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La epidemia vampírica del siglo XVIII y el imaginario del vampiro en Europa



Partes: 1, 2

Monografía destacada

  1. Prólogo
  2. Sava
  3. El
    lado oscuro del iluminismo
  4. Comarcas lejanas

A propósito de la epidemia
vampírica del siglo XVIII

y el imaginario del vampiro en Europa
Oriental y Occidental.

Prólogo

El miedo, la inseguridad que lo produce y las crisis
económicas, sociales o políticas, suelen parir
monstruos.

A nada de esto es ajeno el siglo XXI, natural
prolongación de una centuria que fue testigo de los
escándalos éticos más hipócritas y
aberrantes que hayamos registrado; y, como es lógico, nada
bueno pudo derivarse de todo aquello, muy a pesar de los enormes
avances tecnológicos alcanzados en algunas partes del
llamado "mundo civilizado".

Los viejos demonios del hombre, esos que surgieron en
las antiguas cuevas del paleolítico, sobrevivieron con
fuerza inusitada, recreando un complejo panorama cultural,
enredado e interesante, en el que el imperio de los ordenadores,
las tablets y la telefonía celular de
última generación, el wifi y la Internet,
no desplazaron del todo a la magia ni a la
brujería.

El más acabado irracionalismo convive con el
pensamiento académico-técnico más serio,
entreverándose y desdibujando lo que por un tiempo fue la
nítida frontera que separaba la realidad de la
ficción. Siempre ha sido así. Lo que sucede es que
hay momentos en que lo sobrenatural tiene más prensa que
en otros, consiguiendo de esa forma instalarse en el imaginario
colectivo con la misma fuerza con que se instala la existencia de
un árbol o una cerro.

Hoy debilitado, el racionalismo deja caer, allá y
acá, el muro de contención que nos aislaba de
las maravillas; y lo que es peor todavía,
aúna sus fuerzas con su principal enemigo
racionalizando lo irracional a través de los
medios tecnológicos que, al menos en teoría,
deberían permitir una medición, control y lectura
más acabada del mundo.[1]

La necesaria cuota de trascendencia y misterio que
muchos sueñan alcanzar es una muestra, no demasiado
evidente a primera vista, de una época que desea y
requiere apartarse del desangelado y materialista universo que
construimos desde la Ilustración del siglo XVIII. Como
entonces, las enfermedades, el hambre, la injusticia y la
ignorancia que sufren legiones de personas, las guerras, los
desplazamientos forzados, el renovado racismo y los malditos
estereotipos que se derivan de todo ello, retroalimentan
actitudes y situaciones que los historiadores hemos visto y
estudiado en el pasado (remoto y no tan remoto).

El propósito de este trabajo es analizar la
famosa epidemia vampírica que se desató en
Europa oriental (y por contagio, también en la occidental)
durante el siglo XVIII; rescatando las semejanzas que existen con
la actualidad, al tiempo de revelar la "larga
duración
" de las mentalidades, detectando ese
sustrato profundo y casi inalterable que las sociedades arrastran
a lo largo del tiempo.

Acercarse a la epidemia de vampiros que se dio en pleno
Iluminismo es también encontrar el origen (occidental al
menos) del mito más extendido y lucrativo de los siglos
XIX y XX: el de los muertos-vivos bebedores de
sangre
.

Muchas cosas han cambiado. No hay duda de ello. Pero las
permanencias sorprenden. Y eso es lo que pretendo que el lector
detecte en las páginas siguientes.

Encaro, por fin, una deuda personal pendiente con los
seres que más me aterrorizaron durante la infancia:
los vampiros.

FJSR

Buenos Aires, julio 2014

Parte 1

Sava

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"Todo hombre es mentiroso: Omnis
Homo Mendax
, y esa inclinación

es mucho mas fuerte respecto de
aquellas mentiras en que se fingen cosas

prodigiosas y preternaturales; porque
hay en esas narraciones cierto deleite

que incita a la ficción,
más que en las comunes y regulares".

Benito Jerónimo
Feijoo

Cartas eruditas y curiosas
(1742-1760).

"El reestreno constante de
Drácula de Bram Stoker

refleja las angustias y la crisis de una
sociedad que va

perdiendo poco a poco la razón;
no en vano son la Locura

y la Muerte sus protagonistas. La Locura
y la Muerte, que

acompañan siempre a la sugestiva
imagen del vampiro".

Eduardo Haro Ibars

Drácula, príncipe de
la tinieblas
, pág. 1.

El derrumbe de un molino de casi doscientos años
desencadenó el pánico; y lo que muchos
periódicos definieron como una psicosis colectiva se
extendió como reguero de pólvora en una
pequeña comunidad serbia al occidente de los
Balcanes.

Corrían los meses de noviembre y diciembre de
2012 cuando la localidad de Zarozje, a orillas del arroyo
Rogacica y próxima a la ciudad de Bajina Basta,
experimentó un fenómeno colectivo que no se
detectaba (o al menos se hacía público) desde
mediados del siglo XVIII: un vampiro asolaba los bosques de la
comarca, merodeaba el pueblo y, en son de venganza, empezaba a
cobrarse (según los vecinos) varias víctimas. Todas
ellas a no más de un kilómetro a la redonda del
molino en cuestión.

Transidos por el miedo, y ante la burla del mundo entero
(que se enteró del episodio a través de la Web,),
los habitantes de Zarozje desplegaron dos de los métodos
más conocidos y difundidos por el cine y la literatura
gótica: empezaron a espantar al monstruo con ristras de
ajo en las puertas de sus casas y grandes crucifijos en las
habitaciones. Incluso el alcalde de la localidad, Miodrag
Vujetic, dio una alerta sanitaria, oficializando
así el horror que muchos empezaban a sentir o ya
sentían.

"La gente está preocupada –dijo
Vujetic. –Todo el mundo conoce la leyenda de este
vampiro que vivía en el molino y piensan que él
ahora está sin hogar y que posiblemente esté
buscando otro para vivir y matar a sus nuevas víctimas.
Todos tenemos miedo. Es fácil reírse si uno no vive
aquí. Ninguno de los vecinos de la zona duda de la
existencia de Sava Savanovic
".[2]

Según las tradiciones serbias, recogidas en 1880
por el escritor, traductor y crítico Milova Glisic
(1847-1908), los vampiros en Serbia habitan, generalmente, en los
viejos molinos abandonados. Por consiguiente, estas
construcciones, que en la Europa occidental tienen una larga
presencia en el cine gótico de horror desde la
década de 1930, son objeto de respeto y temor desde hace
decenas de años.[3]

En Zarozje, de todos los muertos-vivos, que por
causas desconocidas regresan a la vida (de ahí el nombre
de "revinientes" que se les da en las leyendas y textos
eruditos), Sava Savanovic, o simplemente Sava
(como lo llaman los campesinos, tal vez en un intento por
congraciarse con él) es el más famoso y
aparentemente más activo vampiro de todos. Tanto es
así que no hay accidente o incidente luctuoso que se
registre en las inmediaciones del pueblo, desde noviembre de
2012, que no sea adjudicado a este reconocido Drácula
serbio
.

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Pero Sava Savanovic, igual que muchos otros
vampiros de la historia local, no es ni ha sido nunca miembro de
la aristocracia, como el popular monstruo transilvano ideado por
el irlandés Bram Stocker. Por el contrario, siguiendo la
tradición serbia (escrita y oral), Sava no habría
sido más que el humilde propietario del molino
señalado al principio, durante el siglo XVIII; y que, una
vez muerto y vuelto a la vida transformado en vampiro,
sería el responsable de la muerte de un número no
registrado de personas.

Su cuerpo, "rechazado por la tierra", como
establece el dogma del cristianismo ortodoxo con los hombres
malditos, es el que vaga ahora por los bosques saciando su
apetito infinito, sin que nadie pueda hacer nada al respecto, en
tanto no se descubra la ubicación exacta de su tumba.
Única forma de poner fin a sus correrías, aplicando
los consabidos rituales que manda la tradición serbia en
estos temas: clavarle una estaca en el pecho, decapitarlo y luego
incinerar el cadáver.

Todos los serbios mayores de cuarenta años de
edad recuerdan todavía un film yugoslavo, filmado y
transmitido por televisión en 1973, titulado
Leptirica (Mariposa), responsable de que varias
generaciones perdieran el sueño por aquellos días,
a pesar de la pobre producción y pésimos
intérpretes. La película, dirigida por el cineasta
Djordje Kadijevic, es la adaptación libre de una novela de
fines del siglo XIX titulada Después de Noventa
Años
y escrita por Milova Glisic, autor antes
nombrado, nacido en la localidad de Valvejo, a varios
kilómetros de la aldea en la que Sava comete sus
crímenes
.[4]

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El film es un típico producto serbio para
serbios. Cualquier otra persona ajena a esa cultura, al verlo,
notará que casi todo se da por sobrentendido. Sava
Savanovic
asesina con sus filosos colmillos a varios
molineros sin que nadie explique qué o quién es ese
misterioso personaje. Está claro que todos conocen de
antemano a ese ser condenado y no es necesario que el
guión abunde en explicaciones inútiles a los
entendidos. Aquellos que, como nosotros, no somos serbios,
observamos el film con una dosis de perplejidad e ignorancia sin
igual. Pero basta con saber algo sobre el personaje local que
tanto miedo genera, para que el tele-film cobre
coherencia.

Leptirica (Kadijevic, 1973) está
considerada la primer película serbia de horror. Y puede
ganarse con honores ese título puesto que, más
allá de la crítica formal que se le pueda hacer,
condensa gran parte de los elementos propios del imaginario que,
desde la Edad Media, acompaña a la cultura europea,
especialmente cuando se habita en los márgenes de las
grandes ciudades, en contacto permanente con creencias
tradicionales y en un entorno social por demás conservador
y cristiano.

El contexto en el que Sava Savanovic reaparece
después de tanto tiempo sigue siendo duro para la vida
cotidiana. La pobreza, el hambre, la incertidumbre y los
chismorreos de pueblo, la ausencia de una formación
ilustrada en un clima pastoril y "tradicional", se ve alimentado
por el escenario geográfico, dominado por el bosque y las
montañas, primordiales usinas de lo
sobrenatural.[5]

Como puede observarse, todo confluye a la hora de
alimentar la creencia en un "Otro Mundo" extraño,
ajeno a la experiencia de nuestras grandes ciudades (que
también, es necesario decirlo, generan sus propios
fantasmas). Al aislamiento geográfico se le suma el
cultural, facilitando así que el pasado y el presente se
mezclen en un todo indiscernible; y en el que lo nuevo y lo
viejo, la "civilización" y la
"barbarie", se den cita en la aldea acosada por el
"vampiro".

Los motivos expuestos permiten distinguir al menos dos
opiniones.

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Para muchos el miedo está justificado por una
cuestión cultural. Otros, en cambio, argumentan que toda
la historia es una gran mentira mediática. Un mero intento
publicitario cuyo único objetivo sería fomentar el
caudal turístico a la región. En este sentido, hay
que aclarar que el famoso molino del vampiro, abandonado
y fuera de funcionamiento desde la década de 1950, ya era
una atracción turística local, explotada por la
familia propietaria del terreno donde se emplaza.

Slobodan Jagodic, cabeza del clan, lo promocionaba desde
hace un tiempo como "la cuna del primer vampiro serbio",
organizando guiadas y cobrando por ello. Pero, ¿acaso el
miedo que dicen experimentar los campesinos de Zarozje es
incompatible con el lado comercial de la creencia? ¿Una
cosa quita a la otra? ¿Son excluyentes? El
mismísimo S. Jagodic responde la cuestión cuando,
tras el derrumbamiento, sostuvo en los medios de
comunicación que "no lo reconstruyo por miedo";
aún siendo conciente de que "la única forma de
frenar los crímenes
(sic) es volviéndolo a
levantar
".

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El regreso de Sava Savanovic a los bosques y
aldeas de Serbia occidental parecería ser una copia fiel
del guión del film Leptirica (1973). ¿Es
acaso un simple "revenido" que resucita del celuloide
con puros fines crematísticos o un arquetipo al que se le
pueden achacar todos los males?

Hay que admitir, por último, que nuestra mirada
del asunto está signada por enraizados prejuicios de hondo
origen histórico. No hay que olvidar que Europa Oriental
sigue encarnando, en el imaginario de occidente, "lo
Otro
". El espacio de la extrañeza, de lo
exótico. De los prodigios. La plaza fuerte de los vampiros
y los gitanos. La antigua frontera con El Gran Turco,
enemigo consumado y contratara de la cristiandad. Es el lugar de
los bastiones de piedras en ruinas y en apariencia inexpugnables.
El freno fanático al Islam. Una frontera permeable al
enemigo que, de externo, se convierte en interno, al colarse por
los intersticios abiertos de ese muro imaginario. Los Balcanes y
los Cárpatos siguen siendo esa geografía boscosa
que tan bien explotó el escritor Bram Stoker en su novela
Drácula (1897) y en la que es posible
experimentar tanto la inseguridad física como la
inseguridad moral. Es el reino del miedo y la ignorancia. De la
superstición y la tradición. Comarca del
anti-iluminismo y la irracionalidad encarnada en monstruos. En
suma: el escenario perfecto para que seres tan
emblemáticos como los vampiros reaparezcan con cierta
periodicidad. Como aparentemente ocurrió en
noviembre/diciembre de 2012.

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Parte 2

El lado oscuro
del iluminismo

"La época moderna está marcada
más por

un "recrudecimiento" que por un
"resurgir"

de fantasmas muy antiguos".

Delacampagne, Christian

Racismo y Occidente (1983), pág.
56

"En el temprano siglo XVIII, la
naturaleza

aún parecía ser un
hábil trabajo de Dios".

David Wooton

Lucien Febvre y el
problema

de la incredulidad moderna
(1991), pág.63

Presentes en el folclore, la literatura y la historia,
los vampiros se levantan de sus tumbas denunciando muchas cosas
al mismo tiempo.

Lejos de permanecer callados (o vulnerables a las
supersticiones de las que ellos mismos son parte), sus mortales y
terroríficas irrupciones en el seno del imaginario de
occidente son siempre señales de inestabilidad y crisis.
De vacilación intelectual. De miedo a la muerte y a los
muertos. Muchas veces también de resistencia al
cambio.

El "revenido", el "no-muerto", el
"chupasangre", es el Otro que regresa para
pervertir el alma de sus víctimas. Para seducir con su
presencia las creencias y cosmovisión dominantes. Y
así como el siglo XIV puso en duda el poder de Dios sobre
su creación (matando a millones con la peste), en el siglo
XVIII, las historias que los tuvieron como protagonistas,
vinieron a cuestionar el imperio de la racionalidad, que el
movimiento ilustrado intentaba plantar en el centro de la
sociedad contemporánea.

Espejo de lo que el hombre no quiere ser y
materialización de los tabúes más profundos,
construidos a lo largo del tiempo, el vampiro, con sus
múltiples e inquietantes denominaciones, pone sobre el
tapete cuestiones no dichas en voz alta.[6]
Ésas que siempre están pero se esconden. Que se
disfrazan para asustar menos y que, aún así (tal
vez por eso mismo), siguen presentes en el alma humana.
Incrustadas. En lucha permanente contra la seguridad que erigimos
para engañarnos y vivir la existencia como si nada
perverso sucediera.

Entonces, sin aviso, saliendo de una nube preternatural,
el vampiro muestra sus colmillos sanguinolentos enfrentando los
mitos en que nos apoyamos. Debilitando los Grandes
Relatos
que falsamente nos protegen de los tabúes, de
la peste, de la enfermedad y de la muerte. El vampiro es el ser
que expande aquello que está prohibido. El que nos seduce
con el sexo, la homosexualidad y el incesto, la inmortalidad, la
violencia, el sadismo extremo y la relatividad de las
creencias.

En suma, el vampiro es una terrible molestia que hay que
erradicar con una estaca, a sabiendas de su inminente e
inevitable regreso.

Porque si de algo estamos seguros es de que siempre
regresan.

Desde fines del siglo XVII y principios del XVIII,
reinos y principados de Europa oriental se vieron sofocados por
una ola de terror que tuvo como principales protagonistas a
variados vampiros.[7] Muertos-vivos que
salían de sus sepulturas esparciendo la muerte y el
contagio entre sus familiares y amigos cercanos. Al menos eso fue
lo que la gente creyó.

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Las aldeas entraron en pánico, pero no se
inmovilizaron. Todo lo contrario: salieron a la caza de esos
terribles monstruos. Los encontraron, los desenterraron,
aplicaron rituales tradicionales para vencerlos (estacas,
decapitaciones, incineración, etc.) y regresaron a sus
casas con la tranquilidad de haber cumplido con la
tarea.[8] Claro que con ese accionar no
hacían más que difundir el miedo y
"confirmar" que lo que creían y temían era
cierto. Decenas de testimonios nos hablan del estado en el que se
encontraba el vampiro en su tumba: rebosante de sangre,
recién alimentado, fláccido, con las
uñas y el pelo crecidos y un estado inadecuado (por su
preservación) para un cadáver que llevaba meses, o
en muchos casos años, enterrado.

Pero los atemorizados aldeanos corrían con
desventajas. El vampiro tenía poderes que
fácilmente le permitían burlar los intentos de
aquellos que querían destruirlo. Podía convertirse
en animales (lobo, murciélago, mariposa, mosca), en
niebla, en motas de polvo, en misteriosos cuerpos astrales,
inmateriales, para colarse donde desearan y difundir así
su diabólica pestilencia. Constituían una amenaza
difícil de combatir y, como era de esperar, las noticias
procedentes del lejano y extraño oriente europeo
no tardaron en llegar a Europa occidental. Los medios de
comunicación de la época se encargaron de
difundirlas, generando asombro, curiosidad, inquietud, algo de
temor y, por supuesto, muchas dudas.

Lejos de los escenarios del drama, y en un contexto
cultural que luchaba por extirpar antiguas creencias y
prácticas precristianas, algunos intelectuales
occidentales (laicos y religiosos) se burlaron de los
hechos (dichos) e intentaron refutarlos. Otros
los analizaron como verdaderos datos etnográficos de sumo
interés, pretendiendo frenar la locura y evitar que se
repitiera la psicosis asociada con las brujas, que había
estallado durante gran parte del siglo XVII. Por último,
no faltaron los que creyeron en todo, desoyendo la sonrisa
irónica que el racionalismo empezaba a esbozar,
dejándose arrastrar por los residuos de viejas creencias
que mantenían vigente una concepción de la muerte
progresiva, arcaica y llena de aspectos
sobrenaturales. Por ejemplo la de creer que el muerto mantiene,
tras el deceso, vínculos con las cosas, lugares y personas
que lo acompañaron en vida, durante un cierto
tiempo.

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Al respecto, el célebre historiador Jean Delumeau
escribe:

"Una realidad ampliamente difundida era la creencia
en una nueva vida terrena de los muertos (…). A principios
del siglo XVIII, el acérrimo jansenista Mons. Soanen, de
visita por su pequeña diócesis de Senez, descubre
con inquietud que en la montaña todavía se
practicaban oblaciones de pan y de leche sobre las tumbas a lo
largo del año que sigue a la muerte de un pariente.
(…) De viaje por Finisterre, Cambry anotará: "Todos
los muertos / según creen aquí / abren los
párpados a medianoche (…)." Y en Bretaña:
"no han terminado de clavarse el ataúd cuando al minuto
siguiente se encuentra el cadáver arrimado a la tranca de
su establo". Escribía A. Lebraz: "el difunto conserva su
forma material, su exterior físico, todos sus rasgos.
Conserva también su ropa habitual."(…) En
Bretaña se pensaba que los difuntos constituyen una
verdadera sociedad (…). Sus miembros habitan los
cementerios, pero (…) vuelven a visitar los lugares en que
vivieron (…). Todos estos hechos (…) implican la
durable supervivencia en nuestra civilización occidental
de una concepción de la muerte (o más bien de los
muertos) propias de las sociedades arcaicas
. En estas
sociedades los difuntos son vivos de un género muy
particular con los que hay que contar y apañárselas
y, de ser posible, tener relaciones de buena
vecindad."
[9]

Si la Iglesia Católica Apostólica
Romana
, que rechazaba todas estas creencias, tenía
que seguir lidiando con ellas después de más de mil
años de evangelización, no debería
resultarnos extraño que en Europa del Este, bajo el
imperio espiritual de la Iglesia Ortodoxa Oriental, esas
mismas creencias estuvieron no sólo difundidas, sino
aceptadas por sacerdotes y laicos.

En efecto, el dogma de la Iglesia Ortodoxa
ejerció una fuerte influencia sobre la creencia en
vampiros y su vigencia, incluso hasta día de hoy.
Según los ortodoxos orientales, tras la muerte, el alma no
deja el cuerpo del difunto sino que permanece en él por 40
días. Sólo recién transcurrido ese tiempo se
eleva hacia destinos más espirituales. Es en ese lapso
cuando hay que tener cuidado con los muertos, especialmente si
éstos fueron personas excomulgadas, no bautizados,
suicidas, bastardos, magos, brujos o blasfemos declarados. En
esos casos, la tierra no recibirá sus cuerpos. No
completarán el proceso de descomposición,
permaneciendo incorruptos y eternos, vagando por las tumbas,
acechando en los cementerios y, eventualmente, chupándole
la sangre a sus seres queridos. Aquí es donde radica la
esencia del no-muerto o vampiro de la
tradición.

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Exorcismos, procesiones, rezos colectivos. Todo era
usado para evadirse del vampiro y de la peste a él
asociada. En esos casos todo valía y ritos antiguos
entraban a jugar un rol importantísimo a la hora de
recuperar el sentimiento de seguridad buscado.

Otra vez es Jean Delumeau quien nos informa:

"En los siglos XVII y XVIII, en muchas ciudades y
aldeas de la baja Lusacia, de Silecia, de Servia, de
Transilvania, de Moldavia, de Rumania, se defendían contra
la epidemia haciendo que jóvenes muchachas desnudas
(algunas veces también muchachos desnudos) cavasen un
surco alrededor de la localidad, o bailaran recorriendo ese
círculo mágico que alejaba la ofensiva de la
desgracia
".[10]

Cualquiera que haya leído la novela
Drácula (1897), de Bram Stoker, recordará
comportamientos como los descriptos por el historiador
francés en la cita precedente.

Pero mucho antes que la literatura gótica del
siglo XIX despertara interés por el tema, un puñado
de reyes y estadistas occidentales sintieron profunda curiosidad
por las noticias que llegaban de oriente
(exótico, siempre), y no dudaron en enviar a sus
emisarios para averiguar de qué se trataba el asunto y
qué explicación racional tenían esos
macabros informes. El Estado no podía estar ausente. Mucho
menos si hablamos de Estados dirigidos por cultos déspotas
ilustrados.

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Dom Agustín Calmet fue el sobrenombre
religioso que usó el sacerdote benedictino Antoine Calmet
(1672-1757), distinguido profesor, teólogo, escritor y
erudito francés que alcanzó fama y reconocimiento
académico a través de sus más de quince
libros publicados; pero que pasó a la posteridad
sólo por uno: Disertations sur le apparitions des
anges, des démons et des esprit, et sur les revenants et
vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie et de
Silésie
(1746), obra que constituye una de las
principales referencias del siglo XVIII a la hora de reconstruir
la historia de (la creencia en) los vampiros.

Reeditado en tres oportunidades (1749, 1750 y 1751), el
volumen II de la Disertations, (Tratado sobre los
Vampiros
[11]revisado y ampliado en cada una
de las ediciones, no le trajo al benedictino las satisfacciones
que seguramente esperaba. Lejos de ser reconocido como un
trabajo serio, el texto acarreó las más
duras críticas de parte de colegas e intelectuales. En
pocas palabras: fue demolido y Calmet perdió buena parte
del prestigio y fama que había acumulado a lo largo de
toda su vida. Tildado de crédulo y acusado de difundir
supersticiones, de muy poco le valió aclarar, una y mil
veces, que no creía en la existencia de los vampiros y que
sólo había pretendido darle a la cuestión
una explicación lógica y racional.

Dom Agustín Calmet fue un hombre de la
ilustración temprana. Un intelectual y religioso que
cabalgó entre dos tradiciones, entre dos cosmovisiones
divergentes, y por lo tanto inmerso en una coyuntura
difícil e interesante al mismo tiempo. Un hombre culto,
observador y creyente, sofocado por un tremendo conflicto
interior: el de conciliar sus creencias religiosas con la
herencia racionalista propia de todo intelectual de la
época.

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Fue un típico producto de su tiempo. Una mente en
lucha. Un erudito que buscó ser racional al ciento por
ciento, pero que arrastró esquemas escoláticos
fundados en revelaciones y dogmas de la iglesia. No pudo
despegarse de ellos por completo y, aunque al final de cuenta, el
platillo se inclinó hacia las explicaciones racionales, no
consiguió escapar de la fuerte impronta de su
formación religiosa, ni de los tiempos de
transición que se vivían.

"Todo es ilusión y efectos de la
imaginación
", concluye Calmet. Detrás de las
historias que circulaban sobre vampiros "no hay más
que superstición e ignorancia
", unas veces; y errores
en otras (especialmente cuando se enterraban a personas que no
habían muerto, aunque habían sido consideradas como
tales).

Pero a Calmet le costaba mucho rechazar de plano la
posibilidad de que los muertos se levantaran de las tumbas y
caminaran entre los vivos. De hecho la resurrección era
dogma de fe. El propio Jesús lo había hecho.
Además estaba la promesa del retorno futuro de los cuerpos
en el Día del Juicio Final, y esto le complicó un
poco sus conclusiones. No pudo ser tajante en sus juicios. Por
eso dejó una pequeña hendija abierta cuando
escribió que "de ser ciertos esos revenants
(revenidos, resucitados, muertos-vivos, vampiros ) serían
el producto de un orden divino y no del diablo
".

El buen cura no pudo dejar a Dios de lado.

Quien sí pudo hacerlo en su Diccionario
Filosófico
de 1764 fue Francois Marie Arouet
(1696-1778), más conocido como Voltaire.

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En el apartado "vampiros", el célebre
filósofo racionalista francés se pregunta
cómo es posible que existan esos monstruos en pleno
siglo XVIII, después de Locke
y del imperio de la
razón; a la vez que cuestiona a la Soborna la
aprobación de la publicación del libro de Calmet.
¿Cómo era factible que semejante
despropósito pudiera darse en su época? Una
universidad de prestigio ¿podía avalar semejantes
historias delirantes?

Voltaire no se calla y acude a la mejor y más
afilada de sus armas: la ironía.

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"En Polonia, en Hungría, en Silesia, en
Moravia, en Austria y en Lorena eran los países donde los
muertos practicaban sus operaciones. Nadie oía hablar de
vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos
ciudades hubo mercaderes, gentes de negocios, que chuparon a la
luz del día la sangre del pueblo, pero no estaban muertos,
sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en
cementerios sino en magníficos
palacios
".[12]

Continúa:

"¿Quién es capaz de creer que la moda
de los vampiros la adquirimos de Grecia? No de la Grecia de
Alejandro, de Aristóteles, de Platón, de Epicuro,
de Demóstenes, sino de la Greca cristiana y por desventura
cismática (ortodoxa)".
[13]

Y concluye:

"Nada se comunica tan rápidamente como la
superstición, el fanatismo, el sortilegio y los cuentos de
aparecidos. Pronto hubo vampiros (brucolacas) en Valaquia, en
Moldavia y en Polonia, aunque esta nación pertenece al
rito romano (…). Continuamente estuvieron
ocupándose de los vampiros desde 1730 hasta 1735; los
espiaron, les arrancaron el corazón y los quemaron; pero
semejantes a los antiguos mártires, cuanto más
quemaban más
aparecían".
[14]

Como puede verse, para Voltaire la ignorancia y la
superchería cristiana eran las responsables del miedo y de
la psicosis que estalló en Europa oriental con
relación a los "chupones", como los llama con
crudo sarcasmo.

El vampiro era una claro exponente del
irracionalismo: un bárbaro imaginario.

Pero la obra de Calmet no sólo le interesó
a Voltaire. Un famosísimo sacerdote ilustrado le
dedicó también algunas importantes
páginas.

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Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), fue doctor en
teología, cura benedictino, docente y prolífico
escritor de origen español. Para él, el
fenómeno de los vampiros estudiado por Calmet,
tenía una única y sola causa: la
imaginación debocada
. Considerada la principal
enemiga de la razón y la buena lógica. Feijoo fue
un reconocido ensayista. Sus libros resultaron traducidos en
varios idiomas y reeditados multitud de veces a lo largo del
siglo XVIII y también del XIX. Aunque sacerdote y hombre
de fe, siempre se cuidó mucho de equilibrar la
razón con el dogma de la iglesia; motivo por el cual, la
Inquisición, que siempre lo vigiló, nunca pudo
actuar contra su persona ni contra su obra, de neto corte
enciclopedista.

Enemigo de la ignorancia, luchó siempre contra el
error apoyando sus argumentos en la experiencia y en la
razón. Y, aunque nunca fue un científico, su
elevada información y contactos con el mundo
académico, lo volvieron un hombre polémico que tuvo
seguidores fieles y declarados detractores.

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Feijoo fue en esencia un ecléctico que, sin
desechar el dogma en el que se había formado (ídem
Calmet), criticó el exceso de credulidad
(superstición), especialmente en lo referido a los
milagros, las apariciones y las procesiones excesivas.
Cómo el mismo lo dijera, le temía tanto a la
impiedad como a la credulidad.
[15]

Como buen hombre culto de su época,
despreció lo popular y sus creencias. Para él el
vulgo era ignorante, crédulo y fuente de gran parte de los
errores que circulaban por el mundo. Y desde esta perspectiva fue
que abordó el Tratado sobre los Vampiros (1746)
de Calmet, en su Carta XX del libro Cartas Eruditas
y Curiosas
de 1753.[16]

Feijoo discute, refuta y critica al benedictino
francés; y por sobre todas las cosas destaca sus
contradicciones. Es la táctica ofensiva que mejor
despliega a lo largo de la Carta XX, buscando verificar
la principal hipótesis de su trabajo: atribuirle a la
imaginación la responsabilidad última de
todas las historias de vampiros que circularon.

Hoy elogiada, admirada, estimulada como un bien
positivo, la imaginación en el siglo XVIII, y
especialmente dentro del ámbito
académico-ilustrado, carecía por completo de esas
consideraciones. Por el contrario, era la peor enemiga de la
razón y la culpable innegable de la psicosis colectiva
desatada en torno a los vampiros. Feijoo no ahorra adjetivos a la
hora de combatirla. "Contagiosa y degenerada".
Así la califica. Sin pelos en la lengua. Sin eufemismos.
Poco diplomático, el cura español sostiene que la
imaginación era la gran "generadora de
mentiras
" y elemento característico de las sociedades
(naciones) más bárbaras y primitivas; que,
como sus contemporáneos occidentales, ubicaba en la vieja
Europa del Este.

"Todo es patraña, ilusión y
quimera
", escribe Feijoo.[17] Y en gran parte
coincide en eso con Calmet. Pero aún así, le
reprocha al autor del Tratado sobre Vampiros el enorme
número de casos con que ilustra su investigación,
puesto que tal cúmulo de historias, testimonios y sucesos
extraños terminan incurriendo en un resultado no deseado:
dejar pendiente la posibilidad de que todo ello sea cierto y que
los vampiros, en ciertas circunstancias, realmente se levantaran
de sus tumbas. En pocas palabras, el exceso de casos consignados
parecerían devorarse la crítica que el propio
Calmet hace de ellos.[18]

"Se leen, en fin –escribe Feijoo-,
resurrecciones, que ni fueron ejecutadas por milagros, ni
simuladas por el demonio, sino fingidas por los hombres
(…) porque se ha mentido mucho (…). De modo que
según las relaciones hay más resucitados de sesenta
o setenta años a esta parte, que hubo en todos los de la
cristiandad, desde que Cristo vino al
mundo
".[19]

Por este motivo, el español contextúa la
creencia en vampiros dentro de sociedades en las que lo
maravilloso
sigue siendo parte de la realidad cotidiana, sin
alterar el sentido de lo normal; logrando así
afianzar la idea de estar frente a pueblos ignorantes.

"(…) Los habladores de aquellas provincias
refieren sus resurrecciones como muy verdaderas y reales, no las
tienen por milagros; (…) sino efecto de causas
naturales
".[20]

"Entre éstos parece que algunos no tienen a
los vampiros por enteramente difuntos, sino por muertos a media.
Ellos se explican tal mal, y con tanta inconsecuencia en sus
explicaciones, que no se puede hacer pie en
ellas
".[21]

En medio de semejante contexto cultural, signado por el
oscurantismo, no es extraño que Feijoo se interese por la
rápida difusión del miedo.

Escribe:

"Un vampiro sólo basta para poner en
consternación una ciudad entera con el territorio
vecino
".[22]

A pesar de que:

"Al pasar los ojos por todo lo que llevo escrito de
los vampiros, imaginará usted estar leyendo un
sueño (…), o que los que de aquellos países
ministran estas noticias, serían hombres ebrios, que
tenían trastornado el seso con los vinos de Hungría
y de Grecia
".[23]

"No se puede citar ningún testigo juicioso,
serio y no preocupado, que testifique haber visto, tocado,
interrogado, examinado de sangre fría esto revinientes
(vampiros) y pueda asegurar la realidad de su regreso y de los
efectos que se le atribuyen
".[24]

Para Feijoo:

"En todo esto no sólo interviene el
engaño pasivo, más también el activo. No hay
sólo engañados, más también
engañadores
. (…) Convengo en que hay en
aquellas regiones (…) muchos mentecatos, embusteros que
sin creer que hay vampiros, cuentan mil cosas de vampiros,
diciendo que los oyeron o vieron, y arman sucesos fabulosos,
revestidos de todas las circunstancias que a ellos se les
antoja
."[25]

Y concluye, con cierta ironía:

"Un iluso hace cuatro ilusos; cuatro veinte; veinte
cientos y así, empezando el error por un individuo, en muy
corto tiempo ocupa todo un territorio. El terror (…)
desquicia el cerebro de ánimos muy
apocados
".[26]

Es lógico que una lectura racionalista como la de
Feijoo y sus colegas encuentre su contraparte entre los miembros
de las sociedades que tanto subestiman y critican; quienes,
frente a un mismo fenómeno, rumor o suceso, interpretan
(leen) cosas diferentes.

La Ilustración desatiende la diversidad de
aproximaciones
y, carente de la tolerancia de un
antropólogo o historiador actual, se vuelve intransigente
a la hora de aceptar otras mentalidades. Y hay casos concretos y
perfectamente registrados en los que se observa este choque de
cosmovisiones.

Sólo a modo de ejemplo, y porque tanto Calmet
como Feijoo lo tuvieron en cuenta, haremos referencia a un caso
ocurrido en la isla de Míconos (Grecia), el cual
podría perfectamente aplicarse a muchísimos casos
de vampiros registrados en el Este europeo.

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Se ha dicho que una de las características
fuertes
del ser occidental fue (y sigue siendo) su
curiosidad.[27] Una vocación por
saber, conocer y descubrir al "Otro" con el fin de sacar
provecho, exaltar la identidad propia por contraste y, en
consecuencia, alimentar el sentimiento de superioridad que desde
el siglo XVIII dejó de apoyarse en las creencias
religiosas "auténticas" y se asentó en una
misión civilizadora justificada por el Progreso,
el pensamiento racional y la preponderancia
tecnológica-académica que Occidente
tenía.

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Joseph Pitton de Tournefort (1656-1708) fue, sin duda,
un hombre curioso. Nacido en Francia, este destacado
botánico galo realizó, entre 1700 y 1702, un viaje
de exploración científica que, de Marbella a
Turquía, pasando por la península helénica,
Constantinopla, el Mar Negro, Armenia y Georgia, recopiló
especímenes botánicos y aumentó el
número de especies catalogadas hasta ese momento. De todo
ese periplo quedó como resultado su Relación de
un Viaje a Levante
, publicada póstumamente en 1717.
Es de esta obra de donde Calmet y Feijoo extrajeron un muy
interesante pasaje en el que Tournefort, como testigo presencial
(junto al colega alemán Andreas Gundesheimer), relata su
participación activa en la eliminación de un
vampiro.

El extraño acontecimiento ocurrió en la
isla de Míconos (Grecia) hacia el mes de diciembre de
1700. En esa oportunidad, Tournefort y sus compañeros de
viaje, tuvieron noticias por los isleños que un vampiro
acosaba a los aldeanos, levantándose de la tumba,
paseándose por la villa, entrando en las casas, rompiendo
muebles y difundiendo un pánico generalizado.

Al principio los expedicionarios lo tomaron a risa, pero
cuando los sacerdotes de Míconos y las autoridades
decidieron en asamblea poner en práctica ciertos rituales
para frenar al supuesto monstruo, las sonrisas se borraron y de
la curiosidad se pasó al espanto.

El ritual consistió, primero, en esperar nueve
días después del entierro del muerto al que
consideraban un Vroucolacas (vampiro); al décimo
se celebró una misa, se exhumó el cuerpo, se lo
llevó a la iglesia y allí el carnicero local le
extrajo el corazón, con muy poca precisión por
cierto, ya que empezó la búsqueda del
órgano por el vientre y no por el pecho
, confirma el
autor.

"El cuerpo olía tan mal que hubo de quemar
incienso; pero el humo, mezclado con las exhalaciones de la
carroña no hizo otra cosa que aumentar la hediondez, y
comenzó a calentar la cabeza de aquellas pobres gentes:
impresionadas por el espectáculo su imaginación se
empezó a llenar de visiones. Empezó a decirse que
un humo espeso salía del cuerpo. Nosotros
aseguraríamos, que era el humo de
incienso
".[28]

Pero la histeria se extendería más
allá de la pequeña iglesia en donde
estaban.

"(…) En la plaza que había delante se
gritaba ¡Vroucolacas!: es el nombre que le dan a estos
pretendidos retornados. El rumor se extendió por las
calles como un bramido y aquella palabra parecía haber
sido creada para hacer estremecer la bóveda de la
capilla
".

Inmediatamente después, Tournefort describe
cómo esa "pobre gente" interpretaba lo que
veía a partir de su propia experiencia
cultural.

"Muchos asistentes aseguraban que la sangre
corría roja, el carnicero juraba que aún estaba
caliente, por todo lo cual deducían que el muerto no
estaba muerto, o mejor dicho, que había sido reanimado por
el diablo. (…) En ese momento entró un grupo de
gente que (…) afirmaba (…) que el cuerpo no estaba
rígido cuando lo llevaron del campo a la iglesia
(…) y que en consecuencia era un Vroucolacas. No me cabe
duda de que hubieran alegado que no apestaba si no
hubiéramos estado presentes (…). Nosotros que
estábamos al lado del cadáver para observar con
mayor exactitud, estuvimos a punto de desmayar ante la terrible
hediondez que despedía
".

Y agrega el explorador:

Partes: 1, 2

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