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Ensayo como forma literaria (página 5)



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Los súbditos de un príncipe excesivo en
dones conviértense a su vez en pedigüeños
excesivos; mídense conforme al ejemplo, no con arreglo a
la razón. En verdad que casi siempre debiéramos
avergonzarnos de nuestra imprudencia, pues se nos recompensa
injustamente cuando el premio iguala a nuestro servicio, sin
considerar que por obligación natural estamos sujetos a
nuestros príncipes. Si estos contribuyen a todos nuestros
gastos, hacen demasiado, hasta con que los ayuden: el exceso se
llama beneficio, y no se puede exigir, pues el nombre mismo de
liberalidad suena como el de libertad. Con arreglo a nuestro modo
de proceder, el don nunca se nos concede; lo recibido para nada
se cuenta, no se gusta más que de la liberalidad futura,
por lo cual, cuanto más un príncipe se agota en
recompensas, más de amigos se empobrece.
¿Cómo saciaría los deseos, que crecen a
medida que se llenan? Quien su pensamiento tiene fijo en el
recibir no se acuerda de lo que recogió: la cualidad
primordial de la codicia es la ingratitud.

No dirá mal aquí el ejemplo de Ciro, en
provecho de los reyes de nuestra época, tocante a
reconocer, cómo los dones de éstos serán
bien o mal empleados, y a hacerles ver cuán dichosamente
los distribuía este emperador con ellos parangonado. Por
sus desórdenes se ven nuestros soberanos obligados a hacer
sus empréstitos en personas desconocidas, y más
bien en aquellas con quienes se condujeron mal que con las que
procedieron bien; y ninguna ayuda reciben donde la gratitud
existe sólo de nombre. Creso censuraba a Ciro su largueza,
calculando a cuánto se elevaría su tesoro si
hubiera tenido las manos más sujetas. Entró en
ganas el primero de justificar su liberalidad y despachó
de todas partes emisarios hacia los grandes de su Estado a
quienes más presentes había hecho, rogando a cada
uno que le socorriese con tanto dinero como le fuera dable para
subvenir a una necesidad, enviándole la declaración
de sus recursos. Cuando todas las minutas le fueron presentadas,
sus amigos todos, considerando que no bastaba ofrecerle solamente
lo que cada cual había recibido de su munificencia,
añadió mucho de su propio peculio, resultando que
la suma ascendía a mucho más de la economía
que Creso había supuesto. A lo cual añadió
Ciro: «Yo no amo las riquezas menos que los otros
príncipes, más bien cuido mejor de ellas: ved con
cuán escaso esfuerzo adquirí el inestimable tesoro
de tantos amigos; cuánto más fieles guardadores de
mis caudales me son que los mercenarios sin obligación ni
afecto, y mi fortuna así está mejor custodiada que
en cofres resistentes que echarían sobre mí el
odio, la envidia y el menosprecio de los demás
príncipes.»

Los emperadores se excusaban de la superfluidad de sus
juegos y ostentaciones públicas porque su autoridad
dependía en algún modo (en apariencia al menos) de
la voluntad del pueblo romano, el cual estaba hecho de antiguo a
ser complacido por tales espectáculos y excesos. Pero eran
los particulares los que habían mantenido esa costumbre de
gratificar a sus conciudadanos y a sus plebeyos a expensas de su
peculio, principalmente por semejante profusión y
magnificencia. Cuando fueron los amos los que vinieron a
imitarlos, los espectáculos tuvieron otro gusto y
carácter distintos: pecuniarum translatio ajustis dominis
ad alienos non debet liberalis videri. Porque su hijo intentaba
ganar valiéndose de presentes la voluntad de los
macedonios, Filipo le amonestó en una carta en estos
términos:

«¡Cómo! ¿deseas que tus
súbditos te consideren como a su pagador y no como a su
rey? ¿Quieres recompensarlos? Benefícialos con los
presentes de tu virtud y no con las riquezas de tu
cofre.»

Era sin embargo bella cosa el ver transportar y plantar
en el circo gran número de corpulentos árboles,
verdes y frondosos, representando una selva umbría,
dispuesta con simetría hermosa, y en un día
determinado lanzar dentro de ella mil avestruces, mil ciervos,
mil jabalíes, mil gamos, abandonándolos para que se
arrojasen sobre el pueblo; al día siguiente aporrear en su
presencia cien enormes leones, cien leopardos y trescientos osos;
y en el tercero día hacer combatir a muerte trescientas
parejas de gladiadores, como en tiempo del emperador Probo. Era
también cosa hermosa el ver estos grandes anfiteatros
incrustados por fuera de mármol, labrado en estatuas y
ornamentos, y por dentro resplandecientes de enriquecimientos
raros,

Balteus en gemmis, en illita
porticus auro:

todos los lados de este gran vacío llenos y
rodeados de arriba abajo por sesenta u ochenta rangos de
escalones, también de mármol, cubiertos de
cojines,

Exeat, inquit, si pudor est de
pulvino surgat equestri, cujus res legi non
sufficit;

donde podían acomodarse hasta cien mil hombres
sentados a su gusto, y el lugar del fondo, en que los combates se
sucedían y los ojos se regocijaban, hacer primeramente que
por arte se entreabriera y hendiera en forma de cuevas,
representando antros, los cuales vomitaban las fieras destinadas
al espectáculo, y luego después inundado de un mar
profundo que acarreaba multitud de monstruos marinos, cubierto de
navíos armados, simulacro verdadero de un combate naval;
en tercer lugar veíase allanar y secar de nuevo el recinto
cuando el combate de gladiadores llegaba, y por último,
cubrirlo con bermellón y estoraque en vez de arena para
celebrar un festín solemne en honor del pueblo
innúmero, que era el último acto de los celebrados
en una sola jornada.

Quoties nos descendentis arenae
vidimus in partes, ruptaque voragine terrae emersisse feras, et
eisdem saepe latebris aurea cum croceo creverunt arbuta libro!…
Nec solum nobis silvetria cernere monstra contigit; aequoreos ego
cum certantibus ursis spectavi vitulos, et equorum nomine dignum,
sed deforme pecus.

A veces se hacía nacer una montaña elevada
llena de frutales y verdosos árboles, en cuya cumbre
había un arroyo que surgía cual de la boca de una
fuente viva; otras ostentábase a la vista de todos un gran
navío que por sí se abría y cerraba, y
después de arrojar de su vientre cuatrocientas o
quinientas fieras de combate se juntaba y desaparecía como
por encanto; otras del fondo de la plaza lanzábanse
surtidores y chorros de agua que subían a infinita altura,
regando y perfumando a la multitud. Para resguardarla de las
injurias del tiempo cubrían esta capacidad inmensa unas
veces con tela purpurina elaborada con la aguja, otras con seda
de colores varios, con las cuales cubrían y
descubrían en un momento como les placía
mejor.

Quamvis non modico caleant
spectacula sole, vela reducuntur, quum venit
Hermogenes.

«Las redes que resguardaban al pueblo para
defenderlo de la violencia de las fieras cuando saltaban estaban,
también tejidas de oro»:

Auro quoque torta refulgent
retia.

Si hay algo que pueda ser excusable en tales excesos,
reside allí donde la inventiva y la novedad promueven la
admiración, no en lo que toca al gusto. En estas vanidades
mismas descubrimos cuánto aquellos siglos pasados eran
fértiles en otros espíritus distintos de los
nuestros. Acontece con esta suerte de fertilidad cual con todas
las demás producciones de la naturaleza: no puede
afirmarse que entonces empleara su esfuerzo último:
nosotros no marchamos, más bien rodamos y giramos
aquí y allá, paseándonos sobre nuestros
propios pasos; no alcanzamos a ver muy adelante ni muy hacia
atrás; nuestros ojos abarcan poco y ven lo mismo: es
nuestra vista corta en extensión de tiempo y
materia:

Vixere fortes ante Agamemnona
multi, sed omnes illacrymabiles urgentur, ignotique
longa

nocte. Et supera bellum Thebanum,
et funera Trojae, multi alias alii quoque res cecinere
poetae:

y la narración de Solón en punto a lo que
le enseñaran los sacerdotes egipcios acerca de la dilatada
vida de su Estado y la manera de aprender y custodiar las
historias extranjeras, no me parece contradecir la
consideración apuntada. Si interminatam in omnes partes
magnitudinem regionum videremus et temporum, in quam se injiciens
animus et intendens, ite late longeque paregrinatur, ut nullam
oram ultimi videat, in qua possit insistere: in hac
immensitate… infinita vis innumerabilium appareret formarum.
Aun, cuando todo lo que se nos refiere de los tiempos pasados
fuera cierto y de todos conocido, en junto sería menos que
nada comparado con lo que ignoramos. Y de esta misma imagen del
mundo, que se desliza mientras por él pasamos,
¿cuán mezquino y fragmentario no es el conocimiento
de los más curiosos? o solamente de los sucesos
particulares, que frecuentemente el acaso convierte en ejemplares
y señalados; de la situación de las grandes
repúblicas y naciones, nos escapa cien veces más de
lo que viene a nuestro conocimiento. Consideramos como milagrosa
la invención de la artillería y la de nuestra
imprenta, y otros hombres en el otro extremo del mundo, en la
China, gozaban de ellas mil años ha. Si viéramos
tanto mundo como dejamos de ver, advertiríamos sin duda
una perpetua mutación y vicisitud de formas. Nada hay
único y singular en la naturaleza, mas sí en
relación con nuestros medios de conocimiento, que
constituyen el miserable fundamento de nuestras reglas y que nos
representan fácilmente una imagen falsísima de las
cosas. Cuál sin fundamento concluimos hoy la
declinación y decrepitud del mundo por los argumentos que
sacamos de nuestra propia debilidad y decadencia:

Jamque adeo est affecta aetas,
effaetaque tellus:

así, sin fundamento también,
deducía Lucrecio su nacimiento y juventud por el vigor que
veía en los espíritus de una época, copiosos
en novedades e invenciones de diversas artes:

Verum, ut opinor, habet novitatem,
summa, recensque natura est mundi, neque pridem exordia cepit
quare etiam quaedam nunc artes expoliuntur, nunc etiam augescunt;
nunc addita navigiis sunt multa.

Nuestro mundo acaba de encontrar otro (¿y
quién nos asegura que es el último de sus hermanos,
puesto que los demonios, las sibilas y nosotros habíamos
ignorado éste hasta el momento actual?) no menos grande,
sólido y membrudo que él. Sin embargo, tan nuevo y
tan niño que todavía se le enseña el a, b,
c: no hace aún cincuenta años que desconocía
las letras, los pesos, las medidas, los vestidos, los trigos y
las viñas. Estaba todavía completamente desnudo,
guarecido en el seno de la naturaleza, y no vivía sino con
los medios que esta pródiga madre le procuraba. Si
nosotros deducimos nuestro fin, y aquel poeta el de la juventud
de su siglo, este otro mundo no hará sino entrar en la luz
cuando el nuestro la abandone: el universo caerá en
parálisis; un miembro estará tullido y el otro
vigoroso. Temo mucho que hayamos grandemente apresurado su
declinación y ruina merced a nuestro contagio, y que le
hayamos vendido a buen precio nuestras opiniones e invenciones.
Era un mundo niño, y nosotros no le hemos azotado y
sometido a nuestra disciplina por la supremacía de nuestro
valor y fuerza naturales; ni lo hemos ganado con nuestra justicia
y bondad, ni subyugado con nuestra magnanimidad. La mayor parte
de sus respuestas y las negociaciones pactadas con ellos
testimonian que nada nos debían en clarividencia de
espíritu ni en oportunidad. La espantosa magnificencia de
las ciudades de Cuzco y Méjico, y entre otras cosas
análogas el jardín de aquel monarca en que todos
los árboles, frutos y hierbas, conforme al orden y
dimensiones que guardan en un jardín, estaban
excelentemente labrados en oro, como en su cámara todos
los animales que nacían en su Estado y en sus mares, y la
hermosura de sus obras en pedrería, pluma y
algodón, así como las pinturas, muestran que
tampoco los ganábamos en industria. Mas en cuanto a la
devoción, observancia de las leyes, bondad, liberalidad,
lealtad y franqueza, buenos servicios nos prestó el no
tener tantas como ellos: esa ventaja los perdió,
vendiéndolos y traicionándolos.

Por lo que toca al arrojo y al ánimo; en punto a
firmeza, constancia y resolución contra los dolores, el
hambre y la muerte, nada temería en oponer los ejemplos
que encontrara entre ellos a los más famosos antiguos de
que tengamos memoria en el mundo de por acá. Pues los que
acertaron a subyugarlos, que prescindan del engaño y
aparato de que se sirvieron para engañarlos y del justo
maravillarse que ganaba a esas naciones al ver llegar tan
inopinadamente a gentes barbudas, diversas en lenguaje,
religión, formas y continente, de un lugar del mundo tan
lejano donde nunca supieran que hubiese mansión alguna,
montados en grandes monstruos ignorados, para quienes no
solamente no vieron nunca ningún caballo, pero ni siquiera
animal alguno hecho a llevar y sostener hombre ni otra carga;
guarnecidos de una armadura luciente y dura, y provistos de un
arma resplandeciente y cortante para quienes por el milagro del
resplandor de un espejo o del de un cuchillo cambiaban una
cuantiosa riqueza en oro y perlas, y que carecían de
ciencia y materiales por donde ser aptos a atravesar nuestro
acero. Añádase a esto los rayos y truenos de
nuestras piezas y arcabuces, capaces de trastornar al mismo
César (a quien hubieran sorprendido tan inexperimentado
como a ellos), contra pueblos desnudos, guarnecidos tan
sólo de tejido de algodón, sin otras armas a lo
sumo que arcos, piedras, bastones y escudos de madera; pueblos
sorprendidos so pretexto de amistad y buena fe, por la curiosidad
de ver cosas extrañas y desconocidas; quitad, digo, a los
conquistadores esta disparidad, y los arrancaréis de paso
la ocasión de tantas victorias. Cuando considero el
indomable ardor con que tantos millares de hombres, mujeres y
niños, presentándose y lanzándose tantas
veces en medio de peligros inevitables en defensa de sus dioses y
de su libertad; aquella generosa obstinación que les
impulsaba a sufrir hasta el último extremo los mayores
horrores y la muerte, de mejor gana que a someterse a la
dominación de aquellos que tan vergonzosamente los
engañaron, y algunos prefiriendo mejor desfallecer por
hambre y ayuno, ya prisioneros, que aceptar la vida en manos de
sus enemigos tan vilmente victoriosos, infiero que para quien los
hubiera atacado de igual a igual, con iguales armas y experiencia
y en el mismo número, habrían sido tanto o
más terribles como los de cualquiera otra
guerra.

¡Lástima grande que no cayera bajo
César, o bajo los antiguos griegos y romanos una tan noble
conquista, y una tan grande mutación y alteración
de imperios y pueblos en manos que hubieran dulcemente
pulimentado y desmalezado lo que en ellos había de
salvaje, confortando y removiendo la buena semilla que la
naturaleza había producido; mezclando, no sólo al
cultivo de sus tierras y ornamento de sus ciudades, las artes de
por acá, en cuanto éstas hubieran sido necesarias,
sino también inculcando las virtudes griegas y romanas a
los naturales del país. ¡Qué
reparación hubiera sido ésta, y qué enmienda
se hubiera promovido en toda es máquina, si los primeros
ejemplos y conducta nuestra que por allá se mostraron
hubiesen llamado a estos pueblos a la admiración o
imitación de la virtud, preparando entre ellos y nosotros
una sociedad e inteligencia fraternales! Cuán fácil
hubiera sido sacar provecho de almas tan nuevas, tan hambrientas
de aprendizaje, cuya mayor parte habían tenido comienzos
naturales tan hermosos! Por el contrario, nosotros nos servimos
de su ignorancia e inexperiencia para plegarlos más
fácilmente hacia la traición, la lujuria, la
avaricia, y hacia toda suerte de inhumanidad y crueldad, a
ejemplo y patrón de nuestras costumbres.
¿Quién aceptó jamás a tal precio las
ventajas del comercio y del tráfico? ¿Quién
vio nunca tantas ciudades arrasadas, tantas naciones
exterminadas, tantos millones de pueblos pasados a cuchillo, y la
más rica y hermosa parte del universo derrumbada con el
simple fin de negociar las perlas y las especias?
¡Mecánicas victorias! Jamás la
ambición, jamás las públicas enemistades
empujaron a los hombres los unos contra los otros a tan horribles
hostilidades y a calamidades tan miserables.

Costeando el mar en busca de sus minas algunos
españoles tocaron tierra en una región
fértil y pintoresca muy habitada, e hicieron a este pueblo
sus amonestaciones acostumbradas: «Que eran gentes
pacíficas, originarias de lejanas tierras, enviadas por el
rey de Castilla, el príncipe más poderoso de toda
la tierra habitada, a quien el Papa, representante de Dios
aquí bajo, había concedido el principado de todas
las Indias. Que si querían ser del soberano tributarios,
serían con mucha benignidad tratados
Pedíanles víveres para su nutrición y oro
para el menester de alguna medicina, haciéndoles,
además, presente la creencia en un solo Dios y la verdad
de nuestra religión, que les aconsejaban abrazar,
añadiendo a ello algunas amenazas. A lo cual les
contestaron «que en cuanto a lo de pacíficos no
tenían cara de serlo, si lo eran; que puesto que su rey
pedía, debía de ser indigente y menesteroso; y en
lo tocante a que se hiciera la distribución de que
hablaban, que debía ser hombre amante de disensiones,
puesto que concedía a un tercero lo que no era suyo,
disputándoselo a sus antiguos poseedores. En punto a
víveres proveeríanlos de ellos. Oro tenían
poco, y lo consideraban como cosa de ninguna estima porque era
inútil al servicio de la vida, yendo sus miras encaminadas
solamente a pasarla dichosa y gratamente; así que,
podían coger resueltamente cuanto encontraran, excepto el
destinado al culto de sus dioses. En lo tocante a que no hubiera
más que un solo Dios, el discurso les plugo,
decían, pero no querían cambiar de religión,
habiendo practicado útilmente la suya tan dilatados
años; y que además acostumbraban sólo a
recibir consejos de sus amigos y conocidos. Que en lo de
amenazarlos, consideraban como signo de escasez de juicio el ir
amedrentando a aquéllos de quien la naturaleza y los
medios de defensa les eran desconocidos; de suerte que, lo mejor
que podían hacer, era despacharse a desalojar prontamente
sus tierras, pues no estaban acostumbrados a tomar en buena parte
las bondades y amonestaciones de gentes armadas y
extrañas; y que si así no obraban harían con
ellos lo que con otros» (y les mostraban las cabezas de
algunos hombres ajusticiados en derredor de la ciudad). Ved en
esta respuesta un ejemplo del balbuceo de esta infancia. De todos
modos, ni en este lugar ni en muchos otros en que los
españoles no hallaron las mercancías que buscaban
se detuvieron ni emprendieron conquistas, aun cuando con otras
ventajas el país les brindara; testigos son mis
caníbales.

De los dos monarcas más poderosos de ese mundo, y
acaso también de éste, reyes de tantos reyes, los
últimos que se vieron arrojados de sus dominios, uno fue
el del Perú, el cual habiendo sido hecho prisionero en una
batalla y pedídose por él un rescate tan excesivo
que sobrepujaba todo lo verosímil, luego de haber sido
este fielmente pagado y de haber dado el rey por sus palabras
muestra de un valor franco, liberal y constante, al par que de un
entendimiento cabal y muy sensato, los vencedores entraron en
deseos (después de haber sacado un millón
trescientos veinticinco mil pesos de oro, a más de la
plata y otras cosas, que no ascendían a menos, tanto que
sus caballos llevaban herraduras de oro macizo); de ver
aún, mediante cualquier deslealtad, por monstruosa que
fuese, cuál podía ser todavía lo que quedaba
de los tesoros de este rey, y gozar libremente de lo que
guardara, formulose contra él una acusación tan
falsa como las pruebas en que se apoyaban sobre el designio de
sublevar sus huestes para ganar así la libertad, por lo
cual, por hermosas componendas de los mismos que lo habían
traicionado, se le condenó a ser ahorcado y estrangulado
públicamente, librándole del tormento de la hoguera
por el sacramento del bautismo que le hicieron recibir con el
propio suplicio; horrorosa acción y sin ejemplo que
sufrió, sin embargo, sin alterar su continente ni sus
palabras, con actitud y gravedad verdaderamente regias. Luego,
para adormecer a los pueblos pasmados y transidos de tan
extraño espectáculo, simulose un gran duelo por su
muerte ordenando celebrar funerales suntuosos.

El otro fue el rey de Méjico, quien habiendo
defendido largo tiempo su ciudad sitiada, y mostrado
cuánto pueden el sufrimiento y la perseverancia (hasta el
punto de que jamás acaso pueblo ni príncipe los
igualaron), y su desdicha puéstole vivo en manos de sus
enemigos, conviniéndose en la capitulación, que
sería tratado como rey, su conducta en la prisión
se avino bien con este dictado. Como después de la
victoria no encontraran todo el oro que se prometieran, luego de
haberlo todo revuelto y registrado, pusiéronse a buscar
minas de este metal, aplicando para ello los más tremendos
suplicios que pudieran imaginar a los prisioneros que
tenían; y como no sacaran nada en limpio por haber chocado
con ánimos más robustos que crueles eran los
tormentos que sufrían, fueron a dar en rabia tan enorme,
que, contra la prometida fe y contra todo derecho de gentes
condenaron al suplicio al rey mismo y a uno de los principales
señores de su corte, en presencia el uno del otro. Este
señor, hallándose atormentado por el dolor, y
rodeado de ardientes braseros, en sus últimos momentos
volvió lastimosamente la vista hacia su dueño como
para pedirle gracia, porque sus fuerzas no alcanzaban a
más: el rey, clavando altiva y vigorosamente sus ojos en
él, como conjura de su cobardía y pusilanimidad, le
dijo solamente estas palabras, con voz potente y vigorosa:
«¿Por ventura estoy yo en un baño colocado?
¿Estoy más a mi gusto que tú?» El
así amonestado sucumbió de repente momentos
después, y murió en el lugar donde se hallaba. El
rey, medio asado, fue conducido a otra parte, no tanto por piedad
(¿pues qué piedad movió jamás a tan
bárbaras almas que por el dudoso indicio de algún
vaso de oro que saquear hacían quemar ante sus ojos no ya
a un hombre, sino a un rey tan grande en merecimientos y
fortuna?), como porque su firmeza convertía en más
vergonzosa la crueldad de sus verdugos. Por último le
ahorcaron, no sin que antes intentara, por medio de las armas,
libertarse de una tan dilatada cautividad y sujeción,
haciendo su fin digno de un príncipe
magnánimo.

Otra vez quemaron vivos, de un golpe en la misma
hoguera, a cuatrocientos sesenta hombres: cuatrocientos del bajo
pueblo y sesenta de los principales señores de una
provincia, simples prisioneros de guerra. Ellos mismos nos
comunicaron tan horribles narraciones, pues no solamente las
confiesan, sino que las encarecen y ensalzan. ¿Acaso como
testimonio de su justicia o por el celo que en pro de su
religión los animaba? En verdad son estos caminos
demasiado opuestos y enemigos de un fin tan santo. Si se hubieran
propuesto propagar nuestra fe, habrían considerado que no
es poseyendo territorios como se amplifica, sino poseyendo
hombres, y se hubieran conformado de sobra con las
víctimas que las necesidades de la guerra procuran sin
mezclar a ellas indiferentemente una carnicería cual si de
animales salvajes se tratara, general tanto como el hierro y el
fuego pudieron procurarla; no habiendo conservado por propio
designio sino cuantos hombres trocaron en miserables esclavos
para la obra y servicio de las minas, de tal suerte que muchos
jefes españoles fueron ejecutados en los lugares mismos de
la conquista por orden de los reyes de Castilla, justamente
escandalizados por el horror de sus empresas, siendo
además casi todos ellos desestimados y odiados. Dios
consintió meritoriamente que estos grandes saqueos fueran
absorbidos por el mar al transportarlos, o por las intestinas
guerras con que entre ellos se devoraron; y la mayor parte se
enterraron en aquellos lejanos lugares, sin alcanzar
ningún fruto de su victoria.

Cuanto a lo de que estos tesoros vayan a dar en manos de
un príncipe económico y prudente, responden las
riquezas tan poco a las esperanzas que sus predecesores
acariciaron y a la abundancia primitiva que se encontró al
pisar esas nuevas tierras (pues aun cuando se saque mucho, vemos
que esto no es nada, comparado con lo que podía
esperarse); el uso de la moneda era completamente desconocido, y
el oro, por consiguiente, se hallaba todo junto, no sirviendo
sino como cosa de aparato y ostentación, como un inmueble
reservado de padres a hijos, mediante los poderosos reyes que
agotaban sus minas para elaborar aquel gran montón de
vasos y estatuas, y que sirviera de ornamento a sus palacios y a
sus templos. Nosotros empleamos nuestro oro en el tráfico
y comercio; lo trabajamos y lo modificamos en mil formas, lo
esparcimos y dispersamos. Imaginemos que nuestros reyes
amontonaran así todo el que pudieran encontrar durante
varios siglos y lo guardaran inmóvil.

Los del reino de Méjico eran algo más
civilizados y más artistas que los otros pueblos de
aquellas tierras. Así que juzgaron cual nosotros que el
universo estaba próximo a su fin, fundamentándose
en la desolación que nosotros allí llevamos.
Creían que el ser del mundo se divide en cinco edades y en
la vida de cinco soles consecutivos, de los cuales cuatro
habían ya hecho su tiempo y que el que los alumbraba era
el quinto. El primero pereció con todas las otras
criaturas por universal inundación de las aguas; el
segundo, por el derrumbamiento del cielo sobre los mortales, que
ahogó toda cosa viviente; en esta edad colocan la
existencia de los gigantes e hicieron ver a los españoles
osamentas según las cuales la estatura de los hombres
media hasta veinte palmos de altura; el tercero acabó por
el fuego, que todo lo abrasó y consumió; el cuarto,
por una conmoción de aire y viento, que abatió
hasta las montañas más altas: los hombres no
murieron, pero fueron cambiados en monos. ¡Considerad las
impresiones que experimenta la flojedad de la creencia humana!
Después de la muerte de este cuarto sol el mundo
permaneció veinticinco años sumergido en tinieblas
densas; en el quinto, fueron creados un hombre y una mujer que
rehicieron la raza humana; diez años después, en
cierto día, el sol apareció nuevamente creado, y
por él comenzaron su cómputo: al tercero de su
creación murieron los dioses antiguos, y los nuevos
nacieron luego de la noche a la mañana. Sobre lo que
opinan de la manera cómo este sol desaparecerá,
nada sabe mi autor, mas el número de esta cuarta
modificación concuerda con aquella gran conjunción
de los astros que produjo, según los astrólogos
juzgan, hace ochocientos y pico de años, tantas
alteraciones y novedades en el mundo.

En punto a magnificencia y pompa, que fue por donde
comencé mi discurso, ni Grecia, ni Roma, ni Egipto pueden,
ya sea en utilidad, ya en dificultad o nobleza, comparar ninguno
de sus portentos al camino que se ve en el Perú,
construido por los reyes del país, que va desde la ciudad
de Quito hasta la del Cuzco (mide trescientas leguas). Recto,
unido, ancho de veinticinco pasos, empedrado, revestido a ambos
lados de murallas elevadas y hermosas, por cuya parte superior
corren arroyos perennes bordeados por robustos árboles,
que llaman molli los naturales del país. Donde
había montañas y rocas, las cortaron y allanaron
llenando los huecos de piedra y cal. En el límite de cada
jornada hay palacios soberbios provistos de víveres,
vestidos y armas, así para los viajeros como para los
ejércitos que los transitan. En la consideración de
esta obra me fijé sólo en la dificultad de
realizarla, que es particularísima en aquellas regiones.
No labraban piedras menores de diez pies cuadrados, ni
tenían otro medio de arrancarlas que la fuerza de sus
brazos, arrastrando la carga; tampoco conocían el arte de
andamiar, no alcanzándoseles otra fineza que la de ir
yuxtaponiendo tierra sobre los muros a medida que los iban
levantando para permanecer junto a la
construcción.

Pero volvamos a nuestros coches. En lugar de
éstos o de cualquiera otro vehículo hacíanse
conducir por cargadores y en hombros. Aquel último rey del
Perú el día que fue cogido, era llevado en unas
andas de oro: sentado en una silla de lo mismo, en medio de la
batalla. Cuantos portadores mataban para hacerle dar en tierra
(pues querían cogerle vivo), otros tantos en competencia
ocupaban el lugar de los muertos, de suerte que no lograron
abatirle por víctimas que hicieran en estas gentes, hasta
que un jinete se apoderó de su cuerpo y le derribó
por tierra.

Capítulo VII

De la incomodidad
de la grandeza

Puesto que no podemos alcanzarla, venguémonos de
ella maldiciéndola, si maldecir de alguna cosa es
encontrarla defectos, los cuales en todas se reconocen por
hermosas y codiciables que sean. En general, la grandeza tiene
esta evidente ventaja, que cuando lo place se rebaja, y que sobre
poco más o menos tiene a la mano una u otra
condición, pues no se da un batacazo de la altura,
más frecuentes son los que descender pueden sin caer.
Paréceme que la damos valor sobrado, como también a
la resolución de aquellos a quienes vimos o de quienes
oímos que la desdeñaron: su esencia no es tan
evidentemente ventajosa que no se la pueda rechazar sin realizar
un milagro. Para mí, el esfuerzo es bien difícil
ante el sufrimiento de los males, mas en el contentamiento de una
mediocre medida de fortuna, y en el huir la grandeza, encuentro
molestia escasa: ésta es una virtud, a mi ver, a la cual
yo, que soy un ganso, llegaría sin gran violencia.
¿Qué pensar, por lo mismo, de los que hacen valer
la gloria que acompaña al rechazar la gloria, en lo cual
puede haber más ambición que un el deseo mismo de
disfrutar goces y grandezas? Jamás la ambición se
encamina mejor, dada su índole, que cuando va por caminos
extraviados e inusitados.

Yo aguzo mi ánimo hacia la paciencia y lo
debilito hacia el deseo: que desear tengo como cualquiera otro y
consiento a mis deseos igual libertad e indiscreción; mas,
sin embargo, no me sucedió jamás apetecer imperio
ni realeza, ni la eminencia de las elevadas fortunas imperativas:
no me encamino por este lado, porque me quiero de sobra. Cuando
en crecer pongo mi pensamiento, es bajamente, con un crecimiento
lleno de sujeción y cobardía, adecuado a mi
naturaleza en resolución, prudencia, salud, belleza y aun
riqueza. Mas aquel crédito y aquella tan poderosa
autoridad oprimen mi fantasía, y muy al contrario de
César gustaría mejor ser el segundo o el tercero en
Perigueux que el primero en París: y al menos en puridad
de verdad quisiera ser más bien el tercero en París
que el primero en dignidad. No quiero yo debatir con un hujier
custodiador de puertas, como un miserable desconocido, ni hendir
siendo adorado las multitudes por donde paso. Así por las
circunstancias como por inclinación estoy habituado a las
regiones medias; en el gobierno de mi vida y en el de mis
empresas he demostrado más bien huir que desear la
trasposición del grado de fortuna en que Dios
colocó mi nacimiento; toda constitución natural es
semejantemente equitativa y fácil. Mi alma es de tal
suerte poltrona que yo no mido la buena estrella según su
elevación, sino conforme a la tranquilidad y a la calma
con que se alcanzó.

Mas si mi ánimo no es varonil, en cambio me
ordena publicar resueltamente sus debilidades. Quien me diera a
cotejar la vida de L. Torio Balbo, hombre cortés, hermoso,
sabio, sano, entendido y abundante en toda suerte de comodidades
y placeres, viviendo una existencia sosegada y toda suya, con el
alma bien templada contra la muerte, la superstición, los
dolores y las demás miserias de la humana necesidad,
acabando, en fin, en los campos de batalla con las armas en la
mano defendiendo a su país, de una parte, y, de otra, la
vida de Marco Régulo, tan grande y elevada como todos
saben, y su fin admirable; la una sin dignidades ni
nombradía, la otra ejemplar y gloriosa a maravilla,
respondería como Cicerón, si supiera decir
también como él. Mas si me precisara compararlas
con la mía diría también que la primera se
acomoda tanto a mis inclinaciones y deseos como la segunda se
aleja de ellos; que a ésta no puedo llegar sino por
veneración, y de buen grado tocaría la otra por
costumbre.

Volvamos a la grandeza temporal, de donde partimos. Me
repugna el mando activo y pasivo. Otanez, uno de los siete
pretendientes a la corona de Persia, tomó una
determinación que yo de buena gana hubiera adoptado, y que
consistía en abandonar a sus colegas sus derechos de poder
llegar al trono por elección o suerte, siempre y cuando
que él y los suyos vivieran en ese imperio fuera de toda
sujeción y vasallaje, salvo los que las antiguas leyes
ordenaban, y disfrutaran de toda la libertad que contra ellas no
fuera. No gustaba de gobernar y tampoco de ser
gobernado.

El más rudo y difícil de todos los
oficios, a mi ver, es el de monarca cuando se desempeña
dignamente. Más de lo que comúnmente se acostumbra
excuso sus defectos en consideración al tremendo peso de
su cargo, cuya conspiración me trastorna. Es
difícil guardar tacto ni medida, en un poder tan
desmesurado; así que, hasta en aquellos mismos cuya
naturaleza es menos excelente, reconocemos una inclinación
singular hacia la virtud por estar colocados en un sitial donde
ningún bien se hace sin que no sea registrado y tenido en
cuenta; donde el beneficio más insignificante recae sobre
tantas gentes, y donde la capacidad como la de los predicadores
va al pueblo principalmente enderezada, juez poco puntual,
fácil de engañar y de contentar. Pocas cosas hay
sobre las cuales nos sea dable emitir juicio sincero, porque
también son contadas aquellas en que en algún modo
no tengamos particular interés. La superioridad y la
inferioridad, el mandar y el obedecer, vense obligados al
envidiar y al cuestionar permanentes; precisa, que se saqueen
perpetuamente. No creo en el uno ni en el otro de los derechos de
su compañera: dejemos obrar a la razón, que es
inflexible o impasible, cuando de ella podamos disponer a nuestro
arbitrio. No hace todavía un mes hojeaba yo dos libros
escoceses que se contradecían en este punto: el autor
popular hace del rey un hombre de peor condición que un
carretero; el monárquico le coloca algunas brazas por cima
de Dios en poder y soberanía.

Ahora bien, las molestias de la grandeza que aquí
me propuse notar, a causa de una ocasión que de ello me
advirtió recientemente, es ésta: quizás no
haya nada más grato en el comercio de los hombres que las
experiencias que realizamos unos en competencia con otros,
impulsados por el celo de nuestro honor o de nuestro valor, ya
sea en los ejercicios corporales ya en los espirituales, en los
cuales la grandeza soberana no toma parte alguna. En verdad me ha
parecido a veces que a fuerza de respeto tratamos a los
príncipes desdeñosa e injuriosamente, pues aquello
de que yo en mi infancia más me exasperaba era que los que
se ejercitaban conmigo evitaban el emplearse con sus fuerzas
todas por reconocerme indigno contrincante. Esto es precisamente
lo que se ve acontecerles a diario, puesto que cada cual se
reconoce por bajo para luchar contra ellos: si se echa de ver que
alguna afección a la victoria les mueve por escasa que
sea, nadie hay que no se esfuerce en facilitársela, y que
mejor no prefiera traicionar su propia gloria que ofender la del
monarca: no se echa mano de esfuerzo mayor que el necesario para
servir al honor de los mismos. ¿Qué parte les cabe
en la lucha en la cual todos están por ellos?
Parécese contemplar aquellos paladines de las pasadas
épocas que se presentaban en las luchas y combates con
armas encantadas. Brissón se dejó ganar por
Alejandro en las carreras: éste le regañó
por ello, bien que mejor hubiera hecho castigándole a
latigazos. Por estas consideraciones decía Carneades
«que los hijos de los príncipes no aprenden nada a
derechas, como no sea el manejo de los caballos; tanto más
cuanto que en cualesquiera otros ejercicios todos se doblegan
ante ellos y los dejan ganar; mas un caballo, que no es cortesano
ni adulador, arroja por tierra al hijo de un rey lo mismo que al
de un mozo de cordel».

Homero se vio obligado a consentir que Venus fuera
herida en el combate de Troya (una tan dulce diosa y tan
delicada), para procurarla así vigor y arrojo, cualidades
que en manera alguna, recaen en aquellos que están exentos
de peligro. Se hace que los dioses se encolericen, teman, huyan,
se muestren celosos, se duelan y se apasionen para honrarlos con
las virtudes que se edifican entre nosotros con esas
imperfecciones. Quien no tiene participación en el acaso
ni en la dificultad, se halla incapacitado para pretender,
interés ninguno en el honor y satisfacción que
acompañan a las aciones azarosas. Es lastimoso el poder
tanto que acontezca que todas las cosas cedan ante vuestros
deseos: vuestra fortuna lanza demasiado lejos de vosotros la
sociedad y la compañía; os coloca demasiado
aislados. Este bienestar y facilidad holgada de hacerlo todo
inclinarse bajo el propio peso es enemigo de toda suerte de
hacer; es resbalar y no marchar: es dormir y no vivir. Concebid
al hombre acompañado de la omnipotencia, y le
abismaréis: es necesario que por caridad os da el
obstáculo y la resistencia. Su ser y su bien tienen a
indigencia como base.

Las buenas cualidades de los príncipes son
muertas y perdidas, pues como quiera que no se experimentan sino
se por comparación, y se las coloca por fuera, tienen ese
conocimiento de la verdadera alabanza, viéndose sacudidas
por una aprobación uniforme y continuada. ¿Se las
han con el más torpe de entre sus súbditos? pues
carecen de medios para alcanzar ventaja sobre él;
diciendo: «Porque es mi rey», le parece haber dicho
bastante para dar a entender que prestó la mano en el
dejarse vencer. Esta cualidad ahoga y consume todas las
demás que son verdaderas y esenciales, las cuales la
realeza sumerge, y no los deja para hacerse valer sino las
acciones que la tocan directamente y que la sirven, es decir, los
ejercicios de su cargo: tanto es ser rey que sólo por ello
lo es. Ese resplandor extraño que le rodea le oculta, y de
nuestra vista le aparta; nuestro mirar se quiebra y disipa
estando lleno y detenido por esa intensa luz. El senado romano
otorgó a Tiberio el premio de elocuencia, que
rechazó, considerando que un juicio tan poco libre, aun
cuando hubiera sido justo, siempre llevaba el sello de la
parcialidad.

De la propia suerte que se les conceden todas las
ventajas punto a honor, también se confortan y autorizan
los vicios y defectos que poseen, no sólo con la
aprobación sino también con la imitación.
Cada uno de los que formaban el séquito de Alejandro
llevaba como él la cabeza inclinada a un lado; los
cortesanos de Dionisio tropezaban unos contra otros en su
presencia, empujaban y derribaban cuanto había a sus pies,
para aparentar que eran tan cortos de vista como él. Las
hernias sirvieron a veces de favor y de recomendación: he
visto en candelero la sordera, y porque el amo odiaba a su mujer,
Plutarco vio a los cortesanos repudiar las suyas, a quienes
amaban. Mas aún: la lujuria se vio acreditada y toda otra
disolución, como también la deslealtad, la
blasfemia, la crueldad, la herejía e igualmente la
superstición, la irreligión, la desidia y otros
vicios peores, si es posible que los haya, por donde se
incurría en pecado mayor que el de los aduladores de
Mitridates, los cuales porque su dueño pretendía
honrarse llamándose buen médico, le presentaban sus
miembros para que los cortara y cauterizara, pues esos otros se
dejaban cauterizar el alma, que es parte más delicada y
noble.

Y para acabar por donde comencé: Adriano el
emperador, cuestionando con el filósofo Favorino sobre el
sentido de un vocablo, resultó fácilmente
victorioso; como sus amigos se le quejaran: «Tenéis
gracia, dijo el filósofo, ¿cómo
queréis que no sea más sabio que yo, puesto que
manda treinta legiones?» Augusto compuso versos contra
Asinio Polio. «Yo me callo, dijo éste, porque no es
muy prudente escribir en competencia con quien puede
proscribir»; y tenía razón, pues Dionisio,
por no poder igualar a Filoxeno en la poesía ni a
Platón en el razonar, condenó al uno a las canteras
y mandó vender al otro como esclavo a la isla de
Egina.

Capítulo VIII

Del arte de
platicar

Es una costumbre de nuestra justicia el condenar a los
unos para advertencia de los otros. Condenarlos simplemente
porque incurrieron en delito, sería torpeza, como sienta
Platón, pues contra lo hecho no hay humano poder posible
que lo deshaga. A fin de que no se incurra en falta
análoga, o de que el mal ejemplo se huya, la justicia se
ejerce: no se corrige al que se ahorca, sino a los demás
por el ahorcado. Igual es el ejemplo que yo sigo: mis errores son
naturales e incorregibles, y como los hombres de bien aleccionan
al mundo excitando su ejemplo, quizás pueda yo servir de
provecho haciendo que mi conducta se evite:

Nonne vides, Albi ut male vivat
filius?, utque barrus inops? magnum documentum, ne patriam
rem

perdere quis
velit;

publicando y acusando mis imperfecciones alguien
aprenderá a temerlas. Las prendas que más estimo en
mi individuo alcanzan mayor honor recriminándome que
recomendándome; por eso recaigo en ellas y me detengo
más frecuentemente. Y todo considerado, nunca se habla de
sí mismo sin pérdida: las propias condenaciones son
siempre acrecentadas, y las alabanzas descreídas. Puede
haber algún hombre de mi complexión: mi naturaleza
es tal que mejor me instruyo por oposición que por
semejanza, y por huida que por continuación. A este
género de disciplina se refería el viejo
Catón cuando decía «que los cuerdos tienen
más que aprender de los locos, que no los locos de los
cuerdos»; y aquel antiguo tañedor de lira que
según Pausanias refiere, tenía por costumbre
obligar a sus discípulos a oír a un mal tocador,
que vivía frente a su casa, para que aprendieran a odiar
sus desafinaciones y falsas medias: el horror de la crueldad me
lanza más adentro de la clemencia que ningún
patrón de esta virtud; no endereza tanto mi continente a
caballo un buen jinete, como un procurador o un veneciano,
caballeros. Un lenguaje torcido corrige mejor el mío que
no el derecho. A diario el torpe continente de un tercero me
advierte y aconseja mejor que aquel que place; lo que
contraría toca y despierta más bien que lo que
gusta. Este tiempo en que vivimos es adecuado para enmendarnos a
reculones, por disconveniencia mejor que por conveniencia; mejor
por diferencia que por acuerdo. Estando poco adoctrinado por los
buenos ejemplos, me sirvo de los malos, de los cuales la
lección es frecuente y ordinaria. Esforceme por
convertirme en tan agradable, como cosas de desagrado vi; en tan
firme, como blandos eran los que me rodeaban; en tan dulce, como
rudos eran los que trataba; en tan bueno, como malos contemplaba:
mas con ello me proponía una tarea invencible.

El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro
espíritu es a mi ver la conversación: encuentro su
práctica más dulce que ninguna otra acción
de nuestra vida, por lo cual si yo ahora me viera en la
precisión de elegir, a lo que creo, consintiría
más bien en perder la vista que el oído o el habla.
Los atenienses, y aun los romanos, tenían en gran honor
este ejercicio en sus academias. En nuestra época los
italianos conservan algunos vestigios, y con visible provecho,
como puede verse comparando nuestros entendimientos con los
suyos. El estudio de los libros es un movimiento lánguido
y débil, que apenas vigoriza: la conversación
enseña y ejercita a un tiempo mismo. Si yo converso con un
alma fuerte, con un probado luchador, este me oprime los ijares,
me excita a derecha a izquierda; sus ideas hacen surgir las
mías: el celo, la gloria, el calor vehemente de la
disputa, me empujan y realzan por cima de mí mismo; la
conformidad es cualidad completamente monótona en la
conversación. Mas de la propia suerte que nuestro
espíritu se fortifica con la comunicación de los
que son vigorosos y ordenados, es imposible el calcular
cuánto pierde y se abastarda con el continuo comercio y
frecuentación que practicamos con los espíritus
bajos y enfermizos. No hay contagio que tanto como éste se
propague: por experiencia sobrada sé lo que vale la vara.
Gusto yo de argumentar y discurrir, pero con pocos hombres y para
mi particular usanza, pues mostrarme en espectáculo a los
grandes, y mostrar en competencia el ingenio y la charla,
reconozco ser oficio que sienta mal a un hombre de
honor.

Es la torpeza cualidad detestable; pero el no poderla
soportar, el despecharse y consumirse ante ella, como a mí
me ocurre, constituye otra suerte de enfermedad que en nada cede
en importunidad a aquélla. Este vicio quiero ahora
acusarlo en mí. Yo entro en conversación y en
discusión con libertad y facilidad grandes, tanto
más cuanto que mi manera de ser encuentra en mí el
terreno mal apropiado para penetrar y ahondar desde luego los
principios: ninguna proposición me pasma, ni ninguna
creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías. No
hay fantasía, por extravagante y frívola que sea,
que deje de parecerme natural, emanando del humano
espíritu. Los pirronianos, que privamos a nuestro
espíritu del derecho de emitir decretos, consideramos
blandamente la diversidad de opiniones, y si a ellas no prestamos
nuestro juicio procurámoslas el oído
fácilmente. Allí donde uno de los platillos de la
balanza está completamente vacío dejo yo oscilar el
otro hasta con las soñaciones de una vieja visionaria; y
me parece excusable si acepto más bien el número
impar, y antepongo el jueves al viernes; si prefiero la docena o
el número catorce al trece en la mesa; y de mejor gana una
liebre costeando que atravesando un camino, cuando viajo, y el
dar de preferencia el pie derecho que el izquierdo cuando me
calzo. Todas estas quimeras que gozan de crédito en torno
nuestro merecen al menos ser oídas. De mí arrastran
sólo la inanidad, pero al fin algo arrastran. Las
opiniones vulgares y casuales son cosa distinta de la nada en la
naturaleza, y quien así no las considera cae acaso en el
vicio de la testarudez por evitar el de la
superstición.

Así pues, las contradicciones en el juzgar ni me
ofenden ni me alteran; me despiertan sólo y ejercitan.
Huimos la contradicción, en vez de acogerla y mostrarnos a
ella de buen grado, principalmente cuando viene, del conversar y
no del regentar. En las oposiciones a nuestras miras no
consideramos si aquéllas son justas, sino que a tuertas o
a derechas buscarnos la manera de refutarlas: en lugar de tender
los brazos afilamos las uñas. Yo soportaría el ser
duramente contradicho por mis amigos el oír, por, ejemplo:
«Eres un tonto; estas soñando.» Gusto, entre
los, hombres bien educados, de que cada cual se exprese
valientemente, de que las palabras vayan donde va el pensamiento:
nos precisa fortificar el oído y endurecerlo contra esa
blandura del ceremonioso son de las palabras. Me placen la
sociedad y familiaridad viriles y robustas, una amistad que se
alaba del vigor y rudeza de su comercio, como el amor de las
mordeduras y sangrientos arañazos. No es ya
suficientemente vigorosa y generosa cuando la querella
está ausente, cuando dominan la civilidad y la exquisitez,
cuando se teme el choque, y sus maneras no son
espontáneas: Neque enim disputari, sine reprehensione
potes. Cuando se me contraría, mi atención
despierta, no mi cólera; yo me adelanto hacia quien me
contradice, siempre y cuando que me instruya: la causa de la
verdad debiera ser común a uno y otro contrincante.
¿Qué contestará el objetado? La
pasión de la cólera obscureció ya su juicio:
el desorden apoderose de él antes que la razón.
Sería conveniente que se hicieran apuestas sobre el
triunfo en nuestras disputas; que hubiera una marca material de
nuestras pérdidas, a fin de que las recordáramos, y
de que por ejemplo mi criado pudiera decirme: «El
año pasado os costó cien escudos en veinte
ocasiones distintas el haber sido ignorante y porfiado.» Yo
festejo y acaricio la verdad cualquiera que sea la mano en que la
divise. Y en tanto que con arrogante tono conmigo no se procede,
o por modo imperioso y magistral, me regocija el ser reprendido y
me acomodo a los que no acusan, más bien por motivos de
cortesía que de enmienda, gustando de gratificar y
alimentar la libertad de los advertimientos con la facilidad de
ceder, aun a mis propias expensas.

Difícil es, sin embargo, atraer a esta costumbre
a los hombres de mi tiempo, quienes no tienen el valor de
corregir, porque carecen de fuerzas suficientes para sufrir el
ser ellos corregidos a su vez; y hablan además con
disimulo en presencia los unos de los otros. Experimento yo
placer tan intenso al ser juzgado y conocido, que llegar a
parecerme como indiferente la manera cómo lo sea. Mi
fantasía se contradice a sí misma con frecuencia
tanta, que me es igual que cualquiera otro la corrija,
principalmente porque no doy a su reprensión sino la
autoridad que quiero: pero me incomodo con quien se mantiene tan
poco transigente, como alguno que conozco, que lamenta su
advertencia cuando no es creído, y toma a injuria el no
ser obedecido. Lo de que Sócrates acogiera siempre
sonriendo las contradicciones que se presentaban a sus
razonamientos puede decirse que de su propia fuerza
dependía, pues habiendo de caer la ventaja de su lado
aceptábalas como materia de nueva victoria. Mas nosotros
vemos, por el contrario, que nada hay que trueque en suspicaz
nuestro sentimiento como la idea de preeminencia y el
desdén del adversario. La razón nos dice que
más bien al débil corresponde el aceptar de buen
gana las oposiciones que le enderezan y mejoran. De mejor grado
busco yo la frecuentación de los que me amonestan que la
de los que me temen. Es un placer insípido y perjudicial
el tener que habérnoslas con gentes que nos admiran y
hacen lugar. Antístenes ordenó a sus hijos
«que no agradecieran nunca las alabanzas de ningún
hombre». Yo me siento mucho más orgulloso de la
victoria que sobre mí mismo alcanzo cuando en el ardor del
combate me inclino bajo la fuerza del raciocinio de mi
adversario, que de la victoria ganada sobre él por su
flojedad. En fin, yo recibo y apruebo toda suerte de toques
cuando vienen derechos, por débiles que sean, pero no
puedo soportar los que se suministran a expensas de la buena
crianza. Poco me importa la materia sobre que se discute, y todas
las opiniones las admito: la idea victoriosa también me es
casi indiferente. Durante todo un día cuestionaré
yo sosegadamente si la dirección del debate se mantiene
ordenada. No es tanto la sutileza ni la fuerza lo que solicito
como el orden; el orden que se ve todos los días en los
altercados de los gañanes y de los mancebos de comercio,
jamás entre nosotros. Si se apartan del camino derecho, es
en falta de modales, achaque en que nosotros no incurrimos, mas
el tumulto y la impaciencia no les desvían de su tema, el
cual sigue su curso. Si se previenen unos a otros, si no se
esperan, se entienden al menos. Para mí se contesta
siempre bien si se responde a lo que digo; mas cuando la disputa
se trastorna y alborota, abandono la cosa y me sujeto sólo
a la forma con indiscreción y con despecho,
lanzándome en una manera de debatir testaruda, maliciosa e
imperiosa, de la cual luego me avergüenzo. Es imposible
tratar de buena fe con un tonto; no es solamente mi
discernimiento lo que se corrompe en la mano de un dueño
tan impetuoso, también mi conciencia le
acompaña.

Nuestros altercados debieran prohibirse y castigarse
como cualesquiera otros crímenes verbales:
¿qué vicio no despiertan y no amontonan,
constantemente regidos y gobernados por la cólera?
Entramos en enemistad primeramente contra las razones y luego
contra los hombres. No aprendemos a disputar sino para
contradecir, y cada cual contradiciéndose y
viéndose contradicho, acontece que el fruto del cuestionar
no es otro que la pérdida y aniquilamiento de la verdad.
Así Platón en su República prohíbe
este ejercicio a los espíritus ineptos y mal nacidos.
¿A qué viene colocaros en camino de buscar lo que
es con quien no adopta paso ni continente adecuados para ello? No
se infiere daño alguno a la materia que se discute cuando
se la abandona para ver el medio como ha de tratarse, y no digo
de una manera escolástica y con ayuda del arte, sino con
los medios naturales que procura un entendimiento sano.
¿Cuál será el fin a que se llegue, yendo el
uno hacia el oriente y hacia el occidente el otro? Pierden
así la mira principal y la ponen de lado con el barullo de
los incidentes: al cabo de una hora de tormenta, no saben lo que
buscan; el uno está bajo, el otro alto y el otro de lado.
Quién choca con una palabra o con un símil;
quién no se hace ya cargo de las razones que se le oponen,
tan impelido se ve por la carrera que tomó, y piensa en
continuarla, no en seguiros a vosotros; otros,
reconociéndose flojos de ijares, lo temen todo, todo lo
rechazan, mezclan desde los comienzos y confúndenlo todo,
o bien en lo más recio del debate se incomodan y se callan
por ignorancia despechada, afectando un menosprecio orgulloso, o
torpemente una modesta huida de contención: siempre que su
actitud produzca efecto, nada le importa lo demás; otros
cuentan sus palabras y las pesan como razones; hay quien no se
sirve sino de la resistencia ventajosa de su voz y pulmones, otro
concluye contra los principios que sentara; quién os
ensordece con digresiones e inútiles prolegómenos;
quién se arma de puras injurias, buscando una querella de
alemán para librarse de la conversación y sociedad
de un espíritu que asedia el suyo. Este último nada
ve en la razón, pero os pone cerco, ayudado por la
cerrazón dialéctica de sus cláusulas y con
el apoyo de las fórmulas de su arte.

Ahora bien, ¿quién no desconfía de
las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse
algún fruto sólido para las necesidades de la vida,
considerando el empleo que del saber hacemos? Nihil sanantibus
litteris? ¿Quién alcanzó entendimiento con
la lógica? ¿Dónde van a parar tantas
hermosas promesas? Nec ad melius vivendum, nec ad commodius
disserendum? ¿Acaso se ve mayor baturrillo en la charla de
las sardineras que en las públicas disputas de los hombres
que las ciencias profesan? Mejor preferiría que mi hijo
aprendiera a hablar en las tabernas que en las escuelas de
charlatanería. Procuraos un pedagogo y conversad con
él; ¿cuánto no os hace sentir su excelencia
artificial, y cuánto no encanta a las mujeres y a los
ignorantes, como nosotros somos, por virtud de la
admiración y firmeza de sus razones, y de la hermosura y
el orden de las mismas? ¿Hasta qué punto no nos
persuade y domina como le viene en ganas? Un hombre que de tantas
ventajas disfruta con las ideas y en el modo de manejarlas,
¿por qué mezcla con su esgrima las injurias, la
indiscreción y la rabia? Que se despoje de su caperuza, de
sus vestiduras y de su latín; que no atormente nuestros
oídos con Aristóteles puro y crudo, y lo
tomaréis por uno de entre nosotros, o peor aún.
Juzgo yo de esta complicación y entrelazamiento del
lenguaje que para asediarnos emplean, como de los jugadores de
pasa-pasa. Su flexibilidad fuerza y combate nuestros sentidos,
pero no conmueve en lo más mínimo nuestras
opiniones: aparte del escamoteo, nada ejecutan que no sea
común y vil: por ser más sabihondos no son menos
ineptos. Venero y honro el saber tanto como los que lo poseen, el
cual, empleado en su recto y verdadero uso, es la más
noble y poderosa adquisición de los hombres. Mas en los
individuos de que hablo (y los hay en número infinito de
categorías), que establecen su fundamental suficiencia y
saber, que recurren a su memoria, en lugar de apelar a su
entendimiento, sub aliena umbra latentes, y que de nada son
capaces sin los libros, lo detesto (si así me atrevo a
decirlo) más que la torpeza escueta. En mi país y
en mi tiempo la doctrina mejora bastante las faltriqueras, en
manera alguna las almas: si aquélla las encuentra
embotadas, las empeora y las ahoga como masa cruda o indigesta;
si agudas, el saber fácilmente las purifica, clarifica y
sutiliza hasta la vaporización. Cosa es la doctrina de
cualidad sobre poco más o menos indiferente;
utilísimo accesorio para un alma bien nacida; perniciosa y
dañosa para las demás, o más bien objeto de
uso preciosísimo, que no se deja poseer a vil precio: en
unas manos es un cetro, y en otras un muñeco.

Mas prosigamos. ¿Qué victoria mayor
pretendéis alcanzar sobre vuestro adversario que la de
mostrarle la imposibilidad de combatiros? Cuando ganáis la
ventaja de vuestra proposición, es la verdad la que sale
ventajosa; cuando os procuráis la supremacía que
otorgan el orden y la dirección acertados de los
argumentos, sois vosotros los que salís gananciosos.
Entiendo yo que en Platón y en Jenofonte, Sócrates
discute más bien en beneficio de los litigantes que en
favor de la disputa, y con el fin de instruir a Eutidemo y a
Protágoras en el conocimiento de su impertinencia mutua,
más bien que en el de la impertinencia de su arte:
apodérase de la primera materia como quien alberga un fin
más útil que el de esclarecerla; los
espíritus es lo que se propone manejar y ejercitar. La
agitación y el perseguimiento pertenecen a nuestra
peculiar cosecha: en modo alguno somos excusables de guiarlos mal
o impertinentemente; el tocar a la meta es cosa distinta, pues
vinimos al mundo para investigar diligentemente la verdad: a una
mayor potencia que la nuestra pertenece ésta. No
está la verdad, como Demócrito decía,
escondida en el fondo de los abismos sino más bien elevada
en altitud infinita, en el conocimiento divino. El mundo no es
más que la escuela del inquirir; no se trata de meterse
dentro, sino de hacer las carreras más lucidas. Lo mismo
puede hacer el tonto quien dice verdad que quien dice mentira,
pues se trata de la manera, no de la materia del decir. La
tendencia mía es considerar igualmente la forma que la
sustancia, lo mismo al abogado que a la causa, como
Alcibíades ordenaba que se hiciera; y todos los
días me distraigo en leer diversos autores sin percatarme
de su ciencia, buscando en ellos exclusivamente su manera, no el
asunto de que tratan, de la propia suerte que persigo la
comunicación de algún espíritu famoso, no
con el fin de que me adoctrine, sin para conocerlo, y una vez
conocido imitarle si vale la pena. Al alcance de todos
está el decir verdad, mas el enunciarla ordenada, prudente
y suficientemente pocos pueden hacerlo; así que no me
contraría el error cuando deriva de ignorancia; lo que me
subleva es la necedad. Rompí varios comercios que me eran
provechosos a causa de la impertinencia de cuestionar con quienes
los mantenía. Ni siquiera me molestan una vez al
año las culpas de quienes están bajo mi
férula, mas en punto a la torpeza y testarudez de sus
alegaciones, excusas y defensas asnales y brutales, andamos todos
los días tirándonos los trastos a la cabeza: ni
penetran lo que se dice, ni el por qué, y responden por
idéntico tenor; ocasionan motivos bastantes para
desesperar a un santo. Mi cabeza no choca rudamente sino con el
encuentro de otra; mejor transijo con los vicios de mis gentes
que con sus temeridades, importunidades y torpezas: que hagan
menos, siempre y cuando que de hacer sean capaces; vivís
con la esperanza de alentar su voluntad, pero de un cepo no hay
nada que esperar ni que disfrutar que la pena valga.

Ahora bien, ¿qué decir si yo tomo las
cosas diferentemente de lo que son en realidad? Muy bien puede
suceder, por eso acuso mi impaciencia, considerándola
igualmente viciosa en quien tiene razón como en quien no
la tiene, pues nunca deja de constituir un agrior tiránico
el no poder resistir un pensar diverso, al propio. Además,
en verdad sea dicho, hay simpleza más grande ni más
constante tampoco ni más estrambótica que la de
conmoverse e irritarse por las insulseces del mundo, pues nos
formaliza principalmente contra nosotros. Y a aquel
filósofo del tiempo pasado nunca mientras se
consideró estuvo falto de motivos de lágrimas.
Misón, uno de los siete sabios, cuyos humores eran
timonianos y democricianos, interrogado sobre la causa de sus
risas cuando se hallaba solo, respondió: «Río
por lo mismo, por deshacerme en carcajadas sin tener ninguna
compañía.» ¿Cuántas
tonterías no digo yo y respondo a diario, según mi
dictamen y naturalmente, por consiguiente, mucho más
frecuentes al entender de los demás? ¿Qué no
harán los otros si yo me muerdo los labios? En
conclusión, precisa vivir entre los vivos y dejar el agua
que corra bajo el puente sin nuestro cuidado, o por lo menos con
tranquilidad cabal de nuestra parte. Y si no, ¿por
qué sin inmutarnos tropezamos con alguien cuyo cuerpo es
torcido y contrahecho y no podemos soportar la presencia de un
espíritu desordenado sin montar en cólera? Esta
dureza viciosa deriva más bien de la apreciación
que del defecto. Tengamos constantemente en los labios aquellas
palabras de Platón: «Lo que ve juzgo malsano
¿no será por encontrarme yo en ese estado? Yo
mismo, ¿no incurro también en culpa? Mi
advertimiento, ¿no puede volverse contra mí?»
Sentencias sabias y divinas que azotan al más universal y
común error de los hombres. No ya sólo las censuras
que nos propinamos los unos a los otros, sino nuestras razones
también, nuestros argumentos y materias de controversia
pueden ordinariamente volverse contra nosotros: elaboramos hierro
con nuestras armas, de lo cual la antigüedad me dejó
hartos graves ejemplos. Ingeniosamente se expresó, y de
manera adecuada, aquel que dijo:

Stercus cuique suum bene
olet.

Nada tras ellos ven nuestros ojos: cien veces al
día nos burlamos de nosotros al burlarnos de nuestro
vecino; y detestamos en nuestro prójimo los defectos que
residen en nosotros más palmariamente. Y de ellos nos
pasmamos con inadvertencia y cinismo maravillosos. Ayer, sin ir
más lejos, tuve ocasión de ver a un hombre sensato,
persona grata, que se burlaba tan ingeniosa como justamente de
las torpes maneras de otro, quien a todo el mundo rompe la cabeza
con metódico registro de sus genealogías y uniones,
más de la mitad imaginarias (aquéllos se lanzan de
mejor grado en estas disquisiciones cuyos títulos son
más dudosos y menos seguros), sin embargo, él, de
haber parado mientes en sí mismo, hubiérase
reconocido no menos intemperante y fastidioso en el sembrar y
hacer valer la prerrogativa de la estirpe de su esposa.
¡Importuna presunción, de la cual la mujer se ve
armada por las manos de su marido mismo! Si supiera éste
latín, precisaríale decir con el poeta:

Agesis!, haec non insanit satis
sua sponte; instiga.

No se me alcanza que nadie acuse no hallándose
limpio de toda mancha, pues nadie censuraría, ni siquiera
estando como un crisol, en la misma suerte de mancha; mas
entiendo yo que nuestro juicio, al arremeter contra otro del cual
se trata por el momento, deja de librarnos de una severa
jurisdicción interna. Oficio propio de la caridad es que
quien no puede arrancar un vicio de sí mismo procure, no
obstante, apartarlo en otro donde la semilla sea menos maligna y
rebelde. Tampoco me parece adecuada respuesta a quien no advierte
mi culpa decirle que en él reside igualmente. Nada tiene
que ver eso, pues siempre el advertimiento es verdadero y
útil. Si tuviéramos buen olfato, nuestra basura
debiera apestarnos más, por lo mismo que es nuestra; y
Sócrates es de parecer que aquel que se reconociera
culpable, y a su hijo, y a un extraño, de alguna violencia
e injuria, debería comenzar por sí mismo a
presentarse a la condenación de la justicia o implorar
para purgarse el socorro de la mano del verdugo en segundo lugar
a su hijo, y al extraño últimamente si este
precepto es de un tono elevado en demasía, al menos quien
culpable se reconozca debe presentarse el primero al castigo de
su propia conciencia.

Los sentidos son nuestros peculiares y primeros jueces,
los cuales no advierten las cosas sino por los accidentes
externos, y no es maravilla si en todos los componentes que
constituyen nuestra sociedad se ve una tan perpetua y general
promiscuidad de ceremonias y superficiales apariencias, de tal
suerte que la parte mejor y más efectiva de las
policías consiste en eso. Constantemente nos las hemos con
el hombre, cuya condición es ni maravillosamente corporal.
Que los que quisieron edificar para nuestro uso en pasados
años un ejercicio de religión tan contemplativo e
inmaterial no se pasmen porque se encuentre alguien que crea que
se escapó y deshizo entre los dedos, si es que ya no se
mantuvo entre nosotros como marca, título e instrumento de
división y de partido más que por ella misma. De la
propia suerte acontece en la conversación: la gravedad, el
vestido y la fortuna de quien habla, frecuentemente procuran
crédito a palabras vanas y estúpidas; no es de
presumir que una persona en cuyos pareceres son tan compartidos,
tan temida, deje de albergar en sus adentros alguna capacidad
distinta de la ordinaria; ni que un hombre a quien se encomiendan
tantos cargos y comisiones, tan desdeñoso y ceñudo,
no sea más hábil que aquel otro que le saluda de
tan lejos y cuyos servicios nadie quiere. No ya sólo las
palabras, también los gestos de estas gentes se toman en
consideración, se pesan y se miden: cada cual se esfuerza
en darles alguna hermosa y sólida interpretación.
Cuando al hablar llano descienden y no se les muestra otra cosa
que aprobación y reverencia, os aturden con la autoridad
de su experiencia: oyeron, vieron, hicieron, os consumen con sus
ejemplos. De buena gana les diría que el provecho de la
experiencia de un cirujano no reside en la historia de sus
operaciones, recordando que curó a cuatro apestados y tres
gotosos, si no sabe de ellas sacar partido para formar su juicio,
y si no acierta a hacernos sentir que su vista es más
certera en el ejercicio de su arte; como en un concierto
instrumental no se oye un laúd, un clavicordio y una
flauta, sino una armonía general, reunión y fruto
de todos los aparatos músicos. Si los viajes y los cargos
los enmendaron, háganlo ver con las producciones de su
entendimiento. No basta contar las experiencias, precisa
además pesarlas y acomodarlas; hay que haberla digerido y
alambicado para sacar de ellas las razones y conclusiones que
encierran. Jamás hubo tantos historiadores; siempre es
bueno y útil oírlos, pues nos proveen a manos
llenas de hermosas y laudables instrucciones sacadas del
almacén de su memoria, que es a la verdad un instrumento
necesario para el socorro de la vida; pero no se trata de esto
ahora, se trata de saber si esos recitadores y recogedores son
dignos de alabanza por sí mismos.

Yo detesto toda suerte de tiranía, lo mismo la
verbal que la efectiva; me sublevo fácilmente contra esas
vanas circunstancias que engañan nuestro juicio por la
mediación de los sentidos, y, manteniéndome ojo
avizor en lo tocante a grandezas extraordinarias, encontré
que éstas se componen en su mayor parte de hombres como
todos los demás:

Rarus enim ferme sensus communis
in illa fortuna.

Acaso se los considera y advierte más chicos de
lo que realmente son, por cuanto ellos emprenden más y se
ponen más en evidencia: no responden a la carga que sobre
sus hombros echaron. Es necesario que haya resistencia y poder
mayores en el llevar que en el echarse a cuestas; quien no
llenó por completo su fuerza os deja adivinar si le queda
todavía resistencia pasado ese límite, y si fue
probado hasta el último término. Quien sucumbe ante
la carga descubre su medida a la debilidad de sus hombros; por
eso se ven tantas torpes almas entre los hombres de estudios
más que entre los otros hombres; de aquéllos se
hubieran alcanzado varones excelentes, como padres de familia,
buenos comerciantes, cumplidos artesanos: su vigor natural no
medía mayor número de codos. La ciencia es cosa que
pesa grandemente: ellos se doblegan bajo su peso. Para ostentar y
distribuir esta materia rica y poderosa, para emplearla y
ayudarse, su espíritu carece de vigor y pericia;
sólo dispone de poderío sobre una naturaleza
robusta. Ahora bien, las de esta índole son bien raras,
las débiles, dice Sócrates, corrompen la dignidad
de la filosofía al traerla entre manos; semeja esta
inútil y viciosa cuando está mal guardada.
Así los hombres se estropean y a sí mismos se
enloquecen:

Humani qualis simulator simius
oris, quem puer arridens pretioso stamine serum velavit, nudasque
nates ac terga reliquit, ludibrium mensis.

Análogamente, aquellos que nos rigen y gobiernan,
los que tienen el mundo en su mano, no les basta poseer un
entendimiento ordinario, ni poder lo que nosotros podemos:
están muy por bajo de nuestro nivel cuando no se
encuentran muy por cima: de la propia suerte que más
prometen, deben también cumplir más.

Por eso les sirve el silencio, no ya sólo como
continente de respeto y gravedad, sino también como
instrumento de provecho y buen gobierno, pues Megabizo, como
visitara a Apeles en su obrador, permaneció largo tiempo
sin decir palabra, y luego comenzó a discurrir sobre lo
que veía cuyos discursos le valieron esta dura reprimenda:
«Mientras te callaste, parecías algo de grande a
causa de las cadenas que te adornan y de tu pomposo continente;
pero ahora que se te ha oído hablar te menosprecian hasta
mis criados.» Esos adornos magníficos, la
resplandeciente profesión que desempeñaba, no le
consentían permanecer ignorante como el vulgo y lo
empujaron a hablar impertinentemente de lo que no
entendía: debió mantener muda esa externa y
presuntuosa capacidad. ¡A cuantas almas torpes, en mi
tiempo, presto servicios relevantísimos el adoptar mi
semblante estirado y taciturno, sirviéndolas como
título de prudencia y capacidad!

Las dignidades y los cargos se otorgan necesariamente
más por fortuna que por mérito; y muchas veces se
incurre en grave error al culpar de ello a los monarcas: por el
contrario, maravilla que la fortuna los acompañe casi
siempre desplegando para ello tan poco acierto:

Principis est virtus maxima. nosse
suos:

pues naturaleza no los favoreció con mirada tan
vasta que pudieran extenderla a tantos pueblos como rigen para
discernir la principalidad de ellos, y penetrar luego nuestros
pechos, donde se albergan nuestra voluntad y el valor más
precioso. Preciso es, por consiguiente, que nos escojan por
conjeturas y a tientas, movidos por la familia a que
pertenecemos, por nuestras riquezas, por doctrinas y por la voz
del pueblo, que son argumentos debilísimos. Quien pudiera
encontrar medio de que justamente se nos conociera y de elegir
los hombres por razones fundamentales, establecería de
golpe y porrazo una perfecta forma de gobierno.

«Dígase lo que se quiera, acertó a
resolver este importante negocio.» Algo es algo, sin duda,
pero eso no es bastante, pues esta sentencia es justamente
recibida. «Que no ha que juzgar de los dictámenes en
presencia de los acontecimientos que resultan.» Castigaban
los cartagineses los torcidos pareceres de sus capitanes aun
cuando fueran enmendados por un dichoso desenlace; y el pueblo
romano, rechazó muchas veces el triunfo a victorias
provechosas y grandes, porque la dirección del jefe no
anduvo de par con su buena estrella. Ordinariamente se advierte
en las mundanales acciones que la fortuna para mostrarnos su
poderío sobre todas las cosas y como se gozó en
echar por tierra nuestra presunción, no habiendo podido
trocar a los necios en avisados, los convierte en dichosos, en
oposición con todo sano principio, favoreciendo las
ejecuciones, cuya trama es puramente suya. Por donde vemos a
diario que los más sencillos de entre nosotros consiguen
dar cima a empresas magnas privadas y públicas; y como el
persa Siramnes respondió a los que se admiraban de que sus
negocios anduvieran tan perversamente, en vista de que sus
propósitos estaban impregnados de prudencia: «Que
él tan sólo era dueño de sus iniciativas,
mientras que del éxito de sus negocios lo era la
fortuna»; las gentes de que hablo pueden responder por
idéntico tenor, aunque por razones contrarias. La mayor
parte de las cosas de este mundo se hacen por sí
mismas;

Fata viam
inveniunt;

el desenlace a las veces denuncia una conducta
estúpida: nuestra intermisión apenas sobrepuja la
rutina, y comúnmente obedece más a la
consideración del uso y al ejemplo que a la razón.
Maravillado por la grandeza de una hazaña, supe
antaño por los mismos que la realizaron los motivos del
acierto. En ellos no encontré sino ideas vulgares; y las
más ordinarias y usuales son también acaso las
más seguras y las más cómodas en la
práctica, si no son las que al exterior aparecen.
¿Qué decir, si las más ínfimas
razones son las mejor asentadas, y si las más bajas y las
más flojas y las más asendereadas son las que mejor
se adaptan a la solución de los negocios? Para conservar
su autoridad a los consejos de los reyes hay que evitar que los
profanos en ellos participen y que no vean más allá
de la primera barrera: debe reverenciarse, merced al ajeno
crédito y en conjunto, quien seguir pretende alimentando
su reputación. La consultación mía,
personal, bosqueja algún tanto la materia,
considerándola ligeramente por sus primeros aspectos: el
fuerte y principal fin de la tarea acostumbra a resignarlo al
cielo:

Permitte divis
cetera.

La dicha y la desdicha son, a mi entender, dos potencias
soberanas. Es imprudente considerar que la humana
previsión pueda desempeñar el papel de la fortuna,
y vana es la empresa de quien presume abarcar las causas y
consecuencias, y conducir por la mano el desarrollo de su obra:
vana sobre todo en las deliberaciones de la guerra. Jamás
hubo mayor circunspección y prudencia militar de las que
se ven a veces entre nosotros; ¿será la causa que
se tenía extraviarse en el camino, reservándose
para la catástrofe de ese juego? Más diré:
nuestra prudencia misma y nuestra consultación siguen casi
siempre la dirección de lo imprevisto: mi voluntad y mi
discurso se remueven ya de un lado ya de otro, y hay muchos de
estos movimientos que se gobiernan sin mi concurso; mi
razón experimenta impulsiones y agitaciones diarias y
casuales:

Vertuntur species animorum, et
pectora motus nunc alios, alios, dum nubila ventus
agebat

concipiunt.

Considérese quiénes son los más
pudientes en las ciudades, y quiénes los que mejor cumplen
con su misión; se verá ordinariamente que son los
menos hábiles. Sucedió a las mujerzuelas, a las
criaturas y a los tontos el mandar grandes Estados al igual que
los príncipes más capaces; y acierta mejor (dice
Tucídides) la gente ordinaria que la sutil. Los efectos
del buen sino achacámolos a prudencia;

Ut quisque fortuna utitur, ita
praecellet; atque exinde sapere illum omnes
dicimus:

por donde hablo cuerdamente al decir que en todas las
cosas los acontecimientos son testimonios flacos de nuestro valer
y capacidad.

Decía, pues, que no basta ver a un hombre en un
lugar relevante: aun cuando tres días antes le hayamos
conocido como sujeto de poca monta, por nuestras apreciaciones se
desliza luego una imagen de grandeza y consumada habilidad; y nos
persuadimos de que al medrar en posición y en
crédito, por hombre de mérito se le tiene. Juzgamos
de él no conforme a su valer, sino a la manera como
consideramos las fichas, según la prerrogativa de su
rango. Mas que la fortuna cambie, que caiga y vaya a mezclarse
con las masas, y entonces todos se inquieren, pasmados, de la
causa que le había izado a semejante altura
«¿Es el mismo? se dice. ¿No era antes
más aventajado? ¿Los príncipes se conforman
con tan poco? ¡A la verdad, estábamos en buenas
manos!» Cosas son éstas que yo he visto en mi tiempo
con frecuencia: hasta los personajes notables de las comedias nos
impresionan en algún modo, y nos engañan. Aquello
que yo mismo adoro en los monarcas es la multitud de sus
adoradores: toda inclinación y sumisión les es
debida, salvo la del entendimiento; mi razón no
está hecha a doblegarse, son mis rodillas las que se
humillan. Solicitado el parecer de Melancio sobre la tragedia de
Dionisio: «No la he visto, contestó, tan alborotado
es su lenguaje.» De la propia suerte, casi todos los que
juzgan las conversaciones de los grandes debieran decir:
«Yo no he oído lo que dijo, tan impregnado estaba de
gravedad, de grandeza y majestad.» Antístenes
persuadió a los atenienses para que ordenaran que sus
borricos fueran empleados, lo mismo que sus caballos, en el
trabajo de la tierra, a lo cual se le repuso que esos animales no
habían nacido para tal servicio: «Es lo mismo,
replicó el filósofo; la cosa no ha menester sino de
vuestra ordenanza, pues los hombres más incapaces a
quienes encomendáis la dirección de vuestras
guerras no dejan de trocarse al punto en dignísimos porque
en ello los empleáis»; a lo cual mira la costumbre
de tantos pueblos que canonizan al de entre ellos elegido, y no
se contentan con honrarle, sino que además le adoran los
de Méjico, luego de terminadas las ceremonias de la
proclamación, no se atreven ya a mirar a la cara de su
soberano, cual si le hubieran deificado por su realeza; entre los
juramentos que le hacen proferir, a fin de que mantenga la
religión, leyes y libertades, y de que sea valiente, justo
y bondadoso, jura también que hará al sol seguir su
curso con su claridad acostumbrada, que las nubes se
descargarán en tiempo oportuno, que los ríos
seguirán su curso y que la tierra producirá todas
las cosas necesarias a su pueblo.

Yo soy por naturaleza opuesto a esta común manera
de ser; y más desconfío de la capacidad cuando la
veo acompañada de grandeza, de fortuna y
recomendación popular: precisanos considerar de
cuánta ventaja sea el hablar a su hora, el escoger el
verdadero punto de vista, el interrumpir la conversación o
cambiarla con autoridad magistral, el defenderse contra la
oposición ajena con un movimiento de cabeza, con una
sonrisa, con el silencio, ante un concurso que se estremece de
puro respeto y reverencia. Un hombre de monstruosa fortuna que
interponía su parecer en una conversación ligera
llevada al desgaire en su mesa, comenzaba de este modo sus
reparos: «Quien en contrario se exprese no puede ser
más que un embustero o un ignorante…» Seguid tan
puntiaguda filosofía con un puñal en la
mano.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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