a que
la acompaña la liberalidad es la más digna de los
monarcas, pues particularmente a su cargo la tienen reservada,
ejerciendo como ejercen todas las demás mediante la
intervención ajena. La inmoderada largueza es un medio
débil de procurarles benevolencia, pues rechaza más
gentes que atrae: Quo in plures usus sis, minus in multos uti
possis… Quid autem est stultius, quam, quod libenter facias,
curare ut id diutius facere non possis? Y cuando sin
consideración del mérito se emplea, avergüenza
al que la recibe y sin reconocimiento alguno se acoge. Tiranos
hubo que fueron sacrificados por el odio popular en las mismas
manos de quienes injustamente los levantaran: esta
categoría de hombres, creyendo asegurar la posesión
de los bienes indebidamente recibidos, muestran desdeñar y
odiar a aquel de quien las recibieron, uniéndose en este
punto al parecer y opinión comunes.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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