Hace años que casi a diario, bajo el sol o la
lluvia, o bajo la nieve, subiendo una suave cuesta de seis
cuadras a través del laborioso y alegre barrio de los
griegos, donde se distinguen las tabernas y los olores de buenas
comidas y exquisita pastelería, vengo caminando con mis
pasos viejos desde la casa hasta este elegante
café-restaurante de ordenadas mesas alineadas en la acera
y en un amplio salón interno, que en una esquina de la
avenida más importante del barrio resalta por su bullicio
y por albergar en su espacio tanto movimiento y tantos
idiomas.
Camino de aquí, al pasar frente a los diferentes
y estrechos locales que no se adornan de mayores pretensiones, se
ven los juegos de barajas regadas sobre las improvisadas mesas de
madera. Estamos ubicados más acá del Oeste del
corazón de la enorme ciudad Manzana. Y los interiores de
estos comercios se muestran en sombras, igual que quisiesen
ocultarse de los caminantes. Y el nombre de este café al
que vengo, que es insignia de la zona, no puede ser más
elocuente: es el Café Atenas. Desde aquí puedo
escuchar y ver el paso del tren subterráneo del Metro que
sube por el elevado puente que se atraviesa al final de la
cuadra.
Y día a día dejo correr las horas sentado
a una de sus mesas bajo un toldo blanco de rayas verdes, al aire
libre, y me mantengo callado entre su agitación, con mi
cansancio de tiempo y mi silencio de palabras y de gestos que les
grita a todos, en mi mustia mudez, lo apabullado que se suele
estar cuando se deambula con esta especie de paciente locura que
yo cargo y con los indicios de pulcro abandono que han nacido y
fueron creciendo en mí al ser empujados por los desajustes
de la soledad.
Y aquí permanezco, a un lado de esta avenida que
baja dominada por el desorden controlado de los apuros y los
ruidos de automóviles y camiones, dirigidos a precisos
tiempos por los semáforos, en su marcha y bajada
atravesando calles hasta llegar al tremendo río que se
reconoce más abajo y que en parte se ve a lo lejos.
Allá sucumben todas las velocidades y apuros de los
vehículos que escapan desahogados de los cambios de luces
y de la congestión de carros, al tener que detenerse
frente a las arboledas y parques que adornan la orilla de la
infatigable y sucia corriente que recoge toda la porquería
de los empobrecidos barrios del Oeste.
Y aquí me quedo, por ratos mirando esa distancia
en pendiente y viendo pasar a mucha gente que va y viene de un
lado a otro. Y ante esta feria indiscriminada y hormigueante
persisto aquí, sentado por horas, reflexionando y
esperando no sé qué, o simplemente estando, ya sin
esperar nada, dejándome ir, fumando, tomando uno y otro
café entre cigarrillos, y a veces leyendo un repetido
libro, pero más que otra cosa ocupando esas horas con las
piernas cruzadas en respirar y pensar y mirar a medias
entretenido el movimiento y las voces casi invariables de este
suburbio y su gente. Cualquier calle de esta ciudad puede verse
como una escuela y resumen de la vida misma.
En este ruidoso ambiente todo puede ser rutinario y al
mismo tiempo diferente. Autos, autobuses, camiones y sirenas de
policías y bomberos también se trasladan con sus
escapes de gases y repeticiones, afanosos de carreras, como si
hubiese un incendio en cada esquina, como si les fuesen a quitar
el aire y el espacio en sus luchas por el desplazamiento o el
trance angustioso por encontrar un lugar donde estacionar, a
veces por cinco o diez minutos, y hasta por menos, para realizar
una compra o para dejar rápidamente alguna
mercancía. Los que vienen a diario al Café tampoco
se estacionan lejos, lo hacen en las calles laterales, y se
acercan caminando.
Y sentado aquí, mirando correr el tiempo,
converso muy poco con los camareros que también van y
vienen serpenteando entre las mesas que al pasar van limpiando
casi mecánicamente con sus inseparables paños
húmedos que llevan sobre una bandeja y que manejan con
absoluta seguridad y presteza. Ellos toman los pedidos, y los
traen desde la barra que está adentro, y los sirven, y se
mantienen atentos y ansiosos de órdenes y propinas en las
puertas del local, donde por momentos conversan entre sí o
con los clientes más conocidos que vienen llegando, o con
los que se retiran del salón interior.
Adentro sólo trabajan mujeres, vestidas de negro,
muy a la griega, a tono con el barrio. Y en ese espacio todo es
más tranquilo. Pero usualmente la mayoría de los
empleados a mí sólo me observan como algo diario
que también ya pertenece a sus rutinas. Me atienden, y
saben de mis gustos, el café bien fuerte y los cigarrillos
negros de mi preferencia, y los complacen, pero me dejan
tranquilo. Y conocen de mi silencio y aislamiento. Y lo respetan.
Aunque en ocasiones, al ordenar mi pedido hablo por un momento
con algunos de ellos. Suelen tratarme con aislada y marcada
simpatía y deferencia. Me gusta verlos trabajar cuando
caminan entre las mesas con sus pasos ahorradores de tiempo. En
más de una ocasión me traen un café invitado
por la casa que inclusive resulta ser aún más
satisfactorio para ellos que para mí.
Y es así que, sumergido y al mismo tiempo a un
lado de este barullo, ya sin la prisa de antes, ni mucho menos,
modestamente impasible, yo permanezco, en apariencias muy
dueño de mí y de mis actitudes, pero con el oculto
velatorio por dentro. Y observo. Y cuando me descuido, me veo y
reconozco entretenido en mi silencio mirándome la edad en
las manos ya vencidas, que lucen la piel reseca y salpicada de
manchas y de regadas y voluntariosas canas, con las venas gruesas
y brotadas que corren entre ellas como azulosas y redondeadas
vías por donde corrieron los cansados años que las
hincharon y endurecieron.
Es curioso, pero ya me resulta inevitable esa infame
revisión diaria del paso del tiempo que fue rozando mi
piel. Esa revisión es casi mecánica y por supuesto
que ajena a mi voluntad. Y alternando el mirar hacia mí
mismo con la observación del movimiento del Café y
de la calle, a veces pienso que el interior de esas manos, y el
de mi cabeza y el de mi vida entera no son distintos a lo que me
rodea. No, no lo son. Son como la ciudad y como el Café
con su bullicio. Me invade la carencia de armonía que he
tenido que sofocar en mi lucha contra el inevitable y chocante
deslizar de los adioses y renuncias que nunca muestro pero que
siempre han estado conmigo y laten en mis latidos, al ritmo de mi
son, al ritmo de mi decadencia.
Y así, hoy, en verdad como también en
otros días, en una de mis mesas acostumbradas, por
instantes vagando y regresando en el recuerdo de lo que se
desbocó hacia el pasado, quizá como una necesidad,
pensé de nuevo en ti y en tu belleza al ver a una hermosa
mujer que caminaba al otro lado de la calle, por la acera de
enfrente. Y la vi igual que como me admiraba de ti al tenerte
cerca, cuando me sobraban la luz en la mirada y la fuerza en las
manos y los deseos en la sangre. Y me hizo recordarte al dibujar
ella en su cadencia y su andar una imagen similar a la de la
estampa que te resume en la memoria de mis adentros y que nada ha
podido borrar de mí, tanto de la mente como de mis ansias.
Y es aquella en que caminando a mi lado, ajustando tu paso a mi
andar, muy cercana y apoyada en mi antebrazo, estando bajo el
vuelo del cabello que sacudías al viento con tanta gracia,
te volteabas para mirarme, brillante y limpia, y toda abierta, y
toda entregada.
Y te recordé con esa sonrisa que con finura y
coquetería sin igual en menos de un segundo bajo cualquier
emoción que te excitara transformabas en risa abierta,
haciendo juego con cualquier zalamería o
insinuación de esa pícara y ladeada mirada que
tanto y tan fácilmente dominabas. Estabas en tus treinta y
eras exquisita. Y no sentí dolor ni pena alguna cuando te
soñé de nuevo en la plenitud de tu gracia y
sensualidad. No, llegaste a mi memoria con cariño y
pasión de lejanía. Y estando así, todo
aquello que pudo ser negativo en nuestras historias quedaba
borrado en ese instante, como ocurría cada vez que te
soñaba por unos segundos anhelándote para
siempre.
Y así, simplemente pensé si acaso en
alguna ocasión, estando tú sentada en un bar o en
un Café, como ahora yo, o andando por la ciudad en
cualquier tarde de otoño como ésta de hoy en que
las hojas caen en multicolores acrobacias de los árboles y
vuelan ligeras como sueños para posarse en cualquier
parte, viviste algún instante de tanta presencia y
satisfacción como éste que yo vivo ahora y que
suele renacer en mis fantasías para llenar mi pecho de
imposibles esperanzas cada vez que se presenta con fuerzas nuevas
en mí presente.
Y sin abandonar ese cerco de ensueños, sentado
como a diario entre otras mesas, como esperando por ti, y a
medias escuchando las voces de los que me rodean, la
mayoría en sus intrincados idiomas que nunca logré
definir, con un reguero de remembranzas revoloteando dentro de
mí, para alborotar mis ansias y mis canas, te seguí
viendo entre la gente que caminaba por el frente, ausentes y sin
saber de nosotros ni de esta magia de lo que sucedía a
unos pasos de ellos y nos enlazaba. Y te miré entre sus
pasos. Y te aferré a mis ojos para que no te fueras. Y
dibujé tus movimientos una y otra vez, y más, y
más, y todavía más, viviéndote de
nuevo.
Y me llené de gusto. Y me dejé llevar sin
medida alguna del tiempo y de las reales distancias que no
podíamos borrar y que todo lo imposibilitaba. De pronto,
como solía hacer, agucé la atención sobre la
imagen que se dibujaba frente a mí, y vi sorprendido que
no era una ilusión, que en verdad eras tú, que
estabas allí, joven y bellísima, detenido el
caminar y volteada hacia mi presencia como lo hiciste muchas
veces al adivinar mi mirada codiciosa de ti recorriendo tu
cuerpo. Estabas allí, en la acera de enfrente,
mirándome y esperando.
Y vi cómo el viento fresco jugaba contigo para
adornar tu risa coronándote de luz y de frescura. Y te vi
reír como nunca antes con tu alegría acostumbrada
mientras aquietabas y alisabas tus cabellos. Y te
disfruté, tal como te conocí y te vi en esos
años en que me deslumbraste. Te vi con tu ceñida
falda beige y tu blusa blanca centrada de botones bailoteando sus
excesos entre tus pechos, con el pañuelo anaranjado y
volandero también amarrado al cuello. Si, te vi, tan
elegante y exquisita como estabas de continuo resaltando entre
todos.
Y sí, estabas allí, al otro lado de la
calle, mirándome entregada desde la acera como lo hiciste
y lo vienes haciendo desde hace tanto tiempo, con cierto aire de
simulados celos en el entrecejo fruncido, juguetonamente, y sin
sorpresa alguna. ¡Oh, qué bella eres! Y qué
impresión tan gratificante y rejuvenecedora me
penetró hasta lo más hondo para correrme por la
piel y los deseos que se hicieron jóvenes y fogosos al
estar tú repetida y presente y otra vez en la querida
ciudad, la que es una nada sin ti, donde has vivido por
años tan hermosa y tan cerca de mí.
Consciente de la ubicuidad de las emociones detenidas en
ese instante, pero sin saber por qué consciente
también en lo más hondo de su vaga imposibilidad,
con cierto temor de que desaparecieras cerré los ojos por
un momento para revivir y acariciar y grabar tu plenitud en mi
memoria. Y así repasé los detalles que más
me gustaron de tus maneras, y de tu figura, y de tu boca, y de
tus ojos, y de tu piel y tus placeres. Y sin dejar de verte
recordé otros tiempos, nuestros tiempos, cuando imperaba
entre nosotros el idioma de los sentidos, cuando los días
no eran tan grises y tan tristes, disfrutándote como en
aquellos momentos en los que vivir no era otra cosa que estar
juntos y regocijarnos. Y después de recorrerte como antes
de pies a cabeza, seguí viéndote igual a como eras,
hasta embargarme de satisfacción y de recuerdos. Y
seguí viéndote, ya no tan sólo en la acera
sino dentro de mí. Y la vida se me llenó de ti, y
de tus alegrías, y de cientos de carreras por un espacio
limpio, de brazos abiertos y sin fin que esperaban por
ti.
Y seguí viéndote, seguí
viéndote. Y te llamé, pretendiendo detenerte para
no dejarte escapar hacia esa fuga que un día en verdad
tuviste que realizar alejándote de mí. Y
seguí viéndote, y quise tocarte, hasta que, como
siempre, repitiendo esta historia de inviolables reiteraciones
que conducen siempre al mismo final, poco a poco y arribando a la
tristeza de las renuncias, y vencido en el cansancio de mi cuerpo
y de mi mente bajo la sombra de la negación que las
distancias y el tiempo imponen, segundo a segundo te fuiste
esfumando, esfumando, poco a poco, te fuiste esfumando. Y una vez
más hice conciencia de que ya no me pertenecías,
que no habitabas más en mi pequeño mundo. Y te vi
alejándote y empequeñeciendo, alejándote,
alejándote, y callando tu risa y tus palabras, distante,
desapareciendo entre los demás, como si fueras un soplo de
vida entre un viento de negaciones.
Y así te alejaste. Y así te fuiste hasta
darle cabida al dolor de tener que entrecerrar los ojos de nuevo,
amargamente y saber que igual yo tendría que permanecer y
seguir por mi rumbo, hasta borrarme y desaparecer a mi vez en el
sueño que siempre he vivido y que se presenta y termina
como ahora, envuelto en esa realidad que lo quiebra todo y que no
es más que el espejismo de tenerte y de nuevo volverte a
perder. Es la misma escena de una soñada realidad que se
ha repetido por muchos años, demasiados.
Y aquí me quedé, sin ti, y sin mí,
frustrado, vuelto a sentar y derrumbado en la silla. Y
aquí he de permanecer, como de costumbre, con esta
ansiedad no satisfecha del que ha perdido una batalla y que sin
salir de su campo de destrucción no tiene más
remedio que mirar tras de sí para ver los residuos de la
trifulca, con todas las alegrías desgarradas y encontrando
tan sólo la extrañada mirada de los demás
que están en el Café, que también me
observan sentados a sus mesas. Y sé que me ven como a un
loco. Pero hoy, encima, también por una razón
detestable que día a día todo lo empeora,
sintiéndome más viejo, más golpeado,
más inútil, más incapaz y con más
pesadumbre que nunca.
Y puedo verme con conciencia, sabiéndome una
mancha sin vida a un lado del camino, un algo sin importancia,
sentado como a diario en esta mesa, abatido, avergonzado y
tontamente sin querer mostrarlo. Sí, con una tristeza que
roza por momentos con la amargura del aislamiento, sin
esperanzas, hundido en el desánimo y observando de nuevo
el pasar de la gente, de mucha gente, que recorren sus
líneas habituales, a la misma hora, con las mismas
angustias, y que van o vienen del trabajo, apurados todos, y que
no me ven ni saben que existo, y que se van, alejándose
unos tras otros, todos anónimos, desperdigándose
como hormigas por las calles y aceras.
Sí, aquí me quedé, con mi
resignación, de nuevo sentado bajo el toldo de rayas, con
mi cigarrillo tembloroso entre los dedos, tan sólo
aguardando sin querer aguardar y en cierta forma renegando de la
necesidad del regreso a la casa, inevitable y rechazada,
siguiendo el mismo camino que me trajo hasta aquí,
abriendo mi surco de planicie en caída, por mi consabida
línea, para no hacer otra cosa que arribar a mi cuarto y
pensar en círculos y más círculos que no van
a parte alguna y que se dibujan en el vacío de la soledad.
Y allí me quedaré, quizá para esperar por ti
en una nueva aparición. Y entonces, en esas vueltas de la
mente que se ha confundido al enredarse con las emociones que son
más poderosas que ella, perderme como día a
día en el pasado sin vislumbrar futuros, mientras a solas,
dentro de mis cuatro paredes, estaré negando de paso mi
escasa y mentida libertad por la que tanto luché y que,
acosado como estoy, de poco ya me sirve.
Y en este Café he de esperar sin remedio, en esta
mesa, entre esta gente, por ese momento diario y triste y vencido
de la partida obligada hacia una casa que no es hogar ni tiene
calor humano, casi sin despedidas, calle abajo, con mi
morriña, sintiendo el avance de las horas que me empujan
execrablemente hacia el abismo, observando a un lado y otro sin
encontrar nada que me llame la atención y me estimule.
Mientras llega esa hora, aquí me quedo, sin alternativas,
encendiendo y fumando con manos hastiadas y manchadas otro
cigarrillo que ahora no me sabe nada bien.
Y miro al otro lado de la calle, con la esperanza loca
de que hubieses regresado a buscarme y me estuvieses esperando
para irnos los dos solos a otro mundo. Para que juntos
partiésemos hacia ese futuro que nunca llegó y al
cual desde hace todo estos años sin tenerte he querido
renunciar y oscurecer y eliminar de un solo golpe y no he podido.
Lo he querido borrar todo y desaparecer en una nada como la tuya.
Pero nunca he podido. Me ha faltado el valor. Pero sin lugar a
dudas que lo quiero y que no ha dejado de latir dentro de
mí. Y siempre lo tengo presente. Porque por más que
te busque y te desee tú no estás, no regresas, te
has ido hacia otro tiempo, hacia el hondo hueco de mis recuerdos.
Y ya no puedo verte.
Y me asusta el saber que cualquier día puedas
alejarte tanto que llegues a caer para siempre en los
vacíos sin retorno de ese limbo del olvido definitivo en
que caerá mi mundo cuando me alcance la fatiga y sufra el
derrumbe oscuro de mi mente hacia el precipicio enloquecido de
tinieblas del no poder recordar nada. Y entonces definitivamente
quedarás borrada.
Y presiento ese día. Y en mis muchos ratos a
solas lo vislumbro muy cercano. Siento como esta posible y
aún no definitiva locura en que he ido cayendo se acerca y
me rodea y se me manifiesta de continuo en imágenes de
personajes y cosas cuyos nombres no logro recordar por mucho que
me empeñe. Y la siento también en los
pequeños dislates que a duras penas puedo controlar. Y
adivino que entonces, y sólo entonces, antes de la
debacle, si es que acaso me restan la voluntad y las fuerzas
necesarias para llevarlo a cabo, sí podré borrarme
por completo por mi propia mano. De un solo golpe. Y entonces el
Universo entero desaparecerá.
No creo que ya metido en esas aguas me olvide de esa
digna necesidad y de esa cita. Y ya no tendré que
abandonar más mi habitación bajo el sol del
ardiente verano, o bajo la lluvia, o sometido al implacable
frío del invierno para trabajosamente subir y recorrer esa
cuesta del llamado barrio de los griegos, con su modesta plaza
Sócrates y sus muchas tabernas. Y nunca más
tendré que estar sin ti, y dormir sin ti, y despertar cada
mañana sin ti, teniendo que salir a la calle para subir a
solas, arrastrando lastimosamente los débiles pasos, por
la hiriente cuesta que lleva al Café Atenas, o a cualquier
otro, y por la que al unísono transcurre más sutil
y paralela a ésta por la vida entera y ya no parece llegar
a sitio alguno.
Autor:
Luis B Martínez