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Ensayo como forma literaria (página 7)



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Los príncipes me otorgan mucho si no me quitan
nada; y me hacen bien suficiente cuando no me infieren mal
alguno: es todo cuanto yo les pido. ¡Oh, cuán
obligado estoy a Dios por haberle placido que yo recibiera
inmediatamente de su gracia todo cuanto tengo!
¡Cuánto de que haya retenido particularmente mi
deuda entera! ¡Cuán encarecidamente suplico a su
santa misericordia que jamás yo deba a nadie un servicio
esencial! ¡Franquicia dichosísima que ya tan adentro
de la vida me condujo! ¡El Señor quiera que
así acabe! Yo procuro no tener de nadie necesidad
ineludible; in me omnes spes est mihi, y esto es cosa que todos
pueden intentar, pero más fácilmente aquellos a
quienes Dios puso al abrigo de las necesidades urgentes y
naturales. Lastimosa y propensa a riesgos es la dependencia
ajena. Nosotros mismos, que somos la dirección más
justa y la más segura, no estamos bastante asegurados.
Nada tengo que mejor me pertenezca que yo mismo, y sin embargo,
esta posesión es en parte cosa de préstamo y
defectuosa. Yo me ejercito lo mismo del lado animoso, que es el
más esencial, que del fortuito, a fin de encontrar en
ellos con qué satisfacerme cuando todo lo demás me
haya abandonado. Eleo Hippias no se proveyó solamente de
ciencia para en el regazo de las musas poder gozosamente
apartarse de todo otro comercio en caso necesario ni solamente
del conocimiento de la filosofía para enseñar a su
alma a contentarse consigo misma, prescindiendo varonilmente de
las ventajas exteriores cuando el acaso así lo
ordenó: igual esmero puso en aprender a guisar su comida,
a rasurarse, a prepararse sus vestidos, sus zapatos y sus bragas,
para vivir sin auxilio extraño cuanto en su mano
estuviera, y sustraerse al socorro ajeno. Se goza mucho
más libre y regocijadamente de los bienes prestados cuando
no se trata de un bien obligado al cual la necesidad nos empuja;
y cuando se cuenta en sí mismo, en su voluntad y en su
fortuna, con fuerzas y medios para de ellos prescindir. Yo me
conozco bien, pero me es difícil imaginar ninguna
liberalidad de nadie para conmigo por nítida que sea,
ninguna hospitalidad, que no se me antojen desdichadas,
tiránicas, y de censura impregnadas, si la necesidad a
ella me hubiera sujetado. Como el dar es cualidad ambiciosa y de
prerrogativa, así el aceptar es cualidad de
sumisión; testimonio de ello es el injurioso y pendenciero
desdén que hizo Bayaceto de los presentes que
Tamerlán le enviara; y los que se ofrecieron de parte del
emperador Solimán al emperador de Calcuta abocaron a
éste a despecho tan grande, que no solamente los
rechazó vigorosamente, diciendo que ni él ni sus
predecesores acostumbraron nunca a aceptar beneficios, y que su
misión era el procurarlos, sino que además hizo
zambullir en un foso a los embajadores que le enviaran a este
efecto. Cuando Tetis, dice Aristóteles, alaba a
Júpiter; cuando los lacedemonios ensalzan a los
atenienses, no los refrescan la memoria con los bienes que les
hicieran, cosa siempre odiosa, recuérdanles las acciones
buenas que de ellos recibieran. Aquellos a quienes veo tan
llanamente utilizar a sus semejantes y con ellos adquirir
compromisos, no harían tal si como yo saboreasen la
dulzura de una libertad purísima, y si tantearan tanto
cuanto un varón prudente debe pesar lo que una
obligación sujeta: quizás ésta se paga
algunas veces, pero jamás se logra que desaparezca.
¡Agarrotamiento cruel para quien ama la franquicia de sus
brazos y su libertad en todos sentidos! Mis conocimientos,
así los que me exceden como a los que yo supero, saben
bien que jamás vieron un hombre que menos solicitara,
pidiera ni suplicara, y que menos estuviera a cargo ajeno. Si en
mí se cumplen estas condiciones mejor que en ninguno de
nuestro tiempo no es maravilla grande, tanto mis costumbres a
ello naturalmente contribuyen un poco de natural altivez, la
impaciencia con que soportaría el no ser atendido, la
exigüidad de mis deseos y designios, la inhabilidad en toda
suerte de negocios y mis cualidades más favoritas, que son
la ociosidad y la franqueza. Por todas estas causas tomé
odio mortal a depender de ningún otro, sólo en
mí mismo quise asirme. Hago cuanto puedo por dispensarme,
antes que echar mano del beneficio ajeno, ya sea ligero o
consistente y cualesquiera que fueran la ocasión y la
necesidad. Mis amigos me importunan extraordinariamente cuando me
empujan a solicitar de un tercero, pareciéndome apenas
menos costoso desobligar a quien no debe, sirviéndome de
él, que comprometerme con quien no me debe nada. Aparte de
esta cualidad y de la otra, o sea que no exijan de mí cosa
de miramiento y cuidado (pues declaré guerra mortal a
ambas cosas), me encuentro facilísimo y presto a socorrer
las necesidades de todo el mundo. Huí siempre más
el recibir que busqué coyuntura de dar, lo cual es
más cómodo, como dice Aristóteles. Mi
fortuna me consintió escasamente hacer bien a los
demás, y esto poco lo distribuyó desacertadamente.
Si aquélla me hubiera puesto en el mundo para ocupar
algún señalado rango entre los hombres,
habríame mostrado ambicioso por hacerme amar, no por ser
temido ni admirado: ¿lo diré más
descaradamente? Cuidaría más de ser grato que de
alcanzar provecho. Ciro, prudentísimamente, y por boca de
un muy excelente capitán y todavía mejor
filósofo, considera su bondad y sus buenas obras muy por
cima de su valor y belicosas conquistas; y el primer
Escipión, por donde quiera que pretende significarse, pesa
su benignidad y humanidad mucho más que su arrojo y sus
victorias, y tiene siempre en sus labios estas palabras
gloriosas: «que dejó a sus enemigos tantos motivos
de amor como a sus amigos». Quiero, pues, decir, que si
precisa deber alguna ha ser a más justo título que
la de que vengo hablando, a la cual me compromete la ley de esta
guerra miserable, y no una deuda tan enorme cual la de mi total
conservación, la cual me abruma.

Mil veces me acosté en mi casa pensando que me
traicionarían y acogotarían en la noche misma,
encareciendo al acaso que fuera sin horror ni languidez, y
exclamando después de mi paternóster:

Impius haec tam culta novalia
miles habebit!

¿Qué remedio? Es este el lugar de mi
nacimiento y el de mayor parte de mis antepasados; aquí
pusieron su nombre y sus afecciones. Endurecémonos a todo
lo que tomamos en costumbre, y para una tan raquítica
condición como es la nuestra, el hábito es un
presente favorabilísimo de la naturaleza, que adormece
nuestras sensaciones ante el sufrimiento de muchos males. Las
guerras civiles tienen de peor que las demás, entre otras
cosas, el obligar a cada cual a estar de centinela en su propia
morada:

Quam miserum, porta vitann muroque
fueri, vixque suae tutum viribus esse domus!

Es grande apuro el encontrarse ahogado hasta en su hogar
y reposo domésticos. El lugar donde yo me mantengo es
siempre el primero y el último en las pendencias de
nuestros trastornos, y donde la paz nunca se muestra por
entero:

Tum quoque,quum pax est, trepidant
formidine belli. Quoties pacem fortuna lacessit, hac iter est
bellis… Melus, fortuna dedisses orbe sub Eoo sedem, gelidaque
sub Areto, errantesque domos.

A veces alcanzo medio de fortificarme contra estas
consideraciones con la indiferencia y la cobardía, las
cuales también nos llevan a la resolución en
algún modo. Ocúrreme en ocasiones imaginar con
alguna complacencia los peligros mortales y aguardarlos: me
sumerjo en la muerte con el rostro abatido y sin alientos, sin
considerarla ni reconocería, cual en una profundidad
obscura y muda que me traga en un instante y a la que me
arrojaría de un salto, envuelto en un poderoso
sueño lleno de insipidez e indolencia. Y en esas muertes
cortas y violentas, la consecuencia que yo preveo me procura
consolación mayor que el efecto del trastorno. Dicen que
así como la vida no es la mejor por ser larga, la muerte
es la mejor por no serlo. No me pasma tanto el verme muerto como
penetro en confidencia con el morir. Yo me envuelvo y me acurruco
en esta tormenta que debe cegarme y arrebatarme furiosamente, con
descarga pronta e insensible. ¡Si al menos sucediera, como
dicen algunos jardineros, que las rosas y las violetas nacieran
más odoríferas cerca de los ajos y las cebollas,
tanto más cuanto que estas plantas chupan y atraen el mal
olor de la tierra; si de la propia suerte esas naturalezas
depravadas absorbieran todo el veneno de mi ambiente y de mi
clima convirtiéndome en tanto mejor y más puro con
su vecindad, de modo que yo no lo perdiera todo!… Lo cual por
desdicha no acontece, pero de esto otro alguna parte puede
caberme: la bondad es más hermosa y atrae más
cuando es rara; la contrariedad y diversidad retienen y encierran
en sí el bien obrar y lo inflaman juntamente, por el celo
de la oposición y por la gloria. Los ladrones tienen a
bien no detestarme particularmente; tampoco yo a ellos, porque me
precisaría odiar a mucha gente. Semejantes conciencias
viven cobijadas bajo diversos trajes; semejantes crueldades,
deslealtades y latrocinios, y lo que todavía es peor,
más cobarde, más seguro y más osado, bajo el
amparo de las leyes. Menos detesto la injuria desenvuelta que
traidora, guerrera que pacífica y jurídica. Nuestra
fiebre vino a dar en mi cuerpo que apenas empeoró: el
fuego ya este lo guardaba, la llama sola sobrevino: el tumulto es
más grande, pero el mal muy poco mayor. Yo contesto
ordinariamente a los que me piden razón de mis viajes
«que sé muy bien lo que hago, pero no lo que con
ellos busco». Si se me dice que entre los extraños
puede también haber salud escasa, y que sus costumbres no
valen más que las nuestras, contesto primeramente, que es
difícil,

Tam multae scelerum
facies

y luego que siempre sale uno ganando al cambiar el mal
estado por el incierto; y que los males ajenos no deben
mortificarnos tanto como los nuestros.

No quiero echar esto en olvido: nunca me sublevo tanto
contra Francia que no mire a París con buenos ojos. Esta
ciudad alberga mi corazón desde mi infancia, y con ella me
sucedió lo que ocurre con las cosas excelentes: cuantas
más poblaciones nuevas y hermosas después he visto,
más la hermosura de aquélla puede y gana en mi
afección. La quiero por sí misma, y más en
su ser natural que recargada de extraña pompa; la quiero
tiernamente hasta con sus lunares y sus manchas. Yo no soy
francés sino por esta gran ciudad, grande en multiplicidad
y variedad de gentes; notable por el lugar donde se asienta, pero
sobre todo grande e incomparable en variedad y diversidad de
comodidades, gloria de Francia y uno de los más nobles
ornamentos del mundo. ¡Qué Dios expulse de ella
nuestras intestinas divisiones! Unida y cabal, la creo defendida
contra toda violencia extraña; entiendo que entre todos
los partidos el peor será aquel que en ella siembre la
discordia; nada temo por ella si no es ella misma: y en verdad me
inspira tantos temores como cualquiera otra parte de este Estado.
Mientras dure París, no me faltará un rincón
donde dar rienda suelta a mis suspiros, suficientemente capaz a
que yo no lamente todo otro lugar de recogimiento.

No porque Sócrates lo dijera, sino porque a la
verdad es así mi manera de ser, y acaso no sin
algún exceso, yo considero a los hombres todos como mis
compatriotas; y abrazo lo mismo a un polaco que a un
francés, subordinando esa unión nacional a la
común y universal. Apenas me siento absorbido por las
dulzuras de haber venido al mundo en el mismo suelo: las
relaciones novísimas y cabalmente mías pareceme que
valen cual las otras ordinarias y fortuitas del vecindario; las
amistades puras que supimos ganar valen más ordinariamente
que aquellas otras que la comunicación del terruño
o de la sangre nos procuraron. Naturaleza nos echó a este
suelo libres y desatados; nosotros nos aprisionamos en
determinados recintos como los reyes de Persia, que se
imponían la obligación de no beber otra agua que la
del río Choaspes, renunciando por torpeza a su derecho de
servirse de todas las demás aguas, y secando para sus ojos
todo el resto del universo. Es lo que Sócrates hizo cuando
llegó su fin, o sea considerar la orden de su destierro
peor que una sentencia de muerte contra su persona; jamás
podría yo imitarle; a lo que se me alcanza, nunca me
encontraré tan unido ni tan estrechamente habituado a mi
país: esas vidas celestiales muestran bastantes aspectos
que yo penetro por reflexión, más que a ellos me
inclino por afección; y cuentan también otros tan
elevados y extraordinarios, que ni por mientes puedo alcanzar,
puesto que tampoco soy capaz de concebirlos. Ese rasgo fue bien
flaco en un hombre que consideraba el mundo como su ciudad natal;
verdad es que menospreciaba las peregrinaciones, y que apenas si
había puesto nunca los pies fuera del territorio del
Ática. ¿Qué diré del acto que le
impulsó a rechazar el dinero de sus amigos para libertar
su vida, y de oponerse a salir de la prisión por
intermedio ajeno para no desobedecer a las leyes en un tiempo en
que éstas estaban ya tan intensamente corrompidas? Estos
ejemplos figuran para mí en aquella primera
categoría; a la segunda corresponden otros que
podría encontrar en el mismo personaje; muchos de ellos
son raros procederes que sobrepujan los límites de mis
acciones, y algunos superan además el alcance de mi
juicio.

Aparte de las razones dichas, me parece el viajar un
ejercicio provechoso: el alma adquiere en él una
ejercitación continuada, haciéndose cargo de las
cosas desconocidas y nuevas; y yo no conozco mejor escuela, como
muchas veces he dicho, para amaestrar la vida que el proponerla
incesantemente la diversidad de tantas otras vidas,
espectáculos y costumbres, haciéndola gustar una
variedad tan perpetua de la contextura de nuestra naturaleza. El
cuerpo, en los viajes, no permanece ocioso, sin que tampoco
trabaje, y esta agitación moderada le comunica alientos.
Yo me mantengo a caballo sin desmontar (achacoso y todo como me
veo), y sin molestias, durante ocho o diez horas,

Vires ultra sortemque
senectae:

ninguna estación para los viajes me es enemiga,
si no es el calor rudo de un sol abrasador, pues las sombrillas
que en Italia se usan desde la época de los antiguos
romanos, cargan más el brazo que no descargan la cabeza.
Quisiera saber la industria de que los persas se servían,
al experimentar las acometidas primeras del hijo,
propinándose el aire fresco de las umbrías, cuanto
lo deseaban, como escribe Jenofonte. Gusto de las lluvias y
lodazales como los patos. La mutación de aire y de clima
no ejerce sobre mí ninguna influencia; todos los
horizontes que son iguales, como formado que estoy de
alteraciones internas que yo produzco, las cuales se muestran
menos al viajar. Soy tardo para ponerme en movimiento, mas una
vez encaminado voy adonde me llevan. Titubeo tanto en las
empresas pequeñas como en las grandes, y el mismo cuidado
pongo en equiparme para hacer una jornada y visitar a un vecino
que para emprender un largo viajo. Me enseñé a
realizar aquéllas a la española, de un
tirón, que son caminatas grandes y razonables. Cuando el
calor es extremo viajo de noche, desde que el sol se pone hasta
que sale. El otro modo de viajar, que consiste en comer en el
camino de una manera apresurada y tumultuaria, sobre todo cuando
los días son cortos, es incómodo. Mis caballos son
más resistentes: nunca me salió falso ninguno que
supiera conmigo hacer la jornada primera; hago que beban en
cualquier momento, y solamente tengo en cuenta que les quede el
necesario camino para digerir el agua. La pereza en levantarme
deja tiempo a los de mi séquito para almorzar a su gusto
antes de partir. Nunca como demasiado tarde, el apetito me gana
empezando, no de otro modo, y jamás me asalta si no es en
la mesa.

Algunos se quejan de que me complazca en continuar este
ejercicio casado y viejo. Hacen mal, porque es mejor coyuntura
abandonar su casa cuando se la puso en vías de continuar
sin nuestra ayuda, cuando en ella se implantó un orden que
no desdice de su economía pasada. Mayor imprudencia es
alejarse dejando en su morada una custodia menos fiel y que menos
cuide de proveer a vuestros menesteres.

El más útil y honroso saber y la
ocupación más digna de una madre de familia es la
ciencia del hogar. Alguna veo avara; esmeradas en las cosas
domésticas, muy pocas. Esta debe ser la cualidad
primordial y la que ha de apetecerse antes que ninguna otra, como
la sola dote que sirve a arruinar o a salvar nuestras casas. Que
no se me reponga a este aserto: conforme a lo que me
enseñó la experiencia, requiero yo de una mujer
casada, por cima de toda otra buena prenda, la virtud
económica. Para que la alcance, la dejo yo con mi ausencia
todo el manejo entre las manos. Con despecho veo en muchos
hogares, entrar al señor, a eso del mediodía,
cariacontecido y mustio a causa de la barahúnda de los
negocios, cuando la dama está todavía
peinándose y acicalándose en su gabinete; bueno es
esto para las reinas, y aun no estoy muy seguro. Es
ridículo e injusto que la ociosidad de las mujeres se
alimente con nuestro sudor y trabajo. Cuanto la cosa de mí
dependa, a nadie acontecerá arreglar sus bienes más
sanamente que a mí, ni tampoco mas sosegada y
corrientemente. Si el marido provee la materia, la naturaleza
misma quiere que la mujer contribuya con el orden.

En cuanto a los deberes de la amistad marital, los
cuales se suponen lacerados merced a esta ausencia, ya no lo creo
así; por el contrario, aquélla es una inteligencia
que fácilmente se enfría con la asistencia
demasiado continuada, y a la cual la asiduidad hiere. Toda mujer
extraña se nos antoja honrada, y todos reconocen por
experiencia que el verse sin interrupción no llega a
representar el placer que se experimenta desprendiéndose y
uniéndose por intervalos. Estas interrupciones me llenan
de un amor reciente hacia los míos y me convierten en
más dulce el disfrute de mi vivienda: la vicisitud aguza
mi apetito hacia un partido y luego hacia otro. Yo sé que
la amistad tiene los brazos suficientemente largos para
sustentarse y juntarse de un rincón del mundo al otro, y
más particularmente ésta, en la cual domina una
comunicación continuada de oficios que despiertan en ella
la obligación y el recuerdo. Los estoicos dicen bien
cuando sientan que hay conexión y relación tan
grandes entre los filósofos, que quien almuerza en Francia
sustenta a su compañero en Egipto; y que al extender tan
sólo un dedo en cualquiera dirección, todos los
sabios de la tierra habitable encuentran ayuda. El regocijo y la
posesión pertenecen principalmente a la fantasía;
ésta abraza con ardor y continuidad mayores lo que busca
que lo que toca. Contad vuestros diarios entretenimientos, y
reconoceréis encontraros más ausentes de vuestro
amigo cuando le tenéis delante: su presencia debilita
vuestra atención y procura libertad a vuestro
espíritu de ausentarse constantemente y por cualquier
causa. Desde Roma y más allá poseo yo y gobierno mi
casa y las comodidades que dejé en ella: veo crecer mis
murallas, mis árboles y mis rentas, y decrecer
también, a dos dedos de proximidad, como cuando
allí no encuentro:

Ante oculos errat domus, errat
forma locorum.

Si gozamos sólo de lo que tocamos, adiós
nuestros escudos cuando los guardan nuestros cofres, y nuestros
hijos si están de caza. Queremos tenerlos más a
mano. ¿Están lejos, en el jardín? ¿A
media jornada? Y a diez leguas, ¿es tan lejos, o cerca? Si
cerca, ¿qué pensáis de once, doce o trece?
contando paso a paso. En verdad entiendo que la que supiere
prescribir a su marido «cuál de entre esos es el que
limita las cercanías, y cuál el que la
lejanía inaugura», le pararía los pies entre
ambos:

Excludat jurgía finis…
Utor permisso; caudaeque pilos ut equinae paulatim vello, et demo
unum, demo etiam unum, dum cadat clusus ratione ruentis
acervi;

y que las mujeres llamen resueltamente la
filosofía en su socorro, a la cual alguien podría
echar en cara, puesto que no alcanza a ver ni el uno ni el otro
extremo de la juntura entre lo mucho y lo poco, lo largo y lo
corto, lo pesado y lo ligero, lo cerca y lo lejos, como tampoco
reconoce el comienzo ni el fin, que juzga del medio
inciertamente: Rerum natura nullam nobis dedit cognitionem
finium. ¿No son las llamas hasta mujeres y amigas de los
muertos, quienes no están al fin de éste, sino del
otro mundo? Nosotros abrazamos a los que fueron y a los que
todavía no son, no menos que a los ausentes. No pactamos,
al casarnos, mantenernos constantemente unidos por la cola el uno
al otro, a la manera de no sé qué animalillos que
vemos, o cual los hechizados de Keranty, por modo canino: y una
mujer no debe tener los glotonamente clavados en la delantera de
su marido de tal suerte que no pueda ver la trasera, cuando
llegue el caso. Estas palabras de aquel pintor tan excelente de
los caprichos femeninos, ¿no vendrían bien en este
lugar para representar la causa de mis lamentos?

Uxor, si cesses, aut te amare
cogitat, aut tete amari, aut potare aut animo
obsequi;

et tibi bene esse soli, quuum sibi
sit male;

¿o será quizás que la
oposición y contradicción las alimenta y las nutre,
y que se acomodan a maravilla siempre y cuando que os
incomoden?

En la verdadera amistad (de la cual estoy bien
penetrado), yo me consagro a mi amigo más que hacia
mí le atraigo. No solamente prefiero mejor, hacerlo bien
que recibirlo de él, sino que todavía estimo
más que él se lo haga a sí propio que no a
mí me lo procure: me proporciona la mayor suma de regocijo
sólo en el segundo caso; si la ausencia le es grata o
necesaria, esta es para mí más dulce que su
presencia, aun cuando no debe llamarse ausencia si hay medio de
comunicarse. Antaño alcancé comodidad y ventaja de
nuestra separación: cumplamos mejor y dilatábamos
más la pasión de la vida alejándonos:
él vivía, disfrutaba; para mí veía, y
yo para él, con plenitud igual que si disfrutaba; para
mí veía, y yo para él, con plenitud igual
que si en mi presencia hubiera estado. Una parte de nosotros
permanecía ociosa cuando nos hallábamos juntos;
entonces nos confundíamos: la separación del lugar
convertía en más rica la conjunción de
nuestras voluntades. Ese otro apetito insaciable de la presencia
corporal acusa un tanto la debilidad en las delicias del comercio
de las almas.

Por lo que a la vejez respecta, y que con el viajar no
se considera en armonía, yo no soy de este parecer muy al
contrario; a la juventud incumbe sujetarse a las opiniones
comunes y el contraerse en provecho ajeno; puede ésta
satisfacer a los dos juntos; a los otros y a sí misma;
nosotros, ya ancianos, tenemos labor sobrada con atender a
nuestra propia persona. A medida que las comodidades naturales
van faltándonos, vamos sosteniéndonos con el
concurso de las artificiales. Es injusto excusar a la juventud de
seguir sus placeres y prohibir a la vejez el buscarlos. Cuando
joven, encubría yo mis pasiones revoltosas con la
prudencia; ahora en la vejez alegro las pasiones tristes con el
placer. También las leves platónicas
prohíben el peregrinar antes de los cuarenta o cincuenta
años, con el fin de hacer las andanzas más
útiles e instructivas. De mejor grado apruebo yo otro
segundo artículo de esas mismas leyes que los
imposibilitan pasados los sesenta.

«Pero a tal edad, se me dice, nunca
volveréis de una expedición tan larga.»
¿Y a mí qué me importa? No la emprendo para
regresar ni para completarla, sino tan sólo a fin de
ponerme en movimiento, mientras éste dura, me complazco, y
me paseo por pasearme. Los que corren en pos de un beneficio, o
de una liebre, hacen lo mismo que si no corrieran; aquellos
solamente corren que sólo se proponen ejercitar su
carrera. Mi designio es divisible en todos los respectos, y no se
fundamenta en esperanzas grandes; cada jornada cumple su
misión, y otro tanto acontece con el viaje de mi vida. He
visto no obstante gran número de lugares apartados donde
habría deseado que me hubieran detenido. ¿Y por
qué no, si Crisipo, Cleanto, Diógenes,
Zenón, Antipáter tantos otros hombres que fueron el
colmo de la cordura, que pertenecieron a la más
rígida secta de la filosofía, abandonaron de buen
grado su país sin que de él estuvieran disgustados,
solamente por el disfrute de otros climas? En verdad diré
que la contrariedad mayor de mis peregrinaciones es el que yo me
vea imposibilitado de establecer mis lares en el lugar donde me
plazca: y que la vuelta me sea siempre necesaria para acomodarme
de nuevo a los caprichos comunes.

Si temiera morir lejos del lugar en que nací, si
pensara acabar menos a mi gusto apartado de los míos,
apenas pondría los pies fuera de Francia. No
saldría sin horror de mi parroquia: siento a la muerte
continuamente pellizcarme la garganta o los riñones. Mas
yo estoy de otro modo conformado, aguárdola en igual
textura en todas partes. Y si de todas suertes me fuese dable
tomar posiciones, la recibiría más bien a caballo
que en el lecho, fuera de mi casa y lejos de mi gente. Hay
más desolación que consuelo en despedirse de sus
amigos: yo olvido muchas veces este deber de nuestro trato, pues
entre todos los de la amistad éste es el único
desagradable, y de la propia suerte olvidaría gustoso ese
grande y eterno adiós. Si alguna ventaja se alcanza con la
asistencia, surgen al par cien inconvenientes. Muchos moribundos
vi lastimosamente cercados de todo ese cortejo, y esta
muchedumbre los ahogaba. Se opone al deber que la afección
impone y la testimonia escasa, lo mismo que el cuidado, el no
dejaros morir tranquilamente: uno atormenta vuestros ojos, otro
vuestros oídos, otro vuestra boca y no hay sentido ni
órgano que no os destrocen. La piedad oprime vuestro pecho
al oír los lamentos de los amigos, y acaso a veces del
despecho, al escuchar otros duelos simulados y ficticios. Quien
siempre fue de complexión delicada y flaca lo es
más aún en estos momentos supremos; en ellos le
precisa una mano dulce y acomodada a su naturaleza, para que te
rasque donde le pica, o, si no, que se le deje en paz. Si hemos
menester de partera para que nos ponga en el mundo, mayormente
necesitamos de un hombre aun más competente para sacarnos
de él. Aun amigo y todo, precisaría pagarlo bien
caro para el servicio en semejante trance. No llegué yo a
ese vigor desdeñoso que consigo mismo se fortifica, al
cual nada ayuda ni adultera; me encuentro un poco más
bajo, y lo que pretendo es agazaparme y apartarme de este paso no
por temor, sino por arte. A mi ver no es esta ocasión para
probar ni hacer alarde de firmeza. ¿Y para quién?
En ese momento acabará el interés todo que hacia la
reputación puede moverme. Yo me conformo con una muerte
recogida en sí misma, sosegada y solitaria, cabalmente
mía, que concuerde con mi vida retirada y apartada; lo
contrario de lo que pretendía la superstición
romana, que consideraba desdichado al que moría sin hablar
y sin tener a su lado a sus parientes y amigos para cerrarle los
ojos. De sobra tengo que hacer con consolarme, sin necesidad de
procurar consuelo a los demás; hartas ideas asaltan mi
cabeza sin que en mi derredor los encuentre, y demasiadas cosas
tengo en que pensar sin pedirlas prestadas. Este tránsito
no incumbe a la sociedad; es la acción de un solo
personaje. Vivamos y riamos entre los nuestros; vayamos a morir y
a rechinar junto a los desconocidos. Pagándolo,
encontraréis quien os vuelva de lado la cabeza y quien os
frote los pies; quien os apriete como queráis,
mostrándoos un semblante indiferente y dejando que a
vuestro modo os gobernéis y os quejéis.

Por reflexión me descargo todos los días
de ese humor inhumano y pueril que nos impulsa a conmover al
prójimo y a nuestros amigos con os males que padecemos.
Hacemos saber demasiado nuestros achaques con el fin de atraer
sus lágrimas, y la firmeza que alabamos en los
demás al mantenerse enteros ante la fortuna adversa, la
acusamos quejumbrosos ante nuestros parientes cuando a nosotros
nos toca el turno: no nos basta que se resientan de nuestro mal,
necesitamos también que se aflijan. Hay que sembrar el
regocijo y arrinconar cuanto sea dable la tristeza. Quien sin
justa causa suscita la compasión, se hace acreedor a no
ser compadecido cuando de ello haya motivo verdadero; lamentarse
siempre, es hacer sordo a todo el mundo, y echarlas
constantemente de víctima es no serlo para nadie. Quien se
hace el muerto estando vivo está sujeto a ser tenido por
vivo estando moribundo. Yo he visto a algunos montar en
cólera por denunciar la salud en el semblante y tener el
pulso reposado; contener la risa porque denunciaba su
curación; odiar salud en razón de no ser cosa
lamentable, sin embargo, los que así procedían no
eran mujeres. Yo exteriorizo mis dolencias cuando más
tales cuales son, evitando las palabras de mal augurio y las
exclamaciones artificiales. Si no el regocijo, al menos el
continente sosegado de los asistentes es adecuado junto a un
hombre cuerdo que yace por la enfermedad apenado: por verse
afligido no detesta la salud; plácele contemplarla en los
demás, cabal y sólida, y gozar de ella siquiera por
la compañía; por sentirse deshacer de arriba abajo
no deshecha absolutamente en nada las ideas de la vida ni huye
las conversaciones comunes. Yo quiero estudiar mi enfermedad
cuando me encuentro sano: al albergarse dentro de nosotros
procura una sensación demasiado real sin que mi
fantasía la ayude. De antemano nos preparamos en nuestros
viajes, y a ellos nos resolvemos: la hora que nos precisa montar
a caballo, dedicámosla a la asistencia, y en su beneficio
la dilatamos.

Experimento yo con la publicación de mis
costumbres el inesperado beneficio de que en algún modo me
sirva de precepto; a veces se me ocurre pensar que no debo
desmentir el pasado de mi vida. Esta pública
declaración me fuerza a mantenerme en mi camino y a no
desfigurar la imagen de mis condiciones, comúnmente menos
adulteradas y contradichas de lo que las juzga la malignidad y
enfermedad de la manera de ser de hoy. La uniformidad y sencillez
de mis usos muestran mi aspecto de fácil
interpretación, pero como la manera de ser de los mismos
es algo nueva y apartada de lo corriente, presta el lado flaco al
la maledicencia. Así acontece que a quien me quiere
abiertamente injuriar me parece proveerle suficientemente de
lugar donde morder con mis imperfecciones confesadas y
reconocidas, y hasta hacer que se harte sin dar el golpe en vago.
Si por prevenir yo mismo la acusación y el descubrimiento
entiende que pretendo desdentar su mordedura, es razón que
encamine su derecho hacia la amplificación y la
extensión (la ofensa tiene los suyos, que se dilatan
más allá de lo que la justicia aconseja); y que los
vicios, de los cuales muestre la raíz, los abulte hasta
convertirlos en árboles; que saque a la superficie no
sólo los que me poseen, sino también los que me
amenazan, injuriosos todos en calidad y en número; y que
escudado en ellos me venza. De buen grado abrazaría yo el
ejemplo de Bión; Antígono pretendía
menospreciar la causa de su origen y el filósofo le
cerró el pico diciéndole; «Soy hijo de un
siervo, carnicero de oficio, estigmatizado, y de una prostituta
con quien un padre casó merced a la bajeza de su fortuna:
ambos fueron castigados por no sé qué delitos. Un
orador me compro cuando niño, por encontrarme hermoso y
agradable, y me dejó al morir todos sus bienes, los cuales
trasladé a esta ciudad de Atenas para consagrarme a la
filosofía. Que los historiadores no se embaracen buscando
nuevas de mi persona: yo les diré la verdad monda y
lironda.» La confesión generosa y libre enerva la
censura y desarma la injuria. Todo puesto en la balanza, entiendo
que con igual frecuencia se me alaba injustamente que se
menosprecia por el mismo tenor; y me parece también que
desde mi infancia en rango y en grado honoríficos se me
colocó más bien por cima que por bajo de lo que me
corresponde. Hallaríame más a gusto en el lugar
donde estas miras fuesen mejor equiparadas, o bien echadas a un
lado. Entre hombres, tan luego como la altercación de la
prerrogativa en el marchar o en el sentarse pasa de la tercera
réplica, toca ya con lo inurbano. Yo no temo ceder o
proceder indebidamente por escapar a los trámites de una
tan importuna cuestión; y nunca hubo nadie que deseara la
prioridad a quien yo no se la cediese incontinenti.

A más de este provecho que yo saco escribiendo de
mí mismo, aguardo también este otro: si sucediera
que mis humores placieran y estuvieran en armonía con los
de algún hombre cumplido, antes de mi muerte, éste
buscaría nuestra unión. Con mi relación le
doy mucho terreno ganado, pues todo cuanto un dilatado
conocimiento y familiaridad pudiera procurarle en varios
años, lo ha visto en tres días en este registro, y
con mayor seguridad y exactitud. ¡Cosa extraña!
Muchas cosas que no quisiera decir en privado se las digo al
público; y para todo cuanto se refiere a mi ciencia
más oculta y a mis pensamientos más
recónditos envío a la tienda del librero a mis
amigos más leales:

Excutienda damus
praecordia.

Si con tan infalibles señas supiera yo de alguien
que se acomodara a mi modo de ser, en verdad digo que le
iría a buscar bien lejos, donde se encontrare, pues la
dulzura de una adecuada y grata compañía no puede
pagarse nunca sobrado cara. ¡Ah, un amigo!
¡Cuán verdadera es la sentencia antigua que declara
el encontrarlo «más necesario y más gustoso
que el uso de los dos elementos, agua y fuego»!

Y volviendo a lo que decía de la muerte,
diré que no es malo morir lejos y aparte. Por eso
consideramos como un deber el retirarnos para ejecutar algunas
acciones naturales menos desdichadas que aquella y menos odiosas.
Pero aun los que llegan al extremo de arrastrar languideciendo un
largo período de vida no debieran acaso embarazar con su
miseria a una familia numerosa; por lo cual los indios, en cierta
región, estimaban equitativo dar muerte al que
había ido a caer en la proximidad de tal estado. En otra
de sus provincias le abandonaban, dejándole solo, a fin de
que se salvase como pudiera. ¿Para quién no son al
fin cargantes e insoportables los achacosos? Los deberes comunes
no imponen tanto sacrificio. Necesariamente
enseñáis a ser crueles a vuestros mejores amigos,
endureciendo al par el ánimo de vuestra mujer y el de
vuestros hijos con el continuo lamentaros, hasta mirar con
indiferencia vuestros males. Los suspiros que mi cólico me
arranca dejan ya a todo el mundo tan tranquilo. Y aun cuando
alcanzáramos algún regocijo con la
conversación de los demás, lo cual no sucede
siempre a causa de la disparidad de condiciones, que acarrea casi
de ordinario menosprecio o envidia hacia los otros, cualesquiera
que sean, ¿no es un colmo abusar así del
prójimo durante toda una eternidad? Cuanto más yo
los vea compadecerse sinceramente de mi estado, más
aumentaré su pena. Lícito nos es apoyarnos, mas no
echarnos encima tan pesadamente sobre nuestros semejantes
apuntalándonos con su ruina; como aquel que hacía
degollar a los pequeñuelos para con su sangre curarse la
enfermedad que padecía, o como aquel otro a quien se
proveía de tiernas jóvenes para que por la noche
incubaran sus viejos miembros y mezclaran la dulzura de sus
alientos con el suyo, acre y cansado. La decrepitud es cualidad
solitaria. Yo soy sociable hasta el exceso, y sin embargo
reconozco sensato el sustraeme en adelante de la vista del mundo,
con objeto de guardar la importunidad para mí solo y de
incubarla sin testigos; es ya necesario que me pliegue y me
recoja en mi concha, como las tortugas; que aprenda a ver a los
hombres sin ligarme a ellos. Los ultrajaría en un paso tan
resbaladizo; llegó la llora de volver la espalda a la
compañía.

«Pero en esos viajes, se me dirá, os
veréis obligado a deteneros lastimosamente en una perrera,
donde todo os faltará.» Yo llevo conmigo la mayor
parte de las cosas necesarias; además, nunca seremos
capaces de evitar la desdicha cuando corre tras de nosotros. Nada
he menester de extraordinario cuando estoy enfermo: aquello que
la naturaleza sola no puede en mí no quiero que corra de
cuenta de las drogas. En los albores de las fiebres y
enfermedades que me derriban, con fuerzas todavía cabales,
y en un estado vecino de la salud, me reconcilio con Dios para
cumplir mis últimos cristianos deberes, y así me
encuentro más libre y descargado, pareciéndome
estar de este modo tanto más resistente para soportar el
mal. Notarios y testamentarios menos necesito que galenos. Lo que
bueno y sano no decidí de mis asuntos no se espere que lo
solvente estando enfermo. Aquello que quiero poner en
práctica para la hora de la muerte está siempre
ejecutado de antemano; no sería capaz de retardarlo ni un
solo día: y en lo que nada haya hecho, quiere decir que la
duda dilató mi designio (pues a veces es bien elegir el no
elegir nada), o que nada quise que se hiciera.

Yo escribo mi libro para pocos hombres y para pocos
años. Si se hubiera tratado de un asunto de los que duran
y persisten, habría sido preciso emplear en él un
lenguaje menos descosido. A juzgar por la continua mudanza que el
nuestro experimentó hasta hoy, ¿quién puede
esperar que su forma actual esté en uso de aquí a
cincuenta años? Todos los días se desliza de
nuestras manos, y desde que yo vine al mundo modificose por lo
menos en la mitad. Decimos nosotros que ahora es ya perfecto:
otro tanto dijo del suyo cada siglo. Yo no cuido de sujetarle
mientras huya y vaya deformándose como se deforma. A los
buenos y provechosos escritos corresponde sujetarlo, y su
crédito marchará al par de la fortuna de nuestro
Estado. Sin embargo, no reparo en insertar aquí muchas
expresiones que sólo los hombres de hoy emplean, y que
incumben a la competencia particular de algunos, los cuales
verán en ellas con mayor intensidad que los de
común inteligencia. Después de todo, no quiero yo
(como veo que ocurre a cada paso cuando se trata de la memoria de
los muertos) que se ande con disquisiciones, diciendo:
«Juzgaba o vivía así; quería esto; si
hacia su fin hubiera hablado, hubiera dicho, hubiera hecho: yo le
conocía mejor que nadie.» Ahora bien, cuanto los
miramientos me lo consienten hago yo aquí sentir mis
inclinaciones y afecciones; pero más libremente y de mejor
grado las expreso de palabra a quien quiera que de ellas desea
ser informado. Tanto es así que en estas memorias, si
despacio se repara, encontrarase que lo dije todo o todo lo
designé: lo que no pude formular lo mostró con el
dedo:

Verum animo satis haec vestigia parva sagaci
sunt, per quae possis cognoscere cetera tute.

Yo no dejo nada que desear y adivinar de mí. Si
sobre mí ha de hablarse, quiero que se hable verdadera y
justamente: muy gustoso volvería del otro mundo para
desmentir a quien me haga otro distinto de como fui, aun cuando
fuese para honrarme. Hasta de los vivos oigo que se los trata
siempre diferentemente de como son; y si a viva fuerza no hubiera
yo restablecido el natural de un amigo que perdí, me lo
hubieran desgarrado en mil contrarios semblantes.

Para concluir de explicar mis débiles humores,
confesaré que, cuando viajo, apenas llegado a un albergue
asaltan mi fantasía las ideas de si podré caer
enfermo; y si muero, si me será dable acabar a mi gusto.
Quiero estar alojado en lugar que se acomodo con mis caprichos,
sin ruido, apartado, que no sea triste, obscuro o de
atmósfera densa. Quiero yo acariciar la muerte, con estos
frívolos pormenores, o por mejor decir, descargarme de
todo embarazo distinto de ella, a fin de aguardarla sola, pues
sin duda me pesará de sobra sin el arrimo de otra carga.
Quiero que tenga su parte en la facilidad y comodidad de mi vida:
de ella es la muerte un gran pellizco, y espero que en adelante
no desmentirá el pasado de mi existencia. La muerte tiene
maneras más fáciles las unas que las otras, y
adopta cualidades diversas según la fantasía de
cada cual: entre las naturales, la que proviene de debilidad y
amodorramiento me parece dulce y blanda. Entre las violentas,
imagino más penoso un precipicio que un desplome que me
aplaste, y una estocada que un arcabuzazo; hubiera mejor
absorbido el brebaje de Sócrates que soportado el golpe
que Catón se suministró; y aun cuando todo ello sea
la misma cosa, mi espíritu, sin embargo, establece
diferencias, cual de la muerte a la vida, entre lanzarme en un
horno candente o en el cauce sosegado de un manso río:
¡tan torpemente nuestro temor mira más al medio que
al efecto! La cosa en un instante acontece, pero éste es
de tal magnitud, que yo daría de buena gana algunos
días de mi vida porque a mi albedrío se deslizara.
Puesto que la fantasía de cada uno reconoce el más
o el menos en el agrior de la muerte según su naturaleza,
puesto que cada cual encuentra algún medio de
elección entre las maneras de morir, ensayemos un poco
más antes de descubrir alguna no exenta de todo placer.
¿No podríamos convertirla hasta en voluptuosa, como
los Conmorientes de Antonio y Cleopatra? Dejo a un lado los
esfuerzos que la filosofía y la religión procuran,
por demasiado rudos y ejemplares, pero hasta entre los hombres de
poca cosa hubo algunos en Roma, como un Petronio y un Tigelino,
que obligados a darse la muerte diríase que la
adormecieron merced a la blandura de sus aprestos;
hiciéronla escurrir y deslizar entre el descuido de sus
pasatiempos acostumbrados, en medio de muchachuelas y alegres
compañeros; ninguna palabra de consuelo, ninguna
mención de testamentos, ninguna afectación
ambiciosa de firmeza, ninguna reflexión sobre lo que
después vendría: acabaron entre juegos, festines,
bromas, conversaciones corrientes y ordinarias, músicas y
versos amorosos. ¿No podríamos nosotros imitar
resolución semejante con más honesto continente?
Puesto que hay muertes buenas para los locos y para los cuerdos,
sepamos hallarlas adecuadas para los que figuran en el
término medio. Muéstrame mi fantasía alguna
cuyo semblante no es adusto, y puesto que el morir es de
necesidad, deseable. Los tiranos romanos creían dar la
vida al criminal a quien otorgaban la elección de su
muerte. Mas Teofrasto, filósofo tan fino, y modesto y
sabio, ¿no se vio impulsado por la razón a osar
escribir esta máxima, latinizada por el orador
romano?

Vitam regit fortuna, non
sapientia.

La ventura ayuda a la facilidad del acabar de mi vida,
habiéndomela dispuesto de tal suerte, que en lo venidero
ni a mis gentes precisa, ni tampoco los estorba. Es ésta
una condición que hubiera yo aceptado en cada uno de los
años que viví, mas ahora que el momento de liar los
bártulos se acerca me es particularmente grato el no
ocasionar a nadie placer ni dolor cuando me vaya. Hizo mi buen
sino, merced a una compensación habilísima, que los
que pueden pretender algún fruto material con mi
desaparición recibirán juntamente una
pérdida. La muerte nos apesadumbra a veces porque a los
demás ocasiona duelo, y nos inquieta por el interés
de otros casi tanto como por el nuestro, y más
también en ocasiones.

En esa comodidad de alojamiento que anhelo, no busco la
pompa ni la amplitud (más bien detesto ambas cosas), sino
cierto sencillo aseo que con mayor frecuencia se encuentra en los
lugares donde hay menos arte y a los cuales la naturaleza
embellece con alguna gracia toda suya. Non ampliter sed munditer
convivium. Plus satis, quam sumptus. Además, incumbe a
quienes los negocios arrastran en pleno invierno por los Grisones
el ser sorprendidos en el camino en esa estación rigorosa;
yo que casi siempre viajo por capricho, no me oriento tan
malamente; si hace mal tiempo a la derecha, me encamino hacia la
izquierda; si no estoy en buena disposición para montar a
caballo, me detengo, y procediendo siempre de este modo con nada
tropiezo, en verdad, que no me sea tan grato y cómodo como
si en mi misma casa estuviera. Verdad es que lo superfluo siempre
como tal lo considero, y echo de ver el embarazo que ocasionan
hasta la delicadeza y la abundancia. Cuando me dejé algo
que ver detrás de mí, vuelvo allá: es
siempre mi camino, pues no trazo, para seguirle, ninguna
línea determinada, ni recta ni curva. Cuando no
hallé, donde fui, lo que me había dicho, como
ocurre con frecuencia que los juicios ajenos no concuerdan con
los míos, más bien encontré aquéllos
falsos, no lamento la molestia, aprendo que no hay nada de lo que
se decía y todo va a maravilla.

La complexión de mi cuerpo es liberal, y mis
gustos comunes tanto como los de el que más; la diversidad
de formas de una nación a otra no me respecta sino por el
placer que la variedad procura; cada usanza tiene su razón
de ser. Ya sean los platos de estaño, madera o loza; ya
sea guisado o asado; manteca o aceite (de nueces o de oliva);
caliente o frío, todo me es igual; tan igual, que
sólo envejeciendo puedo acusar esta generosa facultad,
hasta el extremo de haber menester que la delicadeza y la
elección detuvieran la indiscreción de mi apetito,
y a veces también aliviaran mi estómago. Al
encontrarme fuera de Francia, y en ocasiones en que para serme
grato se quería comer a la francesa, me reí de la
oferta lanzándome siempre en las mesas más repletas
de extranjeros. Me avergüenza el ver a nuestros hombres
desvanecidos con ese torpe humor que los espanta cuando ven algo
contrario de lo habitual; paréceles que se hallan fuera de
su elemento cuando se ven fuera de su pueblo; adonde quiera que
vayan, a sus costumbres se atienen y abominan de las
extrañas. ¿Tropiezan con un compatriota en
Hungría? pues festejan esta aventura uniéndose y
cosiéndose el uno al otro para condenar tantas costumbres
bárbaras como desfilan ante sus ojos ¿y por
qué no bárbaras, puesto que no son francesas? Y
todavía debemos alabar la habilidad de éstos que
las reconocieron para condenarlas. La mayor parte no toman el
camino de la ida sino para seguirle a la vuelta; viajan
cubiertos, y constreñidos en una prudencia taciturna e
incomunicable, defendiéndose del contagio de un cielo
ignorado. Lo que dije de los primeros trae a mi memoria un hecho
semejante, o sea o que he advertido en algunos de nuestros
jóvenes cortesanos, quienes no paran mientes sino en los
hombres de su categoría, considerándonos a los
demás como gente del otro mundo, piadosa o
desdeñosamente. Quitadles sus conversaciones sobre los
misterios de la corte y en todo lo otro están in albis;
tan nuevos para nosotros y tan desdichados como nosotros para
ellos. Con harta razón se dice que el varón
cumplido debe ser hombre complejo. Yo, por el contrario,
peregrino harto de nuestros modales, y no para buscar gascones en
Sicilia, que bastantes deje en mi casa; busco más bien
griegos y persas; me acerco a ellos y los considero, a lo cual me
presto y empleo gustoso. Diré más aún,
paréceme que apenas encontré costumbres que no
valgan lo que las nuestras valen; poca influencia ejercen, sin
embargo, sobre mí: tan poco ha que perdí de vista
las veletas de mi castillo.

Por lo demás, la mayor parte de las
compañías fortuitas con que tropezáis en el
camino os procuran mayor incomodidad que placer; no me sujeto a
ninguna y menos a esta hora en que la vejez me particulariza y
secuestra en algún modo de las usanzas comunes. Os
imponéis sacrificios por otro, u otro por vosotros; ambas
contrariedades son dolorosas, pero la segunda es todavía
más dura que la primera. Es una fortuna rara, mas de
inestimable alivio, el tener a mano un hombre bueno, de
entendimiento firme y costumbres conformes a las vuestras, que
guste seguiros: de él he sentido extrema falta en todos
mis viajes. Mas semejante compañía precisa haberla
escogido y ganado desde la propia casa. Ningún placer
tiene sabor para mí si no hallo a quien
comunicárselo, ni siquiera un pensamiento alegre acude a
mi alma que no me contraríe haber producido solo, sin
tener a nadie a quien ofrecérselo: Si cum hac exceptione
detur sapientia, ut illam inclusam teneam, nec enuntiem rejiciam.
Cicerón hizo subir esta idea algunos grados más: Si
contigerit ea vita sapienti, ut in omnium rerum affluentibus
copiis, quamvis omnia, quae cognitione digna sunt, summo otio
secum ipse consideret et contempletur; tamen, si solitudo tanta
sit, ut hominem videre non possit, excedat e vita. La
opinión de Architas me place, pues decía «que
aun por el cielo mismo sería ingrato el pasearse, en medio
de aquellos grandes y divinos cuerpos celestes, sin la asistencia
de un compañero». Pero vale más estar solo
que en compañía aburrida o inepta. Aristipo gustaba
vivir en todas partes como un extraño:

Me si fata meis paterentur ducere
vitam auspiciis,

mejor pasaría yo la existencia con el culo en el
sillico.

Visere gestiens qua parte
debacchentur ignes, qua nebulae, pluviique
rores.

Pero se me repondrá: «¿No
tenéis pasatiempos más gustosos? ¿Qué
echáis de menos? ¿Vuestra casa, no está bien
situada en punto a clima? ¿No es sana, suficientemente
provista y capaz de bienestar, más que suficientemente? La
majestad real se ha hospedado más de una vez en ella, con
toda su pompa. ¿Vuestra familia no se coloca en la
disposición de las cosas más bien por bajo que por
cima de su rango? ¿Hay aquí algún
pensamiento local que os ulcere, o alguna cosa que para vosotros
sea extraordinaria o indigesta?

Quae te nunc coquat et vexet sub
pectore fixa?

¿Dónde pensáis poder vivir sin
impedimento ni embarazos? Nunquam simpliciter fortuna indulget.
Ved, pues, que sólo vosotros os atormentáis; y como
los seguiréis por todas partes, por todas partes os
quejaréis, pues no hay satisfacción aquí
bajo sino para las almas bestiales o divinas. Quien con tan
justos medios no alcanza su contentamiento, ¿dónde
piensa encontrarlo? ¿A cuántos millares de hombres
no detiene los deseos una condición como la vuestra?
Reformaos nada más, pues en este extremo todo lo
podéis, mientras que a la suerte sólo de oponer
seréis capaz la paciencia: nulla placida quies est, nisi
quam ratio composuit.»

Yo veo la razón de esta advertencia, y la veo muy
bien pero más eficaz y pertinente sería decirme en
una palabra. «Sed cuerdo.» Esta resolución
está más allá de la prudencia; es la obra de
ella y su resultado: hace lo propio el médico que va
aturdiendo al pobre enfermo, cuya vida se apaga,
diciéndole «que se regocije».
Aconsejaríale menos torpemente se le dijera: «Vivid
sano.» Por lo que a mí toca, yo no soy sino un
hombre como todos los otros. Es un precepto saludable, seguro y
de comprensión holgada el de «Contentaos con la
vuestra», es decir, con la razón; la
ejecución, sin embargo, no está a la mano ni
siquiera de los que me aventajan en prudencia. Es un decir
vulgar, pero de terrible alcance, pues en verdad,
¿qué no comprende? Todas las cosas caen bajo el
dominio de la discreción y la medida. Yo bien sé
que interpretándolo a la letra este placer de viajar es
testimonio de inquietud e irresolución, que no en vano son
ambas cosas nuestras cualidades primordiales y predominantes.
Sí, lo confieso, yo no veo nada, ni siquiera en
sueños ni por deseo fantástico, donde pudiera
detenerme; sólo la variedad me satisface y la
posesión de la diversidad, y esto si alguna cosa me
satisface. En el viajar me alimenta la idea misma de que puedo
detenerme sin que tenga interés en hacerlo y el ser
dueño de partir para encaminarme a otro lugar. Gusto de la
vida privada por haberla elegido de mí propio, no por
disconvenir con la pública, que quizás esté
tan en armonía como la otra con mi complexión; en
ésta sirvo más gratamente a mi príncipe,
porque lo hago mediante la libre elección de mi juicio y
de mi razón, sin obligación particular que a
él me ligue, pues a ello no fui lanzado ni obligado por no
ser de recibo en cualquiera otro partido, o detestado, y
así en todo lo demás. Odio los trozos que la
necesidad me corta, toda ventaja o incomodidad me
ahogaría, de la cual solamente tuviera que
depender:

Alter remus aquas, alter mihi
radat arenas:

una sola cuerda nunca me amarra bastante. Hay vanidad,
decís, en esta distracción. Mas
¿dónde no la hay? Y esos hermosos preceptos
¿no son vanos? Y vanidad la sabiduría toda: Dominus
novit cogitationes sapientium, quoniam vanae sunt. Esas sutilezas
exquisitas no son propias sino para predicadas: son discursos que
quieren encasquetarnos completamente albardados en el otro mundo.
La vida es un movimiento material y corporal, acción
desordenada e imperfecta por su propia esencia: yo me empleo en
servirla según su propia naturaleza:

Quisque suos patimur manes. Sic
est faciendum, ut contra naturam universam nihil contendamus; ea
tamen conservata, propriam sequamur.

¿A qué vienen esos rasgos agudos y
elevados de la filosofía, sobre los cuales ningún
ser humano puede asentarse, y, esos preceptos que superan
nuestras costumbres y nuestras fuerzas?

Yo veo que a menudo se nos presentan ejemplos de vida,
los cuales, ni el que nos los propone ni las gentes tienen la
esperanza remota de seguir, ni deseo tampoco, lo que es
más grave. De ese mismo papel donde acaba de escribir la
sentencia condenando a un adúltero, el juez arranca un
pedazo para escribir una misiva amorosa a la mujer de su
compañero: la propia mujer con quien acabáis de
restregaros, ilícitamente, gritará luego con mayor
rudeza en vuestras barbas contra delito idéntico en su
compañera, y con arrogancia mayor que Porcia. Tal condena
a muerte a un hombre por crímenes que ni siquiera como
faltas considera. En su juventud vi a un probo caballero
presentar al pueblo con una mano excelentes versos en belleza y
desbordamiento, y con la otra, en el mismo instante, la
más reñida reforma teológica con que el
mundo se haya desayunado de largo tiempo acá. Los hombres
andan así: se deja que las leyes y preceptos sigan su
camino, mientras que a otras vías nos lanzamos, y no
sólo por desorden de nuestras costumbres, sino muchas
veces por opinión y parecer contrarios. Oíd la
lectura de un discurso filosófico: la invención, la
elocuencia, la pertinencia sacuden incontinenti vuestro
espíritu y os conmueven, pero nada hay, sin embargo, que
avasalle vuestra conciencia: no es a ella a quien se habla
¿No es verdad? Por eso sentaba Aristón que ni un
baño ni una lección son de ningún provecho
cuando no limpian y desengrasan. Lícito es detenerse en la
corteza, pero después de retirada la médula, de la
propia suerte que luego de beber el buen vino de una hermosa copa
consideramos en ella las labores que la adornan. En todas las
escuelas de la filosofía antigua se verá que un
mismo obrero publica reglas de templanza y juntamente escritos de
amor y libertinaje; y Jenofonte, en el regazo de Clinias,
escribió contra la virtud, tal como Aristipo la
definía. Y esto no acontece por virtud de una
conversión milagrosa que los agite por intervalos: es que
Solón, por ejemplo, unas veces se representa a sí
mismo, otras como legislador: ya habla a la multitud, ya para
consigo mismo, y para su persona adopta las reglas libres y
naturales, asegurándose una salud cabal y
firme:

Curentur dubii medicis majoribus
aegri.

Consiente Antístenes el amor al filósofo,
y además, que haga a su modo lo que juzgue más
oportuno sin tener en cuenta ley ninguna; con tanta más
razón cuanto que su dictamen las sobrepuja, y porque
conoce mejor la esencia de la virtud. Su discípulo
Diógenes decía: «Oponed a las perturbaciones
la razón, a la fortuna la resolución, y a las leyes
la naturaleza.» Para los estómagos delicados
precisaría regímenes estrechos y artificiales, los
buenos estómagos se sirven simplemente de las
prescripciones de su apetito; lo propio hacen los médicos,
que comen melón y beben el vino fresco mientras tienen al
paciente sujeto al jarabe y a la panatela. «Yo no
sé, decía Lais la cortesana, cuáles son los
efectos de toda esa sapiencia, de todos esos libros y de toda esa
sabiduría, pero esas gentes llaman a mi puerta con igual
frecuencia que los demás.» En la misma
proporción que nuestra licencia nos empuja siempre
más allá de lo que nos es lícito y
permitido, se encogieron, muchas veces, trasponiendo los
límites de la razón universal, los preceptos y las
leyes de nuestra vida:

Nemo satis credit tantum
delinquere, quantum permittas.

Sería de desear que hubiera habido más
proporción entre el ordenar y el obedecer: el fin parece
injusto cuando no puedo alcanzarse. Ningún hombre de bien,
por cabalmente que lo sea, puede someter a las leyes todas sus
acciones y pensamientos sin que se reconozca digno de ser
ahorcado diez veces en el transcurso de su vida; algunos de ellos
sería gran lástima e injusticia grave castigarlos y
perderlos:

Ole, quid as te, de cute quid
faciat, vel illa sua?

y tal otro podría dejar de infringir las leyes
que no por ello mereciera la alabanza de hombre virtuoso, y a
quien la filosofía azotaría justamente: ¡en
tal grado la relación de ambas cosas es desigual y oscura!
Como no nos preocupamos de ser gentes de bien conforme a la
voluntad de Dios, tampoco podemos serlo conforme a nosotros
mismos; la cordura humana no cumple nunca los deberes que ella
misma se impusiera; y si al punto de practicarlos llegara,
prescribiríase otros más altos a los cuales
aspirase siempre y, realizarlos pretendiera: ¡tan enemiga
es nuestra naturaleza de toda constancia! El hombre se ordena a
sí mismo incurrir necesariamente en falta; apenas si viene
a qué marcar su obligación a la razón de
otro ser distinto del suyo: ¿a quién prescribe lo
que espera que nadie cumpla? ¿Es injusto a sus ojos el no
hacer lo imposible? Las leyes que nos condenan a no poder, nos
castigan por lo mismo que no podemos.

Poniéndonos en lo peor, esta deforme libertad de
presentar las cosas bajo dos aspectos distintos, las acciones de
una manera, y las razones de otra, sea sólo consentida a
los que hablan; pero no puede serlo a los que se relatan a
sí mismos, como yo hago: es necesario que vaya yo con la
pluma a igual tenor que con mis movimientos. La vida común
y corriente debe guardar relación con las otras vidas: la
virtud de Catón era vigorosa por cima de la razón
de su siglo, y para ser hombre que se inmiscuía en el
gobierno de los demás, destinado al servicio común,
podría decirse que era la suya una justicia si no injusta,
por lo menos vana e inadecuada. Mis costumbres mismas, que no
discrepan de las que corren apenas en el espesor de una pulgada,
me convierten, sin embargo, en un tanto arisco e insociable para
con mi tiempo. No sé si estoy asqueado, sin razón,
de la sociedad que frecuento, pero bien se me alcanza que no
sería cuerdo el que me lamentara de que ella lo estuviera
de mí, puesto que yo lo estoy de ella. La virtud asignada
a los negocios del mundo es una virtud de muchos rincones y
recodos para aplicada y equiparada a la humana debilidad;
abigarrada y artificial, ni recta ni límpida, ni
constante, ni puramente inocente. Los anales reprochan hasta
ahora a alguno de nuestros reyes el haberse con sencillez extrema
dejado llevar por las concienzudas persuasiones de su confesor:
los negocios de Estado se gobiernan por preceptos más
vigorosos.

Exeat aula, qui vult esse
pius:

Antaño intenté emplear en el manejo de las
negociaciones públicas las opiniones y reglas del vivir,
así rudas, nuevas, corrientes y sin mácula, como en
mí las engendró y de mi educación derivan, y
de las cuales me sirvo, si no ventajosamente, al menos con
seguridad en privado. Eran éstas una virtud
escolástica y novicia; todas las encontré ineptas y
peligrosas. Quien en medio de la multitud se lanza, es preciso
que se aparte del camino derecho, que apriete los codos, que
recule o avance, y hasta que abandone la buena senda según
lo que encuentra. Que viva no tanto conforme a su entender, sino
al ajeno, no conforme a lo que se propone, sino a aquello que le
proponen, según el tiempo, los hombres y los negocios.
Platón confirma que quien escapa dichoso del mundanal
manejo es puro milagro; y también que al hacer del
filósofo un jefe de gobierno no entiende que éste
sea una policía corrompida como la de Atenas, y
todavía menos como la nuestra, para con las cuales la
sabiduría misma perdería la brújula; y una
planta frondosa transplantada en un terreno diverso del que su
naturaleza exige, se conforma más bien con él que
no lo modifica para sus necesidades. Reconozco que si tuviera que
formarme por completo para tales ocupaciones me precisaría
mucha modificación y cambio. Aun cuando yo pudiera
alcanzarlos sobre mí (¿y por qué no
habría de lograrlo con el tiempo y los cuidados?), no los
querría. De lo poco que me ejercité en los oficios
públicos me hastié otro tanto; a veces siento
cosquillear en el alma alguna tentativa hacia la ambición,
pero luego me sujeto y me obstino en lo contrario:

At tu, Catulle, obstinatus
obdura.

Apenas si se me llama a los empleos y yo también
poco me convido; la libertad y la ociosidad, que son mis
predominantes cualidades, son cosas diametralmente contrarias a
estos oficios. Nosotros no sabemos distinguir las facultades de
los hombres, las cuales encierran innumerables divisiones y
límites delicados y difíciles de distinguir.
Concluir por la capacidad de una vida particular a la misma
suficiencia en el orden público, es cosa errónea;
tal se conduce bien que no conduce bien a los demás; hace
Ensayos quien no podría ejecutar efectos; tal dispone a
maravilla el cerco de una plaza que dirigiría mal la
batalla; y discurre bien en privado quien arengaría
desastrosamente a un pueblo o a un príncipe; y hasta en
ocasiones es más bien testimonio el poder lo uno de
incapacidad para realizar lo otro, mejor que de capacidad. Yo
encuentro que los espíritus elevados son casi tan aptos
para las cosas bajas como los bajos para las altas. ¿Era
creíble que Sócrates provocara a risa a los
atenienses a expensas, propias por no haber acertado nunca a
contar los sufragios de su tribu para comunicarlos al consejo? La
veneración que me inspiran las perfecciones todas de este
personaje merece que su fortuna provea a la excusa de mis
principales imperfecciones con un tan magnífico ejemplo.
Nuestra capacidad está toda fraccionada en menudas piezas
y, la mía carece de facilidad y al par se extiende a pocos
objetos. A los que echaron sobre sus hombros todo el mando,
Saturnino decía: «Compañeros, perdisteis un
buen capitán por haber hecho de él un mal
general.»

Quien se alaba en un tiempo enfermizo como éste
de emplear para el servicio del mundo una virtud ingenua y
sincera, o desconoce ésta, puesto que las opiniones con
las costumbres se corrompen (y en verdad, oídla pintar,
escuchad a la mayor parte glorificarse de sus acciones y
establecer sus reglas; en lugar de hablar de la virtud, retratan
el vicio y la injusticia puros, y los presentan así
falseados a la enseñanza de los príncipes); o si la
conoce se ensalza erróneamente, y diga lo que quiera
engendra mil actos de que su conciencia le acusa. Yo
creería de buen grado a Séneca por la experiencia
que de ello hizo en ocasión análoga, siempre y
cuando que quisiera hablarme con cabal franqueza. El sello
más honroso de bondad en coyuntura semejante es reconocer
libremente las propias culpas y las ajenas; resistir y retardar
con todas las fuerzas de que se es capaz la inclinación
hacia el mal; seguir de mala gana esta pendiente, aguardar
mejores cosas y desearlas también mejores. Advierto yo en
estos desmembramientos y divisiones en que caímos, que
cada cual se esfuerza en defender su causa, pero hasta los
más buenos, con el disfraz y la mentira; quien
redondamente sobre aquéllos escribiera lo haría
temerariamente y viciosamente. El partido más justo es,
sin embargo, el miembro de un cuerpo, agusanado y carcomido, mas
de un t al cuerpo la parte menos enferma se llama sana, y con
razón cabal, tanto más cuanto que nuestras
cualidades no alcanzan valer si no es por comparación; la
virtud civil se mide según los lugares y las
épocas. Hubiera grandemente gustado leer en Jenofonte la
alabanza de esta acción de Agesilao. Solicitado por un
príncipe vecino, con el cual había antaño
sostenido una guerra, para que le consintiera pasar por sus
tierras, concediole licencia para que atravesara el Peloponeso,
no sólo dejó de aprisionarle y de envenenarle,
teniéndole a su arbitrio, sino que le acogió
cortésmente conforme a la obligación de su promesa,
sin inferirle ninguna ofensa. Esta acción para las gentes
de que voy hablando es insignificante; en otra parte y en
época distinta se tendrá en cuenta la franqueza y
magnanimidad de tal conducta; estos monocapitas se hubieran de
ella burlado: ¡tan escasa semejanza guarda la virtud
espartana con la francesa! No dejamos de poseer virtuosos
varones, pero éstos lo son conforme a nuestra usanza.
Quien por sus ordenadas costumbres está por cima de su
siglo, una de dos: que tuerza o debilite ese orden, o mejor, yo
le aconsejo que se eche a un lado y no se inmiscuya con nosotros;
porque ¿qué saldría ganando con
ello?

Egregium sanctumque virum si
cerno, bimembri hoc monstrum puero, et miranti jam
sub

piscibus inventis, et foetae
comparo mulae.

Pueden desearse tiempos mejores, pero no escapar los
presentes: pueden apetecerse otros magistrados, pero precisa
obedecer a los que vemos; y acaso haya recomendación mayor
en obedecer a los malos que a los buenos. Mientras la imagen de
las leyes antiguas y recibidas en esta monarquía
resplandezca en algún rincón, héteme en
él plantado: si por desdicha llegaren a contradecirse, a
reñir unas con otras y a engendrar dos partidos de
elección dudosa y difícil, será de buen
grado la mía escapar, apartándome de esta tormenta;
naturaleza podrá prestarme la mano para ello, o bien los
azares de la guerra. Entre César y Pompeyo, francamente me
habría declarado; mas entre aquellos tres ladrones que
después vinieron, hubiera sido necesario esconderse o
seguir la corriente, cosa hacedera, a mi ver, cuando la
razón naufraga.

Quo diversus
abis?

Esta digresión se aparta algo de mi tema: yo me
extravío, pero más bien por libertad que por
descuido: mis fantasías se siguen unas a otras, bien que
de lejos a veces; y se miran, pero al soslayo. He pasado la vista
por tal diálogo de Platón en dos partes dividido
por modo fantástico y abigarrado; la anterior consagrada
al amor, toda la posterior a la retórica. No temían
los antiguos estas mutaciones, y poseían una gracia
maravillosa para dejarse así llevar por el viento que
soplaba su fantasía, o para simularlo. Los nombres de mis
capítulos no abarcan siempre la materia que anuncian; a
veces la denotan sólo por alguna huella, como estos otros:
Andria y Eunuco, o también éstos: Sila,
Cicerón, Torcuato. Gusto de la inspiración
poética, que marcha a saltos y a zancadas: es éste
un arte, como Platón dice, ligero, veleidoso, divino.
Obras hay de Plutarco, en las cuales olvidó su tema, en
que el asunto de su argumento no se encuentra sino por incidente,
completamente ahogado en extrañas cosas; ved cuál
camina en su tratado del Demonio de Sócrates. ¡Oh
Dios! ¡cuánta belleza encierran esas escapatorias
lozanas y esa variación; y más todavía
cuán en mayor grado llevan el sello del desgaire y de lo
fortuito! El indigente lector es quien pierde de vista el asunto
de que hablo, y no yo; siempre se encontrará en un
rincón alguna palabra que no deje de ser adecuada, aun
cuando sea ocultamente. Voy cambiando de asunto indiscreta y
desordenadamente: mi espíritu y mi estilo vagabundean lo
mismo. A quien quiere sacudirse la torpeza precisa un poco de
locura, dicen los preceptos de nuestros maestros, y
todavía mas sus ejemplos. Mil poetas se arrastran y
languidecen prosaicamente; mas la mejor prosa entre los antiguos
(yo la siembro aquí indiferentemente como verso)
resplandece siempre con el vigor y arrojo poéticos, y
representa en algún modo el furor de la poesía.
Precísale abandonar el tono magistral y preeminente en el
hablar. El poeta, dice Platón, sentado en el
trípode de las musas, lanza furiosamente cuanto a sus
labios llega, como la gárgola de una fuente, sin rumiarlo
ni pesarlo, dejando escapar cosas de diverso color, de contraria
substancia, con desbordado curso: él mismo es todo
poético; y la teología antigua, poesía toda
ella, dicen los doctos; y la filosofía primera, el
original lenguaje de los dioses. Yo entiendo que la materia se
distingue por sí misma; que muestra bastante el lugar
donde cambia, donde concluye, donde comienza, donde de nuevo
comienza, sin entrelazarla con palabras que la liguen y cosan,
introducidas para liso de las orejas débiles o desidiosas,
y sin a mí mismo glosarme. ¿Quién no
prefiere más bien dejar de ser leído que serlo
dormitando o escapando? Nihil est tam utile, quod in transitu
prosit. Si coger un libro en la mano fuera aprenderlo; si verlo,
considerarlo y recorrerlo, penetrarlo, haría yo mal
mostrándome tan ignorante como digo. Puesto que no puedo
sujetar al lector por el peso de lo que escribo; manco male,
sí ocurre que le detengo con mis embrollos. Pero se
arrepentirá después de haber entretenido en ello su
tiempo. Sin duda, mas no habrá dejado de entretenerse.
Además hay humores que menosprecian lo que entienden,
quienes me estimarán mejor precisamente por no saber lo
que hablo, y concluirán por la profundidad de mi sentido,
merced a la obscuridad del mismo, la cual detesto con todas mis
fuerzas, y la evitaría si supiera hacerme diferente de
como soy. Aristóteles se alaba en cierto pasaje de
afectarla: ¡viciosa afectación en verdad! Como el
corte frecuente de los capítulos de que yo al principio
acostumbrara me pareció que rompía la
atención antes de que naciera, y que la disolvía
menospreciando fijarla por tan poco momento y que se recogiera,
los hice luego más largos: en éstos precisa
aplicación y espacio señalado. En tal
ocupación, quien no quiere emplear una sola hora,
ningún tiempo quiere gastar, y nada se hace para quien se
muestra avaro de tiempo tan escaso. A más de lo cual,
entiendo acaso que le asiste algún interés
particular en no decir las cosas sino a medias, confusamente y de
un modo discordante. No gusto, pues, de esa razón
trastornafiestas, ni de esos extravagantes proyectos que trabajan
la existencia, ni de esas tan delicadas proposiciones, aun cuando
encierren la verdad. Encuéntrola demasiado cara y sobrado
incómoda. Por el contrario, empléome en hacer valer
la insignificancia misma y la asnería si me procuran
placer y me consienten ir en pos de mis inclinaciones naturales,
sin fiscalizarlas tan de cerca.

En otras partes he visto ruinas, estatuas, cielo y
tierra: mas donde quiera, tropecé siempre con los mismos
hombres. Tal es la verdad, pero, sin embargo, nunca podría
yo contemplar de nuevo, por frecuentes que fueran mis viajes, el
sepulcro de esa ciudad, tan grade y tan poderosa, sin admirarla
ni reverenciarla. La memoria de los muertos es para nosotros
venerable, y yo, desde mi infancia, alimenté mi
espíritu con la de éstos: tuve conocimiento de los
negocios de Roma largo tiempo antes que de los de mi propio
hogar: conocía el Capitolio y su plano antes que del
Louvre tuviera noticia, y el Tíber antes que el Sena.
Mejor supe las condiciones y fortuna de Luculo, Metelo y
Escipión, que no las de ninguno de nuestros hombres:
muertos están y mi padre como ellos; éste se
alejó de mí y de la vida, en el espacio de diez y
ocho años, como aquellos en mil seiscientos, y, sin
embargo, nunca dejo de abrazar y practicar la memoria, amistad y
sociedad de una unión perfecta y vivísima. Mi
inclinación misma no convierte en más oficioso para
con los que fueron, quienes, no ayudándose, requieren, a
mi entender, por eso mismo mi ayuda. La gratitud está
aquí en su lugar verdadero: el bien obrar está
menos ricamente asignado donde hay retrogradación y
reflexión. Visitando Arcesilao a Ctesibio, enfermo, y
encontrándole en situación estrecha, deslizó
bajo la almohada de su lecho una cantidad de dinero; y al
ocultárselo le exentó de que se lo agradeciera. Los
que de mí merecieron amistad y reconocimiento, ninguna de
las dos cosas perdieron al desaparecer del mundo; mejor los
pagué entonces; y más cuidadosamente ausentes e
ignorantes de mi acción: con mayor afecto hablo de mis
amigos cuando no hay medio de que lo sepan. He sostenido cien
querellas por la defensa de Pompeyo y por la causa de Marco
Bruto: esta unión persiste aún entre nosotros:
hasta las mismas cosas presentes, por fantasía las
poseemos. Reconociéndome inútil en este siglo, me
lanzo a ese otro, y con él tanto me embobo, que el estado
de esa antigua Roma, libre, justa y floreciente (pues no amo su
nacimiento ni su senectud), me conmueve y apasiona; por lo cual
nunca podré ver de nuevo, por frecuentemente que la vea,
la situación de sus calles y de sus casas, y sus profundas
ruinas, enterradas hasta los antípodas, sin que en todo
ello me interese. ¿Es naturaleza o error de la
fantasía, lo que hace que la vista de los lugares que
sabemos haber sido frecuentados y habitados por personas cuya
memoria es eximia, nos conmueva en algún modo más
que oír la relación de sus hechos o leer sus
escritos? Tanta vis admonitionis inest in locis! …Et id quidem
in hac urbe infinitum; quacumque enim ingredimur, in aliquam
histioriam vestigium ponimus. Pláceme considerar su
rostro, su porte y sus vestidos: yo rumio estos grandes nombres y
los hago resonar a mis oídos. Ego illos veneror, et tantis
nominibus semper assurgo. De las cosas que son en algún
respecto grandes y admirables, admiro yo hasta las partes
comunes: viérales de buen grado conversar, pasearse y
comer. Sería ingrato el menospreciar las reliquias e
imágenes de tantos nombres relevantes y tan valerosos, a
quienes vi vivir y morir, y quienes nos procuran tan buenas
instrucciones con su ejemplo, si supiéramos
seguirlas.

Y además esa misma Roma que vemos merece que se
la ame: confederada de tanto tiempo atrás, y por tantos
títulos a nuestra corona, sola común y universal,
el magistrado soberano que en ella manda, es igualmente
reconocido donde quiera: es la ciudad metropolitana de todas las
naciones cristianas; el español y el francés, todos
están allí en su casa propia; para figurar entre
los príncipes de este Estado basta con pertenecer a la
cristiandad, donde quiera que se resida. Ningún lugar hay
aquí bajo que el cielo haya abrazado con favor tan
influyente ni con constancia semejante; su ruina misma es
gloriosa y magnífica:

Laudandis pretiosior
ruinis.

Aun en su propia tumba retiene signos y carácter
de imperio. Ut palam sit, uno in loco gaudentis opus esse
naturae. Alguien se quejaría e insubordinaría
contra sí mismo, sintiéndose cosquillear por un tan
vano placer: nuestros humores no lo son nunca demasiado cuando
son gratos; cualesquiera que sean los que contentan
constantemente a un hombre capaz de sentido común, nunca
osaría yo compadecerle.

Debo mucho a la fortuna porque hasta el momento actual
nada hizo contra mí que significara ultraje, al menos por
cima de lo que pudieran resistir mis fuerzas. ¿Será
que acostumbra a dejar tranquilos a los que no la
importunan?

Quanto quisque sibi plura
negaverit, a dis plura feret: nil cupientium. Nudus castra
peto…

Multa petentibus. Desunt
multa.

Si por el mismo tenor continúa, me
despedirá muy contento y satisfecho:

Nihil suprae Deos
lacesso.

Mas ¡cuidado con el choque! mil hombres hay que se
estrellan en el puerto. Me consuelo fácilmente porque
llegará aquí cuando yo no exista ya; las cosas
presentes me atarean bastante:

Fortunae cetera
mando:

Así que me encuentro desposeído de esas
fuertes ligaduras que se dice sujetan a los hombres a lo
venidero, merced a los hijos que recibieron nuestro propio nombre
y honor; y quizás deba desearlos tanto menos cuanto
más son deseables. Demasiado sujeto estoy por mí
mismo al mundo y a esta vida; me conformo con depender de la
fortuna por las circunstancias propiamente necesarias a mi ser,
sin procurarla por otro lado jurisdicción sobre mí;
y jamás consideré que la carencia de hijos fuera
una falta que convirtiera la vida en menos cabal y contenta:
también tienen sus ventajas las uniones estériles.
Pertenecen los hijos al número de cosas que no tienen por
qué ser apetecidas, principalmente a la hora actual en que
sería difícil hacerlos buenos, bona jam nec nasci
licet, ita corrupta sunt semina; y precisamente tienen por
qué lamentarse para quien los pierde después de
haberlos echado al mundo.

Aquel de cuyas manos recibí el gobierno de mi
casa pronosticó que había de arruinarla,
considerando mi humor errante. Pero se equivocó, pues
héteme aquí como entré en ella, si no mejor,
careciendo, sin embargo, de oficio y beneficio.

Por lo demás, si la fortuna no me infirió
ninguna ofensa violenta y extraordinaria, tampoco me
procuró ventaja alguna. Cuantos dones suyos alberga
nuestra casa, son anteriores a mí y datan de cien
años atrás: particularmente no poseo ningún
bien esencial y sólido de que a su liberalidad sea deudor.
Concediome algunos favores aéreos, honorarios y titulares,
de substancia desprovistos; y más bien me los
ofreció que me los concedió. Dios sabe bien que
para mí, ser completamente material que sólo de
realidades se paga, y bien macizas por añadidura, si sin
ambages fuera a hablar, reconocería la avaricia apenas
menos excusable que la ambición, el dolor apenas menos
evitable que la vergüenza, la salud menos deseable que la
filosofía, y la riqueza que la nobleza.

Entre estos vanos favores ninguno creo que plazca tanto
a esta torpeza insensata que dentro de mí retoza, como una
bula auténtica de ciudadanía romana, que me fue
otorgada últimamente cuando allí estuve, pomposa en
sellos y letras doradas, y concedida con la liberalidad
más generosa. Como se redactan en estilos diversos, que
más o menos favorecen, y como antes de haberlas yo
conocido me habría sido grata la vista de uno de estos
formularios, quiero transcribirla aquí para
satisfacción de alguien que se encuentre molestado por una
curiosidad semejante a la mía:

Quod Horatius Maximus, Marcius Cecius, Alexander Mutus,
almae urbis Conservatores de Illmo viro Michaele Montano, equite
Sancti Michelis, et a cubiculo regis Christianissimi, Romana
civitate donando, ad Senatum retulerunt; S. P. Q. R. de eare ita
fiere censuit.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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