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Ensayo como forma literaria (página 8)



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Quum, veteri more et instituto, cupide illi semper
studioeoque suscepti sint, qui virtute ac nobilitate praestantes,
magno Reipublicae nostrae usui atque ornamento fuissent, vel esse
aliquando possent: Nos, majorum nostrorum exemplo atque
auctoritate permoti, praeclaram hanc consuetudinem nobis
imitandam ac servandam fore censemus. Quamobrem quum Illmus
Michael Montanus, eques Sancti Michaelis, et a cubiculo regis
Christianissimi, Romani nominis studiosissimus, et familiae laude
atque splendore, et propriis virtutum meritis dignissimus sit,
qui summo Senatus Populique Romani judicio ac studio in Romanam
civitatem adsciscatur; placere Senatui P. Q. R., Illmum Michaelem
Montanum, rebus omnibus ornatissimum, atque huic inclyto Populo
carissimum, ipsum posterosque in Romanam civitatem adscribi,
ornarique omnibus et praemiis et honoribus, quibus illi fruuntur,
qui quives patriciique Romani nati, aut jure optimo facti sunt.
In quo censere Senatum P. Q. R., se non tam illi jus civitatis
largiri, quam debitum tribuere, neque magis beneficium dare, quam
ab ipso accipere, qui, hoc civitatis munere accipiendo, singulari
civitatem ipsam ornamento atque honore affecerit. Quam quidem S.
C. auctoritatem iidem Conservatores per Senatus P. Q. R. scribas
in acta referri, atque in Capitolii curia servari, privilegiumque
hujusmodi fieri, solitoque urbis sigillo communiri curarunt. Anno
ab urbe condita CXC CCC XXXI; post Christum natum M D LXXXI, III
idus martii,

HORATIUS FUSCUS, sacri. S. P. Q.
R. scriba.

VINCENT MARTHOLUS, sacri S. P. Q.
R scriba.

No siendo ciudadano de ninguna ciudad, satisfecho estoy
de serlo de la más noble entre las que fueron y
serán. Si los demás se consideraran atentamente
como yo, reconoceríanse como yo henchidos de vanidad e
insulsez. De ellas no puedo desposeerme sin acabar conmigo.
Repletos estamos todos de ambas cosas, mas los que no lo
advierten creen hallarse más aligerados; y aun de esto no
estoy muy seguro.

Esta idea y común usanza de mirar a otra parte y
no a nosotros mismos recae cabalmente en nuestra ventaja, por ser
una cosa cuya vista no puede menos de llenarnos de descontento.
En nosotros no vemos sino vanidad y miseria: con el fin de no
desconfortarnos la naturaleza lanzó ¡cuán
sagazmente! hacia fuera la acción de nuestros ojos.
Adelante vamos, donde la corriente nos lleva, mas replegar en
nosotros nuestra carrera es un penoso movimiento: la mar se
revuelve y violenta así cuando de nuevo es empujada hacia
sus orillas. Considerad, dicen todos, los movimientos celestes;
mirad a las gentes, a la querella de éste, al pulso de
aquél, al testamento del otro. En conclusión, mirad
siempre alto, bajo o al lado vuestro, delante o detrás de
vosotros. Era un precepto paradójico el que nos ordenaba
aquel dios en Delfos, diciendo: mirad en vosotros; reconoceos;
depended de vosotros mismos vuestro espíritu y vuestra
voluntad que se consumen fuera, conducidlos a sí mismos:
os escurrís y os esparcís fortificaos y sosteneos:
se os traiciona, se os disipa y se os aparta de vuestro ser.
¿No ves cómo este mundo mantiene sus miradas
sujetas hacia dentro, y sus ojos abiertos para a sí mismo
contemplarse? Tú no hallarás nunca sino vanidad,
dentro y fuera, pero será menos vana cuanto menos
entendida. Salvo tú, ¡oh hombre! decía aquel
dios, cada cosa se estudia la primera, y posee, conforme a sus
necesidades, límites a sus trabajos y deseos. Ni una sola
hay tan vacía y menesterosa como tú, que abarque el
universo mundo. Tú eres el escrutador sin conocimiento, el
magistrado sin jurisdicción y, en conclusión, el
bufón de la farsa.

Capítulo X

Gobierno de la
voluntad

Comparado con el común de los hombres pocas cosas
me impresionan, o por mejor decir, me dominan, pues es
razón que nos hagan mella, siempre y cuando que dejen de
poseernos. Pongo gran cuidado en aumentar, por reflexión y
estudio, este privilegio de insensibilidad, que naturalmente
adelantó ya bastante en mí; por consiguiente son
contadas las cosas que adopto, y pocas también aquellas
por que me apasiono. Mi vista es clara, pero la fijo en escasos
objetos: en mí, el sentido es, delicado y blando, mas
sordas y duras la aprensión y la aplicación.
Difícilmente me dejo llevar; cuanto me es dable
empléome en mí por completo, y aun en esto mismo
sujetaría, sin embargo, y sostendría de buen grado
mi afición, a fin de que no se sumergiese en mi individuo
sobrado entera, puesto que se trata de cosa entregada a la merced
ajena en la cual el acaso tiene más derecho que yo; de
suerte que, hasta la salud, que tanto estimo, me
precisaría no desearla ni darme a ella tan furiosamente
que llegara a encontrar insoportables las enfermedades. Debemos
moderarnos entre el odio del dolor y el amor del goce; y
Platón ordena que detengamos entre ambos la senda de
nuestra vida. Pero a las afecciones que de mí me apartan y
que fuera me sujetan, me opongo con todas mis fuerzas. Mi parecer
es que hay que prestarse a otro, pero no darse sino a sí
mismo. Si mi voluntad se viera propicia a hipotecarse y a
aplicarse, yo no daría gran cosa; soy naturalmente blando
por naturaleza y por hábito.

Fugax rerum, securaque in otia
natus.

Los debates reñidos y porfiados, que
acabarían por fin en ventaja de mi adversario; el
desenlace, que trocaría en vergonzoso mi perseguimiento
acalorado, me roerían quizás cruelmente: hasta en
caso de acierto, como acontece a algunos, mi alma no
dispondría jamás de fuerzas bastantes para soportar
las alarmas y emociones que acompañan a los que todo lo
abarcan: se dislocaría incontinenti a causa de semejante
agitación intestina. Si alguna vez se me empujó al
manejo de extraños negocios, prometí ponerlos en mi
mano, no en el pulmón ni en el hígado; encargarme
de ellos, no incorporármelos; cuidarme, sí; pero
apasionarme, en modo alguno: los considero, mas no los incubo.
Sobrado quehacer tengo con disponer y ordenar la barahúnda
doméstica, que me araña las entrañas y las
venas, sin inquietarme y atormentarme con los extraños y
me encuentro bastante interesado en mis cosas esenciales, propias
y naturales, sin convidar a ellas otras feriadas. Los que conocen
cuánto se deben a su persona, y cuántos son los
oficios que consigo mismos deben cumplir, reconocen que la
naturaleza los procuró semejante comisión bastante
llena y en ningún modo ociosa: «Tienes en tu casa
labor abundante, no te apartes de ella.»

Los hombres se entregan en alquiler: sus facultades no
son para ellos, son para las gentes a quienes se avasallan; sus
inquilinos viven en ellos, no son ellos quienes viven. Este humor
común no es de mi gusto. Es necesario economizar la
libertad de nuestra alma y no hipotecarla sino en las ocasiones
justas, las cuales son contadas, a juzgar sanamente. Ved las
gentes enseñadas a dejarse llevar y agarrar; en todas
ocasiones así proceden, en las cosas insignificantes como
en las importantes, en lo que nada les va ni les viene, como en
lo que les importa; indiferentemente se ingieren donde hay tarea
y ocupación, y se encuentran sin vida hallándose
libres de agitación tumultuosa: in negotiis sunt negotii
causa, «no buscan la labor sino para atarearse». No
es que quieran marchar, sino más bien que no se pueden
contener, ni más ni menos que la piedra sacudida en su
caída no se para hasta, dar en el suelo. La
ocupación para cierta suerte de gentes es como un sello de
capacidad y dignidad; el espíritu de éstas busca un
reposo en el movimiento, como los niños en la cuna: en
verdad pueden decirse tan serviciales para sus amigos como
importunos a sí mismos. Nadie distribuye su dinero a los
demás, pero todos reparten su tiempo y su vida: nada hay
de que seamos tan pródigos como de estas cosas, de las
cuales únicamente la avaricia nos sería útil
y laudable. Yo adopto un modo de ser opuesto: me apoyo en
mí y ordinariamente apetezco blandamente lo que deseo, y
deseo poco; me ocupo y atareo en el mismo grado, tranquilamente y
rara vez.

Todo lo que quieren y manejan, lo anhelan con toda su
voluntad y vehemencia. Tantos malos pasos hay en la vida, que aun
en el más seguro precisa escurrirse un poco ligera y
superficialmente y resbalar sin hundirse. La voluptuosidad misma
es dolorosa cuando es intensa:

Incedis per ignes suppositos
cineri doloso.

Los señores de Burdeos me eligieron alcalde de su
ciudad hallándome alejado de Francia y todavía
más apartado de tal pensamiento; yo me excuse, pero se me
dijo que hacia mal procediendo así, puesto que la orden
del rey se interponía también. Este es un cargo que
debe parecer tanto más hermoso cuanto que carece de
remuneración distinta al honor de ejercerlo. Dura dos
años, pero puede ser continuado por segunda
elección, lo cual ocurre muy rara vez, y aconteció
conmigo; y no había sucedido más que otras dos
veces antes, algunos años había, al señor de
Birón, mariscal de Francia, de quien yo ocupé el
puesto, dejando el mío al señor de Matignón,
también mariscal de Francia. Puedo no en vano gloriarme de
tan noble compañía;

Uterque bonus pacis bellique
minister.

Quiso la buena fortuna contribuir a mi promoción
por esa particular circunstancia que, de su parte paso, no del
todo vana, pues Alejandro no paró mientes en los
embajadores corintios que le brindaban con la ciudadanía
de su ciudad; mas cuando le dijeron que Baco y Hércules
figuraban también en el mismo registro, les dio gracias
por ello muy cumplidas.

A mi llegada me descubrí fiel y concienzudamente
tal y como me reconozco ser: desprovisto de memoria, sin
vigilancia, sin experiencia y, sin vigor pero también sin
odios, sin ambición, sin codicia y sin violencia, a fin de
que fueran informados e instruidos de cuanto podían
esperar de mi concurso; porque sólo el conocimiento de mi
difunto padre les había incitado a mi nombramiento en
honor de su memoria, añadí bien claramente que me
contrariaría mucho el que ninguna cosa, por importante que
fuese, hiciera tanta mella en mi voluntad como antaño
hicieran en la suya los negocios de su ciudad mientras el la
gobernó en el cargo mismo a que me habían llamado.
En mi infancia recuerdo haberle visto ya viejo, con el alma
cruelmente agitada a causa del trajín de su empleo,
olvidando el dulce ambiente de su casa, donde la debilidad de los
años le había sujetado largo tiempo antes, sus
negocios y su salud; menospreciando su vida, que estuvo a punto
de perder, comprometido por las cosas públicas a largos y
penosos viajes. Así fue mi padre, y era el origen de este
humor su naturaleza buenísima: jamás hubo alma
más caritativa ni amiga del pueblo. Esta conducta que yo
alabo en los demás no gusto seguirla, y para ello tengo
mis razones.

Había oído decir que era menester
olvidarse de sí mismo en provecho ajeno; que lo particular
nada significaba comparado con lo general. La mayor parte de las
reglas y preceptos del mundo toman este camino de lanzarnos fuera
de nosotros, arrojándonos en la plaza pública para
uso de la pública sociedad: pensaron hacer una buena obra
con apartarnos y distraernos de nosotros, presuponiendo que
estábamos sobrado amarrados con sujeción natural, y
nada economizaron para este fin, pues no es cosa nueva en los
sabios el predicar las cosas tal y como sirven, no conforme son.
La verdad tiene sus impedimentos, obstáculos e
incompatibilidades con nuestra naturaleza; precísanos a
veces engañar, a fin de no engañarnos, cerrar
nuestros ojos y embotar nuestro entendimiento, para enderezarlos
y enmendarlos: imperiti enim judicant, et qui frequenter in hoc
ipsum fallendi sunt, ne errent. Cuando nos ordenan amar, antes
que nosotros, tres, cuatro y cincuenta suertes de cosas,
representan el arte de los arqueros, quienes para dar en el
blanco van clavando la vista por cima del mismo grande espacio:
para enderezar un palo torcido se retuerce en sentido
contrario.

Creo yo que en el templo de Palas, como vemos en todas
las demás religiones, habría misterios aparentes
para ser mostrados al pueblo, y otros más secretos y
elevados que se enseñaban solamente a los profesos;
verosímil es que en éstos se encuentre el verdadero
punto de la amistad que cada cual se debe: no una amistad falsa
que nos haga abrazar la gloria, la ciencia, la riqueza y otras
cosas semejantes con afección principal e inmoderada, como
cosas que a nuestro ser pertenecieran, ni que tampoco sea blanda
e indiscreta, en que acontezca lo que se ve en la hiedra, que
corrompe y arruina la pared donde se fija, sino una amistad
saludable y ordenada, igualmente útil y grata. Quien
conoce los deberes que impone y los práctica, digno es de
penetrar en el recinto de las Musas; alcanzó la nieta de
la sabiduría humana y la de nuestra dicha: conociendo
puntualmente lo que se debe a sí propio, reconoce en su
papel que debe aplicar a sí mismo la enseñanza de
los otros hombres y del mundo, y para practicar esto contribuir
al sostén de la sociedad política con los oficios y
deberes que le incumben. Quien en algún modo no vive para
otro, apenas vive para sí mismo: quí sibí
amicus est, scito hunc amicum omnibus esse. El principal cargo
que tengamos consiste en que cada cual cumpla el deber asignado;
para eso estamos aquí. De la propia suerte que
sería tonto de solemnidad quien olvidara vivir bien y
santamente, pensando hallarse exento de su deber encaminando y
dirigiendo a los demás, así también quien
abandona el vivir sana y alegremente por consagrarse al
prójimo, adopta a mi ver un partido perverso y
desnaturalizado.

No quiero yo que dejen de otorgarse a los cargos que se
aceptan la atención, los pasos, las palabras, y el sudor y
la sangre, si es menester,

Non ipse pro caris amicis, aut
patria, timidus perire,

pero que se otorguen solamente de prestado y
accidentalmente, de manera que el espíritu se mantenga
siempre en reposo y en salud, y no tan sólo de
acción desposeído si no de pasión y
vejación. El obrar simplemente le cuesta tan poco, que
hasta durmiendo se agita; pero es necesario que con
discreción se ponga en movimiento, porque es el cuerpo
quien recibe las cargas que se le echan encima cabalmente
conforme son; el espíritu las extiende y las hace pesadas,
en ocasiones a sus propias expensas, dándolas la medida
que se le antoja. Las mismas cosas se ejecutan con esfuerzos
diversos y diferente contención de voluntad; el uno marcha
bien sin el otro en efecto, cuantísimas gentes vemos
lanzarse todos los días en las guerras, de las cuales poco
o nada les importa, lanzándose en los peligros de las
batallas, cuya pérdida para nada trastornará su
vecino sueño. Tal en su propia casa, lejos de este peligro
que ni siquiera contemplarlo osaría, se apasiona
más por el desenlace de la lucha y tiene el alma
más trabajada que el soldado que expone su sangre y su
vida. Pude yo mezclarme en los empleos públicos sin
apartarme de mí ni siquiera en lo ancho de una uña,
y darme a otro sin abandonarme a mí mismo. Esa rudeza
violencia de deseos imposibilita más bien que sirve al
manejo de lo que se emprende; nos llena de impaciencia hacia los
sucesos contrarios o tardíos, y de animadversión y
sospecha hacia aquellos con quienes negociamos. Jamás
conducimos bien las cosas porque somos poseídos y
llevados:

Male cuneta in ministra
impetus.

Quien no emplea sino su habilidad y criterio procede con
mayor contento; simula, pliega y difiere todo a su
albedrío, según la necesidad de las ocasiones lo
exige; y si no acierta, permanece sin tormento ni
aflicción, presto y entero para una nueva empresa,
caminando siempre con la brida en la mano. En el que está
embriagado por su pasión violenta y tiránica, vese
necesariamente muelle de imprudente y de injusto: la impetuosidad
de su deseo le arrastra, sus movimientos son temerarios, y si la
fortuna no lo da la mano, da escaso fruto. Quiere la
filosofía que en el castigo de las ofensas recibidas,
distraigamos nuestra cólera, no a fin de que la venganza
sea menor, sino al contrario, para que vaya tanto mejor
encaminada y sea más dura: efectos que la impetuosidad no
procura. No solamente la cólera trastorna, sino que
además, por sí misma, cansa también el brazo
de los que castigan; este luego aturde y consume su fuerza: como
en la precipitación, festinatio tarda est; «el
apresuramiento se pone a sí mismo la pierna, se embaraza y
se detiene», ipsa se velocitas implicat. Por ejemplo, a lo
que yo veo en el uso ordinario, la avaricia no tropieza con mayor
impedimento que ella misma; cuanto más tendida y vigorosa,
es menos fértil; comúnmente atrapa las riquezas con
prontitud mayor, disfrazada con imagen liberal.

A un gentilhombre muy honrado y mi amigo, faltole poco
para trastornar la salud de su cabeza a causa de la apasionada
atención y afección que puso en los negocios de un
príncipe, su dueño, el cual se me descubrió
a sí mismo, diciendo «que veía el peso de los
accidentes como cualquiera otro, pero que en los irremediables
resignábase de repente al sufrimiento; en los otros, luego
de haber ordenado las provisiones necesarias, -lo cual le es
dable realizar con premura por la vivacidad de su
espíritu, -espera tranquilamente lo que sobreviene».
Y así es en verdad; yo le vi sobre el terreno, manteniendo
una tranquilidad magnífica, y una libertad de acciones y
de semblante grandes al través de negocios graves y muy
espinosos. Más grande y capaz le veo en la adversa que en
la próspera fortuna; sus pérdidas le procuran mayor
gloria que sus victorias, y su duelo que su triunfo.

Considerad que hasta en las acciones mismas que son
vanas y frívolas, en el juego de las damas, en el de
pelota y en otros semejantes, ese empeño rudo y ardiente
de mi deseo impetuoso, lanza incontinenti el espíritu y
los miembros a la indiscreción y al desorden; todos
así se alucinan y embarazan: quien procede con
moderación más grande hacia el ganar o el perder,
se mantiene siempre dentro de sí mismo; cuanto en el juego
menos se enciende y apasiona, lo lleva con mayor ventaja y
seguridad.

Imposibilitamos, además, la presa y
reconocimiento del alma, brindándola con tantas cosas de
que apoderarse: precisa sólo presentarla las unas,
sujetarla otras e incorporarla otras: puede ver y sentir todas
las cosas, mas únicamente de sí misma debe
apacentarse; y debe hallarse instruida de lo que la incumbe
esencialmente y de lo que esencialmente es su haber y su
sustancia. Las leyes de la naturaleza nos enseñan lo que
justamente nos precisa. Luego que los filósofos nos
dijeron que según ella nadie hay que sea indigente, y que
todos sean según su idea, distinguieron así
sutilmente los deseos que proceden de aquélla, de los que
emanan del desorden de nuestra fantasía: aquellos que
muestran el fin, son suyos; los que huyen ante nosotros y de los
cuales no podemos tocar el límite, son nuestros: la
pobreza de los bienes es fácil de remediar; la pobreza del
alma es irremediable:

Nam si, quod satis est homini, id
satis esse potesset, hoc sat, erat, nunc, quum hoc non est, qui
credimu porro divitias ullas animum mi explere
potesse?

Viendo Sócrates conducir pomposamente por su
ciudad una cantidad grande de riquezas, joyas y hermosos muebles:
«Cuántas cosas, dijo, que yo no deseo.»
Metrodoro se sustentaba con el peso de doce onzas de alimento por
día; Epicuro, con dos menos. Metrocles dormía en
invierno con los borregos, y en estío en los claustros de
los templos: sufficit ad id natura, quod poseit. Cleanto
vivía del trabajo de sus manos, y se alababa de que
Cleanto, a quererlo, sustentaría aun a otro
Cleanto.

Si lo que naturaleza exacta y originalmente de nosotros
solicita para la conservación de nuestro ser es sobrado
reducido, como en verdad así lo es (y cuán escaso
sea lo que sustenta nuestra vida, no puede mejor expresarse sino
considerando que es tan poco que escapa a los vaivenes y al
choque de la fortuna por su nimiedad), dispensé menos de
lo que está más allá; llamemos naturaleza al
uso y condición particular de cada uno de nosotros;
tasémonos; sometámonos a esta medida; extendamos
hasta ella nuestra pertenencia y nuestras cuentas, pues
así paréceme que nos cabe alguna excusa. La
costumbre es una segunda naturaleza menos poderosa que la
naturaleza misma. Lo que a la mía falta, entiendo que a
mí me falta, y preferiría casi lo mismo que me
quitaran la vida que de aquélla me despojaran,
desviándola lejos del estado en que por espacio de tanto
tiempo ha vivido. Ya no me encuentro en el caso de experimentar
una modificación esencial, ni de lanzarme a un nuevo
camino inusitado, ni siquiera hacia el aumento de bienes. No es
ya tiempo de convertirse en otro; y de la propia suerte que
lamentaría alguna importante ventura que ahora me viniera
a las manos, la cual no hubiera llegado en ocasión de
poder disfrutarla,

Quo mihi fortunas, si non
conceditur uti?

lo mismo me quejaría de mi mejoramiento interno.
Casi mejor vale no llegar nunca a ser hombre cumplido y
competente en el vivir, que llegar a serlo tan tarde, cuando la
vida se acaba. Yo que estoy con un pie en el estribo,
resignaría fácilmente en alguno que viniera lo que
aprendo de prudencia para el comercio del mundo, que no es ya
sino mostaza después de la comida. Para nada me sirve el
bien que no puedo utilizar. ¿De qué aprovecha la
ciencia a quien ya no tiene cabeza? Es injuria y disfavor de la
fortuna el ofrecernos presentes que nos llenan de justo despecho
porque nos faltaron cuando podíamos utilizarlos. No he
menester que me guíen, ya no puedo ir más adelante.
De tantas partes como el buen vivir componen, la paciencia sola
nos basta. Conceded la capacidad de un excelente tenor al
cantante cuyos pulmones están podridos, y la elocuencia al
eremita relegado en los desiertos de la Arabia. Ningún
arte precisa la caída: con el fin se tropieza
naturalmente, al cabo de cada trabajo. Para mí el mundo
acabó y mi ser expiró; soy todo del pasado y me
encuentro en el caso de autorizarlo, conformando con él mi
salida. Quiero decir lo que sigue a manera de ejemplo: la nueva
supresión de los diez días del año, hecha
por el pontífice, me cogió tan bajo que no he
podido acostumbrarme a ella: sigo los años como
antaño los contábamos. Un tan antiguo y dilatado
uso me revindica y me llama, viéndome obligado a ser algo
herético en esta parte, incapaz como soy de transigir con
la novedad, ni siquiera con la que mejora. Mi fantasía, a
despecho de mis dientes, se lanza siempre diez días
atrás o diez días adelante, y refunfuña a
mis oídos: «Este precepto toca a los que han de
ser.» Si la salud misma, por dulce que sea, viene a
visitarme a intervalos, sólo es para procurarme duelo
más bien que posesión de sí misma: no tengo
donde guardarla. El tiempo me abandona; nada sin él se
posee. ¡Ah! cuán poco caso haría yo de esas
grandes dignidades electivas que por el mundo veo, las cuales no
se otorgan sino a los hombres ya prestos a partir; en ellas no se
mira tanto la puntualidad con que se ejercerán, como el
escaso tiempo que se disfrutarán; desde la entrada se
tiene presente la salida. En conclusión, héteme
aquí, presto a rematar este hombre, y no a rehacer otro
distinto; por largo hábito esta forma se me
convirtió en sustancia, y el acaso trocose en
naturaleza.

Digo, pues, que cada uno de entre nosotros, seres
débiles como somos, es excusable al estimar suyo lo que se
halla comprendido en la medida de que hablé; pero pasado
este límite todo es confusión y barullo; ésa
es la más amplia extensión que podamos otorgar a
nuestros derechos. Cuanto más ampliamos nuestras
necesidades y nuestra posesión, más nos abocamos a
los golpes de la fortuna y de las adversidades. La carrera de
nuestros deseos debe hallarse circunscrita y restringida en un
corto límite que comprenda las comodidades más
próximas y contiguas; y debe, además, efectuarse no
en línea recta, cuyo fin nos extravíe, sino en un
redondel, cuyos dos puntos se apoyen y acaben en nosotros merced
a un breve contorno. Las acciones que se gobiernan sin esta mira
como son las de los avariciosos, las de los ambiciosos y las de
tantos otros que se lanzan llenos de ímpetu, cuya carrera
les lleva delante de sí mismos, son erróneas y
enfermizas.

La mayor parte de nuestros oficios son pura farsa:
mundus universus exercet histrioniam. Es preciso que
desempeñemos debidamente nuestro papel, pero como el de un
personaje prestado: del disfraz y lo aparente no hay que hacer
una esencia real, ni de lo extraño lo propio: no sabemos
distinguir la piel de la camisa, y, basta con enharinarse el
semblante sin ejecutar lo propio con el pecho. Muchos hombres veo
que se transforman y transubstancian en otras tantas figuras y
seres como funciones ejercen, y que se revisten de importancia
hasta el hígado y los intestinos, llevando su dignidad a
los lugares más excusados. No soy yo capaz de
enseñarles a distinguir las bonetadas que les incumben de
las que sólo miran a la misión que cumplen, o bien
a su séquito o a su cabalgadura: tantum se fortunae
permittunt, etiam uti naturam dediscant; inflan y engordan su
alma y su natural discurso según la altura de su punto
prominente. El funcionario y Montaigne fueron siempre dos
personajes distintamente separados. Por ser abogado o hacendista
hay que desconocer las trapacerías que encierran ambas
profesiones: un hombre cumplido no es responsable de los abusos o
torpezas inherentes a su oficio, y no debe, sin embargo, rechazar
el ejercicio del mismo; dentro está de la costumbre de su
país, y en él se encierra provecho: no hay que
vivir en el mundo y prevalerse de él, tal y como se le
encuentra. Mas el juicio de un emperador ha de estar por cima de
su imperio, y ha de verlo y considerarlo como accidente
extraño, acertando a disfrutar individualmente y a
comunicarse como Juan o Pedro, al menos consigo mismo.

Yo no sé obligarme tan profundamente y tan por
entero cuando mi voluntad me entrega a un partido, no lo hace con
tal violencia que mi entendimiento se corrompa. En los presentes
disturbios de este Estado el interés propio no me
llevó a desconocer ni las cualidades laudables de nuestros
adversarios, ni las que son censurables en aquellos a quienes
sigo. Todos adoran lo que pertenece a su bando: yo ni siquiera
excuso la mayor parte de las cosas que corresponden al
mío: una obra excelente no pierde sus méritos por
litigar contra mí. Fuera del nudo del debate me mantuve
con ecuanimidad y pura indiferencia; neque extra necessitates
belli, praecipuum odium gero: de lo cual me congratulo tanto
más, cuanto que comúnmente veo caer a todos en el
defecto contrario: utatur motu animi, qui uti ratione non potest.
Los que dilatan su cólera y su odio más allá
de las funciones públicas, como hacen la mayor parte,
muestran que esas pasiones surgen de otras fuentes y emanan de
alguna causa particular, del propio modo que quien se cura de una
úlcera no por ello se limpia de la fiebre, lo cual prueba
que ésta obedecía a una causa más oculta. Y
es que no están sujetos a la cosa pública en
común y en tanto que la misma lastima el interés de
todos y el del Estado; la detestan sólo en cuanto les
corroe en privado. He aquí por qué se pican de
pasión particular más allá de la justicia y
de la razón generales: non tam omnia universi, quam ea,
quae ad quemque pertinerent, singuli carpebant. Quiero yo que la
ventaja quede de nuestro lado, mas no saco las cosas de quicio si
así no sucede. Me entrego resueltamente al más sano
de los partidos, pero no deseo que se me señale
especialmente como enemigo de los otros y por cima de la
razón general. Acuso profundamente este vicioso modo de
opinar: «Es de la liga porque admira la distinción
del señor de Guisa. La actividad del rey de Navarra le
pasma, pues es hugonote. Encuentra qué decir de las
costumbres del monarca, pues es entrañablemente
sedicioso»; y no concedí la razón al
magistrado mismo al condenar un libro por haber puesto a un
herético entre los mejores poetas del siglo. ¿No
osaríamos decir de un ladrón que tiene la pierna
bien formada? Porque una mujer sea prostituta,
¿necesariamente ha de olerle mal el aliento? En tiempos
más cuerdos que éstos ¿se anuló el
soberbio título de Capitolino, otorgado a Marco Manlio
como guardador de la religión y libertad públicas?
¿Se ahogó la memoria de su liberalidad y de sus
triunfos militares, ni la de las recompensas concedidas a su
virtud porque fingió luego la realeza en perjuicio de las
leyes de su país? Si toman odio a un abogado, al
día siguiente pierde toda su elocuencia. En otra parte
había del celo que empuja a semejantes extravíos a
las gentes de bien, mas por lo que a mí respecta sé
muy bien decir: «Hace malamente esto y virtuosamente lo
otro.» De la propia suerte, en los pronósticos o
acontecimientos siniestros de los negocios quieren que cada cual
en el partido a que está sujeto sea cegado y entorpecido;
que nuestra apreciación y nuestro juicio se encaminen, no
precisamente a la verdad, sino al cumplimiento de nuestros
anhelos. Más bien caería yo en el extremo
contrario; tanto temo que mi voluntad me engañe, a
más de desconfiar siempre supersticiosamente de las cosas
que deseo.

En mi tiempo he visto maravillas en punto a la
indiscreta y prodigiosa facilidad como los pueblos se dejan
llevar y manejar por medio del crédito y la esperanza;
fueron dando plazo y fue útil a sus conductores por cima
de cien errores amontonados unos sobre otros, trasponiendo
ensueños y fantasmas. Ya no me admiro de aquellos a
quienes embaucan las ridiculeces de Apolonio y de Mahoma. El
sentido y el entendimiento de esos otros está enteramente
ahogado en su pasión: su discernimiento no tiene a mano
otra cosa sino lo que les sonríe y su causa reconforta.
Soberanamente eché de ver esto en nuestro primer partido
febril; el otro, que nació luego, imitándole le
sobrepuja; por donde caigo en que la cosa es una cualidad
inseparable de los errores populares; una vez el primero suelto,
las opiniones se empujan unas a otras, según el viento que
sopla, como las ondas; no se pertenece al cuerpo social cuando
puede uno echarse a un lado, cuando no se sigue la común
barahúnda. Mas en verdad se perjudica a los partidos
justos cuando se los quiere socorrer con truhanes; siempre me
opuse a ello por ser medio que sólo se conforma con
cabezas enfermizas. Para con las sanas hay caminos más
seguros (no solamente más honrados) a mantener los
ánimos y a preservar los accidentes contrarios.

Nunca vio el cielo tan pujante desacuerdo como el de
Pompeyo y César, ni en lo venidero lo verá tampoco;
sin embargo, paréceme reconocer en aquellas hermosas almas
una grande moderación de la una para con la otra. Era el
que les impulsaba un celo de honor y de mando, que no los
arrastraba al odio furioso y sin medida, sin malignidad ni
maledicencia. Hasta en sus más duros encuentros descubro
algún residuo de respeto y benevolencia, y entiendo que de
haberles sido dable cada uno de ellos habría deseado
cumplir la misión impuesta sin la ruina de su
compañero más bien que con ella. ¡Cuán
distinto proceder fue el de Sila y Mario! Conservad el recuerdo
de este ejemplo.

No hay que precipitarse tan desesperadamente en pos de
nuestras afecciones e intereses. Cuando joven, me oponía
yo a los progresos del amor, que sentía internarse
demasiado en mi alma, considerando que no llegaran a serme gratos
hasta el extremo de forzarme y cautivarme por completo a su
albedrío; lo mismo hago en cuantas ocasiones mi voluntad
se prenda de un apetito extremo, ladeándome en sentido
contrario de su inclinación, conforme lo veo sumergirse y
emborracharse con su vino; huyo de alimentar su placer tan
adentro que ya no me sea dable poseerlo de nuevo sin sangrienta
pérdida. Las almas que por estultez no ven las cosas sino
a medias gozan de esta dicha: las que perjudican las hieren
menos; es ésta una insensibilidad espiritual que muestra
cierto carácter de salud, de tal suerte que la
filosofía no la desdeña; mas no por ello debemos
llamarla prudencia, como a veces la llamamos. Alguien en lo
antiguo se burló de Diógenes del modo siguiente:
yendo el filósofo completamente desnudo en pleno invierno
abrazaba una estatua de nieve con el fin de poner a prueba su
resistencia, cuando aquél, encontrándole en esta
disposición, le dijo: «¿Tienes ahora mucho
frío? -Ninguno, respondió Diógenes.-
Entonces, repuso el otro, ¿qué pretendes hacer de
ejemplar y difícil así como estás?»
Para medir la constancia, necesariamente precisa conocer el
sufrimiento.

Pero las almas que hayan de experimentar accidentes
contrarios y soportar las injurias de la fortuna en la mayor
profundidad y rudeza; las que tengan que pesarlas y gustarlas
según su agriura natural y abrumadora, deben emplear su
arte en no aferrarse en las causas del mal, apartándose de
sus avenidas, como hizo el rey Cotys, quien pagó
liberalmente la hermosa y rica vajilla que le presentaran, mas
como era singularmente frágil, él mismo la
rompió al punto para quitarse de encima de antemano una
tan fácil causa de cólera para con sus servidores.
Análogamente evité yo de buen grado la
confusión en mis negocios, procurando que mis bienes no
estuvieran contiguos a los que me tocan algo, ni a los que tengo
que juntarme en amistad estrecha, de donde ordinariamente nacen
gérmenes de querella y disensión. Antaño
gustaba de los juegos de azar, ya fueran cartas o dados; ya los
deseché ha largo tiempo, porque por excelente que
apareciera mi semblante cuando perdía, siempre
había en mí interiormente algún
rasguño. Un hombre de honor que haya de soportar el ser
como embustero considerado y experimentar además una
ofensa hasta lo recóndito de las entrañas, el cual
sea incapaz de adoptar una mala excusa como pago y consuelo de su
desgracia, debe evitar la senda de los negocios dudosos y la de
las altercaciones litigiosas. Yo huyo de las complexiones tristes
y de los hombres malhumorados como de la peste; y en las
conversaciones en que no puedo terciar sin interés ni
emoción, para nada intervengo si el deber a ello no me
fuerza: melius non incipient, quam desinent. Así, pues, es
el medio más acertado de proceder el estar preparado,
antes de que las ocasiones lleguen.

Bien sé que algunos hombres juiciosos siguieron
camina distinto, comprometiéndose y agarrándose
hasta lo vivo en muchas dificultades; estas gentes se aseguran de
su fuerza, bajo la cual se ponen a cubierto en toda suerte de
sucesos enemigos, haciendo frente a los males con el vigor de su
paciencia:

Velut rupes, vastum quae prodit in
aequor, obvia ventorum furiis, expostaque ponto, vim cunctam
atque minas perfet caelique marisque, ipsa immota
manens.

No intentemos seguir tales ejemplos, pues no
serían prácticos para nosotros. Los revoltosos se
obstinan en ver sin inmutarse la ruina de su país, que
poseía y mandaba toda su voluntad; para nuestras almas
comunes hay en este modo de obrar rudeza y violencia extremadas.
Catón abandonó la más noble vida que
jamás haya existido; a nosotros, seres
pequeñísimos, nos precisa huir la tormenta de
más lejos. Es necesario proveer al sentimiento, no a la
paciencia, y esquivar los golpes de que no sabríamos
defendernos. Viendo Zenón acercársele
Cremónides, joven a quien amaba, para sentarse junto a
él, se levantó de repente; y como Cleanto lo
preguntara la razón de tan súbito movimiento:
«Entiendo, dijo, que los médicos aconsejan
principalmente el reposo y prohíben la irritación
de todas las inflamaciones.» Sócrates no dice:
«No os rindáis ante los atractivos de la belleza,
sino hacedla frente; esforzaos en sentido contrario.»
«Huidla, es lo que aconseja, y correr lejos de su encuentro
cual de un veneno activo que se lanza y hiere de lejos.» Y
su buen discípulo, simulando o recitando, a mi entender
más bien recitando que simulando, las raras perfecciones
de aquel gran Ciro, le hace desconfiado de sus fuerzas en el
resistir los atractivos de la belleza divina de aquella ilustre
Pantea, sa cautiva, encomendando la visita y custodia a otros que
tuvieran menos libertad que él. Y el Espíritu Santo
mismo, dice ne nos inducas in tentationem; con lo cual no
solamente rogamos que nuestra razón no se vea combatida y
avasallada por la concupiscencia, sino que ni siquiera sea
tentada; que no seamos llevados donde ni siquiera tengamos que
tocar las cercanías, solicitaciones y tentaciones del
pecado. Suplicamos a Nuestro Señor que mantenga nuestra
conciencia tranquila, plena y cabalmente libre del comercio del
mal.

Los que dicen dominar sin razón vindicativa o
algún otro género de pasión penosa, a veces
se expresan como en realidad las cosas son, mas no como
acontecieron; nos hablan cuando las causas de su error se
encuentran ya fortificadas y adelantadas por ellos mismos; pero
retroceded un poco, llevad de nuevo las causas a su principio, y
entonces los cogeréis desprevenidos ¿Quieren que su
delito sea menor como más antiguo, y que de un comienzo
injusto la continuación sea justa? Quien como yo desee el
bien de su país sin ulcerarse ni adelgazarse, se
entristecerá, mas no se desesperará,
viéndole amenazado de ruina o de una vida, no menos
desdichada que la ruina; ¡pobre nave, a quien las olas, los
vientos y el piloto impelen a tan encontrados
movimientos!»

In tam diversa magister, ventus,
et unda, trabunt.

Quien por el favor de los príncipes no suspira
como por aquello que para su existencia es esencial, no se cura
gran cosa de la frialdad que en su acogida dispensan, de su
semblante ni de la inconstancia de su voluntad. Quien no incuba a
sus hijos o sus honores con propensión esclava, no deja de
vivir sosegadamente después de la pérdida de ambas
cosas. Quien principalmente obra bien movido por su propia
satisfacción, apenas si se inmuta viendo a los
demás jugar torcidamente sus acciones. Un cuarto de onza
de paciencia remedia tales inconvenientes. A mí me va bien
con esta receta, librándome en los comienzos de la mejor
manera, que me es dable, y reconozco haberme apartado por este
medio de muchos trabajos y dificultades. A costa de poco esfuerzo
detengo el movimiento primero de mis emociones y abandono el
objeto, que comienza a abrumarme antes de que me arrastre. Quien
no detiene el partir es incapaz de parar la carrera; quien no
sabe cerrarlos la puerta no los expulsará ya dentro; y
quien no puede acabar con ellos en los comienzos, tampoco
acabará con el fin, ni resistirá la caída
quien no acertó a sostener las agitaciones primeras:
etenim ipsae se impellunt, ubi semel a ratione discessum est;
ipsaque sibi imbecillitas indulget, in altumque provehitur
imprudens, nec reperit locum consistendi. Yo advierto a tiempo
los vientos ligeros que me vienen a tocar y a zumbar en el
interior, precursores de la tormenta:

Ceu flamina prima quum deprensa
fremunt silvis, et caeca volutant murmura, venturos nautis
prodentia ventos.

¿Cuántas veces no me hice yo una
evidentísima injusticia por huir el riesgo de recibirlas
todavía peores de los jueces, en un siglo de pesares, y de
asquerosas y viles prácticas, más enemigos de mi
natural que el fuego y el tormento? Convenit a litibus, quantum
licet, et nescio an paulo plus etiam, quam licet, abhorrentem
esse: est enim non modo liberale, paululum nonnunquam de suo jure
decedere, sed interdum etiam fructuosum. Si fuéramos
cuerdos deberíamos regocijarnos y alabarnos, como vi
hacerlo con toda ingenuidad a un niño de casa grande,
quien se mostraba alegre ante todos porque su madre acababa de
perder un proceso como si hubiera perdido su tos, su fiebre o
cualquiera otra cosa importuna de guardar. Los favores mismos que
el acaso pudiera haberme concedido, merced a relaciones y
parentescos con personas que disponen de autoridad soberana en
esas cosas de justicia, hice cuanto pude, según mi
conciencia, por huir de emplearlos en perjuicio ajeno por no
hacer subir mis derechos por cima de su justo valor. En fin,
tanto hice por mis días (en buena hora lo diga), que
héteme aquí todavía virgen de procesos, los
cuales no dejaron de convidarse muchas veces a mí
servicio, y con razón, si mi oído hubiera
consentido halagarse, virgen también de querellas, sin
inferir ofensas graves, y sin haberlas recibido, mi vida se
deslizó ya casi larga sin malquerencia alguna.
¡Singular privilegio del cielo!

Nuestras mayores agitaciones obedecen a causas y
resortes ridículos: ¡cuántos trastornos no
experimentó nuestro último duque de Borgoña
por la contienda de una carretada de pieles de carnero! Y el
grabado de un sello, ¿no fue la primera y principal causa
del más terrible hundimiento que esta máquina del
universo haya jamás soportado? pues Pompeyo y César
no son sino vástagos y la natural continuación de
los dos otros. En mi tiempo vi a las mejores organizadas cabezas
de este reino, congregadas con grave ceremonia y a costa del
erario, para tratados y acuerdos, de los cuales la verdadera
decisión pendía, con soberanía cabal, del
gabinete de las damas y de la inclinación de alguna
mujercilla. Los poetas abundaron en este parecer al poner la
Grecia contra el Asia a sangre y fuego por una manzana. Haceos
cargo de la razón que mueve a algunos para exponer su
honor y su vida con su espada y su puñal en la mano; que
os diga de dónde emana la razón del debate que le
desquicia, y no podrá hacerlo sin enrojecer: ¡de tal
suerte la ocasión es insignificante y
frívola!

En los comienzos precisa sólo para detenerse un
poco de juicio; pero luego que os embarcasteis, todas las cuerdas
os arrastran. Hay necesidad de grandes provisiones de cautela,
mucho más importantes y difíciles de poseer.
¡Cuánto más fácil es dejar de entrar
que salir! Ahora bien, es necesario proceder de modo contrario a
como crece el rosal, que produce en los comienzos un tallo largo
y derecho, pero luego, cual si languideciera y de alimentos
estuviera exhausto, engendra nudos frecuentes y espesos, como
otras tantas pausas que muestran la falta le la constancia y
vigor primeros: hay más bien que comenzar sosegada y
fríamente, guardando los alientos y vigorosos
ímpetus para el fuerte y perfección de la tarea.
Guiamos los negocios en los comienzos y los tenemos a nuestro
albedrío, mas después, cuando se pusieron en
movimiento, ellos son los que nos guían y arrastran,
forzándonos a que los sigamos.

Todo lo cual no quiere decir, sin embargo, que ese
precepto haya servido a descargarme de toda dificultad, sin
experimentar, a las veces, dolor al sujetar y domar mis pasiones.
Éstas no se gobiernan conforme las circunstancias lo
exigen, y hasta sus principios mismos son rudos y violentos. Mas
de todas suertes se alcanza economía y provecho, salvo
aquellos que en el bien obrar no se contentan con ningún
fruto cuando la reputación les falta, pues a la verdad
semejante efecto saludable no es visible sino para cada uno en su
fuero interno; con él os sentís más
contentos, pero no alcanzáis estimación mayor,
habiéndoos corregido antes de entrar en la danza y antes
de que la cosa apareciera a la superficie. Mas de todos modos, no
solamente en este particular, sino en todos los demás
deberes de la vida, la senda de los que miran al honor es muy
diversa de la que siguen los que tienden a la razón y al
orden. Muchos veo que furiosa e inconsideradamente se arrojan en
la liza, y que luego van con lentitud en la carrera. Como
Plutarco afirma de aquellos que, por vergüenza, son blandos
y fáciles en otorgar cuanto se les pide, quienes
después son también fáciles en faltar a su
palabra y en desdecirse, análogamente acontece que quien
entra ligeramente en la contienda, está abocado a salir
también ligeramente. La misma dificultad que me guarda de
comenzarla, incitaríame a mantenerme en ella firme una vez
en movimiento y animado. Aquél es un erróneo modo
de proceder. Una vez que se metió uno dentro, hay que
seguir o reventar. «Emprended fríamente,
decía Bías, mas proseguid con ardor.» La
falta de prudencia trae consigo la de ánimo, que es
todavía menos soportable.

En el día, casi todas las reconciliaciones que
siguen a nuestras contiendas, son vergonzosas y embusteras: lo
que buscamos es cubrir las apariencias, mientras ocultamos y
negamos nuestras intenciones verdaderas; ponemos en revoque los
hechos. Nosotros sabemos cómo nos hemos expresado y en
qué sentido, los asistentes lo saben también, y
nuestros amigos, a quienes tuvimos por conveniente hacer sentir
nuestra ventaja: mas a expensas de nuestra franqueza y del honor
de nuestro ánimo desautorizamos nuestro pensamiento,
buscando subterfugios en la falsedad para ponernos de acuerdo.
Nos desmentimos a nosotros mismos para salvar el desmentir que a
otro procuramos. No hay que considerar si a vuestra acción
o a vuestra palabra pueden caber interpretaciones distintas; es
vuestra interpretación verdadera y sincera la que precisa
en adelante mantener, cuésteos lo que os cueste. Si habla
entonces a vuestra virtud y a vuestra conciencia, que no son
prendas de disfraz: dejemos estos viles procedimientos y
miserables expedientes al ardid de los procuradores. Las excusas
y reparaciones que veo todos los días poner en
práctica, a fin de juzgar la indiscreción, me
parecen más feas que la indiscreción misma.
Valdría menos ofenderle aun más, que ofenderse a
sí mismo haciendo tal enmienda ante su adversario. Le
desafiasteis y conmovisteis su cólera, y luego vais
apaciguándole, y adulándole a sangre fría y
sentido reposado. Ningún decir encuentro tan vicioso para
un gentilhombre como el desdecirse; me parece vergonzoso cuando
por autoridad se le arranca, tanto mas cuanto que la
obstinación le es más excusable que la
pusilanimidad. Las pasiones no son tan fáciles de evitar
como difíciles de moderar: exscinduntur facilius animo,
quam temperatur. Quien no puede alcanzar esta noble impasibilidad
estoica que se guarezca en el regazo de mi vulgar impasibilidad;
lo que aquellos practicaban por virtud, me habitué yo a
hacerlo por complexión. La región media de la
humanidad alberga las tormentas: las dos extremas (hombres
filósofos y hombres rurales) concuerdan en tranquilidad y
en dicha:

Felix, qui potuit rerum causas,
atque metus omnes et inexorabile fatum subjecit pedibus,
strepitumque Acherontis avari! Fortunatus et ille, deos qui novit
agrestes Panaque, Silvanumque senem, Nymphasque
sorores!

De todas las cosas los orígenes son
débiles y entecos: por eso hay que tener muy abiertos los
ojos en los preliminares, pues como entonces en su
pequeñez no se descubre el peligro, cuando éste
crece tampoco se echa de ver el remedio. Yo hubiera encontrado un
millón de contrariedades cada día más
difíciles de digerir, en la carrera de mi ambición,
que difícil me fue detener la indicación natural
que a ella me llevaba:

Jure perhorrui late conspicuum
tollere verticem.

Todas las acciones públicas están sujetas
a interpretaciones inciertas y diversas, pues son muchas las
cabezas que las juzgan. Algunos dicen de mis acciones de esta
clase (y me satisface escribir una palabra sobre ello, no por lo
que valer pueda, sino para que sirva de muestra a mis costumbres
en tales cosas), que me conduje como hombre fácil de
conmover, que fue lánguida mi afección al cargo. No
se apartan mucho de la verdad. Yo procuro mantener mi alma en
sosiego, lo mismo que mis pensamientos, quum semper natura, tum
etiam aetate jam quietus; y si ambas cosas se trastornan a veces
ante alguna impresión ruda y penetrante, es en verdad a
pesar mío. De semejante languidez natural no debe, sin
embargo, sacarse ninguna consecuencia de debilidad (pues falta de
cuidado y falta de sentido son dos cosas diferentes), y menos
aún de desconocimiento e ingratitud hacia ese pueblo que
empleó cuantos medios estuvieron en su mano para
gratificarme antes y después de haberme conocido. E hizo
por mí más todavía reeligiéndome para
el cargo, que otorgándomelo por vez primera. Tan bien le
quiero cuanto es dable, y en verdad digo, que si la
ocasión se hubiera presentado todo lo hubiese arriesgado
en su servicio. Tantos cuidados me impuse por él como por
mí mismo. Es un buen pueblo guerrero y generoso, capaz,
sin embargo, de obediencia y disciplina y de servir a las buenas
acciones si es bien conducido. Dicen también que en el
desempeño de este empleo pasé sin que dejara traza
ni huella: ¡buena es ésa! Se acusa mi pasividad en
una época en que casi todo el mundo estaba convencido de
hacer demasiado. Yo soy ardiente y vivo donde la voluntad me
arrastra, pero este carácter es enemigo de perseverancia.
Quien de mí quiera servirse según mi peculiar
naturaleza, que me procure negocios que precisen la libertad y el
vigor, cuyo manejo sea derecho y corto, y, aun expuesto a
riesgos; en ellos podrá hacer alijo de provecho: cuando la
voluntad que solicitan es dilatada, sutil, laboriosa, artificial
y torcida, mejor hará dirigiéndose a otro. No todos
los cargos son de difícil desempeño: yo me
encontraba preparado a atarearme algo más rudamente, si
necesidad hubiera habido, pues en mi poder reside hacer algo
más de lo que hago y que no es de mi gusto. A mi juicio,
no dejé, que yo sepa, nada por realizar que mi deber me
impusiera, y fácilmente olvidé aquellos otros que
la ambición confunde con el deber y con su título
encubre; éstos son, sin embargo, los que con mayor
frecuencia llenan los ojos y los oídos, y los que a los
hombres contentan. No la cosa, sino la apariencia los paga.
Cuando no oyen ruido les parece que se duerme. Mis humores son
contrarios a los que gustan del estrépito:
reprimiría bien un alboroto con toda calma, lo mismo lo
mismo que castigaría un desorden sin alterarme.
¿Tengo necesidad de cólera y de ardor? Pues los
tomo a préstamo, y con ellos me disfrazo. Mis costumbres
son blandas, más bien insípidas que rudas. Yo no
acuso al magistrado que dormita, siempre y cuando que quienes de
su autoridad dependan dormiten a su vez, porque entonces las
leyes duermen también. Por lo que a mi toca, alabo la vida
que se desliza obscura y muda: neque submissam et abjectam, neque
se efferentem, mi destino así la quiere. Desciendo de una
familia que vivió sin brillo ni tumulto, y de muy antiguo
particularmente ambiciosa de hombría de bien. Nuestros
hombres están tan hechos a la agitación ostentosa,
que la bondad, la moderación, la igualdad, la constancia y
otras cualidades tranquilas y obscuras no se advierten ya; los
cuerpos ásperos se advierten, los lisos se manejan
imperceptiblemente; siéntese la enfermedad, la salud poco
o casi nada, ni las cosas que nos untan comparadas con las que
nos punzan. Es obrar para su reputación y particular
provecho, no en pro del bien, el hacer en la plaza pública
lo que puede practicarse en la cámara del consejo; y en
pleno medio día lo que se hubiera hecho bien la noche
precedente; y mostrarse celoso por cumplir uno mismo lo que el
compañero ejecuta con perfección igual, así
hacían algunos cirujanos de Grecia al aire libre las
operaciones de su arte, puestos en tablados y a la vista de los
pasantes, para alcanzar mayor reputación y clientela.
Juzgan los que de tal modo obran, que los buenos reglamentos no
pueden entenderse sino al son de la trompeta. La ambición
no es vicio de gentes baladíes, capaces de esfuerzos tan
mínimos como los nuestros. Decíase a Alejandro:
«Vuestro padre os dejará una dominación
extensa, fácil y pacífica»; este muchacho
sentíase envidioso de las victorias de Filipo y de la
justicia de su gobierno, y no hubiera querido gozar el imperio
del mundo blanda y sosegadamente. Alcibíades en
Platón prefiere más bien morir joven, hermoso,
rico, noble y sabio, todo ello por excelencia, que detenerse
siempre en el estado de esta condición: enfermedad es
acaso excusable en un alma tan fuerte y tan llena. Pues cuando
esas almitas enanas y raquíticas le van embaucando y
piensan esparcir su nombre por haber juzgado a derechas de una
cuestión, o relevado la guardia de las puertas de una
ciudad, muestran tanto más el trasero cuanto esperan
levantar la cabeza. Este menudo bien obrar carece de cuerpo y de
vida; va desvaneciéndose en la primera boca, y no se pasea
sino de esquina a esquina: hablad de estas vuestras grandezas a
vuestro hijo o a vuestro criado, como aquel antiguo, que no
teniendo otro oyente de sus hazañas, ni mayor testigo de
su mérito se alababa ante su criada, exclamando:
«¡Oh Petrilla, cuán galante y de talento es el
hombre que tienes como amo!» Hablad con vosotros mismos, en
última instancia, como cierto consejero de mi
conocimiento, el cual, habiendo en una ocasión
desembuchado una carretada de párrafos con no poco
esfuerzo y de nulidad semejante, como se retirara de la
cámara del consejo al urinario del palacio se le
oyó refunfuñar entre dientes, de manera
concienzuda: Non nobis, Domine, non nobis; sid nomini tuo da
gloriam. El que no de otro modo con su dinero se paga. La fama no
se prostituye a tan vil precio: las acciones raras y ejemplares
que la engendran no soportarían la compañía
de esta multitud innumerable de acciones insignificantes y
diarias. Elevará el mármol vuestros títulos
cuanto os plazca por haber hecho reparar un lienzo de muralla o
saneado las alcantarillas de vuestra calle, mas no los hombres de
buen sentido por tan nimia causa. La voz de la fama no
acompaña a la bondad, si los obstáculos y la
singularidad no la siguen: ni siquiera a la simple
estimación es acreedor todo acto que la virtud engendra,
según los estoicos tampoco quieren que en
consideración se tenga a quien por templanza se abstiene
de una vieja legañosa. Los que conocieron las admirables
cualidades de Escipión el Africano rechazan la gloria que
Panecio le atribuye de haber sido abstinente en dones,
considerándola no tan suya como pertinente a todo su
siglo. Cada cual posee las voluptuosidades al nivel de su
fortuna; las nuestras son más naturales, y tanto
más sólidas y seguras, cuanto son más bajas.
Ya que por conciencia, no nos sea dable, al menos por
ambición desechemos esta cualidad: menospreciemos esta
hambre de nombradía y honor, miserable y vergonzosa, que
nos los hace imaginar de toda suerte de gentes (quae est ista
laus, quae possit e macello peti) por medios abyectos y a
cualquier precio, por vil que sea: es deshonrarnos el ser
honrados de este modo. Aprendamos a no ser más
ávidos que capaces somos de gloria. Inflarse de toda
acción útil o inocente, cosa es peculiar de
aquellos para quienes es extraordinaria y rara: quieren que les
sea pasada en cuenta por el precio que les cuesta. A medida que
un buen efecto es más sonado, rebajo yo de su bondad la
sospecha en que caigo de que sea más bien producto del
ruido que de la virtud; así puesto en evidencia,
está ya vendido a medias. Aquellas acciones son más
meritorias que escapan de la mano del obrero descuidadamente y
sin aparato, las cuales un hombre cumplido señala luego
sacándolas de la obscuridad para iluminarlas a causa de su
valer. Mihi quidem laudabiliora videntur omnia, quae sine
venditatione et sine populo teste, fiunt, dice el hombre
más glorioso del mundo.

El deber de mi cargo consistía únicamente
en conservar y mantener las cosas en el estado en que las
encontrara, que son efectos sordos e insensibles: la
innovación lo es de gran lustre, pero está
prohibida en estos tiempos en que vivimos deprisa, y de nada
tenemos que defendernos si no es de las novedades. La abstinencia
en el obrar es a veces tan generosa como el obrar mismo, pero es
menos brillante, y esto poco que yo valgo es casi todo de esta
especie. En suma, las ocasiones en mi cargo estuvieron con mi
complexión en armonía, por lo cual las estoy muy
reconocido: ¿hay alguien que desee caer enfermo para ver a
su médico atareado? ¿Y no sería necesario
azotar al galeno que nos deseara la peste para poner en
práctica su arte? Yo no he sentido ese humor injusto, pero
asaz común, de desear que los trastornos y el mal estado
de los negocios de esa ciudad realzaran y honraran mi gobierno,
sino que presté de buen grado mis hombros para su
facilidad y bienandanza. Quien no quiera agradecerme el orden de
la tranquilidad dulce y muda que acompañó a mi
conducta, al menos no puede privarme de la parte que me pertenece
a título de buena estrella. Estoy yo de tal suerte
constituido, que gusto tanto ser dichoso como cuerdo, y deber mi
buena fortuna puramente a la gracia de Dios que al intermedio de
mis actos. Había terminantemente, con abundancia sobrada,
echado a volar ante el mundo mi incapacidad en tales
públicos manejos, y lo peor todavía es que esta
insuficiencia apenas me contraría, y no busco siquiera el
medio de curarla, visto el camino que a mi vida he asignado.
Tampoco en este negocio a mí mismo me procuré
satisfacción, pero llegué con escasa diferencia a
realizar mis propósitos, y así sobrepujé con
mucho lo prometido a las personas con quienes tenía que
habérmelas, pues ofrezco de buen grado un poco menos de
aquello que espero y puedo cumplir. Estoy seguro de no haber
dejado ofendidos ni rencorosos: en cuanto a sentimiento y deseo
de mi persona, por lo menos bien asegurado de que tal no fue mi
propósito:

Mene huic confidere
monstro!

Mene salis placidi vultum,
fluctusque quietos

ignorare!

Capítulo XI

De los
cojos

Hace dos o tres años que se acorta en diez
días el año en Francia. ¡Cuántos
cambios seguirán a esta reforma! Esto ha sido, en verdad,
remover el cielo y la tierra juntamente. Sin embargo, nada se
mueve de su lugar; para mis vecinos es la misma la hora de la
siembra y la de la cosecha; el momento oportuno de sus negocios,
los días aciagos y propicios, encuéntranlos en el
mismo lugar donde los hallaron en todo tiempo: ni el error se
echaba de ver en nuestros usos, ni la enmienda tampoco se
descubre. ¡A tal punto nuestra incertidumbre lo envuelve
todo, y tanto nuestra percepción es grosera, obscura y
obtusa! Dicen que este ordenamiento podía arreglarse de
una manera menos dificultosa, sustrayendo, a imitación de
Augusto, durante algunos años, un día de los
bisiestos, el cual, así como así, viene a ser cosa
de obstáculo y trastorno, hasta que se hubiera llegado a
satisfacer exactamente esa deuda, lo cual ni siquiera se hace con
la corrección gregoriana, pues permanecemos aún
atrasados en algunos días. Si por un medio semejante se
pudiera proveer a lo porvenir ordenando que al cabo de la
revolución de tal número de años aquel
día extraordinario fuese siempre suprimido, con ello
nuestro error no podría exceder en adelante de
veinticuatro horas. No tenemos otra cuenta del tiempo si no es
los años; ¡hace tantos siglos que el mundo los
emplea! y, sin embargo, todavía no hemos acabado de
fijarla, de tal suerte que dudamos a diario de la forma que las
demás naciones diversamente los dieron y cuál en
ellas era su uso. ¿Y qué pensar de lo que algunos
opinan sobre que los cielos se comprimen hacia nosotros
envejeciendo, lanzándonos en la incertidumbre hasta de
horas, días y meses? Es lo que Plutarco dice, que
todavía en su época la astrología no
había acertado a determinar los movimientos de la luna.
¡Nuestra situación es linda para tener registro de
las cosas pasadas!

Pensando en lo precedente fantaseaba yo, como de
ordinario acostumbro, cuánto la humana razón es un
instrumento libre y vago. Comúnmente veo que los hombres,
en los hechos que se les proponen, se entretienen de mejor grado
en buscar la razón que la verdad. Pasan por cima de
aquello que se presupone, pero examinan curiosamente las
consecuencias: dejan las cosas, y corren a las causas.
¡Graciosos charlatanes! El conocimiento de las causas toca
solamente a quien gobierna las cosas, no a nosotros, que no
hacemos sino experimentarlas, y que disponemos de su uso
perfectamente cabal y cumplido, conforme a nuestras necesidades,
sin penetrar su origen y esencia; ni siquiera el vino es
más grato a quien conoce de él los principios
primeros. Por el contrario, así el cuerpo como el
espíritu interrumpen y alteran el derecho que les asiste
al empleo del mundo y de sí mismos, cuando a ello
añaden la idea de ciencia: los efectos nos incumben, pero
los medios en modo alguno. El determinar y distribuir pertenecen
a quien gobierna y regenta, como el aceptar ambas cosas a la
sujeción y aprendizaje. Vengamos a nuestra costumbre.
Ordinariamente así comienzan: «¿Cómo
aconteció esto?»
«¿Aconteció?» habría que decir
simplemente. Nuestra razón es capaz de engendrar cien
otros mundos descubriendo, al par de ellos, sus fundamentos y
contextura. No la precisan materiales ni base: dejadla correr, y
lo mismo edificará sobre el vacío que en el lleno,
así de la nada como de cal y canto:

Dare pondus idonea
fomo.

En casi todas las cosas reconozco que precisaría
decir: «Nada hay de lo que se cree»; y
repetiría con frecuencia tal respuesta, pero no me atrevo,
porque gritan que el hablar así es una derrota que
reconoce por causa la debilidad de espíritu y la
ignorancia, y ordinariamente he menester hacer el payaso ante la
sociedad tratando de cosas y cuentos frívolos en que nada
creo rotundamente. A más de esto, es algo rudo y
ocasionado a pendencias el negar en redondo la enunciación
de un hecho, y pocas gentes dejan principalmente en las cosas
difíciles de creer, de afirmar que las vieron o de alegar
testimonios cuya autoridad detiene nuestra contradicción.
Siguiendo esta costumbre conocemos los medios y fundamentamos de
mil cosas que jamás acontecieron, y el mundo anda a la
greña por mil cuestiones, de las cuales son falsos el pro
y el contra. Ita finitima sunt falsa veris… ut in praecipitem
locum non debeat se sapiens committere.

La verdad y la mentira muestran aspectos que se
conforman; el porte, el gusto y el aspecto de una y otra, son
idénticos: mirámoslas con los mismos ojos. Creo yo
que no solamente somos débiles para defendernos del
engaño, sino que además le buscamos
convidándole para aferrarnos en él: gustamos
embrollarnos en la futilidad como cosa en armonía con
nuestro ser.

En mi tiempo he visto el nacimiento de algunos milagros,
y aun cuando al engendrarse ahogasen no por ello dejamos de
prever la marcha que hubieran seguido si hubiesen vivido su edad,
pues no hay más que dar con el cabo del hilo para
confabular hasta el hartazgo; y hay mayor distancia de la nada a
la cosa más pequeña del universo, que de
ésta a la más grande. Ahora bien, los primeramente
abrevados en este principio de singularidad, viniendo a esparcir
su historia, echan de ver por las oposiciones que se les hacen,
el lugar dolido radica la dificultad de la persuasión, y
van tapándolo con materiales falsos; a más de que:
insita hominibus libidine alendi de industria rumores, nosotros
consideramos como caso de conciencia el devolver lo que se nos
prestó con algún aditamento de nuestra cosecha. El
error particular edifica primeramente el error público, y
éste a su vez fabrica el particular. Así van todas
las cosas de este edificio elaborándose y
formándose de mano en mano, de manera que el más
apartado testimonio se encuentra mejor instruido que el
más cercano, y el último informado, mejor
persuadido que el primero. Todo lo cual es mi progreso natural,
pues quien cree alguna cosa, estima obra caritativa hacer que
otro la preste crédito, y para así obrar nada teme
en añadir de su propia invención cuanto necesita su
cuento para suplir a la resistencia y defecto que cree hallar en
la concepción ajena. Yo mismo, que hago del mentir un caso
de conciencia, y que no me cuido gran cosa de dar crédito
y autoridad a lo que digo, advierto, sin embargo, en las cosas de
que hablo, que hallándome excitado por la resistencia, de
otro o por el calor propio de mi narración, engordo e
inflo mi asunto con la voz, los movimientos, el vigor y la fuerza
de las palabras, y aun cuando sea por extensión y
amplificación, no deja de padecer algo la verdad ingenua,
pero, sin embargo, yo así obro a la condición de
que ante el primero que me lleva al buen camino,
preguntándome la verdad cruda y desnuda, súbito
abandono mi esfuerzo y se la doy sin exageración, sin
énfasis ni rellenos. La palabra ingenua y abierta, como es
la mía ordinaria, se lanza fácilmente a la
hipérbole. A nada están los hombres mejor
dispuestos que a abrir paso a sus opiniones, y cuando para ello
el medio ordinario nos falta, empleamos nuestro mando, la fuerza,
el hierro y el fuego. Desdichado es que la mejor piedra de toque
de la verdad sea la multitud de creyentes, en medio de una
confusión en que los locos sobrepujan con tanto a los
cuerdos en número. Quasi vero quidquam sit tam valde, quam
nihil sapere, vulgare. Sanitatis patrocinium est, insanientium
turba. Cosa peliaguda es el asentar su juicio frente a las
opiniones comunes: la persuasión primera, sacada del
objeto mismo, se apodera de los sencillos, de los cuales se
extiende a los más hábiles, por virtud de la
autoridad del número y de la antigüedad de los
testimonios. En cuanto a mí, por lo mismo que no
creeré a uno, tampoco creeré a ciento, y no juzgo
de las opiniones por el número de años que
cuentan.

Poco ha que uno de nuestros príncipes, en quien
la gota había aniquilado un hermoso natural y un templo
alegre, se dejó tan fuertemente persuadir con lo que le
contaron de las operaciones maravillosas que ejecutaba un
sacerdote, el cual por medio de palabras y gestos sanaba todas
las enfermedades, que hizo un largo viaje para dar con él,
y hallándole adormeció sus piernas durante algunas
horas, por virtud de la fuerza de su propia fantasía, de
tal suerte que en el instante no le fue mal. Si el acaso hubiese
dejado amontonar cinco o seis ocurrencias semejantes
habrían éstas bastado para considerar la cosa como
puro milagro de la naturaleza. Después se vio tanta
sencillez y tan poco arte en la arquitectura de tales obras, que
se juzgó al eclesiástico indigno de todo castigo:
lo propio experimentaría en la mayor parte de las cosas de
este orden quien las examinara en su yacimiento. Miramur ex
intervallo fallentia: así nuestra vista representa de
lejos extrañas imágenes que se desvanecen al
acercarnos: numquam ad liquidum fama perducitur.

¡Maravilla es de cuán fútiles
comenzamientos y frívolas causas nacen ordinariamente tan
famosas leyendas! Esta misma circunstancia imposibilita la
información, pues mientras se buscan razones y fines
sólidos y resistentes, dignos de una tan grande
nombradía, se pierden de vista las verdaderas, las cuales
escapan a nuestras miradas por su insignificancia. Y a la verdad
se ha menester en tales mientes un muy prudente, atento y sutil
inquiridor, indiferente y en absoluto despreocupado. Hasta los
momentos actuales, todos estos milagros y acontecimientos
singulares se ocultan ante mis ojos. En el mundo no he visto
monstruo ni portento más expreso que yo mismo: nos
acostumbramos por hábito a todo lo extraño, con el
concurso del tiempo; pero cuanto más me frecuento y
reconozco, más mi deformidad me pasma y menos yo mismo me
comprendo.

La causa primordial que preside al engendro y
adelantamiento de accidentes tales, está al acaso
reservada. Pasando anteayer por un lugar, a dos leguas de mi
casa, encontré la plaza caliente todavía a causa de
un milagro cuya farsa acababa de descubrirse, por el cual el
vecindario había estado inquieto varios meses: ya las
comarcas vecinas empezaban a conmoverse y de todas partes a
correr en nutridos grupos de todas suertes al teatro del suceso.
Un mozo del pueblo se había divertido simulando de noche
en su casa la voz de un espíritu, sin otras miras que
gozar de una broma pasajera, pero habiéndole esto
producido algo mejor efecto del que esperaba, a fin de complicar
más la farsa, asoció a ella una aldeana
completamente estúpida y tonta, reuniéndose, por
fin, tres personas de la misma edad y capacidad análoga, y
trocándose la cosa de privada en pública.
Ocultáronse bajo el altar de la iglesia, hablaron
sólo por la noche y prohibieron que se llevaran luces: de
palabras que tendían a la conversión de los
pecadores y a las amenazas del juicio final (pues éstas
son cosas bajo cuya autoridad la impostura se guarece con
facilidad mayor) fueron a dar en algunas visiones y movimientos
tan necios y ridículos, que apenas si hay nada tan
infantil en los juegos de niños. Mas de todas suertes, si
el acaso hubiera prestado algún tanto su favor a la
ocurrencia, ¡quién sabe las proporciones que hubiera
alcanzado la mojiganga! Estos pobres diablos están ahora a
buen recaudo: cargarán, sin duda, con la torpeza
común y no sé si algún juez se
vengará sobre ellos de la suya propia. El portento
éste se ve con toda claridad, porque fue descubierto, pero
en muchas cosas de índole parecida, que exceden nuestro
conocimiento, soy de entender que suspendamos nuestro juicio, lo
mismo en el aprobar que en el rechazar.

En el mundo se engendran muchos abusos, o para hablar
con resolución mayor, todos los abusos del mundo nacen de
que se nos enseña a temer el hacer de nuestra ignorancia
profesión expresa. Así nos vemos obligados a acoger
cuanto no podemos refutar, hablando de todas las cosas por
preceptos y de manera resolutiva. La costumbre romana obligaba
que aun aquello mismo que un testigo declaraba por haberlo visto
con sus propios ojos, y lo que un juez ordenaba, inspirado por su
ciencia más certera, fuese concebido en estos
términos: «Me parece.» Se me hace odiar las
cosas verosímiles cuando me las presentan como infalibles:
gusto de estas palabras, que ablandan y moderan la temeridad de
nuestras proposiciones: «Acaso, En algún modo,
Alguno, Se dice, Yo pienso», y otras semejantes; y si yo
hubiera tenido que educar criaturas, las habría de tal
modo metido en la boca esta manera de responder, investigadora, y
no resolutiva: «¿Qué quiere decir? No lo
entiendo, Podría ser, ¿Es cierto?» que
hubieran más bien guardado la apariencia de aprendices a
los sesenta años que no el representar el papel de
doctores a los diez, como acostumbran. Quien de ignorancia quiere
curarse, es preciso que la confiese.

Iris es hija de Thaumas: la admiración es el
fundamento de toda filosofía, la investigación, el
progreso, la ignorancia, el fin. Y hasta existe alguna ignorancia
sólida y generosa que nada debe en honor ni en vigor a la
ciencia, la cual, para ser concebida, no exige menos ciencia que
para penetrar la ciencia misma. Yo vi en mi infancia un proceso
que Coras (magistrado tolosano) hizo imprimir, de una naturaleza
bien rara: tratábase de dos hombres que se presentaban uno
por otro. Recuerdo del caso solamente, y no me acuerdo más
que de esto, que aquel auxiliar de la justicia convirtió
la impostura del que consideró culpable en tan enorme
delito, y excediendo de tan lejos nuestro conocimiento y el suyo
propio que era juez, que encontré temeridad singular en la
sentencia que condenaba a la horca a uno de los reos. Admitamos
alguna fórmula jurídica que diga: «El
tribunal no entiende jota en el asunto», con libertad e
ingenuidad mayores de las que usaron los areopagitas, quienes
hallándose en grave aprieto con motivo de una causa que no
podían desentrañar, ordenaron que las volvieran
pasados cien años.

Las brujas de mi vecindad corren riesgo de su vida, a
causa del testimonio de cada nuevo intérprete que viene a
dar cuerpo a sus soñaciones. Para acomodar los ejemplos
que la divina palabra nos ofrece en tales cosas (ejemplos
ciertísimos e irrefutables), y relacionarlos con nuestros,
acontecimientos modernos, puesto que nosotros no vemos de ellos
ni las causas ni los medios, precisa otro espíritu
distinto del nuestro: acaso exclusivamente pertenece sólo
a ese poderosísimo testimonio el decirnos: «Esto y
aquello son milagro, y no esto otro.» Dios debe ser
creído; razón cabal es que lo sea, mas no
cualquiera de entre nosotros que se pasma con su propia
relación (y nada más natural si no está
loco), ya relate ajenas cosas o portentos propios. Mi contextura
es pesada y se atiene un poco a lo macizo y verosímil,
esquivando las censuras antiguas: Majorem fidem homines adhibent
iis, quae non intelligunt. -Cupidine humani ingenii, libentius
obscura creduntur. Bien veo que la gente se encoleriza, y que se
me impide dudar bajo la pena de injurias execrables;
¡novísima manera de persuadir! Gracias a Dios, mi
crédito no se maneja a puñetazos. Que se irriten
contra los que acusan de falsedad sus opiniones, yo no los achaco
sino la dificultad y lo temerario, y condeno la afirmación
opuesta igualmente como ellos, si no tan imperiosamente. Quien
asienta sus opiniones a lo matón e imperiosamente, de
sobra deja ver que sus razones son débiles. Cuando se
trata de un altercado verbal y escolástico, muestren igual
apariencia que sus contradictores: videantur sane non affirmentur
modo; mas en la consecuencia efectiva que deducen, estos
últimos llevan la ventaja. Para matar a las gentes precisa
una claridad luminosa y nítida, y nuestra vida es cosa
demasiado real y esencial para salir fiadora de esos accidentes
sobrenaturales y fantásticos.

En cuanto a las drogas y venenos, los dejo a un lado,
por ser puros homicidios de la índole más
detestable. Sin embargo, aun en esto mismo dicen que no hay que
detenerse siempre en la propia confesión de estas gentes,
pues a veces se vio que algunos se acusaron de haber muerto a
personas que luego se encontraban vivas y rozagantes. En esas
otras extravagancias, diría yo de buena gana que es ya
suficiente el que un hombre, por recomendaciones que le adornen
sea creído en aquello puramente humano: en lo que se
aparta de su concepción, en lo que es de índole
sobrenatural, debe solamente otorgársele crédito
cuando una aprobación sobrenatural también lo
revistió de autoridad. Este privilegio, que plugo a Dios
conceder a algunos de nuestros testimonios no debe ser envilecido
ni a la ligera comunicado. Aturdidos están mis
oídos con patrañas como ésta: «Tres le
vieron en tal día en levante. Tres le vieron al siguiente
día en occidente, a tal hora, en tal lugar, así
vestido.» En verdad digo que ni a mí mismo me
creería. ¡Cuánto más natural y
verosímil encuentro yo el que dos hombres mientan que no
el que un mismo hombre, en el espacio de doce horas, corra con
los vientos de oriente a occidente; cuánto más
sencillo que nuestro magín sea sacado de quicio por la
volubilidad de nuestro espíritu destornillado, que el que
cualquiera de nosotros escape volando, caballero en una escoba,
por cima de la chimenea de su casa, en carne y hueso, impulsado
por un extraño espíritu! No busquemos
fantasmagorías exteriores y desconocidas, nosotros que
estamos perpetuamente agitados por ilusiones domésticas y
peculiares. Paréceme que se es perdonable descreyendo una
maravilla, al menos cuando es dable rechazarla con razones no
maravillosas, y con san Agustín entiendo «que vale
más inclinarse a la duda que a la certeza en las cosas de
difícil prueba, y cuya creencia es
nociva».

Hace algunos años visité las tierras de un
príncipe soberano, quien por serme grato y al par por
acabar con mi incredulidad, me concedió la gracia de
mostrarme en su presencia, en lugar reservado, diez o doce
prisioneros de esta clase; entre ellos había una vieja
bruja, en grado superlativo fea y deforme, famosísima de
muy antiguo en esta profesión. Vi de cerca las pruebas,
libres confesiones y no saqué marca insensible en el
cuerpo de esta pobre anciana; me informé y hablé a
mi gusto con la más sana atención de que fui capaz
(y no soy hombre, que deje agarrotar mi juicio por
preocupación alguna); pues bien, en fin de cuentas y con
toda conciencia, hubiera yo ordenado el elaboro mejor que la
cicuta a todas aquellas gentes: captisque res magis mentibus,
quam consceleratis, similis visa; la justicia cuenta con remedios
apropiados para enfermedades tales. En cuanto a las oposiciones y
argumentos que algunos hombres cumplidos me hicieran en aquel
mismo lugar y en otros, ninguno oí que me sujetara y que
no tuviera solución siempre más verosímil
que las conclusiones presentadas. Bien es verdad que las pruebas
y razonamientos fundados en la experiencia y en los hechos, en
modo alguno los desato; como éstos no tienen fin los corto
a veces, como Alejandro su nudo. Después de todo es poner
sus conjeturas muy altas el cocer a un hombre vivo.

Refiérense ejemplos varios, entre otros el de
Prestancio de su padre, el cual, amodorrado más
pesadamente que con el sueño perfecto, creyó
haberse convertido en yegua y servir de acémila a unos
soldados; y, en efecto, lo que fantaseaba sucedía. Si los
brujos sueñan así cabales realidades, si los
sueños pueden a veces trocarse en cosa tangible, creo yo
que nuestra voluntad para nada tendría que
habérselas con la justicia. Esto que digo,
entiéndase como emanado de un hombre que ni es juez ni
consejero de reyes, y que, con muelle, se cree indigno de tales
cargos, sino de persona del montón, nacida y consagrada a
la obediencia de la razón pública, en hechos y en
sus dichos. Quien tomara en cuenta mis ensueños en
perjuicio de la más raquítica ordenanza de
villorrio, o bien contra sus opiniones y costumbres, se
inferiría grave daño y a mí juntamente; pues
en todo cuanto digo no sustento otra certeza que la que se
albergaba en mi pensamiento cuando lo escribí; tumultuario
y vacilante pensamiento. Yo hablo de todo a manera de
plática, y de nada en forma de consejo; nec me pudet, ut
istos, fateri nescire quod nesciam: no sería tan grande mi
arrojo al hablar si tuviera derecho a ser creído; y
así respondí a un caballero que se quejaba de la
rudeza y contención de mis razones. Viéndoos
convencidos y preparados hacia un partido, os propongo el otro
con todo el cuidado que puedo para aclarar vuestro juicio, no
para obligarle. Dios que retiene vuestros ánimos os
procurará medio de escoger. No soy tan presuntuoso para
creerme ni siquiera capaz de desear que mis opiniones ocasionaran
cosa de tal magnitud: mi fortuna no las enderezó a
conclusiones tan elevadas y poderosas. Verdaderamente, no
sólo mis complexiones son numerosas, sino que mis
pareceres lo son también, de los cuales haría que
mi hijo repugnara, si le tuviera. ¿Y qué decir,
además, si los más verdaderos no son siempre los
más ventajosos para el hombre? ¡tan salvaje es su
naturaleza!

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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